El dolor de Dios - Slavoj Zizek - E-Book

El dolor de Dios E-Book

Slavoj Zizek

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Beschreibung

En "El dolor de Dios. Inversiones del Apocalipsis", el brillante teórico marxista Slavoj Zizek y el teólogo radical Boris Gunjević no nos ofrecen un texto religioso, sino una investigación crítica, una obra de fe no en Dios, sino en la inteligencia humana. Con su fervor contagioso y su talento para las conexiones inusitadas, Zizek pone a prueba el supuesto ateísmo de Occidente y se plantea la desconcertante posibilidad de la existencia de un Dios todopoderoso que sufre y reza. Recogiendo el guante lanzado por Zizek, Gunjević hace un llamamiento revolucionario a la creación de una teología capaz de acabar con la astuta "esclavización del deseo" impuesta por el capitalismo. Valiéndose de ejemplos elocuentes y empleando una lógica penetrante, Zizek y Gunjević convocan a pensadores que van desde San Agustín hasta Lacan, y abordan cuestiones que abarcan desde la ética cristiana frente a la ética "pagana" hasta la "lucha de clases" en el Corán y el papel de los sexos en el Islam. Examinan y diseccionan la fe hoy, y sacuden los cimientos de las tradiciones monoteístas.

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Akal / Pensamiento crítico / 25

Slavoj Žižek y Boris Gunjević

El dolor de Dios

Inversiones del Apocalipsis

Diseño de portada

RAG

Traducción

Francisco López Martín

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

God in Pain. Inversions of Apocalypse

Publicado originalmente por Seven Stories Press, Nueva York (EEUU), 2012

© Slavoj Žižek y Boris Gunjević, 2013

© Ediciones Akal, S. A., 2013

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3867-2

Introducción

La mistagogía de la revolución

Boris Gunjević1

El camino del hombre honrado está por todas partes rodeado por las iniquidades de los egoístas y la tiranía de los malvados. Bendito aquel que, en nombre de la caridad y la buena voluntad, guía a los débiles por el valle de las sombras, porque en verdad es el guardián de su hermano y el que encuentra a los niños perdidos. Con terrible venganza y furiosa ira caeré sobre aquellos que intenten envenenar y destruir a mis hermanos. Y sabrán que yo soy el Señor cuando ejecute en ellos mi venganza.

Ezequiel 25, 172

En su primera versión, este libro consistía en una recopilación de materiales inéditos procedentes de un debate sobre «La monstruosidad de Jesucristo» mantenido entre Slavoj Žižek y John Milbank. Después de que Bog na mukama («El dolor de Dios») apareciera en croata en 2008, algunos amigos nos animaron a publicarlo en los Estados Unidos. Con ese fin, Žižek ofreció varios ensayos nuevos, y esos cambios alteraron hasta cierto punto el concepto del libro, aunque no su sustancia. El proyecto se concibió no como una polémica, sino como una reflexión, una conversación entre un filósofo y un teólogo, un psicoanalista y un sacerdote, que, a primera vista, nada tienen en común.

Vivo y escribo en una frontera. Esta frontera –entre el Este y el Oeste, los Balcanes y el Mediterráneo, Europa occidental y Europa oriental– ofrece una perspectiva específica sobre la teología, acerca de la que he escrito en otra parte3. Desde el constructo ideológico conocido como transición (nada más que una ocasión para una violencia y un pillaje de proporciones bíblicas, so capa de la salvaguarda de los intereses nacionales y los valores tradicionales) y desde un lugar en el que católicos, ortodoxos, musulmanes y judíos han vivido durante siglos en un conflicto soterrado, me gustaría hablar junto a esos individuos y movimientos violentamente arrojados a los márgenes del discurso, apartados de la historia a su periferia, allí donde la historia se mofa de toda geografía. En esta parte del mundo no han faltado esa clase de movimientos e individuos heterogéneos: corrientes heréticas como los bogomilos, los patarenos, los cristianos bosnios, los apostólicos, los seguidores de John Wycliffe, las sectas anabaptistas radicales o movimientos heteróclitos como los sacerdotes glagolíticos, los husitas, los calvinistas y los luteranos, entre los que me cuento. Su teología, si es que existe, está escrita con sangre. La frontera en la que vivo, en un terreno «intermedio», ha acogido y protegido en un periodo de tiempo relativamente breve (y digo esto con no poco orgullo) a dos auténticos aspirantes a Mesías, que se sintieron como en casa en este rincón psicogeográfico del mundo. El primero fue fray Dulcino, un mesías y progenitor de los franciscanos radicales conocidos como los Hermanos Apostólicos, que vivió en Split y Ulcinj, dos ciudades situadas en la costa adriática. El segundo, más conocido, fue Sabbatai Zevi, un converso al islam, un mesías judío que practicó la fe judía en secreto hasta su repentina muerte entre los legendarios piratas de Ulcinj.

Esta zona fronteriza, este ámbito «intermedio», es una manifestación del sistema de coordenadas que estoy estableciendo entre dos historias. La primera tiene relación con el discurso de Lenin en el Congreso de Trabajadores del Transporte de Todas las Rusias de 1921; la segunda, con el comentario de Boccaccio de un sueño sobre Dante. Este libro surgió en un hueco dentro del sistema de coordenadas, hueco que puede perfilarse por medio de estas historias sin relación aparente.

I

Antes de comenzar uno de sus habituales discursos enardecedores, Lenin se dirigió a los trabajadores del transporte con un comentario digno de mención. Mientras cruzaba la sala, en la que se habían reunido más de mil asistentes al congreso, había visto un cartel con el eslogan «El reino de los trabajadores y los campesinos durará eternamente». No era de extrañar –dijo Lenin– que el cartel estuviera «apartado en un rincón»: los trabajadores que lo habían redactado seguían –en general– sin tener claros los fundamentos del socialismo incluso tres años y medio después de la Revolución de Octubre. Tras la batalla final y decisiva –explicó–, no habría una división entre los trabajadores y los campesinos, pues todas las clases sociales quedarían abolidas. Mientras hubiera clases, habría revolución. Aunque se hubiera relegado el cartel a un rincón, los eslóganes más difundidos manifestaban una evidente falta de comprensión. Pocos trabajadores entendían contra qué o contra quién libraban una de las últimas batallas decisivas de la revolución. Lenin había ido al congreso para hablar precisamente sobre esa cuestión.

¿Qué tiene de destacable esta digresión introductoria? En primer lugar, Lenin no reparó en que el mensaje del cartel podía entenderse en un sentido más atrevido. Podemos interpretarlo como una forma de subversión teológica. La idea de que el reino de los trabajadores y los campesinos no tendrá fin y será eterno no procede de la ontología del materialismo, para la que la materia es eterna. No, es una fórmula claramente teológica, enunciada e invocada por la existencia del credo niceno-constantinopolitano, uno de los documentos cristianos más importantes que se han escrito. El credo es una regla de la fe y la práctica cristianas con la que los trabajadores parecían familiarizados, probablemente como parte de la herencia de la Rusia prerrevolucionaria. Desde luego, el cartel deja claro que no habían comprendido el sentido de la revolución. En eso, Lenin tenía razón. Sin embargo, Lenin no entendió completamente en qué radicaba el error de aquellos hombres.

Lenin estaba convencido de que, para convertir a los trabajadores del transporte en un proletariado auténtico al servicio de la revolución, había que decirles lo que tenían que pensar y hacer. Había que poner la filosofía de la revolución al servicio de un proletariado que no la comprendía. Para demostrarlo, basta con pensar en el momento más trágico de la Revolución rusa: la rebelión de Kronstadt, que Lenin deplora un poco después en su discurso. El aplastamiento de la rebelión no fue sino una ofensiva del partido contra aquellos a los que había que eliminar a toda costa, es decir, los que no estaban de acuerdo con Lenin. Sin duda, Georg Lukács tiene razón cuando afirma que cualquiera que sea la conclusión a la que lleguen los teóricos del discurso revolucionario mediante sus poderes intelectuales y su trabajo espiritual, el proletario estará ya ahí lisa y llanamente porque es miembro del proletariado (por supuesto, siempre y cuando recuerde cuál es su verdadera clase social y asuma las consecuencias que de ello se derivan). Dicho de otro modo, Lukács nos advierte de la superioridad ontológica del proletariado sobre los intelectuales, que ocupan el plano óntico de la revolución, aunque se pueda tener la impresión opuesta. Los trabajadores que participan directamente, desde el principio hasta el final, en el proceso de producción –con ayuda de una camaradería genuina y en una vida de «comunidad espiritual», como dice Lukács– son los únicos capaces de cumplir la misión de movilizar las fuerzas revolucionarias en un proceso ajeno a las intrigas, al afán de ascenso social o a la burocracia. Dichos trabajadores reconocen y apartan a los oportunistas y los bribones, y alientan a los indecisos4. Al explicar en su discurso a los trabajadores del transporte lo que deben pensar y cómo deben obrar, Lenin hace todo lo contrario.

Lev Trotski lo vio enseguida. En un estudio de los aspectos de la vida cotidiana5, afirma que el trabajador está atrapado entre el vodka, la iglesia y el cine. Aunque considera que los tres son narcóticos que dañan al proletariado, coloca al cine en una categoría aparte. En comparación con ir a la taberna y beber hasta quedar en estado de estupor, o en acudir a la iglesia, donde la costumbre y la monotonía del ritual hacen que siempre se interprete el mismo drama, resulta preferible el cine, cuyo papel es completamente distinto. La gran pantalla ofrece una teatralidad más poderosa que la de iglesia, que seduce con su experiencia escénica milenaria. El cine se reviste con un atuendo más valioso que las vestiduras de la iglesia, y su jerarquía es más variada; divierte, educa y produce una fuerte impresión. Anula cualquier anhelo religioso y es el mejor modo de contrarrestar la influencia de la taberna y de la iglesia. Por eso, según Trotski, habría que utilizarlo como un instrumento para controlar a la clase trabajadora. Dicho de otro modo, a Trotski le parece que la seducción del espectáculo forma parte esencial de la práctica y el discurso revolucionarios.

Aquí tenemos, en pocas palabras, el argumento contra la crítica de Lenin al cartel que vio en el congreso. Al tener que explicar a los trabajadores del transporte lo que se esperaba de ellos, los purga del discurso revolucionario, y, una vez eliminados, debe sustituirlos por otros, ya que, sin trabajadores, no puede haber revolución ni historia. Lenin defiende cierta clase de pedagogía que invariablemente fracasa y se anula a sí misma, esencialmente porque no logra inculcar ninguna clase de virtud. Ese es el error fundamental de su discurso en el Congreso de los Trabajadores del Transporte, en un momento en que la Revolución de Octubre seguía oficialmente en marcha.

La revolución no triunfó porque no inculcó ninguna virtud ni estaba moldeada por virtud alguna. Lo más general que cabe decir es que la revolución misma constituye una forma de virtud. Sin embargo, esta afirmación resulta casi mística, y, por tanto, solo nos queda proclamar que el terror revolucionario es una virtud, lo cual es, evidentemente, ridículo. Llegados a este punto, no hay ninguna razón para no coincidir con la idea profética de Saint-Just de que los que no abrazan ni el terror revolucionario ni la virtud caen inevitablemente en la corrupción, consecuencia inevitable de no elegir ninguna de esas dos posibilidades.

La única virtud de la revolución está en sí misma. Por eso culmina en éxtasis ocasionales, en orgías de pura violencia que no reciben castigo alguno. Demasiado a menudo, eso trae como consecuencia el abandono del ideal revolucionario, con lo que el proletariado se descalifica por diversas razones: hambruna, líderes mediocres, chanchullos dentro del partido y la burocracia, liderazgo ineficaz entre los revolucionarios del país deseosos de escalar posiciones dentro de la nomenklatura. Trotski atribuye todo esto al vodka y a la iglesia.

Parece que un proletariado sin virtud se despoja de sus privilegios y se descalifica a sí mismo. Sin embargo, la revolución no puede hacerse sin un proletariado. El discurso revolucionario presupone un sacrificio –y, si consideramos que tal cosa es una virtud en el marco de la revolución de Lenin, debemos tener en cuenta que siempre se trata de sacrificar a otros en nombre de un tercero–, así que no es de extrañar que los «revolucionarios profesionales» parezcan nihilistas hedonistas y frustrados. Toda revolución está condenada al fracaso si carece de virtud, de un ascetismo participativo ad hoc que adquiera un carácter trascendente, de una dimensión intrínseca de ejercicio espiritual o de lo que Michel Foucault llama «tecnologías del yo». La revolución sin virtud está atrapada necesariamente entre la locura orgiástica y violenta y el autismo estatal y burocratizado.

Todo indica que Trotski tenía razón cuando dijo que el hombre no vive solo de política, en clara alusión a la historia de la tentación de Jesucristo que se relata en el Evangelio de Mateo: el hombre no vive solo de pan, sino de cada palabra salida de los labios de Dios. En consecuencia, solo nos quedan unas pocas opciones: la taberna, la iglesia, el cine… o la opción enunciada por la frase «El reino de los trabajadores y los campesinos durará eternamente». Es evidente que Lenin no comprendió las implicaciones del cartel, ni, por tanto, advirtió el mensaje teológico latente en él; de otro modo, no habría limitado su crítica a la cuestión de clase. Al criticar el cartel, Lenin puso al descubierto su ignorancia de las referencias religiosas elementales que informaban las percepciones de los trabajadores y modelaban sus costumbres, en concreto las de los trabajadores del transporte, que, a modo de nómadas modernos, distribuyen bienes y producen para el Estado, vinculando capital, trabajo y mercado de la forma quizá más estrecha de todas.

Esta es la primera historia que servirá como subtexto del libro.

II

La segunda historia es la de Giovanni Boccaccio y trata de Dante Alighieri. Es mucho más romántica y, desde luego, tiene más importancia. Tomando a Dante como ejemplo, Boccaccio pretende mostrar que la poesía y la teología son lo mismo, y, más aún, que la teología no es más que poesía divina. Del mismo modo, al «deconstruir» el Decamerón, opina que, cuando los Evangelios dicen que Jesucristo es un león, un cordero o una roca, no estamos más que ante una ficción poética. Asimismo, Boccaccio dice que en la Biblia se encuentran declaraciones de Jesucristo que, interpretadas de forma literal, carecen de sentido aparente, por lo que es mejor entenderlas de modo alegórico. De ahí concluye que la poesía es teología y que la teología es poesía. Al estudiar la vida de Dante y su Comedia, Boccaccio desea corroborar su importante idea no solo basándose en Aristóteles, sino también utilizando ejemplos tomados de la Divina comedia relacionados con el marco político y social en la que se escribió.

La Divina comedia se redactó en el exilio, como fruto de la existencia nómada de Dante. Por tanto, no es de extrañar que el propio libro describa un viaje por el Cielo, el Paraíso y el Purgatorio junto a compañeros inusuales que revisten un significado especial para el autor. Tras un cisma en el partido político de los güelfos blancos, al que Dante pertenecía, y un ataque de los vasallos del papa, conocidos como los güelfos negros, en 1302 se expulsó a Dante de Florencia, y posteriormente se lo condenó in absentia a morir en la hoguera. La sentencia hizo de Dante un nómada poético y político que nunca volvería a su ciudad natal. Después de errar por toda Europa, llegó a Rávena, donde finalmente murió. Boccaccio dice que Dante pretendía relatar en verso y en lengua vernácula las obras de todo el mundo y sus méritos históricos. Era un proyecto extraordinariamente ambicioso y complejo, que exigía tiempo y esfuerzo, sobre todo porque Dante era un hombre perseguido siempre por el destino, cargado de la amarga hiel de la angustia.

La Comedia se convirtió en la obra a la que dedicó su vida. Cuando sus oponentes políticos irrumpieron en su casa (de la que había huido a toda prisa, sin llevarse nada), encontraron partes de su manuscrito en un baúl. Esas partes se conservaron y se entregaron al más famoso de los poetas florentinos, Dino Frescobaldi. Frescobaldi se dio cuenta de que tenía ante sí una obra maestra, y, por medio de conocidos, envió el manuscrito a un amigo de Dante, el marqués Morello Malaspina, en cuya casa se había refugiado Dante. El marqués había animado a Dante a perseverar, y así lo hizo. Boccaccio cuenta que la muerte de Dante le impidió completar su obra maestra: faltaban los trece últimos cantos. Los amigos de Dante quedaron consternados al ver que Dios no le había permitido vivir más para completar su extraordinaria obra. Se perdió toda esperanza de recuperar los cantos finales.

Los hijos de Dante, Jacopo y Piero, también poetas, accedieron a completar la Comedia de su padre. Una noche, ocho meses después de la muerte de Dante, Jacopo tuvo un extraño sueño. En él, preguntaba a su padre si había acabado la gran obra y, de ser así, dónde estaban escondidos los últimos cantos. Dante respondió que sí: la obra estaba acabada y había ocultado el manuscrito en la pared de su dormitorio. Jacopo fue a consultar esa misma noche con Piero Giardino, durante muchos años discípulo de Dante.

Tras despertar a Giardino en plena noche, no podía esperar. Los dos fueron a la casa de Dante para buscar el manuscrito. Había una pared cubierta por un tapiz, tras el que encontraron una pequeña puerta. Al abrirla, encontraron los manuscritos, llenos de moho y casi destruidos. Entregaron los cantos a un amigo de Dante, Cangrande della Scala, a quien el autor había ido entregando el manuscrito conforme lo escribía. Según Boccaccio, Dante dedicó toda la Comedia a Cangrande, aunque se piensa que cada una de las tres partes estaba dedicada a personas diferentes. Además, Dante había entregado a Cangrande una clave hermenéutica para interpretar la Comedia mediante una sencilla fórmula exegética, mencionada por primera vez por Nicolás de Lira, coetáneo de Dante, pero atribuida a Agustín de Dacia. La fórmula –que, según Henri de Lubac, se puede encontrar en la obra Rotulus pugillaris, publicada alrededor de 12606– era claramente una interpretación medieval de la Biblia, transmitida por la patrística, con raíces en un texto de Orígenes, Peri Archon. La fórmula dice lo siguiente:

Littera gesta docet,

quid credas allegoria,

moralis quad agas

quo tendas anagogia7.

En una carta a Cangrande, Dante explica que su obra es polisémica, o, dicho de otro modo, que el significado de la Comedia es literal, alegórico, moral y anagógico. Ofrece como ejemplo una interpretación del primer verso del Salmo 114. La alegoría es una ampliación de la metáfora, y debe cumplir ciertas condiciones dictadas por la tradición teológica si no quiere ser arbitraria. En la Comedia, el significado alegórico y el literal están en tensión. Ni se fusionan ni se separan. Por eso, el Dante de la Divina comedia es un apóstol y un profeta.

Los compañeros de Dante en su viaje por el Cielo, el Purgatorio y el Paraíso –Virgilio, Beatriz y san Bernardo– podrían considerarse nómadas eclesiales. Virgilio representaría la razón; Beatriz, la piedad divina; san Bernardo, el amor. Tras pasar por el Cielo y el Purgatorio, descritos de forma pedagógica, Dante conversa en el Paraíso con san Pedro sobre la fe, con Santiago sobre la esperanza y con san Juan sobre la caridad. Por estas conversaciones, resulta claro que, según Dante, no se puede atravesar el Infierno y el Purgatorio sin ayuda de virtudes teologales como la fe, la esperanza y la caridad. Para hacerlo, hay que convertirse en un nómada eclesial y vivir virtuosamente. Por tanto, podemos decir que la Comedia es una alegoría espiritual medieval, que representa la naturaleza de la humanidad, su purificación y su renovación a través de las virtudes teologales.

Dante suele jugar astutamente con la realidad política de su tiempo, examinándola de cerca hasta llegar a conclusiones que suelen ser provocativas. Así lo pone de manifiesto la topografía política y espiritual en la que sitúa a los participantes de su Comedia: por ejemplo, parece lógico que los herejes estén en el infierno, pero Dante pone las cosas del revés. Al papa Nicolás III se lo encuentra en el infierno por estafador y simoniaco, mientras que el averroísta latino Sigerio de Brabante habita en el paraíso. Sigerio era defensor de la llamada «teoría de la doble verdad»: la verdad de la razón y la verdad de la fe. Dicha teoría, fuertemente influida por el islam, se consideraba herética. Sin embargo, ahí tenemos a Sigerio, en el Paraíso, junto a san Bernardo, quien, como sacerdote, había bendecido las cruzadas y la matanza de los cátaros franceses. En el caso de Dante, la herejía era más inspiradora que influyente: su importancia radicaba en introducir una diferenciación política vinculada a una visión profética de las relaciones sociales.

Sin duda, lo más importante de la Divina comedia es que Dante la concibió como una obra instructiva y emancipadora. Su obra maestra iba a ser práctica y contemplativa: como toda especulación metafísica debe concretarse en una acción ética, su objetivo último es una elevación del individuo hacia Dios y la unidad mediante una visión beatífica de la Trinidad. Merece la pena subrayar el modo en que Dante aborda la visión de Dios en la Divina comedia. A lectores ultramodernos como nosotros nos puede pasar inadvertido que en el paraíso de Dante no haya un dios que contemplar, circunstancia que constituye la apoteosis de la teología poética del autor. No hay un dios en el paraíso porque el paraíso está en Dios, y por eso la visión de la Trinidad es importante para Dante. El poeta pretendía articular un modelo de trascendencia ética presentando y evaluando el lugar de cada cual en la eternidad. Su ambicioso proyecto reviste una gran importancia teológica para el presente. Esta es la segunda historia que sirve como subtexto de este libro.

III

Llegados a este punto, sería apropiado explicar por qué, para presentar este libro a dos voces, no he elegido historias más cercanas a nosotros por su fecha y afinidad. Podría haber elegido dos historias menos «mitológicas» que hubieran sido más «auténticas». Sin embargo, todas las interpretaciones posteriores de las historias, por más eruditas y profesionales que sean, están enraizadas en el «mito» inicial. Si realmente queremos comprender, debemos volver a los orígenes, ver qué clase de relación guardan esas historias con nosotros. Dicho de otro modo, entre el discurso de Lenin a los trabajadores del transporte y el comentario de Boccaccio sobre un sueño se extiende un sistema de coordenadas espacio-temporales en el que pretendo situar mi propia concepción teológica. La cartografía de esa visión comienza tras la polémica mantenida entre Slavoj Žižek y John Milbank en The Monstrosity of Christ8. A mi juicio, esa polémica no ha concluido, aunque parezca haber llegado a una conclusión lógica. Podemos interpretar su debate de dos maneras igualmente verosímiles y compatibles.

La primera interpretación se basa en Lutero, concretamente en la distinción entre la teología de la cruz y la teología de la gloria. En este caso, Žižek sería un teólogo materialista de la cruz (en la línea del propio Lutero, Jakob Böhme, G. W. F. Hegel, Karl Marx y Jacques Lacan), mientras que Milbank sería un teólogo tomista de la gloria (en la línea de san Agustín, el neoplatonismo teúrgico, Nicolás de Cusa, Félix Ravaisson, Sergius Bulgakov, G. K. Chesterton, Henri de Lubac y Olivier-Thomas Venard). Esta afirmación se sustenta en la importancia que los dos conceden a la (proto)«modernidad» de la obra del Maestro Eckhart, que ambos consideran crucial e influyente, aunque la interpretan de forma diametralmente opuesta. Milbank llega a afirmar que Eckhart sentó las bases del camino hacia «otra modernidad», distinto del que la modernidad tomó, en la estela de Duns Scoto y Guillermo de Ockham.

La segunda interpretación del debate se basa en la distinción de Dante entre tragedia y comedia. La tragedia comienza de manera suave, imperceptible, casi «al azar», como una promesa maravillosa; sin embargo, acaba de forma trágica, con violencia. Por el contrario, la comedia empieza con una realidad cruel, pero su final es más feliz y gozoso que su comienzo. Esta segunda interpretación entraña una yuxtaposición del discurso revolucionario y del discurso teológico, de la revolución y la teología. Una revolución empieza «de manera suave, imperceptible», y acaba en una violenta tragedia; en cambio, la teología, como la comedia, empieza con un cruel acto de encarnación, pero acaba felizmente en la Nueva Jerusalén. Sin embargo, esta interpretación no es tan sencilla como parece; de hecho, hay en ella muchas cosas criticables.

El aspecto trágico de la teología se manifiesta en sus innumerables intentos de interpretar la violencia que recorre el Nuevo Testamento, donde incluso el gozoso final en la Nueva Jerusalén está precedido por el terror cósmico del castigo del Anticristo y sus legiones de ángeles. En la revolución, la situación es la inversa: empieza con el fervor revolucionario y una visión dichosa de transformación universal. En su comienzo y en su desarrollo, la revolución se sustenta en ese entusiasmo, hasta llegar al final, invariablemente trágico.

Mi intención en el resto de esta introducción es describir mi propia trayectoria teológica empleando una «poética de la observación y la descripción atenta» de lo «intermedio». Me gustaría ubicar esto examinando lo «intermedio» –lo intermedio entre la teología de la cruz y la teología de la gloria, entre la tragedia y la comedia, entre la revolución y la teología–, dentro de la paradoja de una relación de tensión, pues la tensión es una categoría teológica primordial, y la propia palabra indica una intensidad que me parece crucial en mis propias investigaciones teológicas. Puede parecer que mi intención al yuxtaponer a Lenin y Dante es hacer cierta mofa del discurso revolucionario y del discurso teológico. Nada más lejos de la realidad. De hecho, es el tratamiento que ha dado Žižek a los textos revolucionarios de Lenin (y al terror de Stalin), y la comparación establecida por Graham Ward entre Teología y teoría social de John Milbank y la Divina comedia lo que ha hecho posible esta paradójica yuxtaposición9. Deseo mostrar que el debate Žižek-Milbank no ha terminado, porque, como cabe afirmar sobre todas las polémicas, acaba reduciendo los argumentos y las conclusiones fundamentales. El libro debe tener un final, pero el debate no puede tenerlo. Esto se aprecia con mayor claridad en las partes de su correspondencia que no se incluyeron en el libro. Se trata de fragmentos que demuestran que un debate puede adoptar de improviso un nuevo rumbo. Precisamente, me interesan esos pasajes inéditos, esos fragmentos descartados, que, a primera vista, pueden parecer carentes de sentido. Tras cierto tira y afloja en forma de respuestas a las tesis iniciales planteadas en el texto, Milbank afirma lo siguiente10:

Mi respuesta a la respuesta a la respuesta sería:

«Pero yo no apuesto por un Dios punitivo. Apuesto por el Dios de san Pablo o de Orígenes o de san Gregorio de Nisa, que finalmente lo redimirá todo. Sin esta creencia, no cabe albergar la esperanza de que algún día se demuestre que el ser coincide con el bien. De hecho, eso nos dejaría solo con la “moralidad”, con el desesperado gesto de intentar postergar la muerte por un tiempo, con una disputa interminable sobre cómo dividir unos recursos escasos y dañados. En cambio, solo el cristianismo permite albergar la esperanza en la plenitud infinita de la totalidad en armonía con la totalidad, y, por tanto, trabajar para lograr ese resultado».

Para terminar, Žižek vuelve a subrayar que el debate se ha convertido en una sucesión de monólogos:

Ha llegado el momento de concluir.

Al comienzo de su respuesta a mi respuesta, Milbank afirma que, en mi respuesta anterior, me limité a reiterar mis argumentos principales, sin abordar propiamente los suyos. Pues eso mismo exactamente pienso que hace él en su segunda respuesta, señal evidente de que nuestro intercambio ha agotado sus posibilidades. Por tanto, como a los dos ya no nos queda sino reiterar nuestras posiciones, lo único que puedo hacer es concluir el intercambio11.

Estos fragmentos me parecen importantes. Aunque pueden parecer cosas inútiles, consabidas, que siempre es mejor evitar, hay que volver a organizarlas, hay que volver a ensamblar el material con el que están construidas. Esto me hace pensar en cómo debe de sentirse alguien a quien le pidan que escriba un libro sobre Venecia, dado que al año se publican como mínimo cincuenta libros sobre esa ciudad, en los que se habla del palacio del Dogo, la iglesia de San Marcos, Casanova, Tiziano, Tintoretto y los viajeros de todo el mundo que han recalado en ella, intencionadamente o no, como Goethe, Ruskin, Wagner o Rilke. Cuando pidieron a Predrag Matvejević que escribiera un libro sobre la ciudad, declinó la oferta, desde luego, por esa razón. Por iniciativa de Joseph Brodsky, las autoridades culturales de Venecia invitaron a Matvejević a pasar varias semanas en la ciudad, para que, en el caso de que algo le intrigara, escribiera sobre ello. Al aceptar la invitación, Matvejević hizo algo que considero muy importante y que guarda relación estrecha con cómo veo el papel de la teología en el marco de la economía humana del conocimiento y la práctica.

IV

Mediante una sutil arqueología psicológica, Matvejević procura hacer visibles los hechos olvidados en los que se asienta la identidad de la ciudad, enterrados bajo capas de prejuicios. Se encuentra con un cementerio para perros y gaviotas, y con plantas autóctonas que resultan desconocidas hasta para botánicos eminentes. Describe jardines ocultos y olvidados; capas de herrumbre, pátina y roca. Describe viejos monasterios abandonados y hundidos en los canales, asilos psiquiátricos, puentes de piedra en calles perdidas, muros agrietados de los que surgen plantas rarísimas empleadas antaño para tratar las cuerdas vocales de los cantantes de ópera. También escribe sobre jugadores, especuladores, intrigantes, ventrílocuos, cazafortunas, estafadores, curanderos y varias tribus de esclavos que perecieron en las galeras venecianas. Incluso relata la historia del pan veneciano, parte esencial del trasfondo de la historia de la ciudad, sin la que Venecia –su flota, su política, su arquitectura– no existiría12.

En particular, hay un descubrimiento que considero crucial: un vertedero abandonado de un taller de cerámica, en el que se tiraban unos cascos, fragmentos de lo que una vez fueron hermosos vasos y platos, llamados cocci, que los inventivos venecianos usaban para construir sus casas y los cimientos de los palacios. Llevaban en barcazas los cocci al vertedero y luego, pasado un tiempo, las transportaban a las obras para emplearlos como material de construcción. Los albañiles mezclaban las piezas con argamasa y las colocaban en los puentes que unían la ciudad y en los cimientos de las fortalezas que la defendían. En la actualidad, esas fortalezas no pueden defenderse de su propia ruina, mientras que los cocci aún desafían el asalto del tiempo, la humedad y la pátina.

Estos fragmentos de cerámica, con sus vestigios de mujeres y hombres venecianos, de santos, de ángeles, de la Madonna y de Jesucristo, constituyen una rareza en la actualidad. Son preciosos y difíciles de encontrar. Lo que hace quinientos años era basura ahora se atesora en museos y colecciones privadas, y se exhibe en lujosas vitrinas. Su rareza hace que sean mucho más codiciados que la cerámica fabricada a gran escala. Estos fragmentos, estos cascos, estos trozos que pueden recuperarse de entre el barro, la hierba y la arena de la playa, bañados por las olas del tiempo y arrojados por el mar, representan mi visión del discurso teológico. Lo que hasta hace poco nos parecían desechos y basura puede servirnos para forjar de una manera completamente nueva las relaciones sociales y el mundo que nos rodea.

No podemos saber cuántos exquisitos cocci siguen enterrados, a la espera de que los descubramos. Eso podría ser una de las tareas de la teología. Desenterrar esos casos, de cientos o de miles de años de antigüedad, e incorporarlos a los cimientos de nuestra existencia y a los lugares que nos moldean es otra de sus tareas. Son precisamente estos fragmentos los que forjan una nueva imagen de la realidad y transforman la percepción de las relaciones, con lo que nos recuerdan nuestra propia fragilidad. No es una coincidencia que Antonio Negri haya titulado uno de sus últimos libros La fábrica de porcelana. Como en el caso de la cerámica y los cocci, el trabajo con la porcelana requiere una mano delicada, firme, prudente, exactamente igual que los ejercicios espirituales y contemplativos. La teología maneja los frágiles fragmentos descartados, los desechos, para crear, empleando las Escrituras, un espléndido mosaico para un rey, como dice Ireneo en su discurso contra el gnosticismo. Aunque aquellos cascos se descartaron como inútiles, su valor es incalculable.

Pero en este caso, como en el de toda alegoría, no se trata simplemente de una oposición arbitraria que no responda a ninguna clase de reglas. Ireneo criticó a los gnósticos por muchas cosas, pero sobre todo por su exceso de arbitrariedad al no conducirse por «la regla de la fe». En lugar de crear un espléndido mosaico de piedras preciosas digno de un rey, los gnósticos construyeron un mosaico que representaba un perro o un zorro, y el resultado fue horrible. Al reordenar los capítulos de las Escrituras a su modo, como si fueran cuentos de viejas, alteraron palabras, frases y parábolas para que encajaran con las profecías inventadas por ellos mismos. Para no perdernos en un gnosticismo populista y un elitismo selecto, Ireneo nos llama a oponer resistencia al sistema gnóstico de pensamiento, basado en cosas que los profetas no predijeron, Jesucristo no enseñó y los apóstoles no contaron. El conocimiento perfecto no es elitista. Su perfección procede de que, pese a ser siempre accesible a todos, resiste la atracción del populismo.

Aquí nos embarcamos en una aventura: coleccionar fragmentos desechados que sirven como metáfora para una práctica eclesial en la que participa la comunidad apocalíptica a la que llamamos Iglesia, la reunión de los que son radicalmente iguales. Esto es lo que Jesucristo nos comunica con su ejemplo, su vida y sus parábolas. Es el camino de la vida litúrgica forjado por el logos (la lógica de la latreia; Romanos 12, 1-2) que Pablo puso en práctica en las comunidades que creó en el Asia Menor, con lo que cuestionó de forma radical la realidad política del Imperio romano. Puesto que la teología es una reflexión sobre la práctica eclesial a la luz de la palabra de Dios, esta práctica debe estar forjada por las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, siempre prontas para infundir libertad, igualdad y fraternidad.

Asimismo, pienso que la teología es el único discurso apropiado para ofrecer recursos e instrumentos encarnados con los que cambiar el mundo. Edvard Kocbek, el gran poeta esloveno y socialista cristiano que tomó parte activa en el movimiento de liberación nacional, debatió sobre cristianismo y comunismo a mediados de 1943 con Josip Vidmar, revolucionario comunista autodidacto13. Vidmar le dijo a Kocbek que el cristianismo no había logrado la transformación del hombre y del mundo, proceso que constituye su programa, su exigencia y su vocación, porque no había ofrecido «recursos encarnados apropiados». A su juicio, el comunismo era necesario, porque solo él podía satisfacer las condiciones requeridas para fomentar las cualidades espirituales del hombre. Aunque la conversación podía tener gracia en medio de las operaciones de combate que se desarrollaban en Eslovenia, Vidmar tenía algo importante que decir: a saber, que el cristianismo no había proporcionado los «recursos encarnados» necesarios. Esta es la clave de la visión teológica que presento. Solo la teología puede proporcionar los recursos encarnados apropiados, los instrumentos con los que forjar las cualidades espirituales necesarias para transformar la concepción del individuo y para transformar la comunidad. En los próximos capítulos examinaré las prácticas eclesiales y los instrumentos encarnados que el cristianismo, de una forma u otra, nos ofrece.

1 Los capítulos de Boris Gunjević que figuran en la versión inglesa de la obra, fuente de esta edición en lengua española, proceden de una traducción realizada por Ellen Elias-Bursać de los textos originales, redactados en croata [N. del T.].

2 Tal como lo cita erróneamente Jules (Samuel L. Jackson) en Pulp Fiction (1994).

3 Boris Gunjević y Predrag Matvejević, Tko je tu, odavde je-Povijest milosti («A quien haya aquí, saludos desde aquí: historia de la caridad»), Zagreb, Naklada Ljevak, 2010.

4 Georg Lukács, Political Writings, 1919-1929: The Question of Parliamentarianism and Other Essays, Londres, New Left Books, 1972, p. 69.

5 Publicado en Pravda el 12 de julio de 1923, disponible en http://www.marxists.org/archive/trotsky/women/life/23_07_12.htm.

6 Henri de Lubac, Medieval Exegesis: The Four Senses of Scripture, tomo 1, Grand Rapids, Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1998, p. 1.

7Ibid., p. 271, n. 1. Una traducción libre sería: «Las poderosas palabras (gesta) de Dios en la historia son el fundamento de la fe cristiana. Esta fe busca una formulación de su propia comprensión en una doctrina (allegoria). La verdadera fe encuentra expresión moral en la acción» («lo que debemos hacer»: moralia). El significado del cuarto verso, es decir, el propósito y el objetivo de la redentora acción divina, ofrece como respuesta «la fe que actúa por medio del amor», y la acción de esta clase nos impulsa y nos eleva (anagogia).

8 Véase Slavoj Žižek y John Milbank, The Monstrosity of Christ: Paradox or Dialectic?, Cambridge (MA), The Massachusetts Institute of Technology, 2009.

9 Graham Ward ve Theology and Social Theory como una obra épica y heroica, e insinúa que es una versión posmoderna de La divina comedia. Véase Graham Ward, «John Milbank’s Divina Commedia», New Blackfriars 73 (1992), pp. 311-318.

10 Las respuestas que no figuran en el libro se publicaron más adelante como artículos sueltos. Véase John Milbank, Slavoj Žižek y Creston Davies, Paul’s New Moment: Continental Philosophy and the Future of Christian Theology, Grand Rapids, Brazos Press, 2010; John Milbank, «Without Heaven There is Only Hell on Earth: 15 Verdicts on Žižek’s Response», Political Theology 11, 1 (2010); Slavoj Žižek, «The Atheist Wager», Political Theology 11, 1 (2010).

11 Las palabras de Milbank y de Žižek proceden de un correo electrónico enviado por Milbank al autor el 16 de septiembre de 2008.

12 Véase Predrag Matvejević, The Other Venice: Secrets of the City, Londres, Reaktion Books, 2007; Mediterranean: A CulturalLandscape, Berkeley y Los Ángeles, University of California Press, 1999; Between Exile and Asylum: An Eastern Epistolary, Budapest y Nueva York, Central European University Press, 2004 [eds. cast.: La otra Venecia, trad. de L. F. Garrido y T. Pistelek, Valencia, Pre-Textos, 2004; Breviario mediterráneo, trad. de L. F. Garrido y T. Pistelek, Barcelona, Destino, 2008; Entre asilo y exilio: epistolario oriental, trad. de L. F. Garrido y T. Pistelek, Valencia, Pre-Textos, 2003].

13 Véase Edvard Kocbek, Svedočanstvo: dnevnički zapisi od 3. maja do 2. decembra 1943, Belgrado, Narodna knjiga, 1988, p. 122.

Introducción

Para una suspensión teológico-política de lo ético

Slavoj Žižek

Antaño fingíamos creer en público, pero en privado éramos escépticos o incluso hacíamos burlas obscenas de nuestra fe pública. Hoy solemos profesar en público una actitud escéptica, hedonista, relajada, pero en privado nos acosan las creencias y las más severas prohibiciones. Ahí estriba, para Jacques Lacan, la consecuencia paradójica de la muerte de Dios:

El Padre puede prohibir eficazmente el deseo solo porque ha muerto, y –añadiría yo– porque él mismo no lo sabe; es decir, porque no sabe que ha muerto. Ese es el mito que Freud propone al hombre moderno, un hombre para el que Dios ha muerto; es decir, un hombre que cree saber que Dios ha muerto.

¿Por qué formula Freud esta paradoja? Para explicar que, en el caso de la muerte del padre, el deseo será más amenazador, y, por tanto, la prohibición más necesaria y dura. Tras la muerte de Dios, nada está ya permitido1.

Para comprender correctamente este pasaje, hay que leerlo junto (al menos) otras dos tesis lacanianas. A continuación, hay que tratar esas afirmaciones dispersas como partes de un rompecabezas que hay que combinar para formar un enunciado coherente. Solo su interconexión, junto a la referencia implícita al sueño freudiano del padre que no sabe que ha muerto, nos permite desplegar la tesis básica lacaniana en su integridad:

(1) «La verdadera fórmula del ateísmo no es Dios ha muerto. (Aunque base el origen de la función del padre en su asesinato, Freud protege al padre.) La verdadera fórmula del ateísmo es Dios es inconsciente2.

(2) «Como saben ustedes […] Iván [Karamázov] lleva [a su padre] por las audaces avenidas del pensamiento del hombre cultivado, y, en particular, dice: “Si Dios no existe…”. “Si Dios no existe”, dice el padre, “entonces todo está permitido”. Evidentemente, es una idea ingenua, pues nosotros, los analistas, sabemos perfectamente que, si Dios no existe, entonces ya nada está permitido. Los neuróticos nos lo demuestran a diario»3.

El ateo moderno cree que sabe que Dios ha muerto; lo que no sabe es que, inconscientemente, sigue creyendo en Dios. Lo que caracteriza a la modernidad ya no es la figura del creyente que abriga en secreto dudas sobre su fe y tiene fantasías transgresoras. En la actualidad, estamos ante un sujeto que se presenta como un hedonista tolerante dedicado a la búsqueda de la felicidad, pero cuyo inconsciente es la sede de las prohibiciones: lo reprimido no son deseos o placeres ilícitos, sino las propias prohibiciones. La frase «Si dios no existe, entonces todo está prohibido» significa que, cuanto más ateo te consideras, más dominado está tu inconsciente por prohibiciones que sabotean tu goce. (No hay que dejar de completar esta tesis con su opuesta: «Si Dios existe, entonces todo está permitido». ¿No es esta la definición más sucinta del conflicto al que se enfrenta el fundamentalista religioso? Para él, Dios tiene una existencia plena, y él se considera su instrumento: por eso, puede hacer lo que le plazca, sus actos están redimidos por adelantado, dado que expresan la voluntad divina…)

Este trasfondo nos permite descubrir el error de Dostoyevski. La versión más radical de la idea de que, si Dios no existe, todo está permitido, se encuentra en Bobok, su relato más misterioso, que en la actualidad sigue dejando perplejos a sus intérpretes. ¿Es esta extraña «fantasía mórbida» simplemente un producto de la enfermedad mental del autor? ¿Es un sacrilegio cínico, un intento abominable de parodiar la verdad de la Revelación?4. En Bobok, un literato alcohólico llamado Iván Ivánovich sufre alucinaciones auditivas:

Empiezo a ver y a oír cosas extrañas. No es que sean voces, sino como si alguien muy de cerca susurrara: «¡Bobok, bobok, bobok!».

Pero, ¿qué es eso de «bobok»? Tengo que distraerme.

Pensaba divertirme y caí en un entierro.

Así que asiste al entierro de un pariente lejano. En el cementerio, empieza a oír inesperadamente las conversaciones, cínicas y frívolas, de los muertos:

¿Y cómo fue que de pronto empecé a distinguir voces? Al principio, no les presté atención, incluso las desdeñé. Pero la conversación continuaba. Los sonidos eran sordos, como si las bocas estuvieran tapadas con almohadas; y al mismo tiempo inteligibles y muy próximas. Volví en mí, me incorporé y empecé a escuchar con atención.

Por la conversación, se entera de que la conciencia humana perdura cierto tiempo tras la muerte del cuerpo: dura hasta la descomposición total, que los difuntos asocian con el horrible borboteo de una onomatopeya, «bobok». Uno de ellos comenta:

Lo principal es que tenemos dos o tres meses más de vida, y al final, «bobok». Les propongo pasar estos dos meses de la forma más agradable, y para ello organizarse sobre otras bases. ¡Señores, les propongo no avergonzarse de nada!

Los muertos, al darse cuenta de que disponen de una libertad total en relación con las convenciones terrenas, deciden entretenerse contando anécdotas de su vida:

Pero hasta entonces lo único que deseo es que no se mienta. Solo eso, porque es lo principal. Vivir sobre la tierra es imposible, porque vida y mentira son sinónimos; pero aquí, para divertirnos, vamos a no mentir. ¡Qué diablos!, de algo tienen que servir las tumbas. Contaremos en voz alta nuestras historias y no nos avergonzaremos de nada. Seré el primero en hablar de mí. Pertenezco, saben, al grupo de los lascivos. Allí todo estaba atado con cuerdas podridas. ¡Fuera las cuerdas, y vivamos estos dos meses en la más impúdica sinceridad! ¡Desnudémonos y desvistámonos!

—¡Desnudémonos, desnudémonos! –gritaron todas las voces.

El terrible hedor que huele Iván Ivánovich no es el olor de los cadáveres, sino un hedor moral. De pronto, Iván Ivánovich estornuda, y los muertos se callan. El hechizo se ha roto, volvemos a la realidad habitual:

Y de pronto yo estornudé. Ocurrió de repente y de forma no premeditada, pero el efecto fue asombroso: todo quedó sumergido en el silencio, como en un cementerio; se disipó como un sueño. No creo que se avergonzaran de mí: ¡por algo habían decidido no avergonzarse de nada! Esperé unos cinco minutos: ni una palabra, ni un sonido.

Mijaíl Bajtín veía en Bobok la quintaesencia del arte de Dosto­yevski, un microcosmos de toda su producción literaria, en el que aparece su tema central: la idea de que, si Dios no existe y el alma no es inmortal, «todo está permitido». En el inframundo carnavalesco de la vida «entre las dos muertes», todas las reglas y responsabilidades quedan en suspenso. Es posible demostrar de forma convincente que la principal fuente de Dostoyevski fue una obra de Emanuel Swedenborg, Del cielo y del infierno (traducida al ruso en 1863)5. Según Swedenborg, tras la muerte el alma humana atraviesa varias fases de purificación de su contenido interno (bueno o malo), y, como resultado de ello, encuentra su eterna recompensa: el paraíso o el cielo. En este proceso, que puede durar desde un par de días hasta un par de meses, el cuerpo resucita, pero solo en el plano de la conciencia, a modo de corporeidad espectral:

Cuando, en este segundo estado, los espíritus se convierten visiblemente en lo que eran interiormente cuando estaban en el mundo, lo que hicieron y dijeron en secreto se vuelve ahora manifiesto; pues ya no hay consideraciones externas que los refrenen, y, por tanto, lo que dijeron e hicieron en secreto lo dicen y lo hacen ahora abiertamente, al no tener ya miedo a la pérdida de su reputación, como lo tenían en el mundo6.

Los no muertos pueden prescindir de toda vergüenza, actuar irreflexivamente, reírse de la honradez y la justicia. El horror ético de esta visión radica en que muestra el límite de la idea de «la verdad y la reconciliación». ¿Y si existieran criminales cuya confesión pública de sus actos no solo no diera lugar a ninguna catarsis ética en su interior, sino que les produjera un placer obsceno añadido?

El estado de «no muerto» del fallecido en el relato de Dostoyevski se opone al del padre en aquel sueño referido por Freud en el que el progenitor sigue viviendo (en el inconsciente del soñador) porque no sabe que ha muerto. Los difuntos del relato de Dostoyevski saben perfectamente que han muerto: esta conciencia les permite prescindir de toda vergüenza. ¿Cuál es el secreto que los difuntos ocultan cuidadosamente a todos los mortales? En Bobok no oímos las verdades impúdicas: los espectros se callan cuando están a punto de colmar las esperanzas del oyente y contar sus sórdidos secretos. ¿Y si la solución fuera la misma que la del final de la parábola de la Puerta de la Ley de El proceso de Kafka, cuando, en su lecho de muerte, el hombre del campo que se ha pasado años esperando a que el guardián lo dejara pasar se entera de que la puerta solo existía para él? ¿Y si en Bobok el espectáculo de los cadáveres prometiendo desembuchar sus secretos más sórdidos se hubiera escenificado únicamente para atraer e impresionar al pobre Iván Ivánovich? Dicho de otro modo, ¿y si el espectáculo de la «impúdica sinceridad» de los muertos vivientes fuera solo una fantasía del oyente, del oyente religioso, para ser precisos? No debemos olvidar que la escena que muestra Dostoyevski no es la de un universo sin Dios. Lo que los cadáveres parlantes experimentan es la vida tras la muerte (biológica), que en sí misma constituye una prueba de la existencia de Dios. Dios está ahí, los mantiene vivos tras la muerte, y por eso pueden decirlo todo.

Dostoyevski escenifica una fantasía religiosa que nada tiene que ver con una postura verdaderamente atea, aunque la escenifique a modo de ejemplo de un universo aterrador en el que Dios no existe y «todo está permitido». ¿Qué mueve a los cadáveres a ser obscenamente sinceros y «decirlo todo»? Desde un punto de vista lacaniano, la respuesta es evidente: el superyó, no como instancia ética, sino como el obsceno imperativo que obliga a gozar. Así penetramos en lo que tal vez sea el secreto último que los difuntos quieren ocultar al narrador: el impulso de contar sin tapujos toda la verdad no es libre, no es que por fin puedan decir (y hacer) todo lo que no podían cuando estaban constreñidos por las normas y los límites de la vida. Dicho impulso está sostenido por un cruel imperativo superyoico: los espectros están obligados a obrar así. Pero si lo que los obscenos muertos vivientes ocultan al narrador es el carácter compulsivo de su goce obsceno, y si estamos ante una fantasía religiosa, entonces cabe extraer otra conclusión: los «no muertos» están bajo el hechizo compulsivo de un Dios malvado. Esa es la mendacidad de Dostoyevski: lo que presenta como la aterradora fantasía de un universo sin Dios es en realidad la fantasía gnóstica de un obsceno Dios malvado. A partir de aquí, cabría extraer una lección más general: cuando los autores religiosos condenan el ateísmo, a menudo ofrecen una visión de un «universo sin Dios» que es una proyección de la parte oculta y reprimida de la propia religión.

He empleado el término «gnosticismo» en su sentido preciso, como el rechazo de un rasgo primordial del universo judeocristiano: el carácter externo de la verdad. Un argumento insoslayable respalda el íntimo vínculo existente entre el judaísmo y el psicoanálisis: los dos se centran en el encuentro traumático con el abismo del Otro deseante, con la figura aterradora de un Otro impenetrable que quiere algo de nosotros, sin que sepamos exactamente qué: el encuentro del pueblo judío con Dios, cuya llamada impenetrable desbarata la existencia cotidiana; el encuentro del niño con el enigma del goce del Otro (parental). En claro contraste con la idea judeocristiana de que la verdad depende de un encuentro traumático externo (la llamada divina al pueblo judío, la llamada de Dios a Abraham, la gracia inescrutable… todas ellas incompatibles con nuestras cualidades intrínsecas, incluso con nuestra ética innata), tanto el paganismo como el gnosticismo (entendido como la reinscripción de la postura judeocristiana en el universo del paganismo) conciben el camino hacia la verdad como un «viaje interior» de autopurificación espiritual, como un regreso al verdadero Yo Interior, como un «redescubrimiento» del yo. Kierkegaard tenía razón al afirmar que la oposición central de la espiritualidad occidental era la de Sócrates y Jesucristo: el viaje interior de la reminiscencia frente al renacimiento provocado por la conmoción de un encuentro exterior. En el universo judeocristiano, Dios es el máximo acosador, el intruso que trastorna brutalmente la armonía de nuestra vida.