EL Juego Del Vértigo - Franco Alesci - E-Book

EL Juego Del Vértigo E-Book

FRANCO ALESCI

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Beschreibung

Un apasionante thriller psicológico lleno de giros y sorpresas ambientado en Venecia, en una atmósfera que es como una navaja en el corazón.
Una cadena de asesinatos se desata en las cercanías de Venecia, pero no hay conexión entre ellos ni razón que los motive. Andrea, antiguo astrónomo reconvertido en político, lector de novelas pulp y policíacas, hombre apasionado y de viva imaginación, descubre casualmente extrañas pistas que le llevan a sospechar de David, el hijo de su compañera. Solo hay un hecho cierto: el asesino actúa según una ley del tiempo regida por la secuencia de Fibonacci. Lo descubrió Bobo, uno de los amigos universitarios de David y una brillante mente lógico-matemática.

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EL JUEGO DEL VÉRTIGO
FRANCO ALESCI
Derechos de autor © 2023 FRANCO ALESCI
Los hechos narrados en esta novela son ficticios, cualquier referencia a hechos reales o personas que realmente existen o existieron debe considerarse pura coincidencia.© 2017 por Franco AlesciTodos los derechos reservados.http://www.franco-alesci.it/2023 Traducción de Gala de la RosaEn portada: cráneo vectorial de partícula humana. Imagen con licencia de iStocks by Getty Images.
A Serenella,diapasón de mi alma.
Dejar que los pensamientos se descongelen, vuelvan a moverse, se eleven como alfombras voladoras y vaguen libres por donde quieran.
FRANCO ALESCI

Índice

1. El golpe

2. Rotonda eléctrica

3. Inmovilidad

4. Efecto colateral

5. Por fin

6. Los clavos de tres puntas

7. Años difíciles

8. La casa de las luces rojas

9. Una frase hermética

10. El altruismo de David

11. Ludwig

12. En Barena

13. El soplo de las respiraciones

14. Recuerdos

15. Conversación con Luminosa

16. Noches intermitentes

17. Nidos de cerámica

18. Bobo

19. Dos Habituales

20. A la deriva

21. Fibonacci

22. Códigos

23. Lucha con un matemático

24. Shalom

25. La captura

26. Tinta invisible

27. Delante de un maniquí de plástico

28. La confesión invisible

29. El movimiento del mundo

GLOSARIO

Acerca del autor

Agradecimientos

1. El golpe
3 de enero
El disparo estalla en la calle y reverbera entre los edificios, resonando como un valle. Se eleva desde las aceras con fuerza avasalladora, hace traquetear los cristales, penetra en los tímpanos y perfora la piel del cuerpo, que vibra como la membrana de un altavoz. Emerge, flota, se eleva como un halcón sobre el bosque de ruido blanco urbano imparable, capta los miedos de todos: los hombres se convierten en ratones asustados.
El golpe es como un halcón que se eleva por encima de uno de esos desiertos de piedras, con unas formas de vida esenciales y primordiales, desde los insectos que viven bajo tierra, hasta los animalitos de la superficie: lagartijas, serpientes y ratones que componen la despensa al aire libre de las aves de presa, “bocados móviles”, alimentos esenciales sin capacidad de reacción, donde brota algún que otro arbusto de matorral seco que a veces se incendia, se eleva de repente o rueda impulsado por esas extrañas ráfagas de viento del desierto africano llamadas localmente ghibli, o según las variantes locales: gebli, gibli, kibli, que es siempre el mismo viento caliente y arenoso. Además, los halcones tienen un potencial visual ocho veces superior al de un hombre: desde arriba lo ven todo, como Dios, y son despiadados.
El barrio ha desaparecido: ya nadie habla. Solo crujidos, chisporroteos, algún cambio de marcha a lo lejos.
Unos mirlos y una urraca, que antes revoloteaban a poca distancia, confusos y ensordecidos, levantan el vuelo, agitan las alas salvajemente, huyen en todas direcciones.
Al cabo de unos instantes, el grito de un transeúnte rompe el silencio:
“¡Bastardos!”
Sigue una pausa, todos escuchan y reflexionan sobre ese grito. Se quedan boquiabiertos. El barrio que es un mundo, uno de los muchos mundos contenidos en el MUNDO, espera la frase que aclare su significado.
Llega:
“Han matado a un hombre”. La voz se extiende incontenible como si los sonidos fueran los rayos de un abanico de papel que se despliega demasiado y se desgarra, pero comunica a todos lo que acaba de suceder a pocos metros de sus cálidos y ordenados hogares.
Un alma negra ha robado una vida.
Varias personas se han asomado a las ventanas de sus pisos y se han dado cuenta de lo ocurrido. Algunos han bajado para desplegar sus miedos con los demás y disolverlos como píldoras envenenadas en la corriente líquida de las palabras. Otros cerraron las puertas con doble llave y subieron el volumen de la televisión. Muchos llamaron a la policía, y algunos buscaron una ambulancia, sin aceptar que un solo disparo, por ensordecedor que fuera, pudiera robar una vida.
Esparcido por la acera, bajo la luz de una farola, el cadáver de un hombre. No hacía más de diez minutos que le habían disparado en la cabeza, y lo habían hecho por la espalda, como se puede adivinar fácilmente mirando el agujero que tiene en la nuca. Murió sin darse cuenta de nada: caminaba cuando el disparo lo convirtió en un objeto inanimado de carne.
Mientras tanto, los automovilistas que vuelven a casa del trabajo y pasan por allí se detienen a ver que ha pasado, algunos hacen fotos y graban al hombre asesinado con sus smartphones. Suben las imágenes a la red o las envían a sus amigos por WhatsApp.
Numerosos coches se detienen en el segundo carril. Uno detrás de otro, con las luces de emergencia encendidas, aparentemente en armonía con la cola de la temporada navideña. La aglomeración de gente y la serpiente de luces atraen a otros coches y pronto se crea una pequeña concentración en torno a la víctima.
El crimen tiene lugar en Carpenedo, un tranquilo barrio de Mestre, para los que conozcan esta ciudad, que está conectada con Venecia por el Puente de la Libertad: un “hilillo de asfalto” situado en el fondo de la laguna, con un par de vías de tren y algunos carriles para coches, que constituye la conexión física entre los venecianos del casco antiguo y los de tierra firme, como una arteria entre el corazón y el estómago veneciano.
En este barrio, lo más grave del último año ha consistido en una discusión entre dos vecinos, ni siquiera especialmente acalorada, porque uno de ellos no se había molestado en recoger los excrementos dejados por su caniche en la acera de enfrente.
Todavía no son las siete de la tarde del tres de enero.
El día es bastante frío, la temperatura debe de estar unos grados por encima de cero.
El hombre fue golpeado cuando volvía a casa de hacer la compra, junto a él está la bolsa blanca de nailon con la inscripción del supermercado, de la que se han derramado algunos productos: un paquete de espaguetis integrales, algunos plátanos, varias latas de comida para gatos y dos botellas de cristal que se han roto al caer, de una gotea leche y de la otra vino tinto.
Junto con la leche y el vino se mezcla también la sangre de la víctima, que sigue saliendo de su cabeza con regularidad.
La leche, el vino y la sangre que sigue la pendiente de la calle se han mezclado íntimamente, creando un riachuelo rosa que baja por la acera y llega al carril asfaltado.
El riachuelo rosa será recogido por los neumáticos de los coches que rodarán y lo distribuirán por todas partes.
El hombre, antes de la emboscada, llevaba una gorra con visera similar a la de los jugadores de béisbol, que acabó no muy lejos de su cuerpo en la caída. Llevaba en la mano su teléfono móvil, un objeto barato con un teclado de teclas sobredimensionadas: parece una de esas calculadoras que solo hacen las cuatro operaciones aritméticas.
¿Quizá alguien le seguía y trataba de pedir ayuda?
Tiene el pelo blanco y ralo peinado hacia atrás, viste de forma poco llamativa: lleva unos vaqueros desteñidos, una chaqueta azul de unas decenas de euros, sacada de algún supermercado o tienda outlet, y zapatillas de deporte. Por la piel de su rostro se puede deducir que debe de ser un hombre de edad avanzada. Parecía un inofensivo jubilado.
Nadie, de todos los que se apresuraron a llegar, conoce a la víctima, pero el hombre no debía de vivir muy lejos porque se dirigía a su casa con la bolsa de la compra en la mano.
Y la cartera, bien visible en el bolsillo trasero de sus vaqueros, indica que no se trataba de un robo.
Algún tiempo después, otro estruendo, de naturaleza diferente, pero muy fuerte, produce una onda de choque similar a la que origina un avión supersónico, cuando vuela a baja altura, supera la pared de sonido. Se produce en el piso del hombre que acaba de ser asesinado, en el tercer piso de un edificio que tiene seis, a unos cientos de metros del lugar del ataque. El estruendo aterroriza a todos los inquilinos, que, sin comprender el motivo de la explosión, salen rápidamente de sus pisos, precipitándose por las escaleras como avalanchas.
Una vieja olla a presión, dejada demasiado tiempo al fuego, había estallado, convirtiéndose en una pequeña bomba. La tapa de la olla salió despedida hacia el techo, desde donde rebotó violentamente, golpeando la ventana de la cocina y haciéndola añicos. Así, además de la potente onda sonora, se oyó un ruido infernal de cristales rotos que caían a la calle. Una lluvia de fragmentos de cristal siguió la trayectoria de la tapa de acero, que siguió rodando por el aire y reflejando las luces del atardecer como un espejo. El movimiento era similar al de un cometa, con su coma y su cola. Finalmente, la tapa detuvo su curso, estrellándose contra el parabrisas de un coche aparcado debajo, encajándose en el asiento del acompañante, en el que afortunadamente no había nadie dentro, mientras el cúmulo de trozos de cristal llovía sobre las aceras y el carril de coches, sin causar heridos ni daños.
Los bomberos llegaron en pocos minutos y con la sirena a todo volumen.
La víctima vivía sola, o mejor dicho, no con otros seres humanos: tenía un compañero de casa, un gato persa sobre el que había volcado todos sus afectos.
Y ese día había preparado una sopa con la misma olla a presión de siempre. El hombre, como tantas otras veces, pensó que en poco más de media hora podría hacer la compra en el cercano supermercado del barrio, y llegar a casa a tiempo para encontrar la cena casi lista.
El gato se escondió debajo del sofá. Sopla contra un “perro extraño”: quizá el silbido de la válvula de la olla lo había confundido con un aullido y la explosión con el ladrido de un sabueso. Debido a la excitación, se le ha hinchado la cola de forma desproporcionada y erizado el pelo del lomo, mientras el corazón le late tan deprisa como si se hubiera subido a lo alto de un árbol. Dicen que incluso los animales, sobre todo los de cierta edad, pueden morir de angustia ante emociones repentinas y especialmente intensas. Y este gato tiene casi quince años.
En cuanto llegan los bomberos, cierran cautelosamente el gas y cortan la electricidad de los apartamentos. Despliegan una larga escalera extensible, apuntan hacia la ventana de la cocina del piso que, tras la explosión, estaba completamente deshecha.
Entran.
Un olor acre, que ensucia el aire y casi hace estornudar, recibe a los bomberos al entrar: una papilla líquida y coloreada se ha extendido por todas partes. Es una amalgama de trozos de apio, judías, guisantes, zanahorias y patatas... hechos puré. Y encima del pequeño televisor LCD, fijado a la pared, hay un diente de ajo que milagrosamente ha permanecido intacto.
La sopa se desparramó de la olla, potente e imparable como el chorro de un géiser, esparciéndose no solo por el suelo, sino también por las paredes y el techo de la cocina, donde se pegó como pegamento. El batiburrillo de olores, colándose por debajo de la rendija de la puerta principal, se extendió también por el hueco de la escalera del edificio.
El nombre que figura en la puerta de entrada es el mismo que los carabinieri acababan de leer en el documento de identidad del hombre tiroteado en la calle.
Los bomberos inspeccionan minuciosamente el piso, comprueban según sus procedimientos que no hay ninguna situación peligrosa. Inmediatamente se dan cuenta del origen del problema y consiguen silenciar la alarma.
Poco después abandonan el piso, pero del pobre gato que se esconde tranquilamente bajo el sofá, inmóvil, casi sin respirar para no ser oído por aquellos intrusos vestidos de extraterrestres, nadie se da cuenta.
2. Rotonda eléctrica
4 de febrero
En una calle lateral de la Plaza Ferretto de Mestre, aún dentro de la zona peatonal, varias personas hablan al mismo tiempo, pero no se oyen, están frente a frente pero no se ven. Como si fueran invisibles. Nadie ve ni oye a los demás: es un grupo de personas aprisionadas en la soledad del terror, palabras que se elevan como figuras de humo de un incendio, cabalgando sobre las moléculas de aire, rebotando por todas partes como pelotas en una partida de squash.
Una mujer discapacitada de edad avanzada, que vuelve a casa en una silla eléctrica de tres ruedas, sigue circulando en círculos, girando sobre sí misma. La mujer tiene el torso hacia delante mientras su cabeza se balancea sin control: acaban de clavarle un gran clavo de acero en el cuello con una pistola de clavos, casi atravesándolo y matándola al instante. La cabeza del clavo sobresale de la piel y se asemeja a un piercing inverosímil. Era una mujer muy delgada, como se aprecia en el rostro ahuecado, el cuello delgado y las muñecas que sobresalen de su abrigo.
Algunos piensan relacionar este ataque con el asesinato del otro anciano a unos kilómetros de distancia: la otra víctima había recibido un disparo en la cabeza.
Finalmente, un hombre se desprende de aquel amasijo de gente y apaga su silla eléctrica, se detiene un momento, respira hondo porque quiere hacer algo más, más difícil: alarga la mano hacia su cara y le baja los párpados.
Al mismo tiempo, en la Plaza Ferretto, a pocos metros del lugar del crimen, comienza un concierto de voces evangélicas. La energía desbordante y delicada de decenas de personas se canaliza en las voces, que alcanzan sincronizadamente el mismo tono y vuelan por el aire como si fueran una enorme bandada de pájaros.
Las voces están dirigidas por un hombre corpulento con un largo pañuelo blanco alrededor del cuello. Realiza enérgicos movimientos con la batuta, rápidos y caprichosos, potentes y continuos, que recuerdan a los de un boxeador de peso medio cuando lanza una combinación de ganchos y uppercuts. Alrededor del escenario, un público ordenado y numeroso les escucha implicado. Los coristas son todos italianos y blancos, pero cantan en inglés, ponen gran pasión y suenan como negros.
La letra trata de Dios, la tierra, la pérdida... y la muerte.
Armand oye el movimiento del viejo ascensor que sube, siente su vibración con la piel del cuerpo, incluso antes de que sus tímpanos capten su fuerte tintineo. “Mara, mi compañera, ha vuelto de hacer la compra”, piensa. Abre la puerta principal del quinto piso donde viven juntos desde hace décadas: es una pequeña advertencia, que ahorra a Mara buscar las llaves en el bolso. Deja la puerta cerrada, como ha hecho muchas veces antes, vuelve al estudio y va a terminar el correo electrónico que estaba escribiendo a un amigo del WWF del que es miembro colaborador. Armand lleva una larga barba blanca y el cráneo completamente afeitado: los pocos pelos que le quedan en la cabeza prefiere afeitarlos por completo cada dos o tres días. Es como si hubiera cambiado el cráneo por la cara para compensar su calvicie.
La cabeza completamente calva y la larga barba que comienza a la altura de los lóbulos de las orejas le dan un aire ascético.
Armand y Mara han vivido a caballo entre dos siglos y dos milenios, ambos son vegetarianos, activos en numerosas asociaciones culturales, demasiado evolucionados para el mundo terrenal de hoy, cada vez más tecnológico y a la vez más tosco. Fueron sesentayochistas y niños de las flores, como se decía en los años sesenta y setenta, y vivieron décadas llenas de agitación social, viendo progresar el mundo durante su juventud, experimentando el gran optimismo inherente a la belleza del cambio. Experimentaron las porras de la policía en sus hombros y espaldas, repetidamente, junto con otros miles de manifestantes. Los golpes de aquellas porras no dolían tanto: las marcas negras, que permanecían en su piel durante mucho tiempo, les recordaban el valor que habían tenido al protestar, y comparadas con la ferocidad de hoy eran poco más que leves bofetadas.
Vieron la lenta progresión de los derechos de los estudiantes, los trabajadores, las mujeres: todo era hermoso, incluso emocionante.
Y luego, lenta pero inexorablemente, año tras año, poco a poco, comenzó la regresión del mundo. Tras la progresión vino la implosión de la humanidad: el hombre se replegaba sobre sí mismo, como un trapo en el suelo. Estas son las olas de la historia, la alternancia de baches y caídas a lo largo del camino circular de la humanidad, sin principio ni fin, en el que tarde o temprano volvemos a los mismos puntos.
Armand y Mara se sienten incómodos en esta época de involución y son pesimistas sobre el futuro de la sociedad, creen que consistirá en el pasado: ¡ven un “futuro medieval”!
En el quinto piso, en las paredes del apartamento donde viven, está su historia: una pareja de espíritus libres, contada por sus fotos personales y las de sus mitos y viajes.
Hay una foto de Fidel Castro de cuando tenía 30 años, que le enviaron unos amigos cubanos. De las paredes cuelgan varios cuadros de seda enmarcados con gusto, recuerdo de sus numerosos viajes a la India, Nepal y China. Sobre la mesita del centro del salón hay dos esculturas de madera de sándalo, una representa a Ganesha: el Dios de la buena fortuna, mitad hombre y mitad elefante; la otra a Hánuman: la personificación de la sabiduría, la honradez y la fuerza, representado con aspecto de mono, ambos son deidades hindúes. Tienen cuarenta años esas cosas, y son recuerdos de sus viajes a Oriente que vivieron juntos.
Es un apartamento precioso, espacioso, de más de noventa metros cuadrados, con cuatro habitaciones grandes y dos cuartos de baño, bien cuidado, con cientos y cientos de libros de todo tipo, con los que han llenado por completo tres grandes estanterías: dos en el estudio y una en la habitación de invitados. Los últimos libros que compraron tuvieron que apilarlos en el suelo del estudio; quizá compren otra estantería.
Armand y Mara llevan juntos cincuenta años: se conocieron en plena protesta juvenil en el sesenta y ocho, donde se forjaron los sueños. Siempre han vivido como marido y mujer, pero nunca quisieron casarse, y si de su unión hubieran nacido hijos, no les habrían dado ningún tipo de formación religiosa: de 1968 también asimilaron la ilusión y la necesidad de no ser convencionales, es decir, la norma de no seguir las reglas. Toda su vida estuvieron comprometidos socialmente y compartieron con entusiasmo su papel de profesores: ambos enseñaban literatura en el instituto, hasta que se jubilaron por límite de edad.
Todo iba bien hasta hace unos años, cuando Mara empezó a mostrar los primeros síntomas de esclerosis múltiple: una enfermedad cambiante, polimorfa e imprevisible, acompañada de alteraciones visuales, fuerte entumecimiento de las extremidades y agotamiento. Sigue una terapia farmacológica exigente y una estrecha vigilancia: hoy solo puede dar unos pasos y siempre con la ayuda de un bastón.
Dos agentes de policía junto con un hombre de paisano, hacia el que muestran una considerable deferencia, incluso temor, llaman a la puerta entreabierta y entran.
—Disculpe —dicen.
Le preguntan si es el señor Armand Scarpa.
Piensan que no es el momento, teniendo en cuenta lo que tienen que decirle, de preguntarle por qué tiene un nombre que suena a francés. De vuelta a sus oficinas, uno de los dos agentes, el más curioso, se entera de que Armand nació en Brujas (Bélgica), adonde emigraron sus padres a principios de la posguerra y regentaron una chocolatería durante casi cinco años antes de regresar definitivamente a Véneto.
—Sí, ¿qué ha pasado? —responde Armand asombrado.
—Por favor, siéntese —le dicen y le acercan una silla.
Están allí para decirle que acaba de producirse un atentado mortal, cobarde e inexplicable: Mara no volverá jamás. Se esfuerzan por explicarle lo que ha ocurrido no muy lejos de donde se encuentran.
Le prometen que buscarán a los culpables, añaden que la víctima no sufrió.
—Es mejor que no la vea, no de inmediato. Podrá verla en el depósito de cadáveres para identificarla mañana, donde ruegan que le acompañe un familiar.
“¡Mara nunca volverá!”, se repite Armand para sus adentros, su vida es ahora como “una era geológica” que llega a su fin.
“Vuelve la era de los dinosaurios: los reptiles sustituirán a los mamíferos, y son animales de sangre fría, primordiales, despiadados y con un cerebro inexistente.”
—¿Tienen hijos?
No tienen hijos.
—¿Tienen parientes?
No tienen, viven en otras ciudades y hace años que no saben nada de ellos.
—¿Tienen amigos?
—Sí, cientos, incluso miles, todos en internet.
Piensa que son amigos virtuales y, sin embargo, le parecen más reales que los amigos de carne y hueso con los que se encuentra cada día en la calle, en las escaleras, en las tiendas y en las oficinas. O, al menos, se comunica más con ellos: a distancia no hay inhibiciones y es más fácil decirse cosas sin verse.
—¿Alguien que pueda ayudarle materialmente?
Con los vecinos no se han relacionado mucho, de hecho nada.
Dice que no necesita a nadie.
Armand no puede llorar. Ni siquiera cuando esos hombres se van, no grita, no se desespera, no habla solo, no corre a ver sus fotos o vídeos de sus viajes, sus diarios. No es una buena señal.
3. Inmovilidad
“Yo mismo me esfuerzo por escuchar los colores como escucho las piedras o los cielos de Venecia: como relaciones entre ondulaciones, vibraciones... liberadas de toda atadura simbólica.” (Luigi Nono, nacido y fallecido en Venecia, compositor, escritor y político, 29 de enero de 1924 – 8 de mayo de 1990).
6 de marzo
Es una tarde neblinosa en Venecia, como suele ocurrir en otoño e invierno. El aire es tan húmedo y pesado que parece que se camina por el fondo del mar.
Marzo del invierno es la cola, a veces constituye el período, meteorológicamente hablando, más inestable y variable, apestoso, como solo saben serlo ciertos coletazos de las cosas malas de la vida, durante las etapas finales.
Cuando la presión atmosférica es alta, el aire húmedo se siente como estrujado por una enorme cúpula incorpórea, y la visibilidad, a veces, se reduce, desapareciendo casi por completo. Uno se mueve sin ver, y para avanzar se ve obligado a utilizar los demás sentidos: se escucha sobre todo, se huele, incluso se intenta tocar el entorno con las manos, caminando como sonámbulos.
En Venecia, cuando la niebla es particularmente fuerte e insidiosa, uno se vuelve tan ciego como los murciélagos o las lombrices de tierra, y se comprende lo que se siente al volar sin ver o al excavar en los recovecos del subsuelo sin una orientación precisa.
Apenas hay nadie en la calle.
En un banco a orillas de San Basilio, con vistas al Canal de la Giudecca, un anciano solitario está sentado con las piernas cruzadas, inmerso en esta atmósfera hostil. El Canal de la Giudecca, antes llamado de Vigano, es, junto con el Gran Canal, uno de los principales canales que desembocan en la cuenca de San Marcos. Parte de la isla de San Giorgio in Alga y se extiende a lo largo de 4 km. Es un canal bastante ancho, con una anchura que oscila entre 244 y 450 metros, pero poco profundo: de 4 a un máximo de 12 metros en el centro.
Fuera de los canales navegables, la profundidad de la laguna es casi la de un charco: de unas decenas de centímetros a metro y medio según la marea. Es decir, más allá de los briccole, que son grandes pilotes atados de tres en tres delimitando los canales navegables, se podría recorrer la laguna caminando por el fondo, porque el agua apenas subiría del pecho.
Cuando no hay niebla desde la orilla de San Basilio se divisa la isla de Giudecca, en cuya orilla se puede ver el imponente Molino Stucky, construido a finales del siglo XIX y que forma un complejo industrial que llegó a contratar a 1.500 personas y a partir del cual se han construido un hotel y un prestigioso complejo residencial; la iglesia del Redentor, uno de los lugares religiosos más sentidos de los venecianos, diseñada por Andrea Palladio en 1577 después de que el Senado veneciano se comprometiera a construir una nueva iglesia consagrada al Redentor. Aquí se celebra cada año, el tercer domingo de julio, el recuerdo de la peste que asoló la ciudad en 1575 y que en dos años causó la muerte de uno de cada tres venecianos: es decir, 50.000 personas. En aquella época, el final de la epidemia se celebraba con una procesión que llegaba hasta la iglesia a través de un puente de barcas, dando comienzo a una tradición que continúa hasta nuestros días.
El hombre del banco tiene los ojos muy abiertos y parece mirar insistentemente algo. Pero, ¿qué está mirando? No se ve nada, y aparte de los pocos barcos con radar que se ven obligados a moverse de todos modos, nadie se atrevería a navegar con este tiempo.
Mirando más de cerca al hombre, uno se da cuenta de algunos hechos: está completamente quieto, su pecho no palpita y sujeta una pequeña botella de whisky vacía en la mano. Además, por debajo de su abrigo de invierno, un líquido rojo y viscoso gotea lenta pero constantemente de entre los listones del banco de madera.
Antes, un transeúnte se había fijado en una persona delgada sentada a su lado, con la capucha de la sudadera sobre la cabeza. Le pareció que llevaba unas extrañas gafas militares de tanque, que le cubrían toda la parte superior de la cara. Por su figura, daba la impresión de ser bastante joven, pero esto no es necesariamente así: la gente suele ser poco observadora y hacer valoraciones superficiales y poco útiles.
¿Cómo se puede saber la edad de un hombre sentado —suponiendo que se trate de un hombre y no de una mujer—, encapuchado, con gafas y con la niebla alterando todas las percepciones? El transeúnte también afirmó haber oído de repente un silbido agudo y muy intenso, procedente de cierta distancia, y haber visto al hombre levantarse y alejarse a paso rápido.
¿El hombre que se alejó era el asesino? ¿Le disparó en el pecho con una pistola con silenciador y su cómplice, silbando, le indicó el momento oportuno para marcharse, cuando no venía nadie?
Es solo una conjetura: cuando hay niebla, los barcos en el mar emiten señales sonoras intensas para advertir de su presencia, ya que no pueden ser vistos. Son sonidos que recorren kilómetros y parecen meterse en los huesos.
El informe de balística demostró que la bala no es del mismo calibre que la utilizada en el primer asesinato, por lo que no hay compatibilidad con el arma utilizada en aquella ocasión. ¿Significa esto que hay otro asesino o incluso otros dos? ¿O tal vez el asesino sigue siendo el mismo y ha utilizado dos pistolas diferentes y una pistola de clavos? La autopsia confirmó que el hombre asesinado estaba completamente sobrio. El asesino, en señal de burla y desafío, le puso la botella de whisky en la mano después de vaciarla. ¿Por qué?
La única certeza es que tres ancianos, dos hombres y una mujer, fueron asesinados en la región veneciana, dos en tierra firme y uno en el casco antiguo. Todas las personas eran de edad avanzada, estaban solas y aisladas en el momento del asesinato, y las mataron utilizando diferentes armas. Hoy es tan fácil conseguir armas de todo tipo como comprar un paquete de galletas.
4. Efecto colateral
Armand está solo y, tras el asesinato de su compañera, solo tiene una razón para vivir: la venganza.
Nunca ha tenido la menor fe en el Estado cuyas leyes y normas ha sufrido, en lugar de aceptar, durante toda su vida. Nunca ha creído en las instituciones, y piensa que para obtener justicia hay que conseguirla por uno mismo. El atroz asesinato de su compañera le produjo un horror indescriptible, y a partir de ese momento, cada instante de su vida le pareció inútil, solo un pensamiento le consolaba: su asesino no quedaría impune.
Armand, en los años setenta, cuando tenía poco más de veinte años, militó en la extrema izquierda, y aprendió a fabricar cócteles molotov, a veces incluso participó en acciones violentas, pero fue un impulso, no le gustaron y pronto las abandonó. Sin embargo, las cosas aprendidas en la escuela de la violencia nunca se olvidan, son como ciertos golpes de kárate o de boxeo y, cuando uno menos se lo espera, pueden venirle bien.
Fotogramas precisos fluían en su memoria, los repasó decenas de veces: volvía a casa, caminaba despacio por la acera, a su lado estaba Mara sentada en su silla eléctrica, cuando se encontró con sus ojos. Los ojos de hielo del Pacífico, inmutables e inconfundibles, a los que nunca había temido.
Décadas antes habían estado a la gresca, se habían agarrado por las solapas, mirándose largamente a los ojos, nariz con nariz, demostrándose mutuamente que no se temían, tan agresivos como dos simios, con la adrenalina por las nubes. Los amigos los separaron, tirando de ellos con gran esfuerzo, parecían pegados.
El óvalo de su cara había sucumbido al tiempo, se había hinchado y doblado sobre sí mismo, en su cabeza quedaba poco pelo, completamente blanco y cortado muy corto pero, sobre dos profundas ojeras, estaban sus inconfundibles, fríos y azules ojos.
Los reconoció enseguida, estaba seguro, percibió su odio... sintió inquietud, miedo, no por él, sino por su compañera, tan vulnerable. Pacífico dejó de hablar con los dos jóvenes que caminaban a su lado, cuyo físico robusto y porte les hacía parecer luchadores: debían de ser sus guardaespaldas.
Le dijo a Mara que había olvidado comprar unas pilas de repuesto y que le esperara en casa, donde se reuniría con él. Siguió al trío durante al menos veinte minutos hasta que los vio desaparecer en una discoteca: la Odisea, donde el portero le abrió la puerta principal.
No le fue difícil descubrir que el dueño de aquella discoteca, que vivía en el único, inmenso, piso de arriba, era Pacífico, el líder de la sección local del entonces Frente de Juventudes: cuarenta años atrás eran camaradas, él y los de su grupo eran compañeros de correrías.
Un día, como reacción al ataque de un compañero, Armand y otros cinco jóvenes esperaron a otro grupo de camaradas para darles una paliza. Se enmascararon tapándose la cara con pañuelos y llevando cascos de moto, y se armaron con pesadas barras de hierro: tenían muchas ganas de darles duro. De la otra parte solo eran tres, no esperaban ser atacados y, como supieron más tarde, no tenían nada que ver con el ataque a su compañero. Los sorprendieron en la calle cuando caminaban desprevenidos y los golpearon con gran violencia: entre ellos estaba la novia de Pacífico, que sufrió daños cerebrales irreversibles a consecuencia de los golpes. Los autores, entre ellos Armand, nunca fueron castigados porque nadie pudo identificarlos. Después del hecho acordaron no hablar de ello con nadie, nunca, y mantuvieron esa decisión incluso con el tiempo: a todos les convenía. Nunca había dicho nada al respecto, ni siquiera a Mara.
Para Pacífico fue una tragedia: los fascistas amaban, como todo el mundo, y él estaba locamente enamorado de aquella joven, que nunca se recuperó y pasó el resto de su vida en una silla de ruedas.
Armand camina solo por la noche. En sus oídos tiene los auriculares de su Ipod al máximo volumen. Está escuchando Innuendo de Queen, uno de los grupos con los que creció y envejeció, y que siguió escuchando incluso después de la muerte de Freddy Mercury.
Armand lleva zapatillas de deporte —todo el mundo lleva zapatillas de deporte hoy en día— y una mochila con dos cócteles molotov que empaquetó como hace más de cuarenta años, y una bomba mucho más potente que preparó siguiendo unas instrucciones que encontró en la red. Lleva un taladro inalámbrico, unas cizallas pesadas que pueden cortar incluso cadenas de hierro bastante sólidas, un candado y un spray de espuma aislante.