El hijo de míster playa - Mónica Maristain - E-Book

El hijo de míster playa E-Book

Mónica Maristain

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Apoyada en una amplia documentación y en un tono íntimo, El hijo de Míster Playa traza la cartografía del recorrido vital de Roberto Bolaño (1953-2003) a través de las personas que lo conocieron y de las anécdotas que de él se atesoran. A partir de un collage de opiniones, recuerdos y voces, la autora nos relata su juventud en Ciudad de México, lugar en el que abandonaría definitivamente la educación formal para dedicarse de lleno a la literatura, sus años posteriores en Barcelona, Gerona y otras localidades españolas donde el autor de Los detectives salvajes deambuló durante varios años en empleos precarios y mal pagados en su largo camino para llegar a convertirse en un escritor reconocido. Hasta la última etapa de su vida en Blanes, el pequeño pueblo de la costa catalana donde se instaló definitivamente; el profundo amor por sus hijos, el dolor de la enfermedad y la escritura contra el tiempo de su obra cumbre, 2666. Un retrato de una figura contradictoria y genial hasta su muerte ocurrida en 2003 en plena madurez creativa, cuya obra sigue sorprendiendo por la potencia de su prosa cada vez más viva.

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Mónica Maristain

El hijo de Míster Playa

ISBN: 978-956-9974-32-8
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El hijo de Míster Playa

Mónica Maristain

Una semblanza biográfica de Roberto Bolaño

El hijo de Míster Playa

Mónica Maristain

De esta edición © Alquimia Ediciones, 2017

Colección: Umbrales de memoria

Edición y notas: Mónica Maristain

Correcciones: Felipe Reyes Dirección de colección: Guido Arroyo González

Diseño editorial e ilustración: Nicolás Sagredo

Agradecimientos:

A Martín Solares, por la confianza. A Guillermo Quijas, por la confianza y la paciencia. A Ricardo House, por las entrevistas, por la complicidad.

A Melina Maristain, por las transcripciones y el amor. A Alejandro Páez Varela, él sabe por qué.

A la memoria de Luis Alberto Spinetta,

con todo respeto,

con toda humildad,

con todo el amor.

hay como un ruido de campanas

y una tormenta el viejo escalofrío viene a tocar las sienes

es un hacha en el vientre bajo la mirada que se abre hacia una multitud

me preguntaba si dormido en la escollera

como un vagabundo fuiste desmesuradamente tierno o apabullante

si cuando mojabas la punta del cigarro te hacías marrón o sin sentido todo esto es presagio pero en la almohada hay muros salitre verano de medias caídas hasta los tobillos

redondeces

tendrás ebre. punto. será así. dos puntos.

como viudos nos dejarás y boquiabiertos

Introducción

Cada vez que pienso en Roberto Bolaño, me viene a la memoria un poema que sé, precisamente, de memoria: “De finiciones para esperar mi muerte”, del gran letrista de tango y poeta argentino, Homero Manzi: Sé que mi nombre resonará en oídos queridos/ con la perfección de una imagen./ Y también sé que a veces dejará de ser un nombre/ y será un par de palabras sin sentido.

Resuena en mí sobre todo el verso “con la perfección de una imagen”, porque a tan pocos años de la pérdida irreparable de Roberto Bolaño, apenas una década en el tiempo in nito, casi un ayer nomás que nos tiene todavía alela- dos, su gura es perfecta en la evocación de tantas personas que lo quisieron.

Es difícil que el escritor que cambió el rumbo de la literatura de nuestro continente sea alguna vez “un par de palabras sin sentido”, pero aun ese verso de Manzi, descolocado frente a un ser cuya sombra se agiganta con el paso del tiempo, cobra esencia al pensar que el autor de Los detectives salvajes se guardaba para sí la cumbre máxima del sinsentido, el clímax del mayor absurdo; acaso ese absurdo que tan bien practicaba Alfred Jarry, un autor que le gustaba mucho.

Ay, Maristain: Aún respiro. Y ya soy el segundo de la cola. Besos, Bolaño PD: ¿Por qué no hacemos una entrevista, ligera, levísima, frívola incluso

–son las que más me gustan– casi póstuma?

Ése fue el origen de la entrevista que resultó ser la última de su vida y que tanto ha corrido por las redes sociales. No fue mérito de la periodista, sino voluntad del entrevistado. Y que haya sido publicada en el mes de su muerte, fue un privilegio que quiso darse el por entonces editor de Playboy México, Manuel Martínez Torres, sin dudas uno de los mejores periodistas de México y una de las mejores personas con las que me ha tocado trabajar.

Por entonces no era fácil publicar una larga entrevista a Roberto Bolaño en una revista mexicana, pero en ese mes había una portada fuerte, con una chica muy conocida, cuyo nombre se me borra a cada instante, y “Manolo” me dijo: “Rescatemos la entrevista a Bolaño, nos podemos dar ese lujo ya que vamos a vender muchos ejemplares”.

Todas las grandes cosas que pasan en la vida suelen ser fruto de gestos prosaicos y cotidianos, casuales, inesperados. También la muerte. También las entrevistas. No sé cómo fue que hubo un tiempo en México en que el correo con el remitente “robertoba” era estímulo para la felicidad, la alegría. Que cuide a mi madre, que salude a mi hermana, que no beba, no fume y publique, de ser posible, un cuento de Rodrigo Fresán en la revista. Que me desee suerte con la obra de teatro Sexo, drogas y rock and roll que estoy produciendo, pero que ni se me ocurra renunciar a Playboy.

Un día me escribía a la madrugada:

Querida Maristain:

Son las tres y cuarto de la madrugada, mi hija de dos años ha tosido mucho, luego ha vomitado encima mío, yo he tenido que medio desnudarme (qué triste mi pobre cuerpo al lado del de mi hija) y vestirme otra vez, luego nos hemos puesto a ver el final de La dolce vita y ahora mi hija duerme y yo te escribo. La semana pasada estuve en Italia y una noche, mientras cenábamos en una calle de la parte vieja, me pareció que estaba dentro de una película de Fellini, que es algo que tarde o temprano sucede en Italia. Unos emigrantes tocaban el acordeón y otro instrumento improbable, puede que un timbal portátil, y la gente en las terrazas hablaba y se miraba con ese enorme amor a la vida, esa obstinación o feroz inocencia con que suelen mirar sólo los italianos (de origen o adopción). Al final se puso a llover, a cántaros, y aquello parecía el diluvio universal. Angelo Morino, que es escritor y que fue amigo de Puig, y que ha traducido algunos de mis libros, contó la historia de un amante suyo, allá por los setenta, que se fue a vivir con él y que se maravi- llaba de que en Turín había panaderías gay y hasta supermercados gay, lo que hablaba muy bien de la tolerancia turinesa. En realidad, este joven campesino feliz había confundido el apellido Gai o Gay (usual en el Piamonte, también en Cataluña, por otra parte) con los paraísos de San Francisco (California y también, quiero suponer, elsanto de Asís). No he vuelto a leer la entrevista. En Chile quieren publicarla, tienes que decirme cuándo sale en Playboy para que los chilenos no jodan la exclusiva. Por acá todo va bien. Sigo el tercero en la cola de espera. Y leo novelas policiales alemanas en donde a la tercera página descubro al asesino y a la décima me doy cuenta de que el detective es un idiota. Recibe el fuerte abrazo de rigor y, sobre todo, cuídate mucho, es decir no bebas, no fumes, dedica tu ocio a Bach y Vivaldi, a Leopardi y Döblin.

Y a sabiendas de su enfermedad, lo regañaba por la hora (soy la mayor de 8 hermanos –como el famoso licor argentino–, me la paso regañando a todo el mundo).

Querida Maristain:

En efecto, me acuesto tarde y mis horarios son más bien los horariosde un alpinista joven y sano. Un alpinista gótico, claro está. Lector de Machen, Lovecraft, Stoker. En otra vida probablemente fui un deportista de alto riesgo. No sé cómo me las voy a arreglar cuando me cambien el hígado. Se supone que entonces tendré que tomar más de treinta pastillas diarias. ¿Cómo me acordaré? En fin, ya veremos. Tú no dejes de escribirme y contarme de vez en cuando cosas de México. Y hazme caso: menos fumar y menos beber. Y hablando de música, hay una especie de rockero brasileño que me gusta, se llama Lenine, ¿lo conoces? Recibe todos los besos, Bolaño

Cuando conocí a Lenine le conté que Bolaño me había hablado de él en un correo. Lenine es un tipo fantástico, también muy culto, que hubiera sido un amigo extraordinario de Roberto. Se hubieran llevado la mar de bien.

Otras veces discutíamos: por Lula, por México, por los vinos argentinos, por los chilenos, que él –erróneamente– consideraba mejores que los argentinos. Y siempre cerraba las discusiones con alguna frase tierna, irresistible:

Querida Maristain: Apostilla a la carta que te acabo de enviar.

Los chilenos no son modestos.

yo soy modesto. Humilde.

Un pobre ermitaño lleno de llagas.

Un río de lágrimas.

Un árbol seco en medio del desierto.

Besos, Roberto

Pequeña Maristain: Es muy tarde, ya no puedo escribir cartas, sólo cuentos, buenasnoches,

mañana te escribo, que duermas bien, que tengas hermosossueños, pero

que tampoco sean tan hermosos como para hacerte llorar, buenas noches. Bolaño

Me enteré de la muerte de Bolaño a través de internet y porque muy temprano llamó un amigo desde España, donde lmaba una película a las órdenes de Pedro Almodóvar. “Moni, ¿ya sabes?”, me dijo mi amigo, quien en un momento libre en el rodaje se fue a Blanes para traerme un poco de arena, agua y una postal que ahora luce enmarcada en la pared de mi estudio.

Trajo dos postales, en realidad. Una de ellas la puse en el primer altar que hice en México. La foto de Bolaño al lado del Che. Vivía entonces con mi hermana Melina en un hermoso departamento en La Candelaria, Coyoacán. Al regresar a la casa, nos encontramos con que habían estado los bomberos, y que por poco no perdemos gran parte de nuestras pertenencias en el incendio que habían producido las velas puestas en el altar de Bolaño.

Mis amigos decían: “¿Cómo se te ocurre poner a Bolaño y al Che juntos?” Debo decir que esa costumbre tan mexicana de hacer altares todos los noviem- bres fue un hábito que adquirí y perdí casi en forma simultánea en aquella ocasión. Son menesteres que los naturales de este país fantástico realizan con precisión y alevosía. En una transterrada se convierten en gestos apócrifos e inútiles, además de complicados.

Más allá de las coincidencias y los escándalos domésticos, ese punto minúsculo e imperceptible que fui en la rica y estrambótica vida de Bolaño, se sintió devastado con su muerte.

Desde entonces, comencé a preguntarme: ¿cómo se sentirán los que realmente fueron sus amigos? Los que pudieron disfrutar largas charlas con él. Aquéllos que compartieron su juventud, su niñez, su madurez.

Ése es un poco el germen de este trabajo. Conocer más a Bolaño, a través de las personas que fueron importantes en su vida.

Imposible abarcarlas a todas. No era la intención. Muchas de las voces aquí proyectadas alcanzan sin embargo para certificar lo intuido: Roberto Bolaño era una persona extraordinaria, alguien capaz de tomarse el tiempo de escri- birle a una ignota periodista perdida en el océano oscuro del Distrito Federal y alguien capaz de nombrar, en su ya famoso Pregón de Blanes, al dueño del videoclub con quien discutía los lmes de Woody Allen y Alex Cox.

De todas esas voces, me quedo con la del difunto y entrañable escritor chileno Rodrigo Quijada: “Bolaño es una de esas personas que conoces en un momento determinado de tu vida y al que puedes recordar siempre con mucha facilidad y mucho cariño. Los que conocieron a Bolaño saben que lo que estoy diciendo es cierto. Es un hombre que se echaba de menos en una tertulia. ‘Aquí debería estar Bolaño’, decíamos cuando alguien se ponía muy insoportable”.

La gran tragedia de Bolaño no es que haya muerto, sino que haya amado tanto, tanto la vida.

La gran tragedia de Bolaño es doble. Le tocó y nos toca a propios y extraños.

En este mundo insoportable, a menudo diremos, muchas veces: “Aquí debería estar Bolaño”. Pero no está.

Mónica Maristain

Distrito Federal, agosto de 2012

Cuando su padre le compró un caballo

El sabor de la salsa pebre y del charquicán

– Lo bonito que era todo en Quilpué

En los años cincuenta, Santiago de Chile era una ciudad helada. No había calefacción en las casas y nadie había plantado los hermosos árboles que hoy enverdecen la capital sudamericana. El mundo iba en picada hacia hondas transformaciones sociales y políticas, pero en Santiago el tiempo parecía detenido. Los muchachos usaban traje y corbata, muy circunspectos, con una formalidad que, según Daniel Bitrán, economista de la cepal radicado en México, tardó años en abandonar la sociedad chilena. Santiago en los cincuenta era una ciudad gris.

En ese paisaje de cemento y bruma nació Roberto Bolaño, el 28 de abril de 1953. Hijo del camionero y boxeador profesional León Bolaño y de la profesora de primaria Victoria Ávalos, vio la luz en una clínica del Seguro Social, a unas cuadras de la avenida Recoleta, donde vivían sus abuelos paternos.

Fueron pocos los días que el primogénito de Victoria y León pasó en la capital de Chile. Al poco tiempo de nacer fue llevado a Valparaíso, donde transcurrió su infancia.

“Bueno, la porción de infierno chilena es mi infancia y mi adolescencia. Y luego el golpe de estado. Pero me gusta la comida chilena. No sé si tú la has probado: es una comida bastante buena. Las empanadas, el pastel de choclo, las humitas, la cazuela chilena, los mariscos, que tal vez son los mejores que he comido jamás, esa salsa que allí llaman pebre y que es muy sencilla pero tam- bién muy e caz, el charquicán, que es un plato que viene de antes de la guerra de independencia y que dicen era el plato preferido de Manuel Rodríguez.”

“Yo nací en Santiago pero nunca viví en Santiago. Viví en Valparaíso, luego en Quilpué; en Viña; en Cauquenes, una zona llena de alcohólicos y de espi- ritistas. Bio Bio es la tierra de mis mayores, como diría Serrat, y es el lugar a donde llegó al menos la parte paterna de mi familia, a Mulchén, porque yo viví en Los Ángeles”.

La familia vivió primero en el cerro Los Placeres y luego se fue a Quilpué, a una casa de campo donde un peón contratado por el padre cultivaba una quinta que daba pimientos. Fue allí donde Roberto, que por entonces tenía unos siete años, tuvo un caballo al que bautizó Poncho Roto y que evoca en el cuento “Últimos atardeceres en la Tierra”, aunque con otro nombre: “Cuando tenía siete años su padre le compró un caballo. ‘¿De dónde era mi caballo?’, dice B. Su padre, que no sabe de qué habla, se sobresalta. ‘¿Qué caballo?’, dice. ‘El que me compraste cuando yo era chico’, dice B, ‘en Chile’. ‘Ah, el Zafarrancho’, dice su padre y sonríe. ‘Era un caballo chilote, de Chiloé’, dice...”

El cuento narra un viaje que hicieron padre e hijo a Acapulco, según cuenta León Bolaño: “Los dos estábamos solos en la casa, pescamos el coche y nos fuimos. A Roberto nunca le gustó manejar. El coche del cuento era un Dodge, después me compré un Mercedes y le di las llaves del Dodge, pero él no las quiso. Me dijo: ‘Papá, tome las llaves, en la India la gente se está muriendo de hambre y usted me quiere regalar un coche’...”

La infancia del escritor en Chile parece haber sido idílica. Eran los primeros años de un matrimonio que después se haría pedazos y que transcurrieron entre mucho trabajo y nes de semana con la reunión familiar, cuando llegaba el padre de Victoria Ávalos a comer unos pollos al horno de barro fabricado por León en la quinta de Quilpué. “Todo eso era muy bonito, muy bonito”, evoca León.

El asma de mamá

Una canción de The Who – El silencio lleno de Bolaño

– Papá deportista – Antes culto que sencillo

La familia Bolaño llegó a México en 1968, cuando Roberto tenía quince años. Los motivos fueron la mala salud de Victoria, su madre, que sufría de asma. “Por recomendación de un médico mexicano comenzaron a tratarla aquí. Yo me quedaba con los dos hijos en Chile, la mandaba para acá unos meses y ella regresaba bien. Así me la pasaba yo: chingado. Pagando el viaje y el hotel y el médico. Pero al final no servía de nada porque al año de que regresaba comenzaba otra vez con la enfermedad de los bronquios. Un amigo, doctor, me dijo que si ella se reponía siempre en México, nos viniéramos a vivir aquí o de otro modo mis hijos se iban a quedar sin madre. Vendí todo lo que tenía allá y nos fuimos a vivir a la Ciudad de México. Entonces Roberto tenía quince años. Vivimos los cuatro juntos unos pocos años, hasta que la señora y yo nos separamos. Me quedé con Roberto y ella su fue a vivir con nuestra otra hija a España.”

Los primeros meses de la familia transcurrieron en la casa de unos amigos de Victoria que habían venido a estudiar al Distrito Federal. Luego, alquilaron una casa en la colonia Nápoles que a León, en busca de trabajo, le resultó “carísima”. Finalmente, recalaron en la calle Samuel número 27 –en la colonia Guadalupe Tepeyac–, en un edi cio de tres pisos en donde vivieron de prestado.

Bolaño no parece tener muchos recuerdos de esa casa. Más bien Roberto era un adolescente casi agorafóbico, que pasó los primeros años de su vida en México prácticamente metido en su hogar, yendo de la cama al living, fumando y escribiendo, según cuenta su amigo, el poeta chileno Jaime Quezada, quien vivió durante un año en esa casa invitado por Victoria Ávalos.

A la muerte de Roberto, Quezada escribió un libro llamado Bolaño antes de Bolaño donde, entre otras anécdotas, narra sucinta pero ricamente cómo era el adolescente que devendría en autor de fama mundial en su adultez, cuenta que “...entonces era un muchacho de dieciocho, diecinueve años, que se había venido muy niño y con sus padres desde Chile, varios años antes del golpe militar del 73, y que ahora abandonaba la enseñanza secundaria sistemática, que se estaba día y noche leyendo y releyendo (de Kafka a Eliot, de Proust a Joyce, de Borges a Paz, de Cortázar a García Márquez), y fumando y fumando, y bebiendo tazones de té con leche y enojado siempre contra sí mismo o contra el otro (que era acaso yo) o contra el mundo, de un enojo que no se avenía con su blanquísimo rostro barbilampiño o su atenta mirada de precoz intelectual. [...] Un Gaspar Hauser este Roberto (a imagen y semejanza del protagonista de la novela de Jacobo Wassermann), que no salía de su habitación–sala–comedor sino para ir al retrete o comentar en voz alta, tirándose los pelos de su amplia cabellera, algún pasaje del libro que estaba leyendo. O para acompañarme pacientemente –él, un paciente e impaciente lector– a la fuente de soda de la esquina mientras yo me bebía una cerveza Superior y él, un licuado de guayaba...”

La Guadalupe Tepeyac es hoy, y también lo era en los años setenta, una colonia de corte netamente popular, con sus taqueros y vendedores de tamales en las veredas, con sus tianguis de a pie, como el que todavía se para todos los martes en la calle Ezequiel, y que se dedica mayormente a la venta de ropa usada.

Es poco probable que el adolescente rilkeano que era Bolaño, en una ciudad que bullía por los cuatro costados, atravesada por esa dicotomía propia del mexican style, representada entonces por las sangrientas protestas estudiantiles de 68 y los Juegos Olímpicos que por primera vez se desarrollaban en la capital mexicana, participara protagónicamente en el folclor de su barrio. Sin embargo, cuesta imaginar al autor que destaparía varias de las cloacas sobre la que está asentada la ciudad más poblada del mundo, en otro paisaje que no fuera el que se construye día a día en ese México profundo que recorre de ida y vuelta las avenidas Guadalupe y De los Misterios, que abraza con la misma generosidad a los roedores más grandes de la urbe, los devotos a la virgen de Guadalupe más conspicuos y la comunidad más variopinta de “teporochos” (alcohólicos consuetudinarios) que dan color y movimiento al largo trayecto peatonal que inicia en el Eje 2 y concluye en la Basílica de Guadalupe.

Para ir a romper la armonía solemne de las conferencias de Octavio Paz resultaba sin duda mucho menos complicado vivir en las afueras del establishment cultural y social de un Distrito Federal en llamas, como el que ardía olímpicamente a pocas cuadras de la casa de la familia Bolaño.

La matanza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, sucedió a muy poca distancia del hogar de Roberto en el DF y ni él, con su consabida concentración libresca, dedicado a convertirse en un fantasma adicto al tabaco que deambulaba por la casa en busca de la frase perfecta, habría podido sustraerse del influjo de las conmociones sociales que vivía el país en ese momento.

De hecho, ¿de qué otra atmósfera opresiva y bullente hubiera sacado la grasa para aceitar la historia de Amuleto, re ejo de la delirante vida de la uruguaya Auxilio Lacouture, que se quedó encerrada en el baño de la unam durante la ocupación militar a la universidad?

Sapo de otro pozo hubiera sido un adolescente extranjero, hijo de trabajadores, adosado al clima esnob de La Condesa, Coyoacán o Polanco, que son todavía los territorios de los blancos de clase media alta, muy progress muchos de ellos pero, sin duda, como muy bien de niera el escritor dominicano Junot Díaz, “más ocupados en llamarse fresas (esnob/ricachones/superficiales) entre ellos, que realmente integrados a su ciudad de origen”.

Es mucho más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un mexicano de La Condesa, Coyoacán o Polanco visite, por ejemplo, un hogar en La Peralvillo o en la Guadalupe Tepeyac, donde vivía Bolaño, a pesar de que hay muy poca distancia entre los sitios mencionados.

La escritora Carmen Boullosa, un emblema de esa clase blanca, intelectual y llena de privilegios que construye con un ahínco feroz el prestigio social del que suele ser ama y esclava, traduce muy bien la otredad de Bolaño en su ambiente: “La primera imagen que tengo de Bolaño en la cabeza es el Bolaño joven, curioso, el único que traía la ropa planchada porque todos los demás éramos unos poetas astrosos, mugrosos, con huaraches de hule y un aspecto así como post-hippie, muy descuidado. Bolaño traía la ropa planchada, el cabello largo y toda esta cosa de revuelta intrínseca en su persona, pero muy compuestito”.

Cuando se habla del origen social de Roberto Bolaño, pocas veces se hace mención a su familia trabajadora. En Latinoamérica no es lo mismo una familia pobre que una trabajadora: hay un abismo entre ambos conceptos. La ropa planchada a la que hace mención Boullosa es el sello de distinción de toda familia obrera que se precie: la pulcritud es el escudo aristocrático para quien vive en el seno de un hogar empeñado en “salir adelante”.

León Bolaño, el padre, trabajó durante toda su vida para que a sus hijos no les faltaran techo y comida. Roberto, de hecho, dependió económicamente de su progenitor hasta pasados los veinte años. El silencio entre ellos, que duró casi dos décadas, fue a causa de que el hijo le pidiera al padre desde Europa “unos dólares a cuenta de mi herencia”.

“Eso me enojó muchísimo, ¿por qué a cuenta de mi herencia?, si todavía no me había muerto”, dijo, aún ofuscado, un anciano León Bolaño.

Sin los avatares propios de una clase media que en Latinoamérica suele decidir el destino político de sus países con un conservadurismo propio de los nuevos y afectados ricos del sistema, Roberto fue un niño consentido y un adolescente libre de reglas sociales pacatas.

Como suele suceder en ciertas familias aristocráticas o de gran tradición de clase alta, muchas familias de clase baja se conforman con que sus hijos acaten los valores morales esenciales y también son mucho más laxas a la hora de exigir el cumplimiento a rajatabla de las normas sociales más cosméticas. El famoso quédirán no existe en este tipo de familias y es ahí cuando las clases bajas se emparentan con las altas: dar un contexto de amplia libertad a una crianza que hace que el niño busque su propio destino a edad muy temprana.

El destino que Roberto encontró para sí mismo se hallaba en los libros y se entregó a él con devoción de santo. Puede resultar una visión romántica, pero no por ello menos cierta, concebir que la vida también existe en los libros. Como se comprobó luego a lo largo de su obra, fue de los libros que Bolaño sacó esa enorme capacidad de construir un mundo real desde la cción. ¿Quién pudo, como el escritor chileno, develar las claves del norte mexicano sin haber pisado jamás el suelo de Ciudad Juárez o Tijuana? ¿Quién pudo como Bolaño desnudar prenda a prenda al México contemporáneo con tan sólo haber vivido siete años en un país al que nunca quiso regresar? Método y sentido fueron otorgados por los libros que devoraba bulímicamente desde su niñez y fue de los libros que Bolaño se pensó a sí mismo como un personaje literario, habitante de un territorio ficcional en el que le encantaba entrar como héroe y a menudo salir como víctima.

“A él lo único que le preocupaba eran los libros. En la noche, él tenía su pieza y salía al comedor y empezaba con la máquina. Después empezaba a pasearse y luego a la máquina y fumaba, ¡cómo fumaba!”, recuerda su padre.

Una anécdota de Jaime Quezada pinta de cuerpo entero a ese adolescente entregado a la fabulación con un rasgo tan común en los jóvenes lectores: la autocompasión, la firme voluntad de mirarse a un espejo y encontrar a un ser incomprendido, demasiado visionario para los rostros chatos y las mentes estrechas que pueblan su mundo real.

A los dieciocho años, Roberto se creía un personaje de una canción de rock y le dice a su amigo: “Esta canción es como mi retrato... Fíjate que se trata de un muchacho que se pasa casi toda la noche sin poder dormir y en un momento le dice a su padre: ‘Papá, no puedo dormirme’. El papá se acuerda de una vieja fotografía guardada en su escritorio. Busca la fotografía y se la pasa. La fotografía representa la imagen porno de una mujer desnuda. El muchacho mira varias veces la sugerente fotografía. Se excita, se masturba. Y luego se duerme felicísimo. Al día siguiente le dice al papá: ‘Preséntame a la muchacha de la fotografía’. Y el papá le responde: ‘¡Fíjate que se murió hace como cuarenta años!’ Y ahí termina la historia de este rock, rock. ¡Bonita historia de canción, y verdadera!”

Se refería Bolaño al tema “Pictures of Lilly”, dado a conocer en 1967 y compuesto por Pete Townshend –líder de la banda inglesa The Who–, quien en el libro de Rikky Rooksby, Lyrics, comenta que “la idea de la letra fue inspirada por una foto que mi novia tenía en la pared con la imagen de una antigua estrella del vaudeville llamada Lily Bayliss.

Se trataba de una antigua postal de 1920 en donde alguien había escrito: ‘Aquí hay otra foto de Lily, espero que ésta no la tengan’”.

Roberto, que compara su vida de muchacho común con la de la letra de una canción de rock, siguió pintándose a sí mismo a lo largo de su vida como un personaje literario, de cción y testimonio de ello son las cartas que escribía a sus amigos y que el primer editor de Bolaño, el estadounidense Juan Pascoe, define muy bien en el documental La batalla futura: “Las cartas son actos literarios, no son cartas personales, en realidad no me está escribiendo a mí, él está escribiendo lo que él en ese momento quería escribir. Está escribiendo en el escenario y escribe un documento para el futuro”.

“Juan, debes hacer orgías en tu casa, debes llevar locos lúmpenes proletarios y hacer orgías locas en tu casa. ‘Rompe los libros antes de que los libros rompan tu alma’ Verdad contradictoria que se puede adecuar al discurso de Goering y al discurso del Che, es decir, echa a volar, paloma, cucurrucucú.”

El hijo de míster playa

No soy muy elegante que digamos

–Educo a mis hijos o me vuelvo loco – El Roberto tenía muchos huevos – “Esa señora” – Papá, tengo sed – ¡Roberto nunca fue drogadicto!

– Tomar café, escribir y cambiar ideas – El camión de mi padre

Averiado en una carretera del desierto – El lápiz se movía antes de que pudiera elaborar las frases

León Bolaño nació en Bio Bio, Los Ángeles, Chile, en 1927. Hijo de padres españoles (catalanes, para más datos) que llegaron en barco a Talcahuano, supo ser camionero, boxeador y, por su porte, ganador de todos los concursos de playa.

Los padres de León Bolaño tuvieron nueve hijos de los cuales quedan dos: “Todos los demás murieron de un ataque al corazón fulminante”, dice el hombre.

León Bolaño es, entonces, Míster Playa y a los ochenta y tres años aún conserva cierta prestancia, con el cuerpo macizo y erguido, virtudes que no importaban mucho para su hijo. Cuenta el escritor Juan Villoro que al día siguiente de que León y Roberto se encontraran en Barcelona, luego de más de tres décadas sin verse, éste le dijo a su hijo Lautaro: “Te doy permiso para que me pegues un tiro si llego a ser como mi padre cuando llegue a viejo”. Al autor de Los detectives salvajes le molestaba que León fuera un hombre que no leyera libros, que no tuviera –acaso– la sensibilidad que sí desbordaba su madre, la profesora Victoria Ávalos, quien al decir del editor Jorge Herralde, “fue la gran mentora de la carrera literaria de Roberto”.

“No, yo no soy muy elegante que digamos. Soy nieto de inmigrantes gallegos analfabetos, o sea que poco tengo de elegante, no lo llevo en los genes, al menos por parte paterna”, supo decir Roberto.

Sin embargo, a juzgar por los gestos, la forma de hablar y un rostro que en su vejez conserva muchos rasgos de los que tuvo el hijo en su juventud, hay mucho de Roberto en León y viceversa.

El corazón aventurero de Roberto es, por ejemplo, herencia de su padre, quien a los diecinueve años dejó la casa familiar y se fue a vivir a Valparaíso. El abuelo de Roberto había muerto cuando León tenía dieciséis y, cómo no, “de un ataque al corazón fulminante”.

Dos años estuvo León en la Marina de Chile hasta que, harto de que le dieran órdenes, los mandó “mucho al carajo”. De ahí partió a Santiago, donde conoció a la profesora de escuela primaria Victoria Ávalos. Con ella se casó y con ella tuvo primero a Roberto y luego a María Salomé. “Él era mi consentido, más que la hija que tuve con la misma madre”, reconoce el patriarca de la familia.

Muchos años más tarde, cuando ya Roberto y León estaban bajo tierra, fue María Salomé la que, en una entrevista con esta autora, transformó su rostro y lo contrajo en un gesto de amargura y suma hostilidad cuando la charla hizo referencia a su progenitor.

La familia vivía en Valparaíso, una ciudad de cerros donde León oficiaba de camionero para la fábrica de neumáticos INSA. La casa quedaba en Los Placeres, en la calle Mercedes número 24. “Roberto decía: ‘Yo soy de la calle metele 24’. Estaba chiquito”, recuerda León.

El hombre viejo se conmueve y sus ojos, humedecidos, evocan la emoción experimentada cuando leyó por primera vez “Últimos atardeceres en la Tierra”, el relato del viaje que hizo con su hijo a Acapulco en los años ochenta. “Así fue, así fue tal cual lo cuenta en el libro”, dice León.

Se trata de un cuento que forma parte de un grupo de trece, reunidos en el libro Putas asesinas, publicado en 2001. En el relato mencionado, el gran peso autobiográ co de la historia, con rmada por el padre del escritor, re eja la extrañeza de una relación atravesada por las diferencias, en la que el hijo siempre aparece confundido y extraño frente a la presencia de su progenitor.

Mucho se ha hablado de esa relación desencontrada que se sumió en un silencio compartido entre padre e hijo durante casi dos décadas. Sin embargo, hay hechos que demuestran que el lazo entre Roberto y León fue mucho más estrecho que lo que aciertan a marcar las notas biográ cas presurosas, escritas al calor –al frío– de la muerte del escritor.