El gran libro de las maldiciones - Miguel G. Aracil - E-Book

El gran libro de las maldiciones E-Book

Miguel G. Aracil

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Desde que existe el ser humano existen las creencias, ya sean religiosas, arcanas o místicas. Las supersticiones han acompañado nuestra existencia desde el principio de los tiempos y, por ello, no es extraño que aparecieran creencias de corte macabro: las maldiciones. No importa en qué parte del mundo hayamos nacido, todos hemos oído hablar de alguna en un momento u otro. Maldiciones gitanas, egipcias, africanas… Incluso de lugares malditos u objetos portadores de desgracias. ¿Quién no ha escuchado hablar alguna vez de una casa abandonada y maldita? En este libro, encontrará el lector un recorrido por diferentes maldiciones, algunas bastante famosas como la «Maldición de Tutankamón» y otras no tan conocidas. Pero ¿son reales las maldiciones? Adéntrese en las páginas de este libro, léalo y saque sus propias conclusiones. Con prólogo de Jesús Callejo.

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© Plutón Ediciones X, s. l., 2023

Diseño de cubierta y maquetación: Saul Rojas

Edita: Plutón Ediciones X, s. l.,

E-mail: [email protected]

http://www.plutonediciones.com

Impreso en España / Printed in Spain

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

I.S.B.N: 978-84-19651-35-8

Dedicatoria:

A mi amigo de hace décadas, el leonés Jesús Callejo Cabo, escritor, abogado, locutor de radio y, ante todo, una de las personas más legales que conozco en un mundo en el que, lo que menos he encontrado, es gente legal. Gracias por prologarme este trabajo y por ser como eres.

A los antiguos habitantes de Bubastis, tan especiales para mí, y que muchos lectores y conocidos me preguntan quiénes son. Los conocí «oficialmente» una horrible noche de agosto de 1996 en el Cairo. Un día iré al Delta del Nilo a postrarme ante sus ruinas.

A todos aquellos que, aunque les maldigan, saben que, si quieren, pueden eludir o vencer a la maldición… «casi» siempre.

Prólogo

Recuerdo que, cuando estaba estudiando Derecho, en la Universidad de Valladolid, me hablaron de una maldición gitana que dice: «¡Ojalá pleitos tengas y los ganes!». En primero de carrera no lo comprendí muy bien pues parecía que iba en contra de la lógica, pero cuando me licencié lo entendí perfectamente. Por más que uno gane un pleito, el simple hecho de pasar por ese calvario (no me voy a meter con la lentitud de la justicia española) ya es castigo suficiente.

Y es que las maldiciones están por todas partes. En las antiguas tumbas egipcias o polacas, en la historia de los templarios (que se lo digan al Papa Clemente V o a Fernando IV el Emplazado), en la familia Grimaldi, en la de Kennedy, en los actores que intervinieron en películas como El conquistador de Mongolia o Poltergeist e incluso en la serie televisiva española La que se avecina por las desgracias que han ocurrido a muchos de sus protagonistas. Por menos de nada, cuando vas conduciendo por una carretera o intentas coger sitio en una playa levantina, alguien te echa una mirada que te fulmina o te suelta un improperio lleno de interjecciones que se parece a las damnatio memoriae de los antiguos griegos y romanos.

Y el colmo es que las reliquias católicas, que deberían rezumar santidad, también llevan inscritas algunas maldiciones que ojito aquel que ose robarlas. Es el caso de la famosa Cruz de los Ángeles que Alfonso II el Casto mandó hacer en el año 808 y que se custodia en el Arca Santa de la catedral de Oviedo. En su brazo izquierdo aparece la siguiente frase escrita en latín: «Quienquiera que osase quitármela de donde mi libre voluntad la donare, sea fulminado por el rayo divino». No sé la efectividad de esta amenaza, pero en agosto de 1977 fue robada la cruz, capturado el ladrón al mes siguiente, juzgado y condenado a diez años de cárcel.

Y qué decir de esas maldiciones que se atribuyen a personajes mágicos del folclore universal, como ocurre si te encuentras con el alma en pena de La Llorona o le robas su preciado oro al duende zapatero irlandés Leprechaun o invocas tres veces a Verónica delante de un espejo. En otras ocasiones su siniestro dictamen corresponde a personajes divinos, donde entran en escena (y en juego) nada menos que Dios o Jesucristo, para más inri. Me estoy acordando del judío errante (al que llaman Asvero o Catafilo por negar un poco de agua a Cristo durante el Calvario), la del barco fantasma el Holandés Errante (con su capitán Willen van der Decken retando a Dios al doblar el cabo de Buena Esperanza) o las ciudades asolagadas en Galicia por no brindar hospitalidad al apóstol Santiago o al mismo Jesucristo que, casualmente, pasaba por allí (aun resuenan los nombres de Lucerna, Valverde y Estabañón).

Recoger y exponer algunos objetos considerados malditos o ciertas maldiciones clásicas que ya forman parte del acervo cultural, tradicional y antropológico de la historia de la humanidad, es una labor que desde hace años viene haciendo Miguel G. Aracil,

Porque es un hecho cierto que algunos objetos (sean libros, lanzas o diamantes), lugares (castillos, palacios o teatros), personas, familias o linajes han sufrido una especie de hechizo, conjuro o exorcismo o han tenido un mal fario.

Aracil ha sido y sigue siendo un empedernido viajero e investigador de lo insólito, siempre al borde de lo herético y lo prohibido, de lo políticamente correcto o no, caiga quien caiga (él y su blog se denomina sarcásticamente El borde de la frontera). Sin duda alguna, es todo un referente en la Cataluña más mágica y ancestral. Sus numerosos libros, artículos y conferencias lo avalan y en su bibliografía no podía faltar este fascinante tema de las maldiciones porque, aunque haya gente que no crea en ellas, da igual. Siguen y seguirán surtiendo sus sutiles efectos maléficos para los que sí creen en el poder de un ritual, una expresión o una palabra dicha en el momento oportuno (o más inoportuno).

Las maldiciones son tan comunes que las encontramos en los libros sagrados —en versículos de La Biblia y en aleyas de El Corán— así como en las obras de la literatura clásica, tipo La Celestina. Pero es que también hay libros malditos, como recoge Miguel señalando al inencontrable Libro de Thot, al que podríamos añadir los grimorios titulados El libro mágico del papa Honorio, El Enchiridión del Papa León III o el Picatrix. Estos más fáciles de encontrar.

Durante la Edad Media, cuando los libros eran escasos y muy costosos, los monjes de los scriptorium acostumbraban a protegerlos de hurtos poniendo amenazadoras palabras en la primera o última página, como una especie de exlibris. Y una de las maldiciones más comunes era: «Que la espada de anatema caiga sobre quien robe este libro». Aunque la mejor que he leído hasta el momento la encontré leyendo El infinito en un junco, de Irene Vallejo, que hace alusión a la biblioteca del monasterio benedictino de San Pedro de las Puellas, en Barcelona, y que así reza: «Para aquel que roba, o pide prestado un libro y a su dueño no lo devuelve, que se le mude en sierpe en la mano y lo desgarre. Que quede paralizado y condenados todos sus miembros. Que desfallezca de dolor, suplicando a gritos misericordia, y que nada alivie sus sufrimientos hasta que perezca. Que los gusanos de los libros le roan las entrañas como lo hace el remordimiento que nunca cesa. Y que cuando, finalmente, descienda al castigo eterno, que las llamas del infierno lo consuman para siempre». (Tomado a su vez de la obra de Alberto Manguel: Una historia de la lectura).

Ahora bien, la contraparte de las maldiciones deberían ser los amuletos y las bendiciones. Si seguimos sentenciosos, ayudados por nuestro refranero popular, los más pesimistas dirían que «donde entra la maldición no hay posible bendición». O que «cuando el ángel se vuelve de espaldas no hay remedio que valga». Pero para los más optimistas «no hay mal que cien años dure» y «más se aprende en dos meses de adversidad que en diez años de universidad».

Lo que, sin duda, es una bendición es leer este nuevo y genuino «libro araciliano», en la más pura esencia de un Miguel que, fiel a su pensamiento y estilo heterodoxo, quiere abarcar todos los aspectos y flecos posibles sobre el qué, quién, cómo, cuándo, cuánto, dónde y por qué ocurren eso que llamamos maldiciones.

Y a fe que lo consigue.

Jesús Callejo, bien protegido con la Cruz de Caravaca, una herradura oxidada y otros poderosos talismanes ibéricos.

Introducción

Hay circunstancias en la vida que nos marcan nuestra existencia, o que, por lo menos, dejan tal impronta en nuestra mente que jamás se olvidan, por muchos años que hayan transcurrido.

Voy a empezar este libro que tiene usted en sus manos, explicando un extraño suceso que viví durante los primeros años de mi vida, y que aún hoy sigo preguntándome si se trató de un conjunto de macabras coincidencias o, por el contrario, fui testigo de una verdadera maldición.

Ocurrió allá por los años 1963 o 1964.

Por aquellos tiempos, mis llorados padres y yo, practicábamos algunos fines de semana, puentes (muy abundantes en tiempos del franquismo, como fórmula opiácea para tener contento al rebaño) y vacaciones de Semana Santa, lo que desde hace años conocemos como turismo rural, actividad hoy muy popular y en algunos casos algo elitista (casas pairales catalanas, pazos gallegos, palacetes asturianos, etc., por no hablar de los carísimos Chateaux franceses) y que, por aquellos tiempos, se conocía como turismo de poca pela, pues consistía en pasar, por muy poco dinero, unos días en una casa de campo, donde se alquilaba una habitación y, además, tenías derecho a cocina, pues ir al restaurante estaba generalmente fuera de la órbita económica familiar (al menos de la de mis padres). Nosotros hacíamos este turismo económico en una masía situada en la comarca del Vallés Occidental (Barcelona) y más concretamente en un caserón de finales del siglo XVIII que se conocía en la zona como Ca la Teresa. En aquel sombrío y macizo edificio, además de los esporádicos huéspedes, generalmente barceloneses, que a cambio de unas pocas pesetas pasaban unos días conviviendo con los amos de la casa, vivían la Teresa, dueña del rural edificio, su hija Tresina, el marido de esta y los dos hijos del matrimonio, algunos años mayores que yo, pues apenas alcanzaban los catorce años.

La mestresa (dueña) de la casa, tenía fama de bruixa (bruja) y no precisamente por sus conocimientos mágicos de las plantas, volar en escoba o por bailar los sábados por la noche desnuda junto a un dolmen o menhir, si no por la mala uva (por no decir mala leche, que siempre suena peor) que tenía la señora Teresa. Ya hacía años, y desde que enviudó la buena (o mala, vaya usted a saber) mujer, su carácter se había enrarecido aún más, y todavía se avinagró más cuando su hija Tresina (diminutivo de Teresa en catalán) se casó con un camionero de origen meridional, no recuerdo si murciano o andaluz, aunque creo que lo primero.

La dueña de la casa, mujer ultraconservadora y lo que llamaríamos ahora ultranacionalista, no encajó bien que su hija casara con un xarnego, definición peyorativa que en aquel tiempo (y que, por desgracia, actualmente resurge) algunos catalanes (afortunadamente los menos, o eso espero) daban a gentes de origen no catalán (del resto de España) emigrados a Cataluña e incluso, en ocasiones, a los hijos de matrimonios mixtos. Madre e hija empezaron a llevarse cada día peor, y tan siquiera el nacimiento de ambos hijos mejoró la relación.

Tresina deseaba salir de vez en cuando, ir al pueblo, a la cercana e industrial ciudad de Terrassa, e incluso por qué no, bajar un sábado a Barcelona con su marido para visitar tiendas, comprar algo de ropa e ir al cine.

Teresa no quería que lo hiciera y cada viaje era un enfrentamiento.

La agriada mujer discutía con su hija, ignoraba al yerno, y apenas hacía caso a sus nietos, e incluso se oponía a la práctica de aquel primitivo turismo rural, actualmente tan de moda, que aportaba algunas pesetillas a la economía familiar.

Recuerdo a la señora Teresa vestida de negro, no demasiado limpia ni aseada, con un delantal con más manchas que lunares tiene un traje de sevillana, y siempre murmurando por bajines (no creo que rezara precisamente).

Una Semana Santa, y cuando la situación entre el matrimonio y la amargada mujer era insostenible, esta intentó echar de la masía a sus familiares, y parece ser que la cosa fue realmente violenta.

A los pocos días la señora Teresa caía gravemente enferma en cama y llamó a su hija, pero no vayamos a creer que fuera para pedirle perdón o despedirse de ella, todo lo contrario, lo hizo para, simple y sencillamente, maldecirla.

La vieja «bruja» (no se me ocurre otra definición mejor, aunque siento respeto a las antiguas brujas) murió, destilando el odio que durante años había anidado en su corazón.

Recuerdo, como si fuera hoy mismo, que Tresina, la hija, se lo explicó a mi padre, hombre escéptico donde lo hubiera, y este le aseguró que aquello solo podía ser el resultado de un flapping mental de una persona mayor que estaba al borde de la muerte y que deliraba. La hija (desde entonces dueña de la casa y de las tierras) no quedó convencida. No me voy a alargar en lo que sucedió seguidamente, pero en apenas catorce meses, el marido murió al recibir un fuertísimo golpe en la cabeza mientras intentaba reparar un pinchazo de su camión, y los dos hijos murieron con pocos meses de diferencia, uno ahogado en una balsa cercana (creo que fue un corte de digestión, o al menos eso dijeron) y el segundo en un desgraciado accidente de tráfico.

Tresina se volvió prácticamente loca y, según creo, fue internada, y la casa rural, con el paso de los años, y sin que nadie se hiciera cargo de ella, se convirtió en una masa de ruinas en la que excursionistas y Boy Scouts vivaqueaban.

Todavía hoy, escéptico como soy, y los que me conocen pueden confirmarlo, y ateo convencido, me sigo preguntando si aquellos desagradables sucesos fueron fruto del puro (y macabro) azar o hubo algo más muy difícil de explicar racionalmente.

Hace no mucho tiempo, mientras daba una conferencia en una sala de Barcelona sobre mi último libro, una mujer madura, pasando totalmente del tema de la charla y del contenido de mi libro, me preguntó por un artículo mío aparecido ya hacía años en una publicación barcelonesa, híbrido de revista esotérica y de cuchicheo para marujas, y en el que trataba la maldición de los Grimaldi», la familia gobernante en Mónaco desde el siglo XIII y que parece haber sufrido una verdadera maldición desde sus orígenes. Contesté a la espléndida y otoñal dama dándole mi teoría, y aquello provocó que varias de las mujeres (y algún caballero) de la sala se olvidaran del tema de la conferencia y me empezaran a preguntar sobre maldiciones famosas.

Cuando, afortunadamente, terminó el interrogatorio y con el cabreo de haber firmado y vendido menos libros que un vendedor de biblias en la sede del Partido Comunista, cogí mis bártulos y marché hacia casa. Mientras conducía pensé en escribir un libro sobre maldiciones, intentando aportar algunos casos que, por poco conocidos, parece que no hayan existido, y así, mientras todos conocemos la falsa (o quizá no tan falsa, no vayamos a creer…) maldición de Tutankamón, donde se ha exagerado en algunos casos hasta la teatralidad, la gente se ha olvidado o simplemente desconoce el caso de palacios malditos (personalmente, he visitado alguno), músicas y obras de teatro malditas e, incluso, las desgracias que provocaron entre sus propietarios, conocidas y valiosísimas joyas. No sufra el lector amante de la cultura egipcia, que también hablaremos de maldiciones del país de los faraones, al que le dedicamos la tercera parte de este trabajo.

Muchos, al terminar este libro, pensarán (quizá yo mismo entre ellos) que todo se debe a la casualidad; aunque recuerdo una definición que me hizo del tema hace ya muchos años un cardiólogo madrileño con el que recorrí en piragua el delta del río Danubio, y más tarde tierras moldavas y rumanas, y que, por interesante, paso a reseñar: «La casualidad es el nombre que le damos a unas leyes físicas y universales que desconocemos.»

Más tarde supe que la frase no era enteramente de su cosecha. Pero me valió y tomé buena nota de ella.

En este libro solo intento presentar al lector unos casos que son reales como la vida misma, que han sido estudiados por investigadores de total seriedad de diferentes países, pero que, la mayoría (salvo excepciones) jamás han sido publicados como un monográfico sobre el tema.

Quien esto escribe, deja bien claro que no cree en maldiciones, pero les hace un ruego muy personal: amigo lector, si así me permite llamarlo, si al terminar este libro no le gusta su contenido, por favor, no maldiga al autor.

Primera Parte: Capítulo Primero: Maldiciones y Boomerangs ¿Qué entendemos como maldición?

No parece importar a qué lugar del mundo vaya uno,

pues la maldición sigue jugando un fuerte papel,

para la mayor parte de las sociedades

Dr. Gustav Berry

En su término más general, la palabra maldición (del latín maledictio, forma sustantiva abstracta de maledictus, maldito) la podríamos definir como un deseo oral (y en ocasiones mental) de que un determinado mal, desgracia o calamidad, se abata sobre una o más personas concretas, sus bienes, haciendas e, incluso, sobre sus descendientes más allá de los siglos. Según el gran estudioso Llaugé Dausá, las maldiciones pueden ser así mismo condicionales, o sea, subordinadas a que se cumplan ciertos requisitos, tales como la profanación de una tumba, el robo de alguna sagrada reliquia o la traición a un pacto prometido y aceptado.

Según Llaugé, en estos casos, lo más usual es que la maldición sea escrita, preferentemente en piedra o metal, sin descartar el pergamino animal.

El anteriormente citado estudioso nos dice al respecto: «En la antigüedad, las maldiciones llegaron a tener una importancia de primer orden, puesto que era necesaria para mantener el principio de autoridad de la familia, la comunidad, el clan, la tribu, etc. La magia de la maldición era imprescindible para castigar las injusticias, los robos, los crímenes, los abusos.»

Ejemplo de una maldición escrita en la antigua Roma

Las maldiciones han estado presentes en casi todas las culturas y pueblos de la antigüedad y aun en muchos de los actuales, así sabemos que era norma general en el Imperio Romano, cuando se iba a ajusticiar a una persona, taparle la boca para que antes de morir no pudiera maldecir a sus jueces, verdugos, delatores, etc.

La valiente y esforzada Alexandra David-Neel en la misteriosa India y el cáustico y aventurero Robert Chauvelot en la milenaria China (ver bibliografía) pudieron estudiar el tema in situ en una época en la que las tradiciones y creencias de estas milenarias culturas aun no se habían difuminado (no me gustaría recurrir a la palabra prostituido) por el turismo racionalista. La maldición era pan de cada día para aquellas gentes hace apenas un siglo.

En la mismísima Biblia leemos casos de maldiciones institucionales como es el caso del libro de Los Números (XXII), en el episodio de Balam, el poderoso hechicero-mago es llamado por el rey de los moabitas Balac para que maldiga al pueblo de Israel que, día a día, va acercándose a su reino.

Se llegaron a grabar maldiciones incluso en mojones de término y delimitación de terrenos, y así se ha encontrado en el actual Irak una piedra con una maldición grabada que se remonta a los antiguos babilonios, y la cual dice: «Sobre este hombre hagan caer los dioses Anu, Bel, Ea y Nusku, las mayores calamidades, aniquilando a su descendencia» (se refiere a quien entre en su propiedad). Los griegos también fueron muy aficionados a maldecir, y así nos lo cuenta Platón en su Leyes en la que nos comenta que estaban regidas por Zeus Horkios.

Sin duda, uno de los pueblos más dados a maldiciones, pues se puede asegurar que vivían rodeados de un mundo de magia y ocultismo, fueron los etruscos, aquel pueblo enigmático que, según la leyenda, eran los descendientes de Tirreno, y que se instalaron en la Península Itálica. Hasta nosotros han llegado varias de estas maldiciones, pero posiblemente la más conocida de todos sea la recogida por Goesius, en su popular pero arcana obra Rei agrariae auctores legesque variae y que dice textualmente «tal persona será condenada por los dioses y su casa desaparecerá, su raza quedará extinguida, sus labios se cubrirán de úlceras, su tierra no producirá más frutos, y el granizo y el moho destruirán sus cosechas».

En diversas necrópolis etruscas, como la de Cervetori, se han encontrado amuletos que tenían como objeto defender a sus propietarios de las maldiciones de sus enemigos.

Mucho más desconocida es la tendencia a maldecir entre los pueblos uralianos y eslavos. Estos últimos y, principalmente, los del norte de Rusia, utilizan para maldecir al enemigo a unos hechiceros que se pueden convertir en pájaros y perseguir durante años a sus víctimas chupándoles la sangre (una forma típica de vampirismo). Entre los uralianos, generalmente se maldicen las cosechas y para ello se invoca a unos semidioses que dominan las nubes y, por lo tanto, las tormentas y el granizo. Durante muchos siglos, los eslavos temieron por encima de todo las maldiciones, la de las naw, o lo que es lo mismo, de aquellas mujeres jóvenes que habían fallecido sin conocer el placer sexual tan siquiera una vez en la vida, pues se creía (y hasta bien entrado el siglo XIX se siguió creyendo) que aquellas mujeres estaban celosas de los goces carnales de los que disfrutaban sus antiguos familiares y vecinos y, debido a ello, los maldecían con todo tipo de desgracias, incluida la infecundidad de sus antiguas compañeras. A estos seres negativos en ocasiones se les ofrecían sacrificios de animales, principalmente gallinas, para calmarlos, como nos dice el profesor P. Grimal en su obra Mitologías de los bosques, estepas e islas.

El efecto de la maldición sobre la persona maldecida ya la estudió en la década de 1940 W.B. Cannon y publicada en su popular libro La muerte vudú (Voodo Death) y en su estudio nos decía: «Cuando una persona queda maldita, y se persuade a sí misma de ello, es indudable que empiezan a producirse alteraciones psicofisiológicas en todo su cuerpo, las cuales se van complicando y agravando a medida que la comunidad empieza a hacer un vacío en torno suyo. Todos se alejan de él, como si se tratara de un apestado, por temor a que los contamine. El sujeto sufre entonces un gran shock que afecta a todos sus mecanismos psicofisiológicos. Si ya padecía de alguna dolencia, esta se complica, y el miedo y terror originado por la sugestión del comportamiento de los demás y las alteraciones que se producen en su organismo, le conducen implacablemente hacia una espiral que terminará por destruirle.»

En esta misma línea de estudio y definición se mantiene el célebre antropólogo Claude Leví Strauss en su ya clásica obra Antropología estructural en la que nos dice al respecto: «el maldecido (o hechizado) cede a la acción combinada del intenso pánico que experimenta, del retraimiento súbito y total de los múltiples sistemas de referencia proporcionados por la convivencia del grupo, y, finalmente, de la inversión decisiva de estos sistemas que, de individuo vivo, sujeto de derechos y obligaciones, lo proclaman muerto, objeto de temores, ritos y prohibiciones. La integridad física no resiste a la disolución de la personalidad social.»

No vamos a ser nosotros quienes contrariemos a tan insignes investigadores, y no dudamos, pues lo hemos visto y vivido en primera persona en las selvas de Petén (Guatemala), Lacandona (Chiapas) o la jungla de manglares de la Casamance, o en países animistas (aunque oficialmente sean musulmanes)como Mali, Gambia, Burquina Fasso o Senegal, y sabemos de lo poderoso que es el efecto de la autosugestión, pero nos debemos preguntar algo que aún nadie nos ha podido responder: ¿Cómo es que en ocasiones estas maldiciones se perpetúan o, al menos así parece, a través de los siglos? Como son los casos que podremos leer en este libro de la famosa familia monegasca de los Grimaldi, los Kennedy, o del tenebroso palacio veneciano de Ca Darío, sin olvidarnos de que existen objetos supuestamente malditos, sean automóviles, joyas o armas, e, incluso, músicas. En estos casos la tan recurrida teoría (casi siempre cierta) de la autosugestión no vale; debe de existir algo más. Para quien crea que se debe a la casualidad, solamente repetirle nuevamente la frase que desde que la escuché hace años, caló muy hondo en mi cerebro: «Casualidad es el nombre que le damos a unas leyes universales que desconocemos» (no olvidemos esta definición).