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Seducción en el desierto… Desde su hostil primer encuentro hasta su último beso embriagador, la bailarina de cabaret Sylvie Devereux y el jeque Arkim Al-Sahid habían tenido sus diferencias. Y su relación empeoró cuando Sylvie interrumpió públicamente el matrimonio de conveniencia de él con la adorada hermana de ella. Arkim quería vengarse de la seductora pecadora que le había costado la reputación respetable que tanto necesitaba. La atrajo a su lujoso palacio del desierto con la idea de sacarla de sus pensamientos de una vez por todas, pero resultó que, sin las lentejuelas y el descaro, Sylvie era sorprendentemente vulnerable… Y guardaba un secreto más para el que Arkim no estaba preparado: su inocencia.
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Seitenzahl: 176
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Abby Green
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El jeque y la bailarina, n.º 2565 - agosto 2017
Título original: Awakened by Her Desert Captor
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-032-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
EL SACERDOTE abrió mucho los ojos al ver el espectáculo que bajaba por el pasillo, pero, en honor a la verdad, no vaciló al pronunciar las palabras que para él eran algo tan automático como respirar.
Se acercaba una figura esbelta, vestida de cuero negro de los pies a la cabeza, con el rostro ensombrecido por el visor de un casco de motorista. Se detuvo a pocos pasos de la pareja que estaba en pie delante del sacerdote, y este abrió todavía más los ojos al ver que era una mujer la que se quitaba el casco de motorista y se lo colocaba debajo del brazo.
Su largo cabello pelirrojo le cayó en cascadas sobre los hombros justo cuando él pronunciaba las palabras: «… O calle para siempre», un poco más débilmente que de costumbre.
La mujer tenía el rostro pálido pero decidido. Y muy hermoso. Hasta un sacerdote podía apreciar eso.
Se hizo el silencio, hasta que se oyó la voz de ella, alta y clara, en la enorme iglesia.
–Yo sé que no se puede celebrar esta boda, porque este hombre compartió mi cama anoche.
Seis meses antes…
Sylvie Devereux se preparó mentalmente para lo que sin duda sería otro encontronazo con su padre y su madrastra. Por el elegante camino de entrada de la casa se recordó que solo estaba allí por su hermana de padre. La única persona en el mundo por la que ella haría lo que fuera.
La enorme casa de Richmond estaba bien iluminada, y del jardín de atrás llegaban los sonidos que producía un grupo de jazz tocando en directo. La fiesta de verano de Grant Lewis era un acontecimiento habitual en la escena social de Londres, y estaba presidida todos los años por su sonriente esposa, la piraña Catherine Lewis, madrastra de Sylvie y madre de Sophie, su hermana pequeña.
Una figura apareció en la puerta principal y la rubia Sophie Lewis lanzó un grito de alegría antes de arrojarse en brazos de su hermana mayor. Sylvie dejó caer el bolso y la abrazó con una carcajada, esforzándose por no caer al suelo.
–¿Eso quiere decir que te alegras de verme? –preguntó.
Sophie, seis años más joven que ella, se apartó con una mueca en su bonito rostro.
–No sabes hasta qué punto. Mi madre está aún peor que de costumbre, me arroja literalmente a los brazos de todos los solteros. Y papá se ha encerrado en su estudio con un jeque que probablemente es el hombre más sombrío que he visto nunca, pero también el más guapo. Lástima que a mí no…
–Estás ahí, Sophie…
La voz se cortó cuando la madrastra de Sylvie vio quién era la acompañante de su hija. Estaban ya casi en la puerta y las luces iluminaban desde atrás la figura esbelta de Catherine Lewis, una rubia vestida de Chanel.
La mujer apretó los labios con disgusto.
–Oh, eres tú. Creíamos que no vendrías.
«Querrás decir que confiabas en que no viniera», pensó Sylvie. Pero no lo dijo. Se esforzó por sonreír y apartó el dolor que ya no tenía sentido. A sus veintiocho años debería estar ya muy acostumbrada a todo aquello.
–Encanta de verte, como siempre, Catherine –dijo.
Su hermana le apretó el brazo en una muestra silenciosa de apoyo. Catherine se apartó despacio, claramente reacia a admitir a Sylvie en la casa.
–Tu padre tiene una reunión con un invitado. Estará libre pronto –dijo.
Y a continuación frunció el ceño al ver la ropa de Sylvie y esta sintió cierta satisfacción ante la evidente desaprobación de su madrastra. Pero también sintió cansancio, hartura de aquella batalla constante.
–Puedes cambiarte en la habitación de Sophie, si quieres. Es obvio que vienes directamente desde uno de tus, ah… espectáculos en París.
Aquello era verdad. Sylvie había actuado en una matiné. Pero había salido del trabajo vestida con vaqueros y una camiseta perfectamente respetable. Se había cambiado en el tren. Y de pronto desapareció su cansancio.
Se puso una mano en la cadera.
–Fue un regalo de un admirador –ronroneó–. Sé cómo te gusta que tus invitados vistan bien.
El vestido en realidad era de su compañera de piso, la glamurosa Giselle, que tenía un par de tallas de sujetador menos que ella. Sylvie se lo había pedido prestado, sabiendo muy bien el efecto que causaría. Sabía que era pueril sentir aquel impulso constante de escandalizar, pero en aquel momento valía la pena.
Entonces hubo un movimiento cerca y Sylvie siguió la mirada de su madrastra y vio a su padre de pie delante de su despacho, que estaba justo al lado de la puerta principal. Pero casi no se fijó en él. Estaba acompañado por un hombre alto, de hombros anchos y muy moreno. El hombre más impresionante que había visto en su vida. Su rostro estaba esculpido en líneas claras, sin que hubiera ninguna muestra de suavidad por ninguna parte, con grandes cejas oscuras. Sombrío, sí. Seguramente era el hombre del que había hablado Sophie.
El poder y el carisma formaban una fuerza tangible a su alrededor. Y poseía también un fuerte magnetismo sexual. Vestía un traje claro de tres piezas con corbata oscura. El blanco inmaculado de la camisa resaltaba aún más el tono oscuro de su piel. Su cabello era negro y corto. Sus ojos, igual de negros y totalmente ilegibles. Sylvie se estremeció ligeramente.
Los dos hombres la miraban y ella no necesitaba ver la expresión de su padre para saber cómo sería: Una mezcla de pena antigua, decepción e incomodidad.
–Ah, Sylvie, me alegro de que hayas podido venir –dijo.
Ella consiguió por fin apartar la vista del desconocido y mirar a su padre. Forzó una sonrisa y dio unos pasos al frente.
–Papá, me alegro de verte.
La bienvenida de él fue solo ligeramente más cálida que la de su madrastra. Un beso seco en la mejilla, esquivando su mirada. Las viejas heridas rezumaron de nuevo, pero Sylvie las ocultó bajo la fachada del «me da igual» que llevaba años cultivando.
Alzó la vista al invitado y aleteó las pestañas, coqueteando desvergonzadamente.
–¿Y a quién tenemos aquí?
–Te presento a Arkim Al-Sahid –contestó Grant Lewis, con desgana evidente–. Estamos tratando un asunto.
El nombre le sonaba de algo, pero Sylvie no consiguió saber de qué. Extendió la mano.
–Es un placer. ¿Pero no le parece muy aburrido hablar de negocios en una fiesta?
Casi podía sentir la mirada de reprobación de su madrastra en la nuca, y oyó algo parecido a un soplido estrangulado procedente de su hermana. La expresión del hombre mostraba ya una débil mueca de desaprobación, y de pronto, algo cobró vida en lo más hondo de Sylvie.
Ese algo la impulsó a acercarse más a él, cuando todos sus instintos le pedían salir corriendo. Seguía con la mano extendida y a él le palpitaron las aletas de la nariz cuando por fin se dignó reconocer su presencia. Su mano, más grande, se tragó la de ella, y a Sylvie le sorprendió notar que la piel de él estaba levemente encallecida.
De pronto todo se volvió borroso. Como si hubieran colocado una membrana alrededor de ellos dos. Algo le palpitaba entre las piernas y una serie de reacciones incontrolables la embargaron con tal rapidez, que no pudo discernirlas. Calor, y una debilidad en el bajo vientre y en las extremidades. La sensación de que se derretía. El impulso de acercarse todavía más, echarle los brazos al cuello y apretarse contra él, combinado con el impulso de salir corriendo, que era cada vez más fuerte.
Entonces él le soltó la mano con brusquedad y Sylvie casi se tambaleó hacia atrás, confusa por lo que había ocurrido. No le gustaba nada.
–Un placer, desde luego.
La voz de él era profunda, con un leve acento norteamericano, y su tono decía que era cualquier cosa menos un placer. Las líneas sensuales de su boca se veían apretadas. La miró una vez y apartó la vista.
Sylvie se sintió de pronto más vulgar que nunca. Sabía bien lo corto que era su vestido dorado, que rozaba apenas la parte superior de los muslos. La chaqueta, ligera, no cubría gran cosa. Era demasiado voluptuosa para el vestido y se sentía muy expuesta. También era consciente de la caída de su pelo revuelto, de su llamativo color natural.
Se ganaba la vida llevando poca ropa. Y se había acostumbrado a ocultar su timidez innata. Pero en aquel momento, el rechazo del hombre había aplastado un muro cuidadosamente construido. Y solo a los pocos segundos de haberlo visto.
Le sorprendía notar rechazo cuando había desarrollado un mecanismo de defensa interno contra eso. Retrocedió.
Suspiró aliviada cuando su hermana tomó a su padre del brazo y dijo con buen ánimo:
–Vamos, papá. Tus invitados se preguntarán dónde estás.
Observó alejarse a su padre, su madrastra y su hermana, acompañados por el forastero perturbador, que apenas le había dedicado una mirada.
Siguió al grupo con piernas absurdamente temblorosas, decidida a permanecer fuera de la órbita peligrosa de aquel hombre y a pegarse a Sophie y su grupo de amigos.
Unas horas después, ansió un momento de paz, lejos de la gente que estaba cada vez más bebida y lejos también de la mirada de censura de su madrastra y de la tensión que emanaba de su padre.
Encontró un lugar tranquilo cerca del cenador, donde corría un riachuelo en el extremo del jardín. Se sentó en la hierba, se quitó los zapatos y metió los pies en el agua fría con un suspiro de satisfacción.
Fue solo después de echar atrás la cabeza y contemplar la luna llena, baja en el firmamento, cuando tuvo la impresión de que no se hallaba sola.
Miró a su alrededor y vio una figura alta y oscura que se movía entre las sombras de un árbol cercano. Reprimió un grito y se puso en pie de un salto con el corazón latiéndole con fuerza.
–¿Quién hay ahí? –preguntó.
La sombra se apartó del árbol, con lo que mostró la otra razón por la que debía escapar ella: Para reflexionar sobre por qué aquel desconocido enigmático le producía una reacción tan confusa y tan fuerte.
–Sabes perfectamente quién hay aquí –fue la arrogante respuesta.
Sylvie veía el brillo de sus ojos oscuros. Se sentía en desventaja, así que se puso los zapatos, pero los tacones se hundieron en la tierra blanda, haciendo que se tambaleara.
–¿Cuánto has bebido? –preguntó él. Parecía asqueado.
Sylvie, enfadada por lo injusto de la pregunta, puso los brazos en jarras.
–Una botella de champán. ¿Eso es lo que esperas oír?
En realidad no había bebido nada, porque seguía tomando antibióticos por una infección recurrente en el pecho. Pero no tenía intención de contarle aquel detalle.
–Para tu información –dijo–, he venido aquí porque creía que estarías sola. Así que te dejaré con tus suposiciones arrogantes y me apartaré de tu camino.
Cuando empezó a alejarse, notó lo cerca que estaban. Lo bastante cerca para que Arkim Al-Sahid pudiera tocarla extendiendo la mano. Y eso fue justamente lo que hizo cuando el tacón de ella se atascó en la tierra y Sylvie cayó hacia delante con un grito de sorpresa.
Le agarró el brazo con tanta fuerza, que ella perdió el equilibrio y cayó directamente sobre el pecho de él, donde aterrizó con un golpe suave. Su primera impresión fue que él era muy fuerte. Como un bloque de cemento.
Y muy alto.
Sylvie olvidó por qué se marchaba.
–Dime –pidió, con voz más baja de lo que le habría gustado–. ¿Odias a todo el mundo a primera vista o solo a mí?
Vio que los labios sensuales de él se fruncían a la luz de la luna.
–Te conozco. Te he visto en carteles por todo París. Durante meses –dijo.
Sylvie frunció el ceño.
–Eso fue hace un año, cuando estrenamos el nuevo espectáculo –dijo.
«Y aquella no era yo», pensó. La habían elegido para la foto por ser más voluptuosa que las otras chicas, pero en realidad era la que menos se desnudaba de todas.
Sabía que debía apartarse de aquel hombre, pero parecía incapaz de hacerlo. ¿Y por qué él no la apartaba? Evidentemente, era uno de esos puritanos a los que les parecía mal que las mujeres se quitaran la ropa en nombre del entretenimiento.
Su silencio condenatorio la enfureció aún más.
Enarcó las cejas.
–¿Eso es todo? ¿Verme en carne y hueso solo ha confirmado tus peores sospechas?
Vio que la mirada de él se posaba entre ellos, en el punto en que sus pechos se apretaban en el torso de él. Sintió calor en toda la piel.
La voz de él sonó ronca.
–Desde luego, hay mucha carne que ver –musitó. Alzó la vista y clavó los ojos en los de ella–. Pero supongo que no tanta como muestras normalmente.
Sylvie se soltó de su brazo y lo empujó para alejarse. Pero estaba demasiado enfadada para no decirle lo que pensaba antes de marcharse.
–La gente como tú me pone enferma. Juzgas y condenas sin saber nada de lo que hablas.
Retrocedió un paso y le clavó un dedo en el pecho.
–Te comunico que L’Amour está entre los teatros de variedades más elegantes del mundo. Somos bailarinas entrenadas de primera clase. No es un espectáculo de estriptis.
–¿Pero te quitas la ropa? –preguntó él con sequedad.
–Bueno…
La verdad era que la actuación de Sylvie no exigía que se desnudara del todo. Sus pechos eran demasiado grandes y Pierre prefería que los desnudos los hicieran las chicas de pecho plano. En su opinión, eso ofrecía una estética mejor.
Arkim Al-Sahid emitió un sonido de disgusto, que Sylvie no supo si iba dirigido a ella o a sí mismo.
–Me da igual si te desnudas del todo y te cuelgas cabeza abajo en un trapecio –dijo–. Esta conversación ha terminado.
Se giró y se alejó antes de que ella pudiera decir nada más. Y Sylvie se quedó allí, hirviendo de furia, indignación y orgullo herido. Y algo más. Algo más profundo. Una necesidad de que él no la juzgara tan pronto, cuando no debería importarle nada su opinión.
Su temperamento pudo más que ella y no pudo evitar hablar.
Él se detuvo en seco, con su silueta iluminada por las luces de la fiesta y de la casa. Se volvió lentamente y la miró con incredulidad.
–¿Qué has dicho? –preguntó.
Ella, que se negaba a dejarse intimidar, enderezó los hombros.
–Creo que he dicho que eres un estúpido arrogante y estirado.
Arkim Al-Sahid volvió hacia ella. Allí, en el jardín, parecía un felino de la selva, a pesar de su todavía inmaculado traje de tres piezas. Depredador y amenazador. Sylvie retrocedió, pero por sus venas corría una excitación que resultaba totalmente inapropiada. Retrocedió hasta que su espalda chocó con algo sólido. El cenador.
Él se inclinó sobre ella y la encerró colocando una mano a cada lado de su cabeza. A ella se le aceleró el corazón y la piel le cosquilleó con anticipación. Él despedía un olor exótico y almizcleño. Lleno de promesas oscuras, de peligro y diablura.
–¿Te vas a disculpar?
Sylvie negó con la cabeza.
Por un momento, él no dijo nada. Y luego musitó:
–Tienes razón, ¿sabes?
Ella contuvo el aliento.
–¿La tengo?
Él asintió despacio. Alzó una mano y pasó un dedo por la mejilla y la barbilla de Sylvie, hasta donde la piel desnuda del hombro se unía con el vestido.
Ella respiraba con tanta fuera, que tenía la sensación de estar hiperventilando. Le ardía la piel donde la tocaba él. Ardía ella. Ningún hombre le había producido aquel efecto. Resultaba abrumador y no podía racionalizarlo.
–Sí –musitó él en voz baja–. Estoy muy estirado. Muy tieso. ¿Crees que podrías ayudarme con eso?
Antes de que ella pudiera reaccionar, la agarró por la cintura y la estrechó contra sí. Deslizó la otra mano en su pelo y la besó en los labios, robándole el poco aliento que le quedaba y la cordura.
Fue como pasar de cero a cien en un nanosegundo. No fue un beso gentil y exploratorio. Fue explícito y devastador. La lengua de Sylvie se enredó con la de Arkim Al-Sahid antes incluso de que su cerebro registrara el impulso de permitírselo. Y no había ni una parte de ella que lo rechazara, lo cual era algo tan raro en Sylvie, que le costaba entender su significado.
Tenía las manos en el pecho de él y cerró los dedos en su cintura. Luego subieron hasta aferrarse a su cuello, lo que la obligó a ponerse de puntillas para acercarse más.
Adrenalina y un tipo de placer que no había conocido nunca recorrían su sangre. Irradiaban desde el núcleo de su cuerpo e iban a todas las extremidades, provocándole cosquilleos y llenándola de necesidad.
La mano de él estaba en su vestido, en el hombro, y los dedos tiraban de la tela hacia abajo.
Algo salvaje y primitivo golpeó el interior de ella cuando la boca de él abandonó la suya y bajó por su mandíbula hasta el hombro desnudo.
Sylvie echó atrás la cabeza y cerró los ojos. Todo su mundo se reducía a aquel latido frenético y urgente que no tenía voluntad de negar. Sintió que le bajaba el vestido y el aire cálido de la noche rozó su piel caliente.
Alzó la cabeza. Estaba mareada, drogada.
–Arkim… –Era vagamente consciente de que no conocía a aquel hombre. Y, sin embargo, allí estaba, suplicándole que… ¿Que parara? ¿Que siguiera?
Pero cuando él la miró con aquellos ojos negros como diamantes duros, le robó la capacidad de decidir.
–¡Chist! Déjame tocarte, Sylvie.
Y ella se derritió aún más. La otra mano de él estaba en el muslo de ella, entre los dos, y empujaba el vestido hacia arriba. Aquello era lo más íntimo que había estado ella con un hombre porque dejaba acercarse a muy pocos, pero le producía una buena sensación. Le resultaba necesario. Como si toda su vida le hubiera faltado algo y una llave acabara de abrir una parte de ella.
Abrió las piernas intuitivamente y vio una sonrisa en la cara de Arkim. No era una sonrisa cruel ni moralista. Era sexy.
Él bajó la cabeza al pecho de ella, ya desnudo, y cerró los labios sobre él. Succionó el pezón y después lo acarició con la lengua. Una corriente eléctrica atravesó el cuerpo de Sylvie y se instaló entre sus piernas, donde estaba húmeda y dolorida.
Y donde los dedos de Arkim exploraban ya. Le apartó el tanga y buscó entre los pliegues húmedos el lugar donde el cuerpo de ella le dejaba acceder.
Deslizó un dedo en el interior de ella y Sylvie apretó las manos. Hasta entonces no se dio cuenta de que agarraba con ellas la cabeza de él mientras Arkim succionaba su pecho y la acariciaba dentro, produciéndole una tensión nueva allí abajo. Una tensión que empezaba a resultar casi insoportable.
Vencida por la emoción de todas las sensaciones que la embargaban, alzó la cabeza de él de su pecho y miró aquellos insondables ojos oscuros.
–No puedo… ¿Qué es lo que…?
No podía hablar. Solo podía sentir. Un momento pensaba que él era la encarnación del diablo y, al momento siguiente la llevaba hasta el cielo. Estaba confusa. El cuerpo de él se apretaba contra el suyo y su pierna separaba las de ella mientras sus dedos seguían explorando su intimidad.
Frustrada por su incapacidad de decir nada, se inclinó hacia delante y volvió a pegar su boca a la de él. Pero él se quedó inmóvil. Y luego, de pronto, se apartó con tal rapidez que Sylvie casi cayó hacia delante. Retrocedió y la miró como si le hubieran crecido dos cabezas, con una expresión horrorizada. Tenía la corbata torcida, el chaleco desabrochado, el pelo revuelto y las mejillas sonrojadas.
–¿Qué demonios…?
Sylvie no dijo nada.
Arkim retrocedió un par de pasos más.
–No vuelvas a acercarte a mí nunca más.
Y se alejó rápidamente.
Tres meses después…
A Sylvie le costaba creer que hubiera vuelto tan pronto a la casa de Richmond. Normalmente conseguía evitarla, porque Sophie vivía en el centro de Londres en un apartamento de la familia.
Pero el apartamento no era apropiado para aquella ocasión: Una fiesta para celebrar el anuncio de compromiso de su hermana con Arkim Al-Sahid.
Sylvie todavía podía oír el shock en la voz de su hermana, con la que había hablado unos días atrás.
–Todo ha ocurrido muy deprisa.