El futuro que olvidaste - Matías Prats - E-Book
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El futuro que olvidaste E-Book

Matías Prats

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Beschreibung

Paula Llorente, una de las tenistas más relevantes de los últimos tiempos, desaparece sin dejar rastro en una playa del litoral catalán El país está conmocionado Nadie sabe con certeza qué ha ocurrido, pero los posibles problemas de salud mental y la depresión que arrastraba apuntan a un suicidio. Rodrigo, un periodista recién divorciado, inmerso en un complicado proceso personal y profesional, se ve obligado a sumergirse en el universo de la desaparecida tenista para preparar un reportaje que acabará convirtiéndose en una obsesión por Paula y todo lo que rodeaba su vida: glorias y miserias, amores y decepciones… algo que para Rodrigo también supone un viaje hacia sí mismo. El futuro que olvidaste es el debut de Matías Prats en el mundo de la novela. Una historia original y sorprendente, un reflejo de los problemas a los que nos enfrentamos cada día y una aguda reflexión acerca de lo que es más importante en nuestra vida.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El futuro que olvidaste

© 2022, Matías Prats Chacón

© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Lookatcia

Imagen de cubierta: Arcangel

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-758-8

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Casi dos años antes: Paula Llorente desaparecida

Una patada por debajo de la mesa

La familia Llorente

La portada del Crónica

El vecino de Paula

Café con leche

La vidente

Carcajadas amargas

La cueva

¿Quién cojones es Mario?

La niña nunca se rendía

Fracasar estrepitosamente

Rumores

La nota

Un soplo de aire fresco

La confesión

En el fondo del mar

Me gritó

El rey

Creo que te quiero

La despedida

Cambio de aires

El hombre rubio

Crónica domingo

En la actualidad: El hilo

Siempre con el chino

Jóvenes talentos

Épocas menos fáciles

El intocable

Punto de inflexión

Nadie se ha quejado nunca

El tramposo

Flores silvestres

El precipicio de la tristeza

El cumple de toñi

Apuestas ilegales

Te digo que sé que me has puesto los cuernos

Spinning

Pasar página

En el futuro, fortaleza

Quédate conmigo

El tenis se va a la mierda

Necesito que creas en mí

Su sufrimiento acabó ese día

Número desconocido

 

 

 

 

 

A mi madre, luchadora infatigable a pesar de las circunstancias. Ejemplo de amor y de vida.

 

Y a mi amigo Carlos. Gracias por quedarte con nosotros y recordarnos que nunca hay que dejar de creer.

 

 

 

 

 

Anoche volví a soñar que alguien moría. Nunca recuerdo quién o si lo conocía. Lo que sí que recuerdo es la angustia. Es un sueño confuso y sin sentido. Imágenes oscuras, caóticas, que no están conectadas y en lugares que ni siquiera reconozco. No es un asesinato, no es un accidente, no es una muerte natural. No sé lo que es. Lo que sí recuerdo es que alguien moría.

Cuando sonó el despertador, tenía el cuerpo agarrotado. Carolina dormía a mi lado, dándome la espalda. Anoche llegó tarde. Otra vez. Me levanté con cuidado para no despertarla, me encerré en la cocina y observé desde la ventana el comienzo de un nuevo día. Necesitaba un momento de reflexión antes de despertar a Rodri, mi hijo.

La tenue luz de la mañana se colaba por la ventana. Era una luz gris, como mi ánimo. Soplé el té, demasiado caliente, y comencé a organizar mi día. Tenía que dejar a Rodri en el colegio y, después, rematar un reportaje para el número del domingo: la aburridísima historia de una pareja que, tras abandonar sus respectivos puestos de gran responsabilidad en un banco, habían montado una empresa de zumos naturales y ahora facturaban millones. Vaya mérito. Uf, solo de pensarlo me daban ganas de volverme a la cama.

Supongo que es normal, que le pasa a todo el mundo. Estar desmotivado en tu trabajo. Sin ganas, sin ambición, sin metas u objetivos que cumplir. Tan solo subsistir. Desde que me apartaron de la sección de cultura y me trasladaron al suplemento dominical, ingresar la nómina a final de cada mes se ha convertido en mi única razón para permanecer en el periódico. El despido de Chato y de otros cuarenta y un compañeros más de la redacción hace dos años me provocó un rechazo absoluto hacia la empresa. La forma de gestionar aquel ERE fue cruel, despiadada, con una falta de humanidad innegable. Cada día recuerdo las imágenes de mis compañeros recogiendo sus cosas de las cajoneras con lágrimas en los ojos. Algunos, la mayoría, fueron desterrados después de treinta años dedicados en cuerpo y alma al periódico. Yo mismo estuve a punto de dejarlo entonces, pero Chato me frenó. «No te hagas el héroe», me dijo con lágrimas en los ojos, «solo te han trasladado al dominical. Aprovecha la oportunidad».

¿Pero qué oportunidad? El diario Crónica ha dejado de ser un medio de referencia hace tiempo. Yo sigo estando a punto de dimitir todas las semanas. Pero luego pienso en Rodri: ¿Qué pasará con mi hijo? ¿Cómo voy a mantenerle si no tengo trabajo ahora que he conseguido la custodia compartida? Ya voy teniendo una edad y el periodismo está como está. No me van a contratar en ningún sitio. Solo he trabajado en Crónica durante toda mi trayectoria profesional. No conozco nada más que este edificio y esta redacción. Y, sobre todo, no sé hacer nada que no sea escribir. Aunque solo sean estúpidos reportajes sobre millonarios más estúpidos todavía.

Apuré el último sorbo de mi taza de té y fui a despertar a Rodri. Siempre lo hago de manera gradual, evitándole el sonido estentóreo y desagradable de una alarma. Accedo a su habitación sigilosamente y me acerco a la ventana. Subo lentamente la persiana, lo justo para que un pequeño rayo de luz penetre en la cama, pero nunca a la altura de sus ojos. Le acaricio un poco el pelo y le susurro algo al oído. El último paso es besarlo suavemente en la frente. Antes de hacerlo, a veces me quedo mirándolo fijamente durante un par de minutos sin que él se dé cuenta. Parece un ángel.

—Buenos días… —le susurré al oído, con suavidad—. Es hora de levantarse para ir al cole.

Rodri se desperezó en la cama y me sonrió. Esa sonrisa hacía que todo lo demás mereciera la pena, que todas mis preocupaciones se desvanecieran por un instante.

—Rodri —le informé, sirviéndole un tazón de leche con galletas—, acuérdate de que esta tarde te recoge mamá en el cole.

Se quedó pensativo durante un instante.

—¿Este fin de semana me toca con ella? —preguntó, con la voz todavía atenuada por el sueño.

Estaba a punto de cumplir diez años y había asumido la separación y el régimen de custodia compartida con bastante naturalidad. Era un niño muy maduro para su edad. Nosotros, sus padres, estábamos haciendo un esfuerzo para que nuestro hijo se sintiera integrado en sus nuevos núcleos familiares. Lo complicado era la manera de llevarlo a cabo. La organización. Y también que Mario, el novio de Bárbara, no era santo de su devoción.

—Sí —le animé—, seguro que tenéis algún plan chulo para el finde.

—Es que es un rollo andar cambiando de casa todo el rato —se quejó.

—Lo sé, cariño. Pero los dos te queremos mucho y queremos pasar todo el tiempo que podamos contigo.

—Lo entiendo, pero es un rollo —resopló.

Después de dejar a Rodri en el cole, me fui directo a la redacción. Normalmente vuelvo a casa para desayunar con Carolina y disfrutar de un ratito de intimidad, pero hoy no tenía ganas, ni fuerzas. No después de que volviese a llegar tarde anoche y de su actitud durante las últimas semanas.

—Hola, Mercedes, ¡qué guapa estás hoy!

—Ay, Rodrigo —se rio—. ¿Cómo estás, cariño?

—Mejor desde que te he visto —contesté, esforzándome por sonar alegre.

—Anda…, ¡qué vacilón eres!

Mercedes, la secretaria, ya estaba en Crónica cuando llegué en 1999. Yo creo que le deben de quedar unos cinco años para jubilarse, aunque su vitalidad y energía siguen intactas desde el primer día. Todo el mundo la adora, hasta los jefes. Me dirigí hasta la sala donde estamos ubicados los redactores del suplemento dominical. Al fondo a la derecha. Como los baños. Así se nos considera en la redacción, como el equipo de segunda división. Ningún redactor querría formar parte de la plantilla del suplemento. Yo tampoco quería, pero ahora soy uno de ellos y, aunque el trabajo carece de prestigio, tengo que reconocer que mi jefe es muy competente y mis compañeros, agradables. Al menos eso.

Aquella mañana, Daniel, el director del suplemento, un tipo serio y metódico, estaba dando instrucciones a David para que corrigiera algunos párrafos del artículo sobre la persecución de Hitler a los escritores alemanes en cuanto llegó al poder, que publicaría esa semana.

—¡Rodrigo! —dijo, dejando el artículo de David y acercándose a mi mesa—. ¡A ti quería yo verte!

—¿A mí? —pregunté extrañado.

—A ti te gustan los deportes, ¿verdad?

—Eh… Bueno, me gusta verlos —solté una risilla avergonzada—, y de vez en cuando me doy una carrerita o una vuelta en bici, pero poco más.

—Pero te gustan —dijo con picardía.

No sabía adónde quería ir a parar, pero tratándose de Daniel, podría ser cualquier locura. En los casi dos años que llevaba en el dominical, nos había propuesto los reportajes más descabellados, aunque tengo que reconocer que algunos habían sido bastante divertidos. Fonseca es un director dialogante, accesible y sabe cómo motivar a su equipo.

—¡Lo sabía! —exclamó, triunfal—. Pues tengo un reportaje perfecto para ti. ¿Te acuerdas de Paula Llorente?

«Paula Llorente», repetí para mis adentros… «Claro, cómo no iba a acordarme». Sin esperar respuesta, Daniel continuó:

—Dentro de cuatro meses se cumplen dos años de su desaparición.

—¡Joder! —exclamé—, ¿ya han pasado dos años?

Asintió.

—La traumática muerte de una de las tenistas españolas más importantes del mundo —continuó—. ¿No crees que a la gente le interesaría que volviéramos a hablar de ella?

—La verdad… —reflexioné un instante—, la verdad es que no me suena haber leído o escuchado algo de Llorente en los últimos tiempos, y eso que se lio una buena cuando desapareció. No llegaron a encontrar el cuerpo, ¿verdad?

—¿Ves como te interesa? —Me guiñó un ojo—. Anda, mira a ver cómo quedó aquella investigación, qué tal anda la familia y, sobre todo, intenta averiguar qué coño hacía nadando aquel día en la Costa Brava con un temporal de lluvia y viento.

—Sí…, claro, no es mala idea. Podría intentar darle una vuelta, aportar algo nuevo…

—Estupendo. —Me palmeó la espalda y, poniéndose serio, añadió—: Ya sé que no hace falta decirlo, pero intenta no remover la mierda y evita caer en el morbo fácil. No especulemos, ¿vale?

—No te preocupes, Daniel.

—Ah, y tómate tu tiempo, que hay mucha tela que cortar.

—Gracias, Daniel.

—No me las des.

Y, tal como había llegado, desapareció en su despacho.

«Paula Llorente»… Su muerte había supuesto un shock para la sociedad española. Durante aquellos días no se hablaba de otra cosa. Tanto que hasta yo, a pesar de mis problemas personales y con el ERE pendiendo sobre nuestras cabezas, estuve pegado a las noticias. Como el resto del país.

Casi dos años antes Paula Llorente desaparecida

 

 

 

 

 

Al salir de la ducha, escuché su nombre al unísono en la televisión y la radio, y el tono apremiante de los reporteros me alarmó enseguida. «Paula Llorente, la tenista Paula Llorente…». Apagué la radio y, en toalla y con el pelo todavía goteando, me quedé plantado delante del televisor. En todas las cadenas estaban hablando de lo mismo. Elegí uno de esos programas típicos de la mañana en los que cabe todo: información, tertulia política, sucesos, riñas vecinales, cotilleos, inclemencias meteorológicas… Las noticias todavía eran confusas, señalaba la presentadora con aire preocupado. Lo que sí se sabía en aquel momento era que Paula Llorente, la mejor tenista de la historia de nuestro país, llevaba en paradero desconocido desde el lunes a mediodía. Hoy era miércoles.

«La tenista estaba pasando unos días de relax en la Costa Brava y, según fuentes cercanas al caso, la mañana del lunes, a pesar del mal tiempo, había salido a nadar», continuó la veterana presentadora, reina indiscutible de las mañanas. «Un vecino ha dado la voz de alarma al ver que no regresaba a casa y, desde entonces, varios efectivos de la policía la están buscando por tierra, mar, y aire. Hasta el momento, la única pista son varias prendas de ropa pertenecientes a Paula encontradas junto a la orilla en la cala del Rincón de los Hombres».

«Uy», pensé, «qué mala pinta». La presentadora, a cuya derecha había aparecido una foto de archivo de Paula sonriente, pasó a relatar que cada año mueren más de cuatrocientas personas ahogadas en nuestro país por causas muy diversas: pérdida de conocimiento, traumatismos, fatiga, desorientación, falta de vigilancia en playas y piscinas… No sería tan extraño, pensé, si no se tratara de una deportista de élite. Vale que ya estaba retirada, pero todavía era joven y, por lo que se sabía, tenía buena salud.

Cambié de canal. En otro programa similar al que acababa de abandonar, estaban hablando del estado del mar el día que desapareció Paula. Parece ser que en esa zona hubo marejada con mar de fondo del noroeste y olas de dos metros, además de chubascos esporádicos y fuertes rachas de viento. No parecía la mañana ideal para salir a nadar, desde luego. Consulté fugazmente los periódicos digitales y casi todos llevaban a su portada la desaparición de la tenista Paula Llorente. En ese momento fui consciente de que iba a llegar tarde a mi clase de inglés, así que dejé el teléfono y encendí la radio mientras me vestía. En una prestigiosa emisora se habían juntado en torno a un veterano locutor los cinco tertulianos de cabecera, aquellos que presumen de ser expertos en cualquier materia. Lo mismo analizan con detalle la última sentencia judicial de un político condenado por corrupción que te dan las claves del deshielo del casquete glaciar groenlandés. Resulta que ese día también eran especialistas en psicología, criminología, meteorología y todas las ciencias habidas y por haber. Se habla mucho del sensacionalismo de la televisión, pero la radio no se queda corta. Uno de ellos, directamente, la dio por muerta. «Tras casi cuarenta y ocho horas desaparecida y con estas condiciones climatológicas…, solo nos queda transmitir el pésame a su familia». Soy periodista, y si algo me ha enseñado mi profesión es que hay que ser prudente y respetuoso. Este señor había metido la pata hasta el fondo, porque, aunque muchos pensáramos lo mismo que él, nadie debería ser tan torpe como para verbalizarlo en un medio de comunicación. Me imaginé a los padres o los hermanos de Paula escuchando la radio en ese preciso instante, y se me encogió el corazón. Por muy mal que pintara la cosa, se supone que la esperanza es lo último que se pierde. Al menos podrían tener la decencia de no arrancársela de cuajo. Otro tertuliano insinuó que la extenista estaba atravesando un mal momento personal. «Yo había oído que estaba deprimida, que no quería saber nada de nadie». Ese comentario sirvió para espolear a otro de los que participaban en el coloquio: «Hay deportistas que no saben qué hacer con su vida después de la retirada y caen en un agujero». «Menudos carroñeros», pensé. Seguramente, ninguno de ellos conocía a Paula ni al entorno de Paula. Probablemente, todos ellos ignoraban el día a día de Paula Llorente, a qué se dedicaba tras poner punto final a su carrera o su estado de ánimo en los últimos tiempos. En definitiva, hablar por hablar, emitir un juicio sin tener ni puñetera idea.

No había terminado de arreglarme cuando vibró el teléfono. Adiviné quién era antes de cogerlo.

—Hola, chato, ¿qué tal?

Me reí.

—Hola, Chato —dije.

A José todo el mundo le llamaba Chato, porque él llamaba «chato» a todo el mundo. Y Chato estaba encantado con su mote. Tanto, que había empezado a firmar así desde hacía unos cuantos años, en plan seudónimo.

—¿Te has enterado de lo de Paula Llorente? Joder, qué mala pinta tiene, ¿no te parece? ¿Tú crees que se ha ahogado o que se ha suicidado? Porque…

—No tengo tiempo ahora, Chato —le interrumpí—. Me tengo que ir pitando a clase de inglés y no he terminado de vestirme todavía. Luego hablamos.

Una patada por debajo de la mesa

 

 

 

 

 

Me até los cordones de las botas, agarré el abrigo y salí pitando. Tengo turno de tarde, pero como soy consciente de lo importante que es tener cierta disciplina, por las mañanas alterno entre el gimnasio y las clases de inglés.

—Señor Rodrigo, ¡buenos días! —me saludó Mauricio, mi portero, dándole una profunda calada a su cigarro—, ¿cómo va todo?

—Bien, muy bien, Mauricio, gracias. ¡Me voy pitando!

—¿A sus clases? —me sonrió.

—Sí —contesté, saliendo a toda prisa—. ¡Hasta luego!

—Hasta luego, señor —dijo apurando el cigarro—. ¡Que aprenda mucho!

Mauricio se pasaba más tiempo fuera, en la puerta, que dentro del edificio. Siempre tenía una palabra amable o un chiste malo que contar. Se sabía la vida de los inquilinos de memoria.

Me gusta vivir donde vivo: en el barrio de Prosperidad. Ya solo el nombre transmite bienestar, esperanza, felicidad. Aquí nací, aquí crecí y aquí me quiero morir. Solo abandoné el barrio durante los años de mi matrimonio con Bárbara, y lo eché de menos cada uno de aquellos días. Es cierto que nunca había dejado de venir, porque aquí residen mis padres y varios de mis mejores amigos. Este barrio comenzó a gestarse a mediados del siglo XIX, cuando esta zona era tierra de cultivo en la que trabajaban campesinos y ganaderos en busca de un futuro próspero, nunca mejor dicho. Se fueron levantando las viviendas, normalmente a cargo de maestros de obra o incluso autoconstruidas por sus propietarios. En la Prospe hay calles estrechas, con árboles frondosos que a veces impiden el paso de la luz. Existen multitud de comercios, plazas, iglesias, cines, restaurantes… y, sobre todo, están sus gentes. Personajes heterogéneos, variopintos, jóvenes y mayores, españoles e inmigrantes, a los que les gusta vivir el barrio, conocerse entre ellos, hablar de cualquier cosa.

Es un barrio humilde y solidario. Si a las tres de la madrugada una mujer grita diciendo que el niño tiene hambre, estoy convencido de que serían muchos los que acudirían en su auxilio. Aquí, la gente se interesa por lo que le pasa al vecino y quiere ayudar. Gente trabajadora, fundamentalmente.

Por supuesto, llegué tarde, lo que me granjeó una mirada severa de la profesora. Me senté en mi sitio e intenté seguir la clase con atención, pero no dejaba de recibir mensajes de amigos y conocidos preguntando por la extraña desaparición de Paula Llorente, como si el mero hecho de ser periodista le garantizase a uno tener siempre información jugosa o relevante en exclusiva. Guardé el teléfono. Sin embargo, no podía concentrarme. Inevitablemente, mi mente estaba ocupada por la noticia que mantenía en vilo a buena parte del país. Qué fuerte. Paula Llorente, una mujer joven y exitosa, estaba desaparecida. Empecé a dar vueltas a la cabeza. Intenté recordar si yo mismo había vivido alguna experiencia traumática en el mar en la que hubiera temido por mi vida. Una tía mía falleció en la playa en extrañas circunstancias, pero eso ocurrió antes de que yo naciera. En lo que a mí respecta, como mucho un mal rato causado por una ahogadilla de algún amigo un poco cabroncete durante la adolescencia. Mi relación con el agua siempre ha sido de mutuo respeto, no se me habría ocurrido jamás meterme en un mar revuelto… ¿Por qué saldría a nadar Paula con tan mal tiempo? Al final no conseguí aguantar y, con disimulo, consulté la web de mi periódico. Después de lo que había escuchado en la radio, quería saber cómo estaban tratando el tema en Crónica. Cuando suceden estas desgracias, hasta el medio más serio corre el riesgo de caer en el sensacionalismo que, básicamente, consiste en producir sensaciones, emociones o impresiones en el lector persiguiendo un interés meramente comercial. En Crónica solemos ser bastante escrupulosos en el tratamiento de esta clase de noticias, pero en los últimos tiempos yo había percibido cierta tendencia a exagerar o incluso manipular en busca del clic fácil. Basta con colocar un titular irresistible en la web para provocar la curiosidad del usuario, que acaba pinchando en la noticia instantáneamente. Eché un vistazo y comprobé aliviado que, en esta ocasión, mis compañeros habían sido rigurosos y se habían limitado a narrar los hechos ya contrastados, sin especulaciones y huyendo del amarillismo. Como debe ser. Muchas páginas web viven única y exclusivamente de alimentar el morbo de la gente, esa necesidad vital de ver, oír, sentir o interactuar con lo que socialmente se cataloga como prohibido. Y lo mismo pasa con ciertos programas de televisión, que desde hace unos cuantos años se dedican, fundamentalmente, a bucear en las miserias de los famosos de nuestro país.

Después de casi dos horas de clase de inglés, regresé a casa caminando a paso ligero. No me había dado tiempo a desayunar y tenía un hambre canina. Estábamos a finales de marzo, a principios de primavera, una estación cambiante e imprevisible. Ese miércoles estaba resultando un día ventoso, con el sol escondido a ratos detrás de los edificios más altos de la ciudad. Al pasar por un mercado callejero se me hizo la boca agua viendo los productos de temporada: fresas, alcachofas y sabrosos tomates. Compré lo necesario para un almuerzo nutritivo: una gran ensalada con rúcula, tomate, atún, nueces, aguacate y pollo, con un aliño de aceite de oliva y vinagre balsámico.

Al llegar a casa, me preparé con esmero la ensalada, abrí una cerveza y me senté a comer delante de la tele. Quería conocer las últimas novedades de la desaparición de Paula Llorente. En ese momento, en el informativo de mediodía estaban realizando un perfil de la tenista española, recordando sus grandes éxitos en las pistas.

El palmarés de Paula era asombroso:

Cuatro veces ganadora de Roland Garros.

Dos Open de Australia.

Tres Abiertos de Estados Unidos.

Dos Copas Federación (equivalente a la Copa Davis en categoría masculina).

Plata en los Juegos de Pekín en 2008.

«Fue número uno del mundo durante casi dos años y casi siempre se mantuvo entre las diez mejores jugadoras del circuito». El presentador desapareció de la pantalla y empezaron a desfilar imágenes y vídeos de los mejores momentos deportivos de Llorente. «Además, conquistó más de cincuenta torneos a lo largo de sus quince temporadas como profesional. El único Grande que se le resistió fue Wimbledon. Tradicionalmente, la hierba londinense es territorio hostil para los tenistas españoles, aunque algunos como Santana, Nadal o Conchita Martínez han conseguido levantar el preciado trofeo en el All England Club, vestidos de blanco impoluto».

Consulté las redes sociales (fundamentalmente Twitter) y comprobé que la noticia había generado un terremoto informativo no solo en nuestro país, sino en el mundo entero. Paula era conocida y admirada en todos los territorios donde el tenis era un deporte de referencia, como, por ejemplo, en Francia. Llorente se había ganado el apelativo de «la reina de París» durante muchos años por sus grandes triunfos en la capital gala. Y su gran rival histórica era francesa: Mery Courtemanche. Su apellido significa «manga corta» (siempre me hizo gracia). Era una jugadora brillante, muy competitiva y con muy mala leche. ¡Cómo disfruté cuando a Mery le tocó morder el polvo en dos finales de Roland Garros frente a Paula! ¡Menudas batallas!

Siempre me ha gustado el tenis, así que, hasta cierto punto, había seguido la carrera de Llorente. Sabía que se había retirado hacía un par de años, con treinta y dos recién cumplidos. «Demasiado pronto», pensé cuando lo hicieron público. En nuestro tiempo, los tenistas profesionales suelen seguir jugando hasta los treinta y cinco o treinta y seis, pero daba la impresión de que acabó completamente agotada y hacía tiempo que había perdido la ilusión por el tenis. Supongo que no es fácil convivir con la presión de ser siempre una de las favoritas, de tener que ganar casi por obligación cada partido o cada torneo. Y eso sin contar con la rutina de un deportista de élite. Los tenistas viajan prácticamente todas las semanas cuando están inmersos en la temporada. Más o menos, unos cien mil kilómetros al año. ¡Es como dar la vuelta al mundo tres veces! Y así, temporada tras temporada. Cualquiera acabaría exhausto.

Paula Llorente había desaparecido en Sant Antoni de Calonge, una pequeña localidad costera situada en la provincia de Gerona, en la comarca del Bajo Ampurdán. Por lo que yo estaba escuchando en la tele, nadie sabía muy bien qué estaba haciendo Paula allí. Se rumoreaba que escogió ese pueblo como retiro espiritual durante unas semanas, o quizá unos meses. Había alquilado un piso en una urbanización cercana a la playa y vivía sola. Paula Llorente nunca se había casado ni había tenido hijos. Se le habían conocido varias relaciones sentimentales a lo largo de los años, aunque siempre había procurado ser discreta. Cuando era muy joven, salió con un jugador italiano muy guaperas, Fabio Caruso, y durante mucho tiempo corrió el rumor de que estaba liada con su entrenador, el francés Boisson, pero ella nunca lo confirmó. Odiaba ser un personaje público, detestaba verse en las páginas de las revistas del corazón y aborrecía la persecución de los fotógrafos y las cámaras de televisión. Desde su retirada, había hecho acto de presencia en contadas ocasiones y siempre había procurado mantenerse en segundo plano. Recuerdo haberla visto en el torneo de tenis que se celebra en el mes de mayo en Madrid o en algún acto benéfico, pero poco más. Supongo que ese misterio en torno a la vida actual de Paula era lo que estaba alimentando el interés y el morbo de todos.

Las televisiones reaccionaron rápido: a mediodía todas las grandes cadenas del país tenían equipos desplazados a Sant Antoni de Calonge, situada a unos cien kilómetros de Barcelona. En la tele de nuestros días hay algo que prima por encima de todo: el directo. En todos los canales de televisión pasaban constantemente del plató al bombardeo de imágenes y sus reporteros in situ, que informaban desde distintos puntos con rótulos impactantes cubriendo gran parte de la pantalla. Por la mañana, programas en directo. Y por la tarde, más programas en directo. Apenas aportan datos nuevos, se limitan a repetir lo mismo durante horas y horas, pero, si te descuidas, te atrapan. La desaparición en condiciones misteriosas de una estrella como Paula Llorente les aseguraba varias semanas con un notable éxito de audiencia, fuera cual fuera el desenlace. En España se llevan las tragedias y los dramas, qué le vamos a hacer. Un pastel a repartir que se llevará el que mejor sepa vender la historia. Y precisamente por este motivo tenían que estar al pie de la noticia, con todos los recursos disponibles. El equipo de trabajo básico es desplazar a un periodista y un operador de cámara al lugar de los hechos. También existe la figura del productor de televisión. Aquella persona responsable de organizar los recursos humanos y técnicos, que resuelve los problemas que puedan surgir durante la cobertura y que tiene el control del presupuesto del programa. Muchas cadenas optan por enviar a varios equipos a cubrir la noticia. Al fin y al cabo, ese contenido será la piedra angular de diversos programas durante bastantes días, y también tendrá un papel protagonista en los informativos. Ya estaban todos allí. Las mujeres reporteras, micrófono en mano, ganaban por goleada a los hombres. Ellas están muy bien consideradas en el mundo de la tele: se han ganado a pulso la fama de eficientes y trabajadoras.

 

 

Después de comer, evité que la pereza se apoderara de mí y rápidamente me fui a trabajar. Al entrar por la puerta, como siempre, me recibió el saludo afectuoso de Mercedes:

—Hola, Rodrigo, buenas tardes, ¿has comido bien?

Desde que me divorcié, ella mostraba su sincera preocupación por mi alimentación.

—Una ensalada riquísima —respondí guiñándole un ojo.

Mercedes habrá visto de todo en el periódico, y es la persona más discreta y fiel que conozco. Ya puedes intentar sonsacarle información durante horas sobre algún asunto turbio que Mercedes no dirá ni mu.

Dejé la chaqueta en el perchero y me senté en mi sitio, una mesa amplia que compartía con otros dos compañeros en la sección de Cultura. Este es un momento de transición en la redacción del periódico: unos ya se han ido, otros regresan tras la comida y los del turno de tarde empezamos nuestra jornada. Mientras el ordenador arrancaba, fui por una infusión. En la cocina de la redacción hay ambiente a cualquier hora, y ese día los periodistas de todas las secciones estaban comentando la noticia del momento. Por supuesto, había varias teorías, cada cual más enrevesada y oscura. Carlitos, de Sucesos, estaba convencido de que a Paula Llorente la había raptado la mafia rusa. José Ángel, que normalmente escribía en las páginas de Ciencia y Salud, apostaba por la teoría del suicidio. Todos discutían airadamente para defender la suya. Me serví una manzanilla y me quedé un rato escuchando, pero no dije nada.

En ese momento me alegré de no ser yo el responsable de elegir la portada del periódico de mañana. Imagina que salimos a toda página con la desaparición de Paula Llorente y resulta que a las ocho de la mañana del día siguiente aparece viva… o muerta. En ese caso, la portada no tendría vigencia ninguna y ofreceríamos una noticia completamente desactualizada durante todo el día. En la web eso puede cambiarse fácilmente en unos segundos, pero en las ediciones impresas hay que ir con pies de plomo. A veces es mejor no arriesgar y optar por otros asuntos de interés general para la edición de papel que se vende en los quioscos. El caso es que los dejé discutiendo y regresé a mi mesa. Tenía bastante trabajo por hacer. Debía redactar un artículo sobre la afluencia a los museos españoles, que, según los datos que acababa de recibir, había aumentado ligeramente en los últimos dos años, siendo el Prado el más visitado con diferencia. Así que me puse manos a la obra. Antes, estaba redactando un e-mail para la jefa de prensa del nuevo ministro de Cultura solicitando una entrevista, cuando noté una patada por debajo de la mesa.

—¡Joder! —exclamé—, ¿te has vuelto loco?

Nacho, mi compañero en Cultura, me sonrió y me indicó que mirara hacia la puerta. Casi se me para el corazón. Carolina, la joven promesa del periodismo político de Crónica, acababa de llegar a la redacción. Tenía a toda la plantilla masculina revolucionada, ya que, además de joven y guapa, estaba demostrando ser una gran profesional. No llevaba ni un año trabajando en Crónica, pero ya había probado sobradamente que tenía cualidades para dedicarse a esto. Se mueve como pez en el agua por los pasillos del Congreso, y sabe ganarse la confianza de los diputados y senadores, que acaban revelándole datos de altísimo interés periodístico. Es una chica alta, delgada, de pelo castaño y ondulado, de nariz fina y amplia sonrisa. Tiene una personalidad arrolladora. De momento, estoy siendo discreto. No tenemos una relación cercana. Cuando coincidimos en la redacción (ella entra y sale constantemente), Carolina me saluda con simpatía, comenta fugazmente algún artículo mío o, en ocasiones, directamente pasa de largo. Es una moneda al aire. Me pregunto si estará soltera. Yo intentaré jugar mis cartas con inteligencia. Ya pensaré el modo de acercarme a ella progresivamente.

—¡Hola, chicos! —dijo al pasar por delante de nuestra mesa—. ¡Buenas tardes, Rodrigo! ¿Todo bien?

—Ho…, hola —dije—. Sí, todo bien, gracias. ¿Tú?

Noté que me estaba poniendo como un tomate y Nacho empezó a reírse por lo bajo. Yo no le había dicho a nadie que me gustaba, pero, por lo visto, era imposible ocultarlo.

—¿Conseguiste la entrevista con el ministro de Cultura?

—Eh… —me aclaré la garganta—, estoy redactando el e-mail para su jefa de prensa.

—Dile que vas de mi parte, que la conozco bastante. Ya verás como te cita pronto.

—Ah, pues… muchas gracias.

Me lanzó una sonrisa antes de seguir hacia su mesa y yo noté cómo empezaba a derretirme. Nacho seguía riéndose y dándome pataditas por debajo de la mesa, así que intenté cambiar de tema.

—Oye, Nacho, ¿a quién hemos mandado a lo de Paula Llorente?

—A Edu, de Deportes —contestó—. Aunque creo que también se van a acercar Marc y Alberto desde Barcelona.

Marc era un redactor de nuestra delegación en Cataluña que valía para un roto y un descosido. Un periodista polivalente, un currante de nuestro periódico que también participaba en alguna tertulia de la televisión autonómica catalana. Alberto era un veterano fotógrafo que llevaba colaborando con Crónica desde 1989, primero en Madrid y después en Barcelona. La desaparición de Paula Llorente era una noticia bomba, y en el periódico debíamos estar a la altura.

En ese momento, alguien pidió silencio y subieron el volumen de uno de los varios televisores que tenemos colgados en la redacción. Comenzaba la comparecencia del jefe del Grupo de Desaparecidos de la Policía Nacional. Toda la redacción estaba pendiente de las palabras de Pedro Herranz, que confirmaba la desaparición de Paula y la calificaba de alto riesgo.

«Fue vista por última vez aproximadamente a las 12:00 horas del lunes 19 de marzo. Un vecino se cruzó con ella cuando abandonaba la urbanización donde estaba residiendo, en la avenida de Andorra, en Sant Antoni de Calonge. Iba vestida con una sudadera gris, pantalón corto y deportivas, y llevaba una toalla en la mano. Fue el propio vecino de Paula Llorente quien dio la voz de alarma mediante una llamada a los Mossos d’Esquadra el martes 20 de marzo sobre las 21 horas».

Era una comparecencia sin preguntas, en la que los periodistas lo único que podían hacer era poner el micro y escuchar. Si hay algo que nos moleste a los plumillas es no poder preguntar nada en un canutazo o una rueda de prensa (un canutazo es una declaración improvisada de un personaje, por ejemplo, a la salida de un juzgado o en una zona mixta de un estadio de fútbol). Herranz aclaró que el hecho de que estuvieran trabajando juntas la policía judicial y la científica era por protocolo, y no porque se tratase de una desaparición violenta. Finalizó su intervención asegurando que la familia se encontraba animada y esperanzada, confiada en poder encontrar a Paula con vida.

La familia Llorente

 

 

 

 

 

La tranquilidad de Sant Antoni de Calonge, un pequeño pueblo de la Costa Brava, se había roto de repente. Los vecinos habían salido a trabajar, a pasear o a hacer sus recados como un miércoles cualquiera, pero el ambiente era muy distinto. En esta época del año viven unas nueve mil personas en Sant Antoni de Calonge. Su gran seña de identidad es un largo paseo marítimo de más de cuatro kilómetros que cuenta con restaurantes, hoteles y tiendas. Desde hace unos años, se ha convertido en uno de los destinos turísticos más visitados de Cataluña durante el verano por ser un sitio familiar, con un clima agradable y con una excelente oferta gastronómica. La playa principal es de arena dorada y fina y el agua no está excesivamente fría. Existen otras playas que bordean el litoral, calas rocosas y apartadas, ideales para los que buscan intimidad y un baño tranquilo. Incluso hay varios rincones con denominación de «playa nudista». A todas estas playas alternativas se accede por un camino escarpado que cuenta con unas vistas asombrosas, el Camí de Ronda. Precisamente en una de estas calas desapareció el lunes Paula Llorente: la cala del Racó dels Homes. La Policía y los Mossos d’Esquadra habían acordonado la zona. En el mar, un despliegue de lanchas, motos de agua y buzos, con la participación del Grupo Especial de Operaciones (GEO) y del Grupo de Rescate Acuático de los bomberos. Dos embarcaciones de la Armada, provistas de alta tecnología, rastreaban el mar desde primera hora de la mañana. Y un helicóptero sobrevolaba la cala y los alrededores. El operativo de rescate lo estaban llevando a cabo unos cuarenta profesionales, y también contaban con perros rastreadores. Los agentes que se encontraban en tierra buscaban cualquier indicio sobre el paradero de Paula, y también interrogaban a varios posibles testigos. Mientras, los medios de comunicación se esforzaban por obtener declaraciones de los habitantes de Sant Antoni, pero casi nadie abría la boca. Para empezar, porque casi nadie había visto a Paula. La mayoría ni siquiera sabía que estaba pasando una temporada allí. También sospechaba que a los calonginos les seducía poco todo aquel circo mediático que se había formado de repente. Estaban incómodos ante la presencia de tantas cámaras, fotógrafos y periodistas. Y todavía no imaginaban la que se les venía encima: pronto añorarían la calma y la tranquilidad de siempre.

Empezaban a trascender los primeros datos de la investigación. Por el momento, todo eran filtraciones, nada oficial. Se sabía que Paula había caminado desde su casa hasta la cala. Había dejado sobre una roca una toalla, una sudadera, una camiseta, un pantalón corto, unos calcetines y unas zapatillas. Las llaves de su apartamento se encontraban dentro de las deportivas, escondidas junto a los calcetines. Pero no había ni rastro de la extenista. Todas las hipótesis continuaban abiertas. La más probable: muerte por ahogamiento. Las condiciones climatológicas del lunes a mediodía eran bastante complicadas, y Paula Llorente pudo haber sufrido algún percance que acabara provocándole la muerte.

Los padres de Paula habían viajado de Madrid a Gerona a primerísima hora de la mañana, en el AVE de las siete. Gabriel, Alejandro y Marta, los hermanos de Paula, también iban en ese tren. Carlos no había podido acudir junto al resto de la familia porque estaba regresando de un viaje de negocios en el extranjero.Habían dormido poco aquella noche, dándole vueltas a todo. Cuándo fue la última vez que la vieron. Cuál fue la última conversación que mantuvieron con ella. Qué le podría haber sucedido en aquella cala de la Costa Brava. Ana, la madre de Paula, se había pasado el viaje en tren rezando, para exasperación de Marta, la más pragmática de los hermanos.

A su llegada a la estación de Gerona, sobre las diez y media de la mañana, los estaban esperando dos cámaras de televisión. Había pocos medios de comunicación porque se acababa de conocer la noticia y los demás no habían tenido tiempo de reaccionar.

—¿Cómo está la familia? ¿Tenéis esperanzas de encontrar a Paula?

Preguntas que obtuvieron una respuesta lacónica y en voz baja de Gabriel, sin levantar la mirada del suelo:

—Gracias.

Los cinco caminaban muy serios, todos juntos. Alejandro agarraba a su madre del brazo y Gabriel y Marta iban cogidos de la mano. Don Francisco, un militar de alto rango retirado, estricto y autoritario, parecía el más afectado. Los escoltaban dos agentes de la Policía, los mismos que los trasladarían en un furgón hasta Sant Antoni de Calonge.

Llegaron a la cala del Rincón de los Hombres pasadas las once de la mañana. Allí sí había un revuelo mediático enorme. Cámaras, fotógrafos y reporteros se abalanzaban sobre ellos buscando un gesto o una palabra de los padres o los hermanos de la extenista. Esta vez, habían sido menos respetuosos y cuidadosos que anteriormente en la estación de Gerona, pero la policía les hizo cruzar el cordón de seguridad rápidamente.

La familia de Paula estaba descubriendo el lugar donde ella había desaparecido. A los padres les costó lo suyo acceder hasta aquella cala rocosa y poco frecuentada por los bañistas. Para colmo, el calzado que llevaban no era el más adecuado. Ese día, el mar estaba en calma, como si permaneciera dormido. Las aguas no tenían apenas fuerza para dibujar una ola, salvo las que provocaban las embarcaciones que buscaban a la tenista desaparecida. Un panorama muy distinto al de hacía dos días: un lunes nublado, ventoso y con el mar encabritado. Doña Ana no pudo evitar derramar algunas lágrimas sobre el hombro de su marido, imaginando la angustia que sufriría su hija al encontrarse en una situación tan comprometida. Gabriel se acercó a la roca más grande junto a un agente de policía, que parecía indicarle el lugar exacto donde habían encontrado la ropa de Paula. Alejandro hablaba por teléfono con alguien. Marta se había apartado del grupo y miraba al infinito, con las manos atrás, cogidas, buscando alguna respuesta a la desaparición de su hermana.

—No me creo que esto esté pasando, Álex.

—Marta, no podemos venirnos abajo. Que papá y mamá nos vean fuertes.

La portada del Crónica

 

 

 

 

 

En la redacción de Crónica se celebran hasta tres reuniones diarias. La primera, a las diez de la mañana, donde se repasan la agenda del día y las previsiones. En ella están presentes el director, los directores adjuntos y los jefes de sección. También se corrigen los errores en la edición del día anterior, lo que significa que suele haber broncas, gritos y reprimendas. Si el destinatario de la bronca ha sido tu jefe de sección por un artículo desafortunado, una información no contrastada o simplemente por una metedura de pata en su área, la gran bronca va a ir a parar finalmente al redactor de turno. La segunda reunión del día se produce a la una de la tarde. Es una reunión de la sección de Opinión, que tiene un peso fundamental en cualquier periódico. En ella se deciden los temas sobre los que se va a hablar en los artículos y editoriales. La última, por la tarde, es la más importante. A ella acuden todos los jefes para decidir, entre otras cosas, cuál va a ser la portada del día siguiente.

Aquel día, Ignacio Aguirre llegó un poco más tarde que de costumbre a la redacción. Suele suceder cuando el director tiene una «comida de trabajo». En realidad, son encuentros informales con gente influyente de la política o los negocios en el reservado de algún restaurante de lujo de la capital. Mientras disfrutan de unos apetitosos manjares y un vino carísimo, discuten sobre los temas de actualidad del país y, sobre todo, ponen a parir a quien se tercie. La ingesta de alcohol provoca que se les suelte la lengua, y alguno raja más de lo debido cuando llegan a los postres. Aguirre suele comer con ministros, banqueros o presidentes de grandes empresas. Curiosamente, el único que se le ha resistido en los últimos años es Rafa Nadal, que no tiene ni tiempo ni ganas de almorzar con el director de nuestro periódico. A los poderosos les conviene llevarse bien con Aguirre.

Todos los periodistas de todas las secciones estábamos en ascuas. Al fin y al cabo, Crónica es el tercer diario más leído en España y la web tiene una media de dieciséis millones de usuarios únicos al mes, lo que nos convierte en un medio de comunicación verdaderamente influyente. Aguirre lleva once años dirigiendo Crónica. Si preguntas en la redacción, algunos te dirán que es uno de los mejores periodistas de este país. Inteligente, culto, intuitivo, trabajador, perspicaz, valiente, sagaz… Pero otros le señalarán como un tipo con una ambición desmedida, un mentiroso compulsivo, déspota, arisco, altivo, desagradable… Aguirre nunca da la enhorabuena a nadie por una exclusiva o un artículo brillante. Da por hecho que ese es tu trabajo y por él se te paga religiosamente todos los meses. Su relación con los periodistas de la redacción es muy distante. Apenas conoce nuestros nombres, no sabe si estamos casados, cuánto tiempo llevamos trabajando allí o cuáles son nuestras inquietudes. En cualquier caso, pocos son los que se atreven a llevarle la contraria, así que la portada del día siguiente dependía completamente de él.

Una hora más tarde, los jefes de las diferentes secciones empezaron a abandonar el despacho de Aguirre, señal de que la reunión había terminado. Íñigo Maristany, el jefe de Cultura, se acercó hasta nuestra mesa.

—¿Y? —pregunté—. ¿Abren con Llorente o no?

Maristany negó con la cabeza.

—Sesenta años de progreso, una década en crisis —dijo, engolando la voz.

—¿En serio? —preguntó Nacho—. ¿El sesenta aniversario del Tratado de Roma es la noticia más importante del momento?

—Han estado dudando si abrir a toda página con Llorente, pero a Aguirre le ha encantado la foto de familia en la Capilla Sixtina —contestó Íñigo Maristany, poniendo cara de póquer—. Dice que esa imagen de los veintiocho líderes con el papa Francisco tiene mucha fuerza.

—No jodas…

—Lo que dice Aguirre —dijo Maristany— va a misa.

Aguirre no se ha ganado el cariño de su redacción, pero sí la admiración y el respeto de todos. No solo por ser un periodista brillante, también por su capacidad de esfuerzo y sacrificio. Trabaja durante más horas que nadie. La luz de su despacho siempre permanece encendida, hasta muy tarde. A veces, más allá de la una de la madrugada. Y por la mañana es de los primeros en llegar. Por eso no soporta ni a los vagos ni a la gente sin sangre en las venas. Cuentan que, en una ocasión, Aguirre preguntó en una reunión: «¿Tenemos algo bueno para mañana?». Se hizo el silencio durante unos largos segundos, hasta que un redactor jefe respondió: «No tenemos nada interesante». En ese momento, el director explotó: «¿Me estáis diciendo que entre quince periodistas que estáis aquí presentes, más toda la redacción que tenéis a vuestra disposición, no sois capaces de encontrar nada interesante? ¿Nada?». Elevó muchísimo el tono, se levantó de su asiento, pegó un puñetazo encima de la mesa y sentenció: «Sois una mierda de periodistas». Ese día nadie abandonó su puesto de trabajo antes que él. Todos comenzaron a buscar noticias como locos, pero las primeras consecuencias no se hicieron esperar. Con las Navidades a la vuelta de la esquina, Aguirre decidió suprimir la tradicional cesta de Navidad que la empresa regalaba a todos sus empleados. Ese año no hubo jamón, ni turrones, ni cava. Un castigo que dolió mucho en la redacción.

—Pues yo hubiera apostado por Paula. Está todo el país patas arriba deseando encontrarla viva —respondió mi compañero Nacho.

En ese momento alguien pegó un grito y volvió a subir el volumen de los televisores.

—¡Eh, que va a hablar el hermano!

Giramos todos de golpe la cabeza en busca del televisor más próximo. Se trataba de Gabriel, el hermano mayor de Paula, un hombre alto y bien formado, de frente grande y despejada, que lucía una poblada barba minuciosamente arreglada. Tenía cuarenta y nueve años y era el dueño de una empresa de reciclaje de plásticos y un completo desconocido para la amplia mayoría de la población española, pero estaba a punto de convertirse en un rostro familiar. Como portavoz de la familia, su cara iba a empezar a aparecer en todos los programas informativos del país durante los próximos días si la investigación se prolongaba. Detrás de él, en un discreto segundo plano, estaba Alejandro, su hermano menor. Con cuarenta y seis años, era incluso más alto que Gabriel. Atractivo, con sentido del humor y con fama de conquistador durante su juventud, fue el primero en pasar por la vicaría. Era padre de tres hijos varones, uno de ellos mayor de edad. Trabajaba como empleado de banca. Un trabajo cómodo, no demasiado emocionante, pero que le llenaba lo suficiente.

 

 

Gabriel estaba serio, aunque se podía intuir su preocupación y nerviosismo. Nunca había visto tantos micrófonos alrededor de alguien. A las televisiones había que sumarles todas las radios, los periodistas de la prensa escrita y algunos medios de Internet, lo que provocaba una marabunta en torno al hermano de Paula Llorente. De fondo se veía la playa, la playa principal, la de arena, donde estaba situado el paseo marítimo. Deduje que ya no dejarían acercarse a la prensa a la cala del Rincón de los Hombres. En el programa de turno habían conectado ya en directo y los cámaras y reporteros se preparaban para escuchar al protagonista, que aguardaba con paciencia hasta que todo estuviera listo.

—¡Agacha la cabeza!

—¡El del micro rojo, que lo baje, coño!

Esas voces que se escuchaban a la espalda de los reporteros correspondían a los operadores de cámara, que detestan que los plumillas les ensucien el plano con sus cabezas o micrófonos de la competencia. Y suelen tener bastante mala leche. Alguien tenía que romper el hielo y formular la primera pregunta. Una chica se animó:

—Gabriel, buenas tardes, ¿cuáles son las últimas noticias que tenéis?

Él tosió dos veces y tomó algo de aire antes de arrancar:

—Bueno, lo primero de todo, daros las gracias por vuestra preocupación y el seguimiento que estáis realizando. La Policía nos dice que la hipótesis principal es que Paula fuera a nadar el lunes a mediodía y se encontrara con un mar muy complicado, con muchas olas y una fuerte corriente que pudo arrastrarla. Han pasado más de setenta y dos horas, lo sabemos, pero no perdemos la esperanza de que Paula esté viva, aunque quizá se encuentre en dificultades, malherida. Confiamos plenamente en el trabajo de toda la gente que está buscando a mi hermana. Y por supuesto, si alguien la ha visto o sabe algo de ella, por favor, que se ponga en contacto con la Policía.

Cuando finalizó la primera respuesta de Gabriel, tres periodistas expusieron su pregunta al mismo tiempo, pisándose unos a otros, lo que hacía prácticamente imposible entender alguna de esas cuestiones. Él optó por contestar a la última, la que había escuchado con más nitidez.

—¿Y por qué Paula fue a nadar con esas condiciones climatológicas? ¿Sabía la familia que Paula estaba pasando una temporada aquí, en Sant Antoni?

En realidad eran dos preguntas. La segunda, además, encerraba un cierto interés añadido para los que especulaban con un distanciamiento entre la extenista y su familia. Respondió de inmediato Gabriel:

—A ver, ella es una nadadora experta. Aparte del tenis, su otra gran pasión siempre ha sido el mar. Es más, ella ha afrontado largas travesías a nado en alguna ocasión. Y además conserva un gran estado de forma a pesar de haberse retirado del deporte de élite dos años atrás. Es cierto que no era el mejor día para lanzarse al agua, pero quiero pensar que ha podido superar todas las dificultades y está esperando a que la encontremos viva.

Se produjo un silencio de unos dos segundos.

—Ah, lo de la familia —retomó—. Por supuesto que lo sabíamos. Nuestra relación con ella es fantástica, obviamente.

Me dio la sensación de que Gabriel se había quitado de encima la pregunta con una respuesta estándar, ocultando los pormenores de esa misteriosa relación entre Paula y su entorno más cercano. Otra pregunta. Esta fue demasiado larga y confusa. Tan solo me quedé con que especulaba con la posibilidad de que Paula hubiera sido secuestrada o incluso hubiera huido.

—¿Que se haya ido voluntariamente? No, eso es imposible. Además, han comprobado sus tarjetas de crédito y no hay ningún movimiento. Su cartera, su documento de identidad, su teléfono móvil…, todo está en su casa. Y nadie la ha visto en la carretera, ni ha volado a ninguna parte… La opción del secuestro tampoco me cuadra, pero te juro que ahora mismo desearía que alguien nos llamase diciendo que tienen a Paula sana y salva. Lo demás se podría arreglar de cualquier manera.

Y añadió:

—Estamos destrozados, pero no vamos a perder la esperanza. Mi hermana tiene que aparecer.

—¿Paula estaba sola aquí en la Costa Brava?

—Sí —respondió cortante. Bueno, nos vamos a descansar, que mis padres son mayores. Gracias.

Y Gabriel se marchó apartando a la gente. Tenía los ojos empañados.

El vecino de Paula

 

 

 

 

 

Los agentes fueron a casa de Andreu Solé, el vecino que había denunciado la desaparición de Paula. Ya habían intentado interrogarle el día anterior, pero Solé había salido. Probablemente no estaría plenamente recuperado de su noche de juerga, pero necesitaban hablar con él cuanto antes. Había una persona desaparecida, y él era el único que podía arrojar algo de luz sobre el asunto. Paula no tenía amigos allí, nadie más la había visto ese día y, además, él había sido el que había denunciado la desaparición.

Andreu tardó varios minutos en abrir la puerta. Su aspecto era claramente mejorable. Vestía un chándal, estaba despeinado y probablemente necesitara una ducha urgentemente. Era un chico muy delgado, no demasiado alto, con el pelo largo hasta los hombros y varios tatuajes en los brazos. Los dos agentes de policía accedieron a la vivienda de Andreu con cautela, dando pasos pequeños. Observándolo todo, pese a que había poca luz. Casi todas las persianas estaban bajadas y la casa olía a cerrado. Había alguna lata de cerveza vacía sobre la mesa del salón y la cocina estaba sucia y desordenada, con platos y vasos apilados en el fregadero.

—Buenos días, señor Solé, ¿cómo se encuentra?

—He tenido resacas mejores —dijo estirándose—. Pero pasen, por favor. ¿Quieren tomar algo?

—No, muchas gracias. Tenemos algunas preguntas que hacerle.

—Permítanme un segundo —masculló mientras se levantaba rumbo a la cocina.

Su destino era el cajón de las medicinas. Se metió un pastillazo que los agentes no fueron capaces de identificar. Cuando volvió al salón, se dejó caer en el sofá soltando un bufido.

—Ustedes dirán.

—¿Cuándo vio a Paula por última vez?

—El lunes por la mañana. Sobre las doce aproximadamente.

—¿Habló con ella?

—Un poco… —contestó—. Estaba en la terraza recogiendo ropa del tendedero. La semana pasada me prestó su taladradora y me asomé para decirle que ya había terminado y que se la llevaba en cuanto me vistiese. Me dijo que no hacía falta, que se iba a nadar un rato y que ya pasaría ella a recogerla después.

—Pero no vino.

Solé negó con la cabeza.

—Me acordé por la noche, y me extrañó que tuviese todas las luces apagadas. Al día siguiente me acerqué a su casa, pero no me abrió nadie… Entonces, me empecé a preocupar.

—Ya —dijo el agente—. ¿Y no le sorprendió que la señorita Llorente tuviera la intención de irse a nadar con unas condiciones climatológicas tan complicadas?

—Pues… mire, si le soy sincero, ni lo pensé. Además, también podría haber nadado en una piscina cubierta, ¿no?

El agente continuó.

—En esa breve conversación en la terraza…, ¿le pareció a usted que Paula estaba disgustada, agobiada, nerviosa…?

—No la conozco demasiado. Tampoco podría asegurarlo.

—Su testimonio es importante. Haga un esfuerzo por recordar. Cualquier cosa, por insignificante que parezca, nos puede ayudar a encontrar a una mujer que ha desaparecido.

A Andreu Solé aquella frase le sonaba a peli mala, de esas que ponen en la tele los domingos después de comer: «cualquier cosa, por insignificante que parezca…». Decidió intentar aportar algo a la investigación.

—Me dio la sensación de que había llorado.

—¿Que había llorado? ¿Y no le preguntó qué le pasaba?

—Ya le he dicho que no teníamos tanta confianza. —Solé se defendió—. Además, no le gustaba hablar sobre su vida. Siempre que le preguntaba algo, se volvía esquiva.

Los agentes observaban y escuchaban a ese chico con recelo. Hasta el momento, no estaban dando mucho valor al relato de Andreu. Siguieron intentándolo.

—¿Algo le llamó la atención los días anteriores a su desaparición?

Solé reflexionó un momento.

—Lo siento —negó este con la cabeza.

En cuanto los policías se marcharon, Andreu Solé volvió a meterse en la cama. «Al fin», pensó, acurrucándose entre varios cojines. No contaba con que su conserje resultó ser un poco bocazas. José Luis, un tipo humilde y servicial, que siempre lucía un look muy guiri (sandalias con calcetines blancos), había desvelado a un periodista cuál era el domicilio de Andreu, el vecino que denunció la desaparición de la extenista. No contento con esto, fue más allá y permitió el acceso a la finca al reportero y una cámara de televisión. Los acompañó hasta la misma puerta.

—Cuarto C, aquí es. Aquí es donde vive el Andreu —susurró.

José Luis se retiró con disimulo y el periodista llamó al timbre.

—Qui pica a la porta?

—Señor, buenos días, somos de la tele, ¿podemos hablar un segundo con usted?

El vecino de Paula Llorente abrió la puerta muy lentamente y se asomó por una rendija.

—¿Cómo han encontrado mi casa? —dijo cambiando de registro, del catalán al español.

El periodista se hizo el sueco y volvió a preguntar, mientras la cámara seguía grabando la secuencia.

—¿Cuándo fue la última vez que vio usted a Paula? ¿Cómo era su relación con ella?

Andreu, que solo quería dormir y que le dejasen tranquilo, no tenía ni la más mínima intención de convertirse en un tío famoso, popular ni nada por el estilo. Así que, con mucha educación, acabó dándoles portazo a los periodistas.

La prensa no iba a poder «rascar» mucho estos días en Sant Antoni de Calonge. Los vecinos seguían haciendo mutis por el foro cada vez que se aproximaba un micrófono. Nadie soltaba prenda. Un plumilla llegó a decir:

—Si esto pasa en Sevilla, nos atiende hasta el que pilota el helicóptero.

Suena a topicazo de la España cañí, pero es cierto. Ahora, todos los periodistas desplazados a la Costa Brava estaban esperando alguna comparecencia, de la Policía o del portavoz de la familia Llorente. Mientras, continuaban las labores de búsqueda. La escena era muy parecida a la del día anterior, miércoles, en la cala del Rincón de los Hombres. Lanchas, motos de agua, varios buzos, las dos embarcaciones de la Armada, los GEO, el helicóptero. En tierra firme, agentes de policía, mossos d’escuadra y perros rastreadores. La novedad era la presencia del Grupo Especial de Actividades Subacuáticas de la Guardia Civil (GEAS), cuyas funciones son la búsqueda y el rescate de personas y la localización y recuperación de objetos en el medio acuático, entre otras. En total, más de sesenta efectivos buscando a la desaparecida Paula Llorente. ¿Pistas? Ninguna. Resultaba desalentador no encontrar absolutamente nada. Hasta el momento, las autoridades no habían pedido la colaboración activa de los ciudadanos. Suele suceder cuando desaparece alguien en un pueblo o en la montaña. Se organizan batidas en busca de la persona desaparecida o de algún indicio que ayude a la investigación. Pero, en este caso, la desaparición se había producido en el mar.

Café con leche

 

 

 

 

 

El jueves me desperté tarde. La noche anterior había salido a cenar con «los divorcietis», un grupo de amigos compuesto por, como se desprende del nombre, divorciados a los que nos gusta darnos un homenaje gastronómico de vez en cuando. Yo acabo de ingresar recientemente en el selecto grupo. Solo llevo divorciado cinco meses y todavía lo estoy asimilando. Tengo ratos buenos y ratos no tan buenos, como todos. Aquel miércoles tuve un rato regular y acabé bebiendo demasiado, por eso al día siguiente no conseguí pillar las noticias de las ocho de la mañana.

Aun así, y aunque me costó horrores, conseguí arrastrarme hasta el gimnasio. Ese fin de semana me tocaba estar con Rodri y le había prometido dar una vuelta en bici. No hace falta que mi hijo crea que su padre es Indurain, pero al menos debería de poder seguir el ritmo de un niño de ocho años. En Arco, el gimnasio de mi barrio, nos conocemos todos y solemos amenizarnos el entrenamiento hablando de fútbol y política, sobre todo con Antonio y David, que son unos forofos de las dos cosas. Ese día, sin embargo, todos hablaban de lo mismo: la desaparición de Paula Llorente. Con toda la atención mediática puesta en el caso, era de esperar, como también lo era que diesen por hecho que yo tenía jugosos detalles y me acribillasen a preguntas.

—Oye, ¿y el vecino ese que denunció la desaparición? ¿Estaban liados?