El lado oscuro - Andreu Martín - E-Book

El lado oscuro E-Book

Andreu Martín

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Beschreibung

Dos historias de traición y venganza, de corrupción y huida hacia delante. Una detective recibe el encargo de demostrar la infidelidad de un esposo, pero sus investigaciones la conducen a descubrir actividades ilegales muy serias. Por otra parte, su amigo Pau, miembro del servicio secreto español, descubre que sus jefes están involucrados en una trama de consecuencias gravísimas. Ambas historias confluyen de manera magistral en un final trepidante y sorprendente, el tipo de final que solo un maestro como Andreu Martín puede urdir.-

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Andreu Martín

El lado oscuro

Un nuevo caso de la detective Sonia Ruiz

Saga

El lado oscuro

 

Copyright © 2017, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726961898

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Hey babe, take a walk on the wild side,

hey honey, take a walk on the wild side.

Candy came from out on the island,

(...) But she never lost her head.

Sugar Plum Fairy came and hit the streets

Looking for soul Food and a place to eat.

And the coloured girls go, doo do doo

do doo-doo doo doo doo do doo...

(LOU REED - Walk on the wild side)

1

Un motor en segunda forzado al máximo.

Chirridos de neumáticos sobre el asfalto.

Un estrépito encajonado entre paredes de hormigón y un vehículo corriendo cuesta arriba como una bala disparada por el cañón del arma.

Era Sonia Ruiz, que conducía un Porsche Cayenne por la rampa en espiral hacia el aparcamiento del hotel, que estaba en la azotea.

¡Qué diferente este cochazo de su modesto Nissan Micra!

Llegó bruscamente al aire libre, a la atmósfera primaveral contaminada de CO2 y frenó tan en seco que derrapó y el coche quedó atravesado en diagonal en la plaza que había elegido.

Había pocos coches estacionados. Estos espacios solo se reservaban para cuando los aparcamientos de abajo estaban saturados.

Sonia solo tuvo que pulsar un botón en el móvil. Contestó la voz recia de Palacín.

—¡Sonia!

Y ella, en el mismo tono, un poco burlona:

—¡Palacín! —y, ya en serio, que no estaba el horno para bollos—: Ya estoy aquí.

—Pues sal zumbando. Los Maumau ya van para arriba por la rampa, colocados hasta las cejas y armados hasta los dientes. Lárgate pero, sobre todo, que no te vean mis compañeros.

—¿Dónde están tus compañeros?—preguntó Sonia al tiempo que saltaba fuera del coche.

—... Que, si te ven, se nos jode el operativo.

—¿Dónde están tus compañeros?

—En las escaleras y los ascensores. A punto para saltar.

Sonia miró a su alrededor.

—Y, si tus compañeros están en las escaleras y los ascensores y no tienen que verme, y los Maumau ya están subiendo por la rampa, ¿por dónde se supone que tengo que largarme?

—¡Apáñatelas como quieras, bonita, pero lárgate de ahí ya! ¡Que también se acerca el helicóptero y lo va a iluminar todo!

Sonia soltó una maldición de las que había aprendido en los últimos tiempos (¡tan modosita que era ella antes!) y corrió al otro extremo de la azotea, que daba a la fachada del hotel. Se asomó a la calle, esperando ver una de esas escaleras de incendios tan oportunas en las películas, pero no vio ninguna.

Solo la caída libre de seis pisos y, abajo, al pazguato de Palacín mirando para lo alto, con la mano derecha manteniendo el móvil pegado a la oreja y la izquierda haciendo señales de salta, salta, vamos, salta de una vez.

Las cinco letras que anunciaban el hotel, de dos metros cada una, H, O, T, E y L, se descolgaban a lo largo de la fachada como única posibilidad.

Rugían los coches de los Maumau por la rampa arriba, como obuses que apuntaran directamente a la detective asustada, temblorosa y frenética.

¿Y qué otra cosa podía hacer?

Se quitó los zapatos de tacón de aguja, los tiró con fuerza a lo lejos, para que cayeran en el solar de enfrente, se subió a horcajadas en la baranda de piedra, la minifalda hasta las ingles, contuvo la respiración con mueca de terror y mala leche y, sin darse ni un segundo para pensarlo, se agarró a lo alto de la H, alargó la pierna derecha, la apoyó en el soporte metálico que unía la gran letra a la pared y se situó en la barra horizontal que hacía de puente entre las dos barras verticales.

Llegaban al aparcamiento los dos cochazos de los Maumau. Se agachó para que no la vieran. Dejó caer las piernas, se apoyó en el estómago y, confiando en la fuerza de sus brazos, quedó balanceándose sobre la O. Buscó con el pie el soporte metálico de la estructura. Se afianzó en él y se le ocurrió que por allí pasaba electricidad y que corría peligro de electrocutarse. Todavía no había oscurecido del todo y no se habían encendido las letras, pero el sol se estaba poniendo y, de un momento a otro, su sistema de descenso se iba a iluminar como el escenario de la noche de la entrega de los Oscars.

Y abajo, Palacín, tan sonriente y tranquilo como siempre. Esperando verla caer para ponerse su próxima medalla. Qué cabrón. «Y se juega la vida siempre en causas perdidas», cantaba Robe de Extremoduro. Ay, queme mato, es que me voy a matar.

Agarrada ya a la O, la minifalda de su vestido más negro y más sexy se le había subido hasta la cintura y el tanga, diminuto como un tirachinas, le dejaba el culo al aire, para goce y regocijo del inspector Palacín que la esperaba en la acera.

Para cuando se ponía sobre el travesaño de la T y procedía a descolgarse por su columna, los Maumau ya habían abierto el portamaletas del Cayanne y contemplaban los cuatro paquetes de heroína. Justo en ese momento empezaban a preguntarse dónde estaba el conductor del coche y miraban alrededor recelando y dirigiendo susmanos hacia las fundas sobaqueras, cuando hicieron su aparición los compañeros policías de Palacín, con cascos, chalecos salvavidas y gritos feroces.

—¡Quietos! ¡Al suelo! ¡Todos al suelo!

Y el estruendo y la luz cenital del helicóptero sobre sus cabezas. Sonia había llegado al travesaño superior de la letra E y temblaba, angustiada, agotada, ennegrecida por el polvo que acumulaba el letrero y gimoteaba más para sus afueras que para sus adentros: «Me van a ver, me van a ver, me van a ver».

Se descolgó por la E como por una escala mientras maldecía por enésima vez la brillante idea que tuvo un año atrás, cuando se anunció como detective privada en el lado oscuro de Internet. Como no era profesional y no tenía la carrera ni el título, pensó que tal vez en esa tierra de nadie podría ganarse unos euros con facilidad. ¿Esperaba que los clientes que iba a obtener ahí serían papás en busca de sus hijos adolescentes o maridos engañados? En todo caso, si alguna vez lo fueron, ni los papás ni los maridos engañados que navegaban por la deep web o por la dark web eran papás ni maridos normales. La gente normal no busca detectives en el lado oscuro de la red.

Parecía estar adquiriendo práctica, o tal vez fuera la rabia producida por la situación᷄ que estaba viviendo, el caso es que ya le resultó más fácil pasar de la E a la L. Estaba sucia, agotada, asqueada y harta. En aquel año de lado oscuro de internet, había tenido que acostarse con narcos dos groseros y guarros, la habían detenido dos veces, la habían convertido en confidente contra su voluntad y una gitana cargada de oro la había abofeteado en plena Gran Vía madrileña. La madre que los parió.

De la L se veía obligada a saltar a la marquesina que había sobre la puerta de acceso al hotel, y, de pronto, le pareció una altura inmensa, insalvable, de matarse.

Una de las veces que detuvieron a Sonia, por alguna razón se metió por medio Cristina, la madre de Pau. Se encontraron cuando Sonia salía de pasar una noche en el calabozo, liberada por el juez sin fianza, y se encontró con Pau y su santa madre, elegantísima de traje de chaqueta azul y collar de perlas, metiéndole bronca por tarambana y golfa, y a su hijo Pau por estar conviviendo con ella. No era un buen recuerdo.

—Mire, señora, váyase usted a la mierda.

Desde aquel día, a Cristina Cubells se le había metido en la cabeza que tenía que buscarle un piso a su hijito del alma para separarlo de aquella bruja delincuente.

Saltó a la marquesina. Solo en el último instante se le ocurrió pensar que podía ceder bajo su peso y provocar una catástrofe. Pero no fue así. Hizo mucho ruido pero aguantó e incluso amortiguó el golpe.

Palacín corrió a ayudarla.

—¡Aquí estoy! ¡Ahora, descuélgate, descuélgate, que ya es fácil!

Descendió primero las piernas hasta que colgaron y el policía, desde abajo, pudo darle un punto de apoyo. Luego, se dejó caer despacio hasta quedar colgada de las axilas y los brazos y, al fin, de un brazo, y de otro y, mientras tanto, Palacín le metió mano por todas partes sin ningún recato.

Una vez en la acera, Sonia era lo más parecido a aquella puta por rastrojo de que hablaban los antiguos.

—¿Y ahora quién me paga? —preguntó, sin aliento.

—De la policía no vas a sacar ni un euro —le contestó el joven, atlético, sonriente y seductor inspector Palacín de la Unidad Central de Droga y Crimen Organizado—. Ni lo pienses. Esto no tiene que saberlo nadie.

Ella miraba a derecha e izquierda, como buscando una escapatoria.De lo alto, les llegaba todavía el ruido del motor del helicóptero.

—A mí me contrataron los Maumau —murmuró Palacín se echó a reír, muy inoportuno e impropio. No era momento para risas.

—Sí, pues sube a darles la facture…

Sonia aflojó los músculos de los hombros. Se encorvó un poco, desalentada, vencida.

—¿Me prestas veinte euros para volver a mi casa?

—¿Y una mamadita? —sugirió el policía, siempre juguetón.

—Nunca a cambio de dinero —trató de endurecerse de nuevo, aunque no convencía a nadie—. Y no estoy ahora para mamaditas.

El inspector Palacín se conformó. Le tendió un billete azul.

—Bueno, está bien. Me debes una.

Si le hubiera quedado un poco de fuerza, le habría pegado un puñetazo.

—¿Que te debo una? ¡Yo te he hecho el favor a ti!

—Me debes una —insistió él.

Ella echó a caminar hacia calles más transitadas, en busca de un taxi y, como sabía que él estaba contemplando su lindo culito, le mostró el dedo medio con ganas de hacerle daño.

2

Día Primero

 

Sonia Ruiz hacía lo posible para que el salón comedor de su casa pareciera el despacho de un detective, pero continuaba pareciendo un comedor disfrazado y, de rebote, ella parecía un ama de casa que jugaba a lo que no era. Cuando te sientas a una mesa de comedor para hacer negocios, estás en un comedor y no en un despacho.

A la nueva clienta no pareció que aquello la molestara ni le influyera lo más mínimo. Ni siquiera parecía haberse fijado en nada, ni en los muebles, ni en la casa, ni en el aspecto de Sonia. Era una mujer que justo había abandonado la belleza de la juventud y parecía que no llevaba muy bien. Pechugona, altiva, obesa, de mandíbula prominente y puntiaguda y mirada severa, con una indumentaria cursi hasta la alergia, entró contoneándose, se sentó y dijo que la enviaba el detective Méndez. Ella le había pedido que se ocupara de su caso una mujer y él le había recomendado que hablara con Sonia.

Se llamaba Diana Martínez. Y tenía bajo el ojo izquierdo los restos de un hematoma de intenso color morado. Le faltaba uno de los incisivos. Puso una fotografía sobre la mesa y dijo:

—Este es mi marido, se llama Guillermo Corvado y me la pega con una mamarracha. —Estaba enfurecida. Si alguna vez tuvo lágrimas, se le habían terminado las existencias—. Quiero que lo descubra y que los fotografíe cuando estén haciéndolo.

El marido, en la foto, era una especie de cromañón embrutecido. Cara redonda, cejas espesas e hirsutas, mirada salvaje, mueca de asco. Un aspecto sumamente peligroso. Se entendía que Méndez no hubiera querido saber nada de él.

—Además de engañarla con otro, ¿su marido la pega?

—Eso no tiene nada que ver. No estoy aquí por eso.

—Pero la pega.

—Sí.

—¿Y ha acudido usted a la policía?

—No, porque mi marido tiene muchos contactos y puede ser muy peligroso.

A Sonia no le apetecía nada ir corriendo detrás de aquel energúmeno peligroso y bien relacionado para sacarle unas instantáneas mientras retozaba con su amante.

—¿Qué piensa hacer usted con las fotografías que yo le entregue?

—¿Y eso a usted qué le importa? Yo le pago para que haga usted unas fotos a mi marido mientras él esté chingando, y usted hace las fotos o no las hace si no quiere, y yo me busco otra fotógrafa y santas pascuas. Creí que usted lo entendería.

—Pues no. No lo entiendo.

—Así, ¿qué hago? ¿Me voy?

—No, no se vaya.

Mierda de vida.

3

La amante se llamaba Jénifer y vivía en el cuarto piso de un edificio de obra vista de la calle de Urgel, en el barrio de San Isidro.

Sonia pensó que era muy difícil retratar a unos amantes que se encontraban en un cuarto piso. No se le ocurría cómo iba a entrar y hacerles fotos artísticas mientras ellos copulaban tranquilamente.

Deambuló por el barrio hasta dar con un restaurante bastante aparente y nuevo en la calle del Toboso. Se llamaba Chombayne y se anunciaba con una caricatura muy graciosa que mostraba a un John Wayne arrugado como un acordeón. Entró para tomar un café y lo estuvo estudiando como si pensara en comprarlo, echar abajo todos los tabiques y reformar su estructura por completo. Además de la sala amplia que constituía el comedor principal, tenía al fondo unos reservados para cuatro o seis personas donde se podían mantener conversaciones discretas y, en la parte alta, un altillo que apenas admitía un par de mesas.

A media mañana, el restaurante funcionaba a medio gas. Una mujer tan atractiva como activa estaba prepa rando las mesas para el mediodía con movimientos mecánicos y eficientes. El mantel y servilletas de papel, los cubiertos, los platos, las copas, los vasos, las florecitas de plástico en el centro. Vuelta a empezar. Cuando estaba cerca, Sonia le preguntó con su actitud más amable:

—¿Conoces a Jénifer?

Doña Chombayne, por así llamarla, tendría unos cuarenta años y era dinámica, vital, emprendedora, inagotable, con unos ojos redondos y saltones de mirada acuciante. Su actitud era como un berrido imperioso: «Dime qué quieres de mí, dímelo ya, y haré tus sueños realidad y, si no tienes nada que pedirme, escúchame porque yo sí que te necesito como cliente de mi negocio». Sonia adivinó que acababa de abrir el restaurante, que había invertido en él todos sus ahorros, que la cosa no arrancaba tan de prisa como había previsto y que estaba dispuesta a cualquier cosa para triunfar.

No, no conocía a Jénifer y eso la ponía al borde de una desesperación suicida. Temía que su desconocimiento le hiciera perder un cliente y precipitara el Chombayne a la ruina.

—No, no, no sé, no, no, no la conozco, lo siento.

—Es del barrio.

—Conocemos a poca gente —se excusó al borde del llanto—. Hace poco que estamos en el barrio.

Sonia mantenía su sonrisa más calmante. Para ella, era imprescindible que no conociera a Jénifer.

—Sí, ya he visto que es un restaurante muy nuevo.

—Sí.

—Y muy bonito.

—Gracias.

—Supongo que te interesará promocionarlo.

—Claro. Muchísimo.

—Porque yo trabajo para una agencia de publicidad y necesito un restaurante para un experimento social muy importante. Una especie de concurso. Estaba pensando que este local nos iría muy bien. Una cena por todo lo alto, con buen marisco, buen vino, postres de lujo... ¿cuánto puede costar aquí?

La muchacha dudó un buen rato, porque a la hora de decir precios siempre existe el miedo de quedarse corto, y más habiendo una agencia de publicidad por medio.

Al fin dijo cautelosamente que una cena de aquellas características podía salir por unos, teniendo en cuenta el barrio y que era un experimento, por unos, más o menos, y tendría que consultarlo con su marido, digamos que unos cien euros.

Sonia puso cara de inmenso interés.

—O sea dedujo—, para una pareja nos pondríamos en los doscientos euros.

La propietaria del restaurante pensó que se había quedado corta.

—Bueno, pero tengo que hablarlo con mi marido.

—No, no. Mira: mi oferta, en principio, sería de quinientos euros. Para la cena, lo que haga falta y el resto para vosotros, para compensar las molestias. Porque no se trata solo de la cena que regalaremos a unos vecinos del barrio sino que, para completar el experimento, tendríais que facilitarnos las cosas. Si no te molesta sentarte conmigo unos minutos, te lo voy a contar...

No había mucha clientela, así que la propietaria del Chombayne se sentó a la mesa de Sonia encantada.

Antes de empezar a negociar con ella, aquella mirada hipnótica de ojos redondos intimidaba un poco, pero Sonia enseguida se dio cuenta de que iban a llegar a un acuerdo.

La mujer le sirvió un café con leche, se abrió un botellín de Mahou para consumo propio y se sentó a su mesa. Era muy inteligente. A la segunda cerveza, doña Chombayne lo estaba entendiendo todo y pronunciaba las palabras publicidad y concurso con sonsonete de sarcasmo. Así que Sonia soltó la risa, se quitó la careta, confesó su embuste y pasó a hablar de un hombre repugnante que se merecía el peor de los castigos. Adúltero, ladrón y maltratador de su esposa. Sonia era la detective privada encargada de tenderle una trampa y había elegido aquel restaurante como el lugar de los hechos ideal.

De regreso a su casa, Sonia tuvo que reconocer ante sí misma que aquel caso no le iba a compensar ninguna de las molestias que se tomara. Había sido demasiado generosa. Aquella cena le iba a costar la mitad de lo que le había dado Diana Martínez como adelanto. Si lograba cumplir su misión (en caso de que lo consiguiera, que tampoco era seguro), le quedaría como beneficio una suma miserable.

Se enfadó. Se sentía atrapada en un cepo. No sabía qué podía hacer para salir de la miseria. No veía futuro. Ni siquiera veía ese horizonte inalcanzable del que hablaba no sé quién. Era el futuro en un día de niebla.

Un día de niebla tan espesa que andaba tropezando con los bordillos de las aceras y dándose con las farolas en los morros.

4

Esa misma noche, su joven amigo Pau estaba participando en una operación de los servicios secretos.

En realidad, encerrado en una furgoneta negra de cristales tintados, era el último mono de una operación sin importancia ni peligro.

Lo habían captado un año atrás, como experto informático, para que colaborase en un proyecto internacional con el gobierno de Panamá. Se trataba de crear el sistema informático más seguro del mundo para proteger el tránsito por el canal. Estuvo entusiasmado durante casi un día entero. Luego, un hijoputa lo atracó, le pegó un porrazo en el aparcamiento del Pardo y se llevó todo su dinero. Y, de una manera u otra, eso trascendió y la superioridad del CNI decidió que tenía que madurar un poco antes de que pudiera hacerse cargo de una misión de tanta importancia. Un veterano del Centro tenía ganas de viajar a conocer Panamá y le quitó el sitio.

Entretanto, le dijeron que tenía que curtirse y lo destinaron a la Oficina Nacional de Seguridad (ONS), bajo las órdenes del coronel Mariano Cardenal, que lo envió a la unidad de Verdugo, en la calle Mataelpino.

Esta unidad estaba ubicada en un piso de tres habitaciones donde cada día se reunían bajo las órdenes del veterano Verdugo tres agentes y una secretaria muy joven, dentuda, cordial y eficiente que se llamaba Peña, en realidad Peña de Francia, Peña de Francia Obaga Medellín porque era de Ciudad Rodrigo, provincia de Salamanca.

Florián Verdugo en realidad se llamaba Manolo Panalto. Él quería que todos lo llamaran Verdugo, pero sus agentes lo llamaban el Abuelo o Chusquero.