El extranjero o la unión en la diferencia - Michel de Certeau - E-Book

El extranjero o la unión en la diferencia E-Book

Michel de Certeau

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Beschreibung

"El extranjero o la unión en la diferencia" destaca en el conjunto de la obra de Michel de Certeau por la amplitud del público al que se dirige, la intensidad con la que refleja la experiencia vital de su autor y su condición de gozne entre dos épocas muy diferentes de su trayectoria. Podría definirse como un texto espiritual, nacido directamente de la vivencia religiosa de Certeau, en el que despliega su visión de algunos de los problemas que consideró centrales en su intento de vivir como cristiano, incluyendo también sus propuestaspara afrontarlos. Entre estos temas, el más insistente, el más querido al autor atañe probablemente a lo que él llama la necesidad del viaje, esa salida fuera del país de sus padres que es requerida a Abraham por Yahvé en el relato bíblico. Cada uno va hacia ese encuentro con el otro que, alterándole, le desvela la fragilidad de sus evidencias en el movimiento de «la vida común» y desde la aguda conciencia de que «Dios sigue siendo el extranjero para nosotros». El extranjero es el libro más personal y profundo de Certeau, con el que ofrece a sus lectores dos regalos a la vez: el testimonio fiel de un tiempo pasado y el descubrimiento de la vigencia que sigue conservando la herencia cristiana, aunque precise de la construcción de un nuevo lenguaje para poder sacarla a la luz. Publicado por primera vez en 1969, este libro supuso para su autor una mirada retrospectiva. Una mirada sobre un mundo —cristiano— en el que había vivido, pero que estaba desapareciendo a ojos vista.

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El extranjeroo la unión en la diferencia

El extranjeroo la unión en la diferencia

Michel de Certeau

Introducción de Luce GiardTraducción de Juan Diego González Sanz

 

 

Esta obra se beneficia del apoyo de losProgramas de ayuda a la publicación del Institut français

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Religión

Título original: L’Étranger ou l’union dans la différence

Nouvelle édition introduite et établie par Luce Giard

© Editorial Trotta, S.A., 2021

http://www.trotta.es

© Éditions du Seuil, 2005

La 1ère édition de cet ouvrage a été publiéeen 1969 par Desclée de Brouwer

© Juan Diego González Sanz, traducción, 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Prohibida su venta en América Latina

ISBN (EPUB):978-84-1364-051-8

ÍNDICE

A MODO DE INTRODUCCIÓN:Luce Giard

LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL

La «mística»: el Dios oculto

El trabajo del deseo

La paz cristiana

IENCUENTROS

1. EL EXTRANJERO

2. LA LEY DEL CONFLICTO

Una ley de la existencia

La división en la Iglesia

Sacramentos de la unidad

3. DAR LA PALABRA

Interlocutores presentes

La tradición de lo nuevo

La palabra del pobre

4. LA VIDA COMÚN

El desierto del apóstol

La conversión del misionero

La comunidad apostólica

La vida común, vocación del cristiano

5. EL TIEMPO DE LA REVOLUCIÓN

Violencia y lenguaje

Un nuevo comienzo

Cristianismo y revolución

Una teología de la historia revolucionaria

IIEL MOVIMIENTO DE LA FE

6. LA PALABRA DEL CREYENTE

Una crisis del lenguaje religioso

Relación y revelación

Palabra y lenguaje

7. APOLOGÍA DE LA DIFERENCIA

La diferencia, una situación

Por una teología de la diferencia

COMO UN LADRÓN

Crisis y juicio

La tradición religiosa (Jn 9)

La verdad de la ley (Jn 18-19)

¿Sucesos o acontecimientos de la fe?

Índice onomástico

A MODO DE INTRODUCCIÓN

Michel de Certeau compuso inicialmente este volumen, publicado en otoño de 1969, para una colección de bolsillo titulada Foi vivante [Fe viva], destinada a un público deseoso de profundizar en su cultura cristiana1. El libro, que figura con el número 116 en la citada colección, aparecía en una serie de grandes testigos de un pasado próximo o lejano, como Paul Claudel, Juan XXIII, Kierkegaard o Lutero, y en la compañía de los mejores teólogos del siglo XX, tanto católicos como protestantes, como Hans Urs von Balthasar, Karl Barth, Dietrich Bonhoeffer, Joachim Jeremias o Karl Rahner, Marie-Dominique Chenu, Yves Congar, Jean Daniélou o Henri de Lubac. En medio de estas grandes figuras, la silueta del autor podía parecer entonces de menor talla, a pesar de su seductora pluma y del tono personal de sus reflexiones.

Para nosotros, actualmente, las condiciones de lectura de este pequeño libro presentan un aspecto completamente distinto. Mucho nos separa de aquel origen. Por un lado, nadie ignora que la pertenencia activa y fiel a la tradición cristiana ya no es la mayoritaria, y que tanto el peso cultural y social como la imagen pública de esta herencia han cambiado profundamente. Por otro lado, la notoriedad de Michel de Certeau (mayo de 1925-enero de 1986) ha crecido mucho, su nombre se ha vuelto familiar para muchos lectores de diversa índole, que acceden por una u otra puerta al grueso de una obra original y poderosa. Atravesando audazmente las fronteras entre las disciplinas, traducida a distintos idiomas, reeditada regularmente, muy citada y comentada, esta obra ha marcado un hito en varios ámbitos2. Debido a que El extranjero es uno de los primeros libros de su autor, y a que su escritura y su tema lo hacen más legible para aquellos que aún no han adquirido una gran familiaridad con el pensamiento de aquel, se puede proponer su lectura a modo de introducción a una de las facetas de la obra, aquella que concierne a la inspiración cristiana y a la dinámica de las trayectorias individuales en el espesor del cuerpo social3.

El contenido del libro retoma, rehace y reelabora, con modificaciones, cortes o condensaciones, y en ocasiones con collages, la materia tratada en artículos anteriores, aparecidos entre 1963 y 1969 en dos revistas de tonalidad muy diferente. Solo una excepción escapa a esta norma4. En dos revistas pertenecientes a la Compañía de Jesús, de la que fue miembro desde 1950 hasta su muerte, Michel de Certeau desempeñó sus funciones durante muchos años, al principio como director adjunto de Christus, entre 1963 y 1967, después como redactor en Études, a partir de 1967. La primera de ellas, Christus, creada en 1954, tenía por objetivo retornar a las fuentes de la espiritualidad ignaciana con la esperanza de encontrar el modo de afrontar las dificultades contemporáneas; pretendía nutrir la acción y la meditación de los miembros de la Compañía, de los antiguos alumnos de sus colegios y de sus directores espirituales5. Su preocupación era la identidad interior de la Compañía de Jesús, que se quería, a la vez, fortalecer en contacto con los textos y dinamizar nuevamente tras la Segunda Guerra Mundial en un mundo cambiante, frente a una Iglesia romana rígida. Rápidamente atraerá a un público fiel, deseoso de alimentos espirituales de mayor enjundia que la habitual literatura de devoción. La segunda revista, Études, era una publicación mensual implantada desde antiguo en el paisaje francés, cuya fundación databa de 1856. Bien informada, apoyada en una argumentación sólida y abierta al mundo, era una revista influyente y reconocida, y constituía, junto a los colegios, una pieza clave en la imagen pública de la Compañía en Francia. Se suponía que su función era dar a conocer un punto de vista «autorizado» por Roma sobre los debates sociales y culturales. Lo cierto es que se interesaba por las ideas y cuestiones de actualidad, siguiendo con particular atención los problemas específicos de la Iglesia y sus efectos sobre la situación política y social en Francia6.

El extranjero o la unión en la diferencia, cuya segunda parte del título, a menudo deformado, ha dado lugar a toda especie de errores entre aquellos que no habían leído el texto e ignoraban su tesis central, marca un hito significativo en el itinerario de Michel de Certeau. Lejos de ser un desconocido, sin títulos ni trabajos, ya había obtenido la estima de sus colegas, historiadores del ámbito religioso, gracias a sus doctas investigaciones sobre el primer siglo de la Compañía de Jesús considerado en su contexto cultural y social. Se le auguraba una brillante carrera de historiador erudito a la vista de sus primeros libros: ediciones rigurosas, sólidamente documentadas y sutilmente puestas en perspectiva del diario de Pierre Fabre (1506-1546), miembro del primer círculo de fundadores junto a Ignacio de Loyola, y de la obra dispersa del místico Jean-Joseph Surin (1600-1665), contemporáneo de Descartes, quien debido a su papel como exorcista en el asunto de las posesiones de Loudun (1635-1637) cayó durante un tiempo en la locura. El episodio había levantado una gran polvareda en su época, y defensores y escépticos pugnaban por apropiárselo para encontrar en él una confirmación fáctica de sus presupuestos sobre la cuestión de Dios y el demonio. Así, amigos y adversarios habían tomado prestados libremente argumentos y fragmentos narrativos de las copias de los manuscritos de Surin en los que este contaba su odisea, a menudo modificando, extraviando o destruyendo como consecuencia los textos originales. De ahí la necesidad del gran trabajo de erudición iniciado a finales del siglo XIX y en el primer tercio del siglo XX, y retomado a gran escala y conducido, con un rigor y una amplitud ejemplares, por Michel de Certeau a partir de 1960. Después de una amplia búsqueda de los manuscritos en los fondos antiguos y tras una compulsa minuciosa de las erróneas ediciones anteriores, consiguió explicar la historia de la circulación de los textos de Surin, restituir su cronología y literalidad, y con ello restaurar una imagen más fiel de un jesuita que se había hecho demasiado famoso como para ser conocido en su verdad7.

Sin embargo, en 1969 la actividad de Michel de Certeau no se limitaba solo a sus estudios de historia de la espiritualidad. Comenzaba a ser conocido fuera de la red de las revistas y del medio católico propiamente dicho. Otro tipo de notoriedad y de interlocutores le iban llegando, con toda clase de encuentros y de intercambios intelectuales, de ocasiones de colaborar en proyectos de reflexión o de reforma de la universidad, y luego sobre las instituciones culturales. Un nuevo campo de acción, orientado hacia la esfera pública, comprometido en los asuntos de su tiempo, se le ofrecía sobre la base de sus agudos análisis, escritos con un tono vibrante y una sorprendente apertura de espíritu, que había consagrado, poco después de los «acontecimientos» de Mayo de 1968, al estremecimiento cultural, político y social que se estaba produciendo. Había mostrado, en un primer libro breve, La Prise de parole [Tomar la palabra] (octubre de 1968), con qué agudeza observaba la realidad contemporánea, con qué lucidez percibía las inquietudes y las dificultades de aquellos que ya no se reconocían en una herencia cristiana, una identidad política o una connivencia social, con qué generosidad pretendía establecer con ellos una relación fuerte en la que, sin renunciar a su identidad, cada uno aceptara que la diferencia, las diferencias, labran la unión en devenir y transforman el cuerpo social.

Es precisamente este tema de la «unión en la diferencia»8 el que acompaña el título de El extranjero. Atraviesa como un leitmotiv los dos últimos capítulos donde se despliega la descripción del «movimiento de la fe», mientras que la primera parte del libro tiene por objeto los tipos de «encuentros», y reflexiona sobre sus dificultades y sus ambigüedades, sea que conciernan a la situación del educador, de un padre ante su hijo, de un misionero que ha partido a «otro país», o de cualquier otra persona, atrapada en la incertidumbre de los trabajos y los días, confrontada a otros tantos «extranjeros» y esforzándose por comprender a sus «hermanos esquivos», hermanos de humanidad (cap. 4). Al decidirse a retomar, corregir y ordenar el material de artículos anteriores para construir este pequeño libro, Michel de Certeau mostraba que seguía reconociendo la paternidad de unos textos destinados a un público cristiano y redactados en un estilo accesible. Tenía la costumbre, que mantendría inalterada, de este trabajo de reescritura que corrige, expurga, condensa, amplía, por insatisfacción ante sus propios textos, cuya expresión buscaba siempre precisar, matizar y afinar, por la atención que prestaba a la recepción de sus textos y por el empeño en responder a las demandas de aclaración o a las críticas recibidas después de una primera puesta en circulación (en una revista o simplemente en un círculo de amigos cercanos). Su modo de reflexión incluía casi siempre un momento de interlocución y comunitario, a menudo suscitado por él mismo en alguno de los innumerables pequeños grupos de estudio que hacía nacer y animaba con entusiasmo y cordialidad en todos los lugares por donde pasaba. Marc Augé pensaba probablemente en esta manera de ser muy poco común, en esta generosidad de espíritu, cuando señalaba que Michel de Certeau tenía «una inteligencia sin miedo, sin fatiga y sin orgullo»9.

Al volver a este puñado de artículos de Christus y de Études, haciendo un gesto deliberado en el umbral de una nueva etapa de su itinerario intelectual, cuando comenzaba a circular entre otros grupos sociales, y a punto de empezar a enseñar y escribir en otras instituciones del saber, a trabajar en otros contextos de pensamiento, a frecuentar otros lugares de decisión y de reflexión, Michel de Certeau reafirmaba claramente su fidelidad a la inspiración de sus primeros escritos, enraizados en la tradición cristiana, marcados por su fuerte inserción en la red de las revistas jesuitas. Este volumen puede ser leído como un adiós a la particularidad de un mundo intelectual y social que su autor visitará aún, cuya identidad institucional seguirá conservando y sobre el que continuará manteniéndose informado, en el que conservará amigos cercanos, compañeros según el vocabulario jesuítico, e interlocutores respetados, pero en cuya particularidad ya no habitará por completo. Sin embargo, la distancia que pronto lo alejará de las dos revistas indicadas no debe exagerarse10. Manifiesta la elección de un nuevo registro de escritura, que marca la implicación a tiempo completo en un modo de reflexión más personal y elaborado, más abierto a la sociedad contemporánea en su diversidad, menos confinado al medio católico. A partir de entonces las revistas destinadas a un público amplio de cultura cristiana se convertirían en lugares poco adecuados para los nuevos objetivos de su trabajo. Pero la actividad desarrollada en la revista jesuita de teología, más especializada y con un público más restringido, muestra muy bien que no buscaba olvidar o borrar su tradición de origen. La composición y la puesta en circulación de El extranjero en 1969 aportan una confirmación al respecto: en esta fecha, en el umbral de una nueva etapa de su itinerario intelectual, el autor atribuía todavía cierto valor a sus textos anteriores, que mantiene para retomarlos y reelaborarlos en este libro. Se puede suponer por tanto que pensaba haber planteado aquí, a la manera peculiar de él, en un registro de escritura del que ya se estaba alejando, y por medio de un vocabulario y de unas categorías venidas en su mayoría de la tradición cristiana, algunos fundamentos sólidos que podrían ayudar a sus lectores, como a él mismo, a inventar el trayecto de su viaje por la sociedad contemporánea11.

De esta sociedad, considerada en la parte que la liga al cristianismo (se trata sobre todo de los católicos), el libro ofrece una descripción sin complacencia. El papel de las instituciones eclesiásticas se desmorona, los creyentes pierden sus certidumbres, y el lenguaje recibido en el que se expresaban la oración, una moral y unos dogmas cae por tierra (cap. 6). Entonces se le descubre a cada uno la verdad perturbadora de una experiencia común, donde la afirmación cristiana, perdidos ya sus antiguos poderes, se ve reducida a no ser más que «el lenguaje particular de una verdad [hasta entonces tenida por] universal» (cap. 7). Lo que vale aún, llegada de la antigua tradición de los místicos, y como reactivada en adelante pensando en todos, es la aguda conciencia de que «Dios sigue siendo el extranjero para nosotros» (cap. 1), de que la experiencia del creyente solo se atiene al «‘no saber’ de la fe» (cap. 2). Esta constatación de una defección histórica (puesto que la religión no es el principio que preside la instauración de la modernidad, cap. 5) no conduce a abandonar la inspiración cristiana. Saca de nuevo a la luz las antiguas exigencias olvidadas en el confort de instituciones que fueron en otro tiempo mayoritarias. Requiere que los creyentes se apoyen de otra forma en su tradición de fe, que se dediquen a inventar vías nuevas para reconocer y aceptar en torno a ellos una pluralidad de diferencias.

Renunciar a la pretensión de detentar una verdad universal, reconocer la particularidad de una pertenencia conducen a hacer de la «la unión en la diferencia» un fin que esperar y un objetivo que deberá movilizar las energías creyentes. En lugar de las antiguas certezas, el acento se pone en el riesgo que hay que asumir para entrar en una «experiencia» que se realizará como «creadora y parcial» (cap. 7). Pues la particularidad de las situaciones impone sus límites al deseo de totalización, y la aceptación de las diferencias obliga a renunciar a formular reglas definitivas, a erigir modelos de acción válidos para todos. Cada experiencia solo hace avanzar modestamente un paso, y cada paso marca al mismo tiempo una «ruptura» y «una dependencia respecto a aquello de lo que [uno] se aleja» (cap. 7). En esta forma de situar en perspectiva una figura de la tradición cristiana que hay que aceptar abandonar, pero a la que nunca se llega a ser ajeno, porque su huella en cada ser permanece determinante e inolvidable, en esta insistencia en el hecho de que todo movimiento espiritual es también una ruptura, y de que «el riesgo de crear es indisociable del riesgo de desaparecer», se ve como se esbozan los grandes temas que, más tarde, articularán la descripción lúcida, casi dolorosa en su radicalidad, del cristianismo «saltado en pedazos». Pero, ni en el diálogo en la Maison de la Radio con Jean-Marie Domenach (entonces director de la revista Esprit), ni en los textos que lo continuaron para explicitar sus afirmaciones, se planteará la renuncia a la aventura de creer12. El esfuerzo de lucidez llevado a cabo sin indulgencia no busca constatar un abandono, sino que pretende proponer nuevas maneras de vivir una pertenencia cristiana bajo el signo de La debilidad de creer.

Aquí, en un registro de escritura menos radical, todavía enteramente impregnado por reminiscencias bíblicas y atravesado sordamente por acentos agustinianos (sobre el viaje, la partida, el deseo, la memoria, el extranjero), Michel de Certeau dibuja, con palabras sencillas, sin sobrecargar su pluma con referencias demasiado numerosas ni distinciones excesivamente sutiles, una primera versión de los temas que no dejarán de serle queridos. Al contrario que los lectores del libro de 1969, los de hoy pueden seguir la orquestación ulterior de estos temas en la obra del autor. Tienen la posibilidad de poner a prueba la validez de sus formas completas y detalladas, en el marco de contextualizaciones históricas y de discusiones epistemológicas, por Michel de Certeau a lo largo de eruditos y complejos análisis, apoyados en una pluralidad de métodos y saberes, que constituyeron la fuerza, la riqueza y la densidad de sus grandes libros sobre la historia, las prácticas culturales o la mística. Aquí la factura es más unitaria y más sencilla, la travesía entre las disciplinas, apenas visible. El aparato de referencias y de fuentes es discreto, aun cuando a los padres de la Iglesia, a los teólogos y los exégetas, se añadan algunas menciones a filósofos y antropólogos contemporáneos, como Hannah Arendt, Ernst Bloch, Claude Lévi-Strauss y Maurice Merleau-Ponty. Estos son mencionados de pasada, pero no convendría subestimar su papel, pues acompañan ya el viaje del pensamiento desde el fondo y sostienen discretamente su ascenso.

En estos temas, el más insistente, el más querido al autor atañe probablemente a lo que él llama la necesidad del viaje, esa salida fuera del país de sus padres que es requerida a Abraham por Yahvé en el relato bíblico (Gn 12,1). El viaje abrahámico simboliza el movimiento de toda vida. Cada uno va hacia ese encuentro con el otro que, alterándole, le desvela la fragilidad de sus evidencias y le confronta con ese «hecho perturbador», «la pluralidad de universos mentales» (cap. 4). Hay una imbricación de lazos sociales, por medio de la cual todo hombre acoge a otro reconociéndose semejante y diferente (cap. 6). El misionero descubre esto de manera semejante: habiendo partido para compartir su fe, ve poco a poco como la situación se invierte, y es de esos extranjeros a su propia historia de los que aprende quién es y de dónde viene (cap. 4). Hay un acusado respeto por el más pobre, «el más humilde», o el menos acogedor, «el más arrogante» de los hombres, en razón de esta interdependencia de todos los vivientes (cap. 4). Se mantiene, para los creyentes, a pesar de su fervor, de su deseo, el desconocimiento radical de Dios, un no saber que ningún testimonio podrá colmar (cap. 2). Todos estos temas se anudan en lo que Michel de Certeau llama en todo momento «la vida común», esa vida donde la experiencia, el encuentro con el otro, con los otros, aguijonea el deseo de «aquello que ignoramos» que nos lleva hacia otros momentos, otros encuentros donde buscar al Dios otro (cap. sobre «La experiencia espiritual»). Llevado por el movimiento de «la vida común», el viajero aprende la modestia, experimentando cada vez más intensamente los límites de su particularidad, incluso cuando se abre a la particularidad de los otros recibiendo de cada uno de ellos lo que le faltaba todavía y de lo que se nutre su deseo de Dios, avivado y radicalizado en la experiencia misma de su «debilidad de creer».

La necesidad del viaje, interior y social, se impone a todos, pero cada uno experimenta por su cuenta y a su medida. De ahí el lugar que el análisis concede a la noción de experiencia. Esta se halla en el centro del texto de apertura sobre «La experiencia espiritual»13, recorre el libro entero y se despliega finalmente en el capítulo 7 como «lugar de la diferencia». Si, a través de sus límites, cada experiencia enseña la modestia, la confrontación y la comparación de una multiplicidad de esos límites podrán útilmente reforzar y alimentar el lazo social entre unos y otros. Aceptando dejarse cambiar por la aportación de experiencias ajenas, consintiendo abrir su espíritu y su corazón a la mirada del extranjero, cada uno aprenderá a ser más inventivo y más libre, pero también más solidario con todos los demás con los que tendrá que construir «la unión en la diferencia». Es reconocible ahí esa tonalidad optimista y confiada que siempre tienen los análisis sociales de Michel de Certeau, a pesar de la lucidez de su mirada puesta en los fracasos, las defecciones, las inquietudes y las dificultades. No puede pasarse por alto aquí la impronta espiritual de Ignacio de Loyola, visible también en el respeto con el que es considerada la diversidad de destinos individuales y el acento puesto sobre las posibilidades de acción de cada uno, sean cuales sean la debilidad de los medios disponibles y los límites del campo de acción accesible. Todos estos rasgos se mantendrán en los escritos posteriores del autor, pero es mérito de El extranjero el haber mostrado por primera vez su concatenación y haber intentado expresar con sencillez su sentido profundo14.

Esta edición es muy similar a la que establecí en 1991 para la editorial Desclée de Brouwer, siendo la diferencia esencial esta nueva introducción que sustituye a la de 1991. Como hice entonces, he consultado de nuevo el ejemplar personal que Michel de Certeau había conservado de la primera edición de 1969 y en el que había anotado, como era su costumbre, correcciones con vistas a una edición posterior. He seguido sus indicaciones y he vuelto a leer con atención los artículos que habían suministrado el material primero para el libro a fin de aclarar los puntos que presentaban dificultades15. He podido introducir algunas correcciones de detalle, armonizar las referencias y corregir algunos errores menores. He conservado las pequeñas modificaciones introducidas en 1991 en los títulos de los capítulos. Como entonces, para reemplazar las dos páginas del prólogo con las que se abría el libro de 1969, he antepuesto al primer capítulo un bello texto del autor sobre «La experiencia espiritual», cuyos tema y tonalidad encajan bien con el libro y que me parece, sin que él lo supiera, que dibuja implícitamente su retrato, si es verdad que «toda obra de erudición encierra una autobiografía involuntaria»16.

LUCE GIARD

 

 

1. La colección era editada en común por cuatro casas editoriales: Aubier-Montaigne, Desclée de Brouwer, Cerf y Ouvrières.

2. Entre sus obras principales véase, en historia, La Possession de Loudun [1970], Gallimard, París, 2005 (La posesión de Loudun, UIA, México, 2012); L’Écriture de l’histoire [1975], Gallimard, París, 2002 (La escritura de la historia, UIA, México, 1993); con Dominique Julia y Jacques Revel, Une politique de la langue. La Révolution française et les patois [1975], Gallimard, París, 2002 (Una política de la lengua, UIA, México, 2008); La Fable mystique, XVI-XVII siècle [1982], Gallimard, París, 1987 (La fábula mística, Siruela, Madrid, 2006); Histoire et psychanalyse entre science et fiction [1987], Gallimard, París, 2002 (Historia y psicoanálisis entre ciencia y ficción, UIA, México, 2003). En sociología y antropología de la cultura, véase La Prise de parole et autres écrits politiques [1968], Seuil, París, 1994 (La toma de la palabra y otros escritos políticos, UIA, México, 1995); La culture au pluriel [1974], Seuil, París, 1993 (La cultura en plural, Nueva visión, Buenos Aires, 2004); L’invention du quotidien [1980], 2 vols. (el segundo con Luce Giard y Pierre Mayol), Gallimard, París, 1990-1994 (La invención de lo cotidiano, 2 vols., UIA, México, 1996-1999). Sobre la lectura crítica de la obra ver la nota 14.

3. Sobre la relación con el cristianismo, véase su libro La faiblesse de croire [1987], Seuil, París, 22003 (La debilidad de creer, Katz, Buenos Aires, 2006); y sobre la espiritualidad de los siglos XVI y XVII, sus ediciones de fuentes, con introducción y comentarios: Le Mémorial de Pierre Favre, Desclée de Brouwer, París, 1960; Guide spirituel de Jean-Joseph Surin, Desclée de Brouwer, París, 1963; Correspondance de Jean-Joseph Surin, Desclée de Brouwer, París, 1966.

4. Se trata del capítulo 6, aparecido en Esprit en octubre de 1967, en un número especial titulado Nouveau monde et parole de Dieu.

5. Maurice Giuliani, «La naissance de Christus»: Études, número especial (abril de 2000), pp. 95-104.

6. Pierre Vallin, «Études. Histoire d’une revue. Une aventure jésuite. Des origines au concile Vatican II (1856 a 1965)»: Études, cit., pp. 5-81.

7. Sobre Fabre y Surin, ver la nota 3. Y Jacques Le Brun, «Michel de Certeau historien de la spiritualité»: Recherches de science religieuse, 91/4 (2003), pp. 535-552.

8. A partir de aquí, y salvo indicación en sentido contrario, todas las expresiones entre comillas son tomadas de las páginas de El extranjero.

9. Marc Augé, «Présence, absence», en Luce Giard (ed.), Michel de Certeau, Centre Georges-Pompidou, París, 1987, p. 84.

10. Aunque después de 1969 apenas escribe en Christus, su colaboración regular con Études durará, disminuyendo, hasta 1971 o 1972. Pero se mantendrá siempre muy activo en la revista de teología Recherches de science religieuse, donde publicará algunos de sus más destacables artículos sobre el trabajo del historiador y el análisis de textos místicos.

11. Para una lectura de su itinerario en el interior de la Compañía de Jesús véase Joseph Moingt, «Respecter les zones d’ombre qui décidement résistent»: Recherches de science religieuse, 91/4 (2003), pp. 577-587.

12. Michel de Certeau y Jean-Marie Domenach, Le christianisme éclaté, Seuil, París, 1974 (El estallido del cristianismo, Suramericana, México, 1974): esta obra incluía las réplicas del diálogo, así como extractos de un texto más largo explícitamente redactado por Certeau como postfacio al diálogo original. Se encontrará este texto íntegro, «Du corps à l’écriture, un transit chrétien», en La faiblesse de croire, cit., pp. 263-298. Sobre la historia de este texto, ibid., p. 23.

13. Este texto no figuraba en la edición de 1969, pero su redacción fue contemporánea, apareciendo en Christus en 1970. Debido a su consonancia con el conjunto de este libro, decidí añadirlo a modo de introducción en la edición de 1991 y lo conservo en esta.

14. Ver la bibliografía completa del autor, en Luce Giard et al., Le voyage mystique. Michel de Certeau, RSR y Cerf, París, 1988, pp. 191-243. Sobre el autor y su obra, además del presente texto, se puede consultar Luce Giard (ed.), Michel de Certeau, Centre Georges-Pompidou, París, 1987; el dosier «Michel de Certeau historien»: Le Débat, 49 (1988); Luce Giard, Hervé Martin y Jacques Revel, Histoire, mystique et politique. Michel de Certeau, Jérôme Millon, Grenoble, 1991; Claude Geffré (ed.), Michel de Certeau ou la différence chrétienne, Cerf, París, 1991; François Dosse, Michel de Certeau: le marcheur blessé, La Découverte, París, 2002; Christian Delacroix et al. (eds.), Michel de Certeau. Les chemins de l’histoire, Éditions Complexe, Bruselas, 2002; y el dosier de Recherches de science religieuse, 91/4 (2003).

15. No creo útil aportar de nuevo la lista de estos artículos, ya que estas indicaciones figuran en la bibliografía completa aparecida en 1988.

16. Georges Balandier, «Henri Lefebvre et Ervin Goffman même combat?»: Le Monde, 17 de febrero de 1989.

LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL

No se puede sentar cátedra al hablar de la experiencia. Tampoco me atrevería a decir que hablo como un testigo. A propósito, ¿qué es un testigo? Aquel al que los demás reconocen como tal. Cuando se trata de Dios, al testigo lo elige el que lo envía, aunque a la vez siempre sea un mentiroso; el testigo sabe bien que, sin poder dejar de hablar como lo hace, traiciona sin cesar a aquel de quien habla. A cada momento se ve desbordado y condenado por aquello de lo que da testimonio y que no podría negar. Pero faltaría a la verdad si se presentara sin más como un testigo.

Yo solo soy un viajero. No solo porque durante mucho tiempo he viajado a través de la literatura mística (y este tipo de viaje te hace modesto), sino también porque al hacer, por investigaciones antropológicas o históricas, algunos peregrinajes alrededor del mundo, aprendí que, en medio de tantas voces, yo solo podía ser uno más entre muchos otros, narrando solo algunos de los itinerarios trazados en tantos países diversos, pasados y presentes, por la experiencia espiritual.

LA «MÍSTICA»: EL DIOS OCULTO

La evocación de «regiones» espirituales está ligada a menudo a la descripción de esta experiencia. Hablamos, por ejemplo, de «regiones trascendentes de la conciencia». Esta topografía simbólica aparece en el dedo que señala las constelaciones en el cielo y recorta con ellas, sobre el fondo de la noche, los significados. Hacemos lo mismo para dar cuenta de nuestra experiencia personal, o para hablar del hombre, cuando designamos, con palabras, tal o cual región psicológica donde Dios se encontraría preferentemente, donde una verdad sería más localizable, donde tendríamos más oportunidades de encontrar un paraíso espiritual.

Una de las primeras cosas que enseña la experiencia espiritual es el carácter ilusorio de esta topología psicológica. Del mismo modo que no hay sobre la tierra un lugar al que se pueda llamar paraíso, tampoco hay, en la organización de la psicología humana, ningún lugar particular que sea identificable con el de la verdad. Una antigua tentación, una nostalgia fundamental, lleva al hombre a marcar sobre el mapa del mundo un paraíso, un Perú, un país fantástico, un El Dorado. En la vida religiosa hacemos lo mismo. Tal vez sea ese el punto de partida de una experiencia espiritual que debe encontrar un lugar, aunque sea imposible mantenerse en él.

Intentamos localizar a Dios. Decimos: «Está aquí», o bien: «Está allí». Pensamos que está en un tipo de experiencia más afectiva o, al contrario, más racional, o que está en determinada forma de acontecimiento psicológico o milagroso. Esta ilusión ya está descrita al final del Evangelio. Jesús anuncia que al final de los tiempos se dirá: el Señor está aquí, en tal sitio, o bien se dirá: el Señor está allí, en tal otro. El aquí, como el allí, es un engaño.

EL TRABAJO DEL DESEO

Como de una imagen, partiré de la experiencia de ciertos monjes de los orígenes, en los primeros tiempos de la Iglesia, en los siglos III y IV. Al llegar la noche, permanecían en pie, en posición de espera. Estaban erguidos al aire libre, derechos como árboles, levantando las manos al cielo, orientados hacia el punto del horizonte por donde debía nacer el sol por la mañana. Toda la noche sus cuerpos anhelantes esperaban el alba. Esa era su oración. No tenían necesidad de palabras. ¿Para qué las palabras? Su palabra era su cuerpo esforzado y en vela. Esa labor del deseo era su oración silenciosa. Simplemente estaban allí. Y cuando por la mañana los primeros rayos del sol alcanzaban la palma de sus manos, podían descansar. El sol había llegado.

Existe en la experiencia espiritual esta espera de la que es imposible decir si es especialmente corporal o espiritual, si es específicamente conceptual o emocional. Nuestra tentación constante es la de identificar a Dios con algo que sería más afectivo o más racional, más físico o más cerebral. La espera es de nuestro ser por entero. Y lo que nos llega es precisamente el rayo que, tocando la palma de nuestras manos, cambiando poco a poco el paisaje, nos anuncia que viene el sol, distinto de todo aquello que la noche nos permite conocer.

Yo distinguiría tres etapas en esta experiencia. Es una forma algo tosca de indicar un viaje. Pues para este itinerario, una cartografía es a la vez útil y engañosa. El viaje no es el mapa.

Un lugar: el acontecimiento

La primera etapa establece una puntuación. Hay puntos y comas, los momentos particulares que articulan el tiempo y marcan un ritmo. Hay algo que pasa, que invierte la experiencia tal como la entendemos. Esto es algo constante al mirar nuestra existencia desde un punto de vista personal. Mas, con la perspectiva de la historia global de la humanidad, esta puntuación representa el momento particular de la intervención de Jesús en nuestro tiempo. Hay en la historia personal, como en la historia de la humanidad, cortes, momentos privilegiados que aparecen como tales. Algo sucede que sorprende y que supone un punto de partida.

Ninguno de nosotros ignora estos momentos, a veces secretos, comprendidos mucho tiempo después de producirse. Los acontecimientos nos alteran, nos cambian, y no nos damos cuenta hasta mucho más tarde. Quizás esté ahí una de las notas más características del Evangelio: los discípulos, los apóstoles, los testigos, entienden siempre con retraso lo que les ha llegado. El sentido y la inteligencia vienen tras el acontecimiento, como la audición del golpe sigue a la visión del gesto de golpear. Hay un retraso de la comprensión.

Dios pasa y no se le reconoce más que «de espaldas», nos dice la Biblia, es decir, cuando ya ha pasado, con posterioridad —pudiendo ser este después fruto del paso del tiempo o de la vista, del retraso de la percepción o de la distancia, de un alejamiento necesario a la conciencia—. Representa sin duda la relación entre la venida de Jesús —un momento— y el conjunto de la historia. Pero toda experiencia personal sigue el mismo ritmo y presenta tiempos y relieves particulares en el despliegue de nuestra vida. ¿Qué son estos momentos? Una ruptura, un estallido, un resquebrajamiento de los límites. Pasa entonces en la experiencia lo que pasaría si hoy, juntos, tomásemos el metro para ir a la plaza de la Ópera y, al salir a la calle, viésemos de repente el mar en vez de la Ópera. «Algo diferente» sucede sin esperarlo. Esto no se expresa, se experimenta. En lugar de lo que esperábamos, ahí, en medio del decorado habitual, ¡está el mar!

Toda experiencia, la que nos narra el Evangelio o la que nos cuentan tantos místicos, incluye momentos así. «Éxtasis» personal si se quiere o experiencia colectiva de un grupo sorprendido por lo que le pasa, iluminación intelectual en ciertos casos, una brusca intuición que desplaza (sin que se sepa todavía muy bien cómo) la organización de una vida y el tipo de relaciones que se tiene con los demás. Se produce una abertura. Una irrupción abre una brecha. El paisaje, para nuestra sorpresa, cambia de repente. Esto que ocurre es un lugar. Tanto en la experiencia individual como en la historia hay momentos que hacen decir: Dios está ahí.

Un itinerario: la historia un Dios más grande

Un segundo aspecto de la apertura progresiva al infinito representa una forma muy diferente a la de un itinerario. Desde que hemos tenido la experiencia de este momento, desde que (para retomar mi comparación) a la vuelta de la calle en lugar de la Ópera pensamos ver el océano, desde que una impresión así se produce, pensamos poder detenernos ahí; identificar ese momento con la Verdad; tomar a esta irrupción por Dios mismo; hacer de esta experiencia momentánea la experiencia absoluta, el infinito. Pero no es posible. El segundo tiempo tiene un aspecto negativo. Lo ocurrido, que de alguna manera ha hecho su irrupción, se convierte en el punto de partida de un caminar. Somos llamados, por este instante particular, a un itinerario indefinido.

Podemos considerar aquel primer momento privilegiado una vocación, tenerlo por una misión o una conversión. Poco importa. También se lo puede considerar el origen de toda una mutación o quizás el resultado de un trabajo secreto o de una ascesis. Pero hay una relación necesaria entre lo que ese momento nos enseña y lo que nos pide hacer. Lo que se recibe es una verdad por hacer o, más exactamente, por buscar. Lo ocurrido se transforma en el punto de partida de una búsqueda, de un trabajo que no es del todo un trabajo de posesión, sino el de un deseo que no cesará de darse cuenta de que es engañado por cada una de sus expresiones. El deseo va permanentemente más allá de aquello a través de lo que se había expresado hasta este momento. Es el comienzo de un viaje. Por fin aprendemos, en este segundo tiempo, que el primero tenía como sentido, como significado, una sola palabra: «Sal y retírate». Es el inicio de un itinerario. «También tengo que ir a las demás ciudades».

En el Antiguo Testamento, los hebreos, intentando entrar en la ciudad de Jericó, hacían sonar sus trompetas y comenzaban de nuevo el mismo circuito, hasta seis veces, volviendo sobre sus propios pasos, repitiendo esta búsqueda procesional, al igual que hacían, a su manera, los monjes que antes mencionaba. Se desplazan caminando sobre lo andado. Los hebreos nos indican lo que tiene de repetitivo y, sin embargo, de creativo, la marcha inaugurada por un momento inicial.

El lugar y el itinerario se articulan así estrechamente. La experiencia cristiana no puede ser reducida ni a uno ni a otro. Sin un momento privilegiado no habría un caminar. El lugar, como un punto de partida, permite el itinerario de la búsqueda. Mas no es posible quedarse adherido, fijado, a este lugar, atar la experiencia a uno de los momentos. Por su primer término, esta tensión retoma un aspecto propiamente místico de la tradición espiritual: Dios está ahí, Emmanuel, ofrecido y recibido en la luz de un día. Gracias a su segundo término, restaura la significación escatológica de la experiencia cristiana, el rebasamiento de toda objetividad: Dios no está ahí, «él viene», espera hasta el último día, sorprendiendo siempre a los deseos que lo anuncian.

No se puede rechazar la referencia a un acontecimiento, a un kairó dado, a una Escritura concreta, con el pretexto de que hay un más allá necesario. Es el momento precisamente el que abre la puerta a la continuación. Pero no debe confundirse el sentido con la letra de un texto o con la objetividad de un hecho: otros momentos y otros textos hacen inteligible el primero. La exégesis espiritual da testimonio de esta relación entre el texto que da acceso a los movimientos del Espíritu y las liberaciones, las innovaciones, los momentos de negatividad a que lleva esta misma apertura. El texto primitivo, ni cerrado ni anulado, está en la posición espiritual de quien da permiso, a la vez que remite a otros textos diferentes a él mismo; manifiesta por las alteraciones y por los rebasamientos su verdadero sentido. Así ocurre en la relación de la experiencia personal con un momento en concreto, o en la relación que la historia espiritual del cristianismo mantiene con Jesús.

No se puede decir simplemente, «así como así», que Dios está aquí. Para nosotros es cuestión de lo absoluto, de la verdad, de un Infinito. Es algo o alguien que no es definible, que no puede ser delimitado, que no es superable. Por eso se habla de más allá, pero este más allá no está más alto, ni más bajo, ni más a la derecha o a la izquierda. Es más allá porque está siempre más lejos de donde lo buscamos. No podemos atraparlo en ninguna parte, pero sabemos que es infinito por la marcha indefinida que lo busca después de haberlo recibido o que lo llama después de percibirlo. Para nosotros, el infinito es el espíritu de este itinerario indefinido. Nunca podemos encerrar en nuestros conceptos, en nuestra afectividad, en nuestra experiencia común o solitaria aquello que, por definición, está más allá.

Los textos de la tradición musulmana nos los dicen acertadamente: Dios es «más grande». No se puede decir que Dios es grande, ya que el calificativo «grande» resulta de una cuantificación, situando lo calificado en un orden que es el nuestro: un cierto número de cosas son grandes, pero es falso decir que Dios se mide con estas otras grandezas. No podemos decir que Dios es «el más grande» como si tuviéramos la posesión de toda la jerarquía de la grandeza y pudiésemos nombrar y desvelar, desde algún lugar de observación que nos ofreciera un panorama completo de las cosas, la cúspide de esta pirámide. Decir «el más grande» implicaría que conocemos el conjunto. Pero no es verdad. Sin embargo, podemos decir, y la experiencia nos lo enseña: Dios es «más grande». O lo que es lo mismo: que no cesa de revelarse a nosotros por el hecho de que es, en cada momento, y en relación a cada conocimiento, más grande que las concepciones, las experiencias sociales o individuales que tenemos de él. Este comparativo ilimitado traduce lo que tenemos que reconocer indefinidamente. Dicho de otra forma, lo infinito solo es experimentable a través de un paso adicional, gracias al efecto de una distancia relativa a lo que ya conocemos o percibimos de él.

Así es como interviene la muerte en la experiencia espiritual. ¿Qué es la muerte sino esta tensión que no cesa de desvelar que el deseo es burlado por el objeto que lo satisface? Al detenernos en una etapa de la vida espiritual, al querer «quedarnos ahí», nos engañamos, pues hay un lazo esencial entre la apertura al infinito y una discreta, pero permanente, proximidad de la muerte, entre la búsqueda de la verdad y la imposibilidad de poseer un «hogar», de tener un hogar* donde al fin sería posible detenerse.

No hay nada preocupante en todo esto. La inquietud y la angustia no son características de la vida espiritual. Antes al contrario. Este movimiento pacifica, ya que este itinerario corresponde a lo más esencial de nuestra vida y quizás también a lo más esencial de la naturaleza de Dios (en la medida en que se pueda hablar de ella). Esta paz se define precisamente por la coincidencia entre cada una de las partidas, los lugares atravesados y, por otra parte, nuestro propio ser (pues siempre estamos más allá de nosotros mismos). El ser se encuentra dándose. La libertad toma cuerpo al arriesgarse. El hombre nace en su más allá.

La verdadera paz no es una parada. Como dijo ya Pseudo-Dionisio, es una «quietud violenta», un reposo sin pausa, una marcha habitada por la continuidad del deseo. Esta paz espiritual podemos entreverla en Jesús, el hombre pacificado, en el momento mismo en que moría para «hacer sitio» a sus sucesores, a su Iglesia, a aquellos a los que esperaba ver llegar de todas partes del mundo. La ligazón entre nuestra muerte y lo que esta abre a los otros queda también asegurada por medio de la violencia, una pérdida que da la paz a todos.

La vida común: la presencia del otro

El tercer aspecto que quiero esbozar tiene que ver con la forma en que el infinito aparece ante nosotros. Una expresión sin duda contradictoria, ya que el infinito no aparece (solo un objeto puede aparecer y Dios no es un objeto). El infinito se insinúa en nosotros por la tensión y el trabajo que efectúa en nuestro interior aquello que recibimos simultáneamente en las fracturas de nuestro tiempo y en la lentitud de nuestros pasos, en la sorpresa de los momentos privilegiados y en los itinerarios silenciosos, aparentemente repetitivos. Ese trabajo tiene saltos y monotonías. Tiene fechas y periodos. Puede ser ardiente o tácito. No está esencialmente ligado a la palabra o al silencio: el peso de la palabra es el silencio que incluye; el peso del silencio es la palabra que no necesita decir.

Lo que caracteriza entonces la experiencia de un «infinito» (dejando la palabra entre comillas, como algo que siempre se nos escapa al mencionarlo) es que nos resulta necesario precisamente en tanto que se nos escapa. En el fondo, el infinito es percibido en la experiencia como aquello sin lo que