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La atracción que las gemas ejercen sobre el ser humano se remonta a nuestros inicios como especie. Sus colores, sus brillos y su rareza han seducido nuestra mirada y provocado que, desde hace milenios, sean símbolo de todo tipo de virtudes y materialización de tesoros y riquezas. Sus mismos nombres son capaces de transportarnos a lugares lejanos y de evocarnos historias fabulosas: esmeraldas, zafiros, perlas y diamantes pueblan la cultura y las leyendas a lo largo del mundo y adornan a diosas y héroes de las más variadas mitologías. De igual modo que las facetas cristalinas de las piedras preciosas reflejan diferentes puntos de vista sobre la realidad que las rodea, El jardín mineral nos ofrece, mediante una fusión de ensayo, historia del arte y libro de viajes, una visión caleidoscópica, sugerente e inolvidable.
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Seitenzahl: 127
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Índice
Cubierta
Portadilla
Introducción
Invitadas de excepción
Perla
Ámbar
Coral
La familia numerosa del cuarzo
Amatista
Ágata
Un olimpo de color y brillo
Zafiro
Esmeralda
Rubí
La irresistible transparencia de su brillante majestad
Diamante
Epílogo
Bibliografía seleccionada
Agradecimientos
Créditos
Para Francis y Sebastián, mi madre y mi padre,
quienes al regalarme hace años aquel primer
mineral sembraron, sin saberlo, la semilla de
este jardín
«El ser humano les envidia la duración, la dureza, la intransigencia y el brillo, que sean lisas e impenetrables, enteras aun quebradas. Ellas son el fuego y el agua en la propia transparencia inmortal».
ROGER CAILLOIS
«No hay otros objetos naturales de los que se pueda aprender tanto como de las piedras».
JOHN RUSKIN
Aproximarse a una piedra preciosa y contemplarla con detenimiento es como adentrarse en un universo en miniatura. Ya sean las esféricas y nacaradas perlas, las múltiples variedades del cuarzo, las diferentes tonalidades de zafiros, rubíes y esmeraldas o los cristalinos y luminosos diamantes, las gemas nos fascinan desde que el ser humano comenzó a explorar la naturaleza que lo rodeaba. Nacidas muchas de ellas en las profundidades de la tierra, sus brillos y colores eran símbolo de todas las riquezas imaginables, por lo que en multitud de leyendas estaban protegidas por monstruos y animales fabulosos. La luz brotando de la oscuridad; la belleza custodiada por la fealdad; las eternas dualidades que configuran nuestro mundo simbólico y cultural. Su pequeño tamaño no fue impedimento para tal protagonismo, más bien todo lo contrario. Fáciles de esconder y transportar, durante milenios han sido acaparadas por los poderosos, engarzadas en joyas de todo tipo y usadas como adorno para dioses y diosas, reinas y reyes. En un mundo muchas veces oscuro, sombrío y complejo, su fulgor era visto como representación de todo lo positivo que la luminosidad posee: desde el imprescindible sol que engendra el día, pasando por el necesario fuego que nos calienta, hasta la luna que ilumina la noche. De ese modo, y si hacemos nuestras las palabras de Vladimir Nabokov según las cuales «nuestra existencia no es sino una breve grieta de luz entre dos eternidades de tinieblas», las gemas serían símbolo luminoso de vida y de triunfo frente a la muerte.
Este no es un libro sobre joyería ni gemología, aunque en él aparecerán muchas joyas y se tratarán aspectos relacionados con la naturaleza física de los minerales. Tampoco sería correcto definirlo como un libro de viajes, si bien, para conocer los secretos de muchas de las gemas habrá que desplazarse hasta lugares remotos, famosas pinacotecas o iglesias centenarias. No es un texto sobre los colores y su simbología, pero los significados asociados a los tonos de las diferentes piedras serán fundamentales. La mitología y la historia serán recurrentes en varios de los apartados, pero sería presuntuoso pretender que son el tema principal. Ni siquiera puede decirse que el argumento de estas páginas sea el arte, a pesar de que en muchos de los capítulos aparecerán pinturas en las que las piedras preciosas tienen un papel clave. ¿Qué es por tanto este libro o qué anhela ser? De manera seguramente ingenua, aspira a parecerse a los minerales que describe. Con sus múltiples facetas, esos cristales son capaces de reflejar diferentes enfoques de la realidad que los rodea, y algo similar pretende El jardín mineral.
Desde este punto de vista, los lapidarios quizás sean el tipo de libro más parecido a este. Con dicho término se conocen desde antiguo algunos tratados medievales que recopilan y traducen fuentes clásicas de origen griego que combinaban a su vez conocimientos científicos con creencias esotéricas y mágicas. El obispo Marbodio de Rennes, la santa y abadesa Hildegarda de Bingen o el rey Alfonso X el Sabio —cuyos escritos datan de los siglos XI, XII y XIII respectivamente— son algunos de los autores más conocidos y relevantes, y cada uno ofrece un acercamiento distinto. Mientras que el primero describe una interpretación moral y cristiana de las piedras, la escritora, mística y científica alemana se interesa por sus teóricas propiedades curativas. Por su parte, el monarca toledano relaciona las piedras y sus atributos con los astros y los signos del zodiaco: lo microcósmico con lo macrocósmico, lo cuántico con lo newtoniano. Basado en fuentes árabes —sobre todo en el Kitāb al-Ah˙ jār o Libro de las piedras, atribuido a Aristóteles, pero con probabilidad escrito por algún estudioso musulmán—, tiene dos maravillosas particularidades. Por un lado, y dadas sus numerosas descripciones y figuras retóricas, se ha llegado a considerar un antecedente de la prosa poética en español. Por otro, al contar con decenas de ilustraciones del mejor estilo gótico, es un verdadero tesoro iconográfico que nos permite zambullirnos en la vida cortesana de aquel tiempo. Física y medicina, magia y alquimia, astrología y zodiaco, de todo ello se trata en los lapidarios medievales.
En los nueve capítulos de este «lapidario moderno» que pretende ser El jardín mineral aparecerán no solo estos temas, sino también muchos otros. Entre estas páginas brotarán personajes inolvidables aunque a menudo olvidados, relatos mitológicos que explican el origen legendario de las gemas, enigmáticas maldiciones milenarias y multitud de historias en las que las piedras preciosas han sido protagonistas.
En su ensayo El arte del saber ligero, el escritor Xavier Nueno afirma que un libro no deja de ser un intento de resumir una biblioteca, y este no podía ser menos. En este breve texto se han sintetizado decenas de lecturas, cientos de horas frente a obras de arte y miles de kilómetros de viaje. Hemos querido emular lo que la naturaleza es capaz de hacer con las gemas: condensar en un pequeñísimo espacio y volumen todo un abanico de prodigiosas cualidades de color, dureza y brillo. Descubramos algunos de sus misterios y dejémonos guiar por el encanto que estas minúsculas maravillas nos ofrecen.
De etimología incierta, del francés perle y este
quizás del latín perna, por la forma de muslo
que tienen las ostras y los mejillones
«La literatura es el trabajo de la ostra: toma un instante en apariencia banal y lo transforma en algo que tiene el poder de revelar lo que somos».
GUSTAVO MARTÍN GARZO
«Todo arte es autobiográfico: la perla es la autobiografía de la ostra».
FEDERICO FELLINI
La atracción por las piedras preciosas las ha llevado a aparecer en innumerables obras literarias, muchas veces como personajes secundarios, pero también como verdaderas protagonistas. Ahí está la Ciudad Esmeralda del país de Oz en las novelas de Lyman Frank Baum, o la enorme gema esmeraldina alrededor de la que gira el argumento de Tras el corazón verde, película dirigida por Robert Zemeckis en 1984 que tanto sorprendió a un niño de siete años aficionado a los minerales. Un talismán egipcio de lapislázuli es el mismísimo narrador de El escarabajo, novela escrita por el argentino Manuel Mujica Lainez, mientras que en torno a los poderes de un rubí mágico se desarrollan varios de los capítulos de la serie de televisión Sandman, basados a su vez en los cómics de Neil Gaiman. Otro rubí y un zafiro adornan a Narya y Vilya respectivamente, dos de los tres anillos élficos en el mundo creado por J. R. R. Tolkien —el tercero, Nenya, porta un diamante—. Por lo que respecta al iridiscente ópalo, su reciente mala fama puede provenir de La hija de la niebla, escrita en 1829 por Sir Walter Scott, en cuyas páginas aparece una joven hechizada que siempre lucía un ópalo en su pelo. Por último, las referencias a los diamantes son múltiples. Ahí están la piedra en cuyo interior se vislumbra la silueta de un felino y cuyo robo es la premisa de La Pantera Rosa, célebre filme de 1963 dirigido por Blake Edwards; los Diamantes para la eternidad de Ian Fleming, cuarta entrega de la serie de James Bond convertida en película en 1971 y protagonizada por el inolvidable Sean Connery, y, sobre todo, La piedra lunar. En esta novela de 1868, William Wilkie Collins utiliza la desaparición de un gran diamante proveniente de la India como excusa para urdir una maravillosa trama que, desde entonces, está considerada como una de las primeras muestras de la novela policiaca.
Y, sin embargo, las perlas reinan y triunfan en este olimpo literario.
Las metáforas que las asocian con las lágrimas, las gotas de rocío o los dientes blancos de la persona amada nos acompañan desde hace siglos. En la «Sonatina» de Rubén Darío viajan desde Ormuz acompañadas de «rosas fragantes» y «claros diamantes», y en la «Rima III» de Bécquer, dedicada a reflexionar acerca de la inspiración creativa, son las palabras que el buen poema logra enhebrar como si de un collar se tratara. Una de las escasas «perlas malvadas» es la protagonista de La perla (1947), novela corta de John Steinbeck en la que una familia de la Baja California ve cómo su futuro se ensombrece tras encontrar un enorme ejemplar dentro de una ostra. Y otras brillan desde las páginas de obras tan dispares como La joven de la perla de Tracy Chevalier o La leyenda de la Peregrina de Carmen Posadas. Esta última está dedicada a la más famosa de todos los tiempos, esa que ha pasado por las manos de reyes, reinas y actrices de Hollywood como Elizabeth Taylor, hasta estar hoy en día en posesión de un último y anónimo comprador. Ahora bien, ¿de dónde proviene esta atracción por las perlas? ¿Qué hay detrás del hechizo que convierte a estas pequeñas esferas nacaradas en algo tan apreciado?
Desde hace miles de años el ser humano posee un apetito voraz por ellas. Ya Plinio afirmaba que «están en el primer puesto del valor de todas las cosas», pues eran extraordinariamente difíciles de obtener y representaban el culmen del lujo y la exclusividad. Según el historiador romano Suetonio, el ansia por conseguirlas fue uno de los motivos que llevó a Julio César a intentar la invasión de Britania, y es también conocida la historia, quizás apócrifa, de cómo Cleopatra demostraba su inmensa riqueza bebiendo perlas disueltas en vinagre. Pocas cosas había más fastuosas; pocas gemas había más deseadas.
Como es sabido, las perlas se forman dentro de moluscos como las ostras y algunos mejillones cuando un agente externo penetra en su interior. En ese momento, el organismo se defiende del agresor aislándolo en sucesivas capas de nácar o madreperla, una sustancia formada por carbonato cálcico —un mineral inorgánico— y conquiolina —un biopolímero orgánico—. Como resultado, y en muy escasas ocasiones, la ostra genera esas esferas de brillo iridiscente que llamamos perlas. Pero aquí no acaban las dificultades estadísticas. Es seguro que en la inmensidad de los océanos esperan millones de ellas cobijadas en sus respectivas ostras, pero la probabilidad de encontrarlas es ínfima, lo que convierte al trabajo de buscador de perlas en una auténtica lotería. Además, las mejores y más perfectas provenían de lugares lejanos y exóticos tales como el golfo Pérsico —de nuevo las de Ormuz del poema de Rubén Darío— o el océano Índico. De hecho, se conocía como «oriente» al reflejo de la luz a través de las diferentes capas de nácar, un brillo tornasolado que aparecía en algunos ejemplares únicos y excepcionales y que era capaz de aumentar su precio.
Su valor también provenía de sus propias características físicas. No hay que olvidar que, durante miles de años, las piedras preciosas más conocidas —granates, zafiros, diamantes, esmeraldas o rubíes, por citar solo unas cuantas— no eran talladas en las formas facetadas y cristalinas que hoy conocemos. Las tecnologías del corte y labrado de estas gemas no se desarrollaron en su totalidad hasta tiempos bastante recientes, por lo que las piedras eran por lo general pulidas y redondeadas hasta darles una forma globular conocida como cabujón. En ese contexto, las perlas más regulares eran gemas que no necesitaban talla alguna, lo que unido a su brillo irisado y su color blanco las dotó de unos simbolismos insuperables, tal y como recoge el gran historiador de las religiones Mircea Eliade en su libro Imágenes y símbolos.
Su forma las relacionaba de manera directa con la idea de perfección. Ya Platón en El banquete recoge el mito relatado por el dramaturgo Aristófanes, según el cual los humanos primigenios poseíamos forma esférica —con dos cabezas y dos pares de brazos y piernas—, y que, tras desafiar a los dioses, Zeus mandó cortarnos por la mitad hasta darnos nuestro aspecto actual. Por otro lado, la esfera culmina de manera tridimensional los simbolismos del círculo, una de las figuras fundamentales en toda cultura humana. Esféricos son el cielo y los cuerpos celestes, y con la esfera se asociaba al alma que debe ascender hacia las alturas. Así, la ostra deforme e irregular es imagen del cuerpo temporal y perecedero, mientras que la perla se entiende como espiritualización de la materia y culminación de esta evolución. Su color y brillo las vinculaba también con la Luna. De hecho, se creía que eran capaces de sanar enfermedades «lunares» como la melancolía y la locura —no en vano, se denominaba «lunáticos» a quienes padecían episodios puntuales de enajenación—.
Y será de esta última asociación de la que derivarán los que quizás sean sus simbolismos más poderosos, pues las perlas serán pequeñas lunas que iluminan nuestras noches y fecundan nuestras vidas.
No es difícil encontrar una pintura en la que una mujer luzca perlas. Ya sea en forma de pendientes, broches, colgantes o collares, han adornado desde siempre a las más poderosas y, en ocasiones, desgraciadas de entre las mujeres. Una de ellas fue Leonor Álvarez de Toledo, también conocida como Eleonora de Toledo. Esta figura extraordinaria era hija del virrey de Nápoles Pedro Álvarez, esposa del duque de Florencia Cosme I, abuela de la reina francesa María de Médici y antecesora de todos los Borbones que hubo, hay y habrá en las cortes europeas. Fue retratada en numerosas ocasiones por el pintor manierista Bronzino, y el óleo más conocido es el conservado en la Galería de los Uffizi de Florencia en el que aparece acompañada de su hijo Giovanni. Y de decenas y decenas de perlas. Las hay en la redecilla que le recoge el pelo, en una gorguera de hilo dorado que le cubre parte de los hombros, en los dos enormes collares que rodean su cuello —el más ceñido con una enorme en forma de lágrima— e incluso en la borla de aljófar que remata el cinturón. Apenas pueden identificarse otras gemas en este retrato oficial: varios diamantes, un gran rubí en la parte central del fajín y lo que parece ser una esmeralda en el mismo cinto. Esta absoluta preferencia por las perlas no es casual; este triunfo de lo orgánico y marino frente a lo mineral y terrestre no es fortuito. Y es el sobrenombre por el que se conocía en la corte a Leonor el que nos dará la pista definitiva: fecundissima señora duquesa.