El concepto católico de desarrollo en América Latina hoy - Adrián E Beling - E-Book

El concepto católico de desarrollo en América Latina hoy E-Book

Adrián E Beling

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Este libro refleja nuestros esfuerzos por ofrecer, desde múltiples perspectivasdisciplinares, un enfoque crítico al concepto de desarrollo a partir del diálogo entre los retos de la realidad socioambiental, los aportes de la Iglesia católica y las disciplinas específicas de los autores. Frente a las graves crisis socioecológicas vigentes globales se torna urgente esta crítica, para, a partir de allí, favorecer la reflexión acerca de los modos venideros de gestión de la convivencia en la casa común.

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Autores:

Adrián E. Beling, Ana María Bonet de Viola, Andreas Exner, Raphael Ferbas, Manuel Gómez Mendoza, Thomas Krüggeler, Luis Ferney López Jiménez, José Luis Luna Bravo, Kátia Madruga, Carlos Ignacio Man Ging, SJ, María Guadalupe Martino, Emmanuel Poretti, David Sulmont, Markus Vogt

El concepto católico de desarrollo en América Latina hoy

© Ana María Bonet de Viola, Manuel Gómez Mendoza, Thomas Krüggeler y José Luis Luna Bravo, eds., 2022

De esta edición:

© Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2022

Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú

[email protected]

www.fondoeditorial.pucp.edu.pe

© Servicio Católico de Intercambio Académico (KAAD)

Hausdorffstr. 151

53129 Bonn, Alemania

Teléfono: +49 228 9175816

www.kaad.de

Diseño, diagramación, corrección de estiloy cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP

Carátula: composición en base a imagen de Mo-8347501 (Pexels) y dome-of-the-famous-st-peter-s-basilica-in-vatican-city (wirestock - www.freepik.es)

Primera edición digital: febrero de 2022

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2022-01251

ISBN: 978-612-317-727-0

En memoria del profesor Eberhard Schockenhoff

Índice

Abreviaturas

Prólogo. La doctrina social de la Iglesia católica y el desarrollo humano integral / Cardenal Pedro Barreto Jimeno, S.J.

Introducción / Thomas Krüggeler

Primera parteGénesis del concepto de desarrollo y perspectivas actuales

Desarrollo sostenible. ¿Un paradigma para la ciencia y la práctica (eclesiástica)? / Markus Vogt

Desarrollo, modernización y cambio social: ¿qué piensan los latinoamericanos al respecto? / David Sulmont

La encíclica Rerum novarum y su recepción en la Iglesia latinoamericana / Manuel Gómez Mendoza

Segunda parteel concepto católico de desarrollo en la universidad latinoamericana

Revolución cultural, cambio ecológico y universidad en América Latina / Andreas Exner y Raphael Ferbas

Academia para la convivencia en la casa común. Aportes para una revisión del rol de la universidad en el sostenimiento del modelo desarrollista /Ana María Bonet de Viola

La universidad católica en el desarrollo actual de la sociedad latinoamericana / Carlos Ignacio Man Ging, S.J.

Tercera parteDesarrollo y crisis: la vigencia del concepto católico de desarrollo

«El filósofo como funcionario (Funktionär) de la humanidad»: el redescubrimiento del mundo de la vida detrás de la idea de desarrollo / José Luis Luna Bravo

Aportes de la doctrina social de la Iglesia para tiempos de poscoronavirus / Pbro. Luis Ferney López Jiménez

Cuarta partePrácticas a la luz de los nuevos enfoques católicos de desarrollo

Hacia un desarrollo humano integral y sostenible: el camino de la Economía de Francisco / María Guadalupe Martino

Del desarrollo a la ecología integral: la Red Universitaria para el Cuidado de la Casa Común (RUC) y su Diplomatura Superior en Ecología Integral / Adrián E. Beling / Emmanuel Poretti

La extensión universitaria y la protección de la casa común: la experiencia del proyecto Plant for the Planet en el sur del Brasil / Kátia Madruga

Sobre los autores

Abreviaturas

Caritas in veritate

CiV

Catecismo de la Iglesia católica

Cat

Centesimus annus

CA

Deus Scientiarum Dominus

DSD

Evangelii gaudium

EG

Gaudium et spes

GS

Laudato si’

LS

Octogesima adveniens

OA

Pacem in Terris

PT

Populorum progressio

PP

Rerum novarum

RN

Sapientia Christiana

SCh

Spe salvi

SS

Veritatis gaudium

VG

Prólogo. La doctrina social de la Iglesia católica y el desarrollo humano integral

Cardenal Pedro Barreto Jimeno, S.J.

Arzobispo de Huancayo

Red Eclesial Panamazónica

Introducción

Tras la conclusión del Concilio Vaticano II (1962-1965) aparecieron nuevos desafíos que exigían a la Iglesia un compromiso más decidido con un verdadero desarrollo humano integral, en especial para los más frágiles y pobres. Entonces la pregunta de fondo era: ¿qué significa el desarrollo cuando somos testigos de enormes diferencias entre unos pocos que tienen de todo y en abundancia, y un gran número de personas que no tienen lo mínimo para sobrevivir con dignidad? Ante esta situación, nuevas cuestiones nos interpelan hoy: ¿vivimos en una auténtica sociedad desarrollada?, ¿hemos logrado un crecimiento económico y tecnológico para todos?

Actualmente, estas preguntas nos llevan a reconocer que esta situación de inequidad se ha agudizado como consecuencia del aislamiento social obligatorio al que nos ha sometido inesperadamente la pandemia de la COVID-19. El actual sistema económico ha mostrado su frustración e incapacidad de reacción ante la paralización de su actividad causada por la pandemia del coronavirus en la humanidad. La oportunidad histórica para una conversión sistémica de la economía que incluya la ética y la solidaridad global, en la que se priorice el desarrollo humano integral «de toda la persona y de todas las personas» y el cuidado de la creación (CiV 4) es ahora. A continuación, se desarrollan, primero, aspectos en torno al concepto de desarrollo postulado en el magisterio de la Iglesia tras el Concilio Vaticano II; luego se anotan elementos concretos que pueden orientar la reflexión sobre el concepto de desarrollo en la doctrina social de la Iglesia católica.

El «desarrollo»: desde Juan XXIII hasta el papa Francisco

El magisterio de la Iglesia fue enriqueciendo su comprensión sobre el «desarrollo» tras la celebración del Concilio Vaticano II, en las encíclicas de Juan XXIII hasta el Francisco. El papa Juan XXIII, en su encíclica Pacem in Terris, del 11 de abril de 1963, publicada en el contexto de la Guerra Fría, mostraba su preocupación por la paz y el bien común. Sobre el bien común enfatizó su carácter único y común para todos (PT 55); por eso debe redundar en provecho de todos los miembros de la sociedad (PT 56). El desarrollo implica el compromiso de todos los pueblos para lograr que todos tengan una vida humana digna (PT 122). Desde esta base afirmaba la necesidad urgente «de establecer un nuevo sistema de relaciones en la sociedad humana, bajo el magisterio y la égida de la verdad, la justicia, la caridad y la libertad» (PT 163).

Posteriormente, el papa Pablo VI en su carta encíclica Populorum progressio, del 26 de marzo de 1967, denunció el desequilibrio entre países ricos y pobres en aquella década, a pesar del marcado crecimiento económico y el desarrollo de la tecnología. Pablo VI habló del desarrollo integral del hombre, el cual «no puede darse sin el desarrollo solidario de la humanidad […] la búsqueda de medios concretos y prácticos de organización y cooperación para poner en común los resultados disponibles y realizar, así, una verdadera comunión entre todas las naciones» (PP 43-44). También hizo un memorable llamado, que es todavía actual y urgente: «Los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos opulentos», porque «la Iglesia sufre ante esta crisis de angustia e invoca a todos a responder con amor al llamamiento de sus hermanos» (PP 3).

Por su parte, Juan Pablo II en la encíclica Sollicitudo rei socialis, del 30 de diciembre de 1987, afirmaba su preocupación por la cuestión social que «hoy los países pobres son más numerosos que los países ricos y los países en vías de desarrollo son muchos más que los desarrollados. Las multitudes humanas que carecen de los bienes y de los servicios ofrecidos por el desarrollo son bastante más numerosas de las que disfrutan de ellos» (SRS 9). El papa criticaba la insuficiencia del desarrollo para resolver los problemas sociales por estar concebido hasta entonces como proceso rectilíneo y cuasiautomático (SRS 27), y como mera acumulación de bienes y servicios (SRS 28). Él reprochó la insuficiencia del desarrollo porque se basó en lo meramente económico:

un desarrollo no solamente económico se mide y se orienta según esta realidad y vocación del hombre visto globalmente, es decir, según un propio parámetro interior. Este, ciertamente, necesita de los bienes creados y de los productos de la industria, enriquecida constantemente por el progreso científico y tecnológico. Y la disponibilidad siempre nueva de los bienes materiales, mientras satisface las necesidades, abre nuevos horizontes [...] para alcanzar el verdadero desarrollo es necesario no perder de vista dicho parámetro, que está en la naturaleza específica del hombre, creado por Dios a su imagen y semejanza (SRS 29).

El papa Benedicto XVI también aportó a la reflexión de la doctrina social de la Iglesia en diferentes oportunidades; recordamos dos momentos. En el rezo del Ángelus, del 20 de setiembre de 2007, al reflexionar sobre la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro (Lc 16, 19-31) criticó el mal uso de la riqueza y la falta de solidaridad con el pobre:

el rico personifica el uso inicuo de las riquezas para un lujo desenfrenado y egoísta, pensando solo en satisfacerse a sí mismo, sin preocuparse lo más mínimo del mendigo que está a su puerta. El pobre, por el contrario, representa a la persona de la que solo cuida Dios: a diferencia del rico, tiene un nombre, Lázaro, abreviación de Eleazar, que significa precisamente «Dios le ayuda».

Entonces recordaba a Pablo VI, quien, en la encíclica Populorum progressio, hablaba de la lucha contra el hambre: «se trata de construir un mundo en el que cada hombre [...] pueda vivir una vida plenamente humana [...] en el que el pobre Lázaro pueda sentarse en la misma mesa del rico»(PP 47).

Posteriormente, el papa Benedicto en su encíclica Caritas in veritate,del 29 de junio de 2009, afirmaba que

el desarrollo ha sido y sigue siendo un factor positivo que ha sacado de la miseria a miles de millones de personas y que, últimamente, ha dado a muchos países la posibilidad de participar efectivamente en la política internacional. Sin embargo, se ha de reconocer que el desarrollo económico mismo ha estado, y lo está aún, aquejado por desviaciones y problemas dramáticos, que la crisis actual ha puesto todavía más de manifiesto (CiV 21).

Sobre la globalización, el papa consideraba que entendida y gestionada adecuadamente «[...] ofrece la posibilidad de una gran redistribución de la riqueza a escala planetaria como nunca se ha visto antes; pero, si se gestiona mal, puede incrementar la pobreza y la desigualdad, contagiando además con una crisis a todo el mundo» (CiV 42).

Recientemente, el papa Francisco en la carta encíclica Laudato si’,del 24 de mayo de 2015, recoge el aporte de sus antecesores y plantea la necesidad de promover un desarrollo humano integral y afirma que «todo está conectado» (LS 16, 92, 220); por tanto, se debe prestar atención tanto a la persona humana que es centro de la política, de la economía y de la vida social, como al cuidado de la casa común.

Francisco invitó a responder de manera conjunta la pregunta: «¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo?» (LS 160). La respuesta a esta pregunta es compleja. Reconocemos lo bueno que otorga la tecnología a la humanidad. Sin embargo, en la práctica, se desconoce la responsabilidad de cuidar la vida y nuestra casa común. Para ello, se deben erradicar las injusticias e inequidades sociales causadas por la tendencia que privilegia al lucro y estimula la competencia mediante la extracción irracional de los recursos naturales. A esto se añade el insaciable consumismo actual mediante el uso de combustibles fósiles que ha provocado el cambio climático, que es como un grave «virus», que es perverso y creciente.

Esta es la lucha de fondo de la humanidad y de sus autoridades: enfrentar hoy el cambio climático, de manera decidida e inmediata. Que no nos pase lo que sucedió con la crisis financiera de 2007-2008. En esa ocasión se perdió la oportunidad histórica para la reconversión ética del modelo económico internacional. Por eso se puede afirmar que hoy la lucha es contra el cambio climático, que debe está en la base de la reactivación económica mundial. Esta es nuestra oportunidad privilegiada, «buscar un nuevo modelo de desarrollo alternativo al actual» (Documento de Aparecida 474c).

En el encuentro sobre «Minería para el bien común», celebrado en el Vaticano, en mayo de 2019, el papa Francisco invitó a tomar en cuenta la enseñanza de Jesús: «Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque el vino revienta los odres y se echan a perder odres y vino. A vino nuevo, odres nuevos» (Mc 2, 18-20). Recomendaba que «el mercado por sí solo no garantiza el desarrollo humano integral y la inclusión social. [...] [N]ecesitamos un cambio de paradigma en todas nuestras actividades económicas, incluidas las actividades mineras».

También subrayó que las comunidades campesinas e indígenas deben tener un lugar privilegiado en las decisiones y consultas previas. Y concluyó con la fórmula varias veces repetidas por él: «la minería (y la economía) deben servir a la persona humana y no al revés». Por ello la misión de la Iglesia católica es también promover un desarrollo sostenible y solidario, que involucra un estilo de vida sobrio, expresado en el cuidado, la compasión y la solidaridad. También se necesitan instituciones sociales sanas porque «cualquier menoscabo de la solidaridad y del civismo produce daños ambientales» (LS 142).

Algunos aspectos del concepto de desarrollo en la doctrina social de la Iglesia católica

El concepto de desarrollo de la doctrina social de la Iglesia abarca diferentes aspectos; a continuación, se presentarán los más relevantes.

La problemática social, económica y cultural tiene un carácter ético y moral.

El concepto de desarrollo tiene un carácter económico y social. El Concilio Vaticano II afirmó que la Iglesia está insertada en el corazón de los pueblos; por eso conoce de cerca la vida y esperanza de la gente. Sabe de sus tristezas y angustias, pero también de sus esperanzas y alegrías (GS 1). De esta manera, tiene una palabra que decir a partir de su inserción y compromiso con la sociedad, porque la Iglesia hace eco de la aspiración de los pueblos (PP 6).

Pablo VI contribuyó al concepto del desarrollo con la visión ética y cristiana. Él veía, de manera profética, que no se debía dejar que la economía decida el desarrollo de los pueblos: «Dejada a sí misma, [la economía] conduce el mundo hacia una agravación y no a una atenuación, en la disparidad de los niveles de vida: los pueblos ricos gozan de un rápido crecimiento, mientras que los pobres se desarrollan lentamente. El desequilibrio crece: unos producen con exceso géneros alimenticios que faltan cruelmente a otros [...]» (PP 9).

El principio de gratuidad.

El principio de gratuidad debe tener espacio en la economía. Este es uno de los grandes aportes del papa Benedicto XVI en la encíclica Caritas in veritate. Él enseña que: «la caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don. La gratuidad está en la vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad» (CiV 34).

El desarrollo es el paso de condiciones menos humanas a condiciones más humanas.

El desarrollo no se debe reducir al mero crecimiento económico, según Pablo VI, «debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y todo el hombre» (PP 14), pues toca todas las dimensiones de la persona; por tanto, no se puede separar lo humano de lo económico. Dios ha creado todo para que los hombres puedan disfrutar; por eso los bienes de la creación tienen un fin social con especial cuidado y protección de la hermana madre tierra. De esta manera, el desarrollo debe buscar condiciones más humanas para todos.

El desarrollo es el nuevo nombre de la paz.

El desarrollo implica un compromiso por la paz, pues es combatir contra la miseria y buscar el progreso humano y espiritual de todos y, por consiguiente, el bien común de la humanidad. Pablo VI afirmaba que «la paz no se reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de las fuerzas. La paz se construye día a día, en la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los hombres» (PP 76).

No hemos avanzado, más bien hemos retrocedido.

Juan Pablo II reconocía que, a pesar de los grandes avances del siglo XX, «el desarrollo de los pueblos estaba lejos de haberse alcanzado» (SRS 4). Él denunciaba la inequidad, la concentración de la riqueza en unos pocos y la pobreza creciente e inhumana. «A la abundancia de bienes y servicios disponibles en algunas partes del mundo, sobre todo en el Norte desarrollado, corresponde en el Sur un inadmisible retraso y es precisamente en esta zona geopolítica donde vive la mayor parte de la humanidad» (SRS 14). Esta afirmación de Juan Pablo II sigue siendo actual y cobra fuerza en la voz del papa Francisco, que denuncia la exclusión: «no a una economía de la exclusión y la inequidad» (EG 53).

También un signo de retroceso es la cultura del descarte y la exclusión, porque el sistema imperante expulsa a quienes no le son útiles para sus intereses. Estos expulsados son seres humanos. No estamos hablando de cosas inservibles que se botan, sino de seres humanos, hombres y mujeres, que se han vuelto descartables para el mismo sistema, pues han dejado de ser fines en sí mismos y se han vuelto medios que hoy pueden servir y mañana ya no (LS 123).

La solidaridad es fundamental.

La solidaridad es fundamental para el verdadero desarrollo humano integral, porque permite buscar el bien común, el bien de todos en una dinámica de mutua responsabilidad. Juan Pablo II afirmaba al respecto que «la interdependencia debe convertirse en solidaridad, fundada en el principio de que los bienes de la creación están destinados a todos. Y lo que la industria humana produce con la elaboración de las materias primas y con la aportación del trabajo, debe servir igualmente al bien de todos» (SRS 39).

El mundo contemporáneo nos ha acercado enormemente, pero no nos ha hecho más hermanos.

A pesar de que el mundo contemporáneo nos ha acercado enormemente, no nos ha hecho más hermanos. La caridad es camino para restaurar las relaciones y construir una buena sociedad. La caridad es la fuerza que impulsa el verdadero desarrollo de las personas y de toda la humanidad (CiV 1). Vivir la caridad en el contexto social y cultural actual, donde se tiende a relativizar lo verdadero, es un verdadero desafío, pues «vivir la caridad en la verdad lleva a comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no es solo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral» (CiV 4).

Es importante señalar que la «razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad. Esta nace de una vocación trascendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna» (CiV 21).

La crisis ecológica y social.

La apertura a la vida y el cuidado de nuestra casa común están en el centro del verdadero desarrollo. El papa Benedicto XVI ya indicaba que «uno de los aspectos más destacados del desarrollo actual es la importancia del tema del respeto a la vida, que en modo alguno puede separarse de las cuestiones relacionadas con el desarrollo de los pueblos» (CiV 27). Debemos igualmente indicar que la defensa de la vida está íntimamente relacionada con el cuidado de nuestra casa común, porque «todo está conectado», como nos dice el papa Francisco en la encíclica Laudato si’ (LS 16, 91, 117, 138, 240). En ella también afirma que tenemos una sola crisis: «no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental. Las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza» (LS 139).

Concluyo con las palabras del papa Francisco pensando en las nuevas generaciones: «los jóvenes nos reclaman un cambio. Ellos se preguntan cómo es posible que se pretenda construir un futuro mejor sin pensar en la crisis del ambiente y en los sufrimientos de los excluidos» (LS 14). Deseo animarlos para que sean actores de cambio inspirados en los valores del Evangelio.

Introducción

Thomas Krüggeler

Katholischer Akademischer Ausländer-Dienst, Bonn

La comunidad internacional del Katholischer Akademischer Ausländer-Dienst (KAAD; Servicio Católico de Intercambio Académico) ha abordado durante muchos años los problemas vinculados a la cooperación internacional para el desarrollo, así como la búsqueda de una mayor justicia social mundial. En este contexto ha ido aumentando progresivamente la importancia de cuestiones como la ecología, el cambio climático y el papel de las religiones en el examen crítico de los diversos conceptos de desarrollo. Estas discusiones pertenecen al núcleo de la labor de una institución católica en el contexto de la Iglesia universal que, junto con sus becarios y alumni de todo el mundo y de disciplinas muy diferentes, se ocupa de tales problemas. Al fin, el compromiso con la justicia social y la protección de «la casa común» es una preocupación que nosotros, como académicos católicos, perseguimos, junto con nuestros amigos en todo el mundo.

La mayoría de las contribuciones presentadas en este libro se hicieron a partir de dos importantes seminarios internacionales del KAAD, a saber: la Academia Anual 2019 con el título Entwicklung: Der Begriff und die Praxis (‘Desarrollo: el concepto y la práctica’), del 25 al 28 de abril de 2019 en Bonn y el seminario El Concepto Católico de Desarrollo en América Latina Hoy: Posturas y Perspectivas, del 5al 8 de marzo de 2020 en Lima. Mientras que el evento de Bonn abordó los conceptos de desarrollo y cooperación para el desarrollo mundial, el de Lima se centró en la génesis del concepto católico de desarrollo desde una perspectiva latinoamericana. También nos ocupamos de los debates actuales sobre el desarrollo, los cuales se han intensificado desde la publicación de la muy apreciada encíclica social del papa Francisco Laudato si’ (2015).

Cuanto más claros se muestran los signos de la crisis ecológica mundial —cambio climático, contaminación de los mares, etc.— y más graves se presentan los problemas resultantes —pérdida de hábitats y recursos— más dudas surgen, especialmente en el ámbito de las ciencias y la sociedad civil, en relación con el capitalismo y su ideología del crecimiento. De hecho, el concepto occidental de desarrollo, basado en el crecimiento y el consumo, es cuestionado hoy en día con intensidad. Incluso la idea de «sostenibilidad», que en los últimos decenios ha matizado discursivamente el término «desarrollo» en cuanto sustentable, se ha convertido en una fórmula vacía. Laudato si’ es de suma importancia en este contexto y el impacto de la encíclica ya va más allá del alcance de la Iglesia católica (Sachs, 2018). La encíclica se centra en la solidaridad, el respeto a la creación y la responsabilidad común de todos los pueblos por el futuro del planeta. Con Laudato si’, el papa Francisco ha hecho una contribución innovadora a una comprensión fundamentalmente nueva de la relación entre el hombre y la naturaleza. Francisco no para. Ahora ha invitado a la juventud del mundo a participar en un proyecto de transformación económica bajo el lema de la «Economía de Francisco» (2019).

El presente libro refleja nuestros esfuerzos por ofrecer un enfoque crítico al concepto de «desarrollo» en el contexto de la enseñanza social católica, tal como se ha desarrollado especialmente desde la década de 1960 —es decir, después del Concilio Vaticano II—. Al mismo tiempo, los autores abordan Laudato si’, estimulando y conduciendo un debate sobre la encíclica. Tienen particularmente en cuenta la realidad social y la de la Iglesia en América Latina, y muestran que la Iglesia católica puede ofrecer relevantes aportes a la sociedad civil, a partir de sus postulados sobre la responsabilidad humana por la creación y las sugerencias y demandas que de ella se derivan.

1. Génesis de los términos «desarrollo» y «progreso»

Por su ambigüedad, el término «desarrollo» puede ser considerado hoy en día trivial, del lenguaje cotidiano y carente de valor analítico. Solo cuando lo situamos en el contexto de las relaciones políticas mundiales entre el Norte y el Sur lo asociamos a los problemas vinculados con las dinámicas y desigualdades económicas, sociales y políticas en el contexto mundial.

En sus orígenes en el siglo XVIII, el concepto fue utilizado para describir procesos de cambio. Luego fue desarrollado en Europa en el contexto de discusiones ilustradas y consideraciones histórico-filosóficas (Wieland, 2004). Durante la Ilustración y en la época preindustrial, el término aún no era utilizado en el contexto del discurso político y económico. Más bien estaba relacionado con el «desarrollo de la raza humana» y siempre se asociaba con conceptos como la educación, la formación, la cultura y la iluminación, y, por lo tanto, con el alcance de la «perfección» del individuo. Desde mediados del siglo XVIII, autores como Kant, Hegel y Marx han abordado el concepto «desarrollo» y lo han comenzado a utilizar en el contexto de la historia y la política. A pesar de todas las diferencias, para ellos el desarrollo significa sobre todo un cambio a largo plazo, que puede controlarse mediante la planificación y la acción conscientes (Wieland, 2004). Los pensadores rompieron con la noción de que el desarrollo estaba ligado a la naturaleza, a la razón o a la voluntad creadora divina —especialmente después de la experiencia de la Revolución francesa—, y atribuyeron una mayor importancia a los seres humanos en la influencia respecto de los acontecimientos sociales y políticos. Para Marx el desarrollo obedecía a leyes que los actores históricos pueden o no conocer. Él describe el curso de la historia en general como un desarrollo determinado por la dialéctica de las fuerzas productivas y las relaciones de producción (Manifiesto del Partido Comunista, 1848). A mediados del siglo XIX el concepto de desarrollo ya se había introducido en el lenguaje cotidiano. Los políticos de todas las tendencias, los intelectuales y los agentes económicos utilizaron el término libremente según sus propias ideas y le asignaron contenido según sus respectivas visiones de la historia, sus ideologías y objetivos políticos.

En el mundo anglosajón el liberalismo político y económico retoma el concepto de progreso como clave del discurso político y social. Aunque los términos «progreso» y «desarrollo» estén estrechamente relacionados y puedan utilizarse como sinónimos en determinados contextos, al examinarlos más detenidamente difieren en un aspecto importante. Aunque tanto el progreso como el desarrollo sean siempre lineales, a pesar de las posibles discontinuidades, el primero —a diferencia del desarrollo— presenta un tinte siempre positivo, en tanto inevitablemente refiere a una tendencia a algo mayor o mejor. Es este optimismo irrefutable, inherente al concepto de progreso mucho más que al de desarrollo, lo que lo ha hecho tan popular (Koselleck, 2004). Ya en el siglo XVIII reflejaba la confianza inquebrantable del pensamiento liberal en el futuro, a saber, la firme convicción de que el camino del desarrollo económico capitalista, emprendido primero en Europa occidental y luego, con cierto retraso, en América del Norte, conduciría necesariamente a un futuro mejor.

El progreso es un concepto europeo que solo puede entenderse en el contexto de la realidad de la Europa occidental de los siglos XVIII y XIX. En Europa, a principios del periodo moderno, la Iglesia había perdido su papel de «guardiana de los tiempos finales» (Koselleck, 2004, p. 368) y la Ilustración había abierto el camino de la historia hacia un futuro indefinido y potencialmente prometedor. Ello da lugar a que el progreso se establezca como un «concepto cuasi religioso de esperanza» (Koselleck, 2004, p. 352) en las esferas política, económica, social y cultural. Hasta el día de hoy, cuando los políticos y algunos estudiosos hablan de desarrollo en el contexto de las relaciones entre los países del Norte y del Sur, se guían por esta idea occidental de progreso.

En la otra orilla, desde la época de la independencia, las élites políticas de América Latina hicieron del término progreso un elemento central de sus discursos durante todo un siglo. El historiador americano E. Bradford Burns escribió en sus reflexiones críticas sobre la relación entre el progreso y la pobreza: «Las élites hablaban constantemente del «progreso», tal vez la palabra más sagrada del vocabulario político, con una impresionante gama de significados». (1980, p. 8). Hasta aproximadamente 1870 el contenido del concepto se alimentaba de la idea liberal del individuo autónomo responsable que, al perseguir sus propios intereses económicos, serviría al bien de la sociedad —al progreso—a largo plazo. Aquí se sentaron las bases del conflicto entre los conservadores de orientación corporativista y paternalista, que también defendían los derechos y el papel social central de la Iglesia católica, y sus oponentes liberales en las décadas de independencia temprana. Los grupos conservadores de las élites de la América Latina poscolonial vieron a la Iglesia como la única institución cuyas enseñanzas y doctrinas eran respetadas por la gran mayoría de la gente. Desde su punto de vista, la Iglesia debería ser el soporte que mantendría unidas a las sociedades tan heterogéneas desde el punto de vista económico, político y étnico. Los políticos liberales, por otro lado, estaban convencidos de que la concentración del poder económico —por ejemplo, la propiedad de la tierra— en manos de la Iglesia era un obstáculo decisivo en el camino hacia un mayor progreso.

Después de 1870, bajo la influencia del positivismo de Augusto Comte, y más tarde aún bajo el darwinismo social de Herbert Spencer, ganó terreno la idea de la sociedad como organismo social, especialmente en países económicamente dinámicos como Argentina, Brasil, Chile y México. El individuo activo, los conocimientos científicos y su aplicación práctica fueron cambiando a este organismo, haciéndolo avanzar en las condiciones existentes de lugar y tiempo (sobre la historia de las ideas en América Latina entre 1870 y 1930, ver el excelente resumen de Hale, 1989, pp. 225-300). Según estas ideas, la Iglesia se había quedado sin propósito. De hecho, en varios países, la Iglesia se vio empujada a la marginación política y las cuestiones de la fe quedaron relegadas a la esfera privada. El pensamiento positivista aceleró el proceso de secularización y obligó a la Iglesia a redefinir su posición en América Latina. Al mismo tiempo, el término «desarrollo» experimentó una importante ampliación de contenido. El concepto de evolución, que se remonta a las teorías de Darwin, se fue haciendo un lugar en el discurso político y las ciencias a través de Spencer y estableció las bases para la posibilidad de clasificar las «razas» humanas en diferentes niveles de evolución. El darwinismo social fue una fuente decisiva del racismo latinoamericano, ya que se intensificó en el último tercio del siglo XIX.

Más que en Europa o América del Norte, las élites latinoamericanas siempre situaron el «progreso» en el contexto de la «modernización» o «modernidad» (Burns, 1980). Esto se debió al hecho de que percibían a las sociedades europeas, y cada vez más a las norteamericanas, como modernas, pero ya en la primera mitad del siglo XIX consideraban a sus propias sociedades como menos dinámicas y atrasadas debido a su pasado colonial y a la presencia de grandes pueblos indígenas —¡Tenían que referirse al término «atrasado» porque el de «subdesarrollado» aún no se conocía!—. Más tarde el darwinismo social fue una forma de pensamiento bienvenida que explicó parcialmente este atraso y liberó a las élites de la responsabilidad por ello. También confirmó la opinión tradicional de que la población indígena y negra solo podía integrarse en la civilización occidental mediante un largo proceso de aprendizaje. Según las élites, ese proceso frenaría la modernización, pero podría ser parcialmente compensado por la inmigración. El optimismo sobre el progreso se había consolidado durante décadas de construcción de ferrocarriles y de intensificación del comercio internacional, y no había razón para dudar de que el progreso traería la modernidad a América Latina en un futuro no muy lejano.

En la América Latina poscolonial, la élites políticas y económicas siempre asociaron conceptos como los de desarrollo, progreso y modernidad con la emulación de los modelos europeos y norteamericanos. Las propias raíces europeas —tanto vinculadas con las ideas de la Ilustración del siglo XVIII o con los conceptos corporativistas, y el pensamiento premoderno de la Iglesia católica— fueron obstaculizando cualquier reflexión sobre posibles escenarios futuros que hubieran centrado su punto de partida en las potencialidades sociales y económicas de América Latina y que hubieran buscado cierta distancia con los modelos europeos. Las experiencias de un régimen colonial basado en las tradiciones europeas y las promesas del avanzado capitalismo industrial y sus éxitos en Europa y América del Norte —en relación con el desprecio de las tradiciones y el poder creativo de las sociedades latinoamericanas— impidieron ya desde el principio la formación de ideologías de desarrollo con elementos originalmente latinoamericanos.

2. El progreso y los comienzos de la doctrina social católica

A finales del siglo XIX la Iglesia de América Latina se había debilitado significativamente —con importantes diferencias regionales—. Se habían perdido fuentes de ingresos, se habían abolido los privilegios y en muchos lugares se había producido finalmente una separación legal entre Iglesia y Estado. Sin embargo, la Iglesia estaba en camino de establecerse como una institución que tomaría un papel central en la mayoría de los países en las décadas siguientes. Factores internos y externos interactuaron a menudo en este proceso. Un aspecto importante en este contexto es la creciente urbanización, a la que contribuyó especialmente en las regiones costeras, desde el decenio de 1880, un número cada vez mayor de inmigrantes, especialmente de países (católicos) de Europa meridional. Aunque los procesos de industrialización se desarrollaron solo de forma selectiva y lenta, con el crecimiento de la población surgió una clase obrera urbana —trabajadores de fábricas y puertos, artesanos empobrecidos, jornaleros del sector de exportación, etc.— de la que la Iglesia también tuvo que ocuparse.

En la encíclica social Rerum novarum (1891), el papa León XIII puso la piedra fundamental de una doctrina social católica. Por primera vez en el plano internacional, la Iglesia reconoció indirectamente que el progreso liberal en sus diversas facetas —industrialización, libertades individuales, libertad religiosa, etc.— no podía detenerse, ¡al mismo tiempo que denunciaba la explotación de los trabajadores y reclamaba justicia social! Con la encíclica, el papa pretendía, por supuesto, responder principalmente a la «cuestión social» que, en vista de las condiciones laborales inaceptables de los países en vías de industrialización de Europa occidental, se planteaba con tanta urgencia. Pero Rerum novarum demostró ser un documento bastante importante también para América Latina. Permitió a los obispos —aunque en muchos casos con un retraso de varias décadas— reflejar el contexto social moderno y abordar problemas concretos de la época. A mediano plazo la encíclica despertó por primera vez en la Iglesia latinoamericana una conciencia social de las realidades del mundo moderno e influyó en el manejo de las cuestiones de justicia social (Lynch, 1989). Cabe destacar la observación de Jeffrey Klaiber, S.J., acerca de que la recepción de la Rerum novarum también se retrasó porque en países como el Perú a fines del siglo XIX la defensa de los privilegios tradicionales de la Iglesia aún tenía prioridad sobre las demandas de reformas sociales (1988).

El papa León XIII había convocado también en 1899 el primer Concilio Plenario Latinoamericano en Roma para hablar de cuestiones urgentes de la fe y de las tendencias de modernización que todavía se sentían como una amenaza. Los arzobispos y obispos reunidos en Roma, aunque todavía preocupados principalmente por defender las demandas liberales, por primera vez compartieron sus preocupaciones y problemas comunes y comenzaron a entender la existencia de una «Iglesia latinoamericana» (Dussel, 1974; Lynch, 1989). Al inicio del siglo XX también comenzó un proceso que permitió a la Iglesia asegurar sus estructuras organizativas, al menos en las ciudades. En los antiguos centros coloniales —por ejemplo, en el Perú— podía recurrir a las estructuras existentes, mientras que la estabilización de la Iglesia en las regiones costeras —por ejemplo, Argentina— se dio a partir de los flujos migratorios, los cuales le aportaron particular dinamismo. El número de seminaristas y sacerdotes volvió a aumentar a pesar de la aplicación de criterios de selección más estrictos, los puestos de obispo vacantes desde hace mucho tiempo pudieron volver a ser ocupados y las relaciones entre el Estado y la Iglesia fueron reguladas en la mayoría de los países, aunque de ninguna manera en todas partes a satisfacción de los sacerdotes y obispos.

Lo que ya había comenzado en los países más grandes en la década de 1880 se intensificó a principios del siglo XX. Se fundaron periódicos católicos, que inicialmente siguieron un curso estrictamente conservador y se opusieron a todas las tendencias liberales. Sin embargo, más tarde, con la creciente recepción de la Rerum novarum, hubo también una prensa católica bastante crítica que se ocupó de los problemas del desarrollo económico y social y abordó los agravios sociales, como la explotación de los trabajadores industriales y agrícolas. Paralelamente, en los centros urbanos y en las ciudades de provincia, surgieron asociaciones de trabajadores católicos (Círculos de Obreros Católicos) y grupos de estudiantes, que contribuyeron a establecer firmemente las cuestiones de justicia social en el discurso católico. Sus aportes al desarrollo continuo de una doctrina social católica en el contexto latinoamericano no deben ser subestimados. En América Latina el compromiso de los representantes e instituciones de la Iglesia para superar los agravios sociales y sus demandas de más justicia sobre la base de Rerum novarum ayudó a la Iglesia oficial a dejar de centrarse solo en los problemas internos y a adoptar una actitud exclusivamente defensiva en la lucha por el progreso, sino además a participar de manera activa y exigente en los debates sociales. Sin embargo, también hay que destacar que hasta la década de 1960 continuó reproduciéndose de manera dominante la práctica eclesial de abordaje de la cuestión social principalmente a través de programas de caridad, especialmente por parte de la jerarquía eclesiástica. La doctrina social fue dirigida más contra las influencias de las ideologías y grupos políticos de la izquierda en las clases sociales bajas que contra las debilidades estructurales del proceso de modernización y la ideología del progreso (Lynch, 1989).

En cuanto a la Iglesia católica en el Perú, Jeffrey Klaiber se refiere a un auge de un «laicado militante» en el periodo 1930-1955. En este laicado, como en otros países, surgieron influyentes grupos de intelectuales católicos (1988). Ejemplos de un nuevo conservadurismo entre los laicos católicos en el Perú fueron Víctor Andrés Belaunde (1883-1966) y José de la Riva-Agüero y Osma (1885-1944). A pesar de todas las diferencias biográficas entre los dos intelectuales y políticos, ambos eran demócratas conservadores que, desde su fe católica, miraban críticamente a los autores de orientación socialista de la escuela de José Carlos Mariátegui o Haya de la Torre, pero siempre tuvieron en cuenta la cuestión social en su trabajo intelectual y político (Klaiber, 1988). A diferencia de muchos intelectuales del siglo XIX, su conservadurismo se basaba mucho menos en asegurar los intereses políticos y económicos de sus familias o su medio social que en una reflexión de la fe.

Belaunde encarnó de manera ejemplar la actitud de muchos laicos católicos hacia las sociedades latinoamericanas en vías de modernización y su actitud hacia el progreso. Las «bendiciones» del desarrollo económico capitalista, los derechos individuales y un concepto liberal de la libertad fueron entretanto respetados o aceptados como no irreversibles. Los intelectuales conservadores como Belaunde consideraban que la Iglesia era una institución social central que también debía funcionar como un correctivo de los aspectos negativos del progreso en una sociedad que seguía en un camino hacia la modernidad.

3. ¿Desarrollo o liberación?

En la década de 1960 se inició una reflexión más sistemática de parte de la jerarquía romana sobre las cuestiones de desarrollo económico y político en la doctrina social católica. Ello, sobre todo después del Concilio Vaticano II (1962-1965), abrió aún más la Iglesia al mundo secular y los papas reconocieron la urgencia de tener que pronunciarse sobre los desafíos del marco político existente y los rápidos cambios en las relaciones económicas internacionales.

Los pronunciamientos de la Iglesia deben considerarse en el contexto del entonces existente conflicto Este-Oeste, los acontecimientos poscoloniales en los países del Sur global y el continuo temor a la expansión del comunismo. Según Sachs, el presidente de los Estados Unidos, Harry S. Truman, utilizó por primera vez el término «subdesarrollado» en 1949 (2018, p. 245). En cualquier caso, la dicotomía desarrollo-subdesarrollo colonizó los discursos políticos durante la década de 1950. La Iglesia también aceptó la noción general occidental de progreso, que implicaba que los países «subdesarrollados» necesitaban ayuda para lograr el desarrollo y para alcanzar un nivel más alto compatible con la idea occidental de civilización.

Sin embargo, en el decenio de 1960 se inició un proceso en el que la Iglesia católica romana y partes de la Iglesia latinoamericana empezaron a considerar y analizar las problemáticas vinculadas con el desarrollo de maneras distintas. En el desarrollo de su doctrina social universal, la curia romana siguió la premisa de la solidaridad, la subsidiariedad y la libertad. Por otra parte, en América Latina crecía el grupo de obispos y sacerdotes que percibía el concepto occidental de desarrollo como represivo e injusto. El aumento de la pobreza internacional, la falta de signos de convergencia entre los países «desarrollados» y los «subdesarrollados», así como los análisis críticos del capitalismo por parte de las ciencias económicas y sociales en todo el mundo, alimentaban las dudas sobre la ideología de progreso. De esta manera, se consolidaron en el ámbito de la Iglesia diferentes visiones del sistema capitalista. Por un lado, algunos veían en tal sistema un modelo de desarrollo ciertamente defectuoso, pero en el que su propia doctrina social debía tener una influencia positiva. Por el otro lado, se apelaba al trabajo por la liberación de los pobres de las estructuras económicas y sociales injustas.

Muchas de las encíclicas publicadas después del Concilio ampliaron la comprensión de lo que según el entendimiento de la Iglesia debería incluir el desarrollo, y en ellas los papas se opusieron más o menos claramente al libre juego de las leyes del mercado. Hasta hoy la encíclica Populorum progressio (1967) del papa Pablo VI es considerada como el documento central de la doctrina social, aunque en anuncios anteriores, en particular de Juan XXII (Mater et magistra, 1961 yPacem in Terris, 1963) ya se trataba el tema. En Populorum progressio, «sobre la necesidad de promover el desarrollo de los pueblos», afirmó Pablo VI inconfundiblemente:

Necesaria para el crecimiento económico y para el progreso humano, la industrialización es al mismo tiempo señal y factor del desarrollo. El hombre, mediante la tenaz aplicación de su inteligencia y de su trabajo, arranca poco a poco sus secretos a la naturaleza y hace un uso mejor de sus riquezas. Al mismo tiempo que disciplina sus costumbres, se desarrolla en él el gusto por la investigación y la invención, la aceptación del riesgo calculado, la audacia en las empresas, la iniciativa generosa y el sentido de responsabilidad(PP 25).

Así, se consolidó la idea acerca de que el hombre crece con la industrialización y aprende a apropiarse de los secretos de la naturaleza para su propio beneficio. En este sentido el papa se alió con la ideal occidental de progreso de la época.

Al mismo tiempo, documentos como Populorum progressio postulan, además de la demanda recurrente de justicia social y de orientación hacia el bien común, la necesidad de no reducir el desarrollo a una dimensión económica y de no subestimar las tradiciones de los pueblos «preindustrializados». Las encíclicas posteriores también reconocen el derecho de cada persona a decidir por sí misma cómo quiere definir el desarrollo en detalle. De esta manera, la doctrina social católica del decenio de 1960, mientras se inscribió en el concepto occidental de progreso, al mismo tiempo se esforzó por cuestionar la soberanía interpretativa que venían detentando los pensadores liberales y socialistas en torno a lo que sería el desarrollo. Luego, en 1967, introdujo el concepto de «desarrollo integral del hombre»(PP 5).

En su encíclica Laborem exercens (1981), Juan Pablo II ya sometió el concepto de progreso a un examen crítico y contrastó el progreso puramente económico y tecnológico con el «progreso real y verdadero». En Sollicitudo rei socialis, la encíclica publicada en 1987 con motivo del vigésimo aniversario de la Populorum progressio, profundiza en su crítica del progreso económico desenfrenado y ofrece una evaluación profunda de los conceptos de desarrollo y progreso. En el capítulo 4, que se titula «El auténtico desarrollo humano», se ocupa de la comprensión «economicista» del desarrollo y advierte contra «una especie de superdesarrollo, consistente en la excesiva disponibilidad de toda clase de bienes materiales para algunas categorías sociales» (SRS 28). Contrasta de esta manera, el papa, los términos superdesarrollo y subdesarrollo. Estos documentos muestran que, en la década de 1980, la Iglesia estaba claramente en camino de comenzar a dudar de la sostenibilidad de la idea de progreso en su forma tradicional. El teólogo alemán, Markus Vogt confirma en un artículo recientemente publicado que, desde el punto de vista de la Iglesia, la necesidad de la integridad de la creación ha sido un tema en numerosas publicaciones de la Iglesia durante décadas, pero que hubo que esperar hasta la publicación de Laudato si’, es decir, hasta 2015, para que la protección de la casa común y la demanda de una renovación ecológica se trasladaran al centro de la doctrina social católica (2020).

Mientras tanto, en América Latina surgió por fin una firme conciencia de una Iglesia latinoamericana, que se enfrentaba a la dependencia económica y a un creciente autoritarismo. Los economistas y sociólogos habían reconocido en diferentes teorías de la dependencia el fenómeno del «subdesarrollo» como un problema estructural. La palabra clave aquí es «estructural». Significa que se consideraba que el sistema económico en sí mismo es defectuoso y que estas debilidades no pueden eliminarse mediante correcciones superficiales. ¡La dependencia era más bien un componente estructural del sistema capitalista internacional! Solo cambiando el propio sistema se podría superar el subdesarrollo. Además, hay que tener en cuenta que en la década de 1960 el autoritarismo se extendió en América Latina en forma de diferentes regímenes militares, que en cierto sentido se entendían como una consecuencia o componente del orden capitalista y que fueron una afrenta para muchos representantes de la Iglesia. Los crímenes y las violaciones de los derechos humanos perpetrados por los regímenes militares y sus gobiernos autoritarios cimentaron tales estructuras injustas. Este marco ideológico influyó en muchos obispos para que comiencen un camino hacia el desarrollo de una comprensión de una Iglesia latinoamericana específica y condujo a reflexiones críticas sobre la idea occidental de progreso.

Ya antes de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín, en 1968, la Iglesia latinoamericana había comenzado a relacionar los resultados del Concilio Vaticano II con la realidad latinoamericana, y habían surgido documentos que se expresaban críticamente sobre el papel de la Iglesia en las estructuras económicas y sociales injustas. Pero la reunión de Medellín es considerada el momento crucial que hizo posible el desarrollo de una identidad latinoamericana independiente de la Iglesia. Medellín no se concentró en la superación del «subdesarrollo» en el sentido de un equilibrio económico y social. Más bien se concluyó que el «proceso de desarrollo se entiende como un proceso relevante para la historia de la salvación, como parte de la historia de la salvación» (Krumwiede, 1980, p. 160)1. Por lo tanto, en el sentido cristiano, el desarrollo en América Latina después de Medellín está cada vez más conectado con un proceso de liberación. En la Segunda Asamblea General del episcopado latinoamericano la concepción del ser cristiano adquirió una dimensión político-social y la Iglesia por primera vez tomó partido explícitamente por los pobres y los oprimidos.

En la década de 1970 la teología de la liberación, basada también en los resultados de Medellín, se extendió rápidamente y se convirtió en el símbolo de la Iglesia y la teología latinoamericana en todo el mundo2. Esta corriente motivó a los jóvenes cristianos urbanos y a los pobres del campo a unirse en comunidades de base y a trabajar para superar la desigualdad social. Nunca antes los laicos católicos habían levantado sus voces tan claramente y llamado a un cambio económico y social, tampoco nunca antes partes del episcopado se habían puesto tan claramente de su lado. El dinamismo de la Iglesia ganado después de Medellín también se expresó en un cambio de actitud hacia el concepto de desarrollo. Especialmente los jóvenes cristianos enfatizaron el aspecto de la liberación en el sentido evangélico antes que la prosperidad material y el consumo. Los conflictos entre la teología de la liberación y la curia romana son suficientemente conocidos, y están particularmente enraizados en las experiencias biográficas de Juan Pablo II y su rechazo fundamental de todos los análisis sociológicos basados en las teorías socialistas. Estas disputas, que a menudo son más ideológicas que teológicas, amenazan con relegar a un segundo plano el examen bastante crítico de este papa sobre las ideas clásicas de desarrollo y progreso.

Hoy nos encontramos en el umbral de una nueva era en la que se trata de dominar los desafíos socioecológicos para asegurar la supervivencia de la Creación en la Tierra. Los autores hablan del capitalismo tardío, de la necesidad de una «transición civilizadora» y los llamamientos a favor de medidas rápidas y radicales para proteger nuestro espacio vital son cada vez más fuertes. Esto se asocia con los peligros de choques y conflictos violentos. Por ello, con razón, las religiones son llamadas a participar en los debates sobre el futuro de nuestra tierra. Palabras de moda como «desarrollo integral» y «ecología integral», que se han escuchado cada vez con más frecuencia desde la publicación de Laudato si’, indican que en este debate la Iglesia católica —tan a menudo descrita como atrasada y anticuada— puede proporcionar impulsos de peso y entrar en diálogo con la juventud del mundo sobre el futuro de la vida en la casa común3.

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Los editores agradecen a S.E., el cardenal Pedro Barreto Jimeno, S.J., arzobispo de Huancayo, por exponer en su prólogo a este libro la concepción católica del desarrollo y por esbozar con gran precisión el modo en que los papas han tratado el término desde el Concilio Vaticano II. Sin duda alguna, el cardenal Barreto sabe de lo que habla, pues ya asesoró al papa Francisco mientras trabajaba en la encíclica Laudato si’ y siguió de cerca el proceso posconciliar en el que se añadió el adjetivo «integral» al sustantivo «desarrollo». El papa Francisco insiste en este término compuesto, aunque en los debates de las ciencias sociales cada vez es más criticado por ser poco preciso.

La primera parte del libro, «Génesis del concepto de desarrollo y perspectivas actuales», se centra en la génesis y discusión del concepto de desarrollo, de allí que también constituye una introducción general a nuestro problema. Markus Vogt se pregunta si el paradigma del desarrollo sostenible sirve realmente a la ciencia y a la práctica social (eclesiástica). Vogt es un destacado ético social católico que no teme cuestionar incluso el término «desarrollo integral». Su artículo tiene un peso especial al relacionar la enseñanza social católica contemporánea con la política internacional —por