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El discreto (1646) es una de las obras maestras de Baltasar Gracián, concebida como complemento a su tratado anterior, El héroe. Mientras que en aquel se delineaba la figura del hombre extraordinario y excepcional, aquí Gracián perfila el ideal del hombre prudente, equilibrado y sabio: el "discreto". Esta figura encarna la excelencia no tanto por la grandeza exterior, sino por la perfección interior y la habilidad para conducirse con acierto en la vida social y política. La obra está compuesta por una serie de capítulos en los que se enumeran y describen las cualidades del discreto. Entre ellas se destacan la prudencia, el buen juicio, la elegancia en el trato, la agudeza del entendimiento, la moderación, la firmeza de carácter y la capacidad de adaptación a las circunstancias. El discreto sabe equilibrar virtudes opuestas, domina las apariencias sin caer en la superficialidad y maneja con maestría la palabra y el silencio. Más que un manual de conducta, el texto es un verdadero retrato moral e intelectual, cargado de sentencias, aforismos y agudezas, propios del estilo conciso y denso de Gracián. A través de estas máximas, el autor construye un ideal humano que combina el saber con la acción, el ingenio con la prudencia, y que se presenta como modelo a seguir para quienes buscan sobresalir en la vida cortesana y en la sociedad del Siglo de Oro. Baltasar Gracián (1601–1658), jesuita y escritor aragonés, es uno de los grandes pensadores del Barroco español. Su obra, marcada por la brevedad sentenciosa y la agudeza conceptual, influyó en filósofos y escritores posteriores, desde Schopenhauer hasta Nietzsche. El discreto se integra dentro de su proyecto mayor, culminado en El Criticón, donde desarrolló de forma alegórica su visión de la vida humana como un camino de perfeccionamiento y prudencia.
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Seitenzahl: 149
Veröffentlichungsjahr: 2025
Baltasar Gracian
EL DISCRETO
GENIO E INGENIO
DEL SEÑOREO EN EL DECIR Y EN EL HACER
HOMBRE DE ESPERA
DE LA GALANTERÍA
HOMBRE DE PLAUSIBLES NOTICIAS
NO SEA DESIGUAL
EL HOMBRE DE TODAS HORAS
EL BUEN ENTENDEDOR
NO ESTAR SIEMPRE DE BURLAS
HOMBRE DE BUENA ELECCIÓN
NO SER MARAVILLA
HOMBRE DE BUEN DEJO
HOMBRE DE OSTENTACIÓN
NO RENDIRSE AL HUMOR
TENER BUENOS REPENTES
CONTRA LA FIGURERIA
EL HOMBRE EN SU PUNTO
DE LA CULTURA Y ALIÑO
HOMBRE JUICIOSO Y NOTANTE
CONTRA LA HAZAÑERÍA
DILIGENTE E INTELIGENTE
DEL MODO Y AGRADO
ARTE PARA SER DICHOSO
CORONA DE LA DISCRECIÓN
CULTA REPARTICIÓN
Baltasar Gracián
1601-1658
Baltasar Graciánfue un escritor y pensador español del Siglo de Oro, ampliamente reconocido como uno de los más influyentes moralistas y teóricos de la literatura barroca. Nacido en Belmonte, en el Reino de Aragón, Gracián es conocido por sus obras que exploran temas como la prudencia, la ética, la política y el arte de vivir con sabiduría en un mundo complejo y engañoso. Su estilo aforístico, lleno de agudeza y condensación conceptual, lo convirtió en una figura central de la prosa barroca europea y en un referente para pensadores posteriores como Schopenhauer y Nietzsche.
Infancia y Educación
Baltasar Gracián nació en una familia humilde y, desde joven, fue orientado hacia la vida religiosa. Ingresó en la Compañía de Jesús y se formó en filosofía, letras y teología, destacando por su inteligencia y su talento retórico. Su formación jesuítica le proporcionó una sólida base intelectual que marcaría toda su obra. Aunque dedicó gran parte de su vida a tareas religiosas y académicas, su vocación más profunda se manifestó en la escritura y en la reflexión moral.
Carrera y Contribuciones
La producción literaria de Gracián se caracteriza por su brevedad, densidad conceptual y tono moralizante. Entre sus obras más destacadas se encuentran El Héroe (1637), El Político (1640), El Discreto (1646) y, sobre todo, El Criticón (1651-1657), considerada su obra maestra.
El Criticón es una extensa alegoría de la vida humana, narrada a través del viaje de dos personajes, Andrenio y Critilo, que representan la juventud impulsiva y la madurez reflexiva. La obra explora la lucha entre la apariencia y la verdad, la virtud y el vicio, y el destino del hombre en un mundo de engaños.
Otro de sus textos fundamentales, Oráculo manual y arte de prudencia (1647), es una colección de aforismos que ofrecen consejos prácticos sobre cómo actuar con sabiduría y astucia en la vida social y política. Esta obra ha trascendido fronteras y épocas, convirtiéndose en un manual universal de conducta y estrategia personal.
Impacto y Legado
Gracián revolucionó la prosa de su tiempo mediante un estilo conciso, lleno de metáforas y paradojas, propio del conceptismo barroco. Sus reflexiones sobre la prudencia, la discreción y la habilidad para desenvolverse en la vida ejercieron una influencia duradera en la filosofía y la literatura europeas. Schopenhauer, por ejemplo, tradujo el Oráculo manual al alemán y lo consideraba una obra de sabiduría incomparable. Nietzsche, a su vez, lo valoró como un maestro del pensamiento aforístico.
El impacto de Gracián radica en su capacidad de sintetizar la complejidad de la existencia en frases breves y penetrantes, anticipando formas modernas de pensamiento crítico y práctico. Su visión de la vida como un terreno de lucha y estrategia lo vincula con corrientes posteriores de filosofía existencial y con la teoría política.
Baltasar Gracián murió en 1658 en Tarazona, tras una vida marcada por tensiones con la Compañía de Jesús debido a la naturaleza de sus escritos, que a menudo chocaban con las restricciones de su orden. Aunque en vida enfrentó censura y críticas, su obra alcanzó una posteridad notable y hoy es considerada fundamental dentro del pensamiento barroco y de la literatura universal.
Gracián legó una visión penetrante y realista del ser humano, donde la prudencia, la inteligencia y la estrategia aparecen como virtudes indispensables para sobrevivir en un mundo hostil y engañoso. Su escritura, cargada de agudeza y densidad conceptual, continúa inspirando a lectores y pensadores, consolidando su figura como uno de los grandes maestros de la sabiduría práctica y literaria de Occidente.
Sobre la obra
El discreto (1646) es una de las obras maestras de Baltasar Gracián, concebida como complemento a su tratado anterior, El héroe. Mientras que en aquel se delineaba la figura del hombre extraordinario y excepcional, aquí Gracián perfila el ideal del hombre prudente, equilibrado y sabio: el “discreto”. Esta figura encarna la excelencia no tanto por la grandeza exterior, sino por la perfección interior y la habilidad para conducirse con acierto en la vida social y política.
La obra está compuesta por una serie de capítulos en los que se enumeran y describen las cualidades del discreto. Entre ellas se destacan la prudencia, el buen juicio, la elegancia en el trato, la agudeza del entendimiento, la moderación, la firmeza de carácter y la capacidad de adaptación a las circunstancias. El discreto sabe equilibrar virtudes opuestas, domina las apariencias sin caer en la superficialidad y maneja con maestría la palabra y el silencio.
Más que un manual de conducta, el texto es un verdadero retrato moral e intelectual, cargado de sentencias, aforismos y agudezas, propios del estilo conciso y denso de Gracián. A través de estas máximas, el autor construye un ideal humano que combina el saber con la acción, el ingenio con la prudencia, y que se presenta como modelo a seguir para quienes buscan sobresalir en la vida cortesana y en la sociedad del Siglo de Oro.
Baltasar Gracián (1601–1658), jesuita y escritor aragonés, es uno de los grandes pensadores del Barroco español. Su obra, marcada por la brevedad sentenciosa y la agudeza conceptual, influyó en filósofos y escritores posteriores, desde Schopenhauer hasta Nietzsche. El discreto se integra dentro de su proyecto mayor, culminado en El Criticón, donde desarrolló de forma alegórica su visión de la vida humana como un camino de perfeccionamiento y prudencia.
Elogio
Estos dos son los ejes del lucimiento discreto; la naturaleza los alterna y el arte los realza. Es el hombre aquel célebre microcosmo, y el alma, su firmamento. Hermanados el genio y el ingenio, en verificación de Atlante y de Alcides, aseguran el brillar, por lo dichoso y lo lucido, a todo el resto de prendas.
El uno sin el otro fue en muchos felicidad a medias, acusando la envidia o el descuido de la suerte. Plausible fue siempre lo entendido, pero infeliz sin el realce de una agradable genial inclinación; y al contrario, la misma especiosidad del genio hace más censurable la falta del ingenio.
Juiciosamente algunos, y no de vulgar voto, negaron poderse hallar la genial felicidad sin la valentía del entender; y lo confirman con la misma denominación de genio, que está indicando originarse del ingenio; pero la experiencia nos desengaña fiel, y nos avisa sabia, con repetidos monstruos, en quienes se censuran barajados totalmente.
Son culto ornato del alma, realces cultos; mas lo entendido, entre todos corona la perfección. Lo que es el sol en el mayor, es en el mundo menor el ingenio. Y aun por eso fingieron a Apolo, dios de la discreción. Toda ventaja en el entender lo es en el ser; y en cualquier exceso de discurso no va menos que el ser más o menos persona.
Por lo capaz se adelantó el hombre a los brutos y los ángeles al hombre, y aun presume constituir en su primera formalísima infinidad a la misma divina esencia. Tanta es la eminente superioridad de lo entendido.
Un sentido que nos falte, nos priva de una gran porción de vida y deja como manco el ánimo. ¿Qué será faltar en muchos un grado en el concebir y una ventaja en el discutir, que son diferentes eminencias?
Hay a veces entre un hombre y otro casi otra tanta distancia como entre el hombre y la bestia, si no en la substancia, en la circunstancia; si no en la vitalidad, en el ejercicio de ella.
Bien, pudiera de muchos exclamar crítica la vulpeja: ¡Oh, testa hermosa, mas no tiene interior! En ti hallo el vacuo que tantos sabios juzgaron imposible.
Sagaz anatomía mirar las cosas por dentro; engaña de ordinario la aparente hermosura, dorando la fea necedad; y si callare, podrá desmentir el más simple de los brutos a la más astuta de ellas, conservando la piel de su apariencia. Que siempre curaron de necios los callados, ni se contenta el silencio con desmentir lo falto, sino que lo equivoca en misterioso.
Pero el galante genio se vio sublimado a deidad en aquel, no solamente cojo, sino ciego tiempo, para exageración de su importancia a precio de su eminencia; los que más moderadamente erraron, lo llamaron inteligencia asistente al menor d e los universos. Cristiano ya el filosofar, no le distingue de una tan feliz cuanto superior inclinación.
Sea, pues, el genio singular, pero no anómalo; sazonado, no paradojo; en pocos se admira como se desea, pues ni aun el heroico se halla en todos los príncipes, ni el culto en todos los discretos.
Nace de una sublime naturaleza, favorecida en todo de sus causas; supone la sazón del temperamento para la mayor alteza de su ánimo, débesele la propensión a los bizarros asuntos, la elección de los gloriosos empleos, ni se puede exagerar su buen delecto.
No es un genio para todos los empleos, ni todos los puestos para cualquier ingenio, ya por superior, ya por vulgar. Tal vez se ajustará aquél y repugnará éste, y tal vez se unirán entrambos, o en la conformidad o en la desconveniencia.
Engaña muchas veces la pasión, y no pocas la obligación, barajando los empleos a los genios; vistiera prudente toga el que desgraciado arnés; aforismo acertado el de Quitón, conocerse y aplicarse.
Comience por sí mismo el discreto a saber, sabiéndose; alerta a su Minerva, así genial como discursiva, y dele aliento si es ingenua. Siempre fue desdicha el violentar la cordura, y aun urgencia alguna vez, que es un fatal tormento, porque se ha de remar entonces contra las corrientes del gusto, del ingenio y de la estrella.
Hasta en los países se experimenta esta connatural proporción, o esta genial antipatía; más sensiblemente en las ciudades, con fruición en unas, con desazón en otras; que suele ser más contrario el porte al genio que el clima al temperamento. La misma Roma no es para todos genios ni ingenios, ni a todos se dio gozar de la culta Corinto. Lo que es centro para uno, es para el otro destierro; y aun la gran Madrid algunos la reconocen madrastra. ¡Oh, gran felicidad topar cada uno y distinguir su centro! No anidan bien los grajos entre las musas, ni los varones sabios se hallan entre el cortesano bullicio, ni los cuerdos en el áulico entretenimiento.
En la variedad de las naciones es donde se apuran al contraste de tan varios naturales y costumbres. Es imposible combinar con todas, porque, ¿quién podrá tolerar la aborrecible soberbia de ésta, la despreciable liviandad de aquélla, lo embustero de la una; lo bárbaro de la otra, si no es que la conformidad nacional en los mismos achaques haga gusto de lo que fuera violencia?
Gran suerte es topar con hombres de su genio y de su ingenio; arte es saberlos buscar; conservarlos, mayor; fruición es el conversable rato, y felicidad la discreta comunicación, especialmente cuando el genio es singular, o por excelente o por extravagante; que es infinita su latitud, aun entre los dos términos de su bondad o su malicia, la sublimidad o la vulgaridad, lo cuerdo o lo caprichoso; unos comunes, otros singulares.
Inestimable dicha cuando diere lugar lo precioso de la suerte a lo libre de la elección, que ordinariamente aquélla se adelanta y determina la mansión, y aun el empleo; y lo que más se siente, la misma familiaridad de amigos, sirvientes y aun corteses, sin consultarlo con el genio; que por esto hay tantos quejosos de ella, penando en prisión forzosa y arrastrando toda la vida ajenos yerros.
Cuál sea preferible en caso de carencia o cuál sea ventajoso en el de exceso, el buen genio o el ingenio hace sospechoso el juicio. Puede mejorarlos la industria o rechazarlos el arte. Primera felicidad participarlos en su naturaleza heroicos, que fue sortear alma buena. Malograron esta dicha muchos magnates, errando la vocación de su genio y de su ingenio.
Compítense de extremos uno y otro, para ostentar a todo el mundo, y aun a todo el tiempo un coronado prodigio en el príncipe, nuestro señor, el primero Baltasar y el segundo Carlos, porque no tuviese otro segundo, que a sí mismo y él solo se fuese primero. ¡Oh, gloriosas esperanzas, que en tan florida primavera nos ofrecen católico Julio de valor, y aun Augusto de felicidad!
Discurso académico
Es la humana naturaleza aquella que fingió Hesiodo Pandora. No la dio Palas la sabiduría, ni Venus la hermosura; tampoco Mercurio la elocuencia, y menos Marte el valor; pero sí el arte, con la cuidadosa industria, cada día la van adelantando con una y otra perfección. No la coronó Júpiter con aquel majestuoso señorío en el hacer y en el decir que admiramos en algunos; dióselo la autoridad conseguida con el crédito, y el magisterio alcanzado con el ejercicio.
Andan los más de los hombres por extremos. Unos tan desconfiados de sí mismos, o por naturaleza propia o por malicia ajena, que les parece que en nada han de acertar, agraviando su dicha y su caudal, siquiera en no probarlo; en todo hallan qué temer, descubriendo antes los topes que las conveniencias; y ríndense tanto a esta demasía de poquedad, que no atreviéndose a obrar por sí, hacen procura a otros de sus acciones y aun quereres. Y son como los que no se osan arrojar al agua sino sostenidos de aquellos instrumentos que comúnmente tienen de viento lo que les falta de sustancia.
Al contrario, otros tienen una plena satisfacción de sí mismos; vienen tan pagados de todas sus acciones, que jamás dudaron, cuanto menos condenaron alguna. Muy casados con sus dictámenes, y más cuanto más erróneos; enamorados de sus discursos, como hijos más amados cuanto más feos; y como no saben de recelo, tampoco de descontento. Todo les sale bien, a su entender; con esto viven contentísimos de sí, y mucho tiempo, porque llegaron a una simplicísima felicidad.
Entre estos dos extremos de imprudencia se halla el seguro medio de cordura; y consiste en una audacia discreta, muy asistida de la dicha.
No hablo aquí de aquella natural superioridad, que señalamos por singular realce al héroe, sino de una cuerda intrepidez, contraria al deslucido encogimiento, fundada, o en la comprensión de las materias, o en la autoridad de los años, o en la calificación de las dignidades, que en te de cualquiera de ella puede uno hacer y decir con señorío.
Hasta las riquezas dan autoridad. Dora las más veces el oro las necias razones de sus dueños, comunica la plata su argentado sonido a las palabras, de modo que son aplaudidas las necedades de un rico, cuando las sentencias de un pobre no son escuchadas.
Pero la más ventajosa superioridad es la que se apoya en la adecuada noticia de las cosas, del continuo manejo de los empleos. Hácese uno primero señor de las materias, y después entra y sale con despejo; puede hablar con magistral potestad, y decir como superior a los que atienden; que es fácil señorearse de los ánimos después de los puntos primeros.
No basta la mayor especulación para dar este señorío, requiérese el continuado ejercicio en los empleos; que de la continuidad de los actos se engendra el hábito señoril.
Comienza por la naturaleza y acaba de perfeccionarse con el arte. Todos los que lo consiguen se hallan las cosas hechas, la superioridad misma les da facilidad, que nada les embaraza; de todo salen con lucimiento. Campean al doble sus hechos y sus dichos; cualquiera medianía, socorrida del señor, pareció eminencia, y todo se logra con ostentación.
Los que no tienen esta superioridad entran con recelo en las ocasiones, que quita mucho del lucimiento, y más si se diere a conocer; del recelo nace luego el temor, que destierra criminalmente la intrepidez, con que se deslucen y aun se pierden la acción y la razón. Ocupa el ánimo de suerte que le priva de su noble libertad, y sin ella se ataja el discurrir, se hiela el decir y se impide el hacer, sin poder obrar con desahogo, de que pende la perfección.
El señorío en el que dice, concilia luego respeto en el que oye; hácese lugar en la atención del más critico, y apodérase de la aceptación de todos. Ministra palabras y aun sentencias al que dice, así como el temor las ahuyenta, que un encogimiento basta a helar el discurso, y aunque sea un raudal de elocuencia, lo embarga la frialdad de un temor.
El que entra con señorío, ya en la conversación, ya en el razonamiento, pácese mucho lugar y gana ya de antemano el respeto; pero el que llega con temor, él mismo se condena de desconfiado y se confiesa vencido; con su desconfianza da pie al desprecio de los otros, por lo menos a la poca estimación.
Bien es verdad que el varón sabio ha de ir deteniéndose, y más donde no conoce; entra con recato sondando los fondos, especialmente si presiente profundidad, como lo encargaremos en nuestros Avisos al varón atento.
Con los príncipes, con los superiores y con toda gente de autoridad, aunque conviene y es preciso reformar esta señoril audacia; pero no de modo que dé en el otro extremo de encogimiento. Aquí importa mucho la templanza, atendiendo a no enfadar por lo atrevido, ni deslucirse por lo desanimado; no ocupe el temor de modo que no acierte a parecer, ni la audacia se haga sobresalir.