El deslinde - Alfonso Reyes - E-Book

El deslinde E-Book

Alfonso Reyes

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Beschreibung

Dentro de la vasta obra de Alfonso Reyes, El deslinde es el libro que resume y sistematiza en forma de tratado útil los principios literarios del gran escritor mexicano. No es un alegato —afirma—, sino una excursión por la selva de las disciplinas humanas para averiguar más o menos los sitios que la literatura frecuenta. Con rigor y claridad, Reyes establece primero los cimientos conceptuales de la obra —en el centro de los cuales sitúa la categoría de "ciencia literaria"—, para luego abordar de lleno lo medular de su tarea: el "deslinde" del objeto literario en confrontación con los demás objetos teóricos del espíritu. Así, el autor lleva a cabo el rescate de la literatura "entre las sentimentalidades confusas que la ensombrecen" y hace la distinción de lo efectivo y la ejecución verbal.

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Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-Ciudad de México, 1959) fue un eminente polígrafo mexicano que cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la crítica literaria, la narrativa y la poesía. Hacia la primera década del siglo XX fundó con otros escritores y artistas el Ateneo de la Juventud. Fue presidente de La Casa de España en México, fundador de El Colegio Nacional y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. En 1945 recibió el Premio Nacional de Literatura. De su autoría, el FCE ha publicado en libro electrónico El deslinde, La experiencia literaria, Historia de un siglo y Retratos reales e imaginarios, entre otros.

SECCIÓN DE OBRAS DE LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS

EL DESLINDE

ALFONSO REYES

El deslinde

Prolegómenos o la teoría literaria

Primera edición electrónica, 2018

D. R. © 2018, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-5611-7 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

Prólogo

PRIMERA PARTE

I. Vocabulario y programa1. Marcha general de este libro2. Carácter lingüístico de este libro3. La indecisión del vocabulario4. Un ejemplo indocto5. Un ejemplo docto6. La dolencia aristotélica7. Vicisitudes del término “poesía”8. Nuestro vocabulario9. Algunas convenciones previas10. “Literatura” en sentido técnico11. Literatura en pureza y literatura ancilar12. Aclaración sobre lo humano13. Aclaración sobre lo puro14. Lo literario y la literaturaII. La función ancilar1. La decantación previa o primera etapa del deslinde2. El concepto ancilar3. Poética y semántica4. Préstamo y empréstito5. Descarte del tipo obvio6. Función esporádica y función total7. Observaciones8. Cuadro ancilar (Primero)9. Reducción del cuadro anterior (Segundo)10. Nueva escala de tipos: la voluntad de servicio (Tercero)11. Tipos intencionales poéticos: Los préstamos A y B12. Motivo de necesidad13. Motivo de comodidad14. Motivo de amenidad15. Motivo pedagógico16. Tipo intencional en el empréstito poético F17. Tipo intencional en el empréstito semántico-total G18. Tipo intencional en el empréstito semántico-esporádico H19. El cementerio y la flecha20. Singularidad del tipo H21. Caso intencional “a que se refieren” los préstamos semánticos C' y D'22. Indiferencia en algunos casos del tipo H23. Tipos violentos o de resistencia24. Superabundancia del servicio25. Ocasión al desvío crítico

SEGUNDA PARTE

III. Primer tríada teórica: historia, ciencia de lo real y literatura

A

1. Segunda etapa del deslinde2. Las tres antiguas posturas3. Las posturas teóricas4. Descarte de la filosofía5. Descarte de la teología6. Descarte de la matemática7. Los tres términos del deslinde8. Aclaraciones9. La historia y sus límites10. Contaminaciones de la historia por la ciencia. Antropología e historia11. Económica e historia12. Ciencias y técnicas auxiliares13. Contaminaciones espurias14. Contaminaciones de la historia por la literatura. La biografía15. Ficciones externas16. Ficciones internas17. La historia complementada18. La ciencia. Aclaración entre dos lenguajes19. Límites y precauciones de la ciencia20. Contaminaciones de la ciencia por la historia21. La inducción y la historia22. Lo histórico en la ciencia cultural23. Lo histórico en las ciencias naturales24. Contaminaciones de la ciencia por la literatura25. Ficciones externas26. Ficciones internas. La hipótesis27. Historicidad de la hipótesis28. Ejemplos de la historicidad de la hipótesis29. La iluminación o rapto intuitivo en la ciencia30. Contaminaciones espurias entre varios órdenes científicos31. Resumen para la historia y la ciencia

B

32. La literatura: ni límites ni contaminaciones33. Los límites como relación ancilar34. Salvación del tipo inconcebible E''35. Los demás empréstitos: ensanches36. Primeras conclusiones sobre la literatura37. Precauciones metódicas38. Elasticidad metódica. Fertilizaciones y excitaciones metafóricas39. Sentido recíproco de las fertilizaciones40. Anticipación metódica41. Drama e historia42. Ejercicio analítico de Don Pedro el Cruel43. Historicidad obvia en el drama44. Inserción de la historicidad en el drama45. La ilustre excepción de Los persas46. Novela e historia47. Observaciones48. Inserción de la historicidad en la novela49. Otro punto de vista50. La poesía y la historia51. Grados de historicidad52. La literatura y la ciencia. Discrimen previo entre la ciencia ética y las reflexiones morales53. Drama y ciencia54. Novela y ciencia55. El género de “anticipaciones”56. Supuestos fantásticos57. Poesía y ciencia58. Resumen59. Recapitulación metódicaIV. Cuantificación de los datos1. Tercera etapa del deslinde. La escala2. La historia y la antropología, en cuanto a los datos3. Relaciones impersonales en el espacio y en el tiempo4. Realidad de las relaciones impersonales5. Relaciones extrasociales6. Superabundancia relativa de los datos antropológicos respecto a los datos históricos, y superabundancia absoluta de los datos literarios sobre los históricos y científicos7. Infinidad de las relaciones personales, objeto de la literatura8. Ineptitud de los procedimientos históricos para las relaciones personales9. Ineptitud del procedimiento científico para las relaciones personales10. Recurso a la ficción literaria11. Conclusiones injustificadas12. La precipitación de los datos13. Deficiencia del criterio cuantitativo14. Recelos ya insinuados contra la cuantificación15. La distinción entre la historia y la ciencia no es cuantificable16. Limitaciones del lenguaje cuantitativo17. Los colores18. El acontecimiento19. Imposibilidad de generalizar lo cualitativo20. La falsa serie cronológica21. Resumen22. Digresión finalV. Cualificación de los datos1. Cuarta etapa del deslinde. Estructura de la cualificación2. Criterios de la cualificación3. Cualificación por la esencia del suceder4. Semejanza y diferencia entre lo histórico y lo científico5. Decantación de lo histórico en el caso histórico, y de lo científico en el caso científico6. Carácter aparte de lo literario7. Rectificación del ejemplo histórico propuesto. La institución8. Vida y muerte de instituciones9. Vicisitud histórica y ciencia10. Rectificación del ejemplo científico propuesto. La económica11. Nuevos ejemplos científicos12. Observaciones sobre la ciencia de la literatura ante las demás ciencias humanas y ante la historia13. Conclusiones del análisis cualitativo en cuanto a la esencia del suceder14. Cualificación por las relaciones lógicas del suceder15. La causa16. El espacio17. La poesía contra la historia en Aristóteles18. Cualificación por la referencia humana del suceder19. Comparación semántica entre la historia y la ciencia20. Comparación semántica entre la literatura y la historia21. Humanización total por medio de la literatura22. ResumenVI. La ficción literaria1. Quinta etapa del deslinde. Recapitulación2. Ficción y suceder real3. Ficción y verdad4. Ficción y “mimesis”5. El mínimo de realidad6. Ficción de lo real7. Ficción e intención. Teoría del impulso lírico8. Grandeza y servidumbre de la ficción9. Contenido emocional: “Ficción del ánimo conmovido”VII. Deslinde poético

A

1. Sexta etapa del deslinde. Ajuste metódico2. Las varias agencias del lenguaje3. Concepto social del lenguaje3 bis.   Escolio sobre el “problema semántico”4. Concepto lingüístico del lenguaje5. Las varias funciones del lenguaje6. Solución aproximada: comunicación y expresión7. Las tres notas del lenguaje y sus valores8. Coloquio y paraloquio9. Los varios productos del lenguaje, según su cohesión semántico-poética10. El coloquio11. Fase teórica o paraloquios12. Paraloquios no literarios13. El lenguaje científico y la función defensiva14. El lenguaje científico y sus grados de rigor15. Rigor científico y rigor literario15 bis.   Escolio sobre el Diccionario16. De la flojedad coloquial al rigor científico17. Los tres paraloquios inflexibles

B

18. Observación metódica19. Esencia verbal de la literatura20. La vinculación idiomática de la literatura (La traducción)21. El problema del estilo22. Potencia afectiva del lenguaje (otra vez el impulso lírico)23. La retórica, lindero teórico-práctico24. Tiempo lingüístico y retórica25. Grados de la función prospectiva26. Conclusión y deslinde literario

Tercera Parte

VIII. Segunda tríada teórica: matemática, teología y literatura1. Séptima etapa del deslinde: La tríada del ente sui generis2. Reducción de los respectivos campos

A. La matemática

3. Estructura de la abstracción4. Estructura del pensar lógico-matemático5. La matemática en general6. Parábola del ajedrez7. Ejemplos de libertad lúdica8. Colonización interior: la lógica matemática9. Excurso sobre la significación actual del sistema aristotélico: valor de la antigua retórica10. Contorno del reino matemático11. Aplicaciones indiscutibles y discutibles12. Ejemplos de aplicaciones extremas13. La matemática sublime14. Matemática y memoria15. El esquema dinámico16. Origen del postulado matemático, con explicaciones sobre el postulado científico en general17. Naturaleza del postulado18. Constelación o “campo” de postulados19. Objeto físico y objeto matemático20. Objeto matemático y ente teológico21. Ente matemático y ficción literaria: Deslinde

B. La teología

22. La teología. Referencia metódica general23. Reseña histórica24. El suceder y el ente de la teología en general25. Esencia real o ideal del ente teológico (Cualificación de los datos)26. Escolio sobre el Modernismo27. Tiempo y espacio en el suceder teológico28. Concepción teológica del tiempo histórico29. Relación humana y causal del suceder teológico (Cualificación de los datos)30. El suceder propiamente místico31. La expresión mística32. Pensar o conocer religioso y pensar o conocer literario33. Gama de la intención34. Gama de la compulsión35. La prueba de Dios36. Confrontación inversa. La literatura vista desde la teología37. La Isla Encantada

Peroración

No es engrandecer, sino desfigurar las ciencias,el confundir sus límites. KANT

PRÓLOGO

I

CUATRO lecciones sobre la Ciencia de la Literatura, en el Colegio de San Nicolás, Morelia, entre mayo y junio de 1940, han sido la ocasión de este libro. Las lecciones formaban parte de los Cursos sobre el siglo XX, primera etapa de la Universidad de Primavera “Vasco de Quiroga”. Entre los actos con que se celebró el cuarto centenario de aquel Colegio, ninguno más atinado que la creación de esta Universidad viajera, que de año en año ha de transportar su sede a otras ciudades de la provincia, corrigiendo así un aislamiento tan desventajoso para los intereses generales del país como incompatible con los más elementales conceptos de la cultura y de la política. Los dos mayores peligros que amenazan a las naciones, de que todos los demás dependen, son la deficiente respiración internacional y la deficiente circulación interna. A la luz de estos dos criterios podrán interpretarse algún día todas las vicisitudes mexicanas.

Las lecciones originales, necesariamente limitadas por la circunstancia, han sido objeto de sucesivas transformaciones posteriores y han ido dando de sí nuevos desarrollos. Entonces se trataba de situar nuestra materia dentro del cuadro general de una cultura, abarcando a grandes trazos un panorama inmenso, y prescindiendo, además, de muchos sondeos que hubieran resultado excesivos. Hubo, pues, que refundirlo todo. Esto produjo en el primitivo cuadro una proliferación interior. Sus especies implícitas afloraron a la superficie como en la placa fotográfica que poco a poco se revela.

Y de aquí han resultado varios ensayos que iré publicando uno tras otro: ya sobre la Ciencia de la Literatura propiamente tal, ya sobre la descripción de sus técnicas específicas, ya sobre los fundamentos de la Teoría Literaria, a la cual sirve de introducción este libro. Puedo decir de él que se parece al bosquejo original como se parece un huevo a una granja de avicultura.1

Reduzco al mínimo mis referencias bibliográficas —puesto que la primitiva exposición se ha convertido en una tesis personal—, procurando que ellas correspondan a la necesidad de mis argumentos y sin entregarme a ostentaciones inútiles. Porque no quise hacer “un libro que los acote todos desde la A hasta la Z”, y porque en esta ocasión al menos, yo también me sentí “poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos”. Se ha escrito tanto sobre todas las cosas, que la sola consideración de la montaña acumulada en cada área del saber produce escalofríos y desmayos, y a menudo nos oculta los documentos primeros de nuestro estudio, los objetos mismos y las dos o tres interpretaciones fundamentales que bastan para tomar el contacto. Nuestra América, heredera hoy de un compromiso abrumador de cultura y llamada a continuarlo, no podrá arriesgar su palabra si no se decide a eliminar, en cierta medida, al intermediario. Esta candorosa declaración pudiera ser de funestas consecuencias como regla didáctica para los jóvenes —a quienes no queda otro remedio que confesarles: lo primero es conocerlo todo, y por ahí se comienza—, pero es de correcta aplicación para los hombres maduros que, tras de navegar varios años entre las sirtes de la información, han llegado ya a las urgencias creadoras. Los Chadwick nunca hubieran alcanzado sus preciosas conclusiones sobre la génesis de las literaturas orales si no se atreven a prescindir de lo que se llama “la literatura de la materia”. Para los americanos —una vez rebasados los intolerables linderos de la ignorancia, claro está— es mucho menos dañoso descubrir otra vez el Mediterráneo por cuenta propia (puesto que, de paso y por la originalidad del rumbo, habrá que ir descubriendo algunos otros mares inéditos), que no el mantenernos en postura de eternos lectores y repetidores de Europa. La civilización americana, si ha de nacer, será el resultado de una síntesis que, por disfrutar a la vez de todo el pasado —con una naturalidad que otros pueblos no podrían tener, por lo mismo que ellos han sido partes en el debate—, suprima valientemente algunas etapas intermedias, las cuales han significado meras contingencias históricas para los que han tenido que recorrerlas, pero en modo alguno pueden aspirar a categoría de imprescindibles necesidades teóricas. Tenemos que reconocer, aunque en lo particular nos duela y nos alarme a algunos profesionales de la Memoria, que toda neoformación cultural supone, junto con los acarreos de la tradición viva, una reducción económica y una buena dosis de olvido.

Entre mis pocas referencias expresas, disimulo algunas referencias tácitas a mis trabajos anteriores —particularmente a mis libros La crítica en la edad ateniense, La antigua retórica y La experiencia literaria, que hubiera sido necesario citar muchas veces, y donde constan anticipaciones o fundamentos de mis temas actuales—, pues prefiero repetirme a citarme. Pero otras contadas veces me he consentido el recuerdo de la propia bibliografía. Era inevitable: primero, porque la tarea que con este libro inauguro obedece al anhelo de organizar las notas dispersas de mi experiencia; segundo, porque nada conocemos mejor que la experiencia propia. Et ego in Arcadia vixi.

Mucho debo, pues, agradecer a la Universidad Michoacana. Además del alto honor que me hizo incorporándome a sus labores, y de la acogida que sus autoridades y su claustro me dispensaron, de paso también se me dio el estímulo para emprender esta investigación retrospectiva del propio itinerario, que es un imperioso reclamo de la conciencia; para poner un poco de orden en los hacecillos dispersos de una obra siempre desarticulada por una existencia de viajero. Todos tenemos derecho —pero casi siempre nos lo estorba la vida— a procurar la unidad, la confortante unidad. Y cuando, tras de dar al Servicio Exterior de mi país mis mejores años, me veo dichosamente recluido en mi oficio privado —aunque sea más por abandono que por premio—, entonces, antes de que Octubre me invada, tomo la ocasión por los cabellos, como se dice en buen román paladino, y me concentro a interrogar mi imagen del mundo.

Grande es también mi gratitud para los amigos y compañeros de trabajo que siguieron pacientemente mis lecciones y aun me proporcionaron después observaciones valiosas. Su presencia en el aula me comunicaba aquella provechosa inquietud de sentirme vigilado por una atención a la vez benévola y avisada.

Pero todavía es mayor mi deuda para con los estudiantes de varios lugares de la República que concurrieron a mis charlas. Lo mejor de nuestra obligación se lo lleva la juventud, cuando hemos llegado a aquella edad en que nada se ambiciona tanto como transferir a tierra nueva y jugosa el arbusto que nos ha tocado educar. Y más ahora, que el jardín humano se ve pisoteado por la locura. En la cara de la juventud que me escuchaba fui buscando mi rumbo; y orientado así magnéticamente, procedí después a una laboriosa refundición de mi materia, hasta dejarla en su forma actual y, por ahora, definitiva. Aquel fuego de la mirada que decía Sainte-Beuve, en sus conferencias sobre Port-Royal, no nos fue, cierto, escatimado. Más tarde, en esa primera y temerosa confrontación de la obra que se va escribiendo, conté durante largas veladas con el diálogo de doctos censores, a quienes no menciono para objetivar mi mejor sentimiento, y con la abnegación incansable y los constantes alientos de aquella por quien dijo el Versículo: “Ciñóse de fortaleza y fortificó su brazo. Tomó gusto en el granjear. Su candela no se apagó de noche. Puso sus manos en la tortera, y sus dedos tomaron el huso”.

II

Evoco los días transparentes, de grata compañía y fecundo trabajo, que pasé en la tierra michoacana, tan impregnada de sabores vernáculos: cuna y teatro de ideas y hazañas trascendentales para la formación nacional: pintoresca y gustosa: maestra del buen trato y de la dulcería mexicana: aromada de cafetales: amena orilla de pescadores que perpetúan el misterio secular de sus danzas y llevan a los usos diarios un inefable soplo artístico: coqueta en su suelo y en su cielo, donde se han citado todos los colores de la naturaleza: refrescada de episódicos lagos, donde la geografía misma parece que quiso dar alivio al espíritu.

Y me inclino, reverente, ante las grandes sombras —héroes y pastores de pueblos— evocadas por los nombres mismos que presiden aquella tradicional casa de estudios: el Padre Hidalgo, en cuya persona la Historia intencionadamente quiso condensar los rasgos de la Mitología: libro y espada, arado y telar, sonrisa y sangre; y el obispo Vasco de Quiroga, el que con sus Fundaciones trajo hasta nosotros aquel sentido utópico que, a la sola aparición de América, se apoderó del pensamiento europeo; el que, con la masa de nuestra gente, comenzó a modelar un mundo mejor, bajo las inspiraciones de Tomás Moro y Juan Luis Vives.

Ni desconozco mis deficiencias, ni tampoco pido disculpas. Nada está acabado de hacer. Por mi parte, para continuar, espero el aviso de la crítica, fiel al precepto baconiano, Semper aliquid addiscere.

Me complazco en reconocer mi obligación para con la Fundación Rockefeller, cuya División de Humanidades me viene proporcionando el auxilio indispensable para llevar a cabo estas investigaciones.

ALFONSO REYES

México, 1944

PRIMERA PARTE

I. VOCABULARIO Y PROGRAMA

1. Marcha general de este libro. Este libro es el primer paso hacia la teoría literaria. Comencemos, pues, por explicar lo que entendemos por teoría literaria.

a) Postura activa y postura pasiva. La vida de la literatura se reduce a un diálogo: el creador propone y el público (auditor, lector, etcétera) responde con sus reacciones tácitas o expresas. De un lado hay una postura activa; del otro, una postura que superficialmente llamamos pasiva. Superficialmente, pues es evidente que la reacción es también una acción, y mucho habría que decir sobre la colaboración entre el creador y el público para la representación humana definitiva de cada objeto literario. Así, el lector se forja una imagen de su lectura en que necesariamente pone algo de sí mismo, y en la que hasta puede haber divergencias respecto a la imagen que le ha sido propuesta. Si ya toda percepción es traducción (la luz no es luz, la mesa no es mesa, etcétera), mucho más cuando el filtro es la sensibilidad artística. En sustancia hay tantos tipos divergentes como lectores. La frase vulgar dice que “en materia de gustos no hay nada escrito”, y lo mismo pudo decir que en materia de gustos todo se ha escrito sobre cada artista y cada obra, desde el sí absoluto hasta el no absoluto. Shylock es un prototipo detestable, pero un estudioso actor judío logró hacer aplaudir en él al padre burlado y ofendido, mediante un esfuerzo de “representación”, en el sentido técnico y en el sentido corriente de la palabra. El laboratorio psicológico nos da diez diferentes representaciones visuales de Fausto en diez distintos sujetos tomados al azar. Y esto no sólo acontece con los criptogramas poéticos donde el poeta acumula sombras de propósito, sea por hazaña de ingenio o porque su asunto es naturalmente indeciso, como tantas veces lo son las emociones o esos fantasmas que escapan a las coagulaciones lógicas (tal poema de Góngora o de Mallarmé); sino que acontece con la proposición poética de apariencia más diáfana. No sólo con los objetos que el poeta apenas sugiere, sino también con los que directamente describe. En toda descripción hay algo de disparate y fracaso.1 El tirador dispara un poco al azar. Dante pinta los círculos del Infierno con la precisión de un topógrafo que usara palabras en vez de líneas. Con todo, los planos que los eruditos levantan sobre el Infierno dantesco nunca son del todo coincidentes. Los empeños fotográficos de los “realistas” no sólo padecen por el coeficiente de conversión entre lo óptico y lo verbal, sino también por el coeficiente de conversión entre el creador y la persona pasiva. Las distintas representaciones pueden quedarse en lo íntimo del lector, pero también podrá ser que se las exprese y exponga. De aquí las discusiones entre apreciaciones diferentes u opuestas; de aquí las revaloraciones críticas que de tiempo en tiempo sobrevienen, pues también el curso de los años trae consigo una refracción. Recuérdese, como ejemplo ilustre, la historia de la “cuestión homérica”. Estos vaivenes, estas vicisitudes, constituyen propiamente la vida social de la literatura. Un caso sencillo nos hará ver cómo obra este coeficiente de conversión entre la postura activa y la pasiva. De Sancho Panza se nos hace saber que también se lo llamó Sancho Zancas, porque tenía “la barriga grande, el talle corto y las zancas largas” (Don Quijote de la Mancha, I, IX). Pero ello es que los héroes de Cervantes han pasado a la imaginación popular según los interpretó la pluma de Gustave Doré. Y sea que éste no encontró modo de armonizar los rasgos que se le proponían, o sea que, inconscientemente, la panza voluminosa de Sancho lo impresionó más que las zancas largas (y la gran panza parece exigir piernas cortas y gordas), dibujó al escudero como hoy lo recuerdan todos: rechoncho, de tronco corpulento, de baja estatura y piernas repletas, en contraste con la enjuta esbeltez de su amo, como una “o” junto a una “l”. Cierta economía mnemónica ha hecho prevalecer este tipo sobre el descrito realmente por Cervantes. En alguna edición popular, no contaminada por Doré, hemos encontrado láminas en que Sancho aparece alto y zancudo: la panza se le desprendía como un bulto postizo; la figura era tan poco feliz que se explica la adulteración de Doré.

Hechas estas salvedades aclaratorias, bien podemos, sin equívoco, seguir considerando la literatura como un cambio entre una postura activa y una postura pasiva.

b) Fases de la postura pasiva. El estudio de la postura activa —leyes y modos de la creación— no nos compete en este libro. El estudio de la postura pasiva sólo nos compete en una de sus fases. Estas fases pueden separarse teóricamente, aunque en realidad andan mezcladas y aun se auxilian entre sí. Se las puede clasificar conforme a varios criterios: psicológico, histórico, sistemático. Aquí preferimos confundir estos criterios en una simple enumeración que nos permita agruparlas en dos órdenes, el particular y el general:

1) En el orden particular, encontramos aquellas fases pasivas propiamente críticas, o que se enfrentan con los productos literarios determinados, esta obra o este conjunto de obras. Tales son la impresión, el impresionismo, la exegética o ciencia de la literatura y el juicio. Teóricamente, las tres primeras se encaminan al juicio.

2) En el orden general, encontramos aquellas fases pasivas que, hasta donde ello es humanamente posible, contemplan la literatura como un todo orgánico. Tales son la historia de la literatura, la preceptiva y la teoría literaria.

A la sola enumeración de estas siete especies, y aun antes de definirlas, ya se entiende que ellas se relacionan entre sí por radiaciones y atracciones.2

c) Fases particulares. Impresión es el impacto que la obra causa en quien la recibe, resultado de una facultad general y humana, irresponsable en el sentido técnico, por todos compartida, indispensable y mínima, sin la cual no podría haber contacto con la obra, ni podrían legitimarse las otras fases más elaboradas de la postura pasiva. Es el efecto que nos causa la obra, efecto anterior a toda específica formulación literaria, y que puede o no alcanzarla o pretender a ella. Cuando la impresión se expresa fuera del arte, se confunde con las manifestaciones sociales de la opinión. Cuando adquiere una formulación literaria, es ya la crítica impresionista o, más brevemente, el impresionismo. El impresionismo, campo de la crítica independiente, expresión ya redactada, producto de cultura y sensibilidad destinado a la preservación, es una respuesta a la literatura por parte de cierta opinión limitada y selecta. Orienta la opinión general y da avisos y materiales a la crítica de tipo más técnico. Es un eco provocado por la obra, que hasta puede valer más que ésta, y conserva todas las libertades poéticas de la creación. La exegética o ciencia de la literatura tiene un carácter eminentemente didáctico y un punto de partida escolar. Es el dominio de la filología, a quien está confiada la conservación, depuración e interpretación del tesoro literario. Prepara los elementos del juicio y, a veces, aunque no necesariamente, lo alcanza. Una investigación biográfica o bibliográfica puede desentenderse del valor mismo del autor o la obra a que se aplique; pero el juicio sobre tal autor o tal obra necesita conocer aquella investigación previa de la exegética. La exegética opera conforme a tres grupos metódicos principales: históricos, psicológicos, estilísticos. Sólo la integración de estos métodos puede aspirar a la categoría de ciencia. El juicio es la estimación de la obra, no a la manera caprichosa y emocional del impresionismo, sino objetiva, de dictamen final, y una vez que se ha tomado en cuenta todo el conocimiento que provee la exegética. Si ésta era el andamiaje, el juicio es ya el monumento. Sitúa la obra en el cuadro de todos los valores humanos, culturales, literarios y, hasta cierto punto, religiosos, filosóficos, morales, políticos y educativos, según corresponda en cada caso; pero ha de enfocar de preferencia el valor literario —si es que ha de ser juicio literario— y considerar los valores extraliterarios como subordinados a la estética. Las anteriores fases desembocan todas o van a parar en las siguientes fases generales.

d) Fases generales. La historia de la literatura estudia y sitúa los conjuntos de obras como hechos acontecidos, en concepto cronológico o temporal, o bien en concepto geográfico o espacial, o bien en concepto étnico, político o nacional, o en ciclos genéricos y temáticos, etc., según mil combinaciones posibles, cuyo último y fecundo método es la literatura comparada, la cual atiende a la comunicación de corrientes espirituales efectivas y rompe con las artificiales barreras de épocas, lenguas y regiones, unas veces impuestas por la rutina, y otras por la mera economía o distribución del estudio. La preceptiva representa una intromisión de la postura pasiva en la creación o postura activa. Al generalizar sus casos, no se conforma con recoger reiteraciones de la experiencia, sino que —fundada en autoridades y modelos, y en principios más o menos arbitrariamente inferidos— pretende establecer cánones y dictar reglas a la creación. Cuando parte de evidencias psicológicas, es inútil por obvia; cuando da categoría de leyes a las meras repeticiones de la costumbre, es equivocada; cuando quiere hacer pasar por inferencias las inclinaciones personales o impresionistas, es fraudulenta. En su aplicación a la crítica, si intenta sustituir al juicio, es nula o mezquina. Su error se explica porque el fenómeno literario está sustentado en formas culturales, genéricas y lingüísticas que sí requieren, o al menos admiten, aprendizajes y reglas, no siempre de adquisición espontánea. Pero hay en la preceptiva una función útil —cuando no es exacerbada—, que es el esfuerzo por crear la denominación o nomenclatura de los tipos y casos, en que completa la exegética y en que se adelantó a la teoría literaria, la cual posee una naturaleza mucho más aséptica. La teoría literaria, finalmente, es un estudio filosófico y, propiamente, fenomenográfico. Si la exegética no hubiera usurpado para sí el título de ciencia de la literatura, tal título podría convenir también a la teoría literaria, bien que el término “ciencia” sugiere ya un sentido de aplicación práctica, de que la teoría se dispensa. Pedir a la teoría literaria una crítica concreta sobre tal o cual obra es pedir recetas culinarias a la química. La teoría es la contemplación más desinteresada frente a la postura activa y en su totalidad, entendida ésta como rumbo mental, como sesgo noético y contenido noemático, como agencia del espíritu. Considera las principales formas de ataque de la mente sobre sus entes u objetos propuestos: función dramática, función épica o narrativa y función lírica, las cuales no han de confundirse con los géneros a ellas circunscritos, que son meras estratificaciones de la costumbre en cada época. Toma en cuenta la materia o lengua, su esencia emocional, intelectual y fonético-estética, y su naturaleza rítmica en el verso y en la prosa; el carácter sustantivo oral y el accidente adjetivo de la escritura, y sus mutuos reflujos; la condición popular o culta de formas e imaginaciones y sus mutuos préstamos y cambios; lo tradicional y lo inventivo, como maneras psicológicas. Y todo ello, en puro concepto de descripción, de visión (“teoría”), que no debe derivar normas ni proponer cortapisas sobre las evoluciones posibles o aun las súbitas mutaciones futuras. Pero la literatura no sólo es una agencia mental abstracta (lo literario), sino también un proceso que se desarrolla en el tiempo, una suma de obras que aparecen día a día. De modo que el tronco de la teoría literaria, en sus ramificaciones más finas, no conoce límites —así cuando llega a la descripción de los géneros—, y tiene que descender sin remedio a consideraciones históricas. La teoría literaria también tiene que descender sin remedio a la preceptiva, pero sólo en cuanto examina y valora las nomenclaturas que ésta propone y su correspondencia con las realidades literarias. Tales incursiones en campo ajeno deben discretamente administrarse de acuerdo con las necesidades de los propios objetivos teóricos. Esto es la teoría literaria (I, 10).

e) Propósitos de este libro. El primer paso hacia la teoría literaria es el establecer el deslinde entre la literatura y la no-literatura. (Nam prima virtus est vitio carere.) Tal es el propósito de este libro. No entra en la intimidad de la cosa literaria, sino que intenta fijar sus coordenadas, su situación en el campo de los ejercicios del espíritu; su contorno, y no su estructura. Damos por admitido el valor estético, al que sólo nos referiremos como noción indispensable y ya adquirida. Pasamos por alto ciertas consideraciones psicológicas: no sólo las que afectan a la genética de las obras y a la índole particular de los autores, cuyo estudio corresponde a la postura activa, sino cuanto afecta a la psicología de la persona pasiva, auditor o lector. En rigor, nuestro deslinde cala hasta una capa más honda que aquella en que aparecen la literatura y la no-literatura; cala hasta lo literario y lo no literario, que pueden darse indiferentemente dentro de la literatura o dentro de la no-literatura. Posible es que en el curso de nuestra obra digamos, a veces, “literatura” o “no-literatura”, donde más bien pensamos en “lo literario” y “lo no literario”; pero el contexto aclarará fácilmente el sentido de las frases y, en todo caso, el lector ya queda advertido.

f) Método de este libro. Como en este género de aventuras no se puede proceder en línea directa, con frecuencia las páginas anteriores reciben su pleno sentido de las posteriores, y viceversa. Hay que admitir entre paréntesis algunas afirmaciones que no siempre se demuestran al enunciarlas. En algunos casos, hay que tolerar anticipaciones metódicas; en otros, retrocesos e insistencias. Se procede en marchas cíclicas y por redibujos sucesivos. Hasta es posible que se adelanten algunas especies cuya explicación se reserva para obras ulteriores.

Además, el estudio del fenómeno literario es una fenomenografía del ente fluido. En esta mudanza incesante, en este mar de fugaces superficies, no es dado trazar rayas implacables. Nuestro viaje se desarrolla a través de regiones siempre indecisas. Nuestras conclusiones tienen un carácter de aproximación y tendencia; gracias a eso serán rigurosas. Téngase ello muy presente antes de juzgarnos. En este vaivén hay culminaciones y depresiones de la onda, pero no siempre se pueden fijar pesos específicos permanentes. Nuestro estudio se parece más a la física vibratoria que a la física corpuscular. Y todavía esta comparación con la física nos resulta grosera, por lo cuantitativa. Mejor diríamos que nuestro estudio acompaña respetuosamente una virtud de la existencia que va cuajando en diversas formas trascendidas.

Tenemos que avanzar como el samurai, con dos espadas. Nuestra atención se divide en dos series de observaciones paralelas: lo literario y lo no literario; el movimiento del espíritu, y el dato captado por ese movimiento; la noética o curso del pensar, y la noemática o ente pensado; la puntería y el blanco; la ejecución expresiva y el asunto significado. Estos haces paralelos no siempre coinciden en sus respectivas anchuras, y aquí y allá, aun se entrecruzan. ¡Dédalo nos asista! No hemos logrado ofrecer una lectura fácil. Pero quien nos lea —ya que no nos lea dos veces—, tendrá que leernos de cabo a rabo, a riesgo de interpretarnos mal.

2. Carácter lingüístico de este libro. Nuestra investigación puede reducirse a un esfuerzo lingüístico. La misma fluidez de nuestra materia hace que los conceptos anden por ahí sin bautismo definido, y que las denominaciones se apliquen con indiferencia a varios conceptos. Pretendemos llegar a una recta distribución entre los nombres y las nociones, como a un acto de justicia teórica. No nos importa que a nuestra distribución sólo se conceda un acatamiento provisional y para mientras dura este libro. No la presentamos como tipo inamovible, sino como convención explicativa. Que cada uno emprenda, después, otra repartición a su guisa. Al menos habremos conseguido dar la voz de alarma y despertar cierta inquietud contra la conformidad en el desorden. Al menos habremos encontrado algunos instrumentos para el manejo de estas realidades fugitivas, que nos dejan siempre algo burlados, como en la fábula de Ixión y la Nube.

3. La indecisión del vocabulario. Pues nótese que la teoría literaria padece, desde sus orígenes, de constantes confusiones verbales, las cuales lo mismo pueden descubrirse en el campo cotidiano e indocto como en el campo de las doctrinas más ilustres. Tal vez quienes con mayor hondura han sondeado en estas aguas combatidas, por lo mismo que poseían una mente literaria y una comunicación intuitiva con la materia de su estudio, fueron reacios a las coagulaciones científicas del vocabulario, que afean, sin remedio, el valor estético de la obra y aun parecen disecar un poco la graciosa palpitación de lo indeciso. Pero sin ánimo de sacrificio ¿qué conquista se alcanza? Tal vez los mejor dotados para la catalogación técnica de especies se acercaron al misterio literario con dura y profana irreverencia. Y tal vez los que simplemente se conforman con aprovechar a la ligera las conclusiones del especialista, ahuyentados por la sublimidad de unos al par que por la insolencia de los otros, se dejaron ir por la pendiente y dieron en usar los términos al capricho. Además de que las realidades literarias no convidan a la precisión al que no las padece o siente hasta cierto extremo doloroso; además de que la literatura dista mucho de las ciencias exactas. Cuando, por ejemplo, se dice “metro”, o cuando se dice “moneda”, nadie se permite el capricho en la interpretación. Pero ¡ponga usted de acuerdo a la gente cuando se dice “poesía” o se dice “crítica”!

4. Un ejemplo indocto. Por lo mismo que las palabras ruedan por la calle, sufren de accidentes indoctos, se estropean en los acasos del momento, se tiñen con los hábitos particulares, se tuercen con la pasión dominante. Hace años, me encontré involutariamente enfrascado en una discusión sobre el valor de la crítica con un dramaturgo sudamericano, cuyo nombre la piedad disimula. Logramos ponernos de acuerdo, en cuanto me fue dable explicarle que donde yo decía “crítica”, entendiendo la función del espíritu, él entendía otra cosa, que puede describirse en cuatro grados de estrechamiento: 1º aquella limitada parte de la función crítica que es la crítica literaria; 2º, aquella limitada parte de la crítica literaria que es la crítica teatral; 3º, aquella limitada parte de la crítica teatral que se manifiesta en crónicas periodísticas sobre los estrenos, y 4º, aquella limitada parte de tales crónicas en que se ataca a los autores. Abreviando: donde yo decía “crítica”, el pobre señor entendía: “Fulano de Tal, que una vez se metió conmigo”.

5. Un ejemplo docto. Pero, según queda advertido, la naturaleza misma del objeto literario puede producir confusiones en las doctrinas más sublimes. Platón, aunque se ocupa mucho más de estética —en último análisis volcada sobre la ética y la política— que no de teoría literaria, roza también esta teoría; y de tal suerte va enmarañando sus propósitos en la malla de oro de los diálogos, que hemos llegado a preguntarnos si no aparecen en él dos valoraciones contradictorias de la poesía, dos estéticas inconciliables: la una propiamente platónica, cuando cree ver en la inspiración la voz del dios; la otra pedestre, cuando cree ver en toda literatura una decadencia en tercer grado de la verdadera realidad. Su imprecisión en la teoría de la “mimesis” lo ha dejado expuesto a las peores interpretaciones del retratismo realista. Su apreciación final del objeto artístico resulta extra-artística. Y todavía se discute largamente el vario sentido con que aplica el término téchnee.3

6. La dolencia aristotélica. A la falta de ciertas denominaciones unívocas en Aristóteles, que tanto irrita a Fritz Mauthner, me he referido ya anteriormente (La crítica en la edad ateniense, capítulo IX).4 Vuelvo ahora sobre el punto para destacar alguna confusión verbal que la teoría literaria padece como mal de origen. Cuando Aristóteles escribía su Poética, como entonces se llamaba “poesía” a toda obra en verso, tuvo que empezar por un deslinde entre el uso técnico que él quería dar a la palabra y el uso vulgar que generalmente se le asignaba. Pero hecho ya el deslinde, y al estudiar la estructura de la tragedia, a que su Poética se consagra sobre todo, volvió a caer inconscientemente en el enredo. Ni por sospechas se le ocurrió —aunque vagamente anuncia las posibles transformaciones futuras del género— que pudieran llegar a darse tragedias en prosa. Cierto: le sirve de disculpa el que ello nunca hubiera correspondido a lo que la Antigüedad llamó tragedia. Tratando de la concepción de la historia en Heródoto, decía Alfred Croiset en un artículo de revista: “Pasa con la historia como con la tragedia, que lleva el mismo nombre bajo Luis XIV y bajo Pericles, aunque en cada época ese nombre designe una cosa distinta”. De todas maneras, el distingo aristotélico se mantiene: aunque Empédocles haya escrito en verso, su obra no es poesía, sino filosofía o ciencia; y aunque los mimos de Sofrón y Jenarco estén en prosa, lo mismo que ciertos diálogos platónicos, son poesía. Hay que buscar las esencias más allá de las arbitrariedades lingüísticas.

7. Vicisitudes del término “poesía”. En rigor, la Antigüedad aplicó el término “poesía” en otros sentidos diferentes. En un sentido lato, llamó “poesía” a toda obra de creación humana. El sentido especial y más próximo al sentido moderno se anuncia desde muy temprano. Sócrates (Symposio, 186 A. y 205 C.) resume la discusión del amor entablada entre los comensales de Agatón el trágico. Al criticar a Erixímaco, observa que éste usa la palabra “amor” de un modo muy general, para toda tendencia hacia la felicidad o el bien. Y entonces advierte que con la palabra “amor” acontece lo que con la palabra “poesía”. La cual, dice, aunque designa en efecto toda clase de creación, se emplea ya de preferencia para la música y los versos. De modo que estas solas especies han usurpado el nombre de todo el género. La Antigüedad padecía, pues, el deslizamiento de la palabra, desde el extremo “creación humana en general” hasta el extremo “creación verbal en música o en verso”. Como acabamos de ver, Aristóteles reclama ya el ensanche del concepto a cuanto hoy llamamos “literatura”, verso o prosa. Finalmente, hoy trasladamos las connotaciones del término “poesía” a “cierta manera de literatura, no necesariamente en verso”; aun cuando, en los estudios de ciencia literaria, al tratar de la génesis y de los estímulos que provocan la obra, se caiga en decir “poesía” en vez de decir “literatura” porque las esencias del proceso creador se revelan más claramente en esa “temperatura” literaria acentuada que llamamos “poesía” (III, 2).

Estos ejemplos, entre mil posibles, dan idea de las indecisiones de vocabulario con que tiene que habérselas la teoría literaria.

8. Nuestro vocabulario. Para sortear en lo posible estos males, intentaremos ir fijando un vocabulario en el curso de nuestro trabajo, aunque desde luego convendremos en algunas denominaciones previas. Pediremos nuestras denominaciones unas veces al lenguaje común; otras, al lenguaje técnico de algunas disciplinas especiales.

Sobre lo primero no encontramos obstáculo de bulto apreciable: basta con desinfectar previamente el término usual; y esta desinfección, las más veces, se opera de modo tácito y resulta del lugar en que se emplea el término. Tal es, en sustancia, el trabajo del escritor, y a ello se reduce buena parte de la labor estilística. Si hubiera que detenerse a cada paso para explicar, como en escritura interlineada, la verdadera aplicación que se pretende dar a cada palabra, no acabaríamos nunca. El arquitecto esconde bajo tierra los cimientos de su edificio. El músico, más afortunado, puede poner en valor estético las dos series fónicas, voz cantante y acompañamiento, que aun se robustecen por su aparición simultánea. El escritor sólo emite la voz cantante, y deja sobrentender el acompañamiento. Pero —aquí está el arte— la serie verbal expresa debe ir creando en la mente del lector, de alguna manera mágica, aquella otra serie fantasmal de explicaciones que no se escriben. Por supuesto, hay casos de excepción, sea por necesidad o por alarde. Por necesidad explica Cervantes de un galeote: “Éste, señor, va [preso] por canario; digo: por músico y cantor”. Y todavía añade que “cantar en el ansia” es confesar en el tormento. Por alarde dice: “Una manada de puercos, que sin perdón así se llaman…” Por desgracia la necesidad explicativa se acentúa en el discurso científico, pesando más de una vez sobre la elegancia.

Sobre lo segundo, o uso del lenguaje técnico, de una vez para todas reclamamos el derecho a la metáfora, el derecho de aplicar los términos en sentido translaticio y según convenga a nuestro objeto, aunque tal sentido no corresponda estrictamente al del matemático, al del filósofo, al del biólogo. De otra suerte, nos gastaríamos en empeños inútiles o pedantescos para inventar palabras nuevas, o sufriríamos del mal que hemos llamado dolencia aristotélica: la falta de denominaciones adecuadas al caso. El ascetismo de los historiadores literarios que, sin duda por miedo a las generalizaciones apresuradas o a la confusión entre órdenes diferentes, ha parado en un supersticioso temor de vocablos como “evolución”, “curvas de nivel” y otros semejantes, nos parece un poco pueril y hasta orillado a empobrecimiento del criterio. No hay que privarse de aquellas fluorescencias mentales que resultan del mero acercar y comparar las cosas distantes. Quien va sobre aviso ya sabe bien que las metáforas no son más que metáforas (II, 13; III, 13, 38-2ª, 58-4º).

9. Algunas convenciones previas. Pasamos ahora a proponer algunas convenciones previas de vocabulario.

a) Literatura. Para denominar aquella esencia que buscaba Aristóteles, no podemos seguir usando hoy del término “poesía”. En efecto, aun prescindiendo de que la poesía se exprese en verso o en prosa, hoy tendemos a aplicar el término “poesía” sólo a ciertas obras literarias: aquellas que ofrecen una “temperatura” de ánimo que no se encuentra en obras de carácter más discursivo. Conservamos, pues, el término corriente “literatura”, seguros de que a nadie perturba el origen etimológico de la palabra, la limitación a la “letra” o carácter escrito, y de que todos saben que la literatura es tan oral como escrita. En rigor, oral por esencia (y no sólo por origen genérico), puesto que el carácter gráfico se refiere a la palabra hablada y en ella cobra su sentido, y la palabra sólo es escrita por accidente, para ayuda de la memoria. No puede confundirse la música que suena con la impresión de una partitura. Esto, independientemente de que el hábito de la letra escrita refluya después sobre las modalidades literarias, a través de varias representaciones psicológicas (visual, muscular, etc.), y aun a través de las comodidades materiales que le procura (puntuación, etcétera).

b) Poesía. Conservamos el término corriente “poesía” para la obra literaria de cierta “temperatura”, en verso o en prosa. Y no necesitamos ahondar por ahora en la distinción de la poesía y la no-poesía, dentro ya de la literatura.

c) Poética. Este sustantivo no significará para nosotros, como para los contemporáneos del Symposio, el arte aplicable a todo género de creación. Pero tampoco significará, como para los modernos, el arte aplicable a la sola poesía (y singularmente a la poesía en verso). Sino que será el arte aplicable a toda ejecución verbal, trátese o no de literatura. Toda forma verbal será para nosotros una manifestación de la “poética”. Este sentido corresponde a uno de los usos del término lexis en las Retóricas y Poéticas de la Antigüedad: “el cuerpo verbal” de la obra (II, 2 y III, 2). Para evitar confusiones, llamamos especialmente la atención del lector sobre este punto.

d) Semántica. A falta del barbarismo “asúntica”, será para nosotros “semántica” el asunto mentado por la expresión verbal o poética; sin importarnos que este empleo de la palabra corresponda o no con todo rigor al que suelen darle el lógico y el filólogo. Poética: manera verbal. Semántica: materia significada.

10. “Literatura” en sentido técnico. La misma palabra “literatura” corre también de varios modos. Lo curioso es que el sentido técnico es aquí el del uso vulgar, y los sentidos extratécnicos más bien han sido propalados por la crítica. Nada cuesta detenerse un instante a considerar estos varios sentidos, ya que estamos por las precisiones.

1º Se llama literatura toda manifestación mental por medio del lenguaje hablado o escrito. Así se dice: “la literatura de tal producto farmacéutico”, por “las explicaciones y prospectos con que el producto se lanza al mercado”. O bien: “las suertes [o ‘pruebas’, diría un argentino] del ilusionista son mejores que su literatura”, por: “los discursos al público con que el ilusionista acompaña su exhibición valen menos que ésta”. Este sentido lato no nos interesa en nuestro viaje.

2º También se llama literatura al conjunto de documentos escritos, o repertorio bibliográfico sobre una materia determinada: literatura de las aporias de Zenón, literatura de la Torre Eiffel, o de las campañas de Bolívar. Este sentido provisional tampoco nos interesa.

3º Se dice constantemente literatura por el conjunto de obras específicamente literarias, sea en todos los tiempos, lugares y géneros, sea en tiempos, lugares o géneros determinados: literatura universal, literatura mundial en el sentido goethiano (o tradición viva de una cultura), literatura europea, provenzal, hispanoamericana, de la Revolución Francesa, erótica, dramática, pastoril, etcétera. Este concepto histórico, geográfico o genérico tampoco nos interesa en su circunstancialidad, sino sólo como conjunto de manifestaciones particulares de aquella agencia del espíritu a que vamos a referirnos.

4º Finalmente, literatura se llama a una agencia especial del espíritu, cuajada en obras de cierta índole. Ésta es la materia que aquí estudiamos; y para explicar en qué manera es ella una agencia especial, discernible de los demás ejercicios de la mente, se escribe este libro.

Esclarezcamos la posible confusión entre los dos últimos conceptos. Ahora tengo sobre mi mesa nueve obras literarias: la Odisea, la Medea, El Acero de Madrid, Píndaro, La Vorágine, Las majas del Avapiés, el Buscón, las Prosas profanas, las Ruinas de Itálica. Estoy, como diría el escolástico, ante una “multitud”, aunque ya bastante homogénea. Un primer examen me permite agrupar las obras cronológicamente: Antigüedad, Edad Moderna, época contemporánea. Un segundo examen las ordenaría por países: Grecia, España, Colombia, Nicaragua. Todavía cabe clasificarlas en verso y en prosa; en tipos genéricos: epopeya clásica y moderna, novela picaresca, novela de costumbres locales, lírica heroica, lírica arqueológica, lírica independiente, tragedia mitológica, comedia de capa y espada, sainete costumbrista, etc. Hasta aquí he venido haciendo historia de la literatura, en varios sentidos. Si ahora prescindo, hasta donde es posible, de épocas, países, géneros concretos, y procuro abstraer de todas las obras una cierta esencia común al fenómeno literario, éste será el concepto de la literatura a que aquí quiero referirme. Las obras han pasado a ser ejemplos particulares. Tal es la literatura según la contempla la teoría literaria. Pero como en esta materia es imposible manejar la abstracción pura sin acercarse un poco más a las especies concretas, necesitaremos, aun cuando en este libro no entramos todavía en el seno de tal teoría literaria, sino que nos quedamos en sus prolegómenos, referirnos, a modo de anticipación, a los tres principales procedimientos de ataque que lanza la mente literaria sobre sus objetos, a las tres funciones fundamentales: drama, novela y poesía, funciones que no deben confundirse con los géneros particulares que ellas abrazan. (En nuestro ejemplo: epopeya clásica, epopeya moderna, novela picaresca, tragedia mitológica, comedia de capa y espada, etcétera) (I, 1-d; III, 40). Insistamos en el distingo: no negamos historicidad a la literatura, pero creemos que ella admite una abstracción fenomenográfica que ni es de orden específicamente psicológico ni tampoco de orden preceptivo. Esta abstracción es la teoría literaria. Quien dude de que pueda llevarse a esta abstracción el estudio de la literatura, todavía podrá aceptar nuestro libro —sin compromisos de doctrina— como una descripción metódica y organizada de los fenómenos más generales de la literatura, en su relación con las disciplinas más cercanas.

11. Literatura en pureza y literatura ancilar. Todos admiten que la literatura es un ejercicio mental que se reduce a: a) una manera de expresar; b) asuntos de cierta índole. Sin cierta expresión no hay literatura, sino materiales para la literatura. Sin cierta índole de asuntos no hay literatura en pureza, sino literatura aplicada a asuntos ajenos, literatura como servicio o ancilar. En el primer caso —drama, novela o poema— la expresión agota en sí misma su objeto. En el segundo —historia con aderezo retórico, ciencia en forma amena, filosofía en bombonera, sermón u homilía religiosa— la expresión literaria sirve de vehículo a un contenido y a un fin no literarios (II, 14, 15; III, 24; VII, 9-3º). En el siguiente capítulo veremos los acarreos ancilares que la literatura en pureza puede llevar consigo, o los bostezos y entreactos y hasta maneras literarias que a veces se permite la obra no literaria.

La manera de expresión aparece determinada por la intención y por el asunto de la obra. La intención es una postura, o mejor un rumbo psicológico que más adelante se analiza (II, 10 y ss.; III y ss.). El asunto, para la literatura propiamente tal, se refiere a la experiencia pura, a la general experiencia humana; y para la no-literatura, según el caso, a conocimientos especiales (más o menos: tópica común, o tópica específica en Aristóteles). La literatura expresa al hombre en cuanto es humano. La no-literatura, en cuanto es teólogo, filósofo, cientista, historiador, estadista, político, técnico, etcétera.

Se han deslizado aquí dos conceptos que requieren cierta aclaración: el concepto de lo humano y el de lo puro en la literatura.

12. Aclaración sobre lo humano. El filósofo ha puesto en circulación la metáfora: “deshumanización del arte”, para describir de un rasgo magistral ciertos caracteres de la estética contemporánea. El recuerdo de esta brillante fórmula no debe preocuparnos ni confundirnos. Hemos dicho que, a diferencia de la no-literatura, la literatura recoge la experiencia pura de lo humano. No hay contradicción con lo “deshumano” de que habla Ortega y Gasset. En el sentido que él da a la palabra, la literatura puede aparecer deshumanizada; no por eso pierde la calidad de puramente humana que, en otro sentido, le asignamos. Todo está en el valor convencional que se atribuye a las denominaciones. Para nosotros, lo humano puro se reduce a la experiencia común a todos los hombres, por oposición a la experiencia limitada de ciertos conocimientos específicos: los términos se distinguen como se distingue el beber el agua del analizarla químicamente. Cuando se dice: “deshumanización del arte”, lo deshumano se opone más bien a lo sentimental inmediato o mediocre. El arte llamado deshumano más bien busca la emoción de la inteligencia y de la sensibilidad afinada, y a esto se llamó deshumanización a falta de un equivalente mejor de “desentimentación”. Y hasta pudiera añadirse que tal arte deshumanizado, quintaesenciado en suma, por lo mismo que apela más directamente a la inteligencia o a la sensibilidad excelsa, y procura huir del bajo “chantaje” o fraude sentimental fundado en estímulos biológicos, es más característicamente humano. Y si no se le llamó “inhumano”, es porque este término envuelve precisamente connotaciones sentimentales, en tanto que “deshumano” evoca una idea ajena al plano sentimental. Véase cómo todo depende del valor relativo que se asigne a las denominaciones: en cierto sentido, el hombre no puede hacer nada deshumano ni inhumano, pero sí lo puede, y a veces es lo único que puede, en otro sentido. El crimen es inhumano, pero es también humano. Es inhumano el juez que sentencia equivocadamente, pero también errar es de humanos. Es deshumano considerar, con De Quincey, el asesinato como una de las bellas artes, pero es un tipo de humorismo humano. Para Bergson, lo cómico se define por una suspensión voluntaria de la simpatía, y esta nota cómica cubre —de modo más o menos visible— buena parte de la estética deshumanizada. El resto lo cubre la nota intelectual, que lleva también un sabor de crueldad oculta. Es deshumano que el poeta se entregue a jugar con las palabras, prescindiendo de la naturaleza sentimental de los hechos que mienta; pero, al mismo tiempo, es humano. La especialización exacerbada en el puro placer verbal —extremo agudo del deleite técnico— no por ser extrema es menos humana. Y en cuanto significa ya la expresión de una experiencia específica, es la orilla por donde la función literaria se desvirtúa en función de mera ingeniosidad lingüística.

Desde luego, las especies que maneja la no-literatura, así sean las matemáticas, son tan humanas como las que la literatura maneja; pero, además, son especiales. No brotan del hombre desnudo, o en su esencial naturaleza de hombre, sino del hombre revestido de conocimientos determinados, aunque éstos no lleguen al “saber crítico”. La intención de la obra, en uno y en otro caso, es diferente (II, 5).

Todo esto se reduce a decir: 1º Que lo humano es una noción antropológica de que el hombre, por definición, no puede escapar; y lo “deshumano” es una denominación convencional para cierta modalidad de lo humano. 2º Que lo humano abarca tanto la experiencia pura como la específica, pero en la primera radica la literatura, y en la segunda, la no-literatura.

13. Aclaración sobre lo puro. Hemos hablado de literatura en pureza y de literatura ancilar. La literatura en pureza no debe confundirse con la tan traída y llevada noción de “poesía pura”. Ante todo, porque la poesía sólo es una parte de la literatura; en seguida, porque la poesía pura sólo es una parte de la poesía: una cumbre si se quiere, pero no toda la montaña. Ápice heroico de la lírica, la poesía pura ni siquiera pudo ser definida con precisión, lo cual en nada merma la autenticidad del fenómeno. Sus teóricos casi acaban por decirnos que es como una forma neumática, como un choque eléctrico tan intenso como vacío. Tales descripciones recuerdan singularmente aquel callejón sin salida de los tratadistas de otro siglo: el hermoso “no sé qué” de Feijoo.

Subrepticiamente, los teóricos de la poesía pura parecen suavemente empujados hacia un propósito preceptivo. Quien los lea de prisa, se figurará que intentan imponer una norma sobre lo que debe ser la poesía, puesto que dibujan la forma poética que consideran como la más excelsa. También cuando Ortega y Gasset dio testimonio de cierta evolución del arte, algunos se figuraron indebidamente que preconizaba el arte deshumano. La sola cautela ante cualquiera invasión preceptiva bastaría para precavernos aquí contra un concepto de la pureza que no acepta la literatura tal como es, sino como algunos suponen que debe ser. Pues aquí no hacemos preceptiva, sino teoría.

Por otra parte, si nuestro análisis se limitara a la poesía pura, nos quedaría en la probeta una sola gotita de agua, diáfana y radiosa, pero insuficiente para las abundantes manipulaciones a que hemos de entregarnos. Tenemos, pues, que explicar nuestra noción, nada comprometedora, de la literatura en pureza. Esto nos conduce a una visión de lo literario más extensa todavía que la misma literatura.

14. Lo literario y la literatura. Lo literario es un ejercicio de la mente anterior, en principio, a la literatura. Puede o no cristalizar en literatura. El mismo viento puede hinchar varias velas: ya empuja la barca de la verdadera obra literaria, ya la de otras barcas, o bien se mantiene en un estado atmosférico y abstracto. No sólo los literatos, no sólo los creadores no literarios: toda mente humana opera literariamente sin saberlo. Todos disfrutan de esta atmósfera. Cuando ella precipita en literatura, tenemos la literatura en pureza, cualesquiera sean los acarreos extraños que esta precipitación recoja a su paso. Cuando el viento empuja otras barcas, cuando lo literario se vierte sobre otras corrientes del espíritu, tenemos la literatura ancilar. Pronto veremos que este proceso ancilar de la literatura queda sumergido a su vez en un proceso más amplio: la función ancilar, la cual puede ser literaria o no literaria. Tal es la sencilla imagen de la literatura en pureza.

Para apreciarla, y antes de confrontar la literatura con la no-literatura, tenemos que emprender una decantación previa que separe el líquido del depósito. Nuestro objeto será reconocer el líquido como tal líquido, y el depósito como tal depósito, pero en manera alguna negar el derecho, y menos la existencia, de las distintas mezclas. Para distinguir rectamente, en la literatura, la agencia pura o sustantiva de la adjetiva o ancilar, estudiaremos la función ancilar. Hecha la levigación, más de una vez volveremos a remover los posos, que nos servirán como reactivos para la expresión de ciertas virtudes implícitas (II, 10 y ss.). Y ya familiarizados con la función ancilar, nos encontraremos armados para confrontar la literatura con los otros rumbos teóricos del espíritu.