El gran amor de Galdós - Santiago Gil - E-Book

El gran amor de Galdós E-Book

Santiago Gil

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Benito Pérez Galdós fue un hombre con muchos amores que, sin embargo, renunció siempre a la convivencia marital y al compromiso. Se encerró a escribir como un galeote y creó personajes en los que fue dejando rastros de su propia biografía. En sus memorias insiste en que no hay nada reseñable antes de 1864, pero quienes conocen su vida hablan de un primer amor con María Josefa Washington Galdós Tate que marcó toda su existencia. En esta novela se detalla esa historia de amor desde la ficción y se cuenta hasta qué punto pudo ser esa la herida que convirtió a Galdós en un escritor que vivió para siempre encerrado con sus propios personajes, «engolfado», como él mismo cuenta, «en la tarea de fingir caracteres y sucesos».

SOBRE EL AUTOR

Santiago Gil ha publicado una veintena de títulos, entre ellos las novelas: Por si amanece y no me encuentras, Los años baldíos, Un hombre solo y sin sombra, Cómo ganarse la vida con la literatura, Las derrotas cotidianas, Los suplentes, Sentados, Queridos Reyes Magos, Yo debería estar muerto, El destino de las palabras, Villa Melpómene, La costa de los ausentes y 2; la novela corta El motín de Arucas, y el libro de relatos El Parque. Otros libros suyos, de aforismos y relatos cortos, son Tierra de Nadie, Equipaje de mano, y los libros de poemas Tiempos de Caleila, El Color del Tiempo, Una noche de junio y Trasmallos. También ha publicado un libro de memorias de infancia titulado Música de papagüevos y la recopilación de artículos de opinión Psicografías.

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El gran amor de Galdós

© de los textos, Santiago Gil

© de la ilustración de portada, Montaña Pulido

© de la fotografía del autor, César Russ

Fotografía p. 8: Benito Pérez Galdós y su perro en la finca familiar

de “Los Lirios” (Monte Lentiscal), durante su visita a Gran Canaria en 1894.

Fotografía de la Familia Pérez-Galdós que se expone en la Casa-Museo Pérez Galdós

© de esta edición:

ediciones la palma

www.edicioneslapalma.com

[email protected]

Edición de Nicolás Melini

Segunda reimpresión, junio 2019

Edición permanente, 2019

ISBN: 978-84-121336-7-7

DL: M-9751-2019

Diseño y maquetación: Emepece Studio

Produce Podiprint

Impreso en España – Printed in Spain

La reproducción parcial o total de este libro, mediante

cualquier medio, vulnera derechos reservados. Queda

prohibida toda utilización de este sin el permiso previo

y explícito de los editores.

Sobre la obra

Benito Pérez Galdós fue un hombre con muchos amores que, sin embargo, renunció siempre a la convivencia marital y al compromiso. Se encerró a escribir como un galeote y creó personajes en los que fue dejando rastros de su propia biografía. En sus memorias insiste en que no hay nada reseñable antes de 1864, pero quienes conocen su vida hablan de un primer amor con María Josefa Washington Galdós Tate que marcó toda su existencia. En esta novela se detalla esa historia de amor desde la ficción y se cuenta hasta qué punto pudo ser esa la herida que convirtió a Galdós en un escritor que vivió para siempre encerrado con sus propios personajes, «engolfado», como él mismo cuenta, «en la tarea de fingir caracteres y sucesos».

En 2020 se celebrará el centenario de la muerte de Pérez Galdós. Se escribirá mucho sobre su obra y sobre su vida, pero serán pocos los que cuenten este amor imposible. Se fabula desde muchas evidencias ciertas. Y el propio Galdós sabía que la única diferencia entre un personaje y una persona es la emoción que deje su presencia a través de las palabras.

Para Chiqui Castellano Suárez

El distraído eres tú. Años ha que estás engolfado en la tarea de fingir caracteres y sucesos. Apenas terminas una novela, empiezas otra. Vives en un mundo imaginario.

Benito Pérez Galdós

(Memorias de un desmemoriado)

Vivía en el otro lado del barranco. Les separaba un océano de incomprensiones y de envidias. No creo que vuelva a amar a nadie como la amó a ella. Hoy ha vuelto a la isla después de treinta años y está sentado junto a un perro que lo lleva acompañando como una sombra desde que llegó a Los Lirios. Entonces también tenía perros que lo acompañaban a todas partes. Lo acaricia mientras mira hacia la casa en la que fue dichoso muchas veces. No queda nadie. Realmente no quedaba nadie desde que se la llevaron. Aquella última vez que vino comenzó a escribir su primera novela mirando hacia donde mismo miraba en ese momento. La titulóLa sombra, que es lo que era él entonces recorriendo ese extraño camino que oscurecen los recuerdos. Jugaba con la literatura desde hacía años porque realmente no sabía qué hacer con su vida. Desde que la perdió, lo único que ha hecho durante todos estos años es escribir para vivir todo el tiempo que pueda en otra parte. Se esconde en las historias que escribe durante meses y trata de entender las pasiones humanas a través de sus personajes. Casi todos pierden. Sí ha amado a muchas mujeres, ha tenido éxito con los libros y le reconocen en Madrid y cuando camina por las calles de la ciudad que lo vio nacer. Después de tantos años lejos de la isla eligió quedarse en las afueras de la ciudad, casi pegado al mar, en Santa Catalina. En la casa de su hermano Ignacio se escucha el océano y puede ver cómo se mueven las dunas cada vez que sopla el alisio con fuerza. El tiempo que no está en esa casa lo pasa en el campo, en una finca en la que una vez fue el hombre más feliz del universo.

Recuerda el sonido de la gota de la pila de agua, el bisbiseo de su madre y de sus hermanas rezando el rosario y aquellas palomas que cruzaban una y otra vez el cielo que miraba desde el patio de su casa. Dibujaba o creaba figuras de papel cuando no tenía deberes del colegio. Sabía de las horas por las campanas de la Catedral y de San Francisco. Primero sonaban las de Santa Ana y a los pocos segundos, como si fuera un eco del tiempo, lo hacían las que estaban más cerca de su casa. A veces también se escuchaban a lo lejos las campanas de San Telmo o de Santo Domingo.

El barco llegó un día antes de lo previsto. De repente toda la casa se volvió un bullicio de risas, cantos de pájaros extraños y voces de mujeres con acento cubano. Había un negrito haciendo gracias y una niña que lo miró como si atravesara su alma. No había cumplido los diez años, pero siempre se juró que jamás había sentido lo que sintió delante de aquella niña de pelo negro y ojos grandes. La madre de la niña casi dejaba ver sus grandes pechos. Olía a alcohol y no paraba de reír. Él era un niño callado que observaba todo lo que acontecía a su alrededor. Una de las veces descubrió los ojos tristes de aquella señora mientras se reía. Se llamaba Adriana Tate y era la madre de María Josefa Washington Galdós. El negrito le hacía chanzas y la llamaba Sisita. Todos la llamaban Sisita, pero desde aquel momento él tuvo claro que debía inventarle un nombre. Ella le preguntó si era Benitín, y él le contestó que se llamaba Benito. Su hermanastra Magdalena, que estaba casada con su hermano Domingo, y que había venido de Cuba con todos ellos y con su hermano José Hermenegildo, se interpuso entre ellos desde un primer momento. Magdalena también era muy guapa. Lo llamó Benitín, pero a ella no le dijo nada, y dejó que lo llamara así toda la vida.

—¿Siempre miras a la gente con esa cara de niño asustado? —Sisita clavaba los ojos en aquel niño tímido que no era capaz de mantenerle la mirada.

—No soy un niño aburrido, estoy todo el día pensando, inventando historias o dibujando papeles.

—Pues eso, eres un niño aburrido, los niños juegan, yo solo quiero jugar y ser feliz. Ya me dijeron que tú ibas para cura o militar y que eras muy estudioso.

—No siempre uno es lo que parece —le respondió Benito dejando entrever una mirada socarrona que apenas duró un segundo.

Sisita captó la ironía de su primo y se reconoció en sus ojos tímidos y vivarachos. Él no durmió aquella noche. Realmente nunca volvería a dormir igual que lo había hecho antes de que llegara aquella prima que olía a perfumes exóticos y que hablaba siempre como si esbozara una sonrisa detrás de cada palabra.

—No te pega nada ser un niño pera, es como si te disfrazaran de algo que no eres.

—Yo no soy un niño pera, me viste mi madre y yo me pongo la ropa que me dan.

—Pues esa ropa te hace parecer un curita, un culicagao y un meapilas, que ya me dijeron que estás todo el día jugando a hacer procesiones y a vestir santos.

—Es un juego, pero no quiero ser cura, quiero ser pintor o músico.

—Pero si estás todo el día inventándote historias en la cabeza tendrás que ser escritor. En Cuba los escritores y los poetas hablan solos por las calles o están en las plazas escribiendo las cartas de amor de los que no saben escribir y están enamorados.

—Aquí no se ven enamorados por la calle, y los niños no sabemos de esas cosas.

—Enamorados son dos personas que se aman. A mí me gustaría estar siempre enamorada y que hubiera alguien que me escribiera historias y poemas todos los días de mi vida.

Benito se puso colorado con las palabras de su prima y cambió de tema de conversación. Le preguntó por el viaje en barco y le enseñó algunos de los objetos que había construido con los papeles. Ella no conocía la palabra papiroflexia y él no sabía lo que era una persona enamorada. No lo sabía, pero desde aquel momento fue un niño enamorado el resto de su existencia.

Las cubanas —que era como siempre las llamó su familia— se instalaron en una casa que arrendaron en la calle de Triana. Tenían coche de caballos y vestían con colores más llamativos que las otras mujeres de la capital. Adriana Tate se había quedado viuda en Trinidad y había tenido una hija con su tío José María, que se quedó en Cuba y que envió a Gran Canaria a la madre y a su hija junto con los dos hermanastros y con su hermano Domingo. Magdalena Hurtado de Mendoza casi podía ser la madre de su hermanastra Sisita. Al poco tiempo de llegar, tuvo un hijo que luego se les murió en Los Lirios tras haberse clavado una caña. Se le infectó la herida y falleció a los pocos días. Nunca se recuperaron ni tuvieron más hijos. Desde aquel fallecimiento, Magdalena sustituyó aquel hijo por Benito y se empeñó en estar siempre a su lado. Fue ella la que lo ayudó a publicar su primera novela y la que más tarde se fue a Madrid para que pudiera escribir tranquilo. Pero todo eso pasó muchos años después, cuando él todavía no sabía cómo se iban a escribir muchas de las páginas de la novela de su vida.

Sisita y Benito se criaron juntos. Los días que no se quedaba a dormir en el colegio de San Agustín se iba corriendo a la casa de Triana a jugar con ella y con aquel negrito que no paraba de hacerles gracias y de sacarle palabras al loro que habían traído de Cuba. En el patio también tenían un sinsonte que no dejaba de cantar y dos tomeguines con plumas luminosas.

—Aquí todo el mundo está triste, y en el colegio las monjas solo quieren que recemos y que nos preparemos para cuando nos elija un hombre. Yo no quiero que me elija ningún hombre. Yo quiero amar a quien me dé la gana. Mi madre dice que debo amar a quien quiera y no a quien tenga más dinero o más poder.

—Yo no sé si quiero casarme. Nunca sé lo que quiero. Tal vez solo deseo estar como estoy ahora contigo, escuchando el piano de tu madre de fondo y el canto de los pájaros.

—Yo no soy transparente y existo aunque no cante como un pájaro.

Benito se ponía colorado cada vez que Sisita jugaba a ser mordaz y atrevida. Él era un gran tímido y ella una niña que nunca encontró amigas ni complicidades en la isla. La veían demasiado fantasiosa y atrevida, y así es como la quería educar su madre, viajera y libre, lectora, culta y, sobre todo, soñadora.

Adriana enseñaba inglés a Sisita y a Benito y se sentaba en el piano a cantar habaneras y canciones tristes que siempre hablaban de amores imposibles. Era norteamericana y nunca se adaptó a Gran Canaria. Las mujeres de la colonia inglesa le parecían unas cursis y unas relamidas, y las mujeres de su familia y sus vecinas eran casi todas unas santurronas de misa diaria y de rosarios interminables por las tardes. A Benito le gustaba la música que cantaba la madre de Sisita. También interpretaba algunas arias de ópera o se dejaba llevar por la melancolía de los nocturnos de Chopin. A ella le debía su afición a la música y a la ópera. Nadie entendió su fijación con algunos títulos del repertorio operístico que programaban en el Real. Había muchas arias que le hacían regresar a aquellos años y a los lejanos días en que Sisita, la bella cubana, era la única persona que le hacía feliz en el mundo.

En un libro de memorias que ha empezado a escribir, pero que no quiere publicar hasta que intuya que llega el ocaso de su existencia, ha dejado de contar todo lo que tiene que ver con la bella cubana. Comenzó a hablar de cuando llegó a Madrid y de cuando emprendió aquel primer viaje a París en el que Balzac se convirtió en ese gran amigo que te cambia la vida y que te muestra todos los atajos para seguir viajando cada vez más lejos. Antes lo habían hecho Dickens y Cervantes, y más tarde Tolstoi sería otro de esos maestros con los que aprendió a entender el universo y la urdimbre de las novelas. Escribió que eran memorias de alguien que prefería desmemoriarse para no reabrir heridas que ha tratado de cerrar siempre con las palabras. Lo otro, lo que vivió antes de esos primeros años en Madrid, prefirió contárselo a sí mismo cuando se sentaba cada tarde junto a aquel perro en la finca de Los Lirios. Siempre le ha gustado hablar solo o pensar en sus cosas mientras los demás creen que atiende a sus conversaciones.

—Estás todo el día en las nubes, y eso me divierte, porque a mí también me gusta marcharme lejos cuando me aburre la gente o no estoy feliz donde me encuentro.

—Yo sí estoy feliz, pero se me va la cabeza lejos cuando leo libros, escucho música o cuando tú me hablas de Cuba o me empiezas a contar todas esas historias que te inventas.

—Algún día descubrirás que ninguna historia es inventada, y que todo lo que cuento es real porque tú has logrado verlo mientras yo le ponía palabras. A mí sí me gustaría ser escritora algún día. Tengo muchas historias de esas que te cuento escritas en un diario secreto. ¿Tú tienes diario secreto?

—No, yo he empezado a escribir desde que te conocí, y ahora en San Agustín estoy haciendo un periódico con mis compañeros y de repente me he convertido en un contador de historias. Todos dicen que divierto contando y que me centro en detalles que los demás no tienen en cuenta.

—En todo lo que leo siempre me fijo en los detalles, en las anécdotas, en lo que los otros no le dan importancia. Ya no somos aquellos niños que se divertían escuchando a los pájaros y creando figuras de papiroflexia, ahora también necesitamos historias para ser felices, inventadas por nosotros, o leídas en los libros, tú y yo somos unos soñadores que no tenemos nada que ver con el resto de la gente. Desde que llegué de Cuba vi en tus ojos todas esas historias que no dejarás de escribir nunca. Tienes que prometerme que pase lo que pase en tu vida nunca dejarás de escribir historias como estas que ahora nos contamos.

—Estoy seguro de que estaremos toda la vida contándonos historias juntos.

En esas primeras páginas de sus memorias escribió sobre los cafés a los que acudía en lugar de ir a las clases de Derecho. Los dos primeros años casi no pisó la universidad. La echaba de menos. Ni siquiera le dejaron volver a Gran Canaria para despedirse de ella después de examinarse en La Laguna. Salió en barco para la Península y luego recorrió media España en tren hasta llegar a Madrid sin saber que estaba arribando al escenario de casi todas sus novelas. Quedaba en el café Universal de la Puerta del Sol con sus paisanos Fernando León y Castillo, Miguel Massieu, Nicolás Estévanez, Luis Francisco Benítez de Lugo o José Plácido Sansón. Escribía comedias y cartas con una vida imaginaria para su familia. Había aprendido de Sisita que lo que se escribe es mentira, sobre todo lo que contamos pensando que son nuestros recuerdos, y además creía que las novelas a veces eran más reales que lo que plasmaba en las cartas. Seguía recibiendo dinero de su familia porque les detallaba las clases de Derecho Romano, los nombres de los profesores, el ambiente de la universidad y sus progresos leguleyos. En el café conoció a un joven de Lorca que había hecho creer a sus padres que ya era médico. No había aprobado ni el primer año de carrera, ni se había acercado a las aulas de la calle Santa Isabel. Les contó que su madre presumía de la profesión de su hijo entre las vecinas del pueblo. Se llamaba Eutimio Galván y no volvió a saber nada más de él. Las últimas veces pedía dinero a sus padres para comprar cadáveres con los que perfeccionar sus dotes de cirujano. Su padre era un terrateniente con muchas fincas de naranjos. Regresó a su tierra y se convirtió en un respetable padre de familia que siguió cultivando naranjas. Benito no quería regresar. Madrid ya era su vida y el lugar en el que se encontraba a salvo. No tenía recuerdos que lo torturaran y le bastaba con caminar un par de calles para que no lo conociera nadie. Bebía mucho alcohol entonces. Fueron los primeros años que estuvo en la pensión de la calle del Olivo, cuando se encariñó de aquella prostituta cubana que iba a ver siempre que podía para intentar salvarla.

Se parecía a la bella cubana de Canarias. Nadie entendía su fijación por aquella mujer que trabajaba en un prostíbulo de la calle Valverde. Los que frecuentaban el café lo empezaron a llamar el chico de las putas porque dibujaba meretrices en el café. Es cierto que buscaba cariño en muchos lupanares del Foro. Les leía sus comedias y le decían que sería un gran poeta de esos que ellas imaginaban, como si los poetas fueran demiurgos o bien seres casi mitológicos. No creo que se enteraran ni de la mitad de aquellos dramas exagerados y tremendos que él pergeñaba a diario buscando la gloria literaria.

—Mi vida es el teatro, dentro de poco leerán mi nombre en los carteles, Benito Pérez, el mejor autor de dramas y comedias desde Lope y Calderón, solo comparable al gran Guillermo de Inglaterra.

—A mí lo que me gusta es que canten canciones en el escenario.

—Pondré a cantar a mis personajes, y siempre habrá cubanas en mis obras para que canten habaneras entre las escenas.

—Yo lo que quiero, mi amol, es que me dejes ser actriz, yo vine a Madrid para trabajar en los teatros, en Cuba cantaba guagancó y bailaba en los casinos, y allí fue donde conocí a ese comemierda gallego con el que vine para España, un señor que había hecho mucho dinero y me dijo que era el dueño de dos teatros de Variedades, y al final solo quería quimbar.

—Yo te escribiré papeles para que cantes y bailes tus sones caribeños.

—Cuando llegué a España estaba casado y solo me quería como amante, después me encontré con un chulo guapo en las fiestas de San Lorenzo, en Lavapiés, y cuando me quise dar cuenta estaba haciendo esta vida en los lupanares. Me entraba la cagazón cuando me amenazaba y se me acabó la candela.

—Yo te sacaré de aquí, te haré una actriz famosa, y en lugar de estos vinos malos beberemos rones de Cuba y vinos de Burdeos de las mejores añadas.

Benito improvisaba las obras que decía que iba a escribirles y aquellas mujeres, con su amiga cubana a la cabeza, se disfrazaban, se maquillaban y declamaban como si el teatro fuera un griterío de frases hechas y de astracanadas. Escribía papeles con sus nombres, pero en vez de putas eran reinas o mujeres con suerte en los amores y en la vida. Siempre había una mujer a la que se quería más que a nadie, y siempre era cubana. Medio borracho, creía ver a Sisita entre los ropajes de aquella farotona de La Habana con la que querían acostarse todos los señoritos que estaban de paso por el Foro.