El día de los prodigios - Lidia Jorge - E-Book

El día de los prodigios E-Book

Lidia Jorge

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Beschreibung

El día de los prodigios narra los sucesos extraordinarios que tienen lugar en Algarve, Vilamaninhos, al tiempo que, de forma "tangencial", aborda los hechos del 25 de abril de 1974 —la Revolución de los claveles, encabezada por las Fuerzas Armadas, que derrocó a la dictadura del Estado Nuevo e instauró la democracia en Portugal—. Los fenómenos insólitos del pequeño pueblo entrelazan lo mítico y lo mágico con lo real y lo cotidiano; la representación del mundo rural del día a día se sacude con una serie de acontecimientos que permanecen en la memoria colectiva, mucho más fijos y fascinantes que el momento histórico que transforma a todo Portugal.

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Seitenzahl: 339

Veröffentlichungsjahr: 2025

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COLECCIÓN POPULAR
971
EL DÍA DE LOS PRODIGIOS

 LÍDIA JORGE

El día de los prodigios

  Traducción de MIRIAN PAREDES TAVERA

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición en portugués, 1980 Primera edición en español, 2024 [Primera edición en libro electrónico, 2025]

Distribución mundial en español, excepto España

© 1980, Lídia Jorge Por acuerdo con Literarische Agentur Mertin Inh. Nicole Wi  e. K., Fráncfort del Meno, Alemania. Título original: O dia dos prodígios.

D. R. © 2024, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

Comentarios: [email protected] Tel.: 55-5227-4672

Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-16-8480-6 (impreso)ISBN 978-607-16-8696-1 (ePub)ISBN 978-607-16-8743-2 (mobi)

Hecho en México - Made in Mexico

   A la abuela Maria das Dores Ribeiro, mi primera maestra y mi primera oyente.

     Un personaje se levantó y dijo. Esto es una historia. Y yo dije. Sí. Es una historia. Por eso pueden quedarse tranquilos en sus lugares. A todos les atribuiré los eventos previstos, sin que nada se sobreponga como definitivamente grave. Otro también dijo. Y hablamos todos al mismo tiempo. Y yo dije. Sería bueno para que quedara bien claro el malentendido. Pero será más elocuente. Para los que creen en las palabras. Que se entienda lo que cada uno dice. Entren despacio. Mientras uno piensa, habla y se mueve, aguarden los otros su momento. El breve tiempo de una demostración.

     CARMINHA parecía hacer adiós, pero sólo lavaba ventanas. Un paño blanco en la mano. El brazo revoloteando encontrándose con el vidrio. Bandejita llena de espuma, una bandeja más grande con pura agua suave. Enredo de faldas entre las piernas. Silla de madera cubierta de manchas, flores rojas. Los pies ahí juntos en el fondo cóncavo. Las piernas con ligero vello al ras. Entonces Carminha se empecinaba con la mancha tenaz entre la uña y el vidrio. Minúscula, fruto de mosca tocando con sus alas en tiempo vacío componiendo un huevo de estiércol redondo. Y ahí impregnado en el vidrio del marco blanco despintado. Zing zing encontrándose con la transparencia espejeada. Primero la punta del dedo, llevada después por la bola de jabón iridiscente y el paño tragando. Blanco paño cuadrangular rasgado de una sábana. Tragando las manchas. Aquí un poco de mezcla desgarrada por la fricción del agua. La ventana se deshace bajo jabón y movimientos. Un día de tanto lavarla la ventana se cae, se quiebra el vidrio, desmigajado en el piso. Oh, mujer. Pretendes emplear ahí, y de una sola vez, todas las formas de las manos. La ventana tiene características de humano transfigurado en transparencia, ya que la cuadrícula destripa dos ojos y una frente de mampostería abultada, nariz que encaja de lo alto a lo bajo, y la boca, más grande que la propia transparencia, sólo abierta de par en par. Entonces Carminha recarga los senos en el alféizar, redondeando la espalda. Torcido el paño blanco rasgado de la orilla de una sábana, raído de sueño y lavadas, ahora ahogado de agua. De lado a lado, brazada amplia, adioses de cuidadosa limpieza. Carminha premeditando la transparencia lustrísima que consigue iluminar las casas en escombros, ahí mismo del otro lado de la calle. Ya del color de la tierra. Como si una nube de ocre y terracota líquida hubiera venido de los lados del mar a abrir las piernas sobre la calle empedrada. Rayando de tinta la cal salitrosa de las paredes, espesas como murallas. Montones de pequeña argamasa arcillosa, de piedras calizas redondas como zanja, reunidas bajo el peso de las grandes cubiertas talladas por la lengua de un pico excavador. Los techos abultados y partidos bajo un aguacero de abandono. En lo más hondo. En lo más hondo, la transparencia pone estrellas y tornasoles en el cultivo por donde un dedo enorme de pie agigantado parece haber dibujado un rastro y un surco. Y el barranco de olivo y tomillo oloroso y gris, es más lila en la orilla del mar. Atenuado por humo brumoso y crepitante, como si la tierra se estremeciera bajo el sol. Estrella imponderable. Y la ventana limpia ya de todo el polvo y cagadera pequeña espejeara una iluminación adicional. Eso en el alma de Carminha. El brazo va y viene y el metatarso altivo por el estirar de todo el cuerpo erguido haciendo malabares, hace más hondo lo cóncavo de la tabla. Tal vez por ahí se va a desgarrar, a destrenzar el tejido de tallos, chillando por el peso de Carminha. Carminha consigue alcanzar el frente de la ventana donde sospecha que durante la noche siempre han estado patitas de gecos en espera de mosca. Por lo menos las arañas en ocho días ya tejieron una baba de seda filamentosa y pegajosa, y en el fondo del rincón oscuro continúan a la espera de que aterrice sobre el vidrio cualquier volador, por la ilusión del paisaje. En un instante saldrá de la cueva, lanzará un hilo de baba alrededor de la pata, y poco a poco, atormentada por el zum zum del bicho vencido, la araña le succionará las humedades del cuerpo. Carminha encuentra esas moscas de vientre quebrado en lo alto del borde de la ventana, enrolla el paño mojado, introduce en el fino intersticio todo lo que se puede introducir ahí de un cuadrángulo de paño, y, como si le limpiara a un niño los oídos purgando, quita esa basura impertinente que ensucia el rostro de la ventana. Ya tiene una amenaza de dolor en la pierna, un cansancio en la mitad izquierda del seno. Pero la transparencia reverberante es una fascinación. Y del otro lado del vidrio, el rumor de la gente hablando es nada. Vienen las voces subiendo sollozando como oreja de liebre. Nada se entiende de lo que podrán decir, quien habla así en medio de la plaza. Parece un silbido y un acorde de un zapateado español, palmadas de danza en rueda. Carminha deja el paño blanco ya ensuciado de manchas de polvo y mosca, y abre la puerta de par en par delante del sol de fuego. Se ve en el espejo de vidrio. Blanca y lisa, sin residuo de irritación o urticaria. Ceja poco poblada, lejos de los ojos oscuros, y el oscuro de los ojos sobre el azulado del blanco, vidrioso y transparente como verdadero vidrio. Cabello escurrido y pesado como una cola de caballo. Negro, azulado y brillante, reflejo de un ala de cuervo. El espejo imperfecto no le devuelve los colores, y sí los contornos. Pero Carminha sabe por boca de su madre, que no vivían en lo alto de un empedrado rodeado de estercoleros y lagartijas y que cualquier hombre podría cortarse las venas por ella. Se inclina sobre la gran boca del alféizar. Viene de debajo de la plaza, disparada sobre las tejas de los vecinos una tonada desenfrenada, de algo que pasó cerca de la iglesia. Una gineta con barriga llena de creación lamiendo sus barbas todavía pintadas con yema de huevo. Mirando a las personas a través de la jaula con titilaciones de fiera. Tal vez dos arrieros abriendo en público el vientre de las caballas y haciendo que los compradores planten ahí sus ventas para que elijan el mejor pescado. Simplemente un pum de una vecina para que otra vecina lo oyera, lo oliera y se ofendiera. Carminha cerró la ventana por el borde de la batiente. Aun así cerrada, Carminha retorcía el paño y sumergía una cabeza de dedo en la bandejita con espuma. Exactamente por debajo de la boca cerrada, la ventana todavía tenía un orificio. Empujó el paño con el dedo, hurgó lo desconocido con la yema y la uña afilada, y trajo para la zanja del alféizar ala y basura, que siendo de mucho color, formaban un todo grisáceo de desechos. La frescura de la casa, preservada así por los batientes de la ventana clara, era un primor. Apetito de andar descalza sobre los ladrillos rojos del piso. Olor a cosa lavada en el auge del mediodía. Carminha ya vio un capullo de donde salió una mariposa desenvolviendo las alas y sacudiéndose el polen de la barriga aún de larva. Le apetece extenderse. Mostrarse y sacudir el polen de su niñez. Abrir la blusa, desatar los cordones que le aseguran los senos. Agitar las piernas y decir aquí aquí. Pero eso dentro de su capullo de piedra, teja, ladrillo y una ventana de vidrio. Saliendo a la calle la sombra de su padre incógnito la paraliza, le congela la respiración, y perdida en el límite de la sombra de las casas pasa el dedo por las paredes para no cambiar el paso, no enredar las piernas en las telas de la falda. Una condena. Salir de casa calle abajo con la certeza de que no le ha nacido ninguna excrecencia que necesite esconder, se le enredaron en el tercer escalón de losa los ojos y los tobillos. Un mal augurio. Ay no vaya a ser. Saltaría corriendo las losas del empedrado para ver lo que sucedía en la plaza. Porque las voces crecían. Un silbato como de tren silbaba en el aire, y venido de abajo golpeaba en su casa y bajaba por donde había subido como si fuera resorte, y el aire amasado de ondas por el calor de la tierra. O la tierra hirviendo por el calor del aire. Carminha se puso las manos en la cabeza. Alguien le había dicho puta a alguien. Había cabellos pegados a la frente por injurias y griteríos muy rabiosos. Pero en poco tiempo cada cual desmigajaría el pan en la salsa de vinagre, y cumpliría una siesta sofocante sobre un tapete entre las puertas. Para que el viento pasara y evaporara el sudor de las pequeñas faenas. Levantó el encaje debajo de la repisa. Acomodada, guardadora de agua, colocó la bandejita al lado del balde, cada uno para lo necesario. Sacudió el paño paisajeado de desechos arrancados a la verdadera transparencia de una ventana de casa y fue a colgarlo en la hoja de una higuera frondosa, llena de higos iridiscentes y graníticos que a aquella hora del mediodía abrían el ojo, derritiendo una gota de melaza.

 Entonces Manuel Gertrudes dijo. Ah Macário. Ah cuánta cosa. Cómo es posible que venga a aquí para hablarte de lo que acaba de pasar, y te encuentre acostadito como un animal montés. Y después ya de cuclillas dijo. Espalda encorvada. Ningún tapetito debajo de la cabeza, ni un pañito cubriéndote de las moscas. Aquí tumbado como no sé qué. Venía para decirte lo que le acaba de suceder a todos los habitantes. Como un aviso. Y mira nada más, te veo aquí desparramado en el piso, sin moverte como si estuvieras muerto por el flato. Si no te ahogases cuando te pongo la mano en la boca y en las fosas, así rodeado de animales, habría pensado que no tocarías más la mandolina. Y mirando alrededor dijo. Felizmente fui soldado en la primera guerra de este siglo, y viví meses dentro de trincheras, para poder encarar estas adversidades sin desacreditar a dios. Hazte un poco más ligero, hijo de tu madre, que voy a llevarte a tu cama. Ahí acostadito puedes descansar tu cuerpo, y cuando despiertes. Ay, cuando despiertes. Entonces enseguida vengo a contarte lo que pasó en la plaza enfrente de toda la gente. Ahora ya nadie más, Macário. Ahora ya nadie más pone en duda que los ángeles existan. Pero tú. A pesar de todo, tú eres la segunda maravilla. Sólo que te comienzas a marear. A marear y a mirar chueco. Ya nadie controla tu naturaleza. Abres los ojos como si quisieras despertar, o por lo menos comprender durmiendo. Como si tuvieras un ramito de ciprés dejado en tu frente. Ay de mí. Ay de mí. Pareces decir tú.

Manuel Gertrudes le levantaba un hombro por encima de la carona donde había una cubierta de aplicaciones con un medallón de vidrio. Con espejos empañados. Era de antiguas montadas. Los pies caídos dos asas de jarro. Entonces el viejo soldado de guerra, viendo a aquel ay de mí, ay de mí, a quien quisiera comprender, levantarse encabezar la embestida contra los animales feroces que bajaban ya en pleno día, agarró a Macário por los tobillos. Arrastrándolo lentamente, calle afuera y portal adentro. Hasta el lecho de fierro y tinta. Sólo me resta cubrirte la cara con la mano. En lugares así, pienso más en quien debía pensar.

 Para Carminha, antes un forastero. Haciendo erguir la parvada, un forastero que llegara y se pusiera a conversar. Y ella a darle entrada con un golpe en el corazón descompasado que choca con la reja de las costillas. A caballo en un caballo o en un motor. Carminha oí hablar de ti. El caballo parado en la puerta, con la cola en un vaivén sobre las caderas redondas esperando la decisión. O un motor de orejas de metal, ruedas atoradas por una cuña. Ahí en la puerta. Parado en la puerta sin entrar. Un gran deseo de entrar, pero hablando apenas para adentro. Diciéndole a Carminha, supuestamente indecisa. Vengo a buscarte por la cabeza. Hay tierras sin un murito caído. Todo cubierto de colores. Mira. Vine por el olfato. Un faro apurado que me enseñó el camino. Vine con la nariz en el piso, la lengua sobre las piedras, hasta que los cinco sentidos me digan. Es aquí. Traigo el pelo enredado por el polvo de las piedras y de los caminos y el collar de hombre comprimiéndome la manzana de Adán. Nada de confesiones de tu boca. Este dedito adivinó. Cuando comencé a andar ya sabía que tu padre es incógnito, pero que en este poblado nadie ignora quién te engendró. Dicen que fue en el baptisterio. Ahí mismo, bajo las santas imágenes y delante de la cruz del sagrado camino. La décima estación de los martirios. Cuando naciste todos querían mirar tu tripita del ombligo y lo rosita entre tus piernas, exactamente porque esperaban que fuera la Madre Naturaleza pródiga de venganzas. O dios no sería justo. Sé todo. Pero aun así. Tu madre se dejó asaltar docenas de veces incluso bajo las higueras ramosas de los arroyos. Sin embargo, ella nunca dijo ni cuando, ni donde ni cuántas veces. Cuando él se abalanzó ya estabas tu engendrada pero no parida, y tu madre se negó a decir fuera lo que fuera lo que te había pasado. Pero tú sabes mejor que cualquiera que lo haya visto, y desde la más tierna edad de tu discernimiento, que él cabalgaba de madrugada montado sobre una mula, llevando entre las piernas un baúl de hábitos y de más cosas santas. Antes de que entendieras palabras. A fuerza de tanta letanía alrededor de tu cuna de palo. Ya sabías que estabas marcada. Pero la recompensa es ésta. O yo no sea hombre. O mi faro me dice que eres tú la dueña de otra ventana, sobre otra calle, en donde todo fue hecho recientemente y de metal. Resplandeciente. Y mármol. Aquí caen las piedras sobre las piedras como condena. Los saurios se reproducen con la velocidad de lo que se dice y el tamaño de sus huevos. Si entras en una casa de ésas y apenas sopla el aire te caen encima diez mil pedazos de caña, y las tejas quebradas son un lodazal de cascotes. El pozo es tan hondo y tan estrecho que se puede agarrar una moneda, besarle el escudo, tirarla, contar hasta cien, observar el tiempo, y sólo después se oirá un tintineíto fino de metal redondo golpeando el agua. Incluso, porque los moros lo hicieron. De otra forma, uno habría muerto de sed en cuanto el río se secó. Más de cien años. Así un forastero omnisciente que no necesitaba oír para saber, y que no necesitaba saber para hablar. Estos pensamientos en otras palabras son interiores. Pero Carminha ha oído las voces. Suben por lo alto y bajan por lo ancho por el mismo camino. ¿Curiosidad de qué? Si saliera. Tal vez Macário anduviera por las esquinas en tiempo de menguación, y viéndola no se contuviera. Dicen Carminha que a los siete años tenías pelos en la cotorrita como si fueras mujer.

Ah Carminha. Quisiera yo, y tú no morías virgen. A veces nadie le hacía caso. Dejaban que Macário la rondara como quien espera ver los frutos caer del árbol para disfrutarlos podridos de tan maduros. Matilde, la tabernera, en un día de misa, había tomado la tranca. La había levantado sobre la cabeza como si fuera a cavar, y había dicho. Pobre diablo. En esta tierra los domingos hablan las cabalgaduras. Carminha había subido el empedrado corriendo, con un bidoncito en la mano. Había llegado a la casa con la ropa llena de petróleo, y el moco le colgaba como liga entre la nariz y los pómulos. Quemados.

Carminha abre las Manos de Hada que tienen ramificaciones y monogramas en puntadas de todo tipo, desde encajes a puntadas cerradas, remates y presillas. La orden está ahí, se puede elegir cumplirla. Al fondo la madre de pecho abierto y regazo con el delantal colgando, corta con una lámina de acero afilado a los pies de las palmas. La polvareda es un polen enervante que se suelta y provoca prurito a cualquier piel malacostumbrada, y también el olor del azufre del blanqueador. Ahí entre las puertas. Carminha Rosa juntó un montón de palmas sueltas, regulares, las fibras esparcidas sobre los ladrillos de barro picados por las pasadas. Gran barullo de voces, Carminha. Desde que lavé las ventanas, madre. Es un gran griterío como si alguien hubiera llegado. Carminha Rosa sonrió. ¿Llegado? ¿Aquí? Se para entre las puertas y pone la mano en visera. Cuando verdaderamente llegue alguien aquí será por ti. Será. ¿Por mí? Qué locura, madre. Carminha Rosa sabe que su hija tiene dieciocho años, y que, como la redondez de la Tierra, Carminha está por cumplir. Pero los domingos el poblado se queda vacío. Ambas saben que si se estornuda más fuerte las piedras comenzarán a rodar desde las montañas. Si se ríe más alto, los tejados de las casas vacías, pueden caer sobre los tragaluces del piso. Si alguien grita por el calor, el horizonte puede dar estruendos y quebrarse. El poblado va quedando como un huevo marchito. Que hiede, malogrado, y no genera.

Y si el viento fuera más fuerte; podría llevarla. Carminha deja caer sus Manos de Hada, y su madre deposita las fibras sobre las losas cálidas del piso. ¿Quién viene allá? La puerta abierta hacia la calle en donde las zinnias ya son plantas con hoja, está siempre abierta. Pero desde adentro la semioscuridad torna lo blanco grisáceo muy fresco. Un jarrón con la barriga preñada exhalando el agua líquida. Un tapón de corcho. Un vaso de vidrio verde sobre la repisa de los cántaros. A cierta altura su madre se detuvo, con las palmas abiertas entre los dedos. ¿Oyes, Carminha? El motín crecía calle arriba, y ambas tuvieron la seguridad, doble y reforzada, de que algo de lo que había sucedido les incumbía. De un salto esparcieron las palmas. Abrieron de par en par la puerta y vieron que sus vecinos subían.

Jesuína Palha. Al frente. Saltaba de tres en tres las losas como si viniera a cumplir una misión de urgencia. Atrás de ella muchas sin pañuelo. Insultando con palabras acaloradas. En una hilera pequeña, jóvenes y niños venían corriendo ligeros, acompañando el paso de la subida. Llegaron a la puerta en dos grupos. Como si fueran a cercar la entrada. Carminha Rosa mirando a los visitantes de abajo para arriba varias veces, pudo ver que eran seis mujeres, tres muchachas, tres muchachos y ocho niños que ahí estaban colocados. Que alguien escurría sangre de la frente como si hubiera sido alcanzado por una gran pedrada, y que las ropas tenían polvo como si todos los presentes se hubieran involucrado en una lucha cuerpo a cuerpo en el piso. Y Jesuína Palha mirándolas a los ojos. Primero muda. Como si las amenazara, sin conseguir hacer una palabra con la lengua.

Ah hijas de su madre. Que aquí están estas dos dentro de casa sin saber nada de nada. No me digan que no oyeron el barullo de la gente alborotada. Y éstas aquí bajo techo y descansando. Yo. Jesuína Palha. Andaba encendiendo el horno cuando oí a estos tres desgraciados pidiendo ayuda. Pero no dejí que pidieran dos veces. Hice los arbustos a un lado, salté por encima de la pared, agarré una caña larga que ahí tenía a la mano, y me fui hacia donde estaban estos tres queriendo o no intentaban matarla. Sin conseguirlo los pobrecitos. Ah mis amigos. Ah carajo. Ya la familia de esta tierra estaba llegando a la plaza. Ahí. Ellos que digan. Estaban todos sudaditos de tanta pedrada sobre la escurridiza.

 

Ah mis amigos, vecinos de mi alma. Cuando vi a la víbora cerrí los ojos. Alevanté la falda, descargué la caña, una, dos, tres, siete y veinte veces sobre la cabeza del animal. Ella era azul, castaña y delgada. Así. Pero tan larga como una cincha, y se movía como el agua y como el humo se mueven. Parecía un pensamiento. Ahí en el piso. Le di bien unos treinta cañazos sobre la espina y la cabeza. ¿Se los di o no se los di?

Toda la gente venía corriendo a ver a la cobra. Llegué en ese momento. Y venía tan ciega, que ni me percaté de lo que veía.

Y su lengua que parece gancho de cabello, entraba y salía desafíando la caña. Y ella en círculos. En círculos, en círculos sin parar. Toda la gente ya se había levantado de la cama. De sus mesas y otros de sus lavatorios. Para venir a ver a la cobra de esos arbustos que ahí andaba en el terregal de la calle. Bailando debajo de la puntería. Ah sí, hijas de su madre. Toda esta gente lo puede decir. Yo. Yo viendo que ella seguía moviendo su gran cola. Que aquello sólo tiene cabeza y cola. Yo dije. Ahora o nunca, vecinos. Y descargué la caña con toda la fuerza sobre la serpiente. El olor. El olor a cobrum se esparció en el aire, y las vísceras comenzaron a salir por la piel de la puerca.

Nosotros vimos. Le dio con la caña encima y la astuta huía con cautela y se acercaba a la orilla. La vecina con el instrumento en la mano, aplanaba como si cavara el suelo duro del terregal de la calle.

Nadie. Nadie decía un ay ni un jasús. Y aquí estos vecinos sentían ansias y ponían la mano en la boca del animal. Pero yo. Yo los miraba a los ojos y decía. Vete ya, vete ya. Y todavía me levanté la falda hasta las enaguas y alcé el pie para despedazarle los sesos. Pero estos aquí comenzaron a decir que no, no. No, no. Queremos ver la agonía de la serpiente.

Yo ulí el olor a cobrum y el olor era tan fuerte que vumité recargadita en la pared. Todavía allá está la prueba.

Y yo dejí a la víbora en paz, y me incorporé a la rueda que todos los vecinos habían hecho a mi alrededor. Ella sólo movía el cascabelito de la cola, y muy quieta, toda empolvada por el piso, estaba muerta, se le notaba más en los golpes del vientre. Ah vecinos. Y estas dos aquí metidas como si estuvieran por incubar un huevo, y nosotros allá viendo todo. Pues la parte importante va a comenzar ahora. No se pongan a llorar, pero sean testigos de lo que voy a decir. Uno dijo. Jesuína Palha, agárrela por la punta. Y aquel que está allá dijo. Levante bien la caña y métasela por debajo de las vísceras. Y aquel otro dijo.

Presentimos que la cobra no era una simple cobra y tuvimos miedo de ejecutarla.

Póngala en la rama de aquel almendro para que alguna hermana de ésta que quiera entrar a las casas vea lo que le va a pasar. Y yo familia. Agarré la caña. Levanté la caña, bají la caña junto al piso, metí la caña por debajo del cuerpo de la víbora, ‘mpujé para arriba, con fuerza, todo el peso, y la cobra quedó en el aire. Y yo mustré la cobra a toda la gente. ¿Está o no está? Los vecinos se habían tapado la nariz por el olor a cobrum que había en el aire. Pero ay, oh gente. La cobra se enroscó dos veces alrededor de la caña, salió de ella, y volando por encima de nuestros sombreros y de nuestros pañuelos, desapareció en el aire.

La gente dijo. Con fuerza Jesuína. Y levántela bien para que veamos al animal de lado y del vientre.

Voló por el aire. En el aire como si fuera una avecita con plumas. Oh familia. Digan la verdad. Como si fuera una avecita con plumas. Nadie me dejará mentir. Digan si no vieron a la cobra levantarse por el cielo, abrir unas alas de escamas, reflejantes y tornasoles. Digan la verdá. Abrió las alas, y las escamas de la barriga parecían un fuelle de navajas. Saltó por en cima de nuestros ojitos levantando tras de sí un soplo de polvo y de verdes humedades. Fue ahí, vecinos, que yo caí de culo, y estos tres que habían dado el aviso con grandes gritos y estruendos de pedradas, se fueron de hocico, los pobrecitos.

Le salieron dos alas de los laditos como un truco de circo. Sólo que aquí todo lo que nosotros veíamos era verdad. Con nuestros propios ojos.

Dos de ellos sobre el vientre y éste de cabeza, y por eso la sangre le está escurriendo de la rajada que se le abrió. Ah caramba. Desde ayer que me olía a presentimiento de cosas. Andaba así desalmada pero nunca pensí que una cosa así fuera a pasarmi. Voló el animal y ahora. Ahora que tenemos un motivo para llorar no sabemos qué hacer más que andar contándolo a quien no estaba allá. Que ustedes dos se quedan en casa haciendo tejidos y cestos de palma, sin querer saber lo que pasa con los otros. Se quedan aquí limpiando las ventanas a profundidad, y limpiando los desechos debajo del rabo de las gallinas para que no les ensucien la calle. Vean todos. Se viene aquí y uno se encuentra como en el patio de un rey. Ah gente, vayan a mi casa a ver la calle de una mujer trabajadora. Nosotros, que cocemos el pan que comemos, no tenemos tiempo de limpiar la mierda del ganado y de los bichos.

Sí, caramba. ¿Quién no andaba desde hace días con un nudo en las entrañas? También nosotros. Y yo también. ¿Así como un vacío? ¿Así como un sueño espantado? Sí, vecinos, así como un sueño espantado.

¿En dónde tienes la cabeza, oh Carma Rosa? Yo tengo la cabecita metida en el piso. Antes de entrar a la casa raspo la suela de cada zapato en él. Me sacudo bien los talones y listo. Quien no tiene tiempo para mierditas, hace la limpieza sacudiéndose los zapatos. Vámonos, vecinos. Porque la escurridiza de la serpiente si no subió al cielo y era un espíritu debe de estar colgada en alguna parte del algarrobo.

Sí, sólo en esta calle hay mierda en el piso. Sólo en esta casa las mujeres se quedan haciendo manualidades mientras las otras sufren. Por lo visto. Cosas de agave. En medio de la plaza.

Ustedes, Carmas, pueden jactarse de no haber visto esta cosa del otro mundo. Quédense con dios. Vámonos de aquí al pozo a limpiar la sangre del hijo de Hermínia, y a sacudirnos la ropa con guante de crin. Tengo la piel toda erizada, con los vellos al aire, como carne de gallina desplumada. Yo. Vamos andando. Quédense aquí mirándose los piquitos de las tetas que nosotros nos vamos.

Ah qué gran aflicción sentimos todos. Nosotros ahora vamos andando, y vemos al animal. Ponemos el pie y está el animal. Nos tocamos la cara y sentimos al animal. ¿Y yo? No voy a comer durante tres días con esta visión.

Cuando Jesuína Palha terminó de hablar, parecía que todavía estaba dispuesta a recomenzar. Se notaba por la saliva de los labios. Pero ya se oía el sonido de los pasos de los vecinos que daban la espalda y bajaban la loseta de la rampa. Como cascos de caballo de la guardia. Los rabos andando de un lado a otro ahuyentando el silencio. Y el freno desatado debajo de los hocicos. Ah Carminha, inventaron esta sarta de historia para venir a culparnos. Anda el diablo en una tierra en donde el vecino se quiere tragar al vecino. Más te salve a ti, Carminha. ¿Quién va a llorar? ¿De miedo? Allá van ellas como moscas panteoneras en casa limpia zum zum, calle abajo. Paralizada de gente. ¿Una cobra volando en los aires? Oh divina providencia. Si existes y todavía no te atemorizas de tu propia desgracia. Esto merecía un retrato por tanta brutalidad.

 En la casa de palma la paja se acumula en los rinconcitos de las puertas. Tiene dos ventanas duplicadas que nunca cierran los postigos por causa de la humedad que genera la oscuridad. Parece que cualquier ápodo frío y ondulado habría andado ahí rondando por la mañana. Ah, pero sí estuvo, y se subió en la pierna de José Jorge Júnior, abatido entre la piel sin pelo y el pantalón de algodón, fue expulsado de un capirotazo del músculo. El dueño de la casa tiene una cierta vaga idea. Era temprano y ya hacía un calor que freía las paredes. Al principio una comezón suave, como un raspar de dedo de niño, después una lágrima ya fría, que en vez de bajar subiera. Y un tirón suave y con picazón. Habría entonces sacudido la pierna hacia un lado. Y Jesuína Palha, con la caña en la mano, representó lo que la cobra habría sentido. Que la pierna de José Jorge Júnior ya era de madera, sin olor a savia en donde apeteciera picar. La casa también tiene muebles y hay puertas grandes por todas partes, con banderas de vidrio tocando el techo. La claridad atraviesa los compartimientos con su determinación de línea recta, y crea grandes espacios en donde las voces de José Jorge Júnior y los pasos de Esperança Teresa siempre se repiten dos veces.

Hacía diez años que la mujer de José Jorge Júnior, cuando intentaba levantarse sobre la paleta de su asiento, movía la cabeza diciendo que no. Que no podía. Que más suave. Oh salve a la reina. Moriría bocabajo antes que tener que levantarse todas las mañanas para postergar el momento de traspase. Pero él, su gran marido. Contaba con ochenta y siete y venía de otro siglo. Muchos años más viejo que su mujer. Y sin embargo él tenía fuerzas y memoria. Pueden ver. Aún yo levanto esta silla por el respaldo. Y la silla titiritaba en el piso, levantaba las patas de enfrente, las de atrás, subía en una agonía de sollozos y apretones, de furias, y poco a poco, maderas levantadas por la palanca del cúbito. Se acostaba al aire, regazo abierto, asiento a la vista, como derrotada. Tablillas firmes, cruzadas de ventanitas. José Jorge Júnior se sacudía como temblor de tierra, ojos brillantes azules de flama. Después un gran pam terminaba la prueba de esfuerzo. Esperança Teresa decía carambas y carajos, levantaba el objeto del piso. Ella misma en el momento oportuno había sabido desistir. Muda y lenta como un caracol, calentaba agua por la mañana, deslizando una mano por la pared. Pero las maniobras de alcanzar, bajar, desenvolver el pan. Además partirlo y desmigarlo. Le tomaban tiempo. Mucho y todo. Llegaba a dar el café a la hora en que los demás ya comían el almuerzo. Viendo esa decrepitud tan visible por causa de la lentitud, José Jorge Júnior sentado, de tobillos cruzados y rodillas largas, decía alto. Improperios contra la mujer. Hacía más de diez años que ella se descomponía en vida por la casa. Se transformaba en polvo antes de la muerte. Olía a eso por todos lados. Tan fuerte que sólo tapándose la nariz. Cuesta creerlo, Esperancinha. Y hacía el gesto. ¿Alguna vez ella había oído hablar del alfabeto y de las oraciones? Había olvidado todo lo que debería estar guardado en la casa de la memoria. Pero yo. Oh yo. José Jorge Júnior seguía escribiendo. Con el índice. Grandes letras invisibles por las paredes de la casa. Y reconociendo de memoria algunas parábolas del evangelio, las recitaba como si leyera, el misal abierto sobre una rodilla, moviendo la cabeza de lado a lado, gesto de la antigua lectura. Él estaba diciendo que el trabajador dado al vino no se enriquecerá, y que aquel que desprecia las cosas pequeñas caerá poco a poco, cuando fue asaltado por el ruido de las personas horrorizadas, que huían en dirección a sus casas, seguras de haber presenciado el gran prodigio de los tiempos modernos. Porque que un bicho reptil volara con las vísceras de fuera, sólo debería haber pasado en los tiempos bíblicos, muy muy antiguos. En el comienzo del mundo. Cuando los animales feroces hablaban, y dios se escondía atrás de las matas para atraer, y se transformaba en la furia de los elementos y en la sangre de los animales. Todo eso para embrutecer a los incrédulos. José Jorge Júnior a la sombra de la palmera percibió quien gritaba ahí a dos pasos, gritaba desmesuradamente. Apenas conteniendo la voz en la caña de la garganta. Huya, tío José Jorge, métase a la casa, que la víbora desapareció entre las copas de los árboles.

¿Pero en dónde está, oh gente? ¿En dónde está? Cabeza izada sobre el bastón. Y ellos. Ahora, tío José Jorge, ahora, tanto puede estar por dar los últimos estirones en el portal de una casa, como haberse colgado de una cornisa, en la cocina de cualquiera de nosotros. Aturdido por el griterío que pasaba ahí a dos pasos de su calle, puso la mano en visera sobre los lentes puestos. Los relatos de los acudientes eran simultáneos, entrecortados de sofocaciones y ayes. Esperança Teresa se limpió las manos en el delantal sin participar en el espanto. Ah gente, puerca y chismosa, ni los animales del monte se les escapan. Verificó que la tapa de la cisterna estuviera abajo de boca cerrada, no fuera que a la pobre se le ocurriera venir a pudrirse en la poca agua de su depósito. Mil veces antes de sumergirse en las cogitaciones de su vida pasada. Siempre a la mano del recuerdo. Largo y dulcificado. Mientras tanto José Jorge Júnior decía, entrando en casa como si quisiera levantar sillas. Yo sabía, yo sabía. Que alguna cosa me había subido por la pierna esta mañana. Aquí, aquí. Y señalaba el piso de la casa sacudiendo la pierna. Animado por lo sucedido se subió a un banco y pensó que debería iniciar una prueba de memoria.

—Ven acá Esperancinha, siéntate en esta silla y quítate el pañuelo de la cabeza para que oigas sobre lo que todavía me acuerdo de la gente de mi pasado. Oh Esperancinha. El abuelo del abuelo de mi abuelo, que me trajo en el regazo, nació de las hierbitas. Lo encontraron dentro de un cesto como si fuera una mano llena de higos para dar a los puercos. Ahí en el Valle de la Murta en medio de los matagallos y los matapollos. Una vieja muy vieja más vieja que zaragoza, oh Esperancinha. Iba caminando encorvada, piedrita aquí, piedrita ahí, y va y se encuentra aquello con un día de parido, todo lleno de hormigas y royéndose los dedos. Con las encías calvas. Dicen que dijo. Ay jasús, despertí hoy con el trasero mirando al santísimo. Pero acabó por reunir a la gente indolente que entonces ahí estaba.

José Jorge Júnior sabe que su mujer no lo puede oír, pero siempre lo escucha. Y por eso se acerca más a ella, arrastrando el banco hacia allá para subirse de nuevo. Pero antes se quita la placa de dientes y pone la encía roja y abierta sobre la mesa en donde Esperança Teresa descansa un brazo. Las dentaduras de abajo y de arriba, una al lado de la otra, parecen una granada escarchada y comida en siglos pasados. Ahora devuelta al presente.

—La vieja en aquel tiempo ya era bisabuela de una cantidad de bisnietos, oh Esperancinha. Pero tenía una cabra con tetas del tamaño de barricas. De ahí será, pensó la vieja que ése sería el último sacrificio de la vida, y que así, são Luís la limpiaría de un montón de ofensas hechas en vida. Lo trajo para casa, le dio leche de cabra, papilla de maíz, unas cucharadas de camote, y en menos de un rayo mi abuelo aquel comenzó a ponerse gordito, a crecer, a crecer y a desarrollarse como si mamara ¿de una madre?

—Y yo doce veces di a luz, José. ¿Tú te acuerdas? Doce veces. Primero fue Manuel. Después vino Engrácia. Después Saul, después Elói. Después Bento. Después Augusto.

—Tan gordito, alto y hombrudo, que apenas con quince años, Esperancinha, terminó por llamarse José Jorge. Tú bien sabes, oh mujer, que él sólo se llamaba José. Pero dicen que un día él estaba comiendo una algarrobina seca, y una aceituna de sal, como en ese tiempo se comía, y alguien le dijo. Hay ahí una cobra del grosor de un puerco. Huyan todos que se va a comer a alguien. En ese momento ese José agarró una varita que ahí se encontraba recargada en la pared, fue al hoyo desde donde la diabla acechaba a los paseantes, y desencantó al animal, horadando ahí adentro. Así la desencantó, y en menos de un jasús le puso las tripas al sol. Oh Esperancinha. Ya la vieja. Que tenía la edad para ser tatarabuela de él. Viendo que el muchacho que ella había criado con calditos de leche, había matado al animal, dicen que dijo. Ah José. Tú eres pariente de são Jorge, mijo. Y yo te planto ese nombre. Y así José Jorge creció, se juntó y generó a Manuel Jorge. Y Manuel Jorge generó a José Jorge. Y José Jorge a Manuel Jorge que fue mi abuelo, y mi abuelo, Esperancinha, generó a José Jorge que fue mi padre, que me generó a mí, y me dio su nombre, igual, pero me puso Júnior también, que significa niño, para que no se confundan las herencias. Tú sabes, Esperancinha, que más allá de éstos todavía los otros generaron hijos e hijas como nosotros.

—Después de Augusto creí que no podría concebir. Pero eran cosas pasajeras. Misterios de la barriga. Un día quedí de António. Después de Marçal, y de Duarte. Y de Simão. Después el muerto.

Cállate. Se oía un barullo de voces rondando el pueblo y mirando los alrededores de los árboles. Alguien llorando como de asombro. Otro hablando en voz alta, con la seguridad de quien no observa, pero tiene el don de narrar. Esperança Teresa dice que sí, que su marido dice toda la verdad. Los antepasados de su hombre. Uno de ellos fundó el pueblo. El sol bajando y la calma sumiéndose en la calle, delante de la sombra del porche. Por el piso avanzando, avanzando, en dirección a las otras paredes. Una u otra cigarra ya se cansó de cantar.

—Tú bien sabes, Esperancinha, que antes de mis abuelos esto aquí era un desierto. Sólo había ahí en la curva del río un molino viejo, en donde, de noche, asustaban. En este sitio en donde tú plantaste el pie, los matorrales estaban altos, como en aquel tiempo, con leña hasta la cabeza de un hombre. El piso de piedras, y por aquí y por ahí una que otra veredita. Las personas vivían más atrás de los cerros, allá, allá. En la dirección de mi brazo. Se llamaba Vilamurada. Quedaba ahí a unas tres horas andando en dirección del mar. Eso sí. Dicen que era una tierra buena para vivir. Blanca, con producción de almendra bonita, y surcos cultivables. Pero había un pero. Oh Esperancinha. Había un enorme pero. Las tropas de un rey que vivía en Lisboa pasaban por ahí cuatro o cinco veces al año, a galope, hacia los márgenes de Silves y Faro. Pillaban la creación, pisaban el perejil. ¿Oh era así? Resolvieron mis ancestros. Uno de esos que dios lo ayude. Levantar una casa acá en esta orilla del río. En esa altura el río todavía era río, haciendo aquí un codo fangoso. Oh Esperancinha. Todavía hay por allá en la orilla piedras para lavar ropa.

—No señor, nada de eso. Después António, después Marçal, después Duarte. Después Duarte, después Marçal, después el muerto. Después del muerto Simão y David. Anduví ciento ocho meses con la barriga llena. El muerto vino entre Duarte y Simão. El muerto.

—Mi abuelo se fue de Vilamurada con la mujer y los hijos, entre ellos mi antepasado más cercano, aun pequeño, pensando que nunca más tendría vecinos. Pero se equivocaron, oh Esperancinha. Él se equivocó y su mujer también. Porque los otros vecinos se sintieron tan solos sin nuestra familia que comenzaron a seguir los pasos de mi abuelo. Oh Esperancinha. Dicen que fue un ponte a andar.

—Llegó como los demás, lleniiito de sebo y sangre. Pero muerto. Todavía un día antes lo sentí inquieto. Pero murió apretado en la boca del cuerpo. Y la mujer diciendo. Puje, puje. Qué pujar ni que pujar. Se me estaban quedando clavadas las manos en las orillas del lecho, de tanta fuerza que hacía. Pero dios ya lo había llamado. Serafincito. Nunca le vimos los ojitos abiertos.

—Maldición. Oh Esperancinha. Dos primaveras después cuando los soldados del rey, que vivía en Lisboa, pasaron por Vilamurada de camino a Tavira, en donde estaban enclavadas dos galeras italianas, los sinvergüenzas sólo encontraron gallineros y pocilgas. Los puercos y las gallinas, en esa altura, ya andaban piando y gruñendo aquí en la tierra en la que tú naciste. Oh Esperancinha.

—Te recuerdas mucho tú del serafincito. Pero yo, soy la madre. El serafincito fue encomendado entre Duarte y Simão. Ay mi buen jasús. Aunque no le vi los ojos, aún hasta hoy me recuerdo. Con la boquita cerrada. Sin bautizo. Yo viendo las mechitas torcidas prendidas. Yo me recuerdo. Está en el limbo, alumbrado con mechas de aceite. El serafín.

—Pero a los sinvergüenzas poco les importó. A la distancia de un estornudo había otros poblados. Hacia las orillas del mar. Era sólo cuestión