El enigma del oficio - Guillermo Schavelzon - E-Book

El enigma del oficio E-Book

Guillermo Schavelzon

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El trabajo, la amistad, el dinero, el mercado, la fidelidad, la polémica y la literatura. Todos estos factores que intervienen de un modo u otro en el ecosistema del libro se conjugan en estas memorias de Guilermo Schavelzon para recorrer, a través de sus recuerdos y encuentros con autores como Ricardo Piglia, Augusto Roa Bastos, Mario Benedetti, Julio Cortázar, Gabriel García Máquez, Beatriz Guido, Quino, Juan José Saer, Juan Rulfo, Elena Poniatowska, Elsa Bornemann, Leopoldo Brizuela y Adolfo Bioy Casares, una vida repleta de libros y anécdotas. Desde sus comienzos a los diecinueve años en la editorial de Jorge Álvarez, pasando por sus experiencias en Planeta y Alfaguara, Schavelzon reconstruye un camino agitado, atravesado por el exilio que lo llevó de un lado a otro del Atlántico. Este no es el libro de un escritor sino el de un testigo –reconoce–, una crónica personal de ciertas experiencias públicas y privadas que lo acercaron a algunos de los principales protagonistas de la literatura. Eso es cierto. Y también es cierto que señala un momento clave de la industria en el que la figura del agente literario se volvió, a la vez, relevante y enigmática.

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El enigma del oficio

El enigma del oficioMemorias de un agente literario

Guillermo Schavelzon

Colección Fuera de Serie

Buenos Aires

Índice de contenido
Portadilla
Legales
Reconocimientos
“No todos fueron éxitos, Watson”
Jorge Álvarez. El editor es la estrella
Augusto Roa Bastos. El supremo exiliado
Juan José Saer. Entre París y Serodino
Una foto con Juan Domingo Perón
Gabriel García Márquez. Todo por quinientos dólares
Beatriz Guido
Osvaldo Bayer. El eterno rebelde
Feria del Libro de Buenos Aires. El fatídico año 1976
Quino. Del derecho y del revés
Mario Benedetti. “Con estos libritos…”
Jean van Heijenoort. El secretario de Trotsky
Julio Cortázar. “Te confío un plan completamente loco”
Arnaldo Orfila Reynal. Conversación en La Habana
Juan Rulfo. Señor del silencio
Elena Poniatowska. La voz de los que no tienen voz
Jesús Polanco. El encargo
Paul Bowles. Visita en Tánger
Jorge Guinzburg. El más serio de los humoristas
Emilie Schindler. La verdad de “la lista”
Federico Andahazi. Autopsia de El anatomista
Jorge Lanata. Como un gato
Leopoldo Brizuela. Escritor universal
Elsa Bornemann. La hija del relojero
Hernán Rivera Letelier. El minero
Diego Armando Maradona. El duque en sus dominios
Locos por Cuba. Una obsesión literaria
Erik el Belga. Falsificador y ladrón de arte por encargo
Olga Guillot. La reina del bolero escribe sus memorias
Oriol Regàs. Memorias sin rencor
Fernando Birri. Gran maestro del cine latinoamericano
Edith Aron. La Maga de Rayuela
Andrés Neuman. “Yo solo soy Andrés Neuman”
Adolfo Bioy Casares. Una herencia paradojal
Roque Dalton, poeta y guerrillero. Un caso cargado de misterio
Héctor Tizón. Una elegía
Ricardo Piglia. “Todavía oigo su voz”

Schavelzon, Guillermo

El enigma del oficio : memorias de un agente literario / Guillermo Schavelzon. - 1a ed. - Ciudad AutÛnoma de Buenos Aires : Ampersand, 2023.

Libro digital, EPUB - (Fuera de serie / 6)

Archivo Digital: descarga ISBN 978-987-4161-99-4

1. Memoria Autobiogr·fica. 2. EdiciÛn de Libros. 3. Literatura. I. TÌtulo.

CDD 808.06692

Colección Fuera de Serie

Primera edición, Ampersand, 2022

Primera reimpresión, Ampersand, 2023

Cavia 2985, 1º piso

C1425CFF –Ciudad Autónoma de Buenos Aires

© 2022, Guillermo Schavelzon

© 2022, Esperluette SRL, para su sello Ampersand

Edición al cuidado de Diego Erlan

Corrección: Josefina Vaquero

Diseño de cubierta: Tender

Maquetación: Silvana Ferraro

Digitalización: Proyecto451

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante el alquiler o el préstamo públicos.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-987-4161-99-4

RECONOCIMIENTOS

Los protagonistas de cada capítulo no fueron los únicos que me permitieron escribir este libro. Hay muchos otros que, aunque no aparecen, estuvieron muy presentes en todo momento. Escritoras, escritores y algún colega con quienes la relación se transformó en personal y amistosa, y con quienes sigo en contacto habitualmente. Su no presencia es un acto de cariño y respeto.

También han sido fundamentales quienes me acompañaron, los que me soportaron durante años, para que yo pudiera dedicarme a todo lo que aquí cuento. Lidia, primera confidente, primera lectora, primera comentarista de cada texto, siempre comprometida, aportando ideas enriquecedoras, ningún agradecimiento sería suficiente. La familia amplia, hijas, yernos y nietos, en quienes muchas veces pienso como futuros lectores, destinatarios de estos textos.

Varias personas leyeron y me ayudaron con sugerencias, mejoras y correcciones importantes. Julia Saltzmann hizo una revisión, y me ayudó a encontrar un ordenamiento para estos textos. Alberto Manguel, amigo cercano desde hace más de cincuenta años, hizo una lectura minuciosa, y comentarios con una generosidad sin límite. Mi hija Carolina hizo otro tanto, con una excelente mirada de editora.

Finalmente, mis editores. Tanto Ana Mosqueda (Ampersand, en Buenos Aires), como Manuel Ortuño (Trama, en Madrid), son furiosamente independientes y cultos, y ambos publican libros sobre libros y editores. Nunca había tenido antes relación personal ni profesional con ellos, los elegí por todas estas razones, y tuve la suerte de que aceptaran incluirme en sus catálogos.

¡Gracias a todos!

“NO TODOS FUERON ÉXITOS, WATSON”

“No todos fueron éxitos, Watson –dijo Holmes– pero entre ellos hay algunos asuntillos muy curiosos.

Sí –dije–; he acabado viviendo de mis habilidades”.

Sherlock Holmes a Watson, en Seis enigmas para Sherlock Holmes

Este no es el libro de un escritor, sino el de un testigo. Es una crónica, subjetiva y personal, de ciertas experiencias públicas y privadas que me acercaron a algunos escritores y otros protagonistas del mundo del libro, mi mundo desde los diecinueve años hasta hoy, más de cincuenta años después.

Aunque cada capítulo tiene un protagonista, no son retratos, mucho menos biografías, sino miradas: mi mirada personal de vidas y momentos que quise contar. Traté de evitar lo más posible la información general sobre cada uno, no porque no fuera importante, sino porque está al alcance de cualquiera con solo un clic. Al ir contando sobre cada uno de ellos, se va deslizando una especie de memoria, algo que se me impuso en la reconstrucción de cada historia.

Hay otros protagonistas importantes, que no están aquí, porque escribir sobre ellos podría afectar la confidencialidad de una relación que se mantiene vigente y que, en muchos casos, se ha vuelto amistosa y personal.

Nunca se sabe cuándo algo ya se puede contar. Quizás, como dice Emilio Renzi, “cuando la distancia, el tiempo transcurrido, nos asegura que no contamos los hechos, sino lo que recordamos de esos hechos”.

No habría pensado en escribir estos textos si no hubiera sido por una sugerencia, una intervención decisiva de Ricardo Piglia, con quien, cuando nos encontrábamos con tiempo, hablábamos de historias de editores, escritores y su mundo, asuntos paraliterarios, como los llamaría Rodríguez Rivero. Él fue quien me dijo que tenía que escribir todas estas historias, que eran “una parte de la historia de la literatura”.

Hubo también otro diálogo interesante. Conversando con Gustavo Guerrero, el editor de Gallimard, sobre su experiencia como docente en la escuela de editores de París, me contó que les hablaba mucho a sus alumnos acerca del estilo del trabajo editorial de antes, de cómo se tomaban las decisiones, del peso del editor por sobre todas las demás áreas en una editorial, de la relación editor-autor y de una serie de cosas que los alumnos escuchaban sorprendidos. Cuando Antoine Gallimard lo contrató hace años, le dijo: “Usted tráigame buenos libros, nuestros comerciales se ocuparán de venderlos”. “¿De verdad era así?”, le preguntaban incrédulos los alumnos. Yo le conté mi experiencia de varios años como profesor en el Máster de Edición de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, y al final Gustavo me dijo: “Es importantísimo contarles cómo se hacían las cosas antes, porque si no, creen que siempre fue como es ahora”.

Por eso, al contar estas historias, he tratado de reflejar una experiencia –la de editores, autores y agentes–, a lo largo de más de cincuenta años de moverme entre ellos y con ellos, y más que nada contar una época, cómo eran las cosas hasta hace relativamente poco.

Cuando a finales de los años noventa, en Buenos Aires, dejé el mundo corporativo para independizarme como agente literario, apenas disponía de un incipiente correo electrónico a través de la línea telefónica, de una velocidad y calidad penosas. Entonces no existían las grandes plataformas audiovisuales, ni las series de televisión, ni los libros electrónicos, y las grandes editoriales no sabían que llegaría un nuevo lenguaje audiovisual que cambiaría los hábitos de consumo cultural de millones de lectores, alejándolos de los libros.

Los cambios en la industria editorial han sido enormes. En 2018, un año antes de morir, Claudio López Lamadrid, uno de los últimos grandes editores, me dijo: “Hoy al editor que tiene éxito de ventas lo ascienden; el que no, aunque haya publicado grandes libros, elogiados por la crítica, perderá su trabajo”.

Entusiasmado con este proyecto comencé, con toda intención, a hacerlo en forma manuscrita, con lapicera de tinta, sobre unos cuadernos Moleskine de hojas cuadriculadas. Cuando Solange Sanguinetti me mostró una serie de cuadernos manuscritos de Borges, vi que los textos literarios estaban en las hojas impares, dejando la par para notas, comentarios, correcciones, reflexiones sobre lo que escribía. Me pareció genial, y lo imité.

En alguno de los libros de Alberto Manguel hay una reflexión que quisiera hacer propia: “es un relato construido a partir de lo que recuerdo e imaginé, porque la memoria es siempre un relato construido, no hay una verdadera o única memoria del pasado”.

Como se verá en estos textos, tanto en mis años de editor como en los de agente literario, ejercí siempre mi función de una manera totalmente comprometida, en lo profesional, y también en algo más personal, estar muy cerca de los autores, acudir y responder en cada ocasión, y sobre todo saber escuchar. Siempre dediqué mucho tiempo a escuchar, lo que permitió encontrar nuevos caminos para cada cosa, nuevas ideas, y una gran proximidad con el otro. Trabajar con un compromiso tan amplio ha generado relaciones largas y reconocimientos amistosos que agradezco una y otra vez. Esto hizo que lo que podría haber sido solamente el trabajo se convirtiera en algo que me hizo y me sigue haciendo muy feliz.

Decía al comienzo que este no es el libro de un escritor, y lo digo porque creo ser un buen lector. Después de releer y corregir decenas de veces estos textos, me doy cuenta de que, si tienen algún valor –que solo los lectores podrán reconocer– es por lo que cuento, no por la forma en que lo hago, que no tiene nada brillante, ni siquiera original. Es solamente lo que pude hacer.

Barcelona, octubre de 2021

JORGE ÁLVAREZ

EL EDITOR ES LA ESTRELLA

La memoria funciona de manera curiosa, y se dispara de forma imprevisible. En 2015, con motivo del centenario del nacimiento de Roland Barthes, El País publicó una nota de Nora Catelli en la que comenta que la primera traducción de Barthes al español fue publicada en Buenos Aires, en los años sesenta, por la editorial Jorge Álvarez, “sin mención al traductor, y seguramente sin pagar derechos de autor”. Acertó.

Este comentario, probablemente basado en alguna experiencia personal, señala un estilo de trabajo que fue una “marca de la casa” de Jorge Álvarez, uno de los más resonados editores argentinos de aquella época, que publicaba lo que quería, sin pedir permiso ni pagar derechos de autor y, por lo general, sin pagar tampoco al traductor.

Sin embargo, tuvo méritos, como ser el primer editor de Barthes en español, y muchos otros, lo que dificulta cualquier aproximación a su figura, un hombre de apariencia sólida, sostenida por una gran capacidad de convicción, aunque también de fabulación. Una fabulación que le resultó muy funcional.

Jorge Álvarez era un persona fascinante, y aunque trabajé muy cerca de él durante los años más importantes de la editorial, cincuenta años después todavía me cuesta terminar de comprender. O de aceptar lo que comprendo. Publicó a varios escritores que entonces no encontraban editorial, pero que unos años después estarían entre los más reconocidos: Saer, Piglia, Manuel Puig, Rodolfo Walsh, Paco Urondo, Germán García, Eliseo Verón, Oscar Masotta, David Viñas, Quino y muchos más.

Él no leía manuscritos, ni era un gran lector, ni tenía un proyecto cultural, ni respetaba a los intelectuales que lo rodeaban. ¿A quién atribuir entonces esos aciertos literarios? Dice el propio Álvarez: “Nunca tuve colaboradores permanentes, o discípulos, pero gente como Walsh o Pirí Lugones me recomendaban cosas, me pasaban datos, me contaban lo que sucedía en ese mundillo de las letras” (Jorge Álvarez, Memorias, Libros del Zorzal, 2013).

No respetaba a los intelectuales, pero supo obtener mucho de ellos. Decía ser un hombre de acción, en un medio que no solía ir más allá de la reflexión. Que la literatura no le importaba demasiado lo sabía todo su entorno, pero dicho entonces hubiera parecido una herejía. Jorge Álvarez vivía obsesionado por otra cosa, por construirse como una figura pública. Que el editor fuera la estrella, incluso por delante del autor. Y eso lo logró.

Al final de su vida publicó unas memorias en las que, privilegiando la ficción sobre lo documental, construyó un personaje alejado de lo que fue, pero buen reflejo de lo que hubiera querido ser. Sé que las memorias, por lo menos en lo esencial, las escribió o dictó él. Es algo destacable, porque Jorge Álvarez no escribía; nunca en los años que trabajé allí leí una contratapa, ni siquiera una carta, escrita por él.

De petitero a editor

A la distancia creo que hay que escucharlo a él, cuando décadas más tarde comenzó a hablar públicamente. En su vejez declaró algo insólito: “En aquella época, lo que me hubiera gustado era ser un mafioso, pero no había manera. En la Argentina solo había rateros ilustrados”, le dijo a Pedro B. Rey en una entrevista publicada en La Nación, el 13 de septiembre de 2013. Si eso es lo que hubiera querido ser, no lo logró, es difícil ser mafioso en el mundo del libro, no hay con qué. Sin embargo, explica algo de su ambición.

Antes de convertirse en librero y editor, Jorge Álvarez era un joven más de la clase media argentina en decadencia, no muy disconforme con la vida que llevaba. Tampoco se imaginaba un futuro en el mundo de la cultura o el de la edición: “Más bien me veía jugando al póquer, al bridge, al fútbol, al rugby, yendo al hipódromo. En mi familia querían que fuera militar (para evitar mi rebeldía) y después contador, pero los números me aburrían. En el fondo era un niño bien. Mi padre tenía una sastrería de trajes a medida, pero, aunque estaba acostumbrado a tener mucama, autos, chofer, chalets, ya me tocó la época en que empezábamos a planear hacia abajo”.

Comenzó a construir esa vida algo imaginaria, hablando de su adolescencia: no estudió en el selecto y prestigioso Colegio Nacional de Buenos Aires, sino en un colegio de curas, donde con mucho esfuerzo (“raspando”, decía) terminó el bachillerato. Pertenecía a una clase media estandarizada en la que no se sentía incómodo: “Saco azul, pantalón gris, caminar arrastrando los mocasines. Yo era un petitero atípico porque escuchaba jazz”.

Estudiante crónico de Derecho, un compañero del equipo de rugby le consiguió un trabajo en la librería jurídica Depalma, donde como vendedor no era muy feliz, pero tenía que llevar dinero a casa, porque mantenía a su madre viuda. Un par de años después, vio que justo enfrente se alquilaba un local, y sin pensarlo dos veces cruzó la calle Talcahuano y lo alquiló. Dejó la facultad y se gastó todos los ahorros de la madre en instalar una librería y editorial.

Allí tuve yo mi primer trabajo, tan determinante de mi futuro profesional que nunca más dejé el mundo de la edición. En 1964, cuando empecé, yo tenía diecinueve años y Álvarez treinta y cuatro. Entonces yo estudiaba cine en la Universidad de La Plata, y quería publicar una revista de cine. Así llegué, con bastante ingenuidad, a hablar con Álvarez para proponérselo. Me recibió en la librería y en cuanto comencé a hablar me dijo que él iba a publicar una versión en español de la revista italiana Cinema Nuovo, que dirigía el crítico Guido Aristarco, y en el acto me propuso que me hiciera cargo de esta y olvidara la mía. Acepté y así se inició nuestra relación. Como la revista solo duró dos números, porque no se vendía, me ofreció quedarme y hacer otras cosas en la editorial. Acepté ¡pero sin haber hablado ni siquiera de cuánto iba a ganar!

Durante unos años compartimos una extensa jornada de trabajo, reuniones y viajes, lo que me permite hoy una mirada privilegiada sobre esta historia. Habitábamos un reducido entrepiso de la librería, mi escritorio estaba enfrente del suyo y al lado del de Pirí Lugones, su colaboradora principal. Los tres compartíamos un único aparato de teléfono.

Cuando llegué, la librería-editorial ya tenía prestigio entre la intelectualidad progresista, que entonces era muy amplia. Me quedé con la propuesta de ser una especie de asistente, tarea que consistía en acompañar a Álvarez a todos lados: encuentros con escritores, con proveedores, visitas a talleres y, cuando se necesitaba, bajar a la librería para ayudar.

Logo de la librería y editorial Jorge Álvarez

De a poco, en especial durante sus ausencias por viaje, fui estableciendo relaciones más personales con los autores, muy intrigado y atraído al ir conociendo lo que implicaba escribir. Más adelante, en un acto de realismo, me hice cargo de algo que él consideraba menor, la venta a los distribuidores, tarea que nadie ejercía en la editorial. Fui aprendiendo el trabajo bastante rápido, aunque luego demoré más en poder discriminar entre lo que tenía que aprender y lo que era preferible no hacerlo.

El talento propio y el de los demás

Aunque la editorial “nació de casualidad”, como dijo en la entrevista con La Nación, una vez puesto en ello aplicó toda su fuerza emprendedora y una arrolladora aptitud para la seducción o manipulación. Supo rodearse de un buen equipo de colaboradores, en un momento clave de cada uno, en que se necesitaban mutuamente. Fue lo principal de su saber hacer. Al final de su vida, en una entrevista por televisión, lo explicó de una forma muy precisa: “Yo tenía talento para manejar el talento de los demás”.

Pirí Lugones, reina de la gauche divine porteña, nieta del Gran Poeta Nacional, era una mujer fuerte e inteligente que se movía, acentuando su renguera, con el desparpajo que le permitía su origen social, aunque nunca dejó de burlarse de él. Pareja en esos años de Rodolfo Walsh, terminó secuestrada y desaparecida, como otros miles, durante la dictadura militar de 1976. Pirí fue alguien esencial para la construcción de la editorial, y para la imagen de Jorge Álvarez. Se presentaba como “la relaciones públicas” del editor, pero fue mucho más que eso. Los dos constituían un equipo potente, y se tenían confianza. “Yo amaba a Pirí”, dijo en el programa Los siete locos en 2013, y es algo que le creo. Ella traía a los escritores y Álvarez los sabía enganchar. Ella era mucho más inteligente y culta que él, pero no se lo hizo sentir jamás. Con eficiencia y habilidad, le fue construyendo un entorno que a Álvarez le fascinó. A veces creo que el personaje “Jorge Álvarez Editor”, fue una exitosa operación de Pirí Lugones.

Álvarez nunca leía lo que publicaba, pero llegaba al encuentro con el autor bien preparado por Pirí, y sabía halagarlo. Un autor siempre reconoce si quien le comenta su manuscrito lo leyó o no, pero esto a los escritores no les importaba, porque no buscaban su opinión, solo la publicación.

Así logró lo que a él más le interesaba, que no eran los libros por su contenido, sino como vehículo para construir un nuevo lugar social de editor. No tenía el vulgarmente llamado “amor por los libros”, tan típico del sector. Tampoco le importaba mucho la calidad del trabajo editorial, no era un editor al que lo impulsara el compromiso con el autor o con el lector, sino la trascendencia pública de su rol.

Un ejemplo: tuvo el acierto de contratar a un muy joven Ricardo Piglia para hacer la colección “Perfiles”, libros que reunían varios ensayos sobre un autor: Joyce, Proust, Sartre, Trotski, Pavese y alguno más. Piglia hacía una excelente selección de artículos, que entregaba en fotocopias, pero luego Álvarez no le dejaba revisar las traducciones, ni cuidar la edición. En los libros no aparece quién hizo la selección, no hay una introducción que la explique, y en muchos textos no aparece el origen ni el nombre del traductor. En cambio, se ocu­paba personalmente, con mucho interés, del diseño de la portada. Su esfuerzo se centraba en lo que se veía, no en lo que había en el interior.

Como editor-protagonista tuvo tanto éxito que sucedió algo impensable hasta entonces: “Que la gente fuera a las librerías a pedir los libros de Jorge Álvarez” (María Moreno, Página/12, 11 de marzo de 2012).

Construyó un catálogo arbitrario, en el que hubo unos cuantos aciertos. No tenía ninguna política editorial; los académicos, que la construyen a posteriori, lo hacen sin mirar todo lo publicado sino solo lo que trascendió. La posición progresista, de izquierda, que tuvo la editorial, fue el resultado de una época, los años sesenta, y de la influencia de su entorno, no un proyecto fundacional. No había una ideología detrás. La política era algo que a Álvarez nunca le interesó.

Publicidad en prensa gráfica de la editorial Jorge Álvare

Así como Pirí cumplió una función esencial para atraer a narradores, Rogelio García Lupo, prestigioso periodista de investigación, hizo valiosos aportes. Tomó el modelo estadounidense del Instant Book, haciendo libros coyunturales, atractivos y en tiempo récord. ¿A qué viene De Gaulle? se publicó una semana antes de la extraña visita del general francés a la Argentina. Los libros de ensayo los aportaba Alberto Ciria, un historiador que luego terminaría siendo catedrático en Canadá. Ciria no cobraba por su trabajo como editor, pero Álvarez le daba galeras para corregir, trabajo por el que sí cobraba una especie de compensación y que hacía en una mesa en el sótano de la editorial.

En un momento en que la edición estaba quedándose anticuada, Álvarez aportó una práctica diferente, tal vez anticipatoria: dedicó más esfuerzo a promover que a publicar. Y ninguna preocupación por administrar. Su labor como editor fue la de un gran promotor.

Sin embargo, Álvarez no es comparable a los grandes editores del siglo veinte, personajes de gran protagonismo como Giulio Einaudi, Giangiacomo Feltrinelli, Carlos Barral, Gaston Gallimard, Albin Michel, Jérôme Lindon, Peter Suhrkamp, Samuel Fischer, por nombrar solo a los europeos, que era a los que se miraba desde la Argentina. Todos ellos fueron hombres con un enorme ego, caprichosos y autoritarios; sin embargo, gestionaron su negocio con mucha dignidad, poniendo siempre al autor por delante. Fueron editores cultos, que sabían muy bien qué publicaban y por qué, cuyo mérito fue hacer empresas fuertes y descubrir autores que, a lo largo de décadas, supieron mantener. Álvarez, al contrario, no supo acompañar, ni disfrutar, ni siquiera beneficiarse de los suyos, más que vivir el primer momento de cada uno.

En La tribu Einaudi, Ernesto Franco cuenta que Natalia Ginzburg, colaboradora de toda la vida de la editorial, fue la única que una vez se animó a decirle a Giulio Einaudi: “¿Sabes lo que te pasa? Que en cuanto imprimes un libro, la figura del autor pasa al reino de las sombras. Nada más imprimirlo, te convences de que el libro es tuyo”.

Fascinado por el happening

En esos años, en el Instituto Di Tella, un centro de arte de vanguardia, se imponía el happening como un nuevo modelo de arte participativo, uno de cuyos teóricos era el filósofo Oscar Masotta.

Álvarez descubrió, en la idea de este movimiento, una gran herramienta para su trabajo de editor: ofrecerle a los lectores participar en los libros, más que leer. Se acercó a Masotta, lo publicó y lo convirtió en asesor. La filosofía del happening fue para él un gran descubrimiento que supo aprovechar. En la promoción fue un gran precursor, y contó con el apoyo del semanario Primera Plana, un exitoso magazine semanal que analizaba la realidad y dictaba la moda cultural. Se podría decir que logró crear una red cuando no existía el mundo digital.

Cada nuevo libro se promocionaba con una presentación espectacular, lo que hacía que los lectores fueran parte de “algo que estaba sucediendo” en una época en que las presentaciones de libros eran muy aburridas, con discursos solemnes. Hay algo precursor en esta idea, que cincuenta años después se considera esencial: no se trata de comprar un producto, sino de adquirir una historia. Dice en sus Memorias:

“…cuando presentaba un libro, hacía una fiesta a todo trapo, tipo happening, sin la solemnidad tan amarga de las presentaciones clásicas”; “… hablar de lanzamientos de libros como si se tratara de productos o mercancías me daba un tinte norteamericano. En mi caso no era una pose, sino una forma de ser”.

Recuerdo las presentaciones públicas de cada nuevo libro de una colección de antologías de cuentos alrededor de un tema, con portadas modernas, obra del diseñador Jorge Sarudianski. La había creado Chiquita Constenla, y con el nombre de “Crónicas de…” reunía cuentos de quienes eran o iban a ser los mejores escritores del momento. Estos libros fueron un éxito notable, Álvarez hizo que se pusieran de moda. ¡Se puso de moda toda una colección!

Se organizaba un gran acto en un auditorio céntrico abarrotado de gente. Jorge Álvarez, vestido de elegante sport, cuello alto como se usaba en la época, subía al escenario micrófono en mano y comenzaba: “…Bueno, yo soy Jorge Álvarez, el responsable –o debería decir el culpable– de las Crónicas que aquí venimos a presentar”, y contaba historias, hablaba de los cuentos reunidos en ese libro, o de lo que fuera durante una hora, que resultaba fascinante para quienes lo escuchaban. El público aplaudía sin parar, él era el único atractivo de la función, y disfrutaba su momento. Era muy histriónico, sabía atraer la atención, la gente se sentía parte del proyecto, como si fuera una cruzada, o un nuevo movimiento político, no la presentación de un libro de cuentos. La gente, alguna gente, se transforma cuando tiene en la mano un micrófono y un público que lo escucha atento. Así era él. A veces dejaba los últimos cinco minutos para que Chiquita Constenla tomara el micrófono y le hiciera algunos elogios. Si alguno de los autores estaba presente, ni se lo señalaba. Pirí Lugones, que lo había organizado todo, no hablaba nunca. Jorge Álvarez se sentía feliz.

Lo mejor de todo ocurría a la salida del acto: no alcanzaban las mesas ni los vendedores ni los ejemplares para todos los que querían comprar el libro. No recuerdo que le pidieran al editor que se los firmara, pero perfectamente podría haber sido así. Lo recordé una vez que vi, en una feria, a María Kodama sentada firmando los libros de Borges.

Crónicas bastante extrañas y Crónicas de Buenos Aires por la editorial Jorge Álvarez

Álvarez hacía sentir a todos que estar cerca de él y de su editorial era un privilegio, era estar in. No tenía ningún pudor convencional, y transgrediendo todos los usos y costumbres, logró encontrar una nueva forma de comunicar. Habría sido un cambio revolucionario, si no hubiera sido al costo del caos que, bastante rápido, fue corroyendo las bases de su construcción, arrastrando a todos los escritores y colaboradores que habían confiado en él.

Cada día, una jornada de infarto

El proyecto no tenía ninguna base estratégica, organizativa ni económica, y el catálogo respondía a la imprevisibilidad propia del editor. Más que construir un fondo de venta continua, que hubiera sido un seguro financiero para la editorial, se trataba a cada libro como un lanzamiento único, un one-shot aislado del conjunto, creado para dar un golpe y olvidarlo poco después, ante la llegada del siguiente. Nunca se publicó un catálogo de la editorial, hubiera sido imposible, “el catálogo” era un conjunto inconexo de libros.

Tampoco había un plan editorial ni se sabía cuántos libros se publicarían cada mes. El tiraje de cada uno dependía de la expectativa de ventas del propio Álvarez, que siempre era enorme (“hagamos ocho mil”). Cuando llegaba un nuevo libro de la imprenta, que a veces retenía los ejemplares durante semanas hasta cobrar una deuda vencida, bajaba a la librería y le preguntaba a Chungo Lecuona, el librero: “Este libro, ¿qué precio puede aguantar?” Recuerdo esos momentos hasta con las expresiones de la cara de cada uno, ese era el único criterio para fijar el precio de venta. Nunca supimos el costo real de ningún libro, nunca supimos si se ganaba o se perdía, era imposible saber la situación de la editorial, aunque la caja, termómetro infalible, iba teniendo un problema cada vez mayor.

Hubo algunos éxitos de venta que permitían seguir, como Mafalda, cuyo primer editor fue Jorge Álvarez y se vendía sin parar. A veces recibía alguna ayuda inesperada, como la del gobierno militar del general Onganía, una dictadura blanda que comenzaba a modificar la estructura económica del país con las primeras privatizaciones de empresas públicas y el cierre de las “revoltosas” universidades, y que dictaba normas morales obligatorias como prohibir el uso de la minifalda, el pelo largo a los hombres (que no debía llegar “al cuello de la camisa”), besarse en espacios públicos, y una serie de pautas que hoy nos hacen gracia. Ese gobierno inició una causa legal por inmoralidad a Jorge Álvarez por publicar las Crónicas del sexo, y a Leopoldo Torre Nilsson, el más exitoso director de cine del momento, por el cuento que publicó en esa antología. El juicio terminó con una pena de dos meses de cárcel en suspenso, pero Álvarez supo aprovecharlo como si fuera una campaña publicitaria. A partir de ese momento comprar “las Crónicas de Jorge Álvarez” era también un acto de oposición.

Otro éxito comercial fue Mi amigo el Che, el primer libro sobre Guevara, escrito por Ricardo Rojo, un abogado que era su amigo y lo visitaba en Cuba. Siguió La historia me absolverá, de Fidel Castro, el discurso de autodefensa en el juicio por el fracasado asalto al cuartel de Moncada. También Hola Perón, que dio lugar a que yo conociera al General.

En esos años, Argentina era todavía el primer exportador de libros en español. En 1970, la tirada promedio de los libros publicados era de 10.000 ejemplares, contra 1.718 de 2019.

Álvarez viajaba a España un par de veces al año para cobrar exportaciones. Él volvía, pero el dinero cobrado nunca llegaba con él: se lo había gastado en el viaje, o transformado en maletas de regalos para su madre, a la que tanto él como su hermano Rodolfo, solteros los dos, veneraban.

Aquellos libros que se vendían bien permitían ocultar o postergar los desastres que el editor provocaba en su andar, hasta que la irracionalidad de esa forma de funcionar terminó llevándolo a la quiebra.

Aunque casi nunca pagaba derechos a los autores, solo unos pocos se quejaban. En Los diarios de Emilio Renzi, Piglia deja constancia, muchísimas veces, de su sufrimiento por cobrar los trabajos que realizaba. En una entrevista de 2013 que le hicieron en el programa de televisión Los siete locos, Jorge Álvarez reconoció que hubo cosas que hizo “que no les hicieron mucha gracia a los autores”. La periodista dejó pasar la oportunidad de preguntarle cuáles habían sido esas cosas.

En la editorial no había ningún registro de los compromisos a pagar. Para las deudas se utilizaban pagarés y cheques posfechados de los que no había registro alguno. Todos los días era una aventura saber cuánto dinero faltaba en el banco, y había que conseguirlo, lo que Álvarez resolvía con ayuda de abogados amigos, que rotativamente le cambiaban cheques, y en caso extremo acudía a un usurero conocido en el sector editorial. Casi siempre llegaba a depositar lo necesario, justo cuando el banco estaba por cerrar. Al día siguiente, todo se volvía a repetir de igual manera.

Por momentos parecía que Álvarez perdía el criterio de realidad, no solo por las cosas que inventaba, construyendo el relato más conveniente para cada situación, sino por el desparpajo con el que manejaba la administración y las finanzas de la editorial, sin que eso fuera para él una preocupación. En los cuatro años que trabajé allí nunca se pagó ningún impuesto, todos los sueldos eran en negro, y “se dibujaban”, como dicen los contables, todas las declaraciones, tanto las fiscales como las de derechos de autor. Cada vez que Yaco Capeluto, el contador, firmaba un papel, nos decía a los de alrededor: “Por esto me llevarán preso”, cosa que por suerte nunca sucedió. A veces parece un milagro el número de años que la editorial sobrevivió.

Parecía haber algo en Jorge Álvarez que a él lo impulsaba y que los demás no alcanzábamos a ver. Para mantener la editorial, vivió poniéndola permanentemente en riesgo, lo que no parecía preocuparle demasiado, y le daba fuerza para seguir. No era un hombre que sufriera por las cosas que sucedían; todo lo contrario, era un individuo profundamente satisfecho, lo que alimentaba su capacidad de acción. A medida que pasa el tiempo, voy entendiendo hasta qué punto su conducta respondía perfectamente a la patología del jugador. Lo dice en sus Memorias: “…en lugar de vivir con el pie en el freno, prefiero estrellarme”.

Hacer y deshacer

Así como hizo una editorial de la nada, Álvarez la destruyó después. No viví la etapa final, unos años antes yo lo había dejado, debido a que nuestra relación se había vuelto muy tensa, y mis intentos por poner orden habían fracasado una y otra vez. Esa forma de vida, para un obsesivo como el que yo comenzaba a ser, era imposible de sobrellevar. Vivir al borde del precipicio no era para mí.

Cuando la situación económica se hizo insostenible, Álvarez reaccionó perdiendo todo interés por la editorial, volcando toda su energía y creatividad en la música, impulsando un rock nacional cantado en español. El poco dinero que todavía daba la editorial lo fue derivando a esta nueva actividad, por lo que terminó quebrando la anterior, dejando a todo el mundo sin cobrar.

En sus Memorias, vuelve a ser profundamente él mismo, transformando una quiebra comercial en un acto heroico: “…era necesario marcar la situación. No se podía subsistir sin venderse y perder la propiedad, pero entonces ya no sería un editor independiente. Quizás [provocar la quiebra] fue un poco estúpido de mi parte, pero así se dio la agonía. Fue lenta, y finalmente dije adiós a los libros, emulando lo de Ernestito con las armas”.

Con la misma pasión con que había hecho la editorial, fundó Mandioca, el primer sello discográfico independiente de rock, promoviendo a varios grupos: Manal, Almendra, Sui Generis, Pappo’s Blues. El rock nacional no daba dinero entonces; cuando las deudas se acumularon otra vez, y los militares dieron un golpe de Estado que en unos días reprimió todo tipo de actividad artística y cultural, Jorge Álvarez se fue a Madrid, donde continuó con éxito su carrera de productor musical.

“Everybody loves a come-back kid”

Cuando en 2012 regresó a la Argentina, después de treinta y cuatro años en Madrid, fue recibido como el hijo pródigo, idealizado, señalado como un precursor de la edición y del rock. Albergado y promovido por la Biblioteca Nacional, que organizó una retrospectiva de su labor llamada “Pidamos peras a Jorge Álvarez”, y también le fomentó el último de sus delirios: reflotar el sello Jorge Álvarez Editor.

Libros del Zorzal publicó sus Memorias en 2013, un año y medio antes de su muerte. No había reconstruido su vida del modo que fue, sino como hubiera querido que fuera. Una excelente recreación.

Quien mejor lo describió –aunque no podemos saber si pensaba en Álvarez–, fue Ricardo Piglia en Prisión Perpetua: “El autoengaño es una forma perfecta. No es un error, no se debe confundir con una equivocación involuntaria. Se trata de una construcción deliberada, que está pensada para engañar al mismo que la construye. Es una forma pura, quizás la más pura de las formas que existen. El autoengaño como novela privada, como autobiografía falsa”.

La pasión que lo caracterizó, el impulso emprendedor, la audacia sin límites, la falta de escrúpulos y de temor al riesgo necesariamente provocaban cierto distanciamiento de la realidad. Como señaló Juan Cruz sobre William Faulkner, “se sometió a tantas entrevistas como le pidieron, pero dijo en ellas lo que le dio la gana sobre el origen o sobre su vida” (Juan Cruz, “William Faulkner y el rostro de los japoneses”, Suplemento Babelia de El País, 1 de mayo de 2021).

En sus Memorias cuenta encuentros con Sartre, con Roland Barthes, con los editores François Maspero y Giangiacomo Feltrinelli, cuando no conoció a ninguno de ellos. Tampoco se reunió nunca con García Márquez (se lo dijo a Tomás Eloy Martínez), pero en la página 15 declara: “Gabo… me dijo en un restaurante de San Angel Inn, en el DF de México, mientras me mostraba las páginas aun inéditas de Cien años de soledad –por cierto, maravillosas– que había escrito en el día…”.

Intento hacer una descripción que me permita tratar de entender una personalidad tan compleja, algo irreal pero al mismo tiempo fascinante. Los que estábamos cerca de él, le habíamos festejado muchas veces las historias en las que, junto a notables de todo el mundo, era el protagonista. No importaba mucho que fueran reales o no. Después de todo, y esto era muy de él, ¿por qué las cosas tienen que ser verdad?

Una historia fantástica con Fidel Castro

En sus Memorias hay una historia fantástica en los dos sentidos de la palabra: “Logré concretar el encuentro con Fidel gracias a la casualidad… Cuando entré [a un restaurante] vi que, en el fondo, sobre una pared, había un montón de uniformes color verde oliva, y allí reconocí a Fidel y a Antonio Caparrós, un psicoanalista argentino… Transcurrieron más de veinte minutos cuando vi que Fidel se levantó de su mesa y vino hacia mí sin guardia pretoriana. Me puse de pie, fui a su encuentro, me tendió su mano caliente y me preguntó por mi salud, si me había recuperado… Por supuesto que de todos los invitados por Casa de las Américas fui el único que tuvo una ‘entrevista privada’. Al día siguiente, todos sabían de mi encuentro y envidiaban mi suerte”.

Esa noche, en esa cena, yo estaba allí y también los psicoanalistas Antonio Caparrós y Martha Rosenberg. Pero Fidel Castro y los de verde oliva, no… En el relato, que es de sus últimos años, hay cierta ingenuidad, Castro nunca hubiera ido a un restaurante sin que antes se cerrara para él, después de una minuciosa revisión por parte de las fuerzas de seguridad. Si Castro murió a los noventa años, no hay duda de que su escolta trabajaba bien.

Jorge Álvarez tenía ochenta años cuando regresó a la Argentina. En España, como representante de música popular, había ganado muy buen dinero. Sin embargo, un día apareció en las redes un llamamiento a una colecta pública, porque “no tenía de qué vivir”. Convertido él en una especie de héroe que retorna y, por otro lado, conmovidos por sus declaraciones en los medios, muchos argentinos aportaron dinero. Me hizo acordar al Álvarez de siempre. En esos días, Beba Piglia me envió un mail donde decía: “Quizás ahora podrá pagarme las traducciones que me debe desde 1966”.

AUGUSTO ROA BASTOS

EL SUPREMO EXILIADO

Cuando conocí a Roa Bastos, él tenía cincuenta años y yo diecinueve. Me­­día un metro sesenta; era silencioso, tímido, iba vestido siempre de traje y corbata, cuando un día apareció en la librería y editorial Jorge Álva­rez acompañado por Tomás Eloy Martínez, que en 1966 era el jefe de redacción del semanario Primera Plana, el primer magazine moderno que se pu­­­blicó en la Argentina.

Acababa de publicar El baldío, una reunión de cuentos, y ya hacía años que vivía exiliado en la Argentina, eterno perseguido por el dictador vitalicio del Paraguay, el general Alfredo Stroessner. Ya llevaba años trabajando en la que sería su gran novela, Yo el Supremo, cuyo protagonista no sería el prototipo de general inculto y bruto, sino el ilustrado José Gaspar Rodríguez de Francia, Dictador Perpetuo del Paraguay, país que manejaba a su antojo hacía muchos años. De todas las novelas de dictadores que se escribieron en el siglo xx, la de Roa es la mejor, la más rica y ambiciosa, la que merece perdurar.

Allí comenzó una relación discreta y distante con Roa, que venía regularmente a la librería, desde donde nos íbamos los dos a tomar algún café. Ya dije que él era muy callado pero yo también era demasiado niño y tenía poco que decir. Sin embargo, me gustaba escucharlo. Una de esas casualidades extrañas hizo que nos reencontráramos, varios años después, en otra circunstancia.

Penurias alimenticias

Me tocó “servir a la Patria” (en esa época se llamaba Servicio militar obligatorio) en un regimiento de gran tradición, el de Granaderos a Caballo “General San Martín”. Una vez pasado el mes de intensa y desesperante instrucción militar, gracias a que yo no era suficientemente alto, en lugar de hacer guardia de honor en la Casa de Gobierno, me enviaron a una oficina administrativa en el centro de Buenos Aires. Mi jefe directo, un tal capitán Basso con quien nunca tuve mucha relación, tenía la manía de querer controlar qué hacía su esposa después de que él se iba a trabajar. Entonces, dos o tres veces por semana, a media mañana, indicaba a su ayudante, el suboficial principal White, decirme que fuera hasta la casa del capitán, a buscar las llaves que se había olvidado. Siempre igual, una rutina poco original. Así era la milicia en el Ejército Argentino, no se preguntaba nada, solo se obedecía, y a mí me convenía, porque el encargo me permitía salir.

El principal White, con quien yo compartía el despacho, era un borrachín simpático al que le faltaba poco para jubilarse. Teníamos un acuerdo no dicho, de cierta complicidad: él se pasaba el día en el bar de la esquina, donde bebía vino blanco, y si el capitán lo llamaba –cosa que sucedía muy de vez en cuando–, yo respondía que estaba en el baño y salía corriendo a buscarlo al bar.

La tercera o cuarta vez que me enviaron “a buscar las llaves”, el principal White (se pronunciaba “güite”) me sugirió que no era bueno ir y regresar tan rápido. Encontré entonces un café donde, después de recoger las llaves que me daba la esposa del capitán, me sentaba a perder un poco de tiempo, para demorar un poco el regreso. Pero lo mejor de ese café, que estaba en el barrio de Caballito, es que allí iba cada día Roa Bastos a escribir, y así, compartiendo cada mañana un buen rato juntos, se inició una segunda etapa de la relación.

Roa escribía en el café (una costumbre muy de Buenos Aires) porque vivía en un cuarto de pensión que no tenía ventanas. En esos cafés se podía escribir o leer o estudiar toda la mañana, con una sola consumición. Por la tarde, él trabajaba de mucamo en un hotel de alojamiento temporal, por horas, para parejas. Su trabajo consistía en cambiar sábanas y toallas en tiempo récord, entre que una pareja salía y la siguiente entraba, y dejar los cuartos –que tampoco tenían ventanas– saturado con el olor artificial de un ambientador. Con este trabajo de medio tiempo, Roa Bastos, que en 1989 recibiría el Premio Cervantes, lograba llegar a fin de mes, comiendo una sola vez por día.

Yo no terminaba de entender por qué tenía ese trabajo tan poco calificado. Muchos años después encontré un comentario de William Faulkner en una entrevista de la Paris Review, que Roa no podía desconocer: “El mejor trabajo que me han ofrecido nunca fue el de encargado de un burdel. Para mí, ese es el mejor entorno de trabajo posible para un artista”.

Tomás Eloy Martínez, amigo de Roa y compañero de caminatas y penurias alimenticias, me contó cómo, algunos días al atardecer, se acercaban los dos a la casa de un productor de cine rico y exitoso (Héctor Olivera, que vivía en un lujoso piso sobre la avenida del Libertador), y sin previo anuncio subían a visitarlo. Hacían durar la conversación lo suficiente como para que se hiciera de noche, hasta que Olivera, con generosidad, los invitaba a cenar. Esa era, muchas veces, la única comida del día.

Conocí a Olivera porque fue el director de La Patagonia rebelde, la película basada en un libro de Osvaldo Bayer que yo había publicado en Galerna, y que nos costó el exilio, tanto a Bayer como a mí, cuando llegó el golpe militar de 1976. Olivera era generoso, pero básicamente era un hombre de negocios. Sucedió que, en una de esas visitas, tratando de entretener al productor hasta que llegara la hora de la invitación a cenar, uno de ellos, seguramente Tomás Eloy, le contó que Roa y él tenían un guion, cuyo argumento fue inventando mientras lo contaba. Cuando terminó, el productor los invitó a cenar y les dijo: “Esa película la quiero hacer yo”. Tomás Eloy, que vivía a los saltos como Roa, sin siquiera intercambiar una mirada con su compañero, respondió con entusiasmo: “Ya la tenemos escrita”, luego de lo cual Olivera les propuso reunirse en su oficina unos días después, para leer juntos el guion.

Me contó Tomás Eloy que, después de cenar, se fueron a su casa y se pasaron dos días encerrados, sosteniéndose con café, escribiendo a cuatro manos esa historia que no existía, para llegar con el guion escrito a la oficina del productor, donde la leyeron en voz alta, y se la compraron en el acto, lo que representó un respiro de varios meses para los dos. Nunca supe cuál era ese guion, y no sé si se rodó. O si fue una picardía elegante de Olivera para ayudar a dos muchachos que le caían muy bien.

“Lo mejor son las historias de su trabajo, yo las escucho como si hubieran sido mías hace muchos años y las hubiera perdido. Pasa un año en una casa de Mar del Plata, sin hacer otra cosa que escribir, viviendo a pescado y sin plata. Se levantaba a las cinco de la mañana y tomó anfetaminas durante seis meses hasta terminar Yo el Supremo (y ganarse un infarto)”, escribió Ricardo Piglia en Los diarios de Emilio Renzi (Los años felices).

Exilios

En la década de los setenta, en la Argentina comenzó una violenta persecución de intelectuales que llevó a Tomás Eloy a exiliarse en Caracas, y a Roa Bastos a instalarse en Francia, donde ya tenía en Toulouse una relación estrecha con una hija de republicanos españoles, catedrática de literatura sudamericana, que se llamaba Iris Menéndez. En poco tiempo se transformó en su esposa y tuvieron tres hijos. Juntos, lograron que la universidad de Toulouse abriera la única cátedra en todo Europa de lengua y cultura guaraní, que duró varios años, hasta que se quedó sin alumnos y cerró.

En esa misma época y por similares razones, yo me tuve que ir a vivir a México, y poco después, como editor de una editorial que comenzó publicando a Benedetti, Cortázar y Mafalda, retomé la relación con Roa, a quien también comenzamos a publicar.

Cada año, antes de ir a la feria de Fráncfort, yo pasaba unos días por París, le avisaba cuándo iba a llegar, y Roa tomaba el tren desde Toulouse para vernos allí. Nos alojábamos en el Grand Hôtel des Balcons, en la rue Casimir Delavigne, entonces un modesto dos estrellas que Roa había descubierto en la rive gauche. Allí pagábamos una suma irrisoria por cada habitación, con desayuno incluido.

Durante el día caminábamos por París, entrábamos en todos los cafés de cada barrio, y en todas las librerías. Una vez hacía tanto frío que en Odeón nos metimos en un cine donde daban una película de Costa-Gavras que nos dejó muy conmovidos.

Creo que lo que a Augusto le gustaba, pese a su notable timidez, era poder contarme con todo detalle la historia de la novela que escribía y escribía y no podía terminar: El fiscal