El Élam bajo sus alas Fábula de una guerrera - Marcela Moltini López - E-Book

El Élam bajo sus alas Fábula de una guerrera E-Book

Marcela Moltini López

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Beschreibung

Esta es la historia de Marcela, lúcida, inteligente, impulsada desde que llegó al mundo por la energía de los que tienen que sobrevivir a toda costa. Ya en el huerto de la casona de sus abuelos, a la niña le iban despuntando las alas. Una y otra vez se animó a volver a empezar moviéndose por el mundo, hasta las últimas consecuencias, porque no se resignaba a conformarse. Una historia de lucha, constancia y alegría para mostrar que sí se puede.

Marcela Moltini López (Argentina, 1964) es nieta de un inmigrante español. Su gran pasión es difundir la filosofía Montessori, de la cual es profesora y guía pedagógica. En 2002 se trasladó a España, continuó formándose y trabajando como docente. Ha vivido en Argentina, México, Estados Unidos y en diversas ciudades de la península ibérica. Entre sus múltiples intereses se destacan el análisis de las diversas manifestaciones culturales de los pueblos a través del tiempo, el perfeccionamiento profesional continuo, la generación de proyectos formativos dirigidos a docentes y familias. Ha intervenido en numerosos congresos y mesas redondas sobre su especialidad. Ha dado conferencias y redactado material para la difusión pedagógica.

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Marcela Moltini López

 

 

 

El Élam bajo sus alas

Fábula de una guerrera

 

 

 

 

 

© 2023 Europa Ediciones | Madrid www.grupoeditorialeuropa.es

 

Ghostwriter: Patricia Mabel Saconi

 

ISBN 9791220135382

I edición: Junio de 2023

Depósito legal: M-3707-2023

Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

Foto de la portada: Patricia Mabel Saconi, Parco di Monza.

Impreso para Italia por Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

Stampato in Italia presso Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

 

 

 

 

 

 

 

 

El Élam bajo sus alas. Fábula de una guerrera

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A mis hijos y a mi nieto.

Capítulo 1

Construcción de una vida. Las semillas, las bases

Dice que nació en Quilmes si habla con europeos o norteamericanos, pero en realidad, nació en Ezpeleta. Del hospital, a la casa de sus abuelos maternos.

Por aquellos años muchas familias alargadas vivían bajo el mismo techo: abuelos, tíos, papás y en su caso, el hermanito mayor. Y por supuesto, ella, Marcela. La casa era bastante grande; comparada con los apartamentos de hoy, era inmensa. A diferencia de otras parejas, no había sido aquella la primera opción de sus padres cuando se casaron. En realidad, fue el resultado de la elección que debieron hacer, forzados para resolver una situación dramática.

El papá de Marcela, Juan Carlos, comenzó a trabajar en el establecimiento familiar apenas terminó la escuela primaria. La cabeza y propietario de la actividad era su abuelito, que también se llamaba Juan Carlos; “el abuelo Juan Carlos”, marido de la “abuela Luisa”. Cada una de las secciones, todas relacionadas con la crianza de los animales de campo, tenía un responsable. Juan Carlos hijo estaba a cargo del tambo, la producción y venta de la leche. Se despertaba cuando aún era de noche, se ocupaba del ordeñe, subía al carro los tarros de aluminio y los acomodaba. Luego partía para hacer la recorrida de la zona y los iba dejando en casa de los clientes. Fue así como Juan Carlos hijo se enamoró de Elisa, la joven que, en una de las casas, de vez en cuando, recibía al lechero. Al pobre muchacho le costó bastante que ella le prestara atención. Elisa tenía su buen temperamento y la cosa no resultó fácil. Pero con perseverancia, Juan Carlos hijo consiguió que lo aceptara y un poco después lo presentara a los suyos como “pretendiente”. Quedaron sorprendidos Consuelo y Antonio, los padres de Elisa con la novedad, porque en materia de noviazgos la chica era muy exigente. Este joven trabajaba como pocos, ya tenía una actividad floreciente, una vivienda, era educado y muy respetuoso, sus padres eran en la zona gente de honestidad reconocida. ¿Qué otra cosa se podía desear para una hija? Y lo más importante… Elisa se mostraba feliz. En sus ojos discretos se leía la ilusión.

Se pusieron de acuerdo en que Juan Carlos pasaría a saludarla algunas tardes por semana. Entonces, Elisa planchaba con Plastitel las tablas de su vestido, porque así quedaban menos duras que con el almidón y caían elegantes cuando se ceñía la cintura. Se pintaba los labios de rosa clarito, se acomodaba el pelo ligeramente batido, se calzaba los zapatos de tacos bajos y esperaba a que él tocara el timbre. A veces se quedaban tomando mate; otras, se iban a dar una vuelta, de la mano, conversando y haciendo planes. La relación fue tomando un matiz serio. El sentimiento que había nacido se fue afianzando a medida que en paralelo la actividad laboral progresaba: una camioneta reemplazó al carro, las modernas botellas de vidrio grueso ocuparon el lugar de los tarros de aluminio.

Cuando Marce nació, Albertito ya tenía cuatro años; Elisa y Juan Carlos en ese período estaban viviendo en lo de Consuelo. A la nueva familia le había pasado por encima un huracán que había arrasado con casa, tambo, clientes y todos los sueños. Bueno, la metáfora climática es un modo de decir. En realidad, un estafador profesional había embaucado a Juan Carlos padre y le había arrebatado el establecimiento con todo lo que eso implicaba: las propiedades, entre la que se contaba la casa del joven matrimonio, la hacienda, los animales, los cultivos. Todo. Hubo que arremangarse y volver a empezar. De un día para el otro, se les vino el mundo abajo. Se habían casado, tenían un hijito y otro en camino. Fue así como los padres de Elisa recibieron a la pareja con los brazos abiertos. Porque el corazón era grande y la casa, espaciosa; había lugar para todos, un patio para los nietos, gallinero, huerto.

En total, cuatro generaciones, puesto que con ellos vivía también la “Abuela viejita”, como con cariño llamaban a la madre de Consuelo. ¡Qué privilegio, haber estado en brazos de la bisabuela! Sí, porque se trató de esa casona de Ezpeleta adonde Marcela llegó con apenas algunos días de vida. Pasó sus primeros cinco añitos, mimada por sus abuelos y la Abuelita vieja. La chiquita no veía la hora de que el abuelo Antonio volviera a casa, se pusiera la ropa de entrecasa y la llamara para que lo acompañara a atender los animalitos o a trabajar en el huerto. Marcela adoraba entrar al gallinero porque con el abuelo jugaba, jugaba a adivinar cuántos huevos habría, a ponerlos en una canastita y a sortear con una moneda a quién le tocaba llevarlos adentro para irlos usando en la cocina. Antonio le enseñó a cuidar a los seres pequeños y frágiles, a aquellos que sin la paciencia de una persona cariñosa no podrían sobrevivir. Las gallinas y los pollitos interrumpían sus picoteos insistentes sobre el suelo de tierra y entre el pasto cuando la veían acercarse; corrían rapidito y se le acercaban lo más posible a sus piececitos porque sabían que Marcela tiraría para arriba los granos de maíz que traía apretados en sus manitas. Era una niña feliz, tal como lo recordaría mucho tiempo después, de adulta. Sin exceder en detalles, su memoria fijó los espléndidos momentos pasados con su abuelo, cómo él la guiaba para que comprendiera la importancia de respetar los ritmos de la vida de los animales y de las plantas. Aprendió que sin prisa cada elemento produce sus dones, que hay que estar atentos y recibirlos sin exigencias. Porque cuando se acompaña y se guía, se obtiene infinitamente más que cuando se presiona.

En casa de sus abuelos pronunció las primeras palabras; comprobó que la fuerza para volver a alzarse e intentar otro pasito estaba en su interior; aprendió a aceptar los brazos que le tendían cuando se propuso caminar y a calcular cuándo era el momento de soltarse para seguir avanzando. Los adultos la animaban con la mirada, ella se ponía de pie una y otra vez. Y caminó y también corrió; corría por el patio, iba al fondo y volvía, andaba en triciclo primero y luego, en bici con rueditas. La bici era pequeña, roja con manubrio plateado, un timbre para hacer sonar y una cadena brillante que el abuelo aceitaba. En el cuartito del fondo se reparaban de la intemperie sus “vehículos” si así se los podía llamar: dos triciclos, su bici y la bicicleta de Alberto. ¡Qué lindo grupo familiar era el suyo! En sus primeros años, Marcela aprehendió la fuerza de los vínculos. En su inconsciente comenzó a gestarse la certeza de que el hogar con mayúsculas se lo llevaba adentro.

El abuelo paterno desapareció del escenario después de la catástrofe. Una de las tías de Marcela, se lo había llevado lejos. Esa parte de la familia se perdió de vista en la vida cotidiana. Otro de los ecos del desastre. Algún hermano de Juan Carlos hijo había estado involucrado en la estafa contra su propio padre. Pero no es cosa de la que se hablara con los niños, por eso Marcela no guarda recuerdos. Y no conserva rencores porque así se lo enseñaron.

No todo eran rosas… convivir con un hermano mayor y el tío Héctor exigió que la pequeña se entrenara en el arte de resolver conflictos, competencias, prepotencias. Los más chicos, los que llegan últimos a los grupos, sobre todo si son niñas corren el riesgo de protagonizar situaciones complicadas; Marcela se hizo fuerte, aprendió estrategias para adaptarse, superó de manera inteligente circunstancias que habrían destruido la psiquis de otras nenas; a ella no, al contrario, la hicieron más fuerte, la templaron. Gracias a esto, siendo adulta, logró avanzar con cautela entre los obstáculos, se abrió paso, solita, protegiendo a sus propios hijos cuando todo se puso en su contra. Por su sangre corría la tenacidad de sus padres, la valentía con que Juan Carlos volvió a apostarle a la vida. Antonio era propietario de un colectivo de la línea 29 que unía La Boca con el centro de la ciudad y Juan Carlos se convirtió en chofer. En Argentina, Bolivia, Ecuador, Paraguay y Perú al autobús se lo denomina colectivo, que -aunque pocos lo recuerdan- es la simplificación del original transporte colectivo de pasajeros.

El papá de Marcela aprendió a manejar un colectivo en años en que por las calles de Buenos Aires se complicaba el tránsito. Millones de personas tomaban los colectivos para ir y volver de todas partes durante todo el día. El ritmo era frenético. Las calles y avenidas se congestionaban. Los recorridos eran gestionados por el Ministerio de Transporte y una vez aprobados y establecidos, los choferes obviamente debían respetarlos. Juan Carlos aprendió a conducir ese vehículo gigante, dio el examen para obtener el permiso y se puso a trabajar. Punto. ¡Claro que no existían las tarjetas magnéticas para viajar en los años ’60! El chofer, o colectivero como se lo llama en Buenos Aires, estaba sentado conduciendo durante ocho horas, como mínimo; manejaba con una mano, hacía los cambios con la otra, cortaba el boleto y lo entregaba al pasajero, recibía el dinero y daba el vuelto, todo al mismo tiempo. En las paradas hacía descender a los pasajeros, levantaba a los que subían, respetaba los semáforos y bajaba la velocidad en las esquinas. Además, debía llenar las planillas de secciones, mantener el horario para salir y llegar a las terminales y hacer la entrega del dinero recaudado. Era sin lugar a duda un trabajo insalubre. Los pasajeros le hacían preguntas sobre el recorrido, adónde bajarse para estar más cerca de una u otra calle; el chofer tenía que estar atento para que alguien cediera el asiento a los ancianos, a las señoras embarazadas y a los adultos con niños pequeños. Las bocinas, los transeúntes que se iban cruzando delante del vehículo, esquivar bicicletas y carros con caballos, encontrar un trayecto alternativo cada vez que se topaba con un pozo en medio de la calle por los mil trabajos eternos de reparaciones o manutenciones viales, cañerías y cableados. Hay que subrayar que en esos tiempos estaba permitido fumar en los transportes públicos y el aire se hacía irrespirable. Cuando terminaban sus turnos, los colectiveros estaban física y psicológicamente destruidos. Este pasó a ser el trabajo de Juan Carlos, paciencia… Soportaba, soportaba y no veía la hora de llegar a casa para abrazar a sus hijos.

Cuando Marcela tenía cinco años se mudaron a la nueva casa, la que ella recuerda como “SU” casa de la infancia, la anterior era la de la abuela... Y no solo de la infancia porque vivió allí hasta que, casi adulta, decidió emprender una vida con el que sería su marido, Daniel.

A Juan Carlos, su papá, lo veía muy poco. Ella era chica, se iba a dormir temprano, él tenía que cumplir con los turnos rotativos del colectivo, llegaba muy tarde a la noche. A veces, ni siquiera lo cruzaba en el fin de semana. ¡Cuánta amargura habrá tragado aquel hombre para poder llevar a casa el salario ganado honestamente! Pero nunca se quejó. Todo lo contrario, ensayaba varias veces una sonrisa antes de entrar hasta que estaba seguro de que aquella era la mejor, dejaba sus preocupaciones en el escalón de la vereda, atravesaba la puerta y les extendía los brazos a los chicos si no estaban durmiendo, o a Elisa, si se había hecho tarde. Cuando no trabajaba, los domingos de verano o en invierno si había sol, despejaba la mesita del patio, apoyaba de un lado los platitos con aceitunas, quesito y salamín, unos palitos salados y el vaso con vermut; del otro lado las fuentes con la carne y los chorizos para prepararles un rico asado. Primero el carbón, arriba las ramitas secas, unos bollitos de papel de diario y a soplar hasta que “prendiera el fuego” y las brasas recibieran la parrilla con la carne. Ponía unos tangos en el tocadiscos y… al asador. ¡Por favor! ¡Qué olorcito! ¡Qué delicia! A la pequeña Marce se le hacía agua la boca mientras el padre le explicaba que había que irlos girando despacio para que se cocinaran parejos, los chorizos. Y el pan… a ella se lo tostaba un poquito para que cuando lo mordiera, estuviese crocante. Cuando estaba su padre, para ella era una fiesta. Además, los asados solían terminar con algún dulce especial para la ocasión. No se comían dulces todos los días…

En verano, Elisa preparaba el bolso y se llevaba a los dos hijos al club Sanford, el que hoy es parte del colegio San Jorge. Pasaban las tardes en la piscina, jugaban con otros chicos y se iban bronceando mientras las madres conversaban. Elisa le inflaba a Marcela un flotador salvavidas para usar en la parte más honda. Marcela y Alberto se zambullían y se acercaban a sus amiguitos. Un par de veces se iban corriendo al baño y volvían al agua sin perder un segundo. A media tarde se sentaban en las reposeras, Elisa les ponía la salida de baño encima y mientras percibían el olor a cloro del agua comían la merienda, un flan, unos bizcochos con leche chocolatada, una banana. Y de nuevo a jugar y reírse sin parar. A veces, antes de ir a dormir, la madre tenía que darles una aspirina infantil porque el sol de todo el día les provocaba “chuchos de frío”, como se le decía al escalofrío de la fiebre bajita por recalentamiento del cuerpo. A la noche, la cena y a dormir como piedras de tan cansados que estaban. Fueron unos veranos fantásticos, inolvidables.

Marcela y Alberto eran buenos compañeros en aquellos años. Luego algo pasó. Nadie sabe exactamente qué, por qué razón o cuándo inició el distanciamiento entre los hermanos. Alberto se volvió desconfiado, intolerante. ¡Pero cuando eran chicos, no! ¡Qué bien la pasaban juntos! En verano y en invierno también. Con Alberto iban a la escuela San Martín de Berazategui. A la mañana, de ida, hablaban poco. Los pensamientos de ambos estaban ocupados por lo que les depararía ese día. A la salida se esperaban para volver conversando a casa. ¡Quién hubiese dicho que de adultos Marcela ya no recibiría del hermano ni siquiera el saludo en su cumpleaños! Hoy Marcela es una mujer decidida, luchadora por donde se la quiera ver. Por otra parte, es una mujer sabia que comprende cuándo ha llegado el momento de renunciar a algo o a alguien. Por eso dejó de insistir con Alberto y el muro que él había levantado. En aquel entonces se llevaban muy bien, faltaba mucho para aquel desenlace. Mientras eran adolescentes, Marcela tuvo el privilegio de ver desfilar en casa a los amigos de su hermano. Tenían más o menos la edad de Alberto y a Marcela le parecían muy guapos. Siempre estaba enamorada de alguno, pero no se atrevía a contárselo a nadie. A nadie, no; lo compartía con sus mejores amigas y muchas veces ella también las invitaba a casa.

Juan Carlos había comprado un tocadiscos. La familia tenía una interesante colección de discos, algunos de pasta (o vinil) más antiguos, otros de acetato más modernos. Y salieron los Long Play, los LP de colores con las músicas del programa de la tele que presentaba a los cantantes y a los jovencitos que bailaban. Con los LP entraban en las casas los ídolos de “Música en libertad”. Eran infaltables en las familias con adolescentes. A esto se sumaban los singles en inglés, con una canción que estaba de moda en el lado 1 y otra, menos famosa, que cada tanto se escuchaba, en el lado 2. Juan Carlos calificaba todo aquello “música estridente” porque los chicos y sus amigos la escuchaban a todo volumen. Los domingos, la “música estridente” cedía su lugar a los tangos. Música, siempre. Y los dos hermanos bailaban juntos todo lo que sonara. Al final de las reuniones, también juntos guardaban los discos en sus fundas de cartulinas y los acomodaban en el armario según un orden que solo ellos dos conocían.