El juego de Banana - Inés Matute Sánchez - E-Book

El juego de Banana E-Book

Inés Matute Sánchez

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Beschreibung

Cuando Banana Yoshimoto irrumpe en la vida de Ángela, con su extraña propuesta, todo le conduce a pensar que se trata de una broma. ¿Permutar parte de su herencia por los recuerdos de otra persona? ¿Tan lejos ha llegado la ciencia? Los días transcurren entre las clases en el sótano de la librería Literanta y las visitas al hospital donde su madre agoniza. Pero Banana, y el misterio que le acompaña, siguen cruzándose en su vida. Liberada al fin de sus obligaciones en la isla y tras visitar a una famosa médium, Ángela Millán emprende un desquiciado viaje sin destino concreto, un viaje que culminará en Granada y gracias al cual se nos desvelarán, finalmente, las reglas del juego de Banana. Escrita en un tono entre descarado e intimista, la autora nos invita a reflexionar acerca de nuestro papel como padres cuando los hijos nos rechazan, nuestro papel de hijos cuando los padres mueren, nuestra impotencia como creadores cuando la inspiración se esfuma. La identidad, en suma, entendida como un líquido que fluye y se contamina con el paso de los años, de las estaciones, con los cambios de escenario y protagonistas de esta bella historia.

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El juego de banana

Inés Matute Sánchez

 

 

No dejaremos de explorar y el fin de nuestra exploración será volver al punto de partida y conocerlo por primera vez.

T. S. Eliot

A mi madre. A mis hijas. A las mujeres.

Limones

«La posibilidad de borrarlo todo de su mente existe, y es bien real. Piénselo», había dicho ella.

«Ella» era singular, y no por ser diminuta y vestir maravillosamente bien, sino por sus rasgos. Unos rasgos orientales en versión optimizada. Quiero decir que no tenía aspecto de camarera de restaurante chino venida a más tras una buena boda. La chica lo tenía todo; un peinado impecable, unas manos cuidadas y un buen par de zapatos calzados con la soltura de quien está acostumbrado a la calidad y al lujo. De hecho, parecía una princesa oriental ejerciendo labores comerciales —asesora, dijo ser— al borde de la legalidad y por puro hobby. Intenté imaginarla en un lugar apropiado, pero no pude. ¿En qué escenario encajarla? En cuanto a mí, dudaba de qué se me estaba ofreciendo aquella tarde de lluvia y cabeza espesa en la que nada, excepto los bombones de licor, me ayudaba a estabilizarme.

—Pero ¿de qué estamos hablando, de una droga de diseño?

—Los efectos de nuestro producto son permanentes, no temporales. De ningún modo podemos hablar de drogas o medicamentos. Es algo distinto, novedoso. Revolucionario me atrevería a decir.

—No es que la oferta me seduzca, todo lo contrario. Si le pregunto es por curiosidad. En cuanto a la administración de la sustancia, ¿quién se encarga?

—Nuestro equipo médico, naturalmente. No se trata de productos que uno pueda conseguir en el mercado negro. Todo ello va incluido en el precio.

—Haga el favor de explicarse.

—Usted ingresaría en una de nuestras clínicas —por desgracia aún no nos hemos establecido en la isla, tendría que desplazarse a Barcelona o a Valencia— y en 48 horas despertará siendo otra persona. No recordará nada de su pasado y su vida, con sus luces y sus sombras, quedará atrás para siempre. Créame, todos nuestros clientes lo han contemplado como una liberación. El pasado para muchos de nosotros es una carga insoportable, algo de lo que habría que desprenderse indoloramente y a un precio justo. De habernos conocido antes, de haber sabido del producto y sus ventajas, habrían sido ellos, los preseleccionados, quienes voluntariamente hubieran acudido a nosotros.

Cruzó las piernas de un modo lento y calculado. Era una mujer muy sensual.

—Ya veo... ¿Y por qué piensa que «su producto» puede interesarme?

—Porque estamos al tanto de su vida y hemos pensado en usted como cliente potencial. Da el perfil, y no se ofenda por la expresión. En su vida presente hay mucho dolor. Y soledad. Y no tiene hijos ni parientes cercanos. Su economía pronto será muy desahogada, y eso la convierte en candidata al tratamiento.

—¡Lo que me faltaba por oír! ¡Es imposible no ofenderse! —protesté manoteando el aire—. Me repugna la idea de haber sido investigada. ¿Quién demonios es usted? ¿Quién le ha proporcionado esos datos? ¿A quién representa?

—Cálmese. Su reacción es natural y comprensible... Pero no lo vea como una intromisión, sino como un simple estudio de mercado —respondió bajando los párpados y tratando de restar tensión al momento.

—¡Realizado sin mi consentimiento!

—No sea ingenua. Casi todos los estudios de mercado, a día de hoy, se realizan de espaldas a los consumidores. Todos los usuarios de internet, por ejemplo, dejan a su paso huellas muy claras sobre sus preferencias personales: basta con analizar las webs que frecuentan y sus compras habituales. Huellas que las compañías rastrean. Bombardearle con publicidad ajustada a sus intereses solo es cuestión de tiempo. Incluso hay un nombre para esa práctica.

—Me parece una indecencia —protesté—, una burla, una injerencia. Es más, no descarto denunciarles. Acoso o espionaje, ya veré cómo lo enfoco.

Me iba calentando por momentos. Sus ojos fijos, concentrados y profundos, me inquietaban más de lo que estaba dispuesta a admitir. Tal vez la palabra injerencia no le resultara familiar, por muy bien que hablase mi idioma. Pero si bien es cierto que la rabia nubla la mente, no lo es menos que transparenta el corazón.

—Entonces yo negaría esta entrevista, negaría haber estado en su casa.

—¡No me diga! —gruñí irónica—. Y yo podría sacar mi móvil ahora mismo y hacerle una foto o grabar un vídeo. La tecnología no solo está de su parte. También lo está de la de sus víctimas.

—Es posible, pero no lo hará. Y la palabra víctima, por cierto, es excesiva. No somos ladrones. No somos sádicos. No nos hemos apropiado de información que no circule por ahí libremente y que usted misma no haya proporcionado de un modo voluntario.

—¿De veras? ¿Así de desprotegidos estamos? —me exasperé—. ¿Y cómo sabe que no estoy a punto de tomar esa fotografía?

—Intuición femenina.

Era rápida la jodida. ¿Por qué diablos le había abierto la puerta? ¿Porque cuando miré por la mirilla pensé que se trataba de una vendedora de cosméticos? ¿Porque afuera llovía a cántaros y sentí lástima por ella? ¿Por curiosidad? En cuanto a la enfermedad de mi madre, que yo supiera no había datos colgados en internet.

—Tengo su tarjeta...

—Eso no quiere decir nada. Puede haberla encontrado por ahí...

—Tal vez sí quiera decir algo...

Cedí a la tentación de echar otro vistazo a la tarjeta que me había entregado. «Banana Yoshimoto. Coach y Asesora comercial». El nombre no me era desconocido, pero no caí en el motivo por el cual me resultaba familiar. Ver la palabra coach impresa en cierto modo me tranquilizó. Vendedores de consuelo, de humo, de empatía. ¡Quién sabe! Decidí rebajar el tono de mi discurso. No quería echarla de mi casa con cajas destempladas. Después de todo, también yo necesitaba calor humano.

—Lo que propone o es un timo o es una locura. Seguramente lo primero. Y eso significaría que he sido preseleccionada como pardilla. Y pardilla, por si no lo sabe, quiere decir alguien a quien embaucar.

—Nada de eso. Piénselo detenidamente. Llevamos tiempo haciéndolo. Es nuestro trabajo. Por desgracia nadie puede testimoniar a nuestro favor por razones obvias: lo han borrado de su mente.

—Olvidan pero pagan, y no poco. Nada menos que la mitad de su patrimonio... a cambio de una nueva vida. ¿O era una nueva personalidad?

—A cambio de una nueva personalidad y del olvido absoluto. A la gente le seduce la idea de hacer... ¿Cómo se dice en castellano, botón y cuenta nueva?

—Le ruego que se marche y deje de decir tonterías. No estoy en mi mejor momento y esta conversación ya se está prolongando demasiado. En otras circunstancias le ofrecería un café, pero no será hoy, no después de escuchar esta sarta de sandeces.

—Está nerviosa. Sé por lo que está pasando. Es nuestro trabajo estar informados. Por ese mismo motivo he venido a visitarla ahora, y no antes. Ni después. Después ya será tarde.

—¡Basta! ¡No quiero seguir hablando!

—Quédese la tarjeta. Mi número está impreso —se incorporó a cámara lenta, de un modo muy estudiado—. Si quiere volver a verme, que querrá, no dude en telefonearme.

La acompañé al hall de entrada y le devolví su paraguas con mano firme y mirada desafiante. Fui brusca, lo sé, pero su presencia comenzaba a hacérseme insoportable.

—Gracias. Ha sido un placer compartir con usted estos minutos.

—Lamento no poder decir lo mismo.

Cuando cerré la puerta a sus espaldas pensé en el argumento de Blade Runner, todo un hito visual postmoderno. En la película, también los replicantes —humanos artificiales creados mediante ingeniería genética— recordaban un pasado fabricado a medida. También ellos rememoraban la vida que creían haber vivido y que, sin embargo, era un fraude, un préstamo. Incluso tenían fotos de apoyo a una biografía inventada, más falsa que un euro de madera.

Banana Yoshimoto desapareció de mi vida sigilosamente, tal y como había llegado. Solo tres gotas de agua, desprendidas de la punta de su paraguas, brillaban sobre las baldosas del suelo del recibidor para atestiguar que su visita había sido real, y no una alucinación.

 

Yo estaba, como cada tarde, sentada de canto en la única silla sin embalar que quedaba en la casa, rodeada de cajas de cartón y rollos de papel burbuja fumando un cigarrillo tras otro. Eso sí, no me tragaba el humo. Recordé que Marlene Dietrich, que fumaba compulsivamente y mordisqueaba pezones femeninos para combatir la ansiedad, fue puro sex appeal envuelto en humo. Pero, en mi caso, ¿qué ansiedad intentaba paliar, si lo peor ya había pasado y la venta estaba prácticamente cerrada? ¿Y en qué me parecía yo a ella?

Desde que murió mi madre, o incluso meses antes de quedarme completamente sola, mis únicas ocupaciones fueron vaciar el piso, atender a quienes telefoneaban interesados por el anuncio y distraerme con los últimos episodios de Cazatesoros en Canadá. No sé qué me impulsaba a seguir apasionadamente las andanzas de aquellos dos tipejos por el lado salvaje de la vida, pero sí sé que las cosas responden a una lógica interna de la que casi nunca somos conscientes. Es posible que con el paso del tiempo llegue a darle un sentido a mi nueva actividad de sobremesa, a esas tardes de duermevela y brotes de llanto en las que seguí con inexplicable interés las peripecias de Scott Cozens y Sheldom Smithen entre Juneau, capital de Alaska, y Anchorage.

Scott y Sheldom, casi de la familia tras el visionado de treinta episodios de la serie, recorrían diversos estados de América del Norte buscando rarezas. Cosas que a simple vista y a ojos de un tercero no tenían ningún valor, para ellos eran objeto de deseo cual si de auténticos tesoros se tratara (de ahí el nombre de la serie). Por ese motivo desmontaban graneros, desvanes y sótanos seleccionando artículos —chismes comidos por la mugre y el óxido, rotos o desmochados— con los que más tarde, y debidamente restaurados, comerciarían en Alberta, su ciudad natal. De sus artes en el comercio al por menor habían hecho no solo un modo de vida, sino un programa televisivo de gran éxito y difusión internacional.

Me encantaban sus aventuras, sus disparatados diálogos en el interior de una furgoneta camperizada que servía para todo. Tocados con sombreros de cowboys y cubiertos por amplias camisas de cuadros, regateaban con los nativos en el tono desenfadado y airoso propio de un embaucador. Canoas indias abandonadas a la intemperie, viejas latas de tabaco, etiquetas de productos desaparecidos, cromos de béisbol, cabezas de alce disecadas, calendarios de pin ups, botas de pesca de piel de foca, instrumentos musicales, herramientas de granjero, arpones y vagonetas, piezas de tractores legendarios, autómatas de los años cuarenta, insignias de solapa... ¡qué sé yo! Todo les fascinaba y por todo se lanzaban a pujar. Aunque no aceptaban una negativa por respuesta, no siempre se salían con la suya. Give me your best price, man. Esa era su cantinela hasta que se enfrentaban a otro cazatesoros tan insistente como ellos y el regateo adquiría tintes de batalla dialéctica. ¡Cómo disfrutaba de verles en acción! ¡Cuánta astucia desplegaban!

Terminado el episodio de turno, apagaba la televisión y me dirigía al cuarto de baño, donde observaba mi cara reflejada en el espejo no tanto por verificar los cambios que el paso del tiempo iba imprimiendo en mis rasgos como para asegurarme de que aún estaba ahí. ¿Lo estaba? ¿Esa era yo? Minutos. Cuartos de hora. Horas completas quemadas en silencio, clavada frente a mi propio reflejo como quien espera una respuesta que no ha de llegar. Luego, cuando el cosquilleo de los brazos o las piernas reclamaba mi atención, volvía sobre mis pasos y encendía de nuevo la tele. Un programa llamado La casa de empeños ayudaba a que la tarde atenuara sus luces y la noche, el bendito momento en que los somníferos echaban el telón, se abriera de fauces.

La casa de empeños enganchaba, aunque le dinámica del programa resultaba predecible. Me fascinaban aquellos hombrecillos que se acercaban a la tienda con los ojos gachos, con un uniforme militar agujereado y bien doblado en una bolsa de cartón, exponiendo al empleado de turno —gran panzón bajo la camiseta tirante, calculadora en mano, tibia amabilidad—, que ese trapo hecho trizas perteneció a su bisabuelo, siempre un valiente coronel de nombre sonoro, y que no dudaban de su valor como antigüedad.

«¿Aceptarías doscientos dólares?». Sus miradas lo decían todo, la música de fondo enfatizaba la vaguedad de sus gestos campesinos. En ocasiones se recurría a un experto llegado de los confines del condado para autentificar la historia y convertir al caballero del nombre sonoro en toda una institución. El objeto se convertía así en mercancía válida y la pasta, ella sí incuestionable, se exhibía con mimo sobre el mostrador de cristal. Un billetito al lado de otro, ni demasiado arrugados ni demasiado nuevos. En ese momento exclamaban Deal!, y toda la tensión anterior al trato, el tono laudatorio y la desconfianza, se esfumaban como por arte de magia.

Pero, ¿qué era lo que me llamaba tanto la atención?

Scott y Sheldom eran comerciantes deslumbrados por la nobleza y el deterioro de los objetos, cosas que nunca les pertenecieron pero cuya historia intentaban comprender más allá de lo material. Viendo el cariño que ponían en todas sus transacciones, me dio por pensar que cada objeto esconde en su interior un secreto por desvelar. Supe entonces que lo único que me diferenciaba de ellos era que yo no aspiraba a sacar ningún beneficio económico de mis cosas, de todo el trasterío acumulado tras sucesivas mudanzas y defunciones familiares. Lo propiamente mío hacía mucho tiempo que había desaparecido de mi vista, y solo quedaba su resonancia en media docena de fotos que no sabía dónde poner sin sentirme avasallada, aplastada por el peso de los recuerdos.

El secreto, el secreto escondido más allá de la materia era la fuente de mi excitación.

Doné docenas de objetos a la Iglesia Evangélica del barrio. En un par de semanas iban a celebrar su tradicional rastrillo de Navidad y el dinero recaudado iba a destinarse a la construcción de un colegio en Nueva Delhi. O eso decían. El dinero no me preocupaba; no lo necesitaba, aunque paradójicamente tampoco sabía ganarlo. En eso estaba en inferioridad de condiciones con respecto a cualquier hijo de vecino. Siempre había sido así y nunca me había ocupado de ponerle remedio a la situación. Y no por desidia, sino por falta de valor o de motivación. O por pereza. La pereza es mi zorra.

—Pero ¿por qué quiere deshacerse de estas figuritas tan preciosas? —preguntó la mujer acariciando el tutú rígido y absurdo de la bailarina de Lladró.

Tomé aire y forcé una sonrisa.

—Verá... Se ha escrito mucho sobre la obsolescencia programada y la explotación de los trabajadores, pero nuestro sistema económico tiene otros efectos colaterales, más frívolos seguramente, pero que nos afectan de forma directa y a diario. Consumimos por encima de nuestras posibilidades, si no económicas, sí de almacenaje. Tontamente, hemos convertido nuestras casas en museos de lo inútil, y la consecuencia principal no es solo estética, sino mental. Personalmente, me repugna todo lo que sobra y ocupa un sitio que ya no le corresponde. Vivir rodeada de trastos me desazona muchísimo...

—Me cuesta seguirla...

—Quiero decir que ahogamos nuestra personalidad en un mar de objetos que no nos aportan nada... mientras diluimos nuestras metas en el desorden de una casa que nos oculta nuestras verdaderas pertenencias. Todo lo que en su momento se eligió, limpió, pulió o incluso amó, acaba arrinconado y olvidado. Si le interesa este tema, le recomiendo un libro, The life-changing magic of tyding up, de Marie Kondo, que viene a decir que quien pone orden en su casa, pone orden en su vida.

—Sigo sin entenderla —confesó depositando la figurita sobre la mesa del comedor— y además, yo no hablo inglés. Soy un zote para los idiomas.

—¿Cómo explicárselo? La autora del libro entiende el orden como una conversación interna, un monólogo en el que decidimos quiénes somos en función de lo que poseemos. Lo ideal sería deshacernos de lo superfluo y reducir nuestras posesiones a lo que verdaderamente nos define. Su método gira en torno a una pregunta: ¿Poseer este objeto me hace feliz? En ese sentido, las cosas son como las personas. No todas las que conocemos a lo largo de nuestra vida se convertirán en amigos, novios o amantes. Los objetos conviven con nosotros durante un tiempo, pero cuando han cumplido su ciclo, su misión, hay que dejarlos marchar. Lo que en el fondo nos plantea es la necesidad de reciclar desde la óptica de la saturación.

Me paré justo a tiempo. Empezaba a rozar la pedantería y seguramente estaba poniendo cara de loca.

—Ya veo por dónde va —murmuró paseando la vista por la habitación mientras su compañera arramblaba con todo lo que podía—. ¿Es un libro de autoayuda, no?

—No exactamente.

—Soy un poco simple, perdone. No tengo costumbre de leer. Solo revistas cuando voy a la pelu.

—No hay nada que perdonar. Verá... esta casa pertenece a mi madre. Y mi madre está muriéndose —confesé a media voz—. Estos objetos que para usted son preciosos, para mí irradian tristeza, y además responden a una estética que no es la mía. De hecho, todo esto está en las antípodas de lo que considero hermoso o deseable, y no tiene modo de conectarse ni con mi presente ni con mi futuro. ¿De verdad cree que hay alguien a quien le pueda gustar este payasito? —le pregunté haciendo girar la figurita entre mis dedos—. ¿Y qué me dice de esta horterada de damisela, no le da grima?

Me miraba con la cara que a veces encontrarnos en el espejo el día de Año Nuevo. Al parecer no había modo de que entendiera que esos objetos significaban algo para mis padres, pero no para mí, y que en cuanto ellas se los llevasen camino del rastrillo recobrarían su verdadero lugar en el mundo.

—Oiga, perdone si me meto donde no me llaman pero... ¿Está usted bien?

 

Tosí para ganar tiempo. Luego clavé la mirada en el broche dorado y verde que, como una bandera en la cima de una montaña, se clavaba en su pechera. Tenía un pecho alto y abundante. Hay sujetadores que hacen milagros.

—Podría estar mejor. Gracias por su interés.

¿Cuál era mi problema? Mi problema era la velocidad. Me gustaba vivir la vida a un ritmo exasperante y no sabía ir más deprisa. En confeccionar una T modélica podía perder cinco segundos. Un ángulo recto debía ser exactamente así, recto y perfecto, o de lo contrario se me hacía un nudo en el estómago. Del mismo modo, encontraba enormes dificultades a la hora de seleccionar qué debía meter en cada caja. A veces empleaba dos tardes en guardar una docena de libros o en decidir qué ejemplares donar a la biblioteca municipal. Cierto día, tardé una hora exacta en seleccionar veinte novelas que finalmente dispuse dentro de una caja rescatada de un contenedor. Ante El estiércol de Kuprin me quedé paralizada diez minutos. Prostitución rusa y un título que olía a mierda: ¿qué hacer con él? Luego me desplomé, extenuada por el esfuerzo, sobre la alfombra del salón. Me desperté una hora más tarde con una migraña olímpica y un hilillo de baba colgando de la comisura de los labios.

El problema nunca era, en mi caso, hacer las cosas. El problema radicaba en estar en disposición de hacerlas. Y seleccionar entre aquel maremágnum de posibilidades sin que la angustia se lo llevase todo por delante. Intercalar los cigarrillos y dejar las puertas de los armarios abiertas para tener una visión global de la futura mudanza y descarte. El problema, lo juro, era averiguar por dónde empezar.

—Vuelvan mañana, se lo ruego. Tengo un poco de jaqueca.

—¿A esta misma hora?

—Sí. A esta hora siempre estoy aquí.

—Pero, ¿nos podemos llevar estas cosillas?

—Adelante. A eso han venido.

—¡Muchas gracias! ¡Es usted muy generosa!

—No, no lo soy.

Pienso ahora que esas tardes fueron el anticipo de algo importante, del momento en que encontramos el rastro de lo que nos explica a todos.

Una puerta se había cerrado a mis espaldas y ya no quedaba nadie con quién negociar mi hipotética felicidad. Nadie por quien hacer concesiones o sacrificios. Nadie a quien mentir ni por quien disimular. Nadie a quien le importase un carajo mi futuro. Y no puedo decir que me diera igual.

El inventario de mis pertenencias estaba casi terminado. Listas y más listas. Tomé fotografías, anoté cosas, creé nuevos documentos e hice copias de seguridad. «Tu archivo de preferencias está dañado o no es válido», protestó mi ordenador. Mi viejo Asus funciona como una sucursal de mi cabeza. Así las cosas, contacté con el servicio técnico y perdí dos horas observando el puntero del informático desplazándose por mi pantalla como una luciérnaga incansable. Actividades como esa, tan ajenas a mis habilidades, me fascinaban de tal manera que luego se lo quería contar a todo el mundo. Pero el mundo estaba en otra parte.

El mundo estaba fuera y yo estaba dentro, en mi nido de duelo, entre cajas de cartón que actuaban como disparaderos para la evocación.

 

Me habían tocado en suerte unos alumnos excepcionales, y ello me llevó a pensar en las ventajas que me ofrecía en ese momento, en lo peor del cáncer de páncreas de mi madre, el taller de escritura creativa que tutelaba. Muchas veces había escuchado decir eso de «Dios aprieta pero no ahoga», pero jamás lo había experimentado en carne propia. Sin embargo, el variopinto grupo de los jueves me ancló al mundo de un modo que aún hoy me siento obligada a agradecer. Sin ese anclaje, sin la confianza depositada en el semanal reencuentro, en la ocasional agitación verbal seguida de unas cervezas en una plaza aledaña, no sé qué habría sido de mí.

El grupo estaba formado por siete adultos cuyo único nexo en común era su pasión por la escritura, desarrollada tras muchas horas de lectura e introspección. No voy a discutir que, dadas mis circunstancias, es probable que no fuera la persona más adecuada para encauzar su entusiasmo y de paso ofrecerles unas pautas básicas de redacción, pero quiso el destino que la oferta llegase a mis oídos, que el horario me gustara y que además me pareciera muy adecuado interrumpir las muchas horas de hospital explicando cuatro cosas que, al fin y al cabo, aparecen en todos los manuales. Las estrategias del narrador es un buen ejemplo de ello; es más, yo misma lo leí justo antes de hacerme cargo del grupo.

¿Cómo insuflar un soplo de creatividad a quien carece de ella? ¿Cómo culminar el proyecto sin dejarse arrastrar por la improvisación? Y, lo más importante, ¿cómo enseñar a escribir una historia de la que uno solo conoce las ganas de escribirla?

Por empezar por alguna parte, me concentré en mejorar mi aspecto. Necesitaba actualizar mi look, o a esa conclusión llegué después de mirarme largamente en el espejo. Inopinadamente me compré unas medias de rejilla color turquesa como las que utiliza Espido Freire en sus presentaciones, por epatar y romper el negro que escojo cuando quiero hacerme la interesante. El negro integral te convierte en un existencialista francés a poco que te descuides (a no ser que estés de luto o seas un patriarca gitano) y no me pareció el color más adecuado para una profesora joven y con ganas de «conectar». Con las medias de Espido y unos buenos tacones, solo con eso y un pellizco de labia bien dirigida, todo mejoraría.

Don Joaquín apuntaba maneras. Era el clásico jubilado que no renuncia al trajín del trabajo, pretendiendo hacer de sus hobbies una nueva profesión sujeta a sus propias exigencias. Sus textos eran cortos y descuidados, y a menudo se resolvían con una moraleja o un juego de palabras que solo él encontraba ingeniosos. Un residuo de otra época, de cuando no existía Google y todo había que explicarlo con símiles y ejemplos. Con la anécdota intrascendente por todo horizonte, dudo que le dedicase a sus escritos más de una hora semanal y, sin embargo, nos los leía en voz alta muy ufano, seguro como estaba de contar con mi aprobación. Transcurridos dos meses desde el inicio del curso se volvió completamente previsible, tanto en sus comentarios como en sus narraciones.

Katia era una mujer nerviosa y desconcertante, más interesada en desinhibirse mediante la ingesta de todo tipo de chupitos —las clases se impartían en el sótano de una librería-bar; las botellas siempre estaban cerca— que en tener a punto las tareas. El taller era para ella un puntual experimento, sus textos eran fallidos y encajaba mis críticas, menos duras de lo que en realidad se merecía, francamente mal. Dado que resultaría muy tedioso analizar ahora sus textos, burdamente eróticos y sin chispa de originalidad, evitaré hacerlo. Tal y como nos anunció el primer día, se le daba mejor hacer punto bobo. Nadie lo dudó.

Marisa, con un doctorado en filología hispánica a las espaldas, era infinitamente más culta y rápida de reflejos que el resto de mis alumnos, y además estaba más preparada que yo. Mi mayor preocupación alguna tarde fue que dicha superioridad no fuera muy evidente para el resto de la clase, pues me horrorizaba la posibilidad de que se cuestionase mi autoridad. Como alumna, escribía historias barrocas y trabajosas, y hacía gala de un extenso vocabulario manejado con brío. La lectura en voz alta de sus textos —poseía una voz grave y nasal— tenía sobre los demás un efecto balsámico, hipnótico. Si pasamos por alto su estilo, algo rancio, rara vez hubo algo que objetar.

Nico era un joven médico rioplatense naturalmente dotado para la seducción. Demasiado sincero para fingir sus emociones, jamás nos leyó un texto que se ajustase a las pautas por mí propuestas la semana anterior, pero nunca se lo reproché. Nos divertía su singularidad. Cuando Nico escribía, borraba espontáneamente todas las fronteras mentales, y lo único que osábamos hacer con sus textos era corregirle expresiones que fuera de Argentina tenían un significado confuso o incluso contrario a lo que pretendía trasmitir. Por desgracia, a mitad de curso le salió un trabajo en Barcelona, y nunca más volvimos a saber de él. Miento: envió una postal a la librería y nos dejó con ganas de saber más de su vida allá en la Ciudad Condal. Sobre todo a mí.

De Martina y su caos emocional poco puedo decir, pues dejó el taller antes de la cuarta clase. Supongo que lo hizo así para ahorrarse el pago de la primera mensualidad. Era una chica menuda e hipersensible, con nula capacidad para encajar una crítica, por más que esta fuera constructiva y se formulase con tacto y respeto. Recuerdo, eso sí, la visión de sus lágrimas colgando de unas pestañas negras y duras como cables de acero. Apenas tuvimos tiempo para conocerla, esa es la verdad.

David era un tipo tan desgarbado y torpe como encantador. Nos contó que estaba enganchado a los talleres de creación literaria, pero que nunca se había propuesto escribir profesionalmente, pues para él la escritura era por definición aislamiento y obsesión. Por justificar su falta de constancia y voluntad, nos habló de su mujer y su niño, que gritaba y lloraba mañana y noche hasta la extenuación. Nos confesó que su día a día era amargo y respondía a las «exigencias del guión». Sin embargo, esa misma amargura fertilizaba todo lo demás. Con los reivindicativos textos que nos leía durante las clases, de una inusual profundidad, lograba sin proponérselo ponernos en tensión. De todos ellos, solo él tenía madera de escritor.

Aunque brillaba más que el sol, mi séptima alumna se me desenfoca. Recuerdo que solía llevar flores de fieltro en el pelo, diademas imposibles, y que tenía un alto concepto de sí misma. Era colombiana, muy hermosa, se llamaba Melany y le gustaba provocar. De todas sus salidas de tono, que no fueron pocas, la que más me molestó fue aquel relato suyo en el que un enano sucio y rijoso devoraba a su novia filete a filete. Se comprende que previamente la había asesinado, claro está. Considerando que les había pedido que escribiesen un texto en el que la comida, en todas sus variantes, fuese el elemento principal, se comprende nuestro shock. Melany no era solamente una escritora, era una verdadera artista. Aún hoy me pregunto qué habrá sido de ella, si seguirá en España o si habrá vuelto a su tierra natal.

Agustín Fernández Mallo era el hombre del momento.

No hubo una sola clase en la que su nombre no saliese a relucir, bien como fenómeno editorial y mediático, bien como coautor de un discurso teórico que impulsaba una renovación radical de la literatura. El salto al vacío de los Mutantes, con sus diversas voces y sensibilidades, también interesaba al grupo, pero AFM, como le llamaban por dárselas de modernos, eclipsaba todo lo demás. Era su ídolo, el visionario por excelencia. Aunque no deseaba convertirles en seguidores de mis propios gustos, les hablé con entusiasmo de la mal llamada literatura-zapping, un antídoto contra la estrechez y el dogma. Conste que en muy escasas ocasiones les hablé de generaciones o grupos, pues no creo en ellos. Son un concepto sin fundamento, fruto del oportunismo, aunque sí creo en la sorpresa. La sorpresa se experimenta con un desconcierto inicial que nos obliga a reaccionar. Y es ahí, en el nudo del desconcierto, donde los esfínteres se aflojan y el corazón late más deprisa.

Quiso Dios que una tarde especialmente locuaz, dejara caer en mi monólogo una perla de vanidad: Agustín y yo nos conocíamos. Les dije que yo fui una de las primeras personas que, tras leer sus poemas, comprendió que llegaría lejos. Solo era cuestión de tiempo y de que algún crítico avispado proclamase que con él había llegado la renovación estética, una revolución silenciosa. La editorial independiente que le colocó bajo el foco tuvo buen ojo. El grupo prestaba atención, aunque en realidad no era eso lo que querían. Lo que pretendían de mí era conseguir un listado de trucos, argucias para lograr que un texto resultase tan original como los de Manuel Vilas, Unai Elorriaga o el propio Agustín. Querían saberlo todo del mundo literario, y también sobre los escritores, pero les costaba centrarse en el trabajo y dedicarle el tiempo necesario a la tarea de producir textos solventes. De nada me servía explicarles que la escritura es como los raíles del tren: por ellos circulan las ideas, pero puede ocurrir (y de hecho ocurre) que imprimiéndoles la velocidad equivocada, descarrilen. Ignoraban aún que para escribir bien hay que suprimir lo que sobra y poner guías para enderezar las ramitas que crecen torcidas. Sin ese desbroce previo, sin ese enderezar, solo son frases amontonadas al buen tuntún. Y frase a frase se construye un libro, pero no se hace literatura.

 

Dos meses después del inicio del taller, nadie había reclamado el importe de la matrícula. La dinámica de las clases, con sus altibajos y ratos perdidos, les había enganchado. Los propietarios de la librería me confesaron que sorprendentemente eran puntuales con los pagos, lo que ignoraban es que yo lo habría hecho gratis solo por tener a alguien con quien charlar. Y sí, no lo niego, algunos días necesitaba llamar la atención sobre mis miserias, pues era el modo de compensar el silencio en que vivía inmersa el resto del tiempo, de contrarrestar la amargura de huérfana inminente entre los corredores de paliativos del hospital Joan March.

Si me gustara más el alcohol, también podría haberles confesado que algunas tardes me acercaba a una clínica privada del centro, devoraba un bocadillo en la cafetería y me perdía luego en el área de neonatos, donde pasaba mucho tiempo observando a los bebés encogidos en pequeñas cápsulas de luz ultravioleta, preguntándome por cuál de ellos mi pobre madre tenía que abandonar su lugar en el mundo, ese que había ocupado durante setenta años. En mis ojos no había rencor ni recelo: era la vida y no la muerte quien afilaba la guadaña y cumplía con su cometido. Pero ya he dicho que no era eso lo que ellos querían oír. Ni lo que yo quería contarles. Por ese motivo sustituí las confidencias por pautas de escritura y volví a comportarme como una persona cabal.

¿Cómo reconoces al narrador-omnisciente? ¿Y al narrador-testigo? ¿Y al narrador-protagonista?

Cada palabra ocupando su lugar en la cadena de montaje. Mejor eso que robarles tiempo y dinero contándoles penas rechinantes.

 

Las seis de la tarde. Llovía a mares. Acababa de ver Entre copas, una deliciosa película de Alexander Payne sobre el amor y la autocompasión rodada en la California rural, y no sabía qué hacer con las pocas horas que quedaban de luz natural antes de que las farolas del centro amarilleasen artificialmente las calles. ¿Beber vino y ponerme el mundo por montera, como los protagonistas del film? Como mis zapatos habían memorizado el camino y en ocasiones decidían por mí, encaminé mis pasos hacia el antiguo hogar familiar. No es que buscara respuestas a las preguntas que me hacía sobre la verdad de sus vidas, que también era la verdad de la mía, pero lo que encontré en el altillo del armario de su dormitorio, entre maletas de piel arañada y sábanas bordadas con las iniciales de nuestros apellidos, entre estuches de manicura y zapatos sin estrenar, fue un acordeón.

No era la primera vez que veía el instrumento de mi madre, rojo y precioso cual cereza madura, pero lo había borrado de mi mente. ¿Cuándo lo tocó por última vez? ¿En qué lejana Navidad o cumpleaños? Emocionada, me senté en el suelo y acaricié el instrumento con una ternura indecible. Su tacto era cálido y suave, y completaba la narración de una existencia común. Como con el paso del tiempo había ido acumulando polvo, cogí un paño del armarito de la cocina y pulí la carcasa de madera hasta devolverle su brillo original. Quedó fantástico. Luego puse una lavadora con todos los trapos sucios que había utilizado esa semana y volví a extasiarme en la contemplación de aquella maravilla. ¿Me decidiría a conservarlo? Ese objeto había entrado y salido de mi vida, pero se había descolgado de mi presente y no tenía lugar en ese futuro que era, sobretodo, cambio y potencialidad. Pensé en la señorita Banana: obviamente su propuesta era una tomadura de pelo, pero, en la hipótesis de que la ciencia hubiera avanzado hasta alcanzar tales cotas, ¿podrían borrar de mi mente la imagen de mi madre tocando nuestras canciones favoritas? ¿Insertarían en mi cabeza a otra madre dueña de otras costumbres? ¿A una señora rubia que interpretase a la guitarra canciones de Serrat y hornease pasteles de manzana?

Decidí venderlo. Y no lo hice pensando que obtendría una fortuna por muy antiguo y vistoso que fuera, sino por la necesidad de desembarazarme de aquello en lo que se había convertido al enmudecer: un trasto viejo, un cachivache inútil que nadie de mi entorno podía aprovechar. Seguramente mi interés por él crecería con la pérdida, aunque intuía que a medio plazo me arrepentiría de haberlo convertido en mercancía. Pero no se puede guardar todo. No se debe guardar todo. Así pues, metí el Paolo Soprani en un macuto, lo deposité en el suelo del recibidor y decidí no darle más vueltas. Como siempre, la elegante funda de cuero que recordaba haber visto en alguna parte no apareció en el único momento de mi vida en que la necesité. Cuando la lavadora terminó el programa rápido, tendí los trapos en el lavadero y volví a mi guarida sintiéndome inusualmente feliz.

Dos días más tarde me dirigí a Musicasa, todo un referente en materia de instrumentos musicales. Me sobraba el abrigo, el acordeón pesaba como un muerto y los zapatos que había estrenado en mi último taller me habían hecho rozaduras, pero en mi fuero interno sabía que estaba haciendo lo correcto y que, con suerte, de la venta obtendría efectivo para hacer frente a parte de los gastos que se avecinaban.

Ignoramos lo que cuesta enterrar o incinerar un cuerpo hasta que llega el momento de hacerlo; preferimos vivir de espaldas a la muerte. Hay una voluntad tribal que impone códigos y silencios, por más que haya gente previsora con un seguro de decesos guardadito en un cajón. No era el caso de mis padres, tan dados a improvisar y a actuar como si estuvieran más allá del tiempo y la enfermedad.

¿Cómo debía enfocar la venta? Calculé mentalmente los datos que debía proporcionarles y los que debía omitir, y recé para que no me saliera un hilillo de voz. También me pareció una estrategia interesante no comentar que había estado mirando en internet precios de instrumentos de segunda mano.

Al llegar a la tienda me dirigí al mostrador principal y deposité la bolsa en el suelo. Esperé sin dar muestras de impaciencia, disfrutando del Concierto de Aranjuez que una chica interpretaba a la guitarra a escasos metros de mí. La luz que entraba a través de los ventanales era dorada y sedosa como una lengua de miel; las motitas de polvo que flotaban en ella parecían llevar siglos ahí, como notas muertas colgadas de la nada.

Dejé que mi mirada recorriera el espacio: A mi izquierda y al alcance de mi mano, un piano de cola, diversos pianos verticales, de escena y digitales, sintetizadores y un arpa con pedales. A mi derecha había un mostrador impoluto y tres estantes de cristal sobre los que reposaban acordeones de segunda mano, de distintos tamaños y características. Todos únicos y preciosos; ninguno mostraba su precio. Saqué el mío del bolsón y al hacerlo me doblé sin querer una uña. Era el único de color guinda brillante, todos los demás eran negros, blancos o marrones. Luego esperé diez minutos disfrutando del suave dejo a ambientador de lavanda, de la obra de Joaquín Rodrigo y de mis palpitaciones desordenadas.

El empleado que me atendió se llamaba Gaby, según rezaba en la chapa que lucía en la pechera. Llevaba un dilatador en la oreja derecha y un transdérmico infectado cerca del labio inferior.

—¿Cuánto has pensado pedir por ella?

—Ni idea. Está prácticamente nueva, pero... bueno, era de mi madre. Yo no entiendo de acordeones.

—Como ves es una Soprani clásica —dijo señalando la placa sobre la cual aparecía el nombre—. Es una buena marca, pero esta es pequeña. ¿Quieres que miremos por internet? —me propuso arrastrando sus posaderas sobre el banquillo en el que se había sentado mientras palmeaba en el espacio sobrante.

Intercambiamos una mirada floja. Olía a Farenheit: violetas, mandarina, pachulí y cuero.

Me puse a pensar en mis cosas mientras él buscaba la información que precisaba. Saber que tenía veinte cajas listas para el trastero, más todas las que ya había llevado a mi minúsculo apartamento, donde permanecían apiladas sin orden ni concierto, me angustiaba. No, no podía quedarme con el acordeón y tampoco quería depositarlo en un guardamuebles e ir soltando poco a poco cientos de euros por el almacenaje, la custodia o el puñetero concepto por el cual emitan la factura. Por otro lado, tenía reparos en regalárselo a un músico callejero. El Soprani de mi madre no podía acabar así, abrazado a un pobre diablo huido de los Balcanes.

—Por cierto ¿no tienes la funda?

—No la he encontrado. ¿Es importante?

—De cara a la venta, siempre es mejor.

—Rebuscaré en el altillo. Estoy vaciando una casa y es bastante agobiante.

—¿Y eso?

—Es difícil saber qué es lo que hay que conservar. Tengo una amiga que llegó a tirar botes de pintura que ni siquiera habían sido abiertos, por pura desesperación.

—Conserva lo que signifique algo para ti o tenga algún valor, ¿no?

—No es tan fácil. Cada objeto con el que me topo es a la vez un sí y un no.

—Ya. Busca la funda. Para la venta. Nos irá mucho mejor.

Del momento en que mis padres compraron el acordeón, me había llegado la siguiente información: fue en la ciudad portuaria de Rijeka, cuando Yugoslavia aún tenía ese nombre, en una tienda de objetos de segunda mano. Un capricho incomprensible. Mi madre insistió tanto que mi padre se la regaló sin objetar lo absurdo de adquirir un acordeón para quien no sabe solfeo ni nunca dio muestras de tener talento musical. Para sorpresa de propios y extraños, ella se las ingenió para interpretar distintas piezas desde el primer momento. Y lo hacía con seguridad, como si los ángeles guiasen sus dedos o como si en una vida anterior hubiera sido acordeonista.

—Estas de aquí son parecidas a la que traes. El precio va de quinientos euros a mil. Depende de cómo esté conservado el fuelle, que es el punto débil de estos instrumentos —añadió señalándolo—. El tuyo tiene un poco de humedad, por lo que veo. Esos puntitos ocres... ¿ves? Es humedad. ¿Sabes algo de los bajos?

Estuve a punto de responder que los bajos suelen tener las piernas cortas y que, pese a su falta de centímetros, se las apañan para mirarte siempre por encima del hombro, pero me contuve. Negué con la cabeza.

—Los bajos son el conjunto de botones que el acordeonista acciona con la mano izquierda. Dependiendo del modelo de acordeón serán más o menos numerosos. Pero en ninguna canción tendrías que pulsarlos todos.

—Ahá —respondí por decir algo.

—Sirven para dar acordes y acompañar la melodía. Como ejemplo te diré que para acompañar una melodía en Do mayor lo podremos hacer accionando solo dos bajos.

—Ya veo —respondí sin apartar la vista del transdérmico infectado, de la rabiosa cabecita de pus.

—El botón que ocupa la posición central es el de Do, es fácil de reconocer por ser un poco distinto a los otros. En su misma fila los bajos que dan los acordes «Do Mayor», «Do Menor», «Do de séptima», «Do de séptima disminuida», y la tercera del Do: un Mi. No sé si me sigues...

—Perfectamente. Pero nos estamos desviando del tema...

—Tradicionalmente, un acordeón completo tiene 120 bajos: 6 filas verticales de 20 botones cada una. En las dos primeras filas están las notas independientes, cada botón emite una sola nota, en las demás filas están los acordes. Las filas se suelen denominar así: 1ª Fila: Contrabajos, 2ª Fila: Bajos fundamentales, 3ª Fila: Acordes Mayores, 4ª Fila: Acordes Menores, 5ª Fila: Acordes de séptima dominante. 6ª Fila: Acordes de séptima disminuida —añadió de carrerilla.

—Me parece sumamente interesante, pero... vengo a vender el acordeón, ¿recuerdas? A sacar todo lo que pueda por él. No pretendo ser borde, pero me gustaría zanjar el asunto.

—Sí, claro, perdona. Tienes prisa, ¿no es eso?

Le miré con cara de pocos amigos. La paciencia no es mi fuerte.

—Seiscientos euros es un buen precio. No te interesa pedir una barbaridad y ver cómo pasan los meses sin resultado. Tenemos que rellenar una ficha con tus datos. Si me he ido por las ramas, lo siento.

—No te preocupes. Se nota que eres un apasionado de la música.

Nos levantamos del asiento al mismo tiempo. Noté un vahído. No era ningún secreto que llevaba varias semanas comiendo porquerías y que estaba flojita. En ese instante, un anciano envuelto en una gabardina gris se nos acercó y preguntó si el acordeón colorado era de niño o de adulto. La cosa pintaba bien.

—Rellena los espacios en blanco, nombre, dirección, teléfono de contacto, e-mail, etc.

—De acuerdo.

Mientras el chaval atendía al vejete, que parecía interesado en adquirir el acordeón para su nieto, comencé a rellenar la ficha. En el espacio correspondiente al nombre, estuve tentada de poner Laura Palmer, como la protagonista de Twin Peaks, pero acabé poniendo, por razones obvias, mi nombre verdadero: Ángela Millán. Las condiciones de venta no eran negociables ni las pensaba discutir.

—Bueno, ya te diremos algo. Me ha gustado conocerte —aña- dió el chico.

—¿En serio? No te creo.

—La gente es picajosa con sus cosas. Y nuestra oferta nunca les parece justa. Regatean hasta la saciedad.

—Visto así... soy una tía facilona.

—O vas muy sobrada; una de dos.

Sonreí. Me gustaba ese tono, me hacía sentir más joven.

—¿Quieres quedarte con el macuto? Yo no lo necesito.

—Vale. Algún uso le daré.

Estaba de buen humor gracias al muchacho. Su actitud positiva, su tono desenfadado.

Con la copia del contrato a buen recaudo, me dirigí hacia la calle Industria con el ánimo esponjado de quien se acaba de quitar un peso de encima. Hasta las ampollas de los pies habían dejado de molestarme. Durante el recorrido descubrí bares nuevos y un sinfín de locales en traspaso o en alquiler. Subastas Merkur. Patrón Lunares. Opi estética. Reformas Carpio. The Nail bar. Bazar Nuevo Mundo. Y mil centros de yoga cuyas actividades se anunciaban en pizarrillas apoyadas en las aceras: Kundalini para niños, danza terapéutica y sesiones de gong todos los sábados. En seis años de crisis galopante, la ciudad había pasado del cosmopolitismo glamoroso al regionalismo cutre, y de la prepotencia turística, a las tiendas de los chinos. Sin embargo, aquella tarde de luz irreal y nubes lenticulares era perfecta para estrenar mi nueva cámara fotográfica, para sacar fotos del piso, de las vistas sobre los molinos recién restaurados y ese puerto de postal que es nuestra fachada marítima.

Llegué a casa de mis padres, abrí todas las ventanas y dejé que la brisa barriera las habitaciones. El Mediterráneo, recalentado por el sol del ocaso, era una cinta de cobre incandescente sobre la que flotaba un globo aerostático. Supe entonces, con el ojo pegado al visor, que jamás volvería a tener esa perspectiva de los mástiles de los veleros pespunteando las azoteas como picos de peineta. No una vez vendido el piso y entregadas las llaves al nuevo propietario. Sentí una especie de nostalgia anticipada. Y por ese motivo, supongo, y porque más allá del selfie realizado con el móvil, son pocas las ocasiones en las que una puede poner a prueba sus habilidades como fotógrafa, mi dedo se lanzó a disparar como si no hubiera un mañana.

 

Próxima parada: apatía postnavideña.

Tras el parón de dos semanas motivado por las fiestas, comencé a apreciar en mis alumnos los primeros signos de cansancio. Más de uno había ganado unos kilos y gastado más de la cuenta, y el desánimo de la cuesta de enero comenzó a reflejarse en sus textos. O en la ausencia de textos, mejor dicho. Un parón que me mortificaba y del cual me sentía responsable. Comprendí que si no quería contagiarme de su desgana, debía propiciar actividades-despertador que espolearan su creatividad y les sacaran del letargo.

Katia, que ya ni siquiera se molestaba en disimular su ineptitud, comenzó a tricotar durante las clases, limitándose a escuchar los relatos de sus compañeros y a hacer comentarios sarcásticos mientras tejía una bufanda interminable. ¿Debía reprenderla o pedirle, sin más, que abandonase el taller? Su actitud era una falta de respeto al grupo, por no decir que las buenas maneras son la estética de la vida cotidiana, y que esta es la única vida conocida para la mayoría de la gente. Para aumentar mi enfado, Katia subía al bar constantemente —el vodka ingerido a palo seco era su perdición—, hecho que me molestaba muchísimo por obligarme a explicar las cosas una y otra vez. Nico y Marisa tiritaban y no paraban de estornudar: el radiador que nos habían prestado no bastaba para calentar el sótano. Los días de lluvia intensa, además, un tufillo a cloaca se extendía por Santa Eulalia y todo el barrio de Santa Clara. El asunto, por mucha buena voluntad que pusiésemos, pintaba mal. Compré velas con olor a eucalipto, pero ni por esas conseguíamos ahuyentar el hedor. Pensé que darles ciertas directrices, al margen de las tareas que les encargaba cada semana, me ayudaría a superar el bache y a conseguir que el taller no acabara convertido en un club de lectura o en un salón de té sin té.

También yo arrastraba un cansancio desproporcionado. No había celebrado las fiestas. No solo no había nada que celebrar, sino que carecía de familiares con los que compartir el turrón o las muchas horas de hospital. Es más, la euforia generalizada me sacaba de quicio, aunque intentara consolarme pensando que era impostada, casi una obligación patrocinada por las ruidosas campañas publicitarias de las tiendas multimarca. Las llamadas telefónicas de tres viejas amigas de la facultad, me infundieron sin embargo la esperanza de que en algún momento futuro el argumento de mi vida cambiaría. Y me daba igual cuál fuera ese argumento con tal de alcanzarlo cuanto antes. No, no es que tuviese todas mis esperanzas puestas en el futuro, en los viajes, en las gentes que conocería o en los caprichos que podría darme con el monto de mi herencia, pero el presente era tan demoledor que me veía incapaz de imaginar algo peor.

Lentes, lupas y audífonos, dicté a modo de título.

 

«La intención y la mirada son las herramientas que te permiten organizar los elementos de la realidad a tu modo y al modo del relato que los personajes proponen. Una vez el relato se pone en movimiento, hay que averiguar cómo conviene contarlo; encontrar el lenguaje y la estructura apropiados. Como autor, podrás elegir la mirada —la voz narrativa— que más te interesa según tu intención. Esta es la primera elección en la ficción y también en la no-ficción (aunque en la prosa del ensayo o en la prosa periodística pueda parecer que autor y narrador coinciden). Presta atención. Nunca guardes tus antenas. Vive en disposición de escritura y presta atención a las palabras de tu niñez, de tus amigos, de los desconocidos que pasan a tu lado, de los seres que se aparecen en tus sueños».