El Fondo, La Casa y la introducción del pensamiento moderno y universal al español - Javier Garciadiego - E-Book

El Fondo, La Casa y la introducción del pensamiento moderno y universal al español E-Book

Javier Garciadiego

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Beschreibung

Javier Garciadiego narra la convergencia de situaciones políticas y culturales que propiciaron la consolidación de dos instituciones importantes en México: el Fondo de Cultura Económica y La Casa de España en México, más tarde El Colegio de México. El desarrollo de la editorial estuvo marcado por la intención de ampliar los conocimientos en materia económica del país, así como por la llegada de intelectuales españoles exiliados, quienes traían consigo la intención de poner España en diálogo con las ideas y debates occidentales del siglo XX, misión que, gracias a el Fondo y a la coincidencia de lenguas entre ambos países, encontró un terreno fértil en México. A lo largo de un minucioso recuento de personajes y obras, el autor muestra el panorama en que se gestó la identidad intelectual de ambas instituciones, hermanas desde sus orígenes.

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Fotografía: © Daniel Correa

Javier Garciadiego (Ciudad de México, 1951) es uno de los historiadores más reconocidos en México. Fue director del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, director general del Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana —en cuyo nombre introdujo un significativo plural, pues desde 2006 se ocupa de “las Revoluciones de México”— y, de 2005 a 2015, presidente de El Colegio de México, donde es profesor-investigador desde 1991. Entre sus reconocimientos y distinciones figura el Premio Salvador Azuela otorgado en dos ocasiones, en 1994 y en 2010, por el INEHRM y es miembro de las academias mexicanas de la Historia y de la Lengua, así como de El Colegio Nacional. Entre sus principales publicaciones se encuentran Rudos contra científicos. La Universidad Nacional durante la Revolución mexicana (1996), Porfiristas eminentes (1996), Alfonso Reyes (2002), La Revolución mexicana. Crónicas, documentos, planes y testimonios (2003), Introducción histórica a la Revolución mexicana (2006), Cultura y política en el México posrevolucionario (2006) y Ensayos de historia sociopolítica de la Revolución mexicana (2012); también es suya la antología Alfonso Reyes, "un hijo menor de la palabra" (2015).

El Fondo, La Casa y la introducción del pensamiento moderno en México

El Fondo, La Casa y la introducción del pensamiento moderno en México

Javier Garciadiego

 

Primera edición, 2016Primera edición electrónica, 2016

Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit Imagen: El gran librero de las oficinas del FCE en Pánuco 63; años cuarenta. Archivo del FCE

D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-4256-1 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

Nota del editor

Nota previa

Procesos paralelos, confluencias y contingencias

La multiplicación de los libros

Cinco colecciones, cinco

Los tres mosqueteros y su D’Artagnan

La Cenicienta

Nota del editor

Con deliberada exageración, y por tratarse este libro de cómo llegaron a nuestra lengua algunos conceptos originados en otros ámbitos lingüísticos, tal vez sea lícito emplear la idea de Schadenfreude —ese placer patológico que uno experimenta al presenciar el sufrimiento ajeno— para expresar el beneplácito de México por los muchos beneficios que obtuvo de la trágica Guerra Civil española. No es que uno se alegre de los sufrimientos de ese país escindido, o que la desgracia de los trasterrados en sí misma sea fuente de regocijo, pero, a casi 80 años de distancia, la guerra interna que aquejó a España terminó produciendo en las décadas de 1930 y 1940 grandes alegrías a una nación que, con extrema lentitud, venía reinventándose luego de una severa revolución social y política. Al describir cómo el pensamiento moderno se introdujo en México gracias a la acción paralela, a menudo simultánea, del Fondo de Cultura Económica y La Casa de España, Javier Garciadiego ofrece motivos para celebrar la entereza, la tozudez intelectual de quienes no sólo sobrevivieron al choque fratricida sino que supieron prosperar en la adversidad.

El exilio español se ha estudiado desde diversos ángulos, pero no existía un reporte tan detallado como éste de los vasos comunicantes que el Fondo y La Casa construyeron para permitir que muchas de las ideas que bullían en la Europa de mediados del siglo XX arribaran al mundo de habla hispana. Las primeras décadas de ese siglo atestiguaron en España la regeneración del apetito académico por aquello que se producía fuera de sus fronteras, tendencia que se vería suspendida, que no cortada, por el feroz ataque a la República. Como el saber no ocupa lugar, algunos de los que se vieron forzados a abandonar su tierra continuaron en la de adopción el esfuerzo por hacer del español una lengua viva para el pensamiento contemporáneo. Esa idea abstracta requirió del trabajo, minucioso y no siempre bien remunerado, de traductores y editores, cuyo fruto aún se mantiene fresco en decenas de obras del catálogo del Fondo. El repertorio biográfico preparado por Garciadiego, sobre todo para las extensas notas al pie que aparecen en prácticamente todas las páginas, es un modo, modesto pero imprescindible, de reconocer a las personas de carne y hueso que dieron forma a “uno de los grandes procesos de la historia intelectual hispanoamericana”.

Tiene razón el autor cuando afirma que “lo más admirable de la historia inicial del Fondo es haber nacido, y sobre todo crecido, en tiempos de crisis espiritual y material”. En Libros sobre Libros han aparecido otras obras que dan cuenta de la influencia que ejerce y recibe la actividad editorial en los fenómenos de cada época —véanse por ejemplo el magistral estudio de Robert Darnton sobre la Encyclopédie o la crónica de Peter Weidhaas, parcialmente en primera persona, de cómo la Feria del Libro de Fráncfort se convirtió en la protagonista mundial de la venta de derechos de autor—. El Fondo, La Casa y la introducción del pensamiento moderno en México puede asimismo servir como lección de la capacidad de adaptación de una editorial, nacida con un propósito extremadamente acotado y metamorfoseada, por circunstancias funestas, en uno de los grandes referentes del libro en español. Como si hubiera atendido el refrán que nos pide aprender a hacer limonada si del cielo nos caen limones, la empresa fundada por Daniel Cosío Villegas en 1934 aprovechó la cercanía, tanto ideológica como física, de unos asesores y unos traductores de lujo en disciplinas como la historia, la ciencia política, la por entonces aún balbuciente sociología y la filosofía para llevar a la práctica su vocación de publicar tanto clásicos como voces emergentes: Marx pero también Keynes, Von Ranke pero también Croce, Comte pero también Weber… Hubo algo de alquimista en don Daniel al convertir el plomo de la España quebrada en el oro impreso que todavía hoy leemos.

Garciadiego muestra cómo se fue construyendo el catálogo, con rigor y a la vez con la inevitable arbitrariedad de quienes elegían las obras, y aventura explicaciones sobre algunas ausencias —Toynbee, Freud, Nietzsche— y sobre la parsimonia con que la casa fue dejando entrar a la literatura. Todo editor aspira a dotarse de una oferta congruente y diversa; para lograrlo no basta la voluntad, sino que el azar, la competencia e incluso el capricho tienen algo que decir al respecto. Celebro la aparición de este libro sobre los libros del Fondo, pues permite revivir las ambiciones de quienes crearon esta casa, y agradezco a Javier la oportunidad de sentir una variante festiva de la cínica Schadenfreude.

TOMÁS GRANADOS SALINAS

Director de la colección

Una versión menos desarrollada de este texto fue leída durante los festejos por el octogésimo aniversario del Fondo de Cultura Económica, en sus propias instalaciones, el 4 de septiembre de 2014 —de hecho, unas páginas fueron publicadas como adelanto en La Gaceta del mismo mes de septiembre (pp. 12-13)—. Agradezco a María del Rayo González Vázquez, como siempre, y a los jóvenes Sara Canales, Fernando López y Aníbal Peña por su apoyo para la documentación bibliográfica de este texto. Agradezco también a Ulises Martínez por su siempre valioso apoyo en los quehaceres editoriales de mis textos.

Nota previa

Este trabajo está dedicado a todos mis maestros, colegas y amigos que han participado en la construcción de lo que hoy es el Fondo de Cultura Económica. El primero, obviamente, don Daniel Cosío Villegas, seguido de Salvador Azuela, Javier Alejo, José Luis Martínez, Jaime García Terrés, Enrique González Pedrero, Gonzalo Celorio, Consuelo Sáizar y Joaquín Díez-Canedo.

También está dedicado a varios colaboradores del Fondo, ninguno de ellos menos importante que cualquiera de sus directores, salvo don Daniel, claro está: Adolfo Castañón, Julia de la Fuente, Felipe Garrido, Paola Morán, Ricardo Núdelman, Jorge Ruiz Dueñas, Lucía Segovia y Martí Soler.

Mención especial merecen José Carreño Carlón, Tomás Granados Salinas y Edgar Krauss. El primero, por invitarme a preparar este trabajo y a que lo leyera en el cumpleaños ochenta del Fondo; el segundo, por haberme propuesto publicarlo, y el tercero, por haber cuidado su edición.

Bueno, y aunque nunca los conocí, también dedico este libro a Alí Chumacero, Arnaldo Orfila y José C. Vázquez, auténticos pilares del Fondo.

Procesos paralelos, confluencias y contingencias

Traduttore, traditore sentencia el refrán italiano, aseveración adoptada por nuestro idioma1 que expresa la poca confianza que suele tenerse en las traducciones; sin embargo, la sentencia “traductor, traidor” se aviene sobre todo a las obras literarias, y en particular a las composiciones poéticas. En verdad, la terrible afirmación es notoriamente injusta para escritos de otro tipo, sobre todo si se reconoce la existencia de cientos de lenguajes en un mundo habitado por personas congénitamente monolingües.

Aunque fonéticamente similares, sus significados son distintos: “traducir” proviene del latín traducere, y significa, según el afrancesado dramaturgo Leandro Fernández de Moratín,2 expresar en una lengua lo que está escrito en otra, y según Baltasar Gracián, puede definirse como convertir, mudar o trocar. A su vez, traición procede del latín traditio, aplicable a quienes faltan a la fidelidad que de ellos se esperaba; sobre todo se aplica a delitos cometidos por los ciudadanos contra la patria o contra la disciplina y lealtad que obliga a los militares.

Dejemos las acepciones etimológicas de ambas palabras y convengamos en que, si las traducciones suelen disminuir el valor de las obras originales desde la perspectiva del autor, son claramente benéficas para todo lector pobre en el manejo de lenguajes ajenos. La traducción es entonces una labor encomiable, y quien la practica con oficio y esmero debería ser una persona muy apreciada. Así, el mal traductor puede ser visto como un traidor; el bueno, como un introductor, como un acarreador, como un trasladador.3 Hoy resulta incuestionable que esta labor tan vilipendiada resulta muy positiva para el enriquecimiento de la civilización humana,4 pues los países que carecen de traductores terminan aislados, con una cultura estrecha, localista. Pensando en México, su historia registra dos etapas en las que la traducción fue un elemento decisivo: primero, a lo largo del siglo XVI, cuando se construyó una nueva cultura gracias al trasiego idiomático entre el español, el latín y las varias lenguas prehispánicas; el segundo momento tuvo lugar a mediados del siglo XX, cuando, gracias a la llegada de muchos intelectuales españoles, México pudo entrar en contacto con lo mejor de la cultura occidental.

En rigor, este ánimo modernizador procedía del último tercio del siglo XIX, cuando Francisco Giner de los Ríos y un grupo de amigos y colegas fundaron la Institución Libre de Enseñanza. Difícil negar que éstos fueron los primeros en buscar la modernización de España en el mejoramiento de la educación y en la lectura de los principales autores europeos, aunque el mismo propósito habían tenido los ilustrados de finales del XVIII; de allí su apelativo de “afrancesados”. Si los hombres vinculados a la Institución Libre de Enseñanza han sido calificados como “educadores” o como “reformadores”, igualmente atinado y justo es llamarlos “traductores”, por su “intensa” y “sistemática” labor de traducción “de los textos de referencia en los distintos ámbitos científicos”, en especial de tema pedagógico, con lo que las ideas de vanguardia “se presentaron a los lectores españoles, sobre todo en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza”.5

Para el tema que aquí nos ocupa, fue decisivo el traslado a América de numerosos españoles al inicio del segundo tercio del siglo XX. La importancia de este hecho dependió de su confluencia con otro proceso histórico, hasta entonces lejano y ajeno, que se remonta a la crisis española de 1898, cuando para levantar al país de su postración varios políticos e ideólogos propusieron la modernización de España, su europeización. Se les llamó “regeneracionistas”.6 Una de sus estrategias para lograr la regeneración de España, su auténtica recuperación, era mejorar cabalmente el sistema educativo. Fueron varias las propuestas de cambio; eran muchos los involucrados en ellas; fueron numerosas las instituciones diseñadas y creadas con ese propósito. Una de ellas fue la Junta para Ampliación de Estudios, conducida desde su nacimiento, en 1907, por Santiago Ramón y Cajal.7

Uno de sus propósitos era becar —pensionar, se decía entonces— al mayor número posible de los mejores jóvenes universitarios para que realizaran estudios de posgrado o de especialización en algún país de Europa. Fue así como muchos recién graduados terminaron de prepararse académicamente en Alemania, Francia, Inglaterra o Suiza, y a su regreso a España llevaron nuevas ideas, autores desconocidos y otros idiomas. En efecto, aquellos jóvenes volvieron deseosos de compartir dichas ideas, de introducir en España a los autores que habían leído o escuchado, de traducirlos. La reanimación de la vida cultural e intelectual en España tuvo otras facetas.8 Una de ellas fue la aparición de varias revistas y empresas editoriales comprometidas con la consolidación y difusión de los nuevos pensadores españoles —todos ellos “regeneracionistas”— y con la introducción al país de los principales intelectuales europeos contemporáneos. Seguramente las más destacadas revistas fueron la católica Cruz y Raya,9 dirigida por el poeta José Bergamín, y sobre todo la Revista de Occidente, fundada en 1923 y dirigida siempre por José Ortega y Gasset, quien ya en 1910 había colaborado en una revista titulada, escueta y significativamente, Europa.10 Asociada a Ortega y a la Revista de Occidente, la editorial Espasa-Calpe estuvo animada por los mismos ideales.11

Resulta incuestionable que la Revista de Occidente logró una “extraordinaria” ampliación de los “horizontes” intelectuales españoles. Abordaba temas nuevos desde perspectivas inéditas. A la inversa de lo sucedido en los siglos XVIII y XIX, los autores alemanes e ingleses traducidos en ella superarían en número a los franceses, lo que posibilitó un notable “ensanche cultural” y una auténtica “apertura al mundo”. Reflejo de la influencia alemana en Ortega —recuérdese que entre 1905 y 1907 estudió en las universidades de Leipzig, Berlín y, sobre todo, Marburgo—,12 la presencia de los pensadores germanos rivalizó con la suma de todos los otros extranjeros;13 en términos individuales, los más publicados fueron Carl Jung, Max Scheler y Georg Simmel: un psicólogo, un filósofo y un sociólogo. Por lo que se refiere a temas, predominaron los artículos filosóficos y psicológicos; las ciencias sociales vieron aumentar constantemente su presencia e importancia, y la existencia de escritos sobre estética y crítica literaria era apreciable.14 Las ausencias eran igualmente reveladoras: en cuanto a disciplinas, la economía; en cuanto a autores, Karl Marx.

La Revista de Occidente también editó libros, y lo hizo desde un inicio, pues ya en 1924 apareció el primero, meses después del inicio de la publicación periódica. Los temas eran los mismos, pues obviamente compartían objetivos y principios: traducción de lo mejor del pensamiento europeo y convertirse en voceros del resurgimiento de la intelectualidad española. Igual que en la revista, los libros extranjeros más publicados fueron de alemanes, destacando Max Scheler, con ocho títulos, al que acompañaron Hegel, Edmund Husserl, Georg Simmel, Werner Sombart, Edward Spranger, Franz Brentano y el suizo Carl Jung. Esto es, tres filósofos, dos sociólogos y tres psicólogos, junto a los que aparecieron algunos de los principales historiadores de finales del siglo XIX —el suizo Jacob Burckhardt— y de principios del XX —el holandés Johan Huizinga—.15 El panorama intelectual español de entonces sólo puede ser debidamente aquilatado si se consideran también los libros publicados por las editoriales Aguilar y Labor.16 Lógicamente, los más activos traductores fueron jóvenes formados en Europa, sobre todo con las becas de la Junta para Ampliación de Estudios. Además del propio Ortega, destacaron Manuel García Morente17 y José Gaos.18 Desgraciadamente, aquel impulso renovador fue detenido de manera abrupta, radical e irreversible. En efecto, con el inicio de la Guerra Civil, a mediados de 1936, la Revista de Occidente padeció una “traumática interrupción”.19 Para colmo, el golpe no se redujo a esta emblemática revista, sino que impactó cruelmente todo el ámbito cultural español.

El conflicto bélico se imbricó inmediatamente con un proceso que vincularía las dos orillas atlánticas. Sucedió que se encontraba como representante diplomático mexicano en Portugal el joven abogado y economista Daniel Cosío Villegas. Testigo de excepción de la guerra que padecía el país vecino, trabó amistad con el historiador medievalista Claudio Sánchez Albornoz, embajador español en Portugal. Acaso por sugerencia de éste, Cosío Villegas propuso a su gobierno que invitara a un pequeño grupo de académicos españoles a trasladarse temporalmente a México para que pudieran continuar sus actividades intelectuales,20 beneficiando a cambio a las universidades mexicanas con la impartición de algunos cursos y conferencias.

Una vez obtenido el apoyo presidencial, Cosío Villegas inició sus laboriosas diligencias: primero, tenía que elaborar la lista de los candidatos a ser invitados; luego, tendría que contactarlos y convencerlos de aceptar; por último, tendría que apoyarlos para que pudieran hacer el largo viaje oceánico. Por lo que se refiere a México, tenía que lograr que las instancias gubernamentales pertinentes actuaran pronta y atinadamente. También tenía que propiciar que las instituciones educativas y culturales de México aprovecharan al máximo la aportación de dichos intelectuales, todos ellos españoles de nacimiento pero europeos de formación. Puesto que se pensó que su estancia en México sería breve, ya que se preveía el triunfo republicano y con él su feliz regreso a España, se decidió que enseñaran en las escasas universidades ya existentes en México. En consecuencia, sólo tenía que organizarse una pequeña instancia que coordinara sus actividades pero que no requiriera de instalaciones docentes propias. Se llamaría La Casa de España en México y tendría como uno de sus dos dirigentes a Daniel Cosío Villegas, quien había ideado todo el proyecto.21

Fue así como estos dos procesos convergieron mediante una auténtica contingencia histórica, pues el mismo mexicano, diplomático y economista,22 autor de la propuesta de que se invitara a algunos intelectuales españoles a que continuaran su labor de investigación y docencia temporalmente en México, había creado un par de años antes una editorial dedicada a temas económicos. Dicha empresa pudo haber quedado vinculada a editoriales españolas, pues hacia 1932 Cosío se había trasladado a España para entrevistarse con Ortega y Gasset y con los directivos de algunas otras compañías editoriales,23 como Manuel Aguilar, a fin de proponerles un ambicioso proyecto conjunto relativo a publicar obras de economía rigurosas, pues, alertado por la reciente crisis de 1929, estaba convencido de que la única forma de evitar su dañina repetición era mediante el conocimiento científico de la economía. Sin embargo, las respuestas españolas fueron mayoritariamente negativas,24 habiendo sido especialmente enfático el propio Ortega y Gasset. Su negativa no debió resultar sorprendente: ni en su revista ni en su editorial había tenido cabida la economía, disciplina, por cierto, en ese entonces aún pobremente desarrollada en España.25

El visionario Cosío Villegas regresó a México “alicaído” de ánimo;26 para su fortuna, su “alivio fue instantáneo”, pues un grupo de amigos y colegas lo alentó a aventurarse, con su respaldo, a la creación de una editorial de temática económica que tuviera un objetivo más educativo que lucrativo. La empresa habría de llamarse Fondo de Cultura Económica, publicaría una revista: El Trimestre Económico, cuyo primer número circuló en 1934, y en ausencia de un pensamiento económico propio traduciría “libros extranjeros de economía”; en enero de 1935 apareció el primero, El dólar plata, de William Shea, traducido por el poeta Salvador Novo, lo que confirmaba la escasa profesionalización de la disciplina económica en México.27 De hecho, la primera “carrera” de economía apenas había sido fundada en 1929, dentro de la Facultad de Derecho, logrando independizarse a partir de 1935.28 Comprensiblemente, los comprometidos en la creación de la editorial eran los mismos que estaban involucrados en la consolidación de los estudios universitarios de economía en México.29

Fue precisamente durante esa etapa inicial de su editorial cuando Cosío Villegas fue enviado como representante diplomático a Portugal, y fue esta privilegiada atalaya30 la que le permitió detectar la grave amenaza que para el sector académico y cultural español significaba el avance de la facción militarista. Recuérdese que rápidamente gestionó el traslado a México de algunos intelectuales españoles, para lo que tuvo que conseguir primero la autorización del gobierno republicano, pues por lo general los académicos seleccionados eran docentes en alguna institución pública, e incluso varios desempeñaban funciones gubernamentales: entre otros, se entrevistó en Valencia con Wenceslao Roces, subsecretario de Educación. Después de no pocas vicisitudes burocráticas y personales, en 1938 empezaron a llegar a México los profesores españoles que aceptaron la invitación.

Insisto, la convergencia de los procesos de regeneracionismo y exilio se debió a una mera contingencia. Puesto que La Casa de España carecía de instalaciones propias, Cosío Villegas, secretario de ésta y simultáneamente director del Fondo de Cultura Económica, decidió prestarle a La Casa un par de cuartos dentro de las oficinas que el Fondo tenía en la céntrica calle de Madero.31 Compartir ese espacio físico trajo consecuencias intelectuales invaluables. Alfonso Reyes, nombrado presidente de La Casa de España en marzo de 1939, lo percibió inmediatamente, y con su natural desenfado lo comentó a su amigo y maestro Pedro Henríquez Ureña, radicado en Argentina, a quien dijo que La Casa de España y el Fondo de Cultura eran “instituciones gemelas que nos repartimos entre Daniel [Cosío Villegas] y yo. Despachamos en oficinas contiguas, pasamos el día trabajando juntos”.32 Comprensiblemente, de inmediato las relaciones entre los pocos colaboradores del Fondo y los escasos miembros de La Casa fueron “íntimas y cordiales”.33

Puesto que los miembros de La Casa de España no tenían labores docentes permanentes, sino que sólo impartían ocasionales cursillos en diversas instituciones mexicanas, preferentemente capitalinas,34 aprovecharon su vecindad con el Fondo de Cultura Económica para empezar a colaborar con éste. Sin necesidad de desplazarse por una ciudad que aún no conocían, complementarían su salario y tendrían el mismo jefe, Cosío Villegas, secretario de La Casa y director del Fondo, al mismo tiempo y desde el mismo escritorio. Otro factor importante que facilitó la colaboración de los españoles adscritos a La Casa con el Fondo fue la comunión lingüística. A diferencia de la mayoría de los exiliados en el mundo, los españoles que llegaron a México no tuvieron que aprender la lengua del refugio; por eso uno de ellos —Gaos— dijo que lo suyo fue un trastierro.35 Así, al día siguiente de su llegada pudieron enseñar en su lengua materna lo que hacía poco habían aprendido como pensionados en Europa. Obviamente, también pudieron trasladar a la lengua común numerosos libros fundamentales pero desconocidos tanto en España como en México. Ésa fue, desde entonces, su doble misión: enseñar y traducir, afectando incluso la redacción de sus propios trabajos, pues, atento al objetivo inicial del Fondo, Cosío Villegas los prefería más de traductores que de autores.