Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
En este ensayo, Michel de Certeau se centra en los conceptos de cultura y poder, reflexionando sobre los caminos diversos que toma la cultura para desprenderse del poder dominante. Invita a pensar otras formas posibles del presente menos violentas, a crear sociedades unidas a partir del saber y a "producir los viajes del espíritu", que son los que nos van a llevar a alcanzar la libertad.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 364
Veröffentlichungsjahr: 2024
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Michel de Certeau nació en Chambéry, Francia, en 1925. Estudió lenguas clásicas y filosofía en Grenoble, Lyon y Paris. En 1950 entró en la Compañía de Jesús, donde se ordenó sacerdote católico en 1956. En 1960, obtuvo un doctorado en teología en la Universidad de la Sorbona. Junto a Jacques Lacan, fundó la Escuela Freudiana de Paris en 1964. En mayo de 1968 apoyó la revuelta estudiantil francesa y reflexionó sobre lo que estaba sucediendo a nivel histórico y social. Luego, fue director de estudios de la Escuela de Altos Estudios y Ciencias Sociales de París. Murió en París, en enero de 1986.
Abrir los posibles
Prólogo
PRIMERA PARTEEXOTISMOS Y RUPTURAS DEL LENGUAJE
I. Las revoluciones de lo “creíble”
Contra la inconciencia
Lo increíble
La emigración
El rechazo de la insignificancia
Revoluciones ocultas
De las palabras y los representantes
Una “tarea infinita”
II. El imaginario de la ciudad
La ficción dada a los ojos
El discurso publicitario
El cuerpo del bienestar
Del cuerpo exótico a la palabra crítica
Hacer la fiesta
III. La belleza del muerto
Escrito en colaboración con Dominique Julia y Jacques Revel
En el comienzo hay un muerto
Nacimiento de un exotismo (siglo xviii)
Charles Nisard (1854)
La belle époque del folclore (la Tercera República)
El mito del origen perdido
Lecturas ilustradas de temas populares
Lo popular en la historia social
Una geografía de lo eliminado
1. El niño
2. La sexualidad
3. La violencia
Ciencia y política: un interrogante
IV. El lenguaje de la violencia
Una literatura de la de-fección
Un poder sin autoridad: la tiranía burocrática
Una sociedad de la evicción
La práctica de la blasfemia
La lucha, toma de conciencia de la violencia
SEGUNDA PARTENUEVAS MARGINALIDADES
V. Las universidades ante la cultura de masas
De la selección a la producción
Un recorte: la investigación científica y la masificación del reclutamiento
El número, fuente de heterogeneidad
La producción cultural
La autonomía: un señuelo
VI. La cultura y la escuela
El contenido de la enseñanza y la relación pedagógica
¿Las academias del saber convertidas en clubes Méditerranée?110
Las distorsiones entre la oferta y la demanda
La investigación, un problema “político”
Una escuela crítica
Multilocación de la cultura
VII. Minorías
¿Reivindicaciones culturales o políticas?
El imperialismo del saber etnológico
La lengua de la autonomía
TERCERA PARTE POLÍTICAS CULTURALES
VIII. La arquitectura social del saber
Una concepción de la cultura: élites y masas
“El número se pone a vivir”
El funcionamiento del saber en la sociedad de consumo (Herbert Marcuse)
Estructuras sociales y sistemas de representación
IX. La cultura en la sociedad
Abecedario de la cultura
Un funcionamiento social
Una topografía de cuestiones
Un campo de posibilidades estratégicas
Política y cultura
X. El lugar desde donde se trata la cultura
La constricción de un objetivo
Los límites de una especialidad: la prospectiva
La clausura europea
Conclusión. De los espacios y las prácticas
Lo duro y lo blando
Una zona patológica
El teatro francés
Permanencias: la frontera de un silencio
Un pulular creador
Operaciones culturales
9
10
11
12
13
14
15
16
17
19
20
21
23
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
45
46
47
48
49
50
51
52
53
54
55
56
57
58
59
60
61
62
63
64
65
66
67
68
69
70
71
72
73
74
75
76
77
78
79
80
81
82
83
84
85
86
87
88
89
90
91
93
94
95
96
97
98
99
100
101
102
103
104
105
106
107
108
109
110
111
112
113
114
115
116
117
118
119
120
121
122
123
124
125
126
127
128
129
130
131
132
133
134
135
136
137
138
139
140
141
142
143
145
146
147
148
149
150
151
152
153
154
155
156
157
158
159
160
161
162
163
164
165
166
167
168
169
170
171
172
173
174
175
176
177
178
179
180
181
182
183
184
185
186
187
188
189
190
191
192
193
194
195
196
197
198
199
200
201
202
203
204
205
206
207
208
209
210
211
212
213
214
215
216
217
218
219
220
221
222
Cover
Table of Contents
Página de copyright
Página de título
Prólogo
Parte
Parte
Parte
Colofón
Conclusión
De Certeau, Michel, La cultura en plural / Michel De Certeau. -1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: EGodot Argentina, 2021. Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y onlineTraducción de: Rogelio Paredes.ISBN 978-987-8413-94-5
1. Análisis Cultural. I. Paredes, Rogelio, trad. II. Título.CDD 306.01
ISBN edición impresa: 978-987-8413-91-4
Título originalLa culture au pluriel
Traducción Rogelio ParedesCorrección Candela Jerez y Fabiana BlancoRevisión de traducción Sara Zuluaga CorreaDiseño de tapa e interiores Víctor MalumiánIlustración de Michel de Certeau Max Amici
La imagen utilizada en la tapa es una adaptación del grabado original “El Zupay rezándole a la virgen en la puerta de la Salamanca” de Diego Bianki
© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, enero de 2021
Michel de Certeau
Nueva edición establecida y presentada por Luce Giard Traducción de Rogelio Paredes
HISTORIADOR DE LA PRIMERA modernidad de Europa, de los siglos XVI al XVIII, Michel de Certeau estudió con predilección el dominio religioso y la experiencia de los místicos en esos tiempos turbulentos cuando la tradición cristiana se fracturaba en Iglesias rivales, cuando los más lúcidos veían oscurecerse los signos de Dios y se encontraban reducidos a buscar en el secreto de la aventura interior la certidumbre de una presencia divina que se había vuelto inasequible en el mundo exterior. Respecto de este proceso de emancipación, De Certeau interrogó, con respeto y una impresionante delicadeza, los caminos oscuros, no para juzgar a unos o a otros, menos aún para designar el campo de la verdad y del derecho, sino para aprender del pasado cómo un grupo social atraviesa la defección de sus creencias y llega a sacar provecho de las condiciones impuestas para inventar su libertad, para aprovechar un margen de movilidad.
De Certeau había constituido esta manera de leer la historia cultural y social en los entrecruzamientos de disciplinas y métodos, asociando a la historia y la antropología los conceptos y procedimientos de la filosofía, la lingüística y el psicoanálisis. No se trataba de que pusiera en práctica un eclecticismo cómodo o un sincretismo conciliador, sino que intentaba capturar cada momento histórico en la multiplicidad de sus componentes y en la contradicción de sus conflictos, al mismo tiempo que desafiaba la imposición anacrónica, sobre las sociedades pasadas, de la grilla que hoy recorta nuestros saberes. Con La escritura de la historia (1975), una reflexión nueva y exigente sobre la epistemología de la historia, se hizo conocer ampliamente por la tribu de los historiadores que ya había apreciado su dossier sobre La posesión de Loudun (1970). En estas dos obras mostraba de distinta manera cómo los historiadores produjeron siempre la escritura de la historia a partir del presente, de su relación con los poderes gobernantes, de las cuestiones a través de las cuales un grupo procuraba respuestas por necesidad y las transportaba al pasado, a falta de algo mejor, para mantenerlo a distancia o para exorcizar los peligros del presente.
Al entender la historia de este modo, no debería sorprender que De Certeau haya agregado a sus primeros trabajos una bisagra de observación y elucidación consagrada al presente, para vergüenza de nuestra sociedad. Acababa de llegar a su segundo ámbito de investigación en mayo de 1968 bajo la presión de las circunstancias, en cierto sentido; cuando era redactor de la revista Études, una publicación mensual de cultura general editada por la Compañía de Jesús, de la cual formaba parte, había acompañado y comentado los “acontecimientos”, como se decía entonces, con una serie de artículos escritos en caliente, reunidos el otoño siguiente en una pequeña compilación, La toma de la palabra (1968), en la cual el tono tan personal y la perspicacia pronto conformarían su leyenda1. El renombre de estos textos debía su valor a numerosas invitaciones a colaborar en diversas encuestas, en instancias de reflexión y de consulta. Se codeó así con trabajadores sociales, con responsables de las casas de cultura, con círculos informales de educadores o de estudiantes, pero también con altos funcionarios encargados de anticipar, desde la Comisaría del Plan o desde el conjunto de los ministerios, la evolución de la sociedad francesa.
Estos encuentros, estos trabajos, estas experiencias le proporcionaron otras tantas ocasiones de profundizar su propia reflexión, de apartar las generalidades apresuradas y vagas, los lugares comunes que durante largo tiempo habían servido a la doctrina oficial de la acción cultural. De Certeau procuraba ver más profundo y más lejos, deseoso de comprender de qué lugar una sociedad extrae la sustancia de su inteligencia y de su imaginación, y no dejaba de repetirse que ninguna acción cultural o política, ya fuera creativa o realista, podía nacer del déficit del pensamiento o nutrirse del desprecio a los demás. Se rebelaba contra la visión, tan extendida, que hacía concebir la acción cultural y social como una lluvia benefactora que llevaba a las clases populares las migajas caídas de la mesa de los sabios y los poderosos. Además, estaba convencido de que ni la invención ni la creatividad son patrimonio de los profesionales y de que, desde los practicantes anónimos a los artistas reconocidos, millares de redes informales hacen circular, en ambos sentidos, los flujos de información y aseguran los cambios sin los cuales una sociedad se asfixia y muere.
De Certeau formuló la reflexión desarrollada en paralelo a lo largo de todos sus encuentros en una serie de artículos publicados entre 1968 y 1973, reunidos más tarde en la primera edición de este volumen (1974). Estaba dedicado por entero a la vida social y a la inserción de la cultura en esta vida. Pero ¿qué designaba bajo el ambiguo término cultura? Esta cuestión es el tema central de este libro. Encontrar su sentido es responderla: “Para que verdaderamente haya cultura, no basta con ser autor de prácticas sociales; estas prácticas sociales deben tener un valor para quien las realiza”; pues la cultura “no consiste en recibir, sino en realizar el acto por el cual cada uno señala lo que los otros le dan para vivir y para pensar”. A partir de esto, se está lejos del reparto condescendiente entre una cultura ilustrada para difundir y una cultura popular para comentar en voz un poco alta, como se repiten las “palabras de los niños”, sin otorgarles demasiada importancia. Pero se está a igual distancia de un comercio de bienes culturales que instalaría el “buen pueblo” en el consumo pasivo de los productos disponibles.
Desde la perspectiva de Michel de Certeau, toda cultura implica una actividad, un modo de apropiación, una toma de conciencia y una transformación personales, un cambio instaurado en un grupo social. Es pues, exactamente, este tipo de “puesta en cultura” lo que otorga a cada época su propia figura: “Entre una sociedad y sus modelos científicos, entre una situación histórica y el andamiaje intelectual que le resulta adecuado, existe una relación que constituye un sistema cultural”. Concebida de este modo, la cultura no es un tesoro que se debe proteger de las injurias del tiempo ni un “conjunto de valores a defender”, sino que connota simplemente “un trabajo que emprender sobre toda la extensión de la vida social”. Es a la vez mucho menos, si uno se refiere a la noción del patrimonio, y mucho más si uno toma en cuenta la actividad social contemporánea, como proclaman los apologistas de una “alta cultura”. Que estas afirmaciones hayan venido de un historiador familiarizado con los siglos XVI y XVII y con la época barroca, avezado en las sutilezas de la persuasión del Renacimiento, no podía más que provocar irritación o que se lo relegase al rango de las impertinencias y de otras inconveniencias procedentes de mayo de 1968. No nos privamos de ello.
De Certeau no se preocupaba por ello en absoluto, enteramente ocupado en tomar distancia con vigor de la celebración concedida a “la cultura en singular”, lo cual subrayaba en qué medida traducía siempre “lo singular de un medio”. De allí su voluntad de ver sustituida esta cultura en singular “que impone siempre la ley de un poder” por otra concepción centrada en “la cultura en plural” que no deja de llamar a la polémica.
El viaje de una a otra manera de ver las cosas comienza con esta constatación: hay una crisis de las representaciones que mina la autoridad, palabras en otro tiempo activas “han terminado por no ser creíbles, puesto que no abren las puertas cerradas y no cambian las cosas”. Como explica el primer capítulo, toda representación articula y manifiesta una convicción, la cual funda en torno de sí la legitimidad de la autoridad: allí donde la credibilidad deja de habitar las representaciones, la autoridad, que se ha vuelto infundada, pronto es abandonada y su poder se desmorona, socavado desde adentro. Si el capítulo III, por su parte, descalifica la noción recibida de “cultura popular”, es porque muestra cómo fue el fruto de una construcción deliberada de efectos políticos: en el siglo XIX, se acordó alabar la inocencia y la frescura de la cultura popular tanto más cuanto que se trataba de precipitar su muerte; de manera melancólica, este capítulo termina con la siguiente afirmación: “Sin duda, siempre será necesario un muerto para que tenga la palabra”. En la memoria de los celebrantes, nada puede borrar “la belleza de la muerte”.
Más optimista, el capítulo V sugiere que la universidad se convierta en “un laboratorio que produzca una cultura de masas proporcionando los métodos a los problemas y a las necesidades”, pero constata que la universidad se refugia a gusto en una tarea más familiar, en la cual “pone mala cara como filtro que opone una ‘disciplina’ a las presiones”. Para transformarse en otra cosa, le resultaría necesario satisfacer una condición previa: producir esta cultura en una lengua que no fuese extranjera para la mayoría, cosa impensable en un medio donde la menor intención de simplificar la ortografía desata un diluvio de protestas venidas de todas partes. “La ortografía es una ortodoxia del pasado” (capítulo VI), siempre pronta a presentar batalla por defender “el tesoro de la lengua francesa”2.
Al releer este libro, casi veinte años después de su primera edición, vemos que los temas que trata son todavía el centro de nuestras preocupaciones, aun cuando nuestras formas de hacerlos entrar en escena hayan cambiado un poco. En conjunto, el contenido de los análisis ha soportado bien la prueba del tiempo, el pensamiento mantiene todo su vigor y la pluma toda su agudeza. Sin embargo, aquí y allá, surgen palabras que han dejado de sernos familiares. La lengua escrita sufre, también, los efectos de la moda; las palabras se imponen, como por su propio peso, por un tiempo, en ciertos contextos de pensamiento, a partir de cierto corpus de textos. Es el caso, más de una vez, de represión, un término familiar para los actores de mayo de 1968: “La función social —es decir, desde un principio represiva— de la cultura ilustrada” es cuestionada en el capítulo III, más adelante (capítulo VIII) la palabra regresa con insistencia, en referencia a Herbert Marcuse, que a su vez la toma de Freud, en una filiación que De Certeau evoca y comenta.
Más que el uso intensivo de esa expresión hoy en día olvidada, más que las alusiones a experiencias sociales conocidas por todos en otros tiempos, como el caso Lip3, la fecha de redacción de estas páginas se revela a través de las menciones de dos elementos estructurantes de la vida social, pero cuyo papel ha cambiado considerablemente. Se trata en principio de todo lo que se refiere al “trabajo”, lo que alude al estatus social del trabajo en las ciudades (capítulo II), o al deseo de 1968 de suprimir “la categoría aislada del estudiante o del profesor” para abolir “la división social del trabajo” (capítulo V). Está claro que De Certeau escribía en una sociedad de pleno empleo, donde se podía, por lo tanto, denunciar la alienación en el trabajo como no dejaban de hacerlo sus contemporáneos.
Lo mismo ocurre cuando analiza la situación de la escuela (capítulo VI) o la de las minorías y sus culturas regionales (capítulo VII). De Certeau hace alusión a varios recursos a la acción determinantes por parte de los sindicatos: es verdad que en tiempos en que el pleno empleo ayudaba, un pequeño número de confederaciones sindicales bien consolidadas podía tratar casi de igual a igual con las autoridades políticas, lo que ha dejado de ser así por causa de la recesión económica y la pérdida de credibilidad de las organizaciones sindicales. La crisis de representación que De Certeau diagnosticaba para otros sectores de la vida social alcanza ahora a la actividad sindical.
Otro ejemplo de la diferencia de contextos se da cuando De Certeau discute la violencia (capítulo IV): se refiere al tercer mundo, a las luchas revolucionarias, a las guerras de independencia; cita a Vietnam, a Chile. Hoy en día, pensamos en las violencias “étnicas” o en las luchas facciosas de la antigua Yugoslavia ensombrecidas por el horror, en Somalía, en el asesinato de intelectuales argelinos, en las desventuras sin fin de los palestinos. En este capítulo, De Certeau habla en términos hegelianos de la violencia, primera forma de expresión de lo que luego encontrará su lugar, su pertinencia en el conflicto social; en el presente, a este vocabulario vendría a sustituirlo la cuestión de la anomia y la desesperación de los “excluidos”.
Sin negar estas señales de una época, se puede sin embargo experimentar una extraña alegría en compañía de una “inteligencia... sin temor, sin fatiga y sin orgullo”4, de un espíritu que recorre el tejido social con una formidable curiosidad y también con una secreta ternura por la necedad anónima. A su manera desligado de toda pertenencia, este libro es esencialmente un texto político, una lección de libertad: “La política no asegura el bienestar ni da sentido a las cosas: crea o rechaza condiciones de posibilidad. La política prohíbe o permite: lo hace posible o imposible” (capítulo IX). Fue ese el deseo que animó a Michel de Certeau a lo largo de su vida: abrir los posibles, aprovechar un espacio de movimiento donde pudiese surgir una libertad. La historia nos enseña que el recurso más difícil de movilizar es la fuerza necesaria para comenzar. Me parece que estos análisis lúcidos, agudos, nos aportan todavía hoy esa fuerza necesaria para los comienzos, esta primera puesta en movimiento5.
Para establecer esta nueva edición me basé en la segunda edición (Christian Bourgois, 1980) que el autor había verificado esmeradamente. No introduje más que una pequeña modificación al presentar a continuación los prólogos de las dos ediciones: saqué algunas líneas del primero que ya no tenían razón de ser. Corregí algunas faltas tipográficas que habían escapado al autor en 1980 y aporté en el texto, entre corchetes, algunas precisiones que me parecieron necesarias para los lectores actuales. Con la misma intención, completé algunas referencias en las notas y agregué algunas notas suplementarias, cada una señalada con mis iniciales para evitar toda confusión.
Con excepción del prólogo y de la conclusión, los textos de este volumen habían aparecido en principio bajo la forma de artículos aislados. Para reunirlos en un libro en 1974, el autor los había revisado y, en ciertos casos, enmendado. Estas son las referencias de sus primeras apariciones.
Capítulo I: “Les révolutions du croyable”, Esprit, febrero de 1969, pp. 190-202. Capítulo II: “Le imaginaire de la ville, fiction ou vérité du bonheur?”, Recherches et Débats, n° 69, titulado Oui au bonheur, 1970, pp. 67-76. Capítulo III: “La beauté du mort: le concept de ‘culture populaire’”, Politique Aujourd’hui, diciembre de 1970, pp. 3-23. Capítulo IV: “Le langage de la violence”, Le Monde Diplomatique, n° 226, enero de 1973, p. 16. Capítulo V: “La université devant la culture de masse”, Projet, n° 47, julio-agosto de 1970, pp. 843-855. Capítulo VI: “La culture et l’enseignement”, Projet, n° 67, julio-agosto de 1972, pp. 831-844. Capítulo VII: “Minorités”, Sav Breizh. Cahieres du Combat Breton (Quimper), n° 9, julio-agosto de 1972, pp. 31-41. Capítulo VIII: “Savoir et société. Une ‘inquietude nouvelle’ de Marcuse à mai 68”, Esprit, octubre de 1968, número titulado Le partage du savoir, pp. 292-312. Capítulo IX: “La culture dans la société”, Analyse et Prévision, número especial titulado Prospective du développement culturel, octubre de 1973, pp. 180-200; este texto constituía el “informe introductorio” preparado para el coloquio europeo Prospective du développement cultural (Arc-et-Senans, abril de 1972) del cual De Certeau era el miembro informante principal. Capítulo X: “Quelques problèmes méthodologiques”, Analyse et Prévision, op. cit., pp. 13-30; este último texto fue la conferencia inaugural del Coloquio de Arc-et-Senans.
LUCE GIARD, 1993
ESTOS ESTUDIOS SOBRE LA cultura conducen a una “conclusión” que podría ser la introducción. Su reunión se ha construido a partir de este punto terminal. Las perspectivas finales indican la manera en la cual yo pretendía volver a emplear todos estos trabajos para nuevas tareas y en otros combates. El reflujo sobre ellos de la etapa actual ha preparado la constitución del libro mismo.
Estos trabajos nacieron de investigaciones en común y de conversaciones; entre ellos, al menos uno mantiene explícitamente la forma coloquial. El libro incorpora un artículo que hemos escrito entre tres, Dominique Julia, Jacques Revel y yo. Me agradaría que este libro fuese considerado bajo el signo de esta escritura plural. Esta obra aspira a una desapropiación de la cultura al mismo tiempo que a un pasaje hacia prácticas significantes (a operaciones productivas). Procura apartarse de la propiedad y del nombre propio. Este camino nos conduce, sin que yo sea todavía capaz de hacerlo, hacia la mar anónima donde la creatividad humana murmura un canto violento. La creación viene de más lejos que sus autores, sujetos supuestos, y desborda sus obras, objetos en los que la frontera es ficticia. Una indeterminación se articula en sus determinaciones. Todas las formas de la diferenciación remiten en cada lugar de un trabajo a otro. Este trabajo, más esencial que sus soportes o representaciones, es la cultura.
[1974]
¿Hace seis años que estos trabajos se han convertido en un libro? Desde entonces, todavía quedan trazos y paisajes recorridos. Luego, otras investigaciones han dado lugar a La invención de lo cotidiano6, que ya no concierne a las formas escolares, populares o marginales, imaginarias o políticas de la cultura, sino a la operatividad y el virtuosismo de las prácticas ordinarias, dinámica innumerable de la cotidianidad. Es quizás, entonces, un pasaje de lo “plural” a lo múltiple, y de las figuras sociales al suelo movedizo que articulan.
De una parte y de otra, algunas cuestiones habitan estos viajes por las tierras extranjeras en las cuales se compone una sociedad. Sería más exacto decir que aparecen como espectros en estos trabajos, porque no es cierto que estos interrogantes sean directamente tratados. Me pregunto en particular por las relaciones que estas redes de operaciones mantienen con el campo de la credibilidad. Aunque estas redes y estos campos constituyan sistemas coherentes, todo lleva a pensar, por el contrario, que un movimiento browniano de prácticas atraviesa de lado a lado los estratos sociales apilados como en un túmulo, a menudo quebrados y mezclados, donde las instituciones garantizan parcialmente los equilibrios y permiten la gestión. De allí que sea necesario preguntarse cómo una combinación de fuerzas, en competición o en conflicto, desarrolla una multitud de tácticas en los espacios organizados a la vez por las constricciones y por los contratos.
Este volumen trata sobre todo de las instituciones culturales que forman solo una de las instancias de la actividad para el “trabajo” en una jerarquía social. Pero ya se encuentra encuadrado por el examen de otras dos instancias: una de ellas remitiría a una antropología de la credibilidad, de sus desplazamientos y metamorfosis, desde las llamadas “supersticiones” hasta las ciencias o los medios; la otra procuraría observar en las maneras de hacer (o “lógica”) las maneras de hacer, golpes de suerte, cambios de mano y ardides cotidianos. Obras abiertas.
Si en cada sociedad los juegos explican la formalidad de sus prácticas porque, fuera de los combates de la vida cotidiana, ya no es necesario ocultarla, entonces el viejo juego de la oca se convierte en una suerte de hoja de ruta donde, sobre una serie de lugares y según un conjunto de reglas, se despliega un arte social para jugar, para crear itinerarios y para volver en provecho propio las sorpresas de la suerte. Este es un modelo reducido, una ficción teórica. En efecto, la cultura puede compararse con este arte, condicionada por su lugar, por sus reglas y por sus datos; es la proliferación de las invenciones en los espacios de la constricción.
[1980]
PRIMERA PARTE
EN EL SENTIDO MÁS amplio del término7, las autoridades significan una realidad difícil de determinar, y sin embargo necesaria: el aire que hace respirable a una sociedad. Permiten una comunicación y una creatividad sociales pues proveen, por un lado, referencias comunes y, por otro, vías posibles. Esta es una definición aproximativa que sería necesario precisar.
También ellas se corrompen, pero es cuando apestan que uno se da cuenta de que están viciadas. Las enfermedades de la confianza, la sospecha ante los aparatos y las representaciones políticas, sindicalistas o monetarias, las formas sucesivas de un malestar que permanece nos recuerdan ahora este elemento que se había olvidado durante las épocas de certidumbre y que no parece indispensable más que cuando falta o se corrompe. Pero ¿es necesario concluir que sin aire todo iría mejor, que sin autoridades la sociedad ya no conocería este malestar? Sería como sustituir por la muerte del enfermo la cura de su enfermedad.
Comparto la convicción de los que tienen el descrédito de la autoridad por uno de los problemas esenciales surgidos en una atmósfera social que progresivamente se ha hecho irrespirable. Esta circulación anémica, este aire viciado son diagnosticados por muchos observadores en nuestra situación. Muchos saben que ya no es suficiente seguir hablando. Los próximos meses exigirán elecciones. Creo que se acerca un tiempo donde las opciones fundamentales deberán ponerse de manifiesto a través de actos y que estos serán un llamado a las responsabilidades que tenemos. Esta exigencia puede medirse en el descrédito de la atención que prestamos a nuestros “cuadros de referencia” oficiales, y atestigua una mutación de lo “creíble”.
Desde este punto de vista, esto constituiría la prueba de una escandalosa ligereza de los que andan a la caza de un sistema de autoridades sin preparar su reemplazo; los que se lanzan alegremente a la violencia sin medir la represión o el fascismo a los cuales serviría; los que se regocijan ante la perspectiva de asistir a un gran alboroto, sin preguntarse cuál sería el precio del espectáculo y quiénes lo pagarían: siempre los mismos, los más numerosos, los menos favorecidos. Este júbilo me rebela: inconciencia de intelectuales, arte de voyeurs, “huelga escatológica”. Aun cuando la cólera y el utopismo sean la consecuencia de una lógica y, a menudo, los signos de una protesta muy fundamental —diría—, no tenemos derecho a dejarnos arrastrar por ellos: por sentido político, por la preocupación de no sustituir por el terrorismo de una “élite” una responsabilidad compartida, por respeto a las fidelidades y a las opciones espirituales necesariamente ligadas al riesgo de existir en sociedad.
Pero por esta razón, y por el hecho de que las elecciones deben ser declaradas hoy a título de tomas de posición personales, me solidarizo con aquellos que quieren “hacer la verdad” y retomar en sus fundamentos democráticos una organización social de la autoridad: tienen el coraje de ver y decir lo que ven; rechazan, a justo título, confundir peras con manzanas (tomar por “autoridades” los poderes y las tradiciones que utilizan solamente lo que consideran que representan); rechazan las terapéuticas erróneas que adormecen una sociedad, que mantienen una irresponsabidad para sacar provecho y que explotan el malestar por los beneficios inmediatos, cuyas consecuencias a largo plazo no resultan demasiado visibles.
Entre estas dos formas de inconciencia, la que se niega a advertir el desgaste y la que se dispensa de reconstruir, la que niega el problema y la que renuncia a buscar una solución, nos es necesario escrutar las voces de la lucidez y de la acción. Existe una relación entre el descrédito a constatar y el trabajo a emprender. Distinguir de nuevo estos dos momentos que encaramos será quizás descubrir mejor, en las autoridades, la condición latente y móvil de toda organización social. Si, como yo creo, las autoridades permiten a cada uno articular su relación con los otros con su relación respecto de una verdad, representan lo que jamás se adquiere y aquello sin lo cual, sin embargo, es imposible vivir: una credibilidad.
“Es difícil creer algunas cosas”. Lo escuchamos, ayer, por la televisión, de boca de una joven comunista yugoslava. Se mostraba lista para defender a su país de la URSS, mientras que había creído alguna vez en la gran patria del socialismo. No juzgaba menos necesarios lazos estrechos con el bloque vecino. Pero en ella algunas cosas permanecían sumergidas en el silencio. Ya no tenía un lugar ni un nombre que expresasen la verdad de sus exigencias. Quedaba solamente, por razones políticas o estratégicas, una alianza útil.
En muchos países, también las confianzas se desmoronan. Violentamente o sin estrépito. Caen los “valores” que conllevan las adhesiones y todo un sistema de participación. No “se” cree más en ello. ¿Quiénes son los que no creen? ¿Y cómo es que se ha producido este resultado? Es casi imposible determinarlo. El fenómeno no es visible hasta que se ha llegado a él. De su lenta preparación no existen más que signos a posteriori, cuando “es un hecho”, cuando el resultado está aquí y ahora, como respecto de un muerto se remonta su pasado, jalonado desde un comienzo de presagios hasta entonces desapercibidos. Así, en nuestros días, las tradiciones son contestadas; los patriotismos, desmitificados; las reglas y los ritos se hunden; los “antiguos” son desacreditados... al menos si nos fiamos de las novedades recientes de África, América y el resto de Europa, tal como hemos visto. ¿Qué es lo que ha pasado para llegar a esto? ¿Es necesario decir que esta extraña desafección recorre todas las tierras a las que ha arribado la civilización “occidental” y que puede trazarse, gracias a la localización del mal, el mapa de un imperio que se desafía a sí mismo? Es posible, pero nadie, en nuestros días, osaría responder esas preguntas.
Cualesquiera que sean su extensión o sus modalidades diversas, el descrédito de las autoridades es parte de nuestra experiencia. Los síntomas se multiplican. El problema amenaza con deslizarse de un sector a otro, político, religioso o social. Resurgiendo por todas partes, estos síntomas afectan todos los “valores”: los del régimen, los de la patria, los de las Iglesias o los de las Bolsas. Una devaluación, se entiende. Incluso en los lugares donde se la aplaca o se la oculta, reaparece bajo otra forma. Los dogmas, los saberes, los programas y las filosofias pierden su credibilidad, sombras sin cuerpo que ni las manos ni los espíritus pueden asir y cuya evanescencia irrita o deprime el gesto de los que todavía las buscan; no nos dejan otra cosa que la ilusión, a menudo tenaz, o la voluntad de “tenerlas”.
Justamente es entre los mismos que dicen y repiten que es necesario “tener” las verdades o las instituciones de ayer que esta voluntad provoca lo contrario de lo que cree afirmar. Se apoya sobre una necesidad cuando debería hacerlo sobre una realidad correspondiente a esa necesidad. Un orden es indispensable, declaran; el respeto de los valores es necesario para el buen funcionamiento de un partido, de una Iglesia, o de la universidad; la confianza condiciona la prosperidad. Sin ninguna duda. Pero no basta más que la convicción para que sea suficiente. Comportarse como si existiese y porque es una fuente de beneficios nacionales o particulares es sustituir subrepticiamente la veracidad por lo utilitario, es suponer una convicción por la sola razón de que existe una necesidad, decidir una legitimidad porque se preserva un poder, imponer la confianza o el fingimiento a causa de su rentabilidad, reclamar la creencia en el nombre de las instituciones a las cuales sirve debe ser el primer objetivo de una política. ¡Extraña inversión! Hay un apego a las expresiones pero no a aquello que expresan; a los beneficios de una adhesión antes que a su realidad. La defensa de los “valores”, que privilegian el servicio que le dan a un grupo, no cree ya en lo que dicen estos mismos valores; se tiene por perdida desde el momento mismo en que se justifica solamente a título de un beneficio. En voz baja, ¡cuántos “realistas” o “conservadores” reconocen de este modo la devaluación que combaten ruidosamente!
Por otra parte, sin duda tienen razón: los “niños” no admiten más un espectáculo montado en nombre de la utilidad y, ante el desfile de autoridades, se atreven a proclamar que van desnudas. Este juego se les torna imposible, y dicen de la forma más cruda el interés que ocultan.
Muchos intelectuales responderán que estas cosas deberían sacrificarse, por verdaderas que fuesen. Y por cierto, defienden así algo indispensable para toda sociedad: un orden, razones para vivir en común. Pero, por mantener las manifestaciones sociales, terminan por recusar también la verificación de la cual las autoridades deberían ser objeto para ser “reconocidas” como tales, es decir, para desempeñar su papel; olvidan que este orden carece de legitimidad más que a título de las adhesiones y participaciones que sea capaz de organizar.
Por mi parte, prefiero la lucidez, quizás cruel, que buscan las autoridades respetables, comenzando por un examen de las situaciones reales. La ilusión no conducirá a la veracidad. De este modo debemos ratificar lo que es, de qué fenómeno se trata, ya que no es suficiente describirlo, sino que ante todo es necesario constatarlo: en número creciente, los militantes procuran una causa que merezca su generosidad sin engaños, pero no la encuentran. Son los apátridas de una exigencia que ya no tiene representaciones sociales, sino que solo aceptará una porción de tierra y una referencia creíbles.
Estos militantes sin causa pertenecen quizás a una generación de semisoldados, privados de sus campañas de antaño y capaces solamente de sumarse a la molestia de un trabajo (convertido en su propia razón de ser): la evocación de las grandezas del pasado. Una complicidad general parece darles la razón, puesto que las ceremonias oficiales y la televisión privilegian los mismos entierros. Tenemos demasiados aniversarios pero no suficiente presente. El país festeja las grandezas y celebridades que eran ayer los signos de la adhesión, pero que ya no lo son, y a las cuales solo hay necesidad de rasurar, para distraerse o adecuar, a la prosa de los días que corren, las reliquias de los antiguos penachos. No terminamos nunca de celebrar a los desaparecidos. ¿Cómo sorprenderse de que surja la necesidad de otras fiestas? La casa se llena de objetos conmemorativos salidos sin cesar de sus cajas y sus fundas. Esta acumulación de souvenirs no habla de valores más que en pasado, como si la enorme expansión de una sociedad, de la misma manera que esos árboles todavía frondosos están muertos en su interior, no tuviese otro objeto que justificar un centro inerte: el sepulcro ayer. La preocupación por el “espíritu” se pone a resguardo de las viejas piedras en peligro y corona a los antiguos combatientes.
A decir verdad, el hecho característico es de otro tipo. Las instituciones actuales producen hoy en día más emigrados que semisoldados; los que parten son más numerosos que los nostálgicos. El profeta Ezequiel, tan hábil para construir una lengua de la imaginación, nos provee a este respecto de una “visión” que, sin embargo, adquiere en estos días otra significación, igualmente temible. Vivía por esos tiempos en que Jerusalén, vencida por los babilonios, había sido sometida a deportaciones, y en que los ciudadanos salvados se consideraban a sí mismos convertidos en una élite por permanecer en el interior de los muros sagrados. El profeta vio el carro de cuatro querubines de la “gloria” de Yavé elevarse por encima del Templo y abandonar la ciudad8. El Espíritu dejaba su ciudad. La arquitectura de las instituciones quedaba despojada de su sentido y los que la ocupaban no “tenían” más que unas piedras, un suelo y sus calles —falsa posesión del Espíritu—. Para Ezequiel, el sol invisible de su pueblo había salido de esa tierra y tomado el camino del exilio.
Hemos llegado a una situación análoga. Se produce un exilio. Monumentos en los cuales los titulados conservadores piensan resguardar la verdad al ocuparlos, también otras tantas instituciones parecen abandonadas por aquellos que, precisamente, se quieren fieles a una exigencia de conciencia, de justicia o de verdad. Lo que emigra, en medio de estallidos y protestas algunas veces, pero más a menudo sin estrépito y como agua que fluye, es la adhesión —ya sea la de los ciudadanos, la de los afiliados de un partido o la de los miembros de una Iglesia—. El mismo espíritu que daba vida a las representaciones las abandona. No ha desaparecido. Está en otro sitio, partió al extranjero, lejos de las estructuras cuya partida ha convertido en espectáculos desolados o en liturgias de ausencia. Y si tantos personajes importantes toman un tono vengativo o lloroso para protestar ante el cielo contra un tiempo despojado de virtudes, no es, en palabras del profeta, que ese “espíritu” ya no exista; es que ya no habita entre ellos. No es que falte. Les falta.
Esta situación paradójica es peligrosa y anormal. Aun si se admite que una fermentación cultural, política, espiritual es bien real pero está en el exilio, no es necesario minimizar las consecuencias de una disociación entre un lenguaje social y los que renuncian a hablarlo. Este cisma desgarra lentamente el tejido social. Es un estado violento que hace proliferar la violencia: una “sinrazón” colectiva multiplica a los hombres incapaces de soportar lo que haría creíbles a sus poderes, y los emigrados caen en la trampa de un rechazo, sin embargo, necesario. Los contrarios se desarrollan y se afirman mutuamente en sus posiciones extremas.
Este estado de cosas lleva hasta sus últimas instancias y desenmascara (pero ¿acaso el cinismo es otra cosa que una máscara?) a los que ya no pueden más que explotar las apariencias con fines útiles. Desmoraliza también a los hombres que todavía adhieren con convicción a las instituciones; tienen la impresión de gritar en vano en medio de las ruinas. Algunos terminan por huir, no para construir algo distinto, sino por cobardía, abandonando sobre el campo los uniformes de su función, olvidando sus responsabilidades y encontrando, en la soledad, en la enfermedad, en una carrera o en los prestigios de las “misiones” en el extranjero (para hablar aquí de la juventud francesa, ¿por qué no?) la coartada por la cual el desorden agrava la necesidad. Otros se endurecen juzgando diabólica la objeción más razonable, pensando de este modo defenderlo todo defendiéndose a sí mismos y, literalmente, perdiendo el sentido.
Existe a la inversa, como se sabe, una psicología de emigrados. Se encuentra en la proliferación y el desmoronamiento de las ideologías sin comunicación; en el utopismo que entraña la imposibilidad de medir, gracias a las responsabilidades en relación con el país, el peso de las realidades sociales; en la preservación de líderes a solo título de su pasado heroico; o en una historia cuajada de leyenda (he aquí que “mayo” [1968] se convierte cada vez más en un confuso campo de batalla9, triste es decirlo). No por ser un hecho y una necesidad, la emigración espiritual es menos una enfermedad social cuyas manifestaciones se multiplican. Una lógica de la ruptura desarrolla sus consecuencias, antes de que intervengan decisiones personales o colectivas: revolución cultural acelerada por la censura misma que pretende ocultar sus efectos.
El hecho de que una civilización se descomponga, de que en cualquier caso se esté hoy en el lenguaje social como en una razón (o un sistema) cuya razón ya no se muestra, no significa que el hombre esté ausente de sí mismo o que hayan desaparecido las referencias fundamentales que organizan la conciencia colectiva y la vida personal, sino que quizás hay una descoordinación entre estas referencias y el funcionamiento de las autoridades socioculturales. Son estas las que se vuelven incomprensibles en la medida en que ya no corresponden a la geografía real del sentido.
Análoga a la distancia que separa los muros de Jerusalén y al Espíritu residente en Babilonia, ese desfase tiene en principio la forma de un retroceso y de una eliminación. Cada vez más opaca, la vida marginalizada no tiene ya su origen en nuestro sistema de representaciones. Campos y ciudades —y no solamente sindicatos o universidades— se pueblan de silenciosos. ¡Y no es que carezcan de ideas y de criterios! Pero sus convicciones ya no son adhesiones. Un indicio entre muchos: últimamente, en el curso de las elecciones sindicales de varias empresas (¿quién nos dará una estadística en este caso?), los trabajadores recortan la parte superior de las listas cuando votan por ellas; decapitan al aparato para apoyar a las bases. Sobre los resultados, los popes ven sus nombres borrados sin conocer la mano que los ha suprimido ni comprender por qué lo ha hecho10. Es que los mismos a los que ellos creían representar y a los cuales consideraban de su propiedad se han convertido en extranjeros: han partido hacia otros lugares, y es una fortuna que esa partida deje alguna huella. ¡Cuántos popes son abandonados, decapitados en silencio, y todavía no lo saben! Su poder funciona de una manera que no les permite darse cuenta de la vida sorda, de las dudas nuevas, de las aspiraciones inmensas cuyo rumor se acalla para no ser otra cosa que un objeto de temor, de precauciones y de tácticas.