El Derecho represivo de Franco - Marc Carrillo - E-Book

El Derecho represivo de Franco E-Book

Marc Carrillo

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Beschreibung

Las dictaduras no rehúyen el Derecho. Siempre lo han utilizado. Emulando otros ejemplos de los totalitarismos europeos, la dictadura franquista no fue una excepción. Se dotó de un sistema institucional dirigido a construir un Estado regido por un ordenamiento jurídico con la pretensión de legitimar un régimen surgido del golpe de estado contra la II República. El franquismo creó un Estado con Derecho, un Estado administrativo, pero en ningún caso un Estado de Derecho. A pesar de los esfuerzos de sus juristas apologetas que pretendieron aportar un cuerpo teórico tanto a su organización institucional como a la represión ejercida por leyes y tribunales. Desde 1936 hasta la muerte del dictador en 1975, una parte de ese Derecho estaba formada por un amplio arsenal de disposiciones y jurisdicciones especiales concebidas para la represión del opositor político. Era su Derecho represivo. Junto al examen de la experiencia profesional de los abogados en el ejercicio del derecho de defensa, el libro estudia, desde la perspectiva jurídica, los diversos períodos represivos que jalonaron la larga dictadura, a través de la violencia ejercida sobre los ciudadanos y la represión de la lucha por la libertad.

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El Derecho represivo de Franco

El Derecho represivo de Franco(1936-1975)

Marc Carrillo

Esta obra ha contado con el apoyo del proyectoPAIDI Historia del Estado español en perspectiva comparada (ref. 20_01134)

 

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Filosofía

 

© Editorial Trotta, S.A., 2023http://www.trotta.es

© Marc Carrillo López, 2023

© Luis López Guerra, prólogo, 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-204-8

En memoria de los presos políticos de la dictadura franquista

En memoria de Juan Carrillo y Asunción López

CONTENIDO

Prólogo: Luis López Guerra

Siglas

Introducción

Agradecimientos

1. Del Estado totalitario a la autocracia corporativa: los juristas ante la dictadura

2. El primer periodo de la represión (1936-1939): la legislación del terror

3. El segundo periodo de la represión: la guerra no acabó con el «parte» del 1.º de abril de 1939. La legislación de la posguerra o la represión generalizada (1939-1959)

4. El tercer periodo: la represión selectiva (1959-1975)

5. Las tres fases de la represión gubernativa y judicial: la experiencia de los abogados en la defensa de opositores políticos

6. Los referentes del Derecho represivo comparado europeo

Bibliografía

Índice

PRÓLOGO

Luis López Guerra

Por definición, todo régimen dictatorial debe apoyarse en la fuerza y violencia sobre los ciudadanos y en la represión de cualquier movimiento en favor de recuperar la libertad. Ahora bien, esa fuerza y violencia pueden ejercerse en formas muy distintas. Cabe en primer lugar la violencia inmediata y directa, si se quiere, anómica, no basada en ninguna norma expresa, y sin pretensión de cobertura jurídica formal alguna: pura expresión de la fuerza del poder para intimidar a la población y disuadir cualquier resistencia. Pero si ese tipo de violencia suele aparecer en los primeros momentos de destrucción del orden jurídico anterior y de establecimiento de una dictadura, no puede continuarse indefinidamente, y un régimen dictatorial que pretenda mantenerse necesitará dar una cobertura formal jurídica a su actuación. Ello tanto por necesidades organizativas internas (es decir, dirigir y regular el uso de la violencia por sus propios agentes) como para dar una apariencia interna, y sobre todo externa, de legitimidad. Ello no quiere decir que se renuncie enteramente a la violencia anómica y (por decirlo de alguna manera) informal; de hecho, una característica de las dictaduras es la existencia de un «Estado dual», en palabras de Ernst Fraenkel, en que coexisten un orden jurídico «formal» con prácticas represoras que no pretenden siquiera adoptar una justificación jurídica.

El presente libro de Marc Carrillo desarrolla una exposición de cómo el régimen del general Franco llevó a cabo a lo largo de casi cuarenta años una formalización jurídica de las técnicas represivas propias de una dictadura; no es, como el autor señala, un libro de historia, sino un libro que se centra en el estudio y exposición del Derecho de la represión, y de las técnicas utilizadas para dar una apariencia de legitimidad jurídica a una situación de sujeción ilimitada de los ciudadanos al poder. Se trata de un trabajo con una amplia dimensión; no versa únicamente sobre la represión de la actividad política directamente opuesta a la dictadura, sino también sobre todas las vías jurídicas empleadas por el régimen para acallar o suprimir todas aquellas actividades, en los más distintos ámbitos, que pudieran suponer un peligro para el sistema, o que se enfrentaran de una forma u otra con sus principios e intereses básicos. Se examinan también así las técnicas de Derecho represivas en otros muchos campos, como el de la educación, la prensa, la Administración o las relaciones laborales.

Ahora bien, si el autor examina como objeto central de su estudio el ordenamiento jurídico represivo de la dictadura, ello no supone que deje de lado el contexto en que ese ordenamiento se produce. A lo largo de todo el trabajo se pone de manifiesto que, junto a la aparente formalización legal de la represión, se sigue manteniendo una actividad represiva al margen de esa misma legalidad, e incluso contraria a sus mandatos aparentemente vinculantes, mandatos que cuando resulta conveniente, se ignoran o incumplen. Por otra parte, y dentro de esa atención al contexto, el autor va mostrando la evolución del Derecho represor paralela a la evolución del régimen y su adaptación a las nuevas circunstancias, sobre todo internacionales, para reforzar la apariencia de un pretendido «Estado de Derecho» frente a críticas como el conocido dictamen de la Comisión Internacional de Juristas denunciando la inexistencia de ese Estado de Derecho en España. El libro diferencia, a mi juicio acertadamente, la existencia de varias fases en el desarrollo del Derecho de la represión, señalando las características de la época de la Guerra Civil (lo que llama «la legislación del terror»), la fase inmediatamente posterior, hasta 1959 (fase de «represión generalizada») y un tercer periodo a partir de esa fecha, que denomina «de represión selectiva». Y cada una de esas fases emplea técnicas jurídicas diversas con un mismo fin: la supresión de toda resistencia, en los más diversos ámbitos, a la dictadura y sus principios.

La exposición resulta sumamente ilustrativa de las vías por las que la dictadura trató de adaptar su ordenamiento represivo a la evolución de las circunstancias internas y externas. Desde luego, lo que no podía cambiar era la expresión de la realidad básica del sistema, esto es, el poder ilimitado del general Franco, expresado elocuentemente en las «leyes de prerrogativa» de 1938 y 1939, que le conferían el supremo poder legislativo, leyes que se mantuvieron en vigor (citadas expresamente en la última «ley fundamental», la Ley Orgánica del Estado de 1967). Pero el autor expone cómo las características formales de la normativa represiva aplicable experimentaron un notable cambio, a lo largo del régimen, en busca de una apariencia (que difícilmente podría engañar a nadie) de legitimidad.

Como se muestra en el presente trabajo, la normativa represiva, en la primera mitad del régimen (el autor emplea como fecha clave 1959) no se esforzaba en ocultar sus principios inspiradores autoritarios, así como su concepción del Derecho sancionador como «Derecho del enemigo»: valga recordar que el estado de guerra declarado en 1936 se prolongó hasta 1948. Muestra de este tipo de normativa, descarnadamente orientada a la supresión de toda disidencia, e incluso apuntando claramente a categorías definidas de enemigos políticos, o a sectores sociales considerados indeseables, pudieran ser las comentadas por el autor: Ley de Prensa de 1938, Ley de Responsabilidades Políticas de 1939, la Ley Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo de 1940, la Ley para la Seguridad del Estado, de 1941 o la Ley de Vagos y Maleantes de 1954; la Ley de Orden Público de 1959 podría considerarse el último ejemplo de esa categoría, anunciando ya una nueva técnica de normativa represiva.

Efectivamente, y como resulta del análisis de Marc Carrillo, a partir de ese momento, tal tipo de normativa, conservando sus propósitos iniciales de salvaguardia de la dictadura, comienza a adoptar otro cariz: su justificación expresa y las fórmulas utilizadas pretenden reconocer y garantizar derechos, invocando principios antes tachados de «demoliberales», como, entre otros, la libertad de expresión y la libertad de asociación. Ahora bien, ese reconocimiento y garantía quedan convertidos por la misma normativa en flatus vocis, mediante técnicas que perpetúan la discrecionalidad del poder. Y ello se consigue, en el plano legislativo, por el establecimiento de límites a las libertades supuestamente reconocidas, límites amparados en cláusulas abiertas y conceptos indeterminados que dejan amplia libertad de acción al poder en su interpretación. Un ejemplo llamativo pudiera ser la Ley de Prensa de 1966, que, si bien aparentemente viene a suprimir la censura previa reafirmada por la ley de 1938 de Serrano Suñer, establece en su artículo 2 una serie de límites indeterminados que aseguran la discrecionalidad represora de las críticas al régimen, amén de mantener el secuestro previo y la suspensión de publicaciones. Y consideraciones similares pudieran realizarse respecto de supuestas leyes «liberalizadoras», como la Ley de Asociaciones de 1964, o la Ley sobre secretos oficiales de 1968. En toda esta normativa, la proclamación de derechos de los ciudadanos venía inmediatamente seguida de una serie de restricciones que suponían mantener en la práctica la capacidad de represión frente a toda crítica o amenaza percibida. Ello, desde luego, tenía como consecuencia la eliminación de la más elemental seguridad jurídica, en el sentido de poder conocer con una mínima aproximación, el ámbito legal de actuación en estas materias permitido a los ciudadanos. Situación esta que, como también muestra el autor, no se vio en forma alguna mitigada por la acción de los órganos encargados de la protección de los derechos de los ciudadanos, esto es, los tribunales de justicia.

En este aspecto, Marc Carrillo pone de manifiesto cómo el régimen del general Franco eliminó toda posibilidad de control sobre las actuaciones represivas frente a los disidentes. La técnica seguida desde un principio fue la atribución del conocimiento de las materias vinculadas a la represión política, o que de alguna forma pudieran resultar sensibles para el régimen, a la jurisdicción castrense, o jurisdicciones especiales, caracterizadas por una composición, competencias y procedimiento que aseguraban la mayor fidelidad a la dictadura, y la aplicación estricta de una política de eliminación (incluso física) del disidente. En una larga etapa la tarea de la represión jurisdiccional fue atribuida en forma preponderante a los tribunales militares, no solo durante la vigencia hasta 1948 del estado de guerra, sino también posteriormente, mediante una abundante y abigarrada normativa expuesta por el autor. Pero junto a ello, se crearon numerosas jurisdicciones especiales, que también se analizan, como, entre otras, el Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas, o el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. En justificadas palabras del autor, se trataba de un «enjambre de jurisdicciones especiales creadas en función del opositor que reprimir».

Resulta de especial interés la exposición de cómo también en este aspecto la dictadura trató de dotarse, con ningún éxito, en la tercera etapa que se analiza (1959-1975), de una apariencia de legitimidad, y de adecuación a los criterios del Estado de Derecho. El intento más destacado en este aspecto, y que se estudia en profundidad, fue sin duda la creación en 1963 de otra jurisdicción especial, el Tribunal de Orden Público, como instancia jurisdiccional que asumiera en parte las funciones represoras desarrolladas hasta el momento por los tribunales militares. El trabajo de Marc Carrillo, en la línea señalada, tiene muy en cuenta el contexto del momento y los acontecimientos inmediatamente anteriores, notablemente el desprestigio internacional del régimen como resultado de eventos como la reunión de los grupos de la oposición en Múnich, las huelgas de Asturias, el dictamen de la Comisión Internacional de Juristas sobre la inexistencia de un Estado de Derecho en España, o la ejecución de Julián Grimau; todo ello cuando se presentaba la candidatura de España al Mercado Común.

Marc Carrillo muestra cómo esa jurisdicción especial fue una continuación más de la represión, a la vista de la forma de nombramiento de sus miembros, de los asuntos que se le encomendaban (recordando que los órganos de la jurisdicción militares seguían en acción y que gozaban de amplia discreción en la selección de las materias que tratar), de las características del procedimiento, especialmente restrictivas de los derechos de los acusados, y de la interpretación de la normativa vigente por los jueces, en materias como la apreciación de las pruebas «de cargo» contra los procesados, y la concesión de especial (y frecuentemente decisivo) valor probatorio al atestado policial. Valga señalar, como también se hace en el presente libro, que si bien la actuación del Tribunal de Orden Público estaba sometida a la revisión de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, ello no supuso, a juicio del autor, una reducción en la práctica de su labor represora al verse confirmadas por esa sala en forma continuada, y con escasas excepciones, las líneas interpretativas del Tribunal de Orden Público. Lo que conduce necesariamente a alguna reflexión sobre el papel en nuestro país, y en esa época, de los «terribles juristas» (furchtbare Juristen) en la expresión utilizada por Ingo Müller en su conocido trabajo sobre la justicia en la dictadura alemana. Y también, y en contrapartida, conduce a la apreciación y reconocimiento por el autor de la labor de aquellos juristas que trataron, especialmente como abogados ante las jurisdicciones represivas, de defender, exponiéndose a no pocos riesgos y sanciones, los derechos de los ciudadanos y denunciar la violación de los principios básicos del Estado de Derecho.

No cabe, finalmente, sino estar de acuerdo con el autor en su juicio muy diverso sobre otra categoría de juristas, a los que se refiere en el primer apartado de su libro: aquellos que trataron de justificar y fundamentar teóricamente tanto la rebelión militar que dio lugar a la dictadura como los principios y actuación de esta. En el trabajo de Marc Carrillo se pone de manifiesto no solo la fragilidad intelectual de esa justificación (y su intento en muchos casos de buscar apoyo ajeno en construcciones teóricas como las de Carl Schmitt), sino también que su papel consistió en servir simplemente de decorado de una realidad cruda e innegable, como era la de la represión por el poder establecido de cualquier disidencia, por todos los medios, incluyendo la perversión del Derecho. Perversión que ciertamente también se llevó a cabo en otros países del entorno europeo, al que el autor se refiere en el ilustrativo último capítulo de su obra, y que en el nuestro dejó profundas huellas que solo la consolidación de una sociedad democrática es capaz de borrar.

SIGLAS

ACNP

Asociación Católica Nacional Propagandista

BOE

Boletín Oficial del Estado

BPS

Brigada Político-Social

CCOO

Confederación Sindical de Comisiones Obreras

CEDA

Confederación Española de Derechas Autónomas

CJM

Código de Justicia Militar

CNT

Confederación Nacional del Trabajo

CP

Código Penal

CR

Constitución de la II República

DGS

Dirección General de Seguridad (en España y Portugal)

ETA

Euskadi Ta Askatusana

FE

Fuero de los Españoles

FET y de las JONS

Falange Española Tradicionalista y de las Juntas Ofensivas Nacional Sindicalistas

FRAP

Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico

FT

Fuero del Trabajo

IEP

Instituto de Estudios Políticos

LCC

Ley Constitutiva de Cortes

LECRIM

Ley de Enjuiciamiento Criminal

LF

Ley Fundamental

LJCA

Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa

LOE

Ley Orgánica del Estado

LOP

Ley de Orden Público

LPMN

Ley de Principios del Movimiento Nacional

LRN

Ley del Referéndum Nacional

LRP

Ley de Responsabilidades Políticas

LRMC

Ley para la Represión de la Masonería y el Comunismo

LSJE

Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado

NODO

Noticiarios y Documentales

ONSE

Organización Nacional-Sindicalista del Estado

OSE

Organización Sindical Española

PCE

Partido Comunista de España

PIDE

Policía Internacional y de Defensa del Estado (Portugal)

PNF

Partido Nacional Fascista

PNV

Partido Nacionalista Vasco

PSOE

Partido Socialista Obrero Español

PSUC

Partit Socialista Unificat de Catalunya

SEU

Sindicato Español Universitario

STS

Sentencia del Tribunal Supremo

TNRP

Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas

TOP

Tribunal de Orden Público

TRMC

Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo

TRRP

Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas

TS

Tribunal Supremo

UGT

Unión General de Trabajadores

URSS

Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas

INTRODUCCIÓN

Todas las dictaduras se han dotado de un marco normativo e institucional para asegurar su pervivencia. Han utilizado el Derecho para articular un sistema jurídico destinado a perseguir, reprimir y también, en su caso, exterminar al disidente, al opositor político. La historia avala esta constatación.

Estas formas de Estado han utilizado el Derecho para construir una arquitectura represiva de normas e instituciones concebidas a fin de dar cobertura a regímenes políticos de excepción que convertían al ciudadano en súbdito. La supresión de la división de poderes, la creación de jurisdicciones especiales y la sistemática violación de los derechos y libertades han conformado, y lo siguen haciendo, las señas de identidad política de las dictaduras. Siempre en el contexto de una estrategia política basada, en mayor o menor grado, en sembrar el terror en la población como factor de disuasión y desmovilización de los movimientos opositores.

No hay duda, las dictaduras no han rehuido al Derecho. Siempre lo han utilizado. En este sentido, la dictadura franquista no fue una excepción. Se dotó de un sistema normativo institucional que dio como resultado un Estado que disponía de un Derecho propio. Pero no era una Estado de Derecho, aunque en la década de los años sesenta lo pretendió justificar de forma estúpida ante un informe demoledor en sentido opuesto de la Comisión Internacional de Juristas de Ginebra. Aunque, todo sea dicho, en el marco del específico Derecho comparado de las dictaduras, la de Franco no fue el único caso en afirmar, sin especiales escrúpulos, que era un Estado de Derecho porque disponía de normas aprobadas por sus instituciones y aplicadas por los tribunales. Algunos juristas de la Italia fascista argumentaron en la misma línea.

Este libro tiene su origen en dos publicaciones antiguas del autor escritas en lengua catalana y de breve extensión. La primera fue el artículo «El marc legal de la repressió franquista (1939-1959)», en el libro colectivo Notícia de la negra nit (Vides i veus a les presons franquistes), Diputació de Barcelona, Barcelona, 2001, pp. 15-40. La segunda, que podría ser un sintético precedente del libro que ahora se presenta al lector, La violència de la legalitat represiva franquista, Fundació Carles Pi-Sunyer, Barcelona, 2008.

Han transcurrido cuarenta y siete años tras la desaparición biológica del dictador. A lo largo de estas cuatro décadas los historiadores han abordado ampliamente la dictadura y la naturaleza del régimen de Franco, así como a su protagonista. En diversos casos el resultado ha sido plausible, ya fuesen historiadores, sobre todo, del ámbito anglosajón, también del francés y, por supuesto, del español. Sin embargo, hasta donde he podido llegar, en muchas de estas excelentes obras, el examen jurídico de la organización institucional del sistema represivo de la dictadura ocupa un lugar más bien fragmentario o, incluso, reducido. Ciertamente, esta consideración no puede obviar el hecho de la existencia de publicaciones que abordan, en algunos casos con especial brillantez, aspectos parciales de las instituciones represivas de la dictadura: el Derecho penal, la policía política, las jurisdicciones especiales, el régimen penitenciario, el personal político con responsabilidades directas en la represión, el papel de los juristas en la teorización y legitimación del Derecho represivo, etc. Unas publicaciones que, en todo caso, han sido una referencia indeclinable para este estudio.

La razón que pretende dar sentido a este libro ha sido la de sistematizar en un cuerpo único lo esencial del arsenal de normas e instituciones jurídicas de las que la dictadura franquista se dotó a lo largo de su prolongada existencia para la represión del opositor político. Desde el golpe de Estado contra el régimen democrático de la II República española el 18 de julio de 1936 hasta la desaparición física el 20 de noviembre de 1975 del sátrapa que la personalizó.

No se trata de un libro de historia. El autor no es historiador. El libro pretende llevar a cabo un examen jurídico del conjunto de disposiciones e instituciones creadas por la dictadura para organizar la represión. Su objeto es el estudio de las instituciones represivas, fundamentalmente de las jurisdicciones especiales, junto a las leyes, decretosleyes, decretos y otras disposiciones, además de las sentencias generadas por dichas instituciones, que fueron concebidas para la defensa de la dictadura frente a la disidencia política.

Ahora bien, no siendo un libro de historia, sí pretende ser un estudio tributario del contexto histórico de la represión política. Desde esta perspectiva, se trata de un examen del Derecho represivo siempre contextualizado en el diverso marco histórico en el que fue elaborado. Para ello, la referencia a la amplia historiografía sobre el franquismo, así como las memorias de algunos de sus protagonistas, han sido un referente imprescindible.

La larga duración de la dictadura y su preservación por las diversas élites dirigentes que la protagonizaron hizo que, como es bien sabido, el régimen de Franco mostrase a lo largo de su historia una especial versatilidad política para adaptarse al contexto internacional y a la coyuntura económica de la que no podía hacer abstracción. El objetivo principal era asegurar su pervivencia política. En este sentido, no mostró excesivos problemas en variar su política de alianzas en el ámbito internacional ni tampoco en modificar su política económica si de lo que se trataba era de sobrevivir. Que era lo decisivo.

Ahora bien, lo que nunca hizo fue perder sus señas de identidad como dictadura. Por esta razón, mantuvo incólumes el engendro teórico del principio unidad de poder y coordinación de funciones al que refería la Ley Orgánica de 1967, para mantener el poder absoluto de Franco a través de las Leyes de prerrogativa de 1938 y 1939, y la permanente represión de las libertades, cuya articulación jurídica da sentido al objeto de este libro.

El contenido específico del mismo se inicia en un primer capítulo con un examen acerca del papel que los juristas de las especialidades más diversas ejercieron en su actividad profesional y política para otorgar fundamento teórico tanto a la dictadura en general como al Derecho represivo en particular. En este ámbito se aborda la influencia que ejercieron algunos teóricos de los regímenes totalitarios sobre la academia jurídica española, en especial Carl Schmitt, así como la función que en el marco de la elaboración de un cuerpo doctrinal desarrollaron algunos órganos públicos dependientes del Gobierno, como fue el caso del Instituto de Estudios Políticos.

El grueso de este estudio se centra en los capítulos siguientes dedicados a los tres periodos de la represión. La clasificación por la que se ha optado responde al contexto histórico-político de la dictadura, y a la relevancia y el alcance de las instituciones y disposiciones represivas que fueron aprobadas en los mismos. El primero corresponde al periodo de la Guerra Civil en el que, en un clima de terror, se sientan una parte importante de las bases del Derecho de la represión del que se dotará la dictadura a lo largo de su existencia; el segundo abarca el periodo de la larga posguerra hasta el Plan Nacional de Estabilización Económica en 1959, aprobado ante el riesgo de colapso al que conducía la política autárquica de la Falange. Un periodo en el que el régimen desarrolla una política de represión indiscriminada en todos los ámbitos de la vida colectiva, del político, del ideológico, de las libertades civiles, de los derechos laborales, etc. Y el tercero y último, que se identifica con la represión selectiva, se inicia con los efectos que el proceso de liberalización económica produjo en el comportamiento político en una parte la ciudadanía. Especialmente, en sus hábitos y costumbres y en la movilización promovida por algunas organizaciones políticas de oposición, en el ámbito político, laboral, universitario y también —en los años del llamado tardofranquismo— a través del activismo opositor desarrollado por los colegios profesionales y asociaciones de barrios en las zonas urbanas más populosas del país.

En el enjambre de jurisdicciones especiales y la diversidad de disposiciones sustantivas que la dictadura creó para la represión de la oposición política destacó, sobre todo, el protagonismo deliberadamente otorgado por el régimen a la jurisdicción militar a través de los consejos de guerra, en los que el estamento castrense se convirtió en el baluarte principal de la represión judicial. Pero no solamente la justicia castrense. La relevancia represiva otorgada a los tribunales del ejército que había vencido en la guerra, la compartió a partir de 1963 otra jurisdicción especial de nueva creación: el Tribunal de Orden Público (TOP).

Ante ambas jurisdicciones una serie de abogados de diversas generaciones ejercieron su labor profesional en condiciones extremamente difíciles en defensa de los represaliados políticos. Una dificultad que no solo afectaba a su libertad personal e integridad física, sino también a su actividad profesional, de la que podían ser suspendidos si al libérrimo criterio de los jueces y tribunales se excedían en el ejercicio del derecho de defensa jurídica del preso político.

En este capítulo se expone la experiencia de estos profesionales del Derecho en las tres fases de la represión gubernativa y judicial por las que pasaba un opositor político: la estancia en la comisaría de Policía o en el cuartel de la Guardia Civil; el tránsito por el proceso judicial ante las diversas jurisdicciones y, finalmente, la experiencia sobre la aplicación del régimen penitenciario en las prisiones. En su elaboración para el periodo de la posguerra hasta la década de los años cincuenta, se ha contado con las limitadas aportaciones indirectas de la historiografía de la época y las directas de presos políticos que pasaron largos años de su vida en prisión. Y en lo que concierne al periodo de la década de los años sesenta y el tardofranquismo, se han empleado las fuentes directas derivadas de los testimonios emitidos por una serie de profesionales de diversos colegios de abogados españoles que tuvieron la deferencia de responder a un amplio cuestionario jurídico elaborado por el autor sobre las tres fases citadas.

El Derecho represivo de la dictadura franquista no quedó desamparado de influencias externas precedentes. En el último capítulo se examinan someramente algunos referentes europeos contemporáneos y alguno de ellos emulador del propio sistema franquista, que sirven para constatar los puntos de concurrencia entre las soluciones arbitradas desde la lógica del Derecho por las dictaduras para organizar la represión del opositor político. Más allá de las singularidades que ofrece cada caso, los sistemas jurídicos comparados de la represión presentan trazos comunes caracterizados por una constante apelación irracional al Derecho y a la desacomplejada necesidad de su utilización instrumental, también por la institucionalización del poder absoluto del líder y la proliferación de las jurisdicciones especiales, así como por la permanente vulneración de derechos.

La memoria del Derecho de la represión constituye una faceta más de la memoria colectiva de un país que en el pasado ha sido sometido a una dictadura. Su conocimiento por la ciudadanía es una cuestión de salud pública. Y la institucionalización de las políticas públicas de memoria es un signo de la calidad del sistema democrático de un país.

AGRADECIMIENTOS

En la elaboración de este este libro el autor es deudor de la ayuda y colaboración aportadas por diversas personas.

En el ámbito de los presos políticos, además de las memorias de algunos de ellos, cito aquí los testimonios que me fueron proporcionados directamente por Gregorio López Raimundo, Tomasa Cuevas Gutiérrez, Enric Pubill Arnó, Miguel Núñez González, María Salvo Iborra, Joan García Tristany, miembros todos ellos que fueron de la Associació Catalana de Ex-Presos Polítics del Franquisme, además de Enric Cama Colomes, un referente de dicha asociación. Asimismo, me ha sido de gran ayuda la información bibliográfica aportada José Luis Noguera, también preso político, para localizar las memorias del dirigente comunista en Zaragoza, Vicente Cazcarra.

Para la elaboración del capítulo 5, fueron imprescindibles los testimonios proporcionados en respuesta a un cuestionario previamente formulado por el autor, de profesionales de diversos colegios de abogados de España, que a partir de finales de los años cincuenta hasta el final de la dictadura, dedicaron una parte de su actividad en el foro judicial a la defensa de represaliados políticos. Hago aquí mención específica a los abogados siguientes: en Barcelona, Francesc Casares, Mateo Seguí, Miquel Roca i Junyent, August Gil Matamala, Ascensió Solé, además de los fiscales José María Mena y Carlos Jiménez Villarejo y al periodista Lluís Bassets i Sánchez. En Cádiz, José Luis García Ruiz, abogado y catedrático de Derecho constitucional. En Madrid, Jaime Sartorius Bermúdez de Castro, fallecido recientemente (siento que no haya podido conocer este libro y su impagable aportación); Óscar Alzaga Villaamil, también catedrático de Derecho constitucional; Antonio Rato, Cristina Almeida Castro y José Luis Galán Martín, además del catedrático de Derecho constitucional Luis López Guerra, exvicepresidente del Tribunal Constitucional, exjuez del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y, asimismo, autor del prólogo al libro, a quien también agradezco su deferencia y disponibilidad de siempre. En el País Vasco, Miguel Castells Arteche; en Valencia, José Antonio Noguera Puchol. Para el caso de la represión en Sevilla, me fue muy útil la documentación aportada sobre la actividad de oposición del movimiento universitario, por Rafael Senra Biedma, abogado y profesor de Derecho del trabajo.

A fin de facilitarme el contacto con algunos de los profesionales citados, dispuse del apoyo de Javier Boix Reig, abogado y catedrático de Derecho penal de Valencia; de Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho constitucional de la Universidad de Sevilla y de Txema Montero Zabala, abogado en el País Vasco.

En lo que concierne al estudio comparado del Derecho represivo, mi agradecimiento se extiende a la ayuda bibliográfica proporcionada por diversos profesores: en Italia, Massimo Luciani de la Università della Sapienza de Roma y Michele Della Morte de la Università degli Studi del Molise; en Francia, Dominique Rousseau de la Université Paris I y en Grecia, Yannis Tzovas, antiguo compañero de estudios en el Institut d’Études Politiques de Paris y actual de embajador de la República Helénica en Brasil, tras su previo paso por la representación diplomática griega en España.

El original de este libro ha sido leído por historiadores y juristas que se han adentrado en un texto extenso mediante consideraciones y sugerencias, por las que el autor agradece la disponibilidad personal e intelectual de acceder a su lectura. Como es obvio la responsabilidad del resultado solo a mí me corresponde. Tanto en el ámbito personal como académico mi agradecimiento se concreta en los profesores: Bartolomé Clavero, Pipo, referente ineludible en la Historia del Derecho, cuyo recuerdo personal y respeto científico siempre estarán presentes por la generosidad académica que siempre me mostró por este trabajo, incluso cuando su salud ya era precaria; así como también en su discípulo, Sebastián Martín, profesor de la Universidad de Sevilla; Borja de Riquer Permanyer, Andreu Mayayo y Ricard Vinyes, catedráticos de Historia de la Universitat de Barcelona y también de este ámbito académico, en Josep Maria Fradera, catedrático de Historia, y en el profesor Jorge Luengo, ambos de la Universitat Pompeu Fabra.

En el ámbito de las profesiones jurídicas, mi agradecimiento va dirigido a los catedráticos de Derecho constitucional: Francisco Bastida Freijedo (Universidad de Oviedo); Luis López Guerra (Universidad Carlos III de Madrid); Víctor Ferreres Comella y Alejandro Sáiz Arnáiz, ambos compañeros del autor en el Área de Derecho constitucional de la Universidad Pompeu Fabra, así como también a Alfons Aragoneses, profesor agregado de Historia del Derecho en la Universidad Pompeu Fabra.

También han leído el original el abogado y ponente de la Constitución Miquel Roca i Junyent y Xavier Padrós Castillón, abogado de la Generalitat de Catalunya y profesor de Derecho constitucional de la Universitat de Barcelona.

Fuera del ámbito universitario español, mi agradecimiento por las observaciones realizadas se extiende a los profesores de Derecho constitucional, Michele Della Morte, de la Università degli Studi del Molise (Italia), y Olivier Lecucq, de la Université de Pau et des Pays de l’Adour (Francia).

Mi agradecimiento es infinito a Sebastián Martín, profesor de Historia del Derecho y de las Instituciones, de la Universidad de Sevilla, que además de leer el trabajo, propuso mi incorporación como colaborador al proyecto de investigación «Historia del Estado español en perspectiva comparada (1923-1983)» [Referencia P20-01134], circunstancia que, además de estrechar un preciado contacto con su grupo de investigación, ha permitido disponer de una aportación financiera para la edición de este libro por la editorial Trotta, a cuyo comité editorial y a su director Ignacio Sierra expreso también mi agradecimiento por el interés que, junto al magistrado Perfecto Andrés Ibáñez, han mostrado en acoger su publicación.

Asimismo, y lejos de toda consideración retórica de ocasión, me ha sido imprescindible la generosa y eficaz ayuda recibida siempre de Teresa Massas y Montse Alberich, ambas, excelentes bibliotecarias del Consell de Garanties Estatutàries de Catalunya.

1

DEL ESTADO TOTALITARIO A LA AUTOCRACIA CORPORATIVA: LOS JURISTAS ANTE LA DICTADURA

«¿Qué es el caudillaje?: “La acción propia de guiar y dirigir a la gente a la guerra y afirmar que, con la situación española concreta, no se trata ni de un grupo ni de un ejército profesionalmente organizado, sino de ‘España en armas’ en su totalidad [...]”. Acaudillar es, ante todo, mandar legítimamente: [...] caudillaje no es dictar [...] no es sinónimo, sino contrapunto de dictadura».

(Francisco Javier Conde, Contribución a la doctrina del caudillaje, ed. de la Vicesecretaría de Educación Popular, Madrid, 1942a)

1. INTRODUCCIÓN: EL ENTRAMADO INSTITUCIONAL Y LEGAL DE LOS PERIODOS REPRESIVOS

El Derecho represivo de Franco constituido por el arsenal normativo e institucional del que se dotó la dictadura para la represión del opositor político, desde la Guerra Civil hasta la muerte del dictador, no solo fue obra de políticos. También gozó del concurso de juristas. De miembros de las diversas profesiones jurídicas, fuesen abogados, funcionarios, jueces, profesores universitarios de las diversas ramas del Derecho o miembros del cuerpo jurídico-militar, etc., que desde la inquebrantable adhesión a los principios del Movimiento, ofrecieron sus servicios al régimen del llamado Nuevo Estado. En alguna que otra ocasión los desarrollaron con una contrastada competencia, siempre con una idea autoritaria de Estado; pero en muchas otras expresando una desacomplejada concepción escolástico-tomista de la sociedad y, sin duda, en algún que otro caso por oportunismo político a fin de preservar la carrera académica y profesional. Todo con la finalidad de dotar de base teórica tanto a la progresiva organización institucional de la dictadura como a sus disposiciones represivas.

La dictadura se fue organizando institucionalmente de forma progresiva con un notable pragmatismo político, cuyo objetivo no era otro que adaptarse a las nuevas circunstancias internas e internacionales, por un lado, mediante la imposición de un férreo orden político y social basado en la represión expeditiva de cualquier disidencia y, por otro, con la estrategia de resistir y sobrevivir a las eventuales adversidades que le pudiese deparar un contexto internacional cambiante.

Un entorno político para el que gozó del explícito apoyo, desde el primer momento, de la Iglesia católica e inmediatamente después de los Estados Unidos. Ello permitiría que el régimen de Franco superase con notable éxito la paradoja política que suponía presentarse ante las democracias liberales, que junto a la URSS salieron triunfantes en la Segunda Guerra Mundial, como un aliado frente al comunismo. Y ello a pesar de la decisiva ayuda que había recibido de los regímenes totalitarios de Hitler y Mussolini para derrocar a la República.

A lo largo de los casi cuarenta años de dictadura y sin perder un ápice de esta condición, el régimen franquista se dotó de un entramado jurídico-institucional que se inició con el Fuero del Trabajo de 1938, en cuyo Preámbulo se declaraba el Estado «como un instrumento totalitario al servicio de la integridad patria», y acabaría con la Ley Orgánica del Estado de 1967, que configuró un sistema político de representación corporativa basado en el Movimiento Nacional como partido único, con supresión de la división de poderes, la represión de derechos y la exclusión de cualquier forma de pluralismo político. Sin que, en este sentido, pueda entenderse como tal el pluralismo o monismo limitado al que se ha apelado como soporte teórico de algunos análisis politológicos para dar cobertura teórica a la naturaleza autoritaria del régimen franquista (Linz, 2000, 3 ss.; 2008, 29 ss.). Que el franquismo reunía en su interior expresiones políticas plurales en función de las diversas familias políticas que le daban apoyo era una evidencia (el Ejército, la Falange, los católicos de la Asociación Nacional de Propagandistas, los tecnócratas del Opus Dei, los tradicionalistas, etc.). Pero igual de evidente era que se trataba de un «pluralismo» sin participación política abierta, restringido a los contornos siempre infranqueables de un régimen de dictadura que en ningún momento perdió dicha condición.

La llamada democracia orgánica, es decir, el sistema corporativo pergeñado por la Ley Orgánica del Estado de 1967, siempre quedó y permaneció subordinada al ejercicio de la potestad legislativa atribuida al jefe del Estado desde el momento fundacional del régimen a través de las Leyes de Prerrogativa: la primera, dictada en el último año de la contienda militar, la Ley de 30 de enero de 1938, organizando la Administración General del Estado y la segunda, que apareció cuatro meses después del final de la guerra, la Ley de 8 de agosto de 1939, sobre la estructura del Gobierno, que modifica las leyes de 30 de enero y 29 de diciembre de 1938.

La institucionalización jurídica de la dictadura se produjo en épocas distintas a través de un singular proceso de sedimentación política que quedó integrado por las denominadas siete Leyes Fundamentales1, en la expresión ortodoxa empleada por el régimen, que siempre se opondría a apelar al concepto de constitución por su condición demoliberal, a pesar de los ímprobos esfuerzos mostrados al respecto por algún jurista apologeta (Fernández Carvajal, 1969)2.

Un rechazo que, ciertamente, resultaba del todo coherente por la negación que a lo largo de su historia hizo el régimen de los dos pilares que definen el concepto racional-normativo de constitución en los sistemas democráticos: la separación de poderes y la garantía de derechos y libertades. La negación del primero y la permanente represión del segundo fueron una de las señas de identidad del régimen. El adefesio jurídico con el que la dictadura definió su organización institucional para negar la división de poderes fue establecido en la Ley Orgánica del Estado de 10 de enero de 1967 bajo el llamado principio de «unidad de poder y coordinación de funciones» (art. 2.II). La sistemática vulneración de derechos quedó institucionalizada por la positivización de un arsenal de leyes represivas y jurisdicciones especiales.

El marco jurídico-institucional constituido por las siete Leyes Fundamentales fue el primer nivel del extenso cuerpo legal de disposiciones represivas, que también de forma sucesiva se fueron aprobando y derogando entre sí, dirigidas todas ellas a una planificada represión política. En este sentido, aunque el franquismo estaba en las antípodas de ser un Estado de Derecho, no hay duda de que fue un Estado de normas, un Estado que disponía de un Derecho, un Estado administrativo dotado de una legalidad que a veces cumplía y en otras no tenía especial escrúpulo en obviar.

En su condición de dictadura, el régimen franquista se sostuvo por muchas razones que han sido abordadas en rigurosos estudios históricos y no es el caso aquí de volver sobre ellas, salvo en lo que pueda ayudar a contextualizar el objeto de este libro: el examen del régimen jurídico de la represión. Una represión que se inició de forma inmediata y brutal en las zonas del territorio que habían quedado bajo el control del ejército sublevado contra la República. Aquel ejército rebelde que en palabras del general Mola había de aplicar una estrategia de guerra en los territorios ocupados consistente en infundir el terror en la población, un sano terror que había de impregnar en la ciudadanía derrotada como una forma más de disuasión y desmovilización ante cualquier atisbo de resistencia. Una estrategia de terror que proseguiría durante los largos años de la posguerra mediante la aplicación del «terror organizado desde arriba, basado en la jurisdicción militar» (Casanova, 2002, 20) mediante los consejos de guerra y la proliferación de un enjambre de jurisdicciones especiales. Y que proseguiría en los últimos lustros de la dictadura con la jurisdicción militar y el TOP, en un reparto de funciones represivas sobre el ejercicio de la libertad.

De acuerdo con esta estrategia Franco mantuvo el estado de guerra hasta 1948. El impacto social fue demoledor: «transformó la sociedad, destruyó familias enteras, rompiendo las básicas redes de solidaridad social, e impregnó la vida diaria de miedo, de prácticas coercitivas y de castigo. La amenaza de ser perseguido, humillado, la necesidad de disponer de avales y buenos informes para sobrevivir, podía alcanzar a cualquiera que no acreditara una adhesión inquebrantable al Movimiento o un pasado limpio de pecado republicano» (Casanova, 2022, 11).

El examen que se propone del Derecho represivo de la dictadura se divide en tres periodos o fases. El primero se corresponde con la represión desplegada durante el periodo de los tres años de la guerra (1936-1939): la legislación del terror. El segundo se sostiene en la tesis según la cual, en realidad, la guerra no acabó con el Parte de Guerra del 1.º de abril de 1939, sino que siguió por otras vías y se corresponde con la legislación de la posguerra o de la represión generalizada, que cubre el prolongado espacio de tiempo de la posguerra hasta el Plan de Estabilización, con el que el régimen rompió con la autarquía falangista e inició una renovación de su sistema económico (1939-1959). Y el tercero y último es el que se ha caracterizado como el de la represión selectiva (1959-1975) sobre los grupos políticos, sindicatos y movimientos sociales en la clandestinidad, que mostraban una oposición activa a la dictadura, y que abarca los últimos tres lustros del régimen franquista.

A modo de síntesis, en el primer periodo cobra especial importancia el examen de los bandos militares, la organización de los juicios sumarísimos, la ilegalización de partidos y sindicatos, la depuración de funcionarios públicos en la judicatura y en la enseñanza, la represión de las libertades de expresión y de información, la derogación de los regímenes de autogobierno regionales, la creación del amplio catálogo de jurisdicciones especiales (como el Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas o el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo), el régimen penitenciario o la represión ejercida sobre las relaciones civiles.

En el segundo periodo, la atención se centra en las disposiciones de represión ideológica y política, como la Ley de Responsabilidades Políticas de 1939, o las relativas a la represión de la masonería y el comunismo; las referidas a la represión de la libertad y seguridad personal como la Ley de Seguridad del Estado de 1941; la represión sobre las libertades civiles como la Ley de Vagos y Maleantes de 1954, la derogación de leyes liberales de la República como la que reconocía el derecho al divorcio, la instauración de la censura en la información y la libertad de creación artística, o las disposiciones de represión en las relaciones laborales, etcétera.

En el último periodo y en el ámbito de la represión ideológica y política, se analizan entre otras la Ley de Orden Público de 1959 (LOP) y el Tribunal de Orden Público de 1963, el papel ejercido por el Tribunal Supremo en la represión de la libertad, o la legislación antiterrorista aprobada al final de la dictadura; la nueva legislación represiva sobre el derecho a la información, concretada en la Ley de Prensa e Imprenta (ley Fraga) de 1966 o la Ley sobre secretos oficiales de 1968; la relativa a la represión sobre las relaciones laborales reflejada en la modificación del Código Penal de 1965 y la nueva Ley Sindical de 1971, etc., así como, en el orden de la preservación de la moral social, la persecución de la homosexualidad.

El Ejército y las fuerzas políticas del Alzamiento fueron los actores principales del golpe contra la República. Por su parte, los juristas al servicio de la rebelión dieron forma al Nuevo Estado. Siempre con la pretensión de hallar un fundamento teórico legitimador de la dictadura, en cada uno de estos tres periodos los profesionales del Derecho adictos al régimen, en su condición de tales y en muchos casos también como altos cargos del régimen, jugaron un papel relevante en la teorización y en la elaboración de algunas de las disposiciones estudiadas en este libro.

2. LOS JURISTAS EN EL ENTORNO LEGITIMADOR DEL DERECHO REPRESIVO

2.1.La justificación jurídica del golpe de Estado (el llamado Alzamiento)3

Uno de los primeros juristas que aportaron argumentos a la construcción institucional del llamado Nuevo Estado, fue el falangista Ramón Serrano Suñer (1901-2003), abogado, político, ministro de la Gobernación/Interior y después de Exteriores en los primeros gobiernos de Franco. Fue el autor intelectual de algunas disposiciones represivas de la primera época de la dictadura, como la Ley de Prensa de 22 de abril de 1938.

En ese proceso de configuración inicial del régimen, Serrano propugnó la necesidad de pasar del llamado «Estado campamental» propio de la Guerra Civil, a otro cuyas estructuras estatales fuesen dignas del concepto moderno de Estado. La perspectiva había de ser la creación de un Estado de Derecho superador de las instituciones del caduco Estado liberal. Por tanto, no un Estado de Derecho al uso liberal, sino un Estado concebido desde una lógica totalitaria. En 1941 afirmaba que interesaba recordar «a amigos y enemigos que el Estado totalitario no es el Estado tiránico, sino un Estado de Derecho en que las situaciones y facultades a su amparo nacidas deben sentirse más fuertes y más firmemente protegidas que en los amparos que les diera el viejo Derecho del Estado liberal» (Serrano Suñer, 1941, 100)4.

En 1938, en la fase final de la guerra y siendo ministro del Interior, al objeto de elaborar argumentos, especialmente dirigidos al exterior, que legitimasen el golpe de Estado contra la República como un alzamiento del pueblo frente a la ilegitimidad del gobierno republicano, tomó la iniciativa de crear la Comisión sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes en la República española el 18 de julio de 1936, la llamada Comisión Bellón, conocida así por el nombre de su presidente, Ildefonso Bellón Gómez, magistrado del Tribunal Supremo y falangista. La integraban 22 miembros procedentes del ámbito político y jurídico, en el que destacaban quienes habían ejercido cargos ministeriales durante la monarquía de Alfonso XIII, como Álvaro Figueroa y Torres, conde de Romanones, Salvador Bermúdez de Castro o Abilio Calderón Rojo; en la dictadura de Primo de Rivera, como Eduardo Aunós, o durante el Bienio Negro republicano, como Rafael Aizpún. Del ámbito jurídico destacaban, entre otros, los nombres de Joaquín Pérez Prida, catedrático de Derecho internacional; Antonio Goicoechea, antiguo presidente de la Academia de Jurisprudencia y Legislación de Madrid; José Gascón Marín, catedrático de Derecho político; Federico Castejón y Martínez de Arizala, catedrático de Derecho penal; José M.ª Trías de Bes Giró, procedente de la Lliga Regionalista de Cambó, catedrático de Derecho internacional público y presidente de la Academia de Jurisprudencia y Legislación de Barcelona; Manuel Torres López, profesor de Historia del Derecho o Wenceslao González Oliveros, catedrático de Filosofía del Derecho y primer gobernador civil franquista de Barcelona5.

El Dictamen surgido de los trabajos de esta comisión fue concebido como un instrumento de propaganda y presentado con los recursos retóricos del Derecho. Su contenido se situaba en las antípodas de un examen neutral y objetivo. Una vez vio la luz por la difusión que le dio el Ministerio de la Gobernación de Serrano, el texto llegaría a ser calificado por la Revista de Trabajo como el Libro Blanco de la Revolución Nacional Española (Martín, 2014, 44).

Los argumentos jurídicos eran los que siguen: 1) la ilegitimidad del gobierno republicano surgido de las elecciones de febrero de 1936; 2) ante ello, el pueblo español, en pleno ejercicio del derecho de resistencia frente a la opresión, se rebeló contra la tiranía republicana; 3) como consecuencia de la agresión padecida por el pueblo, el Ejército tenía el deber ineludible de proteger a la nación subyugada por su gobierno ilegítimo; 4) el Alzamiento, pretendidamente concebido como el pueblo en armas, constituía un acto de legítima defensa propio del Derecho penal; 5) finalmente, ahora desde la lógica del Derecho internacional y con el objeto de otorgar al gobierno de Franco la condición de gobierno de hecho en el territorio español, se negaba que el golpe militar fuese interpretado como un acto de rebeldía contra las instituciones legítimas de la República.

La ilegitimidad del gobierno republicano

Los juristas autores del informe cuestionaban la II República desde su origen, sosteniendo que el resultado de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 había dado el triunfo en votos a las candidaturas monárquicas. Resultaba irrelevante que en las principales ciudades del país hubiesen obtenido un triunfo incontestable las candidaturas republicanas y pasaban por alto que la monarquía había avalado la dictadura de Primo de Rivera durante más de siete años.

Cuestionaban asimismo la Constitución del 9 de diciembre de 1931, porque surgió de un cambio de régimen al margen de todo procedimiento constitucional de reforma y también porque estaba desprovista de un asentimiento entre los españoles. Rechazaban por dictatorial la Ley de Defensa de la República de 21 de octubre de 1931, frente a la cual había sido perfectamente legítimo el golpe militar que había intentado Sanjurjo en 1932. La aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña aquel mismo año era considerada un hecho que suponía la «negación de toda la historia nacional». La justificación del golpe proseguía con el rechazo a la revolución social y disgregadora de Asturias de octubre de 1934; con la calificación de «asalto al poder» por las izquierdas del acceso de Azaña a la presidencia de la República, tras la segunda disolución de las Cortes decretada por el presidente Alcalá Zamora y su sustitución constitucional prevista en el artículo 81 de la Constitución, etc. Consideraban ilegal el decreto de amnistía aprobado tras las elecciones de 1936, a pesar de que la Constitución permitía la aplicación de esta modalidad del derecho de gracia, etcétera.

A todo este memorial de supuestos agravios jurídicos, se añadían hechos de violencia política (quema de iglesias, muerte de Calvo Sotelo...), obviando el contexto de alteración deliberada del orden público provocado por los partidos contrarios al régimen republicano desde su mismo inicio. Para estos juristas, a partir de la victoria del Frente Popular en las elecciones de 1936 «se vivía en un estado de sedición gubernativa» que demandaba afrontarlo al margen de las instituciones legales apelando a la historia y a Dios.

Como subraya Sebastián Martín (2014, 50), lo decisivo del Dictamen de la Comisión sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes era que un documento que fue presentado «como un ejercicio de neutralidad técnico-jurídica ante la tarea de justificar masacres que condujeron a la dictadura, no podía, en última instancia, más que invocar las abstracciones de la divinidad, la historia, la tradición y el derecho de un pueblo imaginario a resistir a la opresión».

La invocación del derecho de resistencia a la tiranía

Para estos juristas, el régimen republicano era ilegítimo desde su origen. Se trataba de unos profesionales del Derecho que con este Dictamen no tuvieron empacho en legitimar desde el inicio a la dictadura de Franco, con argumentos que eran propios del sistema liberal. Como, por ejemplo, imputar un uso dictatorial de la Ley de Defensa de la República, que era un instrumento constitucional de Derecho de excepción dirigido a salvaguardar al régimen desde sus inicios ante los embates políticos que sufría; o, incluso, nada menos que apelar —incluso— al muy liberal derecho de resistencia a la opresión que encuentra una de sus raíces constitucionales en los inicios del régimen liberal en Francia6 para legitimar la rebelión del pueblo frente a la tiranía. Para ellos, el oprimido era el pueblo que se alzaba contra el despotismo de la República.

La invocación al derecho de resistencia ocupó también la actividad doctrinal de algunos juristas de la época. Uno de los más significados al respecto fue el catedrático de Derecho administrativo de la Universidad de Oviedo, Sabino Álvarez-Gendín Blanco (1895-1983), poseedor de la Cruz Laureada de San Fernando colectiva, alcanzada en la defensa de Oviedo durante la guerra, autor de la Teoría sobre la resistencia al poder público. El caso español, publicada en 1939 por la revista de la citada universidad de la que fue rector entre 1937 y 19517. En este opúsculo de algo más de cien páginas, el autor reproducía en gran parte los argumentos de la Comisión Bellón: el asalto al poder del Frente Popular en febrero de 1936, la ilegalidad de la sustitución de Alcalá Zamora por Azaña, la muerte de Calvo Sotelo, la violencia de las hordas rojas, etc. En definitiva, todo un conjunto de circunstancias que definían a una tiranía frente a la cual había que rebelarse en defensa de la tradición, la comunidad y la civilización cristiana. Para abonar más la justificación del derecho de resistencia a la opresión, este autor se acogía a la doctrina escolástica y a teóricos como Tomás de Aquino, Francisco de Vitoria o Francisco Suárez (Martín, 2014, 52), en nombre de una guerra justa, como desde los inicios fue teorizada la Guerra Civil, a la que se atribuyó la condición de cruzada en defensa de los valores cristianos. En esa línea escolástica se expresaría la Carta Colectiva de los obispos españoles encabezados por el primado de España y obispo de Toledo, Enrique Pla y Deniel (1876-1968), para definir la guerra civil española como una cruzada y dar apoyo al golpe de Franco.

Pero la justificación de legitimidad de la sublevación militar se construyó también desde otros parámetros distintos al derecho de resistencia. Así, con una lógica distinta a la sostenida por otras posiciones teóricas destinadas a dar cuerpo a la rebelión contra el gobierno ilegítimo de la República, otros juristas acudieron al derecho a la revolución, entendido como el derecho colectivo del pueblo a la revuelta frente a la tiranía. Por supuesto, no precisamente mediante una revolución popular, sino ultraconservadora, que habían de encabezar las élites políticas concertadas para derrocar a un gobierno despótico y destinada a preservar las esencias de la tradición nacional. Fue la tesis, con claras raíces germánicas, defendida en 1941 por el catedrático de Derecho político de la Universidad de Sevilla Ignacio María de Lojendio Irure (1914-2002).

Partiendo de la ilegitimidad del gobierno republicano del Frente Popular, otra forma de defender el golpe contra las instituciones republicanas consistió, nada menos, que en sostener que el llamado Alzamiento se había producido precisamente para defender la Constitución republicana. Esta fue la posición sostenida por uno de los apologetas más atrabiliarios del Alzamiento, Francisco Elías de Tejada y Spínola (1917-1978), catedrático de Filosofía del Derecho, quien llegaría a afirmar que el ejército golpista era el único defensor de la legalidad de Constitución de 1931, hasta el punto de empujar a los militares a un acto de insurrección. Un acto que según este autor podía justificarse, apelando sin especiales escrúpulos intelectuales, al derecho de resistencia a la opresión similar al referente constitucional jacobino de la Constitución francesa del 24 de junio de 17938. Una tergiversación política de este calibre llegaba a argumentarla De Tejada afirmando que lo que el Ejército había llevado a cabo era «un acto heroico, noble y desinteresado de defensa de la Constitución por la que no sentía más que rechazo»9.

La eximente de responsabilidad de los golpistas basada en la legítima defensa y la situación de estado de necesidad

Si los conceptos propios del primer liberalismo eran empleados sin reservas por los juristas franquistas de la primera época, algo semejante ocurría con el recurso a las figuras de la dogmática penal para justificar jurídicamente la rebelión contras las instituciones republicanas.

En esta tarea destacó con luz propia un jurista de Salamanca, desde el primer momento al servicio de los sublevados: Isaías Sánchez Tejerina (1892-1959), catedrático de Derecho penal en las universidades de Salamanca y en la Central de Madrid10, para quien en la situación política de 1936 se daban todas las condiciones precisas para ejercer el derecho a la legítima defensa frente a las agresiones del gobierno del Frente Popular. Ante la peligrosidad del agresor, la defensa del orden social constituía una finalidad para la que la legítima defensa incluía, si procedía, la eliminación del delincuente, que no era otro que el opositor político de obediencia republicana. Por ello, los excesos que en el ejercicio de la legítima defensa pudiesen cometerse no eran en ningún caso imputables a sus titulares, los sublevados, sino que en todo caso podían explicarse fruto de la situación de desventaja frente a un gobierno despótico y los agentes a su servicio. Como ha sido subrayado al respecto, «el que había debido defenderse [el ejército sublevado] era el único que podía juzgar la idoneidad y proporcionalidad de su respuesta» (Martín, 2014, 59), un razonamiento que no solo servía para exonerar de todo tipo de responsabilidad a los causantes de los excesos, sino que legitimaba la consigna de la implantación del sano terror entre la población propugnada por el general africanista Emilio Mola en los primeros compases de la guerra11.

En efecto, un ejército dirigido por militares africanistas que aplicó en la península la misma táctica de tierra quemada que ya había experimentado en las colonias de África. Un ejército que se convertía en el salvador de la patria, de la nación. Era un retorno al pasado del protagonismo del cuerpo uniformado en la configuración del Estado español contemporáneo que la República había pretendido superar; una regresión en toda regla en favor de la tradicional visión del Ejército como actor político de primer orden y autónomo del poder civil.

La rebelión militar ante la legalidad internacional

Los argumentos jurídicos justificativos de la sublevación también iban dirigidos a que su validez pudiese habilitar su encaje en la legalidad internacional.

Que el ejército sublevado contra las instituciones democráticas de la República hubiese conseguido todos sus objetivos militares con la imprescindible ayuda de los regímenes totalitarios de Alemania e Italia, no era óbice para que los juristas de Derecho internacional tratasen de aportar una fundamentación jurídica específica en este terreno y que coadyuvase a la legitimación de la dictadura ante la comunidad y la opinión pública internacionales.

De acuerdo con el trabajo ya citado acerca del papel de los juristas en los orígenes del franquismo, para el logro de ese empeño resultan de especial interés las aportaciones de dos servidores en diferentes épocas de la dictadura: José Yanguas Messía (1890-1974) y Pedro Cortina Mauri (1908-1993) (Martín, 2014, 61-69).

Yanguas Messía fue un aristócrata y catedrático de Derecho internacional público en la Universidad Central de Madrid, ministro de Estado y presidente de la Asamblea Nacional Consultiva durante la dictadura de Primo de Rivera, y embajador ante el Vaticano en los inicios de la dictadura de Franco (1938-1942)12.

Desde la perspectiva del Derecho internacional el interés del planteamiento sostenido por este autor fue el de aportar argumentos para acreditar la condición jurídica de la «parte beligerante» del gobierno de Franco tras el Alzamiento del 18 de julio. Partiendo de la base de que este se había producido contra el gobierno republicano de febrero de 1936, al que se consideraba ilegítimo, y que esta condición se extendía a la propia República desde su inicio, se trataba de demostrar que el gobierno de los sublevados constituido en Burgos ejercía sus funciones de forma estable sobre una población y un territorio que progresivamente se iba expandiendo fruto de los éxitos militares en el campo de batalla y con absoluto respeto a las leyes y usos de la guerra.

El objetivo de obtener la condición de «beligerante» en el conflicto armado era obligar a terceros Estados a un estricto cumplimiento de sus deberes de neutralidad ante los contendientes, tanto ante el gobierno de la República como ante la jefatura del ejército sublevado. Ello había de comportar el deber de abstenerse de procurar ayuda militar y de mantener una relación comercial «pacífica» con las partes.

No es el caso aquí de aportar con detalle los hechos que desacreditaron a lo largo de la historia de la Guerra Civil los argumentos de Yanguas Messía sobre cómo entendía el ejército de Franco las «leyes y usos de la guerra». Además del apoyo nazi-fascista que desde el primer momento recibió el golpe de Franco por parte de Alemania e Italia, el absoluto desprecio de las leyes de guerra por el ejército rebelde encuentra, entre tantos otros, ejemplos especialmente significativos como el bombardeo de Guernica por los aviones de la Legión Cóndor, considerado por Yanguas como «otro ejemplo de las falacias propagandística del enemigo, que después de convertir a la población ‘en reducto del Frente norte’, la habían incendiado casi al completo al tener que abandonarla»13; o el llevado a cabo de manera indiscriminada por parte de la marina franquista desde el buque Canarias mandado por el almirante Francisco Bastarreche, por la marina italiana de Mussolini y por la aviación alemana contra la población indefensa que huía despavorida de Málaga, por la carretera de la costa hacia Almería tras la conquista de la ciudad malacitana por los sublevados, la conocida como la desbandá14; o la matanza de la plaza de toros de Badajoz llevada a cabo por las tropas dirigidas por el general falangista Juan Yagüe15, sin olvidar los bombardeos sobre la población civil de Madrid16 y Barcelona17, etcétera.

Cortina Mauri fue también catedrático de Derecho internacional público en la Universidad de Sevilla en 1941, pero nunca se dedicó a la profesión universitaria. Su actividad se desarrolló principalmente en el ámbito empresarial. No obstante, ejerció como el último ministro de Asuntos Exteriores de Franco durante el bienio 1974-197518