El instante - Analía Sivak - E-Book

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Analía Sivak

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«Una mujer y un hombre caminan por la playa. Van tomados de la mano cerca del agua que apenas moja sus tobillos. Caminan hacia el faro».   «Sabemos por Roland Barthes, desde hace algunas décadas, que no se puede decir "te amo" sin ironía o pudor, y que escribir sobre el amor supone la amenaza de hundirse en la trivialidad, la obscenidad o el sentimentalismo. Y, sin embargo, se sigue amando y se sigue escribiendo: estas páginas pretenden trazar esa distancia necesaria, narrar con un lenguaje acerado, y evitar la solemnidad y las sentencias proponiendo devenires alternativos para la aventura amorosa de sus protagonistas. Así, el amor queda definido por lo que son sus rasgos esenciales: algo incierto, inasible, doloroso, purificador, definitivo» (Maximiliano Tomas).   «Un hombre y una mujer caminan por la playa. Dentro de un rato, él le propondrá casamiento. A partir de esta situación, Analía Sivak escribe una novela extraordinaria, a la vez romántica y experimental, intelectual y emocionante. Todo el pasado, todos los futuros posibles, todos los dobleces del amor y todo el conocimiento enciclopédico del mundo están contenidos en esa breve caminata; con tanta ambición como ternura, Sivak está dispuesta a rasgar el velo para mostrarlos. Para ese hombre y esa mujer habrá un antes y un después. Pero también para el lector, que se reencuentra con la mejor tradición literaria rioplatense, donde conviven el sentido del juego de Cortázar, la erudición de Borges y la ternura cruel de Onetti» (Gonzalo Garcés).

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Analía Sivak

El instante

NARRATIVAS

Sivak, Analía

El instante / Analía Sivak. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-51-4

1. Literatura Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

© 2023, Analía Sivak

Primera edición, diciembre 2023

Dirección comercial Sol Echegoyen

Dirección editorial Julieta Mortati

Coordinación editorialMartín Vittón

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Patricia Jitric y Carolina Iglesias

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

El hombre, en cada instante de su vida, es todo lo que ha sido y todo lo que será.

Dijo Borges que dijo Wilde.

I

1

Una mujer y un hombre caminan por la playa. Van tomados de la mano cerca del agua que apenas moja sus tobillos. Caminan hacia el faro. Se dirigen al instante en el cual él le propondrá casamiento. Ella no lo sabe ni imagina. Él sospecha su respuesta y se equivoca. Surgirán tres opciones. Que sí, que no, y la tercera. Siempre hay una tercera opción porque la vida real nunca es binaria. Cada tanto alguna ola los salpica y se sobresaltan y ríen y él le aprieta más fuerte la mano.

Ella tiene puesta su malla roja y un pareo atado a la cintura que la cubre un poco y le permite caminar más tranquila. La malla de él también es roja. En uno de los bolsillos, el del cierre, lleva un anillo y un papel doblado varias veces, todo guardado en una diminuta bolsa de plástico cerrada con cinta. Eligió esa malla por el bolsillo con cierre. Avanzan de rojo frente al celeste amarronado del mar, al blanco de la espuma de las olas, al beige claro del suelo que en algunos tramos se hace un poco más oscuro.

Pisan la arena mojada que los refresca. Cada tanto se pinchan con algún caracol. Evitan las aguas vivas desparramadas por la costa con su extraña textura transparente. Acaban de encontrar una y se alegran de no haberla pisado. Él se reclina para observarla de cerca. Debajo de esa gelatina transparente hay ríos azules y rojos y verdes que parecen venas o ríos o cables o trazos de lápices de alguna mano pintora que quiso hacerle un dibujo por dentro y no pudo terminarlo.

Lo que él no sabe de las aguas vivas

Las aguas vivas o medusas se denominan también “lágrimas de mar”. Las lágrimas necesitan la contracción de todo su cuerpo para desplazarse. Tienen tentáculos urticantes para capturar a sus presas y para defenderse. Inyectan veneno. Los tentáculos de las lágrimas muertas, como los de la que él levantó recién y acaba de tirar de nuevo a la arena, son venenosos incluso después de varias semanas fuera de su hábitat. La toxicidad de la picadura de la lágrima varía según la especie. La mayoría provoca una fuerte sensación de ardor. Pero es un ardor pasajero. Sin embargo, se recomienda salir del agua inmediatamente si uno entra en contacto con la lágrima porque existe la posibilidad de padecer un shock anafiláctico y ahogarse. Las lágrimas ahogan, él lo sabrá, pero más adelante. Algunos pocos peces son inmunes al veneno de las lágrimas y las utilizan como escondite falsamente transparente.

Siguen caminando. Nada los apura ni los demora. Están de vacaciones y parecen haber venido para esto: caminar, hablar poco, mojarse, tomar sol, entrar al agua, besarse, amar. Son turistas en esta playa extranjera aunque nadie es del todo turista en una playa, como si la playa en sí misma fuera un país y todos tuviéramos una playa propia, real o soñada, que nos hiciera ciudadanos de la arena.

Ella se pincha el pie con un caracol y se detiene. Se inclina para levantarlo. Lo lava, le quita la arena. Lo miran de cerca. Hay miles, ya vieron tantos, violetas, ocres, grises, más grises, blancos, con forma estereotipada de caracol, enrollados en espiral, con forma cónica, simétricos, rotos, enteros. El que ella levantó tiene forma de espiral, es de los más pequeños y su belleza consiste, precisamente, en la capacidad de ser tan completo en su pequeñez. Va a tirarlo de nuevo a la arena pero él la detiene, le sostiene la mano. Guarda el caracol en su bolsillo.

¿Por qué los humanos juntan caracoles?

La concha del caracol tiene la característica de sobrevivir al animal de cuerpo blando que la produce. La mano que levanta un caracol dice que va a llenar botellas con varios y adornar la cocina, o si es grande lo va a usar de jabonera y quizás puede armar colección y también si son muchos podrá hacer un cuadro y regalar a los primos y los tíos que no pudieron llegar hasta la playa. O guardarlos para hacer aros y pulseras. A veces la mano que va a levantarlo no dice nada, pero al tocarlo es lentamente imantada por el deseo de reproducir esa característica: que la playa dure en uno más tiempo que el que uno estuvo en la playa.

—¿En qué pensabas? —pregunta ella.

—Nada, en los caracoles, qué serán.

Él camina con una mano en el bolsillo. Juega con sus dedos con el caracol que recién levantaron y se imagina dejarlo para siempre ahí, para que cada vez que se ponga esta malla y en un gesto inconsciente meta la mano en el bolsillo, encuentre el caracol, palpe la punta que pincha, acaricie los pliegues duros del calcio solidificado, recuerde este día, esta tarde, esta playa, las huellas, la piel de ella.

Caminan dejando sus marcas sobre la arena mojada. En algunos tramos las huellas son imperceptibles, en otros los cuerpos se hunden y dejan huellas profundas. Cuando una ola avanza, las borra. También hay huellas de otros hombres y mujeres que caminan en su misma dirección y en la contraria. Se construye un dibujo que solo será visto por los ojos que lo miren antes de que la marea suba y haga su trabajo diario de borrar las figuras terrenas del día.

Él la abraza y ella se deja abrazar. Él rodea con su brazo la espalda de ella y ella apoya suavemente su cabeza sobre el hombro de él. Forman una sola sombra. Fue apenas un momento, ella endereza la cabeza, él quita su brazo de la espalda y vuelven a tomarse de la mano. Están transpirados, la humedad no importa al lado del mar pero están más cómodos así, los dedos entrelazados, los cuerpos unidos solamente a través de las manos. Sus cuerpos piden mantener la independencia, darse la mano pero andar sueltos, mantener cada uno su propia sombra.

Caminan al ritmo de los que todavía están enamorándose. De la mano, lentamente, hombro con hombro. Quizás en eso se distingan las parejas que van por la playa. Cuando el amor es nuevo, los hombros de ambos cuerpos van en una misma línea. Avanza un cuerpo y avanza el otro, al mismo tiempo y recorriendo la misma distancia a cada paso. Cuando el amor ya tiene tiempo, siempre hay un cuerpo que va más adelante. Entre los hombros de uno y los hombros del otro hay una distancia pequeña pero insalvable. No es posible entender por qué esa distancia se mantiene, ¿no debería acrecentarse si uno de los dos camina más rápido? Sin embargo, siempre es la misma. Cientos de parejas caminan con esa distancia que los une y los separa al mismo tiempo.

Ella y él caminan hombro a hombro. Es el momento en el que sienten que la vida de uno puede emparejarse con la vida del otro, yo tengo un cuerpo que puede ir al lado del tuyo, quiero detenerme en tus pausas, correr en tus corridas, quiero amoldar el ritmo de mi vida al de la tuya, ¡vayamos a la misma velocidad! Mi cuerpo está hecho de lo mismo que tu cuerpo, puede avanzar cuando avances, podemos avanzar juntos, ¡frenemos cuando lo necesitemos! Si te falta el aire te doy el mío, si a mí me falta, tengo el tuyo, mi hombro va al lado de tu hombro. Y, sin embargo, todavía no conozco la historia completa de tu hombro ni sus deseos oscuros, ni toda su familia, ni todo su pasado, conozco insuficientemente el resto del cuerpo que lo amolda y determina.

Él se detiene y ella también. Giran hacia el mar y lo contemplan. Miran primero a los hombres y mujeres y niños que juegan en el agua. Cuando la ola es suave la saltan todos por arriba, cuando es grande se zambullen, después salen alegres a la superficie. Es evidente que los humanos no fueron creados para el mar, su ritmo nunca es el de las olas, sus sonidos no podrán jamás tener su cadencia ni su tono ni su infinitud. Los humanos gritan palabras adentro del agua cuando están felices, cuando se caen, cuando se levantan, cuando viene la ola, cuando se va,cuando otro humano se acerca, cuando algún humano se va. El rugido del mar pareciera estar pidiéndoles que se callen de una vez. La ola que rompe acentúa el ruego. Pero el nene con gorra grita gol y la nena desnuda que se le perdió la malla y la abuela que vuelvan y el abuelo, yo te dije y el hombre con anteojos que vengan vengan, y el otro hombre algo grita también y las olas rompen y cuando el agua con fuerza golpea la arena, en ese tiempo del estruendo, hay silencio de mar que no es silencio del todo pero es, al menos, el sonido necesario para esconder las voces humanas que lo intentan quebrar.

Ella y él dejan de mirar lo que tienen cerca y extienden su mirada hacia el horizonte. La desmesura los vuelve diminutos. Son dos puntos negros contemplando el infinito. Sus voces ya no se oyen. Sus problemas desaparecen. Ahora los conflictos son los de la Tierra. Ella y él o dos caracoles sobre la arena son lo mismo mirados desde lejos. Poco de lo que ellos puedan hacer alterará el ritmo del planeta. La arena hoy los sostiene, pronto ya no, que rían o que sufran, que digan que sí o que no, mientras tanto, poco importa a la distancia.

Las tres ficciones

El horizonte cuenta tres ficciones: que separa el cielo del mar, que es una línea, que se puede alcanzar. Nada de esto es cierto y, sin embargo, los ojos lo contemplan y la belleza los convence.

—Dicen que cuando estás mareado adentro de un barco tenés que salir a ver el horizonte —dice ella.

Él se coloca entre ella y el horizonte, le interrumpe la visión, le dice “Estoy mareado” y le da un beso.

—Sos cursi —dice ella—, ¿mareado de amor?

—Algo así.

2

Ella es Julieta. Aunque camina despacio avanza al mismo ritmo que él, no sabemos cómo logra hacerlo porque todos los movimientos de su cuerpo son lentos. Tiene el equilibrio de las personas que saben hacia dónde avanzan pero no saben bien cómo. Los movimientos son hacia los costados, algo tambaleantes, distendidos. Camina de otra manera cuando no está de vacaciones.

Hoy avanza lento, con su malla nueva, la despreocupación en la cara, su pareo verde casi transparente atado a la cintura. Logró armarse una semana de vacaciones. Es jueves. Están en la playa desde el sábado. Ya pasó la mitad del viaje. Ya tuvo esa sensación de cuando el heladero entrega el helado y parece enorme, ese helado durará siempre, cucurucho entero y limpio, dulce de leche recién puesto, frutilla sin derretir, ¿se podrá comer todo? Y de pronto la mitad, va a llegar el final, todavía el cuerpo no lo digirió así que las ganas de comerlo están intactas pero el helado a punto de acabarse, las manos pegajosas, el cucurucho ya no está para la foto, pronto quedará el vacío entre los dedos, la servilleta sucia, la cucharita naranja de plástico que no se sabe dónde tirar. Hoy es jueves, Julieta camina por la playa en la mitad de su viaje, el tercero que hace con él.

—¿Te venís a Liverpool conmigo?

Él no contesta. Desde que están juntos ya lo invitó a cientos de ciudades. Él se iría a todas con ella. Los dos saben, que por ahora, no irán a ninguna. Pero a ella le encanta soñar planes imposibles, sobre todo con ciudades. En sus primeros recuerdos aparece un globo terráqueo muy pequeño con fondo azul que le había regalado su papá. Todavía no sabía leer y todo en esa pelota le parecían dibujos. Después se fue dando cuenta de que otros se acercaban y en esos caminos de hormigas leían nombres de lugares para visitar. Lo primero que leyó cuando descubrió las letras no lo olvida nunca: Malta. Fue el primer país que pudo leer sola. Desde entonces, uno de sus sueños fue viajar a Malta. En una época se hizo fan de Malta, leyó todo lo que había sobre ese país, buscó la música de allá, se sabía el número exacto de habitantes, los nombres de las islas que lo forman, se sabía incluso el nombre Tac-Cawl que cualquier otra persona hubiera tardado veinte minutos en olvidar. Cuando estaba muy triste decía que un día se iría a vivir a Malta y que allá iba a ser feliz. Pero supo ser feliz sin ir a Malta y poco a poco se fue olvidando de su sueño, como uno olvida sus sueños infantiles o los transforma.

Julieta todavía guarda el globo terráqueo. Lo paseó por todas las casas donde vivió. Lo tuvo muchos años en su mesa de luz, hoy en un estante de la biblioteca. Tiró muñecos y muñecas y cajas, carritos, cuadros, tiraron por ella carpetas con dibujos y rompecabezas y juegos de mesa. El globo terráqueo es el único objeto que sobrevivió a su infancia.

¿Y los juguetes de la infancia a dónde van?

Ese lugar al fondo

de la vida

en el cuerpo

Un pozo del pasado

hoy

adentro tuyo

Ahí se tira el elefante

y la muñeca

y el auto de madera

el tren

la llave con su diario y sus palabras

y todo lo que sigue viajando en los vagones que se fueron.

El globo terráqueo logró salvarse de los peligros que corren los juguetes en la vida y en el tiempo. Cada vez que Julieta tuvo una posibilidad de vacaciones lo hizo girar con los ojos cerrados y apoyó, sin mirar, el dedo en algún punto. ¡Cómo le gusta copiar ese gesto que vio en más de una película! Fue siempre su pequeño lujo: creer que es posible viajar a cualquier lugar del planeta. Muchas veces su dedo quedó en medio del océano o en países con pasajes largos y caros que no podía pagar. Pero no le importó, el lujo era esa pequeña ilusión, algunos segundos de ojos cerrados y sentir que ella es más grande que el mundo que la sostiene.

Cuando empezaron a planear estas vacaciones, Julieta hizo lo mismo. El globo terráqueo está gastado y algunos países no se leen bien. Tocó Groenlandia. Decidieron que lo dejarían para más adelante. Eligieron Uruguay, viajar cerca, una semana, playa todos los días y conocer un pueblo con faro.

Antes, el faro

La tarde en la que él le habló sobre el origen de los faros le dijo que cuando Alejandro Magno conquistó Egipto fundó una ciudad con su nombre. Sí, Alejandría. Ahí, en una isla llamada Pharos, ordenó levantar una torre gigantesca en su honor. El rey le prohibió al ingeniero firmar la obra, pero mirá lo que hizo el ingeniero: talló su propio nombre en piedra y arriba puso una capa de mortero de cemento con el nombre del rey. La capa de cemento desapareció con los años. El faro se convirtió en símbolo de todos los faros y en una de las siete maravillas del mundo antiguo. Hasta que los terremotos lo derrumbaron en el siglo XIV.

Antes, en Pharos, había estado retenido Menelao después de la Guerra de Troya y fue ahí donde se reencontró con Helena y fue él quien llamó por primera vez a la isla con ese nombre.

Antes, los fenicios y los cartaginenses encendían hogueras en lo alto de las torres de vigía que levantaban en puntos destacados de las costas.

Después, hubo más de doce mil faros en el mundo. ¿Y los restos del Faro de Alejandría? Parece que algunos quedaron en el fondo del mar y otros los usó un sultán para construir un fuerte.

Se hizo de noche y siguieron hablando de las metamorfosis en la cama, a oscuras, con los ojos abiertos, sus cuerpos casi desnudos, casi pegados.

A Julieta le fascinan los faros. Le gustan porque le parece que un paisaje con faro se transforma en un paisaje de película o de novela. Cuando Julieta dice “faro” piensa más en un faro dibujado que en uno de verdad, en esa torre alta desde donde sale un triángulo amarillo y alargado, como si amarillo fuera el color de la luz. Y después se acuerda del faro que conoció en Ushuaia. Pero le gustan todos los faros, esas torres que iluminan la tierra que los sostiene y el mar que la bordea, que son al mismo tiempo una alerta y una señal de bienvenida, un “acá estamos”, “ojo las piedras”, un “¿de dónde vienes forastero?” (cerca de un faro siempre se usa la palabra forastero), un “al fin llegaste”, “no te acerques tanto”. Quizás porque los faros están llenos de contradicciones, siempre los pintan con dos colores contrapuestos. El blanco y el negro, el negro y el rojo, el rojo y el blanco. Le gusta que el faro sobre la costa sea siempre el centro aunque esté en una punta de la isla. Le gusta que el faro ilumine y al mismo tiempo —y esto es lo que a Julieta más le fascina— dé oscuridad. Tarareó tantas veces la canción de Drexler. “No es la luz lo que importa en verdad, son los doce segundos de oscuridad.” A Julieta le gustaría encontrarse con Drexler alguna vez y pedirle que cambie un poco la canción. Es cierto que en la oscuridad hay algo bello, pero lo que siente que importa no es ni la luz ni la oscuridad. La magia, cree, aparece en el contraste: los segundos de la luz después de los segundos de la oscuridad y esa intermitencia que nos demuestra que no podemos permanecer ni en la una ni en la otra.

Lo mira a él y sonríe. Y se pregunta por qué está ella acá. No es “acá esta playa”, es “acá al lado suyo”. Si se jactaba de ir sola por la vida, si le gustaban los amantes temporarios, como los llamaba, si amaba volver a su casa y tirarse en la cama con una cerveza helada mirando por la ventana sin que nadie hablara a su lado, si no quería tener novio ni hijos ni marido, si no entendía a esas parejas que necesitaban estar todo el tiempo juntas y preguntarse cada día cómo están y desayuno, almuerzo, merienda y cena, todo juntos, si era feliz con algún amante para el día y algún otro para la noche, si las personas no necesitan lo mismo de día que de noche, no son los mismos las veinticuatro horas, si a la mañana Julieta no quiere hablar con nadie y a la noche quiere un cuerpo que la abrace y abrase, que la queme y quiere que ese mismo cuerpo a la mañana no le hable, no se acerque, ni la mire, que cierre la boca.

Julieta tenía planes de ser libre y había creído que amar, amar en serio, era atarse y transformarse en un deseo con dos cabezas. Cualquier cosa con dos cabezas le parecía monstruosa. Puede una cabeza querer ir a la derecha y la otra hacia la izquierda, una subir y la otra ir hacia abajo, pueden disentir, enfrentarse, una querer vivir en un departamento en el centro y la otra en una casa con jardín, una música en inglés y la otra rock nacional, una encender la estufa y la otra “mejor sacate la frazada”, o “apagá el televisor”, “me molesta la luz”, “dejame terminar el párrafo”, “podés leer con el velador”, “mañana me levanto temprano”, “¿por qué no vas a leer al living?”, “porque en el living hace frío”, “llevate la frazada”, “ya hubiera terminado el párrafo”, y en el ring imaginario una cabeza golpea a la otra y la otra le devuelve, los cuellos se enredan, siguen unidos, y creen que los une el deseo pero al final los une más el enredo del que no pueden liberarse que el amor. Pero lo más grave, pensaba a veces Julieta, era que no ven ni el enredo ni las dos cabezas ni los golpes y ella decía que por eso el amor es ciego, porque no te deja ver las consecuencias mismas del amor.

Hace un gesto de no con la cabeza. Una ola la sobresalta. ¿Existe una manera propia de enamorarse? ¿O al final somos todos iguales en el amor? Quiere inventar una forma original. ¡Qué ilusa! Pero así de optimista se siente en las vacaciones. ¿Son las vacaciones o es el amor? Quizás las dos cosas mezcladas. Quisiera escribir lo que piensa porque sabe que cuando vuelva a la ciudad algo será distinto. No pensará igual cuando camine con él por el asfalto. Con zapatos, sin dejar huellas, entre tantos, apretados en el colectivo, llegando tarde, buscando una dirección exacta. Volverán a la jungla en breve. Qué expresión tan errada lo de la jungla.

Pasaron apenas dos años y muy poco desde la primera vez que lo vio. Él estaba sentado en el escalón de la entrada de su edificio con un perro. Se acuerda que la mano de él era casi del mismo color que el pelaje del perro. Aprendería después que era un labrador. No sabía entonces, tampoco, que a los animales se los podía querer, pasear aunque lloviera, incorporar a la familia. Ya sí sabía que algunos hombres acarician para sentir su propio placer y otros acarician para el placer del otro. Pocos logran lo intermedio. Aquel día Julieta sintió que ese hombre no acariciaba al perro para sentir la pelusa suave entre sus dedos, había algo que él realmente quería darle al perro con ese vaivén de mano grande.

—Hola —se sorprendió ella misma saludándolo al entrar al edificio. Nunca saludaba a los vecinos, ni siquiera sabía si él era un vecino. A veces un animal entremedio, no sabía Julieta bien por qué, autorizaba el diálogo. O el intento de diálogo. Él no contestó, ella atravesó la entrada del edificio y subió al ascensor. De ese cruce ella recordará para siempre los rulos largos del chico lindo y la mano que sabía acariciar. Con el tiempo empezaría a dudar si en realidad él no contestó o fue que ella no escuchó la respuesta.

Después vio varias veces al perro con una mujer y supo que no era por el perro que ella había saludado al supuesto vecino. A la mujer ni la registró y apenas volvió a mirar al perro y ya no pensó que un animal autorizaba un diálogo. Después comenzó a verlos seguido, a la mujer y al perro, los cruzaba en el hall de entrada del edificio, a veces en el ascensor, a veces en el mercado a la vuelta. Con el tiempo se olvidó de los rulos largos y de la mano color labrador.

Julieta ahora camina con autorización para tocar esos rulos, levanta la mano y acaricia la cabeza de él. Con el movimiento de sus dedos está diciendo “ahora puedo tocarte cuando yo quiera”, “ya no sos el extraño sentado en la calle que no sé si aquella mañana me saludó”, “puedo tocarte, mirá cómo te toco, acariciarte, ahora vos sos yo y yo soy vos, nuestros cuerpos cruzaron la frontera, la línea se cierra para los demás, pero entre vos y yo armamos un círculo cerrado, podemos tocarnos, palparnos, rozarnos, besarnos, penetrarnos, adentro ponemos nuestro amor, lo que solo vos y yo sabemos, tu lado oscuro y el que brilla, tus olores escondidos, lo que un día soñaste, la pesadilla que te hizo llorar y no supe por qué, el sueño que no se cumplió, el fracaso del que te reís, esa torpeza que no se nombra, la pelea que tuvimos y que decidimos incluirla en nuestro anecdotario de momentos bizarros, esa noche que por amarnos perdimos el tren y la otra que quisimos amarnos y terminamos en el hospital”. Julieta acaricia los rulos. Un rulo, en realidad. Son tan perfectos que están delimitados y Julieta elige uno.

El rulo en vacaciones es más áspero por la arena y el agua del mar, por el shampoo barato de la posada, por el sol. Está más inflado también. Todo en las vacaciones parece distendido, los días, los cuerpos, los pensamientos. Las noches son más largas, las charlas más profundas y hay tiempo para conversaciones bobas, el desayuno es más rico, las caminatas no cansan, la arena no molesta, “igual después nos bañamos”, “igual después nos bañamos juntos”, “o nos metemos al mar”, “nos metemos al mar y nadamos hasta la otra orilla”, “si me canso, llevame a upa”, “upa vos a mí y después yo a vos y llegamos hasta Argentina”, “hasta Argentina no, quiero quedarme acá toda la vida”. Así de inflado y seco y gordo a Julieta le gusta el rulo y enreda su dedo en él. Es un movimiento que dura apenas unos segundos, la caminata no se detiene.

—¿De qué te reís? —pregunta él.

—De la noche en la escalera.

Cada vez que se acuerda de la noche en la escalera vuelve a sonreír.

El bar estaba lleno de gente. Hacía calor a pesar del aire acondicionado gigante. Habían ido a ver un show de stand up que debía haber sido gracioso pero terminó en drama. Nadie se había reído de los chistes y el humorista se había puesto a llorar. Recién entonces, frente a la tragedia, la gente había empezado a reír. A ella le había dado tanta pena que se levantó de la mesa en la que estaba con sus amigas y fue hacia atrás, a sentarse a la escalera. Él había sentido vergüenza por el hombre que no terminaba de decidir si continuar con el show o irse y hacía chistes con lágrimas en los ojos y voz entrecortada. Se levantó para alejarse de aquel drama, la vio y se acercó.