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Rubén Darío publicó su obra de poesía "El canto errante" en Madrid en 1907.
Se trata del libro que inicia las vanguardias hispánicas. Su autor se distancia de su propia estética del Modernismo, dando un giro hacia una poesía más sobria y coloquial, que ha de cultivarse durante el siglo XX. Aquí radica su importancia.
Desafortunadamente, esta obra tan relevante ha sido la menos estudiada y, por tanto, "El canto errante" es el menos conocido de sus libros.
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EL CANTO ERRANTE
Dedicatoria
Dilucidaciones
I
II
III
IV
V
VI
El canto errante
Metempsicosis
A Colón
Momotombo
Israel
Salutación al Águila
A Francia
Desde la Pampa
Revelación
En elogio del ilustrísimo señor obispo de Córdoba, fray Mamerto Esquiú, O. M.
Visión
In memoriam Bartolomé Mitre
Ensueño
Dream
Versos de otoño
Sum...
La bailarina de los pies desnudos
La canción de los pinos
Vesper
En una primera página
Eheu!
La hembra del pavo real
Hondas
A un pintor
Preludio
Nocturno
Caso
Epístola
I
II
III
IV
V
VI
VII
A Remy de Gourmont
Eco y yo
Balada en honor de las musas de carne y hueso
Agencia...
Flirt
Campoamor
Esquela a Charles de Soussens
Helda
A una novia
Soneto
Querida de artista
Tant mieux...
Lírica
Danza elefantina
Interrogaciones
Los piratas
El don de arte es un don superior que permite entrar en lo desconocido de antes y en lo ignorado de después, en el ambiente del ensueño o de la meditación. Hay una música ideal, como hay una música verbal. No hay escuelas: hay poetas. El verdadero artista comprende todas las maneras y halla la belleza bajo todas las formas. Toda la gloria y toda la eternidad están en nuestra conciencia.
Rubén
A los nuevos poetas de las Españas
Rubén Darío
El mayor elogio hecho recientemente a la Poesía y a los poetas ha sido expresado en lengua «anglosajona» por un nombre insospechable de extraordinarias complacencias con las nueve musas. Un yanqui. Se trata de Teodoro Roosevelt.
Ese Presidente de República juzga a los armoniosos portaliras con mucha mejor voluntad que el filósofo Platón. No solamente les corona de rosas; mas sostiene su utilidad para el Estado y pide para ellos la pública estimación y el reconocimiento nacional. Por esto comprenderéis que el terrible cazador es un varón sensato.
Otros poderosos de la tierra, príncipes, políticos, millonarios, manifiestan una plausible deferencia por el dios cuyo arco es de plata, y por sus sacerdotes o representantes en una tierra cada día más vibrante de automóviles... y de bombas. Hay quienes, equivocados, juzgan en decadencia el noble oficio de rimar y casi desaparecida la consoladora vocación de soñar. Esto no es ocasionado por el sport, hoy en creciente auge. Las más ilustres escopetas dejan en paz a los cisnes. La culpa de ese temor, de esa duda sobre la supervivencia de los antiguos ideales, la tiene, entre nosotros, una hora de desencanto que, en la flor de la juventud —hace ya algunos lustros— sufrió un eminente colega —he nombrado a Gedeón—, cuando, entre los intelectuales de su cenáculo, presentó la célebre proposición sobre «si la forma poética está llamada a desaparecer». ¡Ah, triste profesor de estética, aunque siempre regocijado y poliforme periodista! La forma poética, es decir, la de la rosada rosa, la de la cola del pavo real, la de los lindos ojos y frescos labios de las sabrosas mozas no desaparece bajo la gracia del sol. Y en cuanto a la que preocupó siempre a líricos dómines, desde el divino Horacio a don Josef Mamerto Gómez Hermosilla, ella sigue, persiste, se propaga y hasta se revoluciona, con justo escándalo de nuestro venerable maestro Benot, cuya sabiduría respeto y cuya intransigencia hasta deseos me inspira de aplaudir. Aplaudamos siempre lo sincero, lo consciente, y lo apasionado sobre todo.
No. La forma poética no está llamada a desaparecer, antes bien a extenderse, a modificarse, a seguir su desenvolvimiento en el eterno ritmo de los siglos. Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía, dijo uno de los puros. Siempre habrá poesía y siempre habrá poetas. Lo que siempre faltará será la abundancia de los comprendedores, porque, como excelentemente lo dice el señor de Montaigne, y Azorín, mi amigo, puede certificarlo, «nous avons bien plus de poètes que de juges et interprètes de poésie; il est plus aisé de la faire que de la connaître». Y agrega: «A certaine mesure basse, on la peut juger par les préceptes et par art: mais la bonne, la suprème, la divine, est au dessus des règles et de la raison».
Quizá porque entre nosotros no es frecuentemente servida la divina, la buena, la suprema, se usa, por lo general la «mesure basse». Mas no hace sino aumentar el gusto por los conceptos métricos. La alegría tradicional tiene sus representantes en regocijados versificadores, en casi todos los diarios. El órgano serio y grave, el Temps madrileño, tiene en su crítico autorizado, en su Gastón Deschamps, vamos al decir, un espíritu jovial que, a pesar de tareas trascendentales, no desdeña los entretenimientos de la parodia.
Quedamos, pues, en que la hermandad de los poetas no ha decaído, y aun pudiera renovar algún trecenazgo. Asuntos estéticos acaloran las simpatías y las antipatías. Las violencias o las injusticias provocan naturales reacciones. Los más absurdos propósitos se confunden con generosas campañas de ideas. Mucha parte del público no sabe de lo que se trata, pues los encargados de informarla no desean; en su mayoría, informarse a sí mismos. El diletantismo de otros es poco eficaz en la mediocracia pensante. Una afligente audacia confunde mal aprendidos nombres y mal escuchadas nociones del vivir de tales o cuales centros intelectuales extranjeros. Los nuevos maestros se dedican, más que a luchar en compañía de las nuevas falanges, al cultivo de lo que los teólogos llaman appetitus inordinatus propiae excellentiae.