El hombre perfecto, o casi - Miguel Vigil - E-Book

El hombre perfecto, o casi E-Book

Miguel Vigil

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Beschreibung

¿Es posible que exista un hombre perfecto? Inteligente, sociable, con gran atractivo físico, que hable idiomas, con un gran talento musical, buen gusto para la comida, una vista de lince… Un hombre… que sea respetado, deseado, admirado y envidiado en el mejor de los sentidos. Este, es el curioso caso de Adrián Giménez. El hombre perfecto, o casi. Y decimos casi, porque tener desarrollados los cinco sentidos al límite tendrá sus pros y sus contras. Nuestro protagonista siempre sentirá la necesidad de buscar algo más en su vida para conseguir la satisfacción plena a pesar de ser considerado perfecto. Tenerlo todo, o creer tenerlo no significa que no se encuentre vacío, vacío sobre todo, al no conseguir llegar a sentir eso que llaman enamorarse. Miguel Vigil (que no es el hombre perfecto, sino el autor de aquí la presente obra), nos irá descubriendo todo esto a través de un repaso a la historia genealógica de Adrián. Nos remontaremos a episodios históricos y ficticios en los que se tratará de dar respuesta a cómo con el tiempo puede llegar a aparecer "El hombre perfecto, o casi". Un a mezcla de historias cortas y temas variados, contados desde esa perspectiva única, divertida, crítica, de humor inteligente y donde se hace partícipe al lector en todo momento. Una obra… casi perfecta.

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Seitenzahl: 279

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Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico. Dirección editorial: Ángel Jiménez

edición eBook: marzo 2024

El hombre perfecto, o casi(Historia de un genio)

© Miguel Vigil

© Éride ediciones, 2019

Éride ediciones Espronceda, 5 28003 Madrid

ISBN: 978-84-10051-27-0

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

eBook producido por Vintalis

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Miguel Vigil

Miguel Vigil, músico, cómico, actor, escritor... él mismo no sabe si es polifacético o disperso. Miembro fundador del grupo cómico-musical Académica Palanca, fue acusado de hacer humor inteligente saliendo absuelto por falta de pruebas.

Web: https://miguelvigil.es

Correo: [email protected]

Titulos publicados en Éride:

• Relax (Teatro)

• Poemas breves (Poesía)

• Relatos polisémicos (Relatos)

• El hombre perfecto, o casi (Novela)

• Pilar Himmler. Sin límite de mal (Novela, escrita a la par con Javier García)

• Por la utopía del peaje

Invéntate una frase ingeniosa

y tu nombre será recordado eternamente.

(Anónimo)

El síndrome de Stendhal, también llamado síndrome de Florencia, o estrés del viajero, es una enfermedad psicosomática que provoca un aumento considerable del ritmo cardiaco, vértigo, confusión, alucinaciones, etc., cuando el individuo es expuesto a obras de arte, especialmente bellas y numerosas. El síndrome de Stendhal es un referente de la reacción romántica ante la acumulación de belleza y la exuberancia del goce artístico.

Se denomina así por el famoso autor francés del XIX, que detalló prolijamente el fenómeno que experimentó en su visita a Florencia en 1817.

« Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las BellasArtes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotadaen mí, andaba con miedo a caerme».

(Stendhal)

Fuente: Wikipedia

Prólogo

Antes de darte pistas sobre la casi perfección del libro que tienes entre las manos y la vista, avezado lector, quiero poner en común contigo algunos talentos de quien le ha dado vida. Porque «El hombre perfecto, o casi» está a cierta distancia de un principio cuyo icono emblemático en mi imaginario particular es un cassette. Si tienes menos de 25 años he de decirte que un cassette es como un cedé con dos agujeros y una cinta que se puede enrollar con un boli Bic. (¿Se seguirán usando los bolis Bic o tendré que dar más explicaciones...?)

Cuando Miguel Vigil, el padre de esta criatura que ahora nos ocupa, era más enjuto, ya cantaba por los rincones de Madrid. Y en uno de ellos me encontré por primera vez con su voz y no tuve más remedio que llevármela a casa en una «cajita», que es como los franceses nombran a los cassettes. Se titulaba «Tan lejos del principio» —que tan lejos no estábamos, la verdad— y le cogí afición a uno de sus temas: «Acuérdate», del que aún podría cantar alguna estrofa. Ya pensé entonces que alguien capaz de concebir una letra del nivel de ese tema, era muy fácil que escribiera mucho mejor que regular.

Todo esto ocurría recién inaugurados los años 80 y pasaba en Madrid, un «poblachón manchego» —como decía Paco Umbral— que comenzó a explotar de pura creación y de ganas de dejar al franquismo y su caspa más allá del Valle de los Caídos. Así llegó «La Movida», esa cosa que nadie sabe definir sin que se le llene la boca de palabras, de la que ninguno quiere hacerse cargo, pero en la que todo el mundo asegura que participó —no sé cómo cabía tanta gente— y que tuvo la ventaja de la desvergüenza y el inconveniente de denostar bastante y de manera injusta la canción de autor.

Si continúas ahí, lector bizarro, te voy a confesar que yo seguía oyendo los temazos de Vigil, a Serrat —que andaba con «En tránsito» en el 81—, las primeras canciones de Sabina: «Carguen, apunten, fuego», por ejemplo, y todo lo que entraba en mis oídos de Silvio Rodríguez. Eso sí, los escuchaba en una especie de semiclandestinidad cercana a la que algunos de nuestros ancestros habían practicado con «la Pirenaica» en los años oscuros de la dictadura. También tengo que reconocer que mi pasión por los cantautores no era incompatible en absoluto con el fervor por grupos como «La Unión», «Radio Futura», «El Último de la fila», «Golpes bajos» o «Siniestro total», pero de estos se podía ser fanático sin que nadie te tildara de antiguo, carca o desfasado.

Declinaban los 80 —no por aproximación a nuestra lengua madre, sino por pura extenuación— cuando volví a toparme con Miguel Vigil, cantando en el mismo rincón de la ciudad donde le descubrí, pero con dos personajes más: Antonio Sánchez y Javier Batanero. Eran los inicios de «Académica Palanca», nombre que este trío desgajó de unos versos de Miguel de Unamuno: «Salamanca, Salamanca, renaciente maravilla, académica palanca de mi visión de Castilla».

De este grupo, que comenzó en los garitos y acabó metiéndose en las casas a través de diferentes programas de televisión, conservo otro cassette y un magnífico elepé, ese disco grande, duro y negro que ahora se empeñan en llamar vinilo y que, curiosamente, se ha convertido en objeto de culto.

Seguro que tú, arrojado lector, puedes tararear alguno de los temas de humor inteligente de esta formación, rayana en lo políticamente incorrecto, que nos dejó canciones como «Me llaman mala persona», «Vida sexual sana», «Desde cuándo un español» o «La apoyadura» que, en la actual década del siglo XXI, es probable que no pasaran el filtro de los que usan de manera rancia y pacata unos cuantos «ismos» como el machismo, el sexismo o el racismo. No todo el mundo tiene la capacidad necesaria para llegar a reírse incluso de lo suyo.

Con muchas risas di nuevamente con el autor del libro que nos ocupa hoy —y al que ya voy llegando, lector condescendiente— en el año 2013 y de esta última coincidencia me llevé a casa firmados el que, por el momento, es su último cedé: «No soy solo una cara bonita» y un estupendo libro de relatos: «Respuestas a misterios sin respuesta».

Esta obra confirmó mi sospecha de que Miguel Vigil no solo es «una voz bonita» y un estupendo artesano de canciones, sino que, además, es un buen narrador que consigue imprimir a sus fábulas un estilo propio, del que tiene parte de responsabilidad su acertado y hábil manejo de la lengua castellana. Y, cómo no, ese punto de humor sagaz que solo pueden aplicar bien quienes poseen lucidez, sarcasmo y la habilidad suficiente como para bromear hasta con las propias debilidades.

Todos estos ingredientes te los vas a poder encontrar también, gallardo lector, en «El hombre perfecto, o casi», el libro que da sentido a tu afición: leer y a mi misión: prologar. Así que te voy a dar unas cuantas pistas sobre esta novela, que empieza presentando al protagonista, Adrián Giménez, un hombre con un solo defecto: no se puede enamorar y, por lo tanto, con otro mucho mayor: carece de capacidad para escribir poesía.

El final de la obra queda «abierto a la esperanza» y, por el camino, el autor nos va contando las mil y una peripecias de los ascendientes de este dechado de virtudes, músico exitoso, al que su progenitora, con el sentido común propio de una madre, siempre animó a hacer Derecho y opositar a Notarías.

Explica Vigil la excelencia de Germán Giménez paseándonos a brincos por varios siglos de herencias de todas las ramas de su familia. Esta es la excusa impecable para enredarnos en unos cuantos relatos tan esperpénticos como disipados, con los que el autor va dándonos una visión muy particular de la historia y de la geografía, aderezados con detalles como que fue la madre de la hija nunca reconocida de Leonardo Da Vinci la que inventó la tortilla de patata.

No voy a destripar la obra contando más detalles, ni tampoco voy a seguir invocándote, lector zarandeado, no sea que aparezcas como el personaje metaliterario que eres en «El hombre perfecto o casi»

y comencemos a conversar y a discrepar y a desvariar… y no me quede más remedio que cambiarte los adjetivos y empezar a utilizar alguno de los que usa el autor para designarte. Zurcefrenillos, bebecharcos, morroestufa y mangurrián son mis favoritos.

Te dejo con Germán Giménez y toda su estirpe, para que lo disfrutes como solo un lector sabe hacerlo.

Ángela Bautista Palacios

Capítulo I

Adrián Giménez era el hombre perfecto. Tenía un cociente intelectual de 180, muy superior a la media que es 100; se dice que el de Leonardo da Vinci superaba los 200, y que el de Albert Einstein rondaba los 160; podemos decir entonces que Adrián era un genio entre Leonardo y Einstein. Tenía por tanto una facilidad innata para los estudios, hasta para los más difíciles; la física cuántica, los cálculos infinitesimales, incluso el idioma inglés, nada se le resistía. Físicamente era un monumento andante, un adonis, una belleza de esas que duelen, exultante e insultante, para los demás, claro. Era agraciado, apuesto, gallardo, apolíneo, atractivo, un galán de cine tipo Paul Newman, Alain Delon, Brad Pitt o George Clooney. Alto, lo suficiente para ser un buen mozo, pero no tanto como para resultar desgarbado y patoso, rubio, ese rubio mechado natural de los niños pijos, ojos azules, de un azul verdoso, un azul turquesa, mezcla de cielo y mar. Cuerpo impresionante, ni un gramo de grasa, con una musculatura definida pero no voluminosa. Una dentadura perfecta y blanquísima. Era de esas personas con las que la naturaleza se explaya y les da todo. Esos genes superdotados que se transmiten una vez cada mil años, o cada millón de años. Fue un bebé precioso, un niño guapísimo y un adulto fuera de serie; ni siquiera en la adolescencia pasó por esa etapa en la que la cara se deforma, la nariz parece cosida de otro cuerpo, los andares se vuelven cansinos y torpes… Por no tener, no tuvo ni acné, ni un solo grano. Cualquier persona ha pasado por una etapa de belleza en su vida: los veinte años, o los treinta, o una madurez resultona; lo equivalente a esos quince minutos de gloria de los que hablaba Andy Warhol. Adrián fue guapo y estuvo guapo todos los días de su vida, sin una sola excepción. Incluso recién despertado era guapo. Pero es que además, era amable, simpático, cariñoso, atento, educado, el hijo que a cualquier madre le gustaría tener, el yerno que a cualquier suegra le gustaría para su hija, o para su hijo, el novio ideal para cualquier chica en edad de merecer, o cualquier chico en edad de merecer. Se llevaba bien con todo el mundo, no tenía enemigos. Además, como tenía una memoria prodigiosa, se acordaba de los nombres y de los cumpleaños de toda la gente que le presentaban, incluso de las conversaciones que había mantenido, aunque hubiera sido una conversación banal y distante en el tiempo. Por ejemplo: paseando por la calle Street, de Londres, se encontró con Robert Sinclair, a quien conoció brevemente cinco años atrás mientras ambos esperaban el autobús. Adrián saludó por su nombre a Robert Sinclair, y le preguntó si había conseguido terminar la colección de cromos de Ben-Hur; es decir, retomó la conversación como si hubieran pasado cinco minutos en lugar de cinco años. Siendo tan perfecto es plausible pensar que la envidia le buscara enemistades, pues no, era tan perfecto que lo que provocaba en los demás era todo positivo, envidia sí, mucha, pero envidia sana ¿Deseo sexual?, también, pero reconducido hacia el amor platónico cuando no era correspondido. Si Adrián hubiera posado para el David de Miguel Ángel, el resultado hubiera sido aún más bello. Adrián provocaba en los demás el síndrome de Stendhal.

Tenía un cerebro superdotado, y también un cuerpo superdotado. Según comentaban muchos compañeros de estudios, y absolutamente todas las compañeras de estudios, su miembro no medía menos de veinticinco centímetros. Y Adrián no ponía remilgos en dar placer a cualquiera que se lo pidiera: compañera, compañero, profesor, profesora, lechero, lechera… Adrián era promiscuo por naturaleza, cambiaba de pareja como el que se cambia de calzoncillos (me refiero a una persona limpia, alguien que se cambia diariamente, porque hay por ahí cada elemento que ya, ya…). Y además era un hombre al que toda la ropa le quedaba perfecta. Si lucía una camiseta de mercadillo parecía de Armani; imaginaos entonces las auténticas camisetas de Armani; cualquier pantalón que se pusiera pasaba por ser hecho a medida y de la mejor calidad; una vulgar gorra le quedaba bien, un sombrero mejor aún, los tirantes, el cinturón, con corbata, sin corbata, zapatos, zapatillas, botas de esquiar, cualquier prenda, cualquier complemento mejoraba si él lo llevaba. Si se ponía un smoking la gente se quedaba hipnotizada, no podía dejar de mirarle.

Le hubiera sentado bien incluso un saco de patatas, seguro que él le hubiera dado cierto estilo, incluso si el saco de patatas estuviera lleno de patatas. El canon de belleza quedaba muy por debajo de Adrián, y el techo de la inteligencia, si es que la inteligencia tiene techo, podía tocarlo sin ponerse de puntillas.

Para que los lectores se hagan una idea del talento de Adrián Giménez, les hago partícipes del trabajo escolar que escribió, a la tierna edad de nueve años, sobre el uso de las tildes en castellano.

Él amó: el amo

Él amó. La tilde de amó se escapó con una consonante (una h intercalada que se había metido por medio),aunque ambas sabían que lo suyo era imposible. La tilde de él corrió detrás de la tilde de amó por esa empatíacongénita que tienen las virgulillas entre sí. El resultado fue nefasto, por culpa de una pasión abocada al fracaso,el amor se convirtió en esclavitud: el amo.

Luego todo se enredó, la o, sintiéndose abandonada, denunció a la tilde a la RAE, y cuando esta quisodefenderse encerraron para siempre sus explicaciones entre paréntesis, a la hache le cortaron la lengua y sequedó muda. La otra tilde, acusada de complicidad, cayó en depresión, se tumbó sobre una n, y lleva años sinlevantar cabeza. Pero no todo fue en vano. Su sacrificio dio lugar a «La rebelión de las letras».

El punto y aparte se lió con un punto y coma y tuvieron tres puntos suspensivos que no se sabe aún en quéterminarán. Dos comas que se trataban de igual a igual tuvieron varias comillas, y se fueron a vivir a Comillas(Cantabria), para pasar desapercibidas. La c y la h, que se habían separado hacía tiempo, decidieron darse otraoportunidad y brindaron con champán. La v bebió demasiado y ya era una w, y en un control de alcoholemiaescribió su nombre con b.

La ortografía estaba desesperada, llevaba ya tres faltas, y no podía hacerse cargo de otro error, ya teníademasiado que mantener con su maltrecha economía. Las mayúsculas empezaron a darse cuenta de que, aunqueeran inferiores en número, también eran mucho más grandes y más fuertes que las minúsculas, y decidieronplantarles cara. Abandonaron sus posiciones habituales y se establecieron en medio de las palabras, al final delos enunciados, uniendo oraciones, en fin, en sitios donde nunca habían estado. Las minúsculas, aterrorizadas,corrieron a refugiarse detrás de los puntos, ya fueran seguidos o aparte, y el caos se adueñó del sentido común.

Desaparecieron las normas más elementales y hubo que empezar otra vez desde cero.

Por eso es tan importante respetar las tildes, para evitar el caos, para impedir que «él amó» se convierta en «el amo».

Más o menos por aquel entonces, cuando todo el mundo con dos dedos de frente ya sabía que Adrián era un genio, alguien le preguntó:

—Y tú, niño, ¿qué vas a ser de mayor?

—Viejo. —Le contestó Adrián sin dudarlo ni un momento. El interrogador lo miró con cara de asombro, más bien de susto, y se alejó a toda prisa.

Adrián era el hombre perfecto. Se había licenciado en ocho carreras y estaba estudiando la novena, pero no estudiaba por acumular títulos universitarios ni por engrosar su currículo, no le hacía ninguna falta, estudiaba por la simple necesidad de aumentar conocimientos, era como una droga para él. Podríamos considerarlo un polímata, un humanista, un hombre del Renacimiento. Fue músico, pero también pintor, escultor, escritor, arquitecto, médico, abogado, ingeniero, etc. Tenía talento para triunfar en cualquier rama del saber, pero le interesaba la música por encima de cualquier otra cosa.

Fue el primero en todo, fue el director de orquesta más joven del siglo XX, el compositor más joven en ganar un Oscar a la mejor banda sonora, el primer español que lo consiguió y hasta ahora el único. Fue también el primer director invitado para dirigir el Concierto de Año Nuevo de la Orquesta Filarmónica de Viena, en 1971, con apenas dieciséis años.

—(Inciso del lector) Perdone usted que le interrumpa, pero la costumbre, ya tradicional, de invitar a un director para dirigir ese concierto se instituyó en 1987, y el primer invitado fue el maestro Herbert Von Karajan.

—(Respuesta del autor) ¿Y usted no sabe que es de mala educación interrumpir a un hombre que está trabajando?

—Ya, discúlpeme, pero es que los datos son los datos…

—Pero, ¿usted quién es?

—Un lector, un simple lector, y si no corrige ese dato le auguro muy poco éxito…

—No hay que corregir nada, esta historia es pura ficción, y en la ficción me puedo inventar lo que me dé la gana…

—Yo lo digo por su bien, me parece una historia que puede llegar a ser interesante, la del hombre perfecto, o casi, pero si empieza a cometer errores tan al principio, no creo que se sostenga hasta el final…

—Es usted un poco impertinente…

—Más bien… tiquismiquis con los datos…

—Pues mire, si no me hubiera interrumpido habría podido constatar que no se trata de un error sino de una licencia poética, en este caso más bien prosaica, del autor…

—Explíquese, por favor.

—Willi Boskovsky, además de excelente violinista, dirigió el Concierto de Año Nuevo entre 1955 y 1979…

—Eso es verdad.

—Y, como algo totalmente excepcional, prestó su batuta a Adrián Giménez en 1971, ya que conocía sus magníficas dotes musicales y le auguraba un futuro esplendoroso, no como usted a mí ¿Le parece bien, así?

—Así sí, aunque sea ficción parece creíble.

—Pues sigamos… Adrián dominaba a la perfección siete idiomas además del castellano (inglés, francés, alemán, ruso, japonés, chino y árabe), y era capaz de defenderse con bastante soltura en otros tantos (italiano, portugués, griego, turco, catalán, euskera y gallego). Fue el primero de su promoción en todas sus licenciaturas. Incluso la primera vez que hizo el amor también fue el primero en acabar. Adrián, en fin, tenía un cerebro superdotado. Era el hombre perfecto, o casi. Tan solo tenía un defecto: no podía enamorarse. Sí, cogía cariño a la gente, quería a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos, a sus parejas, pero no conseguía enamorarse. Pero ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a ese río. Empecemos por el principio y ya llegaremos al final. Todo a su tiempo.

Capítulo II

Su padre, Ernesto, se dedicaba a la hostelería, concretamente era maestro cervecero, de los del lado de fuera de la barra, aficionado al cante flamenco, con poquita voz, pero desagradable; su madre, maestra de escuela, tocaba la flauta dulce pero no de forma sobresaliente. Su pasión por la música se debe a su abuelo materno que tocaba el piano de oído. Con tan solo tres años, Adrián se quedaba embobado mirando cómo las manos de su abuelo recorrían las teclas y se entrecruzaban para interpretar las melodías que escuchaba por la radio. Un día, los abuelos y los padres de Adrián estaban tomando café en la salita cuando empezaron a escuchar unas notas sueltas en el piano; intercambiaron sonrisas benévolas entre ellos, pero, al cabo de un momento, sus caras se transformaron en el asombro personificado. Adrián, sin haber tocado nunca antes el piano, ni ningún otro instrumento musical, estaba realizando unos arpegios que su abuelo calificó de gran dificultad. Adrián tenía entonces cuatro años.

Su abuelo decidió enseñarle todo lo que sabía y al cabo de poco tiempo, con la voz temblorosa habló con su hija: «No puedo enseñarle más, ya toca mucho mejor que yo». Buscaron un profesor particular.

Transcurridos unos meses, el profesor particular llegó a la misma conclusión que el abuelo y añadió:

«Señora, su hijo es un genio, deben buscar alguien con más talento que yo para que le enseñe». Adrián tuvo varios profesores más, y todos se daban por vencidos; interpretaba sin ninguna dificultad estudios, preludios, nocturnos, polonesas y sonatas. Alguien habló a sus padres de una escuela de música para niños superdotados en Inglaterra, la escuela de Yehudi Menuhim, magnífico violinista de gran éxito que decidió dedicarse al mecenazgo de artistas con talento y sin recursos. Cursaron la correspondiente solicitud, y al cabo de unas semanas un joven chino que hablaba un correctísimo inglés se presentó en el domicilio de Adrián para hacerle unas pruebas. Menos mal que hablaba inglés, porque la familia de Adrián no hablaba nada de chino, claro que tampoco hablaba nada de inglés, pero por señas se entendieron.

Adrián Giménez, con tan solo siete años, entró en la escuela para genios que estaba situada a unos 100 kilómetros de Londres. Su corta edad y, sobre todo, su extraordinario cerebro, hicieron que hablara inglés con fluidez en pocos meses. Las asignaturas de solfeo, armonía, composición, conjunto coral, piano, etc., las iba superando a una velocidad vertiginosa y con unas notas que nunca bajaron de sobresaliente.

Con las asignaturas correspondientes al bachillerato, que eran absolutamente en inglés, obtuvo los mismos resultados, para él un notable era como un suspenso. Además recibía también clases de español, para perfeccionar su lengua materna. Baste decir que a los doce años ya había terminado todos los cursos de piano y empezó los estudios de dirección de orquesta, a los catorce ya era director, y sus composiciones, hasta entonces meros ejercicios de estilo, comenzaron a adquirir unos tintes muy personales y muy avanzados para la época.

—(Inciso del lector) Perdone que le interrumpa de nuevo…

—Vaya hombre, Don Corrige…

—Ese no es mi nombre…

—Pues le pega mucho…

—Bueno, llámeme usted como quiera, el caso es que ha cometido usted un error, la escuela de genios a la que se refiere, la fundó Yehudi Menuhin, sí, pero en 1991, y además en Bruselas, no en las afueras de Londres…

—Se equivoca, señor Espasa…

—¿Ya me ha cambiado el nombre otra vez?

—No señor, le he puesto apellido, es usted Don Corrige Espasa…

—Queda bien, Don Corrige Espasa, me gusta…

—Me alegro. El caso es que la Fundación Yehudi Menuhim se fundó en Bruselas en 1991, ahí tiene razón, pero la escuela de genios a la que yo me refiero se fundó en el condado de Surrey, al sur de Londres, en 1963 ¿Satisfecho?

—Lo que usted diga, tiene razón, me he equivocado, pero no se enfade...

—No me enfado, pero si no deja de interrumpirme no voy a terminar nunca este libro…

— (Susurrando) Puede que fuera lo mejor…

—¿Cómo dice?

—Nada, que supongo que ahora viene lo mejor, ¿no?

Efectivamente. En la escuela había dos celebraciones importantes, Navidad y Fin de Curso. En ambas fiestas los alumnos seleccionados se encargaban de componer obras totalmente inéditas, bien para orquesta, cuarteto de cuerda, piano y voz, etc. Adrián fue seleccionado para la fiesta de Navidad y compuso dos obras: una para orquesta, que él mismo dirigió, y otra para piano y voz femenina. Él acompañó la dulce voz de Chun Lee, una excelente violinista china, a la que le costó mucho convencer, ya que se negaba a cantar, porque no era cantante, sino violinista. Tanto fue así, que Adrián tuvo que reescribir la partitura y adaptarla para guitarra y voz, a petición de Chun Lee, ya que así, al menos ambos correrían riesgos y no solo ella. Adrián, a pesar de ser pianista, tocaba la guitarra bastante mejor de lo que Chun Lee creía, pero es que ella también cantaba bastante mejor de lo que pensaba. Al finísimo oído de Adrián no le había pasado desapercibida la voz de la muchacha en las clases de conjunto coral. Tampoco le había pasado desapercibido el cambio fisonómico que Chun Lee, a la que conocía desde la infancia, había experimentado en los últimos meses, y su mente adolescente adivinaba curvas y redondeces bajo el casto uniforme de la escuela. A ella tampoco le era indiferente Adrián, y esas pocas semanas que, a ratos sueltos, pasaron ensayando la obra, fueron suficientes para jurarse amor eterno y entregarse el uno al otro en cuerpo y alma, sobre todo en cuerpo, que las pasiones de la pubertad son incontrolables.

(Inciso del autor) A partir de este momento la historia puede continuar por muchísimos caminos, pero el lector avispado intuirá al menos dos, que son evidentes:

1º.- El amor de Adrián y Chun Lee puede persistir en el tiempo o no, pero de cualquier manera no influye en sus carreras musicales. Ambos triunfan, como era de esperar, y son felices, juntos o separados, pero son felices, dentro de lo que cabe, dentro de lo que se puede ser feliz en este mundo injusto, egoísta, competitivo, estúpido y fugaz.

2º.- Chun Lee se queda embarazada, pero no se lo cuenta a Adrián porque le quiere demasiado, y sabe que él tendría que renunciar a la música y volver a China con ella, porque es lo que marca la tradición de su país cuando una adolescente china se queda embarazada en una escuela inglesa para genios, y además el padre de la criatura es un músico español. Una vez en China ambos trabajarían de sol a sol por un salario tan mínimo que apenas les daría para comer; al cabo de poco tiempo él se hartaría de esa vida y la abandonaría, le pillarían en la frontera intentando escapar y le meterían en la cárcel, donde le condenarían a pasar el resto de su vida lamentándose por aquel amor de juventud.

Adrián, con una ingeniosa herramienta, sencilla pero ingeniosa, hecha a base de los garbanzos duros que le dan de comer a diario en la prisión, se fabricaría un teclado de 88 notas en la pared, sin sonido, pero al menos podría practicar y no perder agilidad en las manos. Al tiempo que practicaba, tararearía la melodía de la obra, y los pájaros acudirían a su reja, y con sus trinos le harían el contrapunto y la armonía.

Tras un tiempo, el alcaide de la prisión se apiadaría de él y le llevaría por los teatros con su piano de pared, nunca mejor dicho, y sus pájaros. El éxito sería apoteósico y pronto empezaría a viajar por el extranjero.

Su fama se haría mundial. Mientras tanto intentaría encontrar de nuevo a Chun Lee, pero esta, cuando el fruto de su amor fue mayor de edad, se lo encasquetó a los abuelos y decidió cambiar de sexo y de acento.

Ahora se llama Klaus Von Donn y vive en los Alpes suizos, ha cambiado su violín por un sombrero tirolés y se pasa el día buscando al abuelo de Heidi para ajustarle las cuentas (un suceso paralelo entre el padre de Chun Lee y el abuelo de Heidi, por un quítame allá esas pajas, un lío de faldas o algo parecido, que ocurrió hace años y cuyo desarrollo podría alargar esta historia hasta el infinito). Pero he aquí que Adrián, en su gira mundial con el espectáculo: «El pianista de cara a la pared y sus pajarillos mágicos», acaba recalando en los Alpes suizos. Chun Lee, o sea, Klaus Von Donn, escucha la noticia por la radio y se dirige velozmente al teatro en su trineo. De repente, un enorme perro San Bernardo se interpone en su camino, Chun Lee pega un volantazo, o como se llame el equivalente de un volantazo en un trineo, y se estrella contra un árbol. El golpe le deja paralítico. Niebla, que así se llama el San Bernardo va a buscar a su ama, que no es otra que Heidi, y ambos acuden al lugar del siniestro con su abuelo. A pesar de que Chun Lee tiene un aspecto totalmente distinto, recordemos que ahora es Klaus Von Donn, el abuelo de Heidi reconoce a su hija ilegítima, fruto de un amor de juventud con una hermosa muchacha china, que no es otra que la madre de Chun Lee. Rápidamente la lleva al hospital más cercano y Chun Lee, o sea Klaus Von Donn, es operada a vida o muerte. La operación es un éxito pero la paciente no volverá a andar.

Desfigurada por la operación adopta ahora el nombre de Clara. Salen del hospital en menos de veinte minutos (la medicina suiza es rapidísima, no falla nunca, como los relojes suizos). Heidi, su abuelo, Niebla y Clara, o sea Klaus Von Donn, o sea Chun Lee, van al teatro donde Adrián interpreta sus grandes éxitos.

Al final del espectáculo Clara, o sea Klaus Von Donn, o sea Chun Lee, se dirige al camerino. Adrián le abre la puerta, se miran, se reconocen, se besan, se abrazan, se preguntan, los pajarillos mágicos de Adrián se posan sobre la silla de ruedas de Clara, o sea Klaus Von Donn, o sea Chun Lee. Uno de ellos, más atrevido, coquetea con ella, o sea con él, o sea con ella; le cuenta con su trino que es el famoso pájaro chogüí, ella queda embelesada y se fugan juntos. En un lugar de la selva amazónica, creyéndose a salvo, el pájaro chogüí hace una transformación inversa y se convierte en un indiecito guaraní. Se sube a un árbol para orientarse; Clara, o sea Klaus Von Donn, o sea Chun Lee, lo llama a gritos advirtiéndole del peligro que conlleva subirse a un árbol, él se asusta, cae y muere. Ella, arrepentida, regresa a los Alpes suizos en busca de Adrián, pero este, creyéndola perdida para siempre, vive ahora amancebado con Heidi y disfrutando de la herencia del abuelo, que todavía no ha muerto pero les ha dado su bendición y su dinero.

(Inciso del autor) Si nos decantáramos por esta segunda opción, quedaría justificada la pasión por el estudio de Adrián, ya que viviendo en la soledad de la montaña con Heidi, Niebla y el abuelo, que no acaba de morirse nunca, su única válvula de escape sería estudiar. El relato quedaría redondo, terminaría como empieza, pero me faltarían años de vida para acabarlo; porque lo que han leído ustedes es solo la idea básica, ahora tendría que desarrollarlo todo, escribir diálogos, describir paisajes, personajes; por ejemplo, el retrato de los pajarillos mágicos puede llevar seis tomos, en fin, una labor muy engorrosa; y dado, además, que la previsión de ventas de este libro no es muy halagüeña, no sería rentable escribir un relato de la magnitud de «Los miserables», me refiero en cuanto a su extensión, no en cuanto a su calidad, ya quisiera usted tener en sus manos una obra de ese calibre. Ha elegido este libro, pues se aguanta, anda que no hay libros en una librería… ¿Que se lo han regalado? Lo siento, a ver si la próxima vez tiene más suerte.

Volviendo al tema, definitivamente me decanto por la primera opción. ¿Que cuál era, me preguntará usted, querido lector?

—Yo no le iba a preguntar nada…

—Es igual, yo se lo recuerdo.

1º.- El amor de Adrián y Chun Lee puede persistir en el tiempo o no, pero de cualquier manera no influye en sus carreras musicales. Ambos triunfan, como era de esperar, y son felices, juntos o separados, pero son felices, dentro de lo que cabe, dentro de lo que se puede ser feliz en este mundo injusto, egoísta, competitivo, estúpido y fugaz.

Ella no se queda embarazada, al menos de momento, y en el caso de que se hubiera quedado embarazada no se lo contaría a Adrián; así que retomamos la historia en el punto en que la dejamos, la preparación y los ensayos de la Fiesta de Navidad en la escuela para genios.

Adrián y Chun Lee, entre besos y abrazos, sostenidos y bemoles, notas y acordes, caricias y mimos, blancas y negras, carantoñas y arrumacos, tequieros y yo te quiero más, fusas y semifusas, consiguieron que la composición de Adrián para piano y voz, luego arreglada para guitarra y voz, y titulada «Puente sobre aguas turbulentas» (el título original era en inglés: Opus nº XXXIII; o en latín: Work nº 33, no recuerdo bien), quedara realmente espectacular.

(Inciso del autor) Para que el lector pueda imaginar la belleza de la composición, la he titulado como la hermosísima y famosísima canción de Simon & Garfunkel; no porque ambas obras se parecieran, sino para que pueda hacerse usted una idea del talento del muchacho. Ambas composiciones solo se parecían en su belleza. Por la misma razón, la obra para orquesta la he titulado «Entretiempo» para que el lector se haga una idea de su belleza. No se parecía en nada a Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, tan solo en que ambas son composiciones que sobrecogen el alma.

Y por fin llegó el día tan esperado. El último viernes antes de Navidad, que ese año fue el día 22, día que en la Gran Bretaña es uno más, pero que en España es el de la lotería, por lo que se dieron celebraciones simultáneas en ambos países, pero de muy distinta índole. El salón de actos de la Escuela para Genios de Yehudi Menuhim, con capacidad para quinientas personas, estaba totalmente abarrotado, incluso tuvieron que improvisar unas cuantas localidades más a base de sillas plegables, porque esa fiesta anual había adquirido una gran fama dentro del mundo de la música clásica, y nadie, ni amigos, ni familiares, ni músicos, quería perdérselo. La filantropía del maestro Menuhim se veía recompensada año tras año con la presencia de eminentes músicos de todos los estilos, que subvencionaban con sus donaciones una gran parte de los gastos de la escuela. Ese año, concretamente, acudieron al concierto: Luciano Pavarotti, Alfredo Kraus, Daniel Baremboim, Mike Jagger y Paul McCartney, entre otras superestrellas.

Empezó el concierto con las composiciones de los alumnos más jóvenes, piezas agradables de escuchar, pero con demasiadas influencias barrocas, tanto que, en un momento dado, alguien creyó estar escuchando algo muy parecido a la Música para los Reales Fuegos de Artificio, de Haendel. Por fin llegó el momento de Adrián. Su puesta en escena fue sorprendente.

Apareció andando con una guitarra clásica colgada en bandolera, como si fuera una guitarra eléctrica, y tocando la introducción de su obra, para colmo no llevaba el smoking exigido, sino unos pantalones vaqueros, una camiseta con una serigrafía de los Beatles y unas zapatillas deportivas. El público rechazó con ahogados susurros su vestimenta y su falta de protocolo, pero lo que sonaba de su guitarra era tan bello que enseguida la gente se centró en lo verdaderamente importante. Adrián realizaba un arpegio sencillo, sin mayor dificultad:

Algo tan simple y a la vez tan hermoso. Unos compases más tarde apareció Chun Lee, con dos coletas laterales pero no simétricas, con una camisa vaquera y una minifalda blanca, y al igual que Adrián, con unas deportivas. La belleza adolescente de Chun Lee subyugó inmediatamente a todos los espectadores.