Las fuerzas morales - José Ingenieros - E-Book

Las fuerzas morales E-Book

José Ingenieros

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Los sermones laicos reunidos en el presente volumen fueron publicados en revistas estudiantiles y universitarias entre 1918 y 1923, quinquenio generador de un nuevo espíritu en nuestra América Latina. Este libro completa la visión panorámica de una Ética Funcional. El hombre mediocre es una crítica de la moralidad; hacia una moral sin dogmas, una teoría de la moralidad; las fuerzas morales, una deontología de la moralidad. Prevalece en todo el concepto de un idealismo ético, en función de la experiencia social, inconfundible con los capciosos idealismos de la vieja metafísica. Cada generación renueva sus ideales. Si este libro pudiera estimular a los jóvenes a descubrir los propios, quedarían satisfechos los anhelos del autor, que siempre estuvo en la vanguardia de la suya y espera tener la dicha de morir antes de envejecer.

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Seitenzahl: 169

Veröffentlichungsjahr: 2010

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José Ingenieros

Las fuerzas morales

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Las fuerzas morales.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9007-816-7.

ISBN tapa dura: 978-84-9897-492-8.

ISBN ebook: 978-84-9897-493-5.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

Advertencia del autor 11

Capítulo 1. Se transmutan sin cesar en la humanidad 13

Capítulo 2. Juventud, entusiasmo, energía 17

I. De la juventud 17

II. Del entusiasmo 21

III. De la energía 23

Capítulo 3. Voluntad, iniciativa, trabajo 27

I. De la voluntad 27

II. De la iniciativa 29

III. Del trabajo 32

Capítulo 4. Simpatía, justicia, solidaridad 37

I. De la simpatía 37

II. De la justicia 40

III. De la solidaridad 43

Capítulo 5. Inquietud, rebeldía, perfección 47

I. De la inquietud 47

II. De la rebeldía 50

III. De la perfección 53

Capítulo 6. Firmeza, dignidad, deber 57

I. De la firmeza 57

II. De la dignidad 60

III. Del deber 63

Capítulo 7. Mérito, tiempo, estilo 67

I. Del mérito 67

II. Del tiempo 70

III. Del estilo 73

Capítulo 8. Bondad, moral, religión 79

I. De la bondad 79

II. De la moral 82

III. De la religión 85

Capítulo 9. Verdad, ciencia, ideal 89

I. De la verdad 89

II. De la ciencia 93

III. Del ideal 97

Capítulo 10. Educación, escuela, maestro 103

I. De la educación 103

II. De la escuela 106

III. Del maestro 110

Capítulo 11. Historia, progreso, porvenir 115

I. De la historia 115

II. Del progreso 118

III. Del porvenir 122

Capítulo 12. Terruño, nación, humanidad 127

I. Del terruño 127

II. De la nación 130

III. De la humanidad 135

Libros a la carta 141

Brevísima presentación

La vida

José Ingenieros (1877, Palermo (Italia)-1925, Buenos Aires)

Su nombre original era Giuseppe Ingegneri. Fue médico, psiquiatra, psicólogo, farmacéutico, escritor, docente, filósofo y sociólogo.

En 1892, tras terminar sus estudios secundarios, fundó el periódico La Reforma. Hacia 1893, estudió en la Facultad de Medicina de Buenos Aires, de la que se graduó en 1897 de farmacéutico y en 1900 de médico.

Ingenieros fue un miembro relevante de la Cátedra de Neurología y del Servicio de Observación de Alienados de la Policía de la Capital, el cual llegó a dirigir.

Entre 1902-1913 dirigió los archivos de Psiquiatría y Criminología y se hizo cargo del Instituto de Criminología de la Penitenciaría Nacional de Buenos Aires, alternando su trabajo con conferencias en universidades europeas.

En 1908 ocupó la Cátedra de Psicología Experimental en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ese año fundó la Sociedad de Psicología.

Ingenieros terminó sus estudios en las universidades de París, Ginebra, Lausana y Heidelberg. Sus ensayos sociológicos El hombre mediocre y sus ensayos críticos y políticos, Hacia una moral sin dogmas, Las fuerzas morales tuvieron un gran influencia en el ámbito universitario de Argentina.

En 1914 José Ingenieros se casó con Eva Rutenberg en Lausana, Suiza. Tuvieron cuatro hijos, Delia, Amalia, Julio y Cecilia.

Hacia 1919 renunció a todos los cargos docentes y comenzó hacia 1920 su etapa política, participando de manera activa en favor del grupo Claridad, de tendencia comunista.

Unos años después propuso la formación de la Unión Latinoamericana, una organización que difundió sus ideas antiimperialistas.

En 1925, poco antes de morir fundó la revista Renovación, en la que escribió con los pseudónimos de Julio Barreda Lynch y de Raúl H. Cisneros.

Ingenieros se distanció del socialismo de Estado y empezó a colaborar con periódicos anarquistas, varias de sus obras literarias reflejan este acercamiento. Murió el 31 de octubre de 1925, a los cuarenta y ocho años.

Advertencia del autor

Los sermones laicos reunidos en el presente volumen fueron publicados en revistas estudiantiles y universitarias entre 1918 y 1923, quinquenio generador de un nuevo espíritu en nuestra América Latina.

Este libro completa la visión panorámica de una Ética Funcional. El hombre mediocre es una crítica de la moralidad; Hacia una moral sin dogmas, una teoría de la moralidad; Las fuerzas morales, una deontología de la moralidad. Prevalece en todo el concepto de un idealismo ético, en función de la experiencia social, inconfundible con los capciosos idealismos de la vieja metafísica.

Cada generación renueva sus ideales. Si este libro pudiera estimular a los jóvenes a descubrir los propios, quedarían satisfechos los anhelos del autor, que siempre estuvo en la vanguardia de la suya y espera tener la dicha de morir antes de envejecer.

José Ingenieros

Buenos Aires, 1925

Capítulo 1. Se transmutan sin cesar en la humanidad

En el perpetuo fluir del universo nada es y todo deviene, como anunció el oscuro Heráclito efesio. Al par de lo cósmico, lo humano vive en eterno movimiento; la experiencia social es incesante renovación de conceptos, normas y valores. Las fuerzas morales son plásticas, proteiformes, como las costumbres y las instituciones. No son tangibles ni mensurables, pero la humanidad siente su empuje. Imantan los corazones y fecundan los ingenios. Dan elocuencia al apóstol cuando predica su credo, aunque pocos le escuchen y ninguno le siga; dan heroísmo al mártir cuando afirma su fe, aunque le hostilicen escribas y fariseos. Sostienen al filósofo que medita largas noches insomnes, al poeta que canta un dolor o alienta una esperanza, al sabio que enciende una chispa en su crisol, al utopista que persigue una perfección ilusoria. Seducen al que logra escuchar su canto sirenio; confunden al que pretende en vano desoírlo. Son tribunal supremo que transmite al porvenir lo mejor del presente, lo que embellece y dignifica la vida. Todo rango es transitorio sin su sanción inapelable. Su imperio es superior a la coacción y la violencia. Las temen los poderosos y hacen temblar a los tiranos. Su heraclia firmeza vence, pronto o tarde, a la Injusticia, hidra generadora de la inmoralidad social.

El hombre que atesora esas fuerzas adquiere valor moral, recto sentimiento del deber que condiciona su dignidad. Piensa como debe, dice como siente, obra como quiere. No persigue recompensas ni le arredran desventuras. Recibe con serenidad el contraste y con prudencia la victoria. Acepta las responsabilidades de sus propios yerros y rehusa su complicidad a los errores ajenos. Solo el valor moral puede sostener a los que impenden la vida por su arte o por su doctrina, ascendiendo al heroísmo. Nada se les parece menos que la temeridad ocasional del matamoros o del pretoriano, que afrontan riesgos estériles por vanidad o por mesada. Una hora de bravura episódica no equivale al valor de Sócrates, de Cristo, de Spinoza, constante convergencia de pensamiento y de acción, pulcritud de condena frente a las insanas supersticiones del pasado.

Las fuerzas morales no son virtudes de catálogo, sino moralidad viva. El perfeccionamiento de la ética no consiste en reglosar categorías tradicionales. Nacen, viven y mueren, en función de las sociedades; difieren en el Rig Veda y en la Ilíada, en la Biblia y en el Corán, en el Romancero y en la Enciclopedia. Las corrientes en los catecismos usuales poseen el encanto de una abstracta vaguedad, que permite acomodarlas a los más opuestos intereses. Son viejas, multiseculares; están ya apergaminadas. Las cuatro virtudes cardinales: Prudencia, Templanza, Coraje y Justicia, eran ya para los socráticos formas diversas de una misma virtud: la Sabiduría. Las conservó Platón, pero supo idealizar la virtud en un concepto de armonía universal. Aristóteles, en cambio, las descendió a ras de tierra, definiendo la virtud como el hábito de atenerse al justo medio y de evitar en todo los extremos. De esta noción no se apartó Tomás de Aquino, que a las cardinales del estagirita agregó las teologales, sin evitar que sus continuadores las complicaran. Estáticas, absolutas, invariables, son frías escorias dejadas por la fervorosa moralidad de culturas pretéritas, reglas anfibológicas que de tiempo en tiempo resucitan nuevos retóricos de añejas teologías.

Poner la virtud en el justo medio fue negarle toda función en el desenvolvimiento moral de la humanidad; punto de equilibrio entre fuerzas contrarias que se anulan, la virtud resultó, apenas, una prudente transacción entre las perfecciones y los vicios.

La concepción dinámica del universo relega a las vitrinas de museo esas momias éticas, inútiles ya para el devenir de la moralidad en la historia humana. Solo merecen el nombre de Virtudes las fuerzas que obran en tensión activa hacia la perfección, funcionales, generadoras. En su vidente libro de juventud escribió Renán: El gran progreso de la reflexión moderna ha sido sustituir la categoría del devenir a la categoría del ser, la concepción de lo relativo a la concepción de lo absoluto, el movimiento a la inmovilidad. Pocas sentencias son más justas que la del sutil maestro de idealismo.

Para la joven generación de nuestro tiempo es esencial conocer las fuerzas morales que obran en las sociedades contemporáneas: virtudes para la vida social, que no descansan bajo ninguna cúpula. Más que enseñarlas o difundirlas, conviene despertarlas en la juventud que virtualmente las posee. Si la catequesis favorece la perpetuación del pasado, la mayéutica es propicia al florecimiento del porvenir.

Dichosos los pueblos de la América Latina si los jóvenes de la Nueva Generación descubren en sí mismos las fuerzas morales necesarias para la magna Obra: desenvolver la justicia social en la nacionalidad continental.

Capítulo 2. Juventud, entusiasmo, energía

I. De la juventud

2. Jóvenes son los que no tienen complicidad con el pasado. Atenea inspira su imaginación, da pujanza a sus brazos, pone fuego en sus corazones. La serena confianza en un Ideal convierte su palabra en sentencia y su deseo en imperio. Cuando saben querer, se allanan a su voluntad las cumbres más vetustas. Savia renovadora de los pueblos, ignoran la esclavitud de la rutina y no soportan la coyunda de la tradición. Solo sus ojos pueden mirar hacia el amanecer, sin remordimiento. Es privilegio de sus manos esparcir semillas fecundas en surcos vírgenes, como si la historia comenzara en el preciso momento en que forjan sus ensueños.

Cada vez que una generación envejece y reemplaza su ideario por bastardos apetitos, la vida pública se abisma en la inmoralidad y en la violencia. En esa hora deben los jóvenes empuñar la Antorcha y pronunciar el Verbo: es su misión renovar el mundo moral y en ellos ponen su esperanza los pueblos que anhelan ensanchar los cimientos de la justicia. Libres de dogmatismos, pensando en una humanidad mejor, pueden aumentar la parte de felicidad común y disminuir el lote de comunes sufrimientos.

Es ventura sin par la de ser jóvenes en momentos que serán memorables en la historia. Las grandes crisis ofrecen oportunidades múltiples a la generación incontaminada, pues inician en la humanidad una fervorosa reforma ética, ideológica e institucional. Una nueva conciencia histórica deviene en el mundo y transmuta los valores tradicionales de la Justicia, el Derecho y la Cultura. Intérpretes de ella, los que entran en la vida siembran fuerzas morales generadoras del porvenir, desafiando el recrudecer de las resistencias inmorales que apuntalan el pasado.

Los jóvenes cuyos ideales expresan inteligentemente el devenir constituyen una Nueva Generación, que es tal por su espíritu, no por sus años. Basta una sola, pensadora y actuante, para dar a su pueblo personalidad en el mundo. La justa previsión de un destino común permite unificar el esfuerzo e infundir en la vida social normas superiores de solidaridad. El siglo está cansado de inválidos y de sombras, de enfermos y de viejos. No quiere seguir creyendo en las virtudes de un pasado que hundió al mundo en la maldad y en la sangre. Todo lo espera de una juventud entusiasta y viril.

3. La juventud es levadura moral de los pueblos. Cada generación anuncia una aurora nueva, la arranca de la sombra, la enciende en su anhelar inquieto. Si mira alto y lejos, es fuerza creadora. Aunque no alcance a cosechar los frutos de su siembra, tiene segura recompensa en la sanción de la posteridad. La antorcha lucífera no se apaga nunca, cambia de manos. Cada generación abre las alas donde las ha cerrado la anterior, para volar más lejos, siempre más. Cuando una generación las cierra en el presente, no es juventud: sufre de senilidad precoz. Cuando vuela hacia el pasado, está agonizando; peor, ha nacido muerta.

Los hombres que no han tenido juventud piensan en el pasado y viven en el presente, persiguiendo las satisfacciones inmediatas que son el premio de la domesticidad. Débiles por pereza o miedosos por ignorancia, medran con paciencia pero sin alegría. Tristes, resignados, escépticos, acatan como una fatalidad el mal que los rodea, aprovechándolo si pueden. De seres sin ideales ninguna grandeza esperan los pueblos.

La juventud aduna el entusiasmo por el estudio y la energía para la acción, que se funden en el gozo de vivir. El joven que piensa y trabaja es optimista; acera su corazón a la vez que eleva su entendimiento. No conoce el odio ni le atormenta la envidia. Cosecha las flores de su jardín y admira las del ajeno. Se siente dichoso entre la dicha de los demás. Ríe, canta, juega, ama, sabiendo que el hado es siempre propicio a quien confía en sus propias virtudes generadoras.

La juventud es prometeana cuando asocia el ingenio y la voluntad, el saber y la potencia, la inspiración de Apolo y el heroísmo de Hércules. Un brazo vale cien brazos cuando lo mueve un cerebro ilustrado; un cerebro vale cien cerebros cuando lo sostiene un brazo firme. Descifrar los secretos de la Naturaleza, en las cosas que la constituyen, equivale a multiplicarse para vivir entre ellas, gozando sus bellezas, comprendiendo sus armonías, dominando sus fuerzas.

4. Los jóvenes tocan a rebato en toda generación. No necesitan programas que marquen un término, sino ideales que señalen el camino. La meta importa menos que el rumbo. Quien pone bien la proa no necesita saber hasta dónde va, sino hacia dónde. Los pueblos, como los hombres, navegan sin llegar nunca; cuando cierran el velamen, es la quietud, la muerte. Los senderos de perfección no tienen fin. Belleza, Verdad, Justicia, quien sienta avidez de perseguirlas no se detenga ante fórmulas reputadas intangibles. En todo arte, en toda doctrina, en todo código, existen gérmenes que son evidentes anticipaciones, posibilidades de infinitos perfeccionamientos. Frente a los viejos que recitan credos retrospectivos, entonan los jóvenes himnos constructivos. Es de pueblos exhaustos contemplar el ayer en vez de preparar el mañana.

Dos grandes ritmos sobresaltan en la hora actual a los pueblos. Anhelan realizar en la sociedad la armonía justa de los que trabajan por su grandeza extendiendo a todos los hombres el calor de la solidaridad; desean que las nacionalidades venideras sean algo más que fortuitas divisiones políticas, corroídas por la voracidad de facciones enemigas. Toda la historia contemporánea converge a predecir el acrecentamiento de la justicia social y la agrupación de los débiles Estados afines en comuniones poderosas. Una ilustrada minoría de la Nueva Generación cree que los pueblos de nuestra América Latina están predestinados a confederarse en una misma nacionalidad continental. Lo afirma solemnemente y parece dispuesta a tentar la vía, creyendo que si no llegara a cumplirse tal destino sería inevitable su colonización por el poderoso imperialismo que desde ha cien años acecha.

Los hombres envejecidos no ven la magnitud de ambos problemas. Niegan la urgencia de asentar sobre más justas bases el equilibrio social; niegan la necesidad de solidarizar nuestros pueblos, como única garantía de su independencia futura. Es misión de la juventud tomar a los ciegos de la mano y guiarlos hacia el porvenir. Arrastrarlos si dudan; abandonarlos si resisten. Todo es posible, menos convencerlos. A cierta altura de la vida la ceguera es un mal irreparable. Los jóvenes pierden su tiempo cuando esperan impulso de los viejos. Es más razonable obrar sin ellos, como hicieron otrora los próceres, cuando supieron hacerse independientes y sembrar los veinte gérmenes de una gran civilización continental.

II. Del entusiasmo

5. Entusiasta y osada ha de ser la juventud. Sin entusiasmo no se sirven hermosos ideales; sin osadía no se acometen honrosas empresas. Un joven escéptico está muerto en vida, para sí mismo y para la sociedad. Un entusiasta, expuesto a equivocarse, es preferible a un indeciso que no se equivoca nunca. El primero puede acertar; el segundo, jamás.

El entusiasmo era ya, para los platónicos, una exaltada inspiración divina que encendía en el ánimo el deseo de lo mejor. El entusiasmo es salud moral; embellece el cuerpo más que todo otro ejercicio; prepara una madurez optimista y feliz. El joven entusiasta corta las amarras de la realidad y hace converger su mente hacia un ideal; sus energías son puestas en tensión por la voluntad y aprende a perseguir la quimera soñada. Olvida las tentaciones egoístas que empiezan en la prudencia y acaban en la cobardía; adquiere fuerzas desconocidas por los tibios y los timoratos.

El enamorado de un ideal, de cualquiera —pues solo es triste no tener ninguno—, es una chispa; contagia a cuanto le rodea el incendio de su ánimo apasionado. Los entusiastas despiertan los temperamentos afines, los conmueven, los afiebran, hasta atraerlos a su propio camino; obran como si todo obedeciera a su gesto, como si hubiera fuerza de imán en sus deseos, en sus palabras, en el sonido mismo de su voz, en la inflexión de su acento.

6. La juventud termina cuando se apaga el entusiasmo. No hay mayor privilegio que el de conservarlo hasta muy entrada la edad viril; es don de pocos y parece milagro en quien lo atesora hasta la ancianidad, como Sócrates a su demonio inspirador. En ese único secreto reside la eficacia de los escritores fieles a su doctrina y que saben afirmarla, proclamarla, repetirla: en cien formas, como las del torbellino, apasionadas. Son los heraldos de su tiempo y encuentran eco en el corazón de la juventud, siempre esquiva al razonamiento frío, enemiga de los sofistas solapados y de los capciosos contemporizadores. Solo cosechan simpatía los que siembran su propio entusiasmo.

La juventud escéptica es flor sin perfume. De jóvenes sin credo se forman cortesanos que mendigan favores en las antesalas, retóricos que hilvanan palabras sin ideas, abúlicos que juzgan la vida sin vivirla: valores negativos que ponen piedras en todos los caminos para evitar que anden otros lo que ellos no pueden andar.

El hombre que se ha marchitado en una juventud apática llega pronto a una vejez pesimista, por no haber vivido a tiempo. La belleza de vivir hay que descubrirla pronto, o no se descubre nunca. Solo el que ha poblado de ideales su juventud y ha sabido servirlos con fe entusiasta puede esperar una madurez serena y sonriente, bondadosa con los que no pueden, tolerante con los que no saben.

7. Los ideales dan confianza en las propias fuerzas. Para ser entusiasta no basta ser joven de años: hay que formarse un ideal, sobreponiéndose a las imperfecciones de la realidad y concibiendo por la imaginación sus perfecciones posibles. Para servirlo eficazmente, hay que entregarse a él sin reservas. Y debe ser fruto de la experiencia propia, si ha de embellecer la vida; el que se apasiona ciegamente es un fanático al servicio de pasiones ajenas. Sin estudio no se tienen ideales, sino fanatismos; el entusiasmo vidente de los hombres que piensan no es confundible con la exaltada ceguera de los ignorantes.

El entusiasmo es incompatible con la superstición; el uno es fuego creador que enciende el porvenir; la otra es miedo paralizante que se refugia en el pasado. El entusiasmo acompaña a las creencias optimistas; la superstición, a las pesimistas. Aquél es confianza en sí mismo; ésta es renunciamiento y temor a lo desconocido. Los entusiastas saltan cada amanecer el cerco de un jardín para aspirar el perfume de nuevas flores; los supersticiosos entran cada crepúsculo al mismo cementerio. El entusiasmo es ascua; la superstición es ceniza.

III. De la energía

8. La inercia frente a la vida es cobardía. Un hombre incapaz de acción es una sombra que se escurre en el anónimo de su pueblo. Para ser chispa que enciende, fuego que templa, reja que ara, debe llevarse el gesto hasta donde vuele la intención.

No basta en la vida pensar un ideal: hay que aplicar todo el esfuerzo a su realización. Cada ser humano es cómplice de su propio destino: miserable es el que malbarata su dignidad, esclavo el que se forja la cadena, ignorante el que desprecia la cultura, suicida el que vierte la cicuta en su propia copa. No debemos maldecir la fatalidad para justificar nuestra pereza; antes debiéramos preguntarnos en secreta intimidad: ¿volcamos en cuanto pudimos toda nuestra energía? ¿Pensamos bien nuestras acciones, primero, y pusimos después en hacerlas la intensidad necesaria?