El gran Willy - Alfredo Luis Di Salvo - E-Book

El gran Willy E-Book

Alfredo Luis Di Salvo

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Beschreibung

Poco antes de iniciar su ingreso lento a un cruel cono de incertidumbres, Guillermo Vilas mantuvo largas conversaciones con uno de los periodistas especializados en condensar las vidas y trayectorias de otros famosos deportistas. Las entrevistas registradas y grabadas por Alfredo Di Salvo son el motivo de este libro, que, por su profundidad, excede ampliamente la categoría de material para fanáticos.

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EL GRAN WILLY

CONVERSACIONES CON EL MEJOR TENISTA ARGENTINO

ALFREDO LUIS DI SALVO

GALERNA     

Índice de contenido
Portada
Portadilla
Legales
Prólogo
Prólogo del editor
Introducción
Capítulo I
Capítulo II Felipe Locícero, determinante en su carrera
Capítulo III 1972 - 1973. Una experiencia trascendente
Capítulo IV Un acierto: Juan Carlos Belfonte
Capítulo V 1975. Nº2 del ranking mundial
Capítulo VI 1976: El gran acierto de haber contratado a Tiriac
Capítulo VII El mejor del mundo
Capítulo VIII 1978. Año de transición y desilusión
Capítulo IX 1979. Camino al ocaso
Capítulo X 1980. El tenis, su vida
Capítulo XI 1981-1989. Hasta su retiro
Capítulo XII Sus Copas Davis
Capítulo XIII Más allá del tenis
Capítulo XIV Los golpes según Vilas
Capítulo XV Cómo conoció a Phiang Phathu Klumueang
Capítulo XVI Guillermo Vilas hoy

© 2022 Fripp/Editor + RCP

Álvarez Thomas 195 P2. 1427 CABA, República Argentina

[email protected]

Fotografía de tapa: Ramón Puga Lareo

Diseño de tapa: Pablo Alarcón - Estudio Cerúleo

Primera edición en formato digital: mayo de 2022

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto 451

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723

Di Salvo, Alfredo Luis

El Gran Willy : relatos inéditos del mejor tenista argentino / Alfredo Luis Di Salvo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Fripp/Editor ; RCP S.A., 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-48606-1-3

1. Tenis. I. Título.

CDD 796.34209

No se permite la reproducción parcial o total, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Prólogo

No se trata del primer libro sobre Guillermo Vilas ni tampoco será el último. Es que semejante ídolo, protagonista de una campaña tan extensa como exitosa, ha dado y seguirá dando motivos para escribirlos. Siempre habrá escritores deseosos de volcar sus experiencias, directas o testimoniales, como tampoco se agotarán los lectores ávidos de recordar o saber sobre uno de los deportistas más exitosos de Argentina y algo más.

La fórmula elegida por Alfredo Di Salvo ha sido la de entrevistar al formidable tenista, y volcar sobre el papel el contenido de numerosos casetes.

No corresponde aquí adelantar nada. El lector irá conociendo, a través de la idea del escritor, distintas facetas de la vida deportiva de Vilas, expresadas en las respuestas del deportista. Guillermo siempre ha sido tan prolífero en sus relatos, que una visión importante de parte del autor ha sido la de elegir los más jugosos y que marcan los pensamientos, siempre lúcidos, del protagonista.

Bienvenido todo libro sobre Guillermo Vilas, el ÚNICO. Una calificación que solo corresponde adjudicar a los elegidos. Porque ser único es mucho más que llevar el Número 1; una circunstancia feliz pero que no siempre tiene el mismo valor cuando se obtiene por poco tiempo o cuando el record cae en el olvido.

Guillermo ha sido único, aún después de finalizada su carrera oficial. Escribir sobre él entraña una gran responsabilidad. Su colosal trayectoria así lo exige.

Juan José Moro

Prólogo del editor

Con Alfredo Di Salvo nos habíamos conocido en julio de 2012. Hacía menos de un mes que River había vuelto a Primera División luego de su inesperada pesadilla de 2011 en la B del fútbol argentino. Me tocó editar los contenidos de un libro suyo sobre aquel aciago periplo Millonario y la alegría por el regreso a la “normalidad”.

Ocho años después empezamos a proyectar otro libro dedicado a Juan Román Riquelme. En eso estábamos, en su casa, cuando comenzó a hablarme de varios cuadernos de apuntes más veinte casetes que había grabado de conversaciones suyas con Guillermo Vilas. Me vio la expresión, se dio vuelta y subió a un banquito de madera para estirarse hacia un estante. Volvió con una especie de caja de zapatos polvorienta. Allí estaba su tesoro y la razón de este libro.

Haber podido rescatar estos testimonios de primera mano, y –finalmente, para eso se es periodista o editor– hacer que se conozca el pensamiento de tamaño personaje, ha sido una de nuestras mayores satisfacciones profesionales.

Roberto E. Volpe

Introducción

Después de más de un año de encuentros con Guillermo en el Vilas Raquet, y un montón de casetes grabados, logré plasmar la rica y apasionante vida deportiva del mejor tenista argentino de la historia.

Siempre como periodista soñé con escribir la vida de Guillermo Vilas. Siento una profunda admiración por su increíble trayectoria, su espíritu deportivo, el eterno sacrificio, la manera en que decidió su retiro y cómo fue manejando su vida.

En la Argentina, ser ídolo significa transitar por un camino complicado. Es necesario tener un férreo equilibrio y una conducta ejemplar para vivir tranquilo. Durante todo aquel tiempo, Guillermo me demostró ser un tipo sensible, de gustos sencillos, que desarrolló una vida ordenada y completamente sana. El sponsor de unas clínicas de tenis nos había invitado durante diez días a Cariló, y allí pudimos conocernos muy bien.

Un día le llevé a su casa todos los libros que había escrito hasta entonces; hoy ya suman veinte. Quedó atrapado con mi semblanza de Amadeo Carrizo, el gran arquero riverplatense, un amigo que falleció el 20 de marzo de 2020, a los 93 años. Lo hojeaba, pasaba las páginas, leía párrafos… En un momento, levantó la vista y me dijo:“¿Sabés que él fue y es mi ídolo? De chico me gustaba jugar de arquero. Y el primer partido que mi padre me llevó a ver, en el arco millonario estaba el Gran Amadeo…”.

Ninguno de los dos supo en ese momento, que aquel libro contribuiría a que me diera el “sí” para prestarse a las largas horas de grabaciones que son las que encierra este libro. Los continuos viajes y compromisos de Guillermo, hicieron que todo se postergase. Sin embargo, mi objetivo siguió firme, la persona y el personaje bien valían la espera.

Finalmente, en 2006, la mañana cálida del vigésimo día de enero, sonó el teléfono de casa. El reloj marcaba exactamente las nueve. Estaba triste por la derrota del “Mago” Coria ante Grosjean, en el Open de Australia. Desde las antípodas del mundo, la voz de Vilas sonó como música para mis oídos: “Estuve conversando con mi apoderado, Justo José de Urquiza Anchorena, y coincidimos en que seas vos quien refleje mi trayectoria, mi vida y tantas cosas que tengo para decir”· Tal vez, desde la muerte de mi hermano menor, Eduardo, ocurrida cuatro años antes en una cancha de tenis de muerte súbita, que no se humedecían mis ojos. Pero esa vez fue de alegría.

Por diferentes motivos, luego de mucho trabajo y esfuerzos mutuos, el libro nunca salió a la luz. Una cuenta pendiente que, confieso, me abrumaba.

Trece años después, el editor de mi anterior libro, “Riquelme. El Torero”, supo de este sueño postergado. De la existencia de todas esas cintas analógicas con la voz de Guillermo.

Hay un aspecto muy profundo que me brindó mayor fuerza, y es la difícil situación de salud por la que atraviesa Guillermo Vilas; un severo deterioro cognitivo en forma progresiva. Merece este homenaje, es el mejor tenista de la historia argentina.

Es mi deseo más profundo reflejar el sentimiento a cada lector, contar con legitimidad cada instancia de su intensa vida, revelar su esfuerzo y su constante lucha. ¡Con ustedes, GUILLERMO VILAS!

Alfredo Luis Di Salvo

Capítulo I

El crudo frío de Mar del Plata no acobardó al matrimonio Vilas, integrado por el prestigioso escribano José Roque –el querido Cholo para los amigos– y su esposa,María Isabel Beroiz, más conocida como Maruxa, para viajar a Buenos Aires un mes antes de la fecha prevista para el nacimiento de su primer hijo.

Así fue como Maruxa se internó en el Sanatorio Anchorena y el 17 de agosto de 1952, a las 17.25 horas, se produjo el alumbramiento de un varoncito saludable, muy corpulento y fornido; un bebé imponente, que por su contextura física resultó el comentario obligado del establecimiento.

Lógicamente, despertó una inmensa alegría en la pareja. Sobre todo en su padre, por ser varón y porque la casualidad quiso que tanto el padre como el hijo festejaran sus cumpleaños el mismo día: el escribano Vilas había nacido un 16, pero lo anotaron un día después. Víctor Manuel Goldar fue el testigo de ese nacimiento, según consta en la documentación correspondiente. Guillermo sólo dormía y comía, sin modificar para nada la vida familiar, y a los diez días la familia decidió retornar a la Ciudad Feliz, a la casa de la Avenida Colón.

Le pusieron Guillermo, una ocurrencia de su padre, por Guillermo ”El Conquistador”.Y en verdad fue un vidente, por lo que obtendría más tarde.

Una niñez maravillosa

En el verano de 1956, cuando tenía 4 años, se mudaron a una casa quinta cercana a la Avenida Constitución, lugar muy desierto en ese entonces, hasta que años después se transformara en una zona de boliches bailables. Eran todas calles de tierra, por lo que el jefe de familia decidió pavimentar toda la cuadra que llegaba hasta su casa. El chalet era muy confortable, luminoso, de tejas rojas y paredes blancas, con un enorme parque de juegos y gran cantidad de árboles frutales. Se encontraba ubicada en un descampado, en el barrio Caisamar, lejos del Centro. Cerca había una confitería bailable llamada Los Aromos, situada en el límite de la ciudad. La Estación de Bomberos estaba a tres kilómetros y la última parada de colectivo a dos.

Era una casa espectacular, había sido construida por un suizo millonario, que enamorado del lugar se había ido a vivir allí. Tenía todos los adelantos imaginables por entonces. Los suizos tienen fama de ser muy obsesivos con sus casas y esta no era la excepción. La arboleda era fantástica, con una variedad increíble de pinos. Tenía una gran entrada, en piedra, muy alta y decorada en los extremos con dos bolas gigantes; una extensa zona de frutales y otra similar de hortalizas, una hermosa casa de caseros y un quincho grandísimo. Eran más de tres hectáreas, muy bien aprovechadas. Vivían como en el campo.

La familia Vilas tenía dos líneas telefónicas, en la época en que se tardaba cerca de diez años en lograr la instalación de una. A Guillermo lo ubicaron al lado del garaje, porque de pequeña su hermana cantaba a toda hora y eso le impedía conciliar el sueño. A él –desde entonces– le entusiasmaba el silencio, especialmente a la hora de dormir. Era un motivo de constante pelea con su hermana. Tanto fue así, que finalmente tuvieron que darle una habitación del otro lado de la casa, bien lejos.

Por la mañana se despertaba y él mismo se preparaba el desayuno: con la cocina era sencillo ya que tenía encendido eléctrico, algo muy sofisticado para la época; sabía hervir la leche y hasta había días en que dejaba todo preparado para que desayunara el resto de la familia. Siempre fue muy ordenado y obstinado con sus cosas. Con esa característica consiguió que le dieran mucha libertad, una de sus pasiones en la vida.

Se levantaba temprano porque quería ir a jugar y sabía vestirse solo desde muy chico. Nunca le dejaba la ropa sucia para lavar a su madre. Al fin del día doblaba todo lo usado y lo dejaba dentro del ropero. Una vez por semana su madre retiraba toda la ropa, que no parecía estar sucia porque estaba dobladita, perfecta, y le dejaba la limpia: siete remeras, siete pantalones, siete pares de medias y siete calzoncillos, para usar durante la semana.

En muchas oportunidades, porque no quería que mamá trabajase tanto, usaba la misma ropa uno o dos días seguidos. Siempre procuré no llevarles preocupaciones a mis padres…

Una de sus características fue la de ser un niño muy observador y curioso. Investigando había descubierto que si se lastimaba después de comer la herida tardaba más en cicatrizar. Habitualmente vivía con raspones, porque siempre estaba trepándose a los árboles o atravesando la ligustrina con la bicicleta. Además, en esos tiempos todos los chicos usaban pantalones cortos, no existían los largos hasta entrada la adolescencia. Por lo tanto, sus piernas parecían adornadas de latigazos.

En la casa cada baño tenía su botiquín completo. Cuando lo curaban con la clásica combinación de agua oxigenada y alcohol, él observaba todo y sabía que la espuma delataba una posible herida infectada y que debía higienizarla hasta que desapareciese. Había aprendido con atención el proceso, para después poder curarse solo. Una de sus herramientas más atractivas era la independencia. Disfrutó de una infancia fantástica, porque siempre trató de encontrar en cada cosa su límite y su belleza. Amó lo que tuvo. El hecho de que hasta muy grande conservara todos los juguetes que utilizaba de chiquito, se debía exclusivamente a que su madre los guardó y él nunca los rompió. Con ese código se manejó siempre, con la consigna de guardar, guardar y guardar…

En su infancia no hubo cosas transcendentales, porque todo lo hecho le representaba un gran logro. Vivía en la mayor de las alegrías. Se levantaba a las 7 de la mañana y volvía a la cama a las 8 de la noche. En ese ínterin, salvo las comidas, se la pasaba andando en bicicleta por todos lados y subiéndose a su árbol preferido, que era un nogal.

Con la bicicleta que le habían regalado consiguió adquirir un dominio sorprendente. Podía hacer cualquier cosa, lo que se le ocurriese en todo momento.

No recuerdo haber pasado en el campo un solo día de mi vida en que, aun cuando ya había crecido y me quedaba pequeña, no diera una vueltita montado en ella. Es que me gustaba tenerla viva. A pesar de que mi padre me había comprado otras bicicletas y un cuatriciclo, todos los días volvía a la bici más chica.

Tenía la competencia incorporada

Competir siempre estuvo presente en él. Se desvivía por batir récords en bicicleta. Por momentos creía ser ‘El Tano’ Delmastro, que era el monstruo del ciclismo de esa época. Si competía en auto era Juan Gálvez. Cuando llegaban los Juegos Olímpicos y corrían cien metros o saltaban la valla, Guille probaba hacer lo mismo, aunque los golpes que se daba dolieran. Todo lo que la gente hacía, intentaba hacerlo mejor, y más rápido.

En los días de lluvia tenía que agudizar el ingenio. Mientras su abuela y su madre tejían, y su hermana Marcela –tres años menor, nacida el 29 de agosto de 1955 en Mar del Plata– jugaba a la rayuela, buscaba cómo entretenerse con algo, siempre que fuese competitivo. Inventó una carrera de autitos: les ponía plomo y con plastilina los preparaba para correr sobre una pista que dibujaba con tiza sobre el piso. También se distraía con las figuritas, con las bolitas era imbatible y practicaba muchísimo: les ganaba a todos los de su clase y llegó a tener una bañadera repleta de bolitas. Hasta aprendió a tejer, confeccionando echarpes, sombreros y vinchas. Después, con uno de sus caseros peregrinó en un telar y terminó construyendo uno propio. Es decir, los días de lluvia chequeaba lo que hacía su entorno y asimilaba cosas nuevas.

Mis tíos jugaban al rugby y me traían los botines de todos los jugadores para que le sacara a cada uno el barro, les pusiese papel de diario para sacarles la humedad y luego le pasara grasa a la pelota. Vivía ocupado y trabajando, para mí no existía el aburrimiento…

En esas tres hectáreas, además de jugar y cometer travesuras comía todos los frutos que iban madurando. En la casa vecina vivía el doctor Palá, que cosechaba frutillas y tomates.

Fue muy gracioso, porque en un año le comí toda la cosecha. Se dio cuenta que algo extraño pasaba y descubrió que era yo. Al siguiente, Palá le recomendó a mi madre: ‘Cuide a su hijo y que no me coma la cosecha, porque nuevamente volví a sembrar frutillas y tomates.

Un día mi padre me puso límites y mirándome a los ojos dijo: “Vos representás a la familia y cuando tu comportamiento no es correcto, me avergüenza”. Ese reto fue suficiente.

El padre le regaló una plaza

Estuvieron en obra en la casa durante varios días, trabajando con elementos de formas rarísimas. Cuando terminaron, su padre lo llamó y le dijo, entusiasmado: ‘Esto es una plaza. Es para vos y tu hermana’.

Sí, me hizo un regalo muy especial. Me puso muy contento. Cuando se fue, me quedé mirando aquella hermosura. Creo que papá no sabía que yo nunca antes había visto una plaza. Por lo tanto, no entendía para qué servían esos extraños aparatos: un subibaja, una calesita con un manubrio en el medio y un tobogán chico, al que subí por todos lados. ¡Muy divertido!

Había también una hamaca, pero Guillermo no sabía usarla y como estaba solo nadie podía asesorarlo. Un día, acompañando a su padre en el auto, pasaron por la Plaza Colón y pudo observar a un chico hamacándose parado y a otro sentado. Ahí fue cuando prestó atención y copió la técnica, que luego aplicaría en la plaza hogareña. En esos tiempos se podía aprender de dos maneras: mirando o que alguien te enseñe. Todavía no existía la televisión, menos aún Internet.

Cierro los ojos y veo a mi madre cosiendo. Siempre fue muy hacendosa y le gustaba hacernos la ropa a medida, tanto a Marcela como a mí. Inclusive, cuando jugaba al tenis mi madre imitaba la ropa de marca ‘Fred Perry’. Las prendas eran hechas por ella, y hasta les bordaba el laurel perfecto. Tenía una prolijidad admirable.

Por su intensa actividad física, la transpiración y el frío conspiraban para que pasara resfriado varios días en cama. Su madre se enojaba terriblemente, pero Guillermo no aceptaba pasar los días necesarios de recuperación. Al final sufría recaídas y estaba mucho tiempo enfermo, le dolía la cabeza y mostraba un decaimiento general. Enseguida llamaban al médico de la familia, que era el doctor Actis.

Traía unas inyecciones que eran caños de cloacas. Con mi hermana temblábamos por el pinchazo. Sinceramente, odiaba esas inyecciones…

Como profesional, el doctor se manifestaba muy afectuoso y manejaba una especial manera de conversar. Fue el responsable de que Guillermo abandonara su hermosa letra de caligrafía por la inentendible de su médico. Le había parecido ‘piola’ imitarlo en eso de escribir cosas que nadie podía leer. Así fue cómo comenzó con sus garabatos.

En esa época, tanto la policía, los bomberos, como los médicos, eran personajes a los que la gente prestaba especial consideración, existía por las suyas un respeto mayor al de otras profesiones. Tal vez, pienso, existiese cierta obediencia simple, que la sociedad entendía como una causa común, tendiente a estar bien, no enfermarse y no tener problemas.

Me dolían las inyecciones, me sentía mal, no tenía ganas de comer, el remedio que me inyectaban me provocaba más calor, transpiraba el triple que antes y, sin embargo, mejoraba. La reflexión que hice fue: ‘Cuando uno tiene un problema debe sufrir mucho más para poder estar bien, y resulta más importante prevenir las cosas que dejarlas pasar’.

Por ejemplo, yo no entendía por qué mi padre trabajaba sábados y domingos. Lo acompañaba a poner sellos y ordenar documentos y le preguntaba: ‘Si mañana vas a trabajar ¿por qué tenés que venir hoy que es domingo?’. Y me respondía: ‘Lo que quiero es trabajar cada vez menos, entonces, para trabajar cada vez menos tenés que trabajar cada vez más...’. Al principio no lo interpreté. Me volvía a explicar que cuando vos trabajás más, más y más... llega un momento en que todo se vuelve menos. Y que no había peor cosa que hacer lo mismo todo el tiempo.

Recuerdo que el viejo me contaba: ‘En el día tengo muchas horas libres y las trabajo, mientras que otra gente no hace nada. Pero así yo cada vez voy a trabajar menos’. Y era cierto, notaba que cada año papá trabajaba menos, y era porque tenía todo más organizado, de alguna manera también era una forma de prevenir. Esa enseñanza me quedó muy grabada. Con el tiempo, como suele ocurrir, me di cuenta que tenía razón.

Como a la mayoría de los chicos, le enloquecía tener mascotas. Guillermo tuvo dos. Un perro llamado Califa y una perra a la que bautizó Laika. Califa, en homenaje al perro, ya muerto, de don Gaetano Gigli. Don Gaetano, a quien los Vilas apreciaban mucho, era el contramaestre del Club Náutico y dueño de una famosa lancha llamada “Colibrí”.

Laika era de raza boxer. La había elegido no por ser la más linda, sino porque era la que más lo seguía. Además, lo conmovieron sus defectos físicos, y la llevó a su casa. Ese nombre surgió en recuerdo de la pionera de los viajes espaciales del Sputnik 2. Le causó mucho dolor que los rusos la hubiesen sacrificado para estudiarla. Lo consideró una barbaridad: por ser la primera estimó que habría merecido más respeto.

Su inolvidable camino por el colegio

El paso del tiempo, implacable, lo llevo al momento de ir al colegio, a fines del verano de 1958. Resultó un cambio importante en su vida.

Aterricé en un lugar horrible, lleno de gente monótona. Se vestían todos iguales y no se conocían. Inmediatamente pensé: ‘Acá hay dos ciudades, una para grandes y esta, para chicos’. Odiaba ir al colegio: la primera recomendación que me dio mi padre fue: ‘Guillermo, vos tenés que obedecer todo lo que dicen los profesores’.

Llevaba seis meses en Primero Inferior, en el Instituto Peralta Ramos de los Hermanos Maristas. Un día, el profesor le dijo:

—Te observo y veo que siempre estás enojado. ¿Qué te pasa?

—Sucede que no sé… para qué sirve todo esto. ¿Para qué?

—En este lugar están para aprender, y después ser lo que son sus padres.

—¿Por qué todo lo que tenemos que hacer nosotros es igual y todo lo que hacen los padres es distinto?

—Para interpretar eso tenés que comprender diversas situaciones que te servirán para saber qué querés después. Porque habrá mucha gente que va a ser igual que vos, pero no todos.

Ahí me explicaron que había una cosa superior, que era la ley. Que para poder hacer lo que uno quiere, tiene la obligación de cumplir con la ley. Eso me impresionó mucho.

El profe era muy bueno, de una envidiable paciencia y muy inteligente. Era el Hermano Félix, un ser que me marcó para siempre con sus enseñanzas. Para que se entienda mejor, puedo decir que por él finalmente encontré fundamentos racionales que me hicieron entender la necesidad de estudiar.

En el Museo de Mar del Plata, donde se exhibían todas sus pertenencias, tuve la oportunidad de observar los boletines de calificaciones, y en ninguna materia bajaba de 9 puntos. Siempre apuntó a la excelencia

Era muy estudioso y quería ser el mejor. Cuando terminó el primer mes hubo una reunión de padres, donde decían: ‘El mejor alumno ha sido Mengano, el mejor compañero fue Fulano, la mejor nota en Religión fue la de Zutano...’.

A la tarde pregunté:

“Perdón, pero no sabía que había tanta competencia. ¿Cómo es esta historia? ¿Cómo se logra ser número uno?”.

La forma era acumular puntos; con asistencia, es decir venir todos los días (cosa que yo hacía), no llegar tarde (esto lo hacíamos a medias, porque veníamos desde lejos).

Apenas regresé a casa fui a ver a papá y le dije: “Tenemos que mejorar algunos aspectos, porque quiero ser el primero a fin de año y recibir el premio”. A partir de ese día, con mi viejo empezamos a levantarnos más temprano. Desde chico siempre busqué identificar la razón de cada cosa, y qué hacía yo por mejorar.

La Religión era una de las materias preferidas por Guillermo, así que cuando sumó más años incursionó en la Teología. Posteriormente, por una teoría que escribió fue distinguido en el colegio.

–Sí, recibí un interesante reconocimiento por un análisis de doctrina religiosa que se me ocurrió escribir. Se refería a que el ateo no podía ir al cielo porque no creía en Dios. La reflexión que hice en aquel momento fue que si vos no creés en Dios no podés ir al cielo, pero si creés en algún Dios, aunque no sea el verdadero, lográs ingresar al Reino de los Cielos. Había que tener una creencia para ir al cielo. En esa época se consideraba que la persona que era atea no ascendía al cielo. Y yo escribí en mi teoría que: “... el ateo también puede viajar al cielo porque él cree en algo, cree en nada. Tiene una creencia: que no hay Dios. No es que lo niegue sino que cree que no existe. Entonces Dios, que es Todopoderoso y perdona todo, debe entender que es una manera de pensar válida”. Al poco tiempo, mi teoría salió publicada en una de las Encíclicas Papales y al felicitarme la leyeron en el colegio.

Fue competitivo desde muy chico, porque le gustaba interpretar, hacer una lectura correcta del juego, y ganar. Recordó que su profesor de tenis hizo que se desarrollara en el frontón durante tres años, sin ingresar a una cancha. “¿Por qué?”, le preguntó. “¿Querés ser jugador profesional?” Sí, le respondió. “Entonces haremos un entrenamiento distinto a los demás”. Después se enteraría que a los otros chicos les había formulado el mismo interrogante. Pero con Guillermo habría de ser mucho más exigente: inmediatamente advirtió en él condiciones diferentes a las de todos.

Ahora bien, el colegio sí era muy competitivo, por un profesor llamado Jorge Alvear, que era fanático de los deportes. Él hizo comprar la Villa Marista, que era un predio gigante, donde había tres canchas de rugby y seis de fútbol ¡Algo fantástico! Además fundó Biguá, un exitoso club de rugby, y después Sporting. También le enseñó a nadar a medio Mar del Plata. Este profesor nos orientó mucho hacia el deporte y lo practicábamos a full. Ese colegio fue algo muy singular para la época, porque se dio la conjunción de un profesorado de Maristas espectacular, sumado al profesor Alvear, que era un genio.

Estaban todo el día en el colegio estudiando y, además, habían puntos de calificación extras por destacarse en los deportes. Concretamente, el sistema resultaba muy competitivo. Se podía practicar hándbol, vóley, fútbol, básquet...

Había chicos que no se enganchaban en los deportes, o estudiaban menos y hacían solo deportes. Willy hacía todo y se anotaba en todos, y en la mayoría de los casos era el capitán. Los torneos de fútbol se organizaban al mediodía; él participaba con gran entusiasmo y a su padre le encantaba llevarlo. Una dupla perfecta...

Pobre viejo, se quedaba a ver todos los partidos que jugaba. Siempre demostró tener un notable apego conmigo y a mí me producía una tremenda felicidad estar con él. Mamé desde muy chico esa competencia. Cada grado tenía “A” y “B”. Los “A” estaban orientados a las carreras comerciales y el “B” a sociales, como abogados, escribanos. Yo estaba en el “B”, porque cuando me preguntaron qué quería ser les respondí abogado o escribano. La trayectoria de mi padre tenía en mí una gran influencia…”.

Todos los años se organizaban olimpíadas que duraban una semana y que les ocupaba todo el día. Además, Guillermo ya había comenzado a jugar tenis. En ese ambiente comenzó a forjar el espíritu y la actitud de ser un profesional en serio.

Su fascinación pasaba por figurar en el Cuadro de Honor, y en el primer lugar. Para lograr su cometido apelaba hasta al ridículo.

En una oportunidad el profesor me observó lo siguiente:

“Vilas, le digo ‘firme’, pero usted se pone tan firme que se dobla hacia atrás.

Eran posiciones absurdas que utilizaba para hacerme notar, argumentos que usaba para ‘hacerles el bocho’ a los profesores.

“Le voy a poner diez. Ahora, si mañana vuelve a tomar esa posición, puedo llegar a aplazarlo...”, agregó el profesor. Los curas me conocían. Al otro día estaba parado normalmente, como todos los demás, pero ya tenía un diez. De esta manera iba logrando objetivos”.

Pasaba alguno a escribir al pizarrón y yo le preguntaba al Hermano: “¿Por qué pasa él y no yo?”.

“Porque él tiene mejor caligrafía que vos”…

Desde ese día comencé a estudiar caligrafía como loco. Al mes, el único que escribía en el pizarrón era yo. Era una permanente y sana competencia. Había premios y castigos. El que hacía mejor las cosas era premiado, lo conocían... y era popular. Mi vida fue competir y lo hacía siempre. Vivía obsesionado con ser alguien que descollara con respecto al resto, con superarme día a día y ser el mejor, preocupaciones que ocupaban mi cabeza y mi tiempo. A pesar de eso, siempre ayudaba a los demás. Me gustaba colaborar, pero también esperaba que me lo agradecieran.

Además de ser un competidor de raza, también le producía orgullo recibir premios. En el Náutico se organizaban torneos de natación, de remo, básquet, vóley y, por supuesto, de tenis los fines de semana. Cada torneo finalizaba con una fiesta y allí se entregaban los premios. En el colegio pasaba lo mismo. La fiesta de fin de curso se hacía en el cine Ópera y sobre el escenario recibían las distinciones.

Cuando supe que los abanderados nunca o rara vez se destacaban en la vida pese a ser grandes ‘bochos’, o se separaban de sus parejas o no desarrollaban carreras importantes, yo preferí ser premiado en Religión. Un tema apasionante, que estudiaba mucho y que era mi materia preferida. Además, así subía al mismo escenario que los otros y me emocionaba con los mismos aplausos. Mi ambición era estar entre los consagrados.

En el club también se premiaban todos los logros. No sólo quería ganar, sino subir al escenario y que la gente me aplaudiese, porque me sentía halagado y correspondido con mi esfuerzo. Se dio la coincidencia que en los dos lugares donde me formé, tanto en el Náutico como en el colegio, lo importante era la competencia. El objetivo de estas dos instituciones era formar una sociedad de actitud superadora. Mi padre me puso en estos dos lugares, seguramente con absoluta premeditación. Hizo, de esta manera, que yo diera lo máximo y que obtuviese un premio por el sacrificio realizado. Me formé en la competencia en un club fantástico y en un colegio increíble. Si eras el mejor tu lugar era el del mejor.

José Roque Vilas. Un notable reconocimiento

Su padre era una persona muy noble, hiperactiva. Estaba más tiempo en el estudio –adonde iba inclusive los sábados y domingos– que en su casa. Además de la escribanía, que era muy conocida, tenía una empresa pesquera. Fue presidente del Club Náutico y fundó las escuelas de yachting y de remo, fue presidente del Automóvil Club y del Club Mar del Plata. También organizador del circuito Mar y Sierras de Turismo Carretera.

Yo le bajé la bandera a cuadros a muchos corredores, como a Juan Gálvez. Mi viejo me tenía en brazos y yo bajaba la banderita. También se ocupó de organizar la carrera de Fórmula 1 en Mar del Plata. Siempre me hablaba de esa competencia donde a Fangio se le rompió el caño de escape y terminó con el guante y una mano quemada, una acción de arrojo que fue muy recordada y valorada por la multitud.

Papá era amante de la cultura. Para obligarse a leer se empleó ad honorem en la biblioteca y leyó todos los libros que pudo. Así consiguió ser una persona muy ilustrada.

Tenía una costumbre notable: si había mal vino no tomaba y si no había vino no comía. Uno de los problemas que surgió en el hospital, cuando estuvo internado, fue que le tuvieron que traer la comida de un restaurante, porque se negaba a consumir la del hospital. Me decía: “¡Guillermo, yo no puedo comer mal!”. Se fue recuperando con la que yo le traía de afuera. Como su problema era neurológico, necesitaba generar estímulos y él lo lograba con una comida apetitosa, eso lo descubrió una doctora amiga mía.

Otra cosa que es interesante resaltar de papá, es que odiaba bajar de nivel social. Recuerdo que decía: “Vas a comer caviar el día que lo puedas comer todos los días... porque en la vida lo peor no es tener mucho o poco dinero, lo peor es bajar de nivel. Si vos comiste siempre sándwich de salame y no te da para el de chorizo, seguí con el de salame. Comprá un auto que puedas mantener toda tu vida, viví en una casa de la que puedas afrontar los gastos de mantenimiento siempre. Él consideraba que descender de nivel social mataba al hombre.

A los 18 años su orgullo fue tener doce trajes y cuatrocientas botellas de buen vino. Un día le pregunté si éramos ricos y me respondió que no me iba a hablar por una semana. Y por una semana no me dirigió la palabra. Fue terrible, nunca más toqué el tema del vil metal, ni nada por el estilo.

Indudablemente, el escribano Vilas era una figura en Mar del Plata, también conectado con la política. Era frondizista y admiraba mucho a Hipólito Irigoyen; tenía la foto del ex presidente en su casa. Observaba a la política desde una posición mundial. En esa época se había publicado: El Desafío Americano, un libro que lo marcó mucho. Fue una persona de mucho peso en la ciudad; como escribano tenía el Registro número 7.

Luego aparezco yo en el deporte, y estaba obligado a ganar, porque el deporte con sus victorias otorgaba un lugar de preferencia en la sociedad, un nombre y apellido conocidos. Esto me servía para edificar mi propio prestigio. Papá cuando ganaba me halagaba, felicitándome; pero también corrían mis riesgos. Las derrotas eran tremendas.

Recuerdo cuando jugué mi primer campeonato argentino y perdí la final con Rafael González Bosch, después de haberle ganado en semifinales a Mastelli, que era el número uno. Terminé segundo y mi padre se enojó. Me dijo: “¡No ganaste nada, perdiste! Cada vez que veo esa copa me siento mal”. ¡Me quería morir...! Fue muy duro. No podía creer que me lo hubiese reprochado de esa manera. Fue un hecho muy doloroso para mí, porque me lo dijo a los 11 años. Ese día me golpeó mucho. A la noche se fue a cenar con mi madre y me dejaron solo. También es cierto que durante la final lo había provocado. Mi padre quería darme consejos sobre estrategias de juego y yo para que no me hablase pasaba por el otro lado. El viejo ese día se enojó en serio, ja, ja, ja... Cada uno tenía lo suyo...

Era loco por los langostinos. El barco que los traía lo llamaba por teléfono, él iba y se los comía ahí mismo. Siempre tuvo los autos que quiso y a pesar de haber ganado mucho dinero, pero mucho dinero, prefería pasar inadvertido.

El ‘Cholo’ Vilas murió el 3 de agosto de 1992, a los 73 años. Ha dejado un legado importante, que Guillermo siempre sintió poder cumplir. No ahorró emoción a la hora de recordar su despedida.

Fue algo muy raro. Yo antes de tomar los vuelos siempre lo llamaba desde los aeropuertos. Una vez le dije: “Estoy yendo a jugar a Brasil, termina el torneo, vuelvo a Buenos Aires y nos vemos...”. Y me respondió: “Quiero decirte que he sido muy feliz, que lo pasé fantástico –hablaba todo en tiempo pasado–, que no necesito nada, que he vivido la vida que siempre quise vivir y ha sido gracias a vos…”.

La revista Gente publicó la foto del momento en que él mantenía esa conversación conmigo, sentado en una reposera. Terminó diciendo: “¡Guillermo, me diste todo lo que yo quise...!”. Y ahí le sacaron la foto que tengo guardada. Enseguida le pregunté: “¿Por qué me hablás en pasado...?”. Hizo un breve paréntesis y contestó: “Por nada, por nada...”.

Sin duda se estaba despidiendo. Lo entendí así; por los altoparlantes me llamaron a embarcar y se me llenaron los ojos de lágrimas. La angustia que sentí fue impresionante. Yo tenía que jugar en Curitiba, contra Patrick Rafter(1). Hace poco me encontré con él y me recordó aquel conmovedor episodio.

Como padre resultó ejemplar. Construyó una casa de ensueño para que la disfrutáramos en familia. Amó y respetó siempre a mi madre y nos brindó mucho cariño tanto a Marcela como a mí. Fue un modelo de vida que pienso continuar. Vivió en su propio mundo y es un poco lo que hice yo.

Guillermo recordó la primera vez que su padre lo llevó a una cancha de fútbol, eligiendo, a pesar de ser hincha de Boca, ir al estadio Monumental. Sin quererlo –o queriendo– provocó así una competencia extra.

Ese día jugaba mi ídolo, Amadeo Carrizo. ¡El gran Amadeo! Para mí representó lo máximo en el arco. Demostraba tener una visión extraordinaria, tanto del área como debajo de los tres palos. Si mal no recuerdo, el Pato Fillol me contó que aprendió mucho de él. Tenía una convocatoria asombrosa: la gente iba a la cancha a ver a Amadeo. Llegó a prestigiar su puesto. Por algo el día 12 de junio, el de su cumpleaños, se celebra el “Día del Arquero”.

Fuimos con dos compañeros del colegio, fanáticos de River. Yo estaba entusiasmado porque el fútbol me encantaba. La hinchada comenzó a putear y a decir barbaridades. Imprevistamente, el técnico lo sacó a Carrizo, que se retiró de la cancha visiblemente molesto. Y se dio este diálogo:

—Papá, ¿por qué lo sacó si él no quería salir?

—El cambio lo decidió el director técnico...

—¿Quién es el técnico para sacar a un jugador a quien la gente vino a ver jugar, y que además estaba atajando bien?

—Guillermo, el que dice quién juega, quién sale y quién entra, es el técnico, aunque a vos no te guste.

—¿Cómo puede ser que un tipo saque al ídolo máximo? ¿Hay alguien con más poder que un ídolo?

—Sí. El director técnico.

—Esta deporte no me gusta. A mí dame uno donde nadie te pueda sacar. ¡Qué joder...!

—El tenis –que era el terreno adonde mi padre quería llevarme.

Las puteadas no me gustaron, y lo que más bronca me dio fue la arbitrariedad del técnico. Me pareció una locura la decisión y además con su actitud perjudicó el espectáculo.

Nada de lo que hizo el ‘Cholo’ Vilas fue casual, estaba todo fríamente calculado. Ni haber ido a la cancha de River, ni tampoco después disfrutar del tenis. Lo había planeado con anticipación.

Fuimos a ver un partido que jugaban Fredy Otzet y Hadley Cooper. Lo miro a mi padre y le digo:

—¿Qué nombres son ésos?

—Uno es inglés y el otro creo que es vasco, español.

La cuestión es que Fredy jugaba con la marca Fred Perry, espectacular, y Cooper con un conjunto de ropa que nunca había visto. La gente gritaba: “¡Bravo, Hadley!”, y hablaban en un idioma rarísimo, demasiado ‘bienudo’.

Durante el partido, papá me contó que los mejores viajaban por todo el mundo, que los torneos no eran como acá, que duraban cuatro fines de semana, sino que jugaban una semana en cada lugar, en todos los continentes, que te pagaban todo para ir. Enseguida exclamé: “¡¡Qué bueno…!!”.

—Sí, te pagan el viático y la estadía, pero para vos no hay un mango...

—Pero está bien… Como, duermo y juego...

En ese entonces tenía 7 u 8 años y pensaba que en el mundo todos ganaban lo mismo, no tenía noción del precio, ni del pobre y del rico, para mí todo era igual.

Como advirtió que no entendía lo que me estaba contando, pensó que era necesario explicarme lo que significaba el valor del dinero:

—¿Sabés que no podrás tener auto?

—Si estoy viajando, para qué quiero el coche. No lo puedo llevar conmigo. Además, te llevan a todos los lugares. Como bien, duermo y juego…

También me aclaró mi padre que había un campeón, el que ganaba volvía a jugar y el que perdía podía volver, pero no era seguro. Entonces, me subrayó: “Tenés que aprender a ganar”. Me quedé pensando, porque eso no era poca cosa..”.

Pero la cuestión es que el tenis, poco a poco, le entró perfecto. Lo que tenía de bueno le gustaba, y lo que le faltaba no lo molestaba tanto. Por ahí sentía alguna resistencia a estar lejos de casa, pero después volvía y se llevaba bien con todo el mundo. Para un chico, jugar todo el año a algo que le gusta es una situación única y fantástica. Su padre le ‘doraba la píldora’ para que se fuese del fútbol. Lo hizo tan bien que compró enseguida. Así empezó para él otro asunto: el tenis.

Gracias al tenis mi padre, de repente, me encontró mucho más ordenado. En Buenos Aires él me llevaba al hotel Dorá, en Maipú 453, donde conocí al gran corredor de autos, Oscar Cabalén, también al escritor Jorge Luis Borges, que almorzaba en ese lugar. Al lado estaba la Galería del Este, que fue donde yo comencé a escribir, buscaba obras de poesía y compré varios libros. Tuve la oportunidad de relacionarme con Pérez Celis y el escritor peruano Mario Vargas Llosa.

Por televisión veía los famosos Sábados Circulares, de Nicolás Mancera, y Sábados Continuados, de Antonio Carrizo. Papá me dejaba allí a las cinco de la tarde y me quedaba pegado a la televisión hasta las diez de la noche. A esa hora me traían la cena a la habitación, que consistía en medio pollo o un bife de chorizo, dos ensaladas completas y manzanas. Después se iba con mi madre a ver algún espectáculo y cuando regresaban ya estaba durmiendo.

Por la mañana desayunaba bien temprano y me llevaba a entrenar en el club hasta las ocho de la noche. Es decir, estaba todo muy ordenado. Podía estudiar y jugar tenis sin inconvenientes. Jamás les traje una complicación, mi vida era extremadamente sencilla y hacía lo que me gustaba. Nunca fumé, no tomé alcohol, no tenía amistades dudosas, nada. Vida absolutamente sana, y así era muy feliz, no me interesaba otra cosa.

El marplatense

Su definición del oriundo de Mar del Plata es muy particular: “gente linda, pero distinta y diferente a cualquier otra”. Habitantes de una ciudad muy especial que tiene doble vida: una en verano, donde cada uno puede hacer lo que quiere y nadie se da cuenta de nada; y otra muy distinta el resto del año. Aunque en verdad las cosas han cambiado, como la economía, por lo cual ya no se trabaja solamente tres meses del año, y la sola temporada no alcanza.

El marplatense es totalmente distinto, de características diferentes a las de otros lugares. No tiene nada que ver con el común de la gente. ¿Cuál es la razón de eso? No sé. Puede ser el salitre del mar, el óxido, pero yo creo que es el viento. El viento marplatense te deja totalmente atontado, la temperatura del agua tiene influencia en las facciones del rostro. Pero es el viento el que creo hace a la gente tan cabeza dura. También la obsesión del mar marca firmes rasgos de personalidad.

Pero el viento es un factor característico. Yo he jugado en Mar del Plata de un solo lado, en la cancha contra el viento, y la pelota volvía. La tiraba alta y fuerte y el viento la devolvía. Algo que no ocurre en ninguna parte del mundo. En invierno todas las canchas estaban ocupadas, porque la gente no laburaba. Había una gran vida de club. Hay que comprender e interpretar esos tiempos, la gente tenía otros parámetros, distintos a los de ahora.

Vilas hizo una explicación meticulosa sobre el motivo por el cual se vestía de negro. Dijo que era algo que llevaba adentro. Consideró que se relacionaba con un factor genético, que venía de familia. Por ejemplo, su madre se casó de negro.

Además es un color que no pasa de moda y es muy rockero. La primera persona que vi de negro fue Juliet Grecó, la primera cantante existencialista. El negro es un color que llevó a la música Andy Warhol, considerado el fundador del llamado Pop Art, que tuvo una reflexión célebre, cuando dijo: “En el Siglo XXI todo el mundo va a tener quince minutos de fama”. ¡¡Genial!!

El tenis

El concepto y la vida del tenista lo encandilaba, viajar y jugar por todo el mundo era fascinante. Lo que no sabía era cómo enganchar en el circuito, porque debido a su nivel de exigencia se percibía malo, tenísticamente. Es decir, Guillermo no vislumbraba poder adquirir un lugar en el mundo del tenis. Hasta que aparecieron los torneos, la herramienta que le estaba faltando.

Y mi ‘profe’ me dijo: “Si vos ganas torneos, irás subiendo de categoría y tendrás acceso a otros lugares para jugar. Así fui encontrando una respuesta racional, porque era un mundo distinto y desconocía cómo funcionaba la cosa. Veía tipos jugando, pero tenían treinta años y yo seis, entonces descubrí que había torneos para infantiles.

El plan fue: tres años de frontón, jugar los internos y después viajar a Buenos Aires. Se instaló en el Club Náutico de Mar del Plata, donde su padre era el presidente. Jugaba desde chiquito, de ocho a nueve horas por día, todos los días. Había canchas de tenis pero no había chicos, o sea que el frontón era el lugar adecuado.

Estaba tan a gusto en ese lugar que cuando me venía a buscar papá, le decía:

—No terminé. Acá estoy muy contento...

—En casa los horarios son más elásticos, pero en el club no. Ya es hora de irnos –respondía.

Acordaron que los fines de semana lo llevaran a las 7 de la mañana, luego almorzaba en su casa y volvían, así hasta la tardecita. Se pasaba todo el día en el club. Ese sistema lo practicaron durante el primer año, después ya se quedaba a comer cuando se creó el menú tenístico del Náutico y se empezaron a quedar los catorce chicos que integraban la escuelita.

El factor desencadenante para que estuviese en el Náutico, fue que su padre quería preservarlo. Como estímulo le prometió que si jugaba bien competiría en Buenos Aires. Desde ya, la proposición lo movilizó e hizo que intensificara el entrenamiento como loco.

Una bisagra importante fue cuando cumplió diez años y participó del Torneo Argentino e interpretaron que no tenía chances. Lo que pasó fue que hasta su padre ignoraba que se había preparado en serio. Llegaron a la final los dos marplatenses: Rafael González Bosch y Guillermo Vilas.

Entonces me llevó a otro torneo para probarme, y lo gané; y a otro, y también lo gané. Ahí mi padre se sintió desbordado. Tanto es así, que cuando una noche mi madre le preguntó: “¿Qué vas a hacer con nuestro hijo...? ¡¿Qué pasa si gana todo!?”. Papá le respondió: “No va a ganar todo. Recién empieza...”.

Hasta que Guillermo lo enfrentó, diciéndole: “Quiero jugar el Orange Bowl...”. Y ahí el padre se dio cuenta que la cosa iba en serio y era mucho más fuerte de lo que imaginaba.