El despertar del pasado - Sheri Whitefeather - E-Book

El despertar del pasado E-Book

Sheri WhiteFeather

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Beschreibung

La lucha por encontrar su pasado cherokee, llevó a Adam Paige hasta la india Sarah Cloud, con la esperanza de que aquella encantadora joven le enseñara todo sobre la tradición a la que ambos pertenecían. En poco tiempo, la bella e inteligente mujer se convirtió en algo más que su guía; pero Adam era demasiado consciente de lo que ese profundo sentimiento podía afectar a su herido corazón. Ella solo deseaba ayudar a Adam a recabar todos los datos sobre su pasado, pero enseguida le empezó a dar más de lo que le había entregado a ningún hombre, su corazón le pertenecía por completo. Sin embargo, ¿qué pasaría cuando Adam descubriera que su legado escondía un poderoso y sorprendente secreto que ninguno de los dos imaginaban?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Sheree Henry-Whitefeather

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El despertar del pasado, n.º 1103 - marzo 2018

Título original: Cherokee

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o

parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin

Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-758-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Sarah Cloud entró en la trastienda del salón de belleza, la jornada de trabajo a punto de terminar. No era la propietaria del prestigioso salón Ventura West, en el californiano valle de San Fernando, pero se sentía orgullosa de trabajar allí. Disfrutaba poniendo mascarillas y dando masajes relajantes a las clientes que querían olvidarse, aunque fuera solo durante una hora, de sus ajetreadas vidas en Los Ángeles.

Cuando sacaba un zumo de naranja de la nevera, Tina Carpenter, la simpática y atolondrada recepcionista, entró en la trastienda con los ojos brillantes.

–¡No te puedes imaginar quién ha venido! Es el curandero de la clínica.

Sarah sonrió al escuchar lo de «curandero». Lo que había al lado del salón de belleza era una clínica naturista. Y, por lo tanto, el hombre al que se refería Tina era el naturópata del que todas las clientes llevaban semanas hablando.

Pero no era su profesión lo que importaba a las mujeres del salón de belleza. Todas estaban de acuerdo en que era el hombre más atractivo que habían visto nunca. Sarah no lo conocía, pero estaba segura de que no sería para tanto. California estaba llena de tipos altísimos y musculosos.

–Qué bien.

–Y quiere hablar contigo –siguió Tina, emocionada–. A lo mejor quiere pedirte que salgas con él.

–¿A mí? –exclamó Sarah, sorprendida–. Pero si no nos conocemos de nada.

–Ven, corre. Está esperando.

Sarah salió de la trastienda y vio a un hombre de espaldas. Era muy alto, desde luego. Llevaba vaqueros y una camisa azul remangada hasta el codo, pero no era eso lo que llamó su atención. Inmediatamente se dio cuenta de que el color de su piel no se debía a los rayos UVA; la dorada complexión y el marcado perfil recordándole inmediatamente a su casa. Un ingrato recuerdo.

Cuando el hombre se volvió, sus ojos se encontraron. Sarah hubiera querido apartar la mirada, pero no podía hacerlo. Era demasiado diferente como para ser considerado simplemente guapo: los ojos demasiado penetrantes, los labios gruesos, los pómulos tan prominentes que parecían esculpidos.

Tenía mezcla de razas, se dio cuenta enseguida. Llevaba el pelo largo sujeto en una coleta, pero no era negro como el suyo sino castaño.

Sarah respiró profundamente, incómoda. No le gustaba que le recordasen sus raíces

El hombre, de imponente altura, dio un paso hacia ella. Se había equivocado; en California no había muchos así. Su masculina presencia era abrumadora, pero tenía una sonrisa muy cálida. Era lógico que las mujeres del salón estuvieran locas por él.

Tina puso cara de boba y Claire, la maquilladora, había asomado la cabeza para mirar descaradamente el trasero del recién llegado.

–Hola. Soy Adam Paige. Trabajo aquí al lado.

El apretón de manos la puso nerviosa. La mano masculina era demasiado grande, demasiado fuerte, demasiado cálida.

–Yo soy Sarah Cloud. ¿Querías verme? –preguntó, tuteándolo, como era costumbre en las personas de su raza.

–Vicki Lester me dijo que viniera por aquí. Es paciente mía.

Sarah asintió. Vicki también era cliente suya. Y amiga; vivían en el mismo edificio.

–No entiendo.

–La he visto esta mañana –explicó el extraño–. Y cuando le conté lo que estaba pasando en mi vida, me dijo que viniera a verte.

¿A ella? Sarah era esteticista, no psicóloga. Si tenía algún problema, lo único que podría hacer por él sería darle un masaje.

Adam Paige era muy atractivo, pero… su color de piel y facciones indias le recordaban cosas que no quería recordar.

–¿Quieres sentarte un momento?

–Quizá podríamos tomar un café en alguna parte.

–Muy bien –dijo ella. En realidad, tenía la boca seca.

Adam abrió la puerta del salón. Ante ellos, el atestado bulevar lleno de coches.

Sarah lo miró mientras cruzaban la calle y al ver su sonrisa se alegró de llevar zapatos bajos. Si hubiera llevado tacones, se habría tropezado, seguro.

Curiosa, miró hacia abajo. Él llevaba zapatillas de deporte, como todos los californianos. A pesar de su aspecto indio, seguramente había nacido en Los Ángeles.

De repente, se sentía como la niña de Oklahoma que había sido una vez. La que llegó a California sin dinero, con una maleta vieja y el deseo de olvidar el pasado.

Tras la muerte de su madre, su padre solo encontraba consuelo en la bebida y, aunque ella lo quería muchísimo, su única opción había sido marcharse.

Mirando al cielo, recordó la última promesa rota de su padre, la última y devastadora mentira: ella acababa de terminar el instituto y volvía un día a casa cuando lo encontró en el jardín, al lado de los rosales de su madre; el último vestigio de hermosura en una casa destrozada.

Él estaba hurgando en el suelo, de espaldas. Buscaba una botella. El último sol del atardecer iluminó el cristal como si fuera un cuchillo. Y cuando Sarah vio a su padre beber, como un desesperado, sintió que ese cuchillo se clavaba en su corazón.

En ese momento, él se volvió. Y Sarah supo que ya no era su padre, el hombre que había admirado una vez, el guerrero cherokee que solía arroparla por las noches. Demasiadas escenas como aquella habían destrozado la paz familiar. Para ella, no quedaba nada más que marcharse.

Ninguno de los dos dijo una palabra. No hubo acusaciones… ¿para qué? Solo se miraron, en silencio. Su padre le había hecho una promesa el día que se graduó en el instituto: que nunca volvería a beber.

Y ese regalo estaba roto, igual que su corazón de dieciocho años.

–Aquí es.

Parpadeando, Sarah se volvió hacia Adam Paige.

–¿Perdón?

–La cafetería.

–Ah, claro.

Una vez dentro, se sentaron a una mesa cerca de la ventana y pidieron dos zumos.

–Vicki me dijo que eras de Tahlequah. Y que perteneces a la nación cherokee.

Sarah se puso tensa ante la mención de su casa y su etnia.

–¿Era de eso de lo que querías hablar?

–Yo acabo de enterarme de que nací en Tahlequah y que tengo sangre cherokee. Sé que puede sonar un poco raro, pero hasta hace un mes no sabía que era adoptado.

Ella dejó escapar un suspiro. ¿Había nacido en Tahlequah? Qué raro.

No le gustaba hablar de ello, pero lo menos que podía hacer era escuchar.

–¿Te adoptó una familia blanca?

–Mi padre era inglés y mi madre tenía sangre española e italiana –contestó él, mirando su vaso–. Murieron en un accidente de avión.

–Lo siento –murmuró Sarah.

Sabía muy bien que el dolor podía matar el alma de una persona. Y, en aquel momento, el alma de Adam Paige podría haber sido la suya propia porque, durante unos segundos, le pareció verla reflejada en su mirada.

 

 

Adam no dijo nada. No podía. Todo a su alrededor se había detenido. No había nadie más que la mujer que estaba sentada frente a él. Quería tocarla, hacer que la conexión que había entre ellos fuera más real.

¿Eran los ojos de Sarah lo que lo cautivaba? ¿Aquellos ojos oscuros y exóticos? ¿O era su pelo, la larga melena de color negro? Su piel también era preciosa, de un tono dorado, tentador.

Antes de que su imaginación lo llevara más lejos, apartó la mirada. La conexión que había entre ellos podría ser la soledad, se dijo. ¿Estaba Sarah tan sola como él? En menos de un mes, toda su vida estaba patas arriba. Se había mudado de casa, cambiado de trabajo y descubierto que era adoptado.

–Yo había guardado las cosas de mis padres. La mayoría son objetos personales, pero en su despacho encontré dos archivos. Como iba a cambiarme de casa, pensé que sería buena idea echar un vistazo para saber lo que debía llevarme.

–¿Y así descubriste que eras adoptado?

–Sí –contestó él, tragando saliva–. Encontré el documento de una agencia de adopción. Entonces descubrí que había nacido en Tahlequah y que era hijo de una mujer cherokee llamada Cynthia Youngwolf –le explicó, mirándola con atención–. No la conocerás, ¿verdad?

Sarah negó con la cabeza.

–Tahlequah es la capital de la nación cherokee y hay una gran población india. Es imposible conocer a todo el mundo.

El corazón de Adam se encogió.

–He intentado encontrarla, pero no me ha sido posible. Incluso he puesto un anuncio en el periódico, pero nada. Al final, decidí incluir mi nombre en una de esas agencias de personas adoptadas que buscan a sus padres biológicos, pero…

Cynthia Youngwolf debía pensar en él alguna vez, se decía. Tenía que hacerlo. ¿Nunca se preguntó qué habría sido de su hijo?

–Siento mucho no poder ayudarte –dijo Sarah.

Adam estudió su rostro, de facciones fuertes y, a la vez, delicadas. Vulnerable, pero orgullosa. ¿Todas las mujeres cherokee serían así de atractivas?

¿Cómo era su madre biológica? ¿Y quién era su padre? ¿Habrían sido amantes secretos? ¿Demasiado jóvenes como para cuidar de un hijo? Tenía muchas preguntas que hacer y solo Cynthia Youngwolf podría contestarlas.

¿Y por qué sus padres no le habían dicho que era adoptado?

Todo aquello lo había dejado confuso, herido. ¿Por qué le habían hecho creer que era realmente su hijo? Habían tenido muchas oportunidades de contarle la verdad, sobre todo durante las reuniones con el psicólogo.

Y durante los eventos críticos que obligaron a sus padres a enviarlo al psicólogo ¿no habría habido pistas, insinuaciones…?

Entonces Adam tenía diecisiete años, un chico alto y fuerte con sangre en las venas. Y hormonas saliéndole por las orejas.

Un día lo habían pillado robando una botella de whisky en el supermercado. Él había mentido, por supuesto, diciendo que pensaba pagarla, pero sus padres insistieron en llevarlo al psicólogo. ¿Por qué? Ni siquiera sabían que bebía a escondidas. ¿Habrían intuido su confusión, sus miedos?

«Sabemos lo que el alcohol le puede hacer a un adolescente», le había dicho su padre, mientras su madre, nerviosa, aparentaba estar atareada bordando un almohadón.

«¿Y eso qué tiene que ver conmigo?», había replicado Adam.

«Que bebes mucho, hijo».

«No es verdad. Bebo los fines de semana, como todos mis amigos».

«Estás perdiendo el control. Tu madre y yo nos hemos dado cuenta».

Él había salido de casa dando un portazo, pero antes observó que sus padres se miraban de una forma extraña, como si compartieran un secreto que él desconocía.

En ese momento, sonó un claxon y Adam recordó dónde estaba. Y quién era. Había dejado de beber un año después y las cosas volvieron a la normalidad. No fue más que un juego de adolescentes. Y sus padres estuvieron siempre a su lado. Sus padres, que no lo eran en realidad.

–¿Sigues teniendo familia en Tahlequah? –le preguntó a Sarah, esperando que ella pudiera ayudarlo a recomponer el rompecabezas de su vida–. ¿Te importaría preguntarles si han oído hablar de Cynthia Youngwolf?

Sarah apartó la mirada.

–Mi padre… ya no vive en Tahlequah. Ahora vive en otro pueblo de Oklahoma.

–Entiendo.

Pero no entendía nada. Solo tenía que preguntarle a su padre si había oído ese apellido, pero no parecía dispuesta a hacerlo. ¿Por qué? ¿Por qué no quería hacer una simple llamada de teléfono?

¿Y por qué parecía tan nerviosa, tan distante?

Y por eso quería tocarla. Aquella mujer de ojos oscuros estaba conectada con su pasado, una herencia de la que él no sabía nada.

Los libros de cultura cherokee que había comprado no eran suficiente. Leerlos no combatía su soledad. Necesitaba algo más.

Necesitaba contacto humano.

Necesitaba a Sarah.

Adam se quedó sorprendido. ¿Necesitaba a una mujer a la que acababa de conocer? ¿Estaba perdiendo la cabeza?

No, pensó. Una mujer cherokee, nacida en Tahlequah, de grandes ojos negros y larga melena podría la respuesta a sus preguntas.

Ella miró su reloj.

–Bueno, encantada de conocerte, Adam. Pero tengo que volver al salón de belleza.

–Te acompaño.

Estaban en la esquina y cuando ella rozó su brazo sin querer, un rayo de esperanza lo iluminó. No, no pensaba abandonar.

Sarah Cloud era un misterio, pero quería descubrir sus secretos. Y, en el proceso, pensaba encontrar a su madre biológica.

La mujer que le había dado la vida.

 

 

A la semana siguiente, Sarah estaba comprobando sus cremas y lociones. Su cliente sería Adam Paige. Para una limpieza de cutis.

Tenía clientes masculinos, pero que Adam Paige quisiera hacerse una limpieza de cutis… Y la idea de acariciar su cara la ponía muy nerviosa.

Se lavó las manos por enésima vez y miró su reloj. Con un poco de suerte, se le olvidaría que tenía cita. Y con un poco más de suerte, si por fin aparecía, se quedaría dormido como le pasaba a muchos otros clientes. Sería más fácil tocarlo si estaba dormido.

Cuando por fin llegó la hora y fue a recepción, allí estaba.

Aquel día llevaba pantalones de color beige y una camisa blanca. Aunque estaba más elegante que la primera vez, seguía teniendo aquel aspecto tan masculino, tan imponente. Tanto las clientes como Tina lo miraban con admiración. Y a ella, como si fuera la chica más afortunada de Los Ángeles.

Sí, ya. La más nerviosa, desde luego.

–Hola, Adam –lo saludó, recordándose a sí misma que solo tenía que hacerle una limpieza de cutis, algo que hacía todos los días.

–Hola.

Sarah lo llevó a su gabinete y señaló una cortina.

–Quítate la camisa y ponte esta bata –dijo, sin mirarlo–. Puedes hacerlo ahí detrás.

–Muy bien –sonrió él.

Aquella sonrisa hizo que le temblaran las piernas. Los hombres no eran precisamente una prioridad en su vida, pero aquel era especial. Y eso no le gustaba nada.

Unos segundos después, Adam salió con la camisa en la mano. La bata, de color azul claro, destacaba sus hermosas facciones. Desde luego, sus padres biológicos debían haber sido muy atractivos porque él era una mezcla prodigiosa, pensó, tontamente.

–Ya estoy aquí.

–¿Te has hecho una limpieza de cutis alguna vez?

–No, pero estoy deseando –sonrió él, mostrando unos dientes blancos y perfectos.

–Túmbate en la camilla.

–Muy bien.

Sarah estaba tan nerviosa como el día que pasó el examen en la escuela de estética, pero tenía que disimular.

Como era costumbre, puso música en el estéreo, una música suave que servía para relajar a los clientes.

–Voy a cubrirte el pelo para no mancharlo.

Cuando tocó su cabello, notó que era fuerte y suave. Sano. Como todo en aquel hombre.

Después de analizar su piel, comenzó a ponerle la crema limpiadora. Conocía aquel proceso de memoria y podía realizarlo mientras hacía la lista de la compra, pero en aquel momento tenía la mente en blanco.

Mientras pasaba la mano por el firme mentón y los altos pómulos, se embriagó de sensualidad. Era como si estuviera acariciando a su amante. Y él gemía suavemente, un sonido ronco, masculino.

Cuando rozó sus labios, tuvo que tragar saliva. Alterada, siguió hacia abajo, el cuello, las clavículas…

Hipnotizada, notaba bajo sus dedos cada músculo, cada nervio, cada una de las respiraciones del hombre… Él se movió ligeramente y la bata se abrió un poco. Sorprendida de sí misma, se dio cuenta de que deseaba masajear su ancho torso sin vello, sus diminutos pezones…

Aquello tenía que terminar. ¿Qué clase de esteticista fantasea con sus clientes? Con un extraño… un extraño bellísimo, eso sí.

Sarah se apartó para lavarse las manos. Después de la crema limpiadora, tenía que hacer una mascarilla. Adam abrió los ojos, como si acabara de despertar de un sueño.

–Qué bien –dijo con voz ronca.

Ella sonrió, nerviosa. La bata seguía abierta y podía ver no solo el ancho torso sino su estómago plano y de abdominales marcados… Sarah lo cubrió inmediatamente. Era lo que debía hacer. Seguramente, él ni siquiera se había dado cuenta.

–Voy a preparar una mascarilla –murmuró, poniendo dos algodones en sus ojos. Mejor, así se sentía más tranquila.

Una hora después, el procedimiento había terminado y Adam se levantó, con la piel fresquita y limpia.

La bata seguía abierta y él estaba tan cerca…

–Gracias, Sarah.

–De nada.

No llevaba colonia, pero olía a jabón, a… hombre.

–¿Quieres cenar conmigo esta noche?

Aquella invitación la tomó por sorpresa. Igual que su respuesta. Sin dudar, le dijo que sí.

Le había dicho que sí a un extraño alto y tremendamente atractivo.

Un hombre al que debía evitar.

 

 

Adam estaba en la acera, en pleno barrio de Chinatown, esperando. Aquello era una locura, pensaba. No había logrado convencer a Sarah para ir a buscarla a su apartamento.

Eran las 9:20. Llegaba tarde. ¿Iba a darle plantón? Seguramente se lo tenía merecido. Estaba acostumbrado a que las mujeres lo persiguieran, pero solo por su físico, no por lo que había en su interior. Y él quería algo más que una relación superficial. Quería…

¿Qué? ¿Una relación estable?

Algún día, quizá. Pero no estaba buscando amor. Al menos, no en aquel momento. Tenía demasiados problemas. No podía encontrar amor hasta que supiera quién era y de dónde venía.

Entonces, ¿por qué había quedado con Sarah? ¿Qué tenía que ver ella con todo el asunto?

Sarah Cloud lo fascinaba, esa era la verdad. Y podía llevarlo hasta sus raíces. Desde que encontró aquel documento, estaba perdido, desconectado. Durante el último mes había estado flotando. Como un barco que no sabe llegar a puerto.

Tenía la impresión de que a Sarah le pasaba lo mismo. Y eso lo acercaba a ella. Era sólida, real… muy diferente a las chicas superficiales que conocía. Podría ser una buena amiga.

¿Una buena amiga? ¿A quién quería engañar? Se sentía atraído por ella. Emocional y sexualmente atraído por ella. Pero tendría que controlarse. No podía confundir la amistad con el sexo.

Aunque ya había pedido cita para un masaje facial la semana siguiente. Quería que lo tocara, que lo hiciera suspirar con sus dedos.

Con su misterio.

Adam frunció el ceño. Sus hormonas estaban interfiriendo demasiado. Pero era lógico. Sarah era un misterio, una mujer exótica y muy atractiva…

¿Por qué no iba a tener una aventura con ella? Incluso una sola noche. Eso satisfaría sus hormonas, su lujuria.

Turbado por aquel pensamiento, sacudió la cabeza. Quizá era mejor que le diera plantón.

Adam miró su reloj de nuevo y cuando levantó los ojos se dio cuenta de que era demasiado tarde.

La hermosa Sarah caminaba hacia él y en lo único que podía pensar era en enredar los dedos en aquella melena negra como ala de cuervo y besarla hasta que perdiera el sentido.

Capítulo Dos