El cielo vacío - Marjan Bouwmeester - E-Book

El cielo vacío E-Book

Marjan Bouwmeester

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Beschreibung

Marjan Bouwmeester demuestra que la soledad forma parte del ser humano y esclarece las formas en las que este sentimiento puede aflorar a lo largo de nuestra vida. La palabra «soledad» está en boca de todos. Mientras los responsables políticos adoptan medidas para «combatir» la de los ancianos aislados y la de los jóvenes gamers, el concepto no recibe la profunda exploración que se merece. En El cielo vacío, la filósofa Marjan Bouwmeester se ocupa precisamente de esto. Así, presenta la soledad como la sensación de tristeza que sufrimos cuando experimentamos una falta de conexión. Sin embargo, la soledad también saca a relucir importantes talentos humanos, pues, al fin y al cabo, cuando uno se siente solo, sufre por la ausencia de algo y ha de esmerarse para superar el sufrimiento o para reparar la pérdida. Bouwmeester nos lleva a pasear entre las líneas de grandes pensadores como Blaise Pascal, Daniel Dennett y Simone de Beauvoir, y complementa sus reflexiones sobre la condición humana con referencias a novelas, películas y canciones famosas. Con gran precisión, establece sorprendentes vínculos entre la soledad, el miedo escénico, las máscaras, los selfis, los viajes espaciales y los baños de mujeres. Y lo hace con David Bowie como guía estrella que sabe a la perfección cómo actuar ante una pérdida inevitable. Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU

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Seitenzahl: 296

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Edición en formato digital: septiembre de 2022

Esta edición ha sido posible gracias a la ayuda económica de la Fundación Holandesa para la Literatura

Título original: De Lege Hemel

En cubierta: ilustración de © Fidel Sclavo

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Marjan Bouwmeester, 2020

Originally published by Ambo, Anthos Uitgevers, Amsterdam

© De la traducción, Carmen Clavero

© Ediciones Siruela, S. A., 2022

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19419-32-3

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Nota de la traductora

Prólogo

Capítulo 1: Siempre sola

Capítulo 2: Simulación de mundos

Capítulo 3: Naturaleza pensante

Capítulo 4: La zona de amortiguación

Capítulo 5: Materia solitaria

Capítulo 6: Exposición a la mirada

Capítulo 7: Animal con caparazón

Capítulo 8: El escenario mundial

Capítulo 9: Jóvenes espaciales

Capítulo 10: Baile de máscaras

Capítulo 11: Tiempo en pantalla

Capítulo 12: Perderse a sí mismo

Capítulo 13: ¿Esto es todo?

Capítulo 14: Repentino silencio

Capítulo 15: Polvo estelar

Agradecimientos

Bibliografía

 

Para Emma

 

Ah, look at all the lonely people […]

All the lonely people

Where do they all come from?

All the lonely people

Where do they all belong?1

THE BEATLES, Eleanor Rigby

Ik ken een raadsel over eenzaamheid en het gaat als volgt:

Het doet pijn en het telt voor twee

Na na na na na na nananana2

SPINVIS, Smalfilm

1«Ah, mira toda la gente solitaria […]. / Toda la gente solitaria / ¿de dónde viene? / Toda la gente solitaria / ¿a dónde pertenece?».

2«Conozco una adivinanza sobre la soledad y dice así: / “Duele y cuenta por dos. / Na na na na na na nananana”».

Nota de la traductora

La lengua neerlandesa dispone de dos adjetivos para diferenciar entre «estar solo», y «sentirse solo» o «sentir soledad» —alleen zijn y eenzaam zijn, respectivamente—, ambos traducidos al español como «solo». En nuestro idioma, no es el adjetivo el que marca la diferencia, sino el verbo: «estar solo» define el mero hecho de no tener a nadie a nuestro alrededor, mientras uno puede «sentirse solo» aun estando rodeado de gente. Sin embargo, este juego verbal puede resultar pesado y, en ocasiones, el texto pide a gritos el uso de adjetivos. Para facilitar y agilizar la lectura —y pese a que sus acepciones no se limiten a esta— he decidido emplear el adjetivo «solitario» para referirme a la soledad, para el «sentirse solo» (eenzaam zijn), y reservar el adjetivo «solo» para las situaciones en las que el individuo no tiene compañía, pero no por ello sufre (alleen zijn). En definitiva, en este escrito un ser solitario es aquel que se siente solo, que siente soledad.

Prólogo

Suelo sentirme cómoda con la ironía porque aporta espacio. Cuando te sucede algo en la vida, observas y manipulas ese hecho hasta encontrar una distancia funcional con respecto a él. Es evidente que los seres humanos siempre filtramos y distorsionamos la realidad —no lo podemos evitar—, pero un ironista analiza ese proceso y utiliza el poder de su mente para darle un giro. Los y las ironistas hacen una elaboración.

Está comprobado que la ironía también es una forma de mantener el dolor a raya, recurso que podemos encontrar en las hermosas novelas semiautobiográficas de Edward St. Aubyn, en las que el autor utiliza el lenguaje figurado para contar la historia de Patrick Melrose, un niño maltratado. La punzante ironía del narrador hace soportable la lectura de tanto sufrimiento. Afortunadamente, el escritor no se ahoga por completo en su desgracia, sino que es capaz de examinar su yo infantil. Su lenguaje es la costra de la herida.

Edward St. Aubyn es un estilista de primera: sabe a la perfección qué distancia tomar. Además, su obra tematiza el esfuerzo, el aprendizaje y la inteligencia que se necesitan para desprenderse (al menos en cierto modo) de lo que nos ha tocado vivir. En el caso del niño Patrick, no se trata solo de los abusos y de las crudas emociones que provocan, sino también de las rígidas y encubiertas costumbres de la alta sociedad británica.

Mientras la ironía de St. Aubyn es oportuna, habitualmente se utiliza para huir de una situación. «Busque la profundidad de las cosas: hasta allí nunca logra descender la ironía», señaló el poeta Rilke. Reconozco esta práctica en mí misma: si no me apetece que un comentario o incidente me afecte de verdad, burlarse de él es la vía fácil. Este tipo de ironía puede convertirse rápidamente en soberbia, como si estuvieras atrincherado en tu mente. «¡Aquí no me harán daño!».

La falsa ironía constituye un riesgo profesional para los filósofos. Están entrenados para distanciarse, e intentan inspeccionar un panorama global sobre el que actúan fuerzas poderosas y en el que los roles individuales acaban por parecer insignificantes. De ahí su tendencia a situarse al margen de la historia. Relativizar la importancia de tu propia vida tiene su encanto, siempre y cuando no se convierta en una estrategia para permanecer lejos de la línea de combate.

Este es un libro sobre la soledad escrito por una filósofa. Considero que la capacidad humana de distanciarnos de nosotros mismos y de nuestro entorno inmediato a través del lenguaje, para convertirnos así en una especie de viajeros espaciales (un motivo importante en mi obra), es condición sine qua non para la soledad. Los próximos capítulos exploran este requisito a partir del pensamiento de otros filósofos, de mis experiencias personales y de algunos ejemplos tomados del cine, la literatura y la cultura popular. Explicaré que la soledad nos es inherente, porque las típicas capacidades humanas que nos hacen tan exitosos como especie son también, inevitablemente, una puerta abierta a la soledad.

Pero ¿cómo aborda este tema una filósofa? No le he dado pocas vueltas a la cuestión. «Soledad» es una palabra pesada. Relacionar con la soledad experiencias propias o ajenas puede agravarlas en exceso. Entonces, apenas consigues pensar con claridad y la mente amenaza con volverse torpe, pues la soledad es sufrimiento, y hay que ponerle cara seria, ¿no?

Por lo tanto, mi primer impulso sería reaccionar con ironía ante la noción de soledad: dejar que corra el aire entre nosotras, hacer comentarios ingeniosos desde las trincheras. Así es más seguro. Además, no me siento sola muy a menudo; de hecho, mi vida ahora mismo está más llena que vacía. ¿No sería, pues, presuntuoso equiparar mi soledad a la de aquellos que realmente languidecen por la falta de contacto?

Es un peligro patente. No pretendo comprender la soledad de alguien que lleva años anhelando relaciones sociales que no tiene. Sin embargo, escribir desde la posición de un extraño sería una alternativa demasiado segura (para mi ego), y, además, infravaloraría una relación que sin duda existe. Yo no soy ni el tema ni el punto de partida de este libro, pero, si vamos a hablar de «la condición humana», por supuesto que me encuentro a bordo del mismo barco que todos los demás. Así que lo que pretendo es examinar, como corresponde a una filósofa, sin distanciarme. Escribir desde las trincheras de la ironía no es una opción.

Entonces, ¿cómo seguir adelante? Reflexioné durante un tiempo para encontrar un modelo de conducta inspirador; y entonces la cantante roterodamense Frédérique Spigt apareció ante mis ojos. Al principio no sabía qué hacer con sus canciones, tan intensas, tan directas. Qué poca ironía. Su canción Het hart van onze tijd dice:

Eén berichtje in de krant

Eén schepje met zand

Eenzaamheid

In het hart van onze tijd 3

FRÉDÉRIQUE SPIGT,Het hart van onze tijd (2006)

Yo nunca podría escribir esto. ¡Es demasiado directo! Hasta que me dije: «¿Y si asumes que Spigt solo pretende decir lo que canta?». Desde entonces soy una gran fan suya. Tuve que atreverme a usar su franqueza para frenar mi tendencia complaciente a ridiculizar la vida. Spigt no se esconde; expresa directamente lo que hay en su corazón. Y además es precioso, gracias a la pureza de su estilo.

Así encontré mi modelo a seguir: voy a decir, sin reparos ni ironía, cómo entiendo la condición humana y cómo creo que nos hace solitarios. Describiré cómo esta capacidad de sentir soledad nos acompaña a lo largo de nuestra vida. Sí, suena duro, porque lo es. No voy a esquivar el sufrimiento; al contrario, el dolor humano será mi punto de partida, como en toda buena canción triste. Y también sé lo que debo hacer desde un punto de vista estilístico: intentar no desafinar.

3«Un mensaje en el periódico, / una pala con tierra. / Soledad / en el corazón de nuestro tiempo».

Capítulo 1Siempre sola

Naces llorando. Abandonas ese espacio cerrado y rosa que bombeaba y palpitaba y te dejas estrujar hacia fuera, hacia un mundo que parece no tener fin. Hay luz y un soplo de viento; todo es diferente. No tienes ni la menor idea. Sigues atado por apenas un cordón al cuerpo del que, hasta hace nada, formabas parte. Un cuerpo que, por cierto, también está gritando y que, afortunadamente, a partir de ahora te seguirá consolando lo mejor que pueda con otros abrazos. Porque, por muy cariñoso que sea ese gesto, no podrá revertir tu nueva situación: de ahora en adelante, estás por tu cuenta.

Algunos bebés no paran de llorar, lloran durante horas al día, durante meses. Es como si el nuevo mundo fuese demasiado abrumador, y la vida, demasiado grande. En cierto modo, tienen razón: también se trata de eso. Los humanos somos, se supone, los únicos animales que se dan cuenta de que están vivos. Nuestro sistema nervioso nos lo permite, y nuestro lenguaje nos brinda las palabras para expresarlo. La conciencia nos convierte en las criaturas más poderosas del planeta, pero también es nuestra perdición. Esta especial y maravillosa capacidad de reflexionar es lo que nos acerca a la soledad.

La soledad es «sentirse desconectado», señalan los diccionarios de neerlandés. Creo que es una definición general acertada porque, en efecto, la soledad es un sentimiento y, por lo tanto, no es un hecho. Es una palabra que expresa la forma en la que un individuo valora una situación. Y sí: la soledad indica una falta de conexión evidente. Te sientes desconectado de tu entorno y sufres por ello. Así que, en principio, puedes sentir soledad en cualquier situación, como (¡precisamente!) en una fiesta, en un evento destinado a entablar relaciones, en el aula o en tu oficina de planta abierta. La reina Guillermina de los Países Bajos, que reinó entre 1890 y 1948, sabía mucho de esto a juzgar por el título de sus memorias: Eenzaam maar niet alleen [«Solitaria, pero nunca sola»].

La lengua neerlandesa no facilita abordar con precisión el fenómeno de la soledad. El inglés cuenta con los términos solitude y loneliness, que tienen un significado completamente diferente. En palabras del filósofo Paul Tillich, «la palabra solitude expresa la gloria de estar solo, mientras que la palabra loneliness expresa el dolor de estar solo». A nadie le gusta sentirse desconectado, pero estar solo no tiene por qué ser un sufrimiento. Pasar una agradable noche a solas (y no tener nada que hacer) es un deseo que manifiestan a menudo las personas ajetreadas. Muchas tradiciones espirituales nos animan a que vayamos más allá de una noche y dominemos el arte de estar solos. A medida que aprendes a tolerar la nada y a convivir con tu propio silencio, se puede ir abriendo una dimensión en la que sientes un profundo vínculo con la existencia en todo su esplendor. A algunos se les ha concedido esa capacidad: han aprendido a florecer en solitude.

Otros sienten loneliness, y eso ya no tiene nada de glorioso. Adolecen de falta de intimidad y de falta de conexión con los demás y quizá también consigo mismos, como sugeriré más adelante en este libro. Las palabras inglesas solitude y loneliness, ambas traducidas al neerlandés como eenzaamheid («soledad»), nos transmiten así dos sentidos casi diametralmente opuestos.

Aquí hablaré de estas dos formas de soledad, aunque me centraré en la versión triste, que es la dominante en mi idioma y, acaso, la más común numéricamente hablando: pocos alcanzan el ideal de disfrutar de una soledad serena. Conozco ambas formas de soledad por experiencia propia, al menos en cierta medida. De niña me encantaba estar sola. En cuanto tenía la oportunidad, construía una especie de fuerte en el salón de nuestro adosado, en el estrecho espacio entre la pared y el sofá. Lo llenaba de cojines, metía mis libros favoritos detrás de los tubos de la calefacción y me acomodaba para pasar una larga tarde de lectura. No les abría la puerta a mis amigas cuando llamaban al timbre. Prefería estar a solas, conmigo misma.

Pero, cuando tenía unos diez años, ya experimenté la desesperación de no poder conectar con otras personas en lo que concernía a mis experiencias más profundas y personales. No sabía cómo expresar lo que pensaba, y mis intentos se acababan encontrando con miradas vacías y evasivas. Incluso en una ocasión hice llorar a una amiga del colegio porque intenté explicarle que la palabra «silla» es una elección aleatoria, y que no se puede uno fiar de la relación entre las palabras y las cosas. Por supuesto, mi intención no era provocar aquellas lágrimas, pero recuerdo que me sumieron en la desesperación. «¿Son estos temas tabú, o soy yo la única que tiene tales pensamientos?», me pregunté. Pues, por lo visto, lo que yo concebía en mi mundo interior no tenía cabida en una conversación. Pasado un tiempo, me resigné ante este hecho.

Según la Oficina Central de Estadística de los Países Bajos (CBS por sus siglas en neerlandés), el 4 por ciento de los neerlandeses se sienten «muy solos». El Instituto Nacional de Salud Pública y Medio Ambiente (RIVM) llega a situar la cifra en el 8 por ciento, lo que supondría un millón de personas. Los especialistas en ciencias sociales suelen distinguir tres tipos de soledad: la soledad emocional (sufrimiento por no poder compartir tus sentimientos más profundos con alguien); la soledad social (estar desconectado socialmente); y la soledad existencial (sentirse perdido).

Personalmente prefiero alejarme de las definiciones y delimitaciones de los sociólogos y de otros profesionales de disciplinas relacionadas con la sociedad. Me parece que estas formas de soledad a menudo se fusionan entre sí. Asimismo, lo que más me interesa no son las diferencias entre una persona y otra, sino las similitudes que surgen de nuestra condición compartida. En mi opinión, todos tenemos un cierto talento para la soledad, y es ese talento compartido lo que exploro en este libro.

A partir de ahora me centraré en la capacidad que tenemos en común los seres humanos, que, en definitiva, me parece más universal e interesante desde un punto de vista filosófico. Al mismo tiempo, no pretendo sugerir que todas las personas se sienten igual de solas o que sufren el mismo grado de soledad. La soledad de un viudo que languidece es, desde luego, más aguda y determinante en su vida cotidiana que la de una filósofa que, de vez en cuando, se siente un tanto perdida. No quiero obviar estas diferencias y, además, considero que las historias de aquellos que llevan mucho tiempo sintiéndose solos ofrecen valiosas perspectivas.

Hay personas que, por determinadas circunstancias, a menudo pasan los días solas. Y los fines de semana. Y la Navidad. Meses y años en los que casi nadie las visita, en los que parece inútil poner el árbol o peinarse. Estas personas pueden llegar a ser realmente diferentes en función de sus condiciones de vida. Emily White, jurista canadiense y ducha en la materia por experiencia propia, afirma que, si vivimos largos periodos en los que no tenemos a nadie a nuestro alrededor, cambiamos.

White es la autora del libro Lonely (2010), un clarividente relato sobre su época de treintañera solitaria. Al principio, Emily no estaba muy preocupada. Era soltera y volvía a una casa vacía, no conocía a mucha gente en su nueva ciudad y, de todos modos, solía estar demasiado cansada como para hacer planes por la noche. Es lógico y le sucede a mucha gente. Emily estaba bastante contenta consigo misma: el hecho de pasar tanto tiempo sola no parecía afectar a su comportamiento ni a su imagen. Pero llegó un momento, dice, en el que su soledad se volvió estructural. Según White, el aislamiento prolongado se mete en la piel y amenaza con convertirse en una fuerza independiente que mina la confianza en uno mismo. Si estás solo durante mucho tiempo, es difícil seguir creyendo que eres un ser humano que merece la pena. Entonces, en palabras del novelista Michel Tournier, el aislamiento se convierte en una atmósfera invasora que te transforma y te destruye, lenta pero constantemente.

¿Cómo se llega hasta este punto? Emily se crio en Toronto con una madre recién divorciada que debía labrarse una nueva vida en la ciudad y trabaja largas horas. Sus dos hermanas, ocho y diez años mayores que ella, vivían solas desde hacía tiempo. A menudo, Emily volvía del colegio a una casa vacía. «Nunca me lo pusiste difícil», le diría más tarde su madre con cariño, porque, en efecto, Emily se adaptó. Pero echaba de menos el ruido. De hecho, le daba miedo la casa vacía.

Para Emily, su soledad comenzó allí. Con la excepción de una feliz y sociable vida estudiantil, describe una existencia sobria. En el trabajo no tenía mucha compañía, pues era abogada medioambiental en un pequeño equipo y se ocupaba sobre todo del papeleo, mientras que sus colegas salían a realizar inspecciones. Sus amantes fueron pasajeros y el espacio que la separaba de otro ser humano era cada vez mayor. Es una paradoja que ella misma pone de manifiesto con agudeza: cuanto más necesita a otras personas, más se retrae. Cuanto más tiempo pasa sola, más ruidosa se vuelve su vida interior: ¡Todas esas voces incesantes en su cabeza! ¡Todos esos juicios sobre sí misma que acompañan a sus acciones! Le resulta más difícil concentrarse y todo se vuelve más difuso.

Claro que Emily trataba de mejorar su situación y salía de casa. Pero, cuando la profesora de la clase de yoga a la que se apunta le pide que se abrace a sí misma con cariño, entra en pánico y mira a su alrededor para ver cómo lo hacen los demás. Emily no sabía cómo hacer ese ejercicio.

En un intento de cambiar de estrategia, se apunta a una excursión en bicicleta para mujeres por la zona rural de Ontario. Fue una de las primeras en llegar a la granja donde se iban a alojar, y una vez allí empezó a arrepentirse. El guía le había dicho que muchas de las participantes venían solas, pero que tras un par de días sería como si se conociesen de toda la vida. Mientras las demás ciclistas iban llegando y se ponían a charlar entre ellas, Emily acariciaba al gato que descansaba en una esquina del sofá. Sabía que había cuatro dormitorios para siete ciclistas. Lo más probable, pensó, es que tenga que compartir habitación; algo que quiere, pero que teme. Entonces se da cuenta de que su persistente soledad la ha cambiado. «El aislamiento parecía más seguro que estar acompañada», escribe.

La tercera noche de sus vacaciones, Emily se acostó temprano. Acabó en la única habitación individual que había, cómo no. A través de la pared, oía a sus compañeras de viaje reír y cantar. Se escurrió hasta el fondo de su saco de dormir y se percató de que en las comidas de grupo se sentaba al extremo de la mesa, rígida y con una débil sonrisa, mirando a su alrededor. Se sobresaltaba cuando alguien la tocaba y prefería pedalear al final del grupo. No es que no le cayesen bien las otras mujeres y, de hecho, notaba que sus compañeras de viaje intentaban incluirla en las conversaciones, pero las palabras salían de su boca con dificultad; ya no sabía cómo entablar conversación. Las cosas más insignificantes se le hacían un mundo. Emily se dio cuenta de que se estaba saboteando. Percibía todo dentro y fuera de sí misma con lucidez, lo cual lo hacía aún más difícil. En tal situación, es mejor buscar espacios vacíos porque es menos angustioso sentir soledad cuando no hay nadie a tu alrededor. Emily ha perdido por completo su naturalidad. «La soledad me reclamaba», escribe.

La lectura del libro de White es una experiencia opresiva. Solo trata de Emily, y eso es un problema, incluso para la propia autora. «Yo, me, mí, conmigo. Siempre siempre yo», suspira. Emily siempre está sola; ya nada la distrae de sí misma. Lo que necesita, piensa, es que alguien se pasee por su casa y de vez en cuando le diga algo. Compañeros de piso cuyas conversaciones la adormezcan. O, mejor aún, alguien a su lado en la cama para sentir la respiración de otra persona cuando se despierte asustada a las tres de la madrugada.

No es que las personas solitarias carezcan de ciertas habilidades sociales, sino más bien que la soledad prolongada conduce a determinados comportamientos, apunta Emily. Y a la pasividad. Alguien que lleva mucho tiempo aislado ya no está habituado a los estímulos sociales y se aleja del bullicio de otras personas. Vemos de nuevo la paradoja: empiezas a evitar el contacto que tanto necesitas. El investigador sobre la soledad y neurocientífico John Cacioppo respalda esta teoría y asegura que existe una correlación entre la soledad y la imagen que la persona solitaria tiene de sí misma, pues se siente tímida y cree que carece de las destrezas sociales necesarias. Cuando sus pacientes empiezan a sentirse menos solos por cualquier motivo, este juicio sobre sus habilidades cambia de inmediato, señala Cacioppo, lo que sugiere que la timidez y el retraimiento no son (al menos, no únicamente) los causantes de la soledad, sino que también pueden ser comportamientos sociales consecuencia de esta. En otras palabras, puedes abrirle las puertas a la soledad a través de tu conducta, pero la soledad, a su vez, puede afectar a tu comportamiento y a la imagen que tienes de ti mismo. Ambos factores, la situación y el carácter, tienen una relación dinámica y tienden a reforzarse mutuamente.

«Primero me bebo una copa de vino» era mi solución de joven, mi vía de escape para esa espiral negativa de autoconciencia desmesurada que me volvía reticente cuando, en realidad, deseaba el contacto. Sigo usando este método durante las reuniones en las que apenas conozco a nadie. Tal vez sea patético, pero a mí me funciona. A Emily White, probablemente no, o ya no, pues la soledad social está más atrincherada en ella. Se ha sentido rechazada con frecuencia a lo largo de su vida, y el rechazo sistemático es una de las peores adversidades a las que debe hacer frente una especie tan social como la nuestra. Los animales, al igual que nosotros, buscan en el grupo seguridad: dentro de él se pueden dividir las tareas y la manada también los protege de los peligros exteriores. Juntos formamos la primera línea de combate frente al enemigo. Si sales del grupo por cualquier razón —por casualidad, o porque se meten contigo— sufres de veras. En la escuela primaria, mis compañeros me dejaron de lado durante una semana; me hicieron «el vacío» (así se llamaba entonces). Me pareció una experiencia terrible e impactante, y eso que solo fue una semana de mi vida. No quiero ni pensar lo que se siente cuando te excluyen del grupo durante meses o años.

El animal marginado se enfrenta a una dura existencia. Tiene que ser terrible no formar parte de un grupo, porque entonces el rechazado debe plantar cara él solo, sin la ayuda de nadie, a todos los peligros. Intentará repetidas veces volver a formar parte de una manada, pero, después de que se le rechace brutalmente con un gruñido, un golpe o un garrotazo, se rendirá. El propio grupo se ha convertido en el peligro. Estar solo es más seguro.

La mayoría de las personas solitarias, aunque no sean brutalmente repudiadas, suelen sentir este rechazo. El rechazo es también una situación social peligrosa que puede desencadenar el impulso primario de esconderse, explica Cacioppo. ¿Por qué iba alguien a exponerse a un nuevo rechazo? Es mejor ahorrarse ese dolor. Algo similar parece haberle ocurrido a Emily White: «Empecé a sentir que el aislamiento era más seguro que la compañía». Si el sentimiento de soledad persiste, puede que solo quieras evitar cosas, que no aspires a conseguir nada. Empiezas a vivir a la defensiva.

En Lonely, White no solo nos cuenta su vida, sino que también escribe una especie de folleto en el que se esfuerza por convencer a sus lectores de la gravedad de la soledad crónica, citando un considerable número de estudios científicos. Este enfoque me resulta contraproducente, pues, cuanto más eleva su tono persuasivo, más me empuja al desacuerdo. Gran parte de la investigación con la que argumenta su caso me parece bastante pobre. Los psicólogos y sociólogos promedio, presa del afán científico de calcular y comparar, entregan a sus pacientes listas en las que estos deben puntuar su soledad mediante preguntas del tipo de «¿Con qué frecuencia sientes que no tienes a nadie con quien hablar?» (procedente de la ampliamente utilizada Loneliness Scale de la UCLA). Pero ¿qué objetivo tiene calificar lo sola que me siento en una escala del uno al diez? ¿Tus treses significan justo lo mismo que los míos? ¿El siete que le doy a mi soledad hoy representa de veras lo mismo que el siete que le di hace cinco años? Hay problemas conceptuales y teóricos por doquier. Analizarlos (y atreverme a dejarlos existir) es lo que más me gusta hacer a mí, como filósofa.

En una votación tan sesgada, los estudios cuantitativos me parecen útiles en la medida en que nos ayuden a descartar, por falta de (suficientes) pruebas, todo tipo de catastróficos rumores sobre una «epidemia de la soledad», así como a desmontar bastantes tópicos. No, la gente no se siente más sola que antes; y no, no hay ninguna relación entre el individualismo y la soledad: en Europa, las mejores autoevaluaciones se dan entre los escandinavos, de tradición más individualista, mientras que los europeos de la Europa del Este, que se criaron colectivamente, afirman sentirse más solos. Las personas mayores tampoco parecen sufrir de más soledad que las jóvenes. He aquí otro dato empírico que da que pensar: los programas para combatir la soledad que despliegan los diligentes gobernantes de los Países Bajos —en los que, por ejemplo, un equipo de vecinos se dedica a sacar a los residentes «solitarios» de su aislamiento— no son muy efectivos. Creo que ello puede deberse a que estos programas se diseñan sin tener una idea clara del sufrimiento que pretenden remediar.

Estas podrían ser las observaciones vanidosas de una filósofa, pero los expertos también tienen sus reservas. Por ejemplo, Eric Schoenmakers, gerontólogo y sociólogo neerlandés, señala que la soledad tiene múltiples formas y orígenes, pero que entre los responsables políticos predomina, por naturaleza, la perspectiva social. «Así, la soledad se equipara al aislamiento social, y los esfuerzos se centran en eliminar este aislamiento», afirma; y añade que, sin embargo, no todas las manifestaciones de la soledad pueden remediarse con «un mejor sentimiento de vecindad».

Los estudios sobre el binomio soledad-salud también son populares. «Las personas solitarias viven menos años», se señala en los comunicados de prensa; tras lo cual los medios se complacen en declarar que, «según los estudios», ha quedado demostrado lo poco saludable que es la soledad, «¡incluso peor que fumar quince cigarrillos al día!». El catedrático de Medicina Geriátrica neerlandés Joris Slaets considera que estos estudios médicos «carecen de todo interés». No le sorprende que las personas solitarias sean también más insanas y sufran antes un ataque al corazón, por ejemplo. «Por supuesto que encontrarás vínculos —dice Slaets—; es que las miserias se acumulan».

Esta forma de informar no es inofensiva, porque el siguiente paso es declarar la soledad como una enfermedad. Según la especialista en filosofía de la ciencia Trudy Dehue, la soledad está a punto de ser «psiquiatrizada». El cúmulo de investigaciones sobre las causas biomédicas de la soledad no deja de crecer y los investigadores estadounidenses ya la han relacionado con una baja actividad de un área concreta del cerebro. «Se está gestando un trastorno de la soledad», predice Dehue. Y repite el mensaje que lanzó con tanta fuerza en su libro De depressie-epidemie: la gente buscará consuelo para su miseria (que es real) en ese diagnóstico. Al fin y al cabo, una etiqueta médica proporciona reconocimiento oficial, además de potenciales terapias y tratamientos. Una pastilla contra la soledad aún no está al alcance de la mano, pero, según Schoenmakers y Slaets, los farmacólogos ya están buscando sustancias que actúen sobre «la vivencia del aislamiento». Mientras tanto, las interpretaciones más sociales, políticas o filosóficas de la soledad quedan fuera de juego.

Este giro hacia la medicalización tampoco pasa desapercibido en Lonely, pero Emily se refugia en él. «Los terapeutas ya no ven la soledad crónica como un estado de ánimo, sino cada vez más como una afección perjudicial para los pensamientos, el comportamiento y el cuerpo de la persona en cuestión», escribe casi aliviada. Como lectora, siento compasión por su sufrimiento y deseo que sea más feliz, pero también rehúso que presente la soledad casi como una «cosa» que ha penetrado en su cuerpo desde el exterior. Dice poco de nuestra sociedad que declararse enfermo sea, aparentemente, la mejor táctica para que te hagan caso. El contenido del análisis tampoco se sostiene: los sentimientos siempre son, en parte, una cuestión corporal, por lo que el mero hecho de que la soledad de White tenga un componente físico no la convierte a ella en una persona enferma.

Quizá pueda expresar mi oposición de forma todavía más sencilla. Tal vez simplemente esté de acuerdo con Robert Weiss, influyente investigador estadounidense de la soledad, que dice: «Odio esta patologización de los problemas de la vida».

Por cierto, las cosas le salieron bastante bien a Emily. Encontró pareja, con quien vive en un pueblo de la isla de Terranova. Todavía no tiene una vida social muy animada y sigue sintiéndose sola con frecuencia, pero también disfruta del silencio, y del otro cuerpo que respira en su casa.

Capítulo 2Simulación de mundos

En algún lugar de su libro, Emily White dice de pasada: «Soy ese tipo de persona a la que le gusta jugar al “¿qué pasaría si…?”». Yo creo que es una frase clave. No solo porque me identifico con ella, sino porque es un rasgo que comparten todos los poetas y pensadores: se inventan situaciones que no existen, que aún no existen, o que ya no pueden existir. Dejan volar su imaginación para crear mundos y explorar cómo serían las cosas y cómo se desarrollaría su vida en ellos. La imaginación puede florecer en ese espacio, en esa brecha entre lo que realmente te está sucediendo, aquí y ahora, y lo que puedes llegar a imaginar. Es el biotopo de la creatividad. De ahí brotan las novelas, las hipótesis, los guiones cinematográficos, los programas políticos, las canciones, los proyectos… El conjunto de todas estas creaciones define una sociedad. La capacidad de conjurar mundos ficticios es lo que caracteriza profundamente a nuestra especie.

En cierto modo, todos somos poetas y pensadores. Simular mundos offline es nuestro pan de cada día. Pensamos en lo que ya ha pasado y predecimos lo que está por venir: si crees que va a llover, coges un paraguas; si sabes que estarás muy ocupado durante la semana, te aseguras de tener la nevera llena; nos gastamos grandes sumas de dinero en seguros, porque nos imaginamos todo tipo de desgracias para las que necesitaremos ayuda. También usamos tácticas para cambiar el futuro: si prevés que en la próxima reorganización de tu empresa tu puesto pende de un hilo, le propones cuanto antes una reunión a tu jefa para indicarle cómo crees que se podrían mejorar las cosas, y así, al menos, no podrán tacharte después de pasivo y poco versátil. La sociedad actúa igual: desarrollamos modelos climáticos que predicen cómo será el mundo dentro de treinta años para saber qué intervenciones e inversiones son útiles y necesarias ahora. Luego discutimos sobre los pormenores; porque, en efecto, el cambio duele.

Hay otros animales que también son previsores. Un ejemplo clásico es el de las ardillas, que entierran frutos secos para los tiempos difíciles, aunque quizá lo hagan por instinto, sin proponérselo. No se puede decir lo mismo de las gaviotas, que dejan caer moluscos sobre la calzada para que la cáscara se rompa y poder comerse los mejillones con facilidad, pues dicha estrategia requiere un conocimiento específico y concreto de las propiedades físicas del entorno. Eso sí que es ser previsor. También lo son los cuervos, que se aseguran de que los de su especie no vean dónde almacenan los víveres, pues saben que, de lo contrario, podrían robárselos. Los cuervos vecinos que, a pesar de estas precauciones, descubren el escondite, no se lo revelan al propietario, para en algún momento futuro poder echar mano de esos suministros. Esta sala de espejos formada por expectativas, suposiciones e intenciones requiere un gran conocimiento de cómo es la situación, de cómo el otro la interpreta y de cómo podría ser.

Por lo tanto, los humanos no somos los únicos animales capaces de considerar un abanico de posibilidades y potenciales, pero sí somos unos virtuosos de la imaginación. Y hacemos algo más, algo especial, con esta capacidad: dirigimos nuestra mirada imaginativa no solo al entorno, sino también hacia nosotros mismos. Lo hacemos, por ejemplo, durante las discusiones: «No tenía que haberse tomado así mi comentario, pero yo podría haber reaccionado de otra manera», pensamos. En otras palabras, no solo podemos concebir un mundo alternativo, sino también imaginar diferentes puntos de vista y, en el mejor de los casos, si posees cierto grado de madurez, puedes asumir la responsabilidad de que tu particular visión limitada del mundo te llevó a un comportamiento reprochable. La vida nos hace pensar no solo en el mundo que nos rodea, sino también en nosotros mismos.

Dicho examen de conciencia implica mirar hacia dentro, hacia tu mundo interior, tus sentimientos, inclinaciones, opiniones y suposiciones, y preguntarte cómo son y cómo llegaron a ser así, y también imaginar cómo podrían ser y qué diferencia real habría si hubieses vivido las cosas de otra manera. Así que, para nosotros, los humanos, la imaginación abarca los espacios que separan, por un lado, el mundo real del mundo como podría haber sido (o será en el futuro); y, por otro, nuestra experiencia del mundo real y cómo podríamos haber vivido (o viviremos) esa experiencia. ¿Cómo cambiaría tu vida diaria si pensaras, sintieras, percibieras y reaccionaras de forma diferente? La exploración de este espacio es el terreno profesional de los psicoterapeutas y de los artistas, pero tú también puedes adentrarte en él. Todo el mundo es libre de hacerlo.

Espacio por todas partes. Espacio entre cómo vemos el mundo y cómo lo imaginamos; entre cómo pensamos que somos y cómo suponemos que podríamos ser. El mismo patrón, diferentes espacios: uno interno y otro externo. Y luego estás tú, es decir, el lugar donde se experimentan todas esas percepciones y posibilidades.



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