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Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde á la mediocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un Ideal. Es ascua sagrada, capaz de templarte para grandes acciones. Custódiala; si la dejas apagar no se reenciende jamás. Y si ella muere en ti quedas inerte: fría bazofia humana. Sólo vives por esa partícula de ensueño que te sobrepone á lo real. Ella es el lis de tu blasón, el penacho de tu temperamento.
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Veröffentlichungsjahr: 2021
JOSÉ INGENIEROS
1913
© 2021 Librorium Editions ISBN : 9782383830801
EL HOMBRE MEDIOCRE
LA MORAL DE LOS IDEALISTAS
I.—Las luces del camino.
II.—Los visionarios de la perfección.
III.—Los idealistas románticos.
IV.—El idealismo experimental.
EL HOMBRE MEDIOCRE
I. «¿Áurea mediocritas?»
II.—Definición del hombre mediocre.
III.—Función social de la mediocridad.
IV.—La vulgaridad.
LA MEDIOCRIDAD INTELECTUAL
I.—El hombre rutinario: psicología de los Panza.
II.—Los estigmas mentales de la mediocridad.
III.—La maledicencia.
IV.—El éxito y la gloria.
LA MEDIOCRIDAD MORAL
I.—El hombre honesto.
II.—La moral de Tartufo.
III.—Los tránsfugas de la honestidad.
IV.—Los senderos de la virtud: el corazón y el cerebro.
V.—La santidad.
LOS CARACTERES MEDIOCRES
I.—Hombres y sombras.
II.—La domesticación de los mediocres.
III.—La vanidad y el orgullo.
IV.—La dignidad.
LA ENVIDIA
I.—La pasión de los mediocres.
II.—Los sacerdotes del mérito.
III.—Los roedores de la gloria: la crítica.
IV.—Una escena dantesca: su castigo.
LA VEJEZ NIVELADORA
I.—Las canas.
II.—Etapas de la decadencia.
III.—La bancarrota de los ingenios.
IV.—Psicología de la vejez.
V.—La virtud de la impotencia.
LA MEDIOCRACIA
I.—El clima de la mediocridad.
II.—La política de las piaras.
III.—Demagogos y aristarcos.
IV.—La aristocracia del mérito.
LOS ARQUETIPOS DE LA MEDIOCRACIA[1]
I.—Las sombras del crepúsculo.
II.—El trinomio mental del arquetipo.
III.—La mortaja de la insignificancia.
LOS FORJADORES DE IDEALES
I.—El clima del genio.
II.—El genio pragmático: Sarmiento.
III.—El genio revelador: Ameghino.
IV.—La moral del genio.
I.—LAS LUCES DEL CAMINO—II. LOS VISIONARIOS DE LA PERFECCIÓN—III. LOS IDEALISTAS ROMÁNTICOS—IV. EL IDEALISMO EXPERIMENTAL.
Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde á la mediocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un Ideal. Es ascua sagrada, capaz de templarte para grandes acciones. Custódiala; si la dejas apagar no se reenciende jamás. Y si ella muere en ti quedas inerte: fría bazofia humana. Sólo vives por esa partícula de ensueño que te sobrepone á lo real. Ella es el lis de tu blasón, el penacho de tu temperamento. Innumerables signos la revelan—: cuando se te anuda la garganta al recordar la cicuta impuesta á Sócrates, la cruz izada para Cristo ó la hoguera encendida á Bruno—; cuando te abstraes en lo infinito leyendo un diálogo de Platón, un ensayo de Montaigne ó un discurso de Helvecio—; cuando el corazón se te estremece pensando en la desigual fortuna de esas pasiones en que fuiste, alternativamente, el Romeo de tal Julieta y el Werther de tal Carlota—; cuando tus sienes se hielan de emoción al declamar una estrofa de Musset que rima acorde con tu sentir—; y cuando, en suma, admiras la mente preclara de los genios, la sublime virtud de los santos, la magna gesta de los héroes, inclinándote con igual veneración ante los creadores de Verdad ó de Belleza.
Todos no se extasían, como tú, ante un crepúsculo, no sueñan frente á una aurora ó cimbran ante una tempestad; ni gustan de pasear con Dante, reir con Molière, temblar con Shakespeare, crujir con Wagner; ni enmudecen ante el David, la Cena ó el Partenón. Es de pocos esa inquietud de perseguir ávidamente alguna quimera, venerando á filósofos, artistas y pensadores que fundieron en síntesis supremas sus visiones del ser y de la eternidad, volando más allá de lo Real. Los seres de tu estirpe, cuya imaginación se puebla de ideales y cuyo sentimiento polariza hacia ellos la personalidad entera, forman raza aparte en la humanidad: son idealistas.
El Ideal es un gesto del espíritu hacia alguna perfección.
Al poeta que definiera en esos términos, podría sintetizarlo así el filósofo: los Ideales son visiones que se anticipan al perfeccionamiento de la realidad.
Sin ellos sería inexplicable la evolución humana. Los hubo y los habrá siempre. Palpitan detrás de todo esfuerzo magnífico realizado por un hombre ó por un pueblo. Son faros sucesivos en la evolución de los individuos y las razas. La imaginación los enciende en continuo contraste con la experiencia, anticipándose á sus datos. Ésa es la ley del devenir humano: la realidad, yerma de suyo, recibe vida y calor de los ideales, sin cuya influencia yacería inerte y los evos serían mudos. Los hechos son puntos de partida; los ideales son faros luminosos que de trecho en trecho alumbran la ruta. La historia es una infinita inquietud de perfecciones, que grandes hombres presienten ó simbolizan. Frente á ellos, en cada momento de la peregrinación humana, la mediocridad se revela por una incapacidad de ideales.
Hablaremos en el lenguaje de nuestra filosofía.
Al antiguo idealismo dogmático que los ideologistas pusieron en las «ideas absolutas», rígidas y aprioristas, nosotros oponemos un idealismo experimental que se refiere á los «ideales de perfección», incesantemente renovados, plásticos, evolutivos como la vida misma.
Acaso parezca extraño; mas no perderá con ello. Ganará, ciertamente. Tergiversado por los miopes y los fanáticos, el idealismo se rebaja. Tras un siglo de envilecimiento mediocrático, encaminado á la sórdida nivelación de todas las diferencias, siéntese en muchos el afán de rebelarse contra toda mediocridad plebeya: yerran los que miran al pasado, poniendo al rumbo hacia prejuicios muertos y vistiendo al idealismo con andrajos que son su mortaja. Los ideales viven de la Verdad, que se va haciendo; ni puede ser vital ninguno que la contradiga en su punto del tiempo. Es ceguera, también, oponer á la imaginación de lo futuro la experiencia de lo presente, la Verdad al Ideal, como si conviniera apagar las luces del camino para no desviarse de la meta. Es falso; la imaginación conduce por mano á la experiencia. Que, sola, no anda.
La evolución humana es un perfeccionamiento continuo del hombre para adaptarse á la naturaleza, que evoluciona á su vez. Para ello necesita conocer la realidad ambiente y prever el sentido de las propias adaptaciones: los caminos de su perfección. Sus etapas refléjanse en la mente humana como «ideales». Un hombre, un grupo ó una raza son «idealistas» cuando circunstancias ineludibles determinan su imaginación á concebir un perfeccionamiento posible: un Ideal.
Son formaciones naturales. Aparecen cuando el pensar alcanza tal desarrollo que la imaginación puede anticiparse á la experiencia. No son entidades misteriosamente infundidas en los hombres, ni nacen del azar. Se forman como todos los fenómenos: son efectos de causas, accidentes en la evolución universal. Y es fácil explicarlo, si se comprende. Nuestro sistema solar es un punto en el cosmos; en ese punto es un simple detalle el planeta que habitamos; en ese detalle la vida es un transitorio equilibrio de la superficie; entre las complicaciones de ese equilibrio la especie humana data de un período brevísimo; en el hombre se desarrolla la función de pensar como un perfeccionamiento. Una de sus formas es la imaginación, que permite generalizar los datos de la experiencia, anticipando sus resultados posibles y abstrayendo de ella «ideales» de perfección.
Así la filosofía científica, en vez de negarlos, afirma su realidad como formaciones naturales y los reintegra á su concepción monista del Universo. Un Ideal es un punto y un momento entre los infinitos posibles que pueblan el espacio y el tiempo.
Evolucionar es variar. Toda variación es adquirida por temperamentos predispuestos; las variaciones útiles tienden á conservarse. La imaginación abstrae de los hechos ciertos caracteres comunes, elaborando ideas generales que permiten concebir el sentido probable de la evolución: así se elaboran los «ideales». Ellos no son apriorísticos; son inducidos de una vasta experiencia. Sobre ella se empina la imaginación para prever el sentido en que varía la humanidad. Todo ideal representa un nuevo estado de equilibrio entre el pasado y el porvenir. Los ideales son creencias. Su fuerza estriba en sus elementos afectivos: influyen sobre nuestra conducta en la medida en que los creemos. Por eso la representación abstracta de las variaciones naturales del hombre adquiere un valor moral: las más provechosas á la especie son concebidas como perfeccionamientos. Lo futuro se identifica con lo perfecto. Así los «ideales», por ser visiones anticipadas de lo venidero, influyen sobre la conducta y son el instrumento natural de todo progreso humano. Mientras la instrucción se limita á extender las nociones que la experiencia actual considera más exactas, la educación consiste en sugerir los ideales que se presumen propicios á la perfección.
El concepto de lo mejor está implicado en la vida misma, que tiende á perfeccionarse. Aristóteles enseñaba que la actividad es un movimiento del ser hacia la propia «entelequia»: su estado perfecto. Lo que existe tiende naturalmente á él y esa tendencia es presentida por los seres imaginativos. Lo mismo que todas las funciones de la mente, la formación de ideales está sometida á un determinismo, que por ser complejo no es menos absoluto. No nacen de una libertad que escapa á las leyes de la psicología naturalista, ni de una razón pura que nadie conoce. Son creencias aproximativas acerca de la perfección venidera. Lo futuro es lo mejor de lo presente, puesto que sobrevive en la selección natural; los ideales son un «élan» hacia lo mejor, en cuanto simples anticipaciones del devenir.
Á medida que la cultura humana se amplía, observando la realidad, los ideales son modificados por la fantasía, que es plástica y no reposa jamás. Experiencia é imaginación siguen vías paralelas, aunque va retardada aquélla respecto de ésta. La hipótesis vuela; el hecho camina. Á veces el ala rumbea mal y el pie pisa siempre en firme; pero el vuelo puede rectificarse, mientras el paso no puede volar nunca. La imaginación es madre de toda originalidad; deformando lo real hacia su perfección ella crea los ideales y les da impulso con el ilusorio sentimiento de la libertad; el libre albedrío es un error útil para ejecutarlos. Por eso tiene, prácticamente, el valor de una realidad. Demostrar que es simple ilusión, debida á la ignorancia de causas innúmeras, no implica negar su eficacia. Las ilusiones tienen tanto valor como las verdades más exactas; pueden tener más que ellas, si son intensamente pensadas ó sentidas. El deseo de ser libre nace del conflicto entre dos móviles irreductibles: la tendencia á perseverar en el ser, implicada en la herencia, y la tendencia á aumentar el ser, implicada en la variación. La una es principio de estabilidad, la otra de progreso.
En todo ideal, sea cual fuere el orden á cuyo perfeccionamiento tienda, hay un principio de síntesis y de continuidad. Como impulsos se equivalen y se implican recíprocamente, aunque en algunos predomine el razonamiento y otros sean emocionales. La imaginación despoja á la realidad de todo lo malo y la adorna con todo lo bueno, depurando la experiencia, cristalizándola en los moldes de perfección que concibe más puros. Los ideales son, por ende, preconstrucciones imaginativas de la realidad que deviene.
Son siempre individuales. Un ideal colectivo es la coincidencia de muchos individuos en un mismo afán de perfección. No es que una idea los acomune; su análoga manera de sentir y pensar está representada por un ideal común á todos ellos. Cada era, siglo ó generación, puede tener su ideal; suele ser patrimonio de una selecta minoría, cuyo esfuerzo consigue imponerlo á las generaciones siguientes. Cada ideal puede encarnarse en un genio; al principio, y mientras él va generalizando su obra, ésta sólo es comprendida por un pequeño núcleo de espíritus esclarecidos.
Todo ideal toma su fuerza de la Verdad que los hombres le atribuyen: es una fe en la posibilidad misma de la perfección. Su protesta involuntaria contra lo malo revela siempre una esperanza indestructible en lo mejor; en su agresión al pasado fermenta una sana levadura de porvenir.
No es un fin, sino un camino. Es relativo siempre, como toda creencia. La intensidad con que tiende á realizarse no depende de su verdad efectiva, sino de la que se le atribuye. Aun cuando interpreta absurdamente la perfección venidera, es ideal para quien cree sinceramente en él.
Hacer del «idealismo» un dogma equivale á negarlo. Los más vulgares diccionarios filosóficos lo sospechan: «Idealismo: palabra muy vaga, que no debe emplearse sin explicarla». Sólo es evidente la existencia de temperamentos idealistas, aptos para concebir perfecciones y capaces de vivir hacia ellas.
Debe rehusarse el monopolio de los ideales á cuantos lo reclaman en nombre de escuelas filosóficas, sistemas de moral, credos de religión, fanatismos de secta ó dogmas de estética. La formación de ideales nace del temperamento individual, aparte de todo catecismo ó programa. Hay tantos idealismos como ideales; y tantos ideales como idealistas; y tantos idealistas como hombres ansiosos de perfección.
El idealismo no es privilegio de las doctrinas espiritualistas que desearían oponerlo al materialismo; ese equívoco se duplica al sugerir que la materia es la antítesis de la idea, después de confundir al ideal con la idea y á ésta con el alma espiritual ó incorpórea. Se trata, en suma, de un juego de palabras, secularmente repetido por sus beneficiarios. El criterio de perfección en el conocimiento de la Verdad puede animar con igual ímpetu al filósofo monista y al dualista, al místico y al ateo, al estoico y al pragmático. El particular ideal de cada uno concurre al ritmo total de la perfección posible, antes que obstar al esfuerzo similar de los otros.
Y es más estrecha la tendencia á confundir el «idealismo», que se refiere á los «ideales», con las tendencias filosóficas así denominadas porque oonsideran á las «ideas» más reales que las cosas, ó presuponen que ellas son la realidad única, forjada por nuestra mente, como en el sistema hegeliano. «Ideólogos» no puede ser sinónimo de «idealistas», aunque el mal uso induzca á ello.
Ni podríamos restringirlo al idealismo de ciertas escuelas estéticas, porque todas las maneras del naturalismo y del realismo pueden constituir un ideal de arte, cuando sus sacerdotes son Miguel Ángel, Ticiano, Flaubert ó Wagner; el esfuerzo imaginativo de los que persiguen una ideal armonía de ritmos, de colores, de líneas ó de sonidos, se equivale, siempre que su obra transparente un modo de belleza ó una original personalidad.
No le confundiremos, en fin, con cierto idealismo ético que tiende á monopolizar el culto de la perfección en favor de alguno de los fanatismos religiosos predominantes en cada época, pues sobre no existir un Bien ideal, difícilmente cabría en los catecismos para mentes obtusas. El esfuerzo individual hacia la virtud puede ser tan magníficamente concebido y realizado por el peripatético como por el cirenaico, por el cristiano como por el anarquista, por el filántropo como por el epicúreo. Todos ellos pueden ser idealistas, si saben iluminarse en su doctrina. La perfección posible no es patrimonio de ningún credo: recuerda el agua de aquella fuente, citada por Platón, que no podía contenerse en ningún vaso.
La experiencia, sólo ella, decide sobre la legitimidad de los ideales, en cada tiempo y lugar. En el curso de la vida social se seleccionan naturalmente; sobreviven los más adaptados al sentido de la evolución, es decir, los coincidentes con el perfeccionamiento efectivo. Mientras se ignora ese fallo, todo ideal es respetable, aunque parezca absurdo. Y es útil, por su fuerza de contraste; si es falso, muere sólo, no daña. Todo ideal puede contener una parte de error, ó serlo totalmente: es una visión remota, expuesta á ser inexacta. Lo malo es carecer de ideales y esclavizarse á las contingencias inmediatas, renunciando á lo mejor.
Si el ideal de la razón es la Verdad, de la moral el Bien y del arte la Belleza—formas preeminentes de toda excelsitud—no se concibe que puedan ser antagonistas. Los caminos de perfección son convergentes. Las formas infinitas del ideal son complementarias; jamás contradictorias, aunque lo parezca.
Cuando un filósofo enuncia ideales, para el hombre ó para la sociedad, su comprensión inmediata es tanto más difícil cuanto más se elevan sobre el ambiente que le rodea; lo mismo ocurre con la verdad del sabio y con el estilo del poeta. La sanción ajena es fácil para lo que concuerda con rutinas secularmente practicadas; es áspera cuando la imaginación pone mayor originalidad en el concepto y en la forma.
Ese desequilibrio entre la perfección concebible y la realidad practicable, estriba en la naturaleza misma de la imaginación, rebelde al tiempo y al espacio. De ese contraste legítimo no se infiere que los ideales pueden ser contradictorios entre sí, aunque sean heterogéneos y marquen el paso á desigual compás, según los tiempos: no hay una Verdad amoral ó fea, ni fué nunca la Belleza absurda ó nociva, ni tuvo el Bien sus raíces en el error ó la desarmonía. De otro modo concebiríamos perfecciones imperfectas.
Los ideales están en perpetuo devenir, como la realidad á que se anticipan. La imaginación los extrae de la naturaleza y de la experiencia; después de formados ya no están en ellas, son distintos de ellas, viven sobre ellas para señalar su futuro. Y cuando la realidad evoluciona hacia un ideal antes previsto, la imaginación se aparta de nuevo, aleja el ideal, proporcionalmente: «prometa más lo mucho, y la mejor acción deje siempre esperanzas de mayores», que dijo Baltasar Gracián. La realidad nunca puede igualarse al ensueño en la perpetua persecución de la quimera. El ideal es un «límite»: toda realidad es una dimensión «variable» que puede acercársele indefinidamente, sin alcanzarlo nunca. Por mucho que lo «variable» se acerque á su «límite», se concibe que podría acercársele más.
Todo ideal es relativo á una imperfecta realidad presente. No los hay abstractos ni absolutos. Afirmarlo implica abjurar su esencia misma, negando la posibilidad infinita de la perfección. Erraban los viejos moralistas al creer que en su punto y momento convergían todo el espacio y todo el tiempo. Para la ética nueva, libre de esa grave falacia, es un postulado fundamental la relatividad de los ideales. Sólo poseen un carácter común: su perfeccionamiento ilimitado.
Es propia de hombres primitivos toda moral cimentada en prejuicios absolutos. Y es falsa, por ignorancia de la universal evolución. Y es contraria á todo idealismo, excluyente de todo ideal. En cada momento y lugar la realidad varía; con esa variación se desplaza el punto de referencia de los ideales. Nacen y mueren, convergen ó se excluyen, palidecen ó se acentúan; son, también ellos, vivientes como los cerebros en que germinan ó arraigan, en un proceso sin fin. No habiendo un esquema final de perfección, tampoco lo hay de ideales humanos. Se forman por cambio incesante; cambian siempre; su cambio es eterno.
Esa evolución no sigue un ritmo uniforme. Hay climas morales, horas, momentos, en que toda una raza, un pueblo, una clase, un partido, una secta, concibe un ideal y se esfuerza por realizarlo. Y los hay en cada hombre.
Hay, también, climas, horas y momentos en que los ideales se murmuran apenas ó se callan; la realidad ofrece inmediatas satisfacciones á los apetitos y la tentación del hartazgo ahoga todo afán de perfección. Y cada época tiene ciertos ideales que interpretan mejor su porvenir, entrevistos por pocos, seguidos por el pueblo ó ahogados por su indiferencia, ora predestinados á orientarlo como polos magnéticos, ora á quedar latentes hasta encontrar su hora propicia. Y otros ideales mueren, porque son falsos: ilusiones que el hombre se forja respecto de sí mismo, ó quimeras que las masas persiguen dando manotadas en la sombra.
Ningún Dante podría elevar á Gil Blas, Sancho y Tartufo hasta el rincón de su paraíso donde moran Cyrano, Quijote y Stockmann. Son dos universos, dos razas, dos temperamentos: Hombres y Sombras. Seres desiguales no pueden pensar de igual manera. Siempre será evidente el contraste entre el servilismo y la dignidad, la torpeza y el ingenio, la hipocresía y la virtud. La imaginación dará á unos el impulso original hacia lo perfecto; la imitación organizará en otros los hábitos colectivos. Siempre habrá, por fuerza, idealistas y mediocres.
El perfeccionamiento humano se efectúa con ritmo diverso en las sociedades y en los individuos. La multitud posee una experiencia sumisa al pasado: rutinas, prejuicios, domesticidades. Pocos elegidos varían, avanzando sobre el porvenir; al revés de Anteo, que tocando el suelo cobraba alientos nuevos, los toman clavando sus pupilas en constelaciones lejanas y de apariencia inaccesible. Esos hombres, predispuestos á emanciparse de su rebaño, buscando alguna perfección más allá de lo actual, son los «idealistas». La unidad del género no depende del contenido intrínseco de sus ideales, sino de su temperamento: se es idealista persiguiendo las quimeras más contradictorias, siempre que ellas impliquen un sincero afán de enaltecimiento. Cualquiera. Los espíritus afiebrados por algún ideal son adversarios de la mediocridad: soñadores contra los utilitarios, entusiastas contra los apáticos, pasionales contra los calculistas, indisciplinados contra los dogmáticos. Son alguien ó algo contra los que no son nadie ni nada. Todo idealista es un hombre cualitativo: posee un sentido de las diferencias que le permite distinguir entre lo malo que observa y lo mejor que imagina. Los hombres mediocres son cuantitativos: pueden apreciar el más y el menos, pero nunca distinguen lo mejor de lo peor.
Sin idealistas sería inconcebible la evolución de la humanidad. El culto del «hombre práctico», ceñido á las contingencias del presente, importa un renunciamiento á toda perfección. El hábito organiza la rutina y nada crea hacia el porvenir; los imaginativos dan á la ciencia sus hipótesis, al arte su vuelo, á la moral sus ejemplos, á la historia sus páginas luminosas. Son la parte viva y dinámica de la humanidad; los prácticos no han hecho más que aprovechar de su esfuerzo, vegetando en la sombra. Todo porvenir ha sido una creación de los hombres capaces de presentirlo, concretándolo en infinita sucesión de ideales. Más ha hecho la imaginación construyendo sin tregua, que el cálculo destruyendo sin descanso. La excesiva prudencia de los mediocres ha paralizado siempre las iniciativas más fecundas. Y no quiere esto decir que la imaginación excluya la experiencia: ésta es útil, pero sin aquélla es estéril. Los idealistas aspiran á conjugar en su mente la inspiración y la sabiduría; por eso, con frecuencia, viven trabados por su espíritu crítico cuando los caldea una emoción lírica y ésta les nubla la vista cuando observan la realidad. Del equilibrio entre la inspiración y la sabiduría nace el genio. En las grandes horas, de una raza ó de un hombre, la inspiración es indispensable para crear; esa chispa se enciende en la imaginación y la experiencia la convierte en hoguera. Todo idealismo es, por eso, un afán de cultura intensa: cuenta entre sus enemigos más audaces á la ignorancia, madrastra de obstinadas rutinas.
La humanidad no llega hasta donde quieren los idealistas en cada perfección particular; pero siempre llega más allá de donde habría ido sin su esfuerzo. Un objetivo que huye ante ellos conviértese en estímulo para perseguir nuevas quimeras. Lo poco que pueden todos, depende de lo mucho que algunos anhelan. La mediocridad no poseería sus bienes presentes si algunos idealistas no los hubieran conquistado viviendo con la obsesiva aspiración de otros mejores.
En la evolución humana los ideales mantiénense en equilibrio instable. Todo mejoramiento real es precedido por conatos y tanteos de pensadores audaces, puestos en tensión hacia él, rebeldes al pasado, aunque sin la intensidad necesaria para violentarlo; esa lucha es un reflujo perpetuo entre lo más concebido y lo menos realizado. Por eso los idealistas son forzosamente inquietos, como todo lo que vive, como la vida misma: contra la tendencia apacible de los rutinarios, cuya estabilidad parece inercia de muerte. Esa inquietud se exacerba en los grandes hombres, en los genios mismos si el medio es hostil á sus quimeras, como es frecuente. Nunca agita á los hombres sin ideales, informe bazofia de la humanidad.
Toda juventud es inquieta. El impulso hacia lo mejor sólo puede esperarse de ella: jamás de los enmohecidos y de los seniles. Y sólo es juventud la sana é iluminada, la que mira al frente y no á la espalda; nunca los decrépitos de pocos años, prematuramente domesticados por la moral de las mediocracias: en ellos parece primavera la tibieza otoñal y toda ilusión de aurora es ya un apagamiento de crepúsculo. Sólo hay juventud en los que persiguen con entusiasmo una perfección; por eso en los caracteres excelentes puede persistir sobre el apeñuscarse de los años. Nada cabe esperar de los hombres que entran á la vida sin afiebrarse por algún ideal; á los que nunca fueron jóvenes, paréceles descarriada toda soñadora inquietud. Y no se nace joven: hay que adquirir la juventud. Y sin un ideal no se adquiere.
Los idealistas suelen ser esquivos ó rebeldes á los dogmatismos sociales que los oprimen. Resisten la tiranía del engranaje nivelador, aborrecen de todo sistema, sienten el peso de la realidad que intenta domesticarlos, haciéndolos cómplices de los intereses creados, dóciles, maleables, solidarios, uniformes en la común mediocridad. El fanatismo igualitario pretende amalgamar á los individuos, mediocrizándolos: detesta las diferencias, aborrece las excepciones, anatematiza al que se aparta en busca de una propia personalidad. El original, el imaginativo, el creador, atrae sus odios, los busca, los desafía, sabiéndolos terribles porque son irresponsables. Por eso todo idealista es una viviente afirmación de individualismo, aunque persiga una quimera social: puede vivir para los demás, nunca de los demás. Su independencia es una reacción hostil á todos los dogmatismos de rebaño. Concibiéndose incesantemente perfectibles, los temperamentos idealistas quieren decir en todos los momentos de su vida, como Quijote: «yo sé quién soy». Viven animados por este afán afirmativo. En sus ideales cifran su ventura suprema y su perpetua desdicha. En ellos caldean la pasión que anima su fe; ésta, al estrellarse contra la realidad social, puede parecer desprecio, aislamiento, misantropía: la clásica «torre de marfil» reprochada á cuantos se erizan al contacto de la mediocridad. Diríase que para ellos dejó escrita su eterna imagen Santa Teresa: «Gusanos de seda somos, gusanillos que hilamos la seda de nuestras vidas y en el capullito de la seda nos encerramos para que el gusano muera y del capullo salga volando la mariposa».
Todo idealismo es exagerado, necesita serlo. Y debe ser lírico su idioma, como si desbordara la personalidad sobre lo impersonal; el pensamiento sin lirismo es muerto, frío, carece de estilo, no tiene firma. Jamás fueron tibios los genios, los santos y los héroes. Para crear una partícula de Verdad, de Virtud ó de Belleza, requiérese un esfuerzo original y violento contra alguna rutina ó prejuicio, como para dar una lección de dignidad hay que desgoznar algún servilismo. Todo ideal es, instintivamente, extremoso; debe serlo á sabiendas, si es menester, pues pronto se rebaja al refractarse en la mediocridad de los más. Frente á los que mienten con viles objetivos, la exageración de los idealistas es una verdad apasionada. La pasión es su atributo necesario, aun cuando parezca desviar de la verdad; lleva á la hipérbole, al error mismo; á la mentira nunca. Ningún ideal es falso para quien lo profesa: es su verdad y él coopera á su advenimiento, con fe, con desinterés. El sabio busca la Verdad por buscarla y goza arrancando á la naturaleza secretos para él inútiles ó peligrosos. Y el artista busca también la suya, porque la Belleza es una verdad animada por la imaginación, más que por la experiencia. Y el filósofo la persigue en el Bien, que es una recta lealtad de la conducta para consigo mismo y para con los demás. Tener un ideal es servir á su propia Verdad. Siempre.
Algunos ideales se revelan como pasión combativa y otros como pertinaz obsesión; de igual manera distínguense dos tipos de idealistas, según predomine en ellos el corazón ó el cerebro. El idealismo sentimental es romántico: la imaginación no es inhibida por la crítica y los ideales viven de sentimiento. En el idealismo experimental los ritmos afectivos son encarrilados por la experiencia y la crítica coordina la imaginación: los ideales tórnanse reflexivos y serenos. Corresponde el uno á la juventud y el otro á la madurez. El primero es adolescente, crece, puja y lucha; el segundo es adulto, se fija, impone y defiende. El idealista perfecto sería romántico á los veinte años y estoico á los cincuenta; es tan anormal el estoicismo en la juventud como el romanticismo en la edad madura. Lo que al principio le enciende en pasión debe cristalizarle después en suprema dignidad: ésa es la lógica de su temperamento.
Los idealistas románticos son exagerados porque son insaciables. Comprenden que todos los ideales contienen una partícula de utopía y pierden algo al realizarse: de razas ó de individuos, nunca se integran como se piensan. En pocas cosas el hombre puede llegar al fin que la imaginación señala: su gloria está en marchar hacia él, siempre inalcanzado é inalcanzable. Después de iluminar su espíritu con todos los resplandores de la cultura humana, Goethe muere pidiendo más luz; y Musset quiere amar incesantemente después de haber amado, ofreciendo su vida por una caricia y su genio por un beso. Todos los románticos parecen preguntarse, con el poeta: «¿Por qué no es infinito el poder humano, como el deseo?» Tienen una curiosidad de mil ojos, siempre atenta para no perder la más imperceptible titilación del mundo que la solicita. Su sensibilidad es aguda, plural, caprichosa, artista, como si los nervios hubieran centuplicado su impresionabilidad. Su gesto sigue prontamente el camino de las nativas inclinaciones: entre diez partidos adoptan aquél subrayado por el latir más intenso de su corazón. Son dionisíacos. Sus aspiraciones se traducen por esfuerzos activos sobre el medio social ó por una hostilidad contra todo lo que obstruye sus corazonadas y ensueños. Construyen sus ideales sin conceder nada á la realidad, rehusándose al contralor de la experiencia, agrediéndola si ella los contraría. Son ingenuos y sensibles, fáciles de conmoverse, accesibles al entusiasmo y á la ternura: con esa ingenuidad sin doblez que los hombres prácticos ignoran. Un minuto les basta para decidir de toda una vida. Su ideal cristaliza en firmezas inequívocas cuando la realidad los hiere con más saña.
Todo romántico está por Quijote contra Sancho, por Cyrano contra Tartufo, por Stockmann contra Gil Blas: por cualquier ideal contra toda mediocridad. Prefiere la flor al fruto, presintiendo que éste no podría existir jamás sin aquélla. Los mercaderes y las turbas saben que la vida guiada por el interés brinda provechos materiales; los románticos creen que la suprema dignidad se incuba en el ensueño y la pasión. Para ellos un beso de tal mujer vale más que cien tesoros de Golconda.
Su elocuencia está en su corazón: disponen de esas «razones que la razón ignora»—, como decía Pascal. En ellas estriba el encanto irresistible de los Musset y los Byron: estremece su estuosidad apasionada, ahoga como si una garra apretara el cuello, sobresalta las venas, humedece los párpados, entrecorta el aliento. Sus heroínas y sus protagonistas pueblan los insomnios juveniles, como si las describieran con una vara mágica entintada en el cáliz de una poetisa griega: Safo, por caso, la más lírica. Su estilo es de luz y de color, siempre encendido, ardiente á veces. Escriben como hablan los temperamentos apasionados, con esa elocuencia de las voces enronquecidas por un deseo ó por un exceso, esa «voce calda» que enloquece á las mujeres finas y hace un Don Juan de cada amador romántico. Son ellos los aristócratas del amor, los seductores de todas las Julietas é Isoldas. En vano se confabulan en su contra las embozadas hipocresías de la mediocridad sentimental, tan temerosa de las pasiones como desconfiada ante los ideales. Los espíritus zafios desearían inventar una balanza para pesar la utilidad inmediata de sus inclinaciones y sentimientos; como no la poseen, prefieren renunciar á seguirlos. El corazón naufraga en los hombres que piden su vida en préstamo á la sociedad.
El mediocre es incapaz de alentar nobles pasiones. Esquiva el amor como si fuera un abismo: ignora que él acrisola todas las virtudes y es el más eficaz de los moralistas. Vive y muere sin haber aprendido á amar. Caricatura á este sentimiento guiándose por las sugestiones de sórdidas conveniencias. Los demás le eligen las queridas y le imponen la esposa. Poco le importa la fidelidad de las primeras mientras le sirvan de adorno; nunca exige inteligencia en la otra, si es un escalón en su mundo. Su amor se incuba en la tibieza del criterio ajeno. Musset le parece poco serio y encuentra infernal á Byron; habría quemado á Jorge Sand y la misma Teresa de Ávila resúltale un poco exagerada. Se persigna si alguien sospecha que Cristo pudo amar á la pecadora de Magdala. Cree firmemente que Werther, Jocelyn, Mimí, Rolla y Manón son símbolos del mal, creados por la imaginación de artistas enfermos. Aborrece la pasión honda y sentida; detesta los romanticismos sentimentales. Prefiere la compra tranquila á la conquista comprometedora; evita que su corazón se enardezca en una osada aventura sin el consentimiento de los demás. Ignora las supremas virtudes del amor.
En las eras de rebajamiento, mientras arrecia el clima de la mediocridad, los idealistas se alinean contra los dogmatismos sociales, sea cual fuere el régimen dominante. Algunas veces, en nombre del romanticismo político, agitan un ideal plebocrático. Su amor á los esclavos es un disimulado encono contra los que oprimen su individualidad. Diríase que llegan hasta amar al siervo para protestar contra el amo indigno; pero siempre quedan fuera del rebaño, sabiendo que en cada lacayo puede incubarse un burgués del porvenir.
En todo lo perfectible cabe un romanticismo; su orientación varía con los tiempos y con las inclinaciones. Hay épocas en que más florece, como en el siglo de abastardamiento iniciado por la revolución francesa. Algunos románticos se creen providenciales y su imaginación se revela por un misticismo constructivo, como en Chateaubriand y Fourier, precedidos por Rousseau, que fué un Marx calvinista, y seguidos por Marx, que fué un Rousseau judío. En otros el lirismo tiende, como en Byron y Ruskin, á convertirse en religión estética. En Mazzini y Kossouth toma color político. Habla en tono profético y trascendente por boca de Lamartine y de Hugo. En Stendhal acosa con ironía los dogmatismos sociales y en Vigny los desdeña amargamente. Se duele en Musset y se desespera en Amiel. Fustiga á la mediocridad con Flaubert y Barbey d'Aurevilly. Y en otros conviértese en rebelión abierta contra todo lo que amengua y domestica al individuo, como en Emerson, Stirner, Guyau, Ibsen ó Nietzsche.
Las rebeldías románticas son embotadas por la experiencia: ella enfrena muchas nobles impetuosidades y da á los ideales mayor eficacia. Las lecciones de la realidad no matan al idealista: lo educan. Su afán de perfección tórnase más centrípeto y digno, busca los caminos propicios, aprende á rehuir las asechanzas que la mediocridad le tiende. Cuando la fuerza de las cosas se sobrepone á su personal inquietud y los dogmatismos sociales cohiben sus esfuerzos por enderezarlos, su idealismo tórnase experimental. No pueden doblar la realidad á sus ideales, pero los defienden de ella, procurando salvarlos de toda mengua ó envilecimiento. Lo que antes se proyecta hacia fuera, polarízase en el propio esfuerzo, se interioriza. «Una gran vida, escribió Vigny, es un ideal de la juventud realizado en la edad madura». Es inherente á aquélla la ilusión de imponer sus ensueños, rompiendo la barrera que la separa de la mediocridad; cuando advierte que la mole no cae, atrinchérase en virtudes intrínsecas, custodiándolos, realizándolos en alguna medida, sin complicidades. El idealismo sentimental y romántico se transforma en idealismo experimental y estoico; la experiencia regula la imaginación, haciéndolo ponderado y reflexivo. La serena armonía clásica reemplaza á la pujanza impetuosa: el Idealismo dionisíaco se convierte en Idealismo apolíneo.
Es natural que así sea. Los romanticismos no resisten á la experiencia crítica: si duran hasta pasados los límites de la juventud, su ardor no equivale á su eficiencia. Fué error de Cervantes la avanzada edad en que Don Quijote emprende la persecución de su quimera. Es más lógico Don Juan, casándose á la misma altura en que Cristo muere; los personajes que Murger creó en la vida bohemia, detiénense en ese limbo de la madurez. No puede ser de otra manera. La acumulación de los contrastes acaba por coordinar la imaginación, orientándola sin rebajarla.
Y si el idealista es una mente superior, su ideal asume formas definitivas: plasma la Verdad, la Belleza ó la Virtud en crisoles más perennes, tiende á fijarse y durar en obras. El tiempo lo consagra y su esfuerzo tórnase ejemplar. La posteridad lo juzga clásico. Todo clasicismo es una selección natural de ideales sobrevivientes á través de los siglos.
Pocos ingenios encuentran tal clima y tal ocasión que les encumbren á la genialidad. Los más resultan exóticos é inoportunos; los sucesos, cuyo determinismo no pueden modificar, esterilizan sus esfuerzos. De allí cierta aquiescencia á las cosas que no dependen del propio mérito, la tolerancia de toda insoluble fatalidad. Al resignarse á la coerción exterior no se abajan ni contaminan: se apartan, se refugian en sí mismos, para encumbrarse en la orilla desde donde miran el fangoso arroyo que corre murmurando, sin que en su murmullo se oiga un grito. Son los jueces de su época: ven de dónde viene y cómo corre el turbión encenagado. Descubren á los omisos que se dejan opacar por el limo, á los que persiguen esos encumbramientos falaces con que las mediocracias oprobian á sus arquetipos.