El libro de la almohada - Sei Shônagon - E-Book

El libro de la almohada E-Book

Sei Shonagon

0,0

Beschreibung

El libro de la almohada es el diario de una cortesana del Japón del siglo X. Inteligente, cultivada, un poco cínica, ella nos habla además de nuestras emociones presentes. La autora de El libro de la almohada, Sei Shônagon, aparece como la mujer que demuestra su superioridad intelectual ante cualquiera que se le aventurara en una conversación, dentro del marco de una sociedad donde hombres y mujeres compartían cierta camaradería. La literatura japonesa tiene la particularidad de que las obras maestras iniciales de su narrativa están escritas por mujeres: El libro de la almohada, de Sei Shônagon y el Romance de Genji, de Murasaki Shikibu, fueron escritos entre fines del primer milenio de nuestra era y comienzos del segundo. Dueñas de un nuevo sistema de expresión, las mujeres fueron las protagonistas de la literatura, porque lo literario circulaba en ámbitos predominantemente femeninos, con exclusivas audiencias que gustaban de los diarios y las memorias, del intercambio de poemas y los acertijos literarios.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 430

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice
Portadilla
Legales
Nota del Editor
Prólogo
El Libro de la Almohada
Acerca de este libro
Acerca de la autora
Otros títulos

Shônagon, Sei

El Libro de la Almohada / Sei Shônagon

1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires:

Adriana Hidalgo editora, 2023

Libro digital, EPUB - (Literatura_novela)

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Amalia Sato

ISBN 978-987-8969-45-9

1. Narrativa japonesa. 2. Crónicas. I. Sato, Amalia, trad. II. Título.

CDD 895.6

Literatura_novela

Título original: Makura no Sōshi

Traducción: Amalia Sato

Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino

Dibujos: Lola Goldstein

Retrato de la autora: Gabriel Altamirano

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2023

www.adrianahidalgo.es

www.adrianahidalgo.com

ISBN: 978-987-8969-45-9

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Disponible en papel

Nota del Editor

El manuscrito original de Sei Shônagon desapareció antes del fin de la era Heian. Durante siglos los copistas y eruditos modificaron las versiones, suprimiendo, glosando, añadiendo o reordenando los fragmentos. Hasta el siglo XVII no existieron versiones de imprenta. Cuatro son las tradiciones textuales aceptadas: la versión Maedabon (mediados del siglo XIII), Sankanbon (1475), Sakaibon (1570) y Shunsho Shôhon (1674). La traducción de Ivan Morris al inglés está basada en las versiones Shunsho Shôhon (según la edición de 1927 de Kaneko Motoomi) y Sankanbon (en edición de 1953 de Ikeda Kikan y Kishigami Shinji).

Para la presente edición, primera traducción completa al español, se ha consultado la versión de Morris y la edición de Makura no Soshi (El Libro de la Almohada), en traducción al japonés moderno de Matsuo Satoshi y Nagai Kazuko, de Editorial Shogakukan, colección Nihon Koten Bungaku Zenshû.

Prólogo

Con posterioridad a los siglos VII y VIII, caracterizados por los préstamos culturales chinos, y luego de la última misión oficial al continente en el año 838, se inicia en Japón el período Heian (794-1185), recordado por su esplendor y considerado unánimemente como la época clásica de la literatura japonesa. La capital recibió el nombre de Heian-zô –literalmente “ciudad de la paz y la tranquilidad”–, y su planta cuadrada copiaba la de la capital de la dinastía china Tang. El ideal estético de los nobles será el furyû (cuya remisión etimológica nos lleva al término chino feng-lin), que ya aparecía en la poesía Tang combinando dosis adecuadas de alcohol, lirismo y mujeres, y cuyo representante más conocido fue el famoso poeta chino Po Chü-i (772-846), de la dinastía Tang media. Se trataba de una concepción hedonista y epicúrea de longevidad y salud, con mujeres de larga cabellera y seres carnosos de rozagantes mejillas. Una teoría para la vida pública, otra para la vida privada, según conviniera: confuciano frente a los otros y taoísta para los íntimos fue una de las normas de los nobles de Heian.

El esplendor cultural se produjo en la década de 990, cuando Fujiwara no Michinaga (966-1028) inició su prolongado dominio en la Corte y las consortes del emperador Ichijô (986-1011) formaron grupos rivales de talentosas damas. Heian fue también el momento de desarrollo de la escritura fonética –surgida de la evolución del ideograma chino–, gracias a la cual el centro de gravedad literario se desplazó de los hombres a las mujeres y de la poesía y prosa en chino al verso, la ficción y los diarios en escritura hiragana japonesa. Las mujeres intervinieron en el desarrollo de esta escritura fonética y la emplearon con exclusividad (por estarles vedado el estudio exhaustivo del chino). Si sobrevivió y se articuló con el ideograma se debió en gran parte al hecho de haber sido compartida con los hombres. Así, el intercambio epistolar –actividad incesante entre los amantes, donde era apreciada no sólo la retórica y el estilo, sino la caligrafía, el papel, sus dobleces, la presentación y la gradación de la tinta (sumi-zuki)– fue el principal sostén de los silabarios. De modo que el tono de la primera antología poética imperial, Manyôshu, cedió en los siglos siguientes ante una sensibilidad común a hombres y mujeres.

Con el hiragana, esfumada la alteridad de la escritura respecto de la lengua hablada, la escritura china puede mimetizarse en sonidos. Estadio anterior en la evolución hacia el fonetismo, con el manyogana caligrafiado (préstamo jeroglífico de un caligrama homofónico) y sus juegos malabares de pincel, ya se pudo emplear el silabario para partículas expresivas. El hiragana, escrito con la suelta caligrafía soshô de líneas suaves, se adecuaba a las sutilezas psicológicas, rompiendo con partículas la rigidez del cuadrado ideograma. Las pinceladas ilegibles, de sutilezas filiformes (rementai, el estilo caligráfico donde abundaban), dejaban abierta la interpretación de tiempos, plurales, géneros.

Dueñas de un nuevo sistema de expresión, las mujeres se convirtieron en las verdaderas protagonistas de la literatura. El resultado lo constituyen dos extraordinarias obras en prosa: la primera novela japonesa, Genji Monogatari(Romance de Genji), cuya autora es Murasaki Shikibu, y Makura no Sôshi (El Libro de la Almohada) de Sei Shônagon. Ambas escritoras son las figuras más destacadas de un gineceo literario que no habría de repetirse. Corresponde entonces rectificar el epíteto de milenaria que suele aplicarse a la cultura japonesa: no es milenaria sino tardía en lo que se refiere a una literatura propia (su primera antología poética data del siglo VIII), y de un carácter muy peculiar, ya que las obras maestras iniciales de su narrativa están escritas por mujeres.

La literatura de Heian circulaba en ámbitos predominantemente femeninos, con un público que gustaba de los diarios y memorias, del intercambio de poemas y los acertijos literarios. Se trataba de una sociedad con gustos muy especiales y refinados: la combinación de aromas de incienso era marca de identidad, y la admiración por el cabello largo embadurnado como laca, partido al medio y cayendo hasta el suelo, convertía la ceremonia de tonsura en un acto de duelo. La combinación de colores en los ropajes –bordados en las mangas, ruedos y escotes– caracterizaba las doce capas de trajes de seda que obligaban a las mujeres de la Corte a gestos contenidos y actitudes hieráticas.

Las damas tenían habitaciones individuales, pero también es cierto que padecían largas horas de soledad, ensimismamiento e inacción. Así, expresiones como “fijar la mirada en el espacio” (tzukuzuku to nagamesasetamau), “horas de ocio” (tsurezure), “sufrir por el tiempo vacío” (tsurezure ni kurushinu) o “librarse de las horas muertas” (tsurezure o nagusamu) eran habituales.

El sustento filosófico de las mujeres aristócratas eran nuevas formas del budismo, cuyas sectas principales eran la Shingon –liderada por Kûkai (774-835), con sede en el monte Kôya–; la Tendai –establecida por Saichô (767-822), que dominaba desde el monte Hiei–, y el budismo de la Tierra Pura, que predicaba los horrores del infierno y las delicias del paraíso de Amida. Privaba una iconografía religiosa de mandalas y deidades de colores violentos, los paisajes de estación y los biombos decorados de palacios o mansiones. El mundo vegetal, con su carácter efímero y cambiante, era motivo de contemplación y meditación. Si la flor emblemática de la antología imperial Manyô, del siglo VIII, había sido el ciruelo, que permanece en la planta durante meses, los árboles elegidos por Heian son el cerezo y el arce rojo como representaciones del paso del tiempo, una de las obsesiones femeninas. Los procesos de transmigración o transmutación, sintetizados en los conceptos budistas de nacimiento, vejez, enfermedad y muerte (shô, rô, byô y shi), se conjugaban con los procesos naturales. Por eso el invierno y la nieve eran importantes, ya que ilustraban muy bien la noción de evanescencia que el budismo esotérico predicaba en esos tiempos de la era Mappô, que se creían los últimos de la Ley. Pero el libro de Shônagon comienza invocando a la primavera y sus largas noches.

Muy poco se sabe de la autora de El Libro de la Almohada. Se la conoce como Sei Shônagon, que en realidad es el apodo que usó durante su servicio en la Corte a lo largo de la década de 990. Sei es la lectura china del primer ideograma de su apellido, Kiyohara. Shônagon designa su cargo en la Corte: ayudante de menor rango de la emperatriz Sadako (976-1001). Sin absoluta certeza, se dice que nació en 966 y que era hija de Motosuke, estudioso y poeta de cierta reputación. Se da por seguro que sirvió a la Emperatriz hasta la muerte de esta, pero las noticias posteriores son sólo conjeturas: que continuó atendiendo a la hija de Sadako, Shûshi (997-1049), o a su prima Akiko. Casi todas las versiones coinciden en que murió anciana y en la pobreza.

Una anécdota cuenta que pasó un período de reclusión y abstinencia (monoimi), alejada de la Corte, como castigo por utilizar una expresión poco feliz. Dicen que la expresión que ofendió a la Emperatriz fue kurashinikanekeru, “haber sido difícil de soportar”. Cuando regresó, algunas damas la criticaron porque consideraron que “presuntuosamente había creído en las palabras nostálgicas con que la Emperatriz se había referido a ella”.

La tradición la ubicó como la rival literaria y política de Murasaki Shikibu, aunque se debe aclarar que servían a emperatrices diferentes. Como prueba de esa rivalidad, se esgrime una cita del diario de Murasaki: “Sei Shônagon, por ejemplo, es terriblemente engreída. Se juzga tan aguda, que hasta esparce en sus escritos caracteres chinos, pero si uno los examina con atención, dejan mucho que desear. Alguien que hace un esfuerzo tal para diferenciarse de los otros está condenado a perder la estima de la gente, y sólo puede augurársele un futuro infausto. Sin duda es una mujer dotada. Sin embargo, si una da rienda suelta a sus emociones en las circunstancias menos apropiadas, si prueba cada cosa interesante que se le presenta, las personas la considerarán frívola. ¿Y cómo podría una mujer así resolver bien las cosas?”.

Los estudiosos sajones se refieren a su espíritu como dotado de ingenio (wit). Sei Shônagon aparece como la mujer que demuestra su superioridad intelectual ante cualquiera que compita con ella en una conversación, dentro del marco de una sociedad donde hombres y mujeres parecían compartir cierta camaradería de iguales. Una mujer de mundo entonces, inteligente, cultivada, algo cínica y tratando de imponer siempre sus gustos y predilecciones.

Muchas son las interpretaciones del título del libro. Para algunos tal vez sea la ocurrencia de un copista que se inspiró en el epílogo. Se plantean también especulaciones metafóricas: ¿se trata literalmente de una pila de papeles, o de lo que en inglés se denomina bedside book y en francés livre de chevet, o sea, un cuaderno de notas oculto en un lugar privado, quizás escondido en uno de los cajones de la almohada de madera en la que las damas apoyaban la cabeza? Las notas, ¿son esquisses d’oreiller, es decir, apuntes nocturnos o matutinos? Otros arriesgan que si utamakura (literalmente: poemas almohada) designa a los manuales que contenían las reglas esenciales de la composición literaria, referencias de lugares y objetos reales o soñados incluidos en poemas famosos, etc., podría suponerse una intención canónica que haría de las listas elaboradas por Sei Shônagon un thesaurus de consulta para futuros escritores.

El último fragmento, interpretado como un epílogo (batsubun), fue objeto especial de análisis. Algunos –para desilusión de los admiradores de Sei– sostienen que se trata de un agregado posterior y ajeno, escrito con la intención de ordenar los textos dispersos. Los eruditos se basan para ello en que la narradora, al decir en este fragmento que escribe para su diversión, emplea el adjetivo tawabureni, en tanto que el que aparece repetido 466 veces entre otros 3 660 del texto es el adjetivo okashi. Tampoco falta la interpretación autobiográfica: Sei habría escrito el epílogo a los 37 años (los 36 de Occidente) –edad ominosa para las mujeres, cuando muchas se hacían monjas– y el tono melancólico se debería a esta conciencia de fin de una etapa.

El adjetivo okashi (divertido) es utilizado por Sei en sus 466 entradas para aludir a reacciones de placer y diversión, ya que mientras en la vida cotidiana del pueblo significaba “cómico”, entre los nobles abarcaba un espectro mayor que incluía lo alegre, lo sorprendente, lo ingenioso, el humor refinado. Derivado del obsoleto verbo oku (invitar, hacer señas), se opone a aware (pathos de las cosas, el “ah” melancólico ante lo bello y fugaz), que caracteriza a la novela Genji Monogatari, de Murasaki Shikibu. La emoción melancólica se contrapone a la observación de escenas de Sei Shônagon.

Una de las curiosidades del libro son las listas, usadas también en otros géneros como las canciones, los textos litúrgicos o los recitados teatrales. Estos catálogos poéticos han sido objeto de diversos estudios. Durante el período Edo (1600-1867) estas enumeraciones recibieron el nombre de monozukushi (del verbo tsukusu, ser exhaustivo) y eran usuales en las novelas.

Pero hay que destacar que Sei Shônagon fue la pionera de un género propio de la literatura japonesa, que aún está vigente en la actualidad: zuihitsu, el ensayo fugaz y digresivo, literalmente “al correr del pincel”, farragolibelli sobre emociones, observaciones, apuntes autobiográficos o poemas, carente de una orientación predeterminada; una dispersión del sujeto en fragmentos. Algo tan típicamente japonés como la literatura de los diarios (nikki bungaku).

Objetado por carecer de visión histórica y por su aceptación del presente, el zuihitsu de Sei Shônagon es reconocido por quienes valoran el intenso juego de la moda. Las otras dos obras maestras del género pertenecen al siguiente período histórico, Kamakura (1185-1333), y son: Hojôki (1212), de Kamo no Chômei (1156-1216), y Tsurezuregusa (Reflexiones de un ocioso, 1330) de Yoshida Kenkô (1283-1352). En ellas la nueva figura literaria (después de la breve guerra civil de Hôgen en 1156, que dio nuevo prestigio y autoridad política a la clase guerrera a expensas de la Corte) es el monje ermitaño que, contemplando el mundo a la distancia, medita sobre la fugacidad de las cosas. Yoshida Kenkô escribe en Tsurezuregusa: “Qué extraños y delirantes sentimientos me invaden cuando advierto que he pasado días enteros frente a mi piedra de tinta, sin nada mejor que hacer (tsuzurezure naru mama ni), volcando sin orden todos los pensamientos sin sentido que salían de mi cabeza”. Una versión torturada del irónico epílogo de Shônagon.

En cuanto a la difusión de El Libro de la Almohada en Occidente, se han hecho ediciones en inglés y en francés. En 1928 Arthur Waley tradujo, con el título The Pillow Book of Sei Shônagon, para la editorial George Allen & Unwin, fragmentos que representaban la cuarta parte del libro. En 1934, en traducción de André Beaujard, la editorial Maisonneuve publicó Les notes de chevet de Sei Shônagon. La primera traducción completa al inglés fue realizada por Ivan Morris (1925-1976), un estudioso nacido en Londres, graduado en la universidad de Harvard en lengua y cultura japonesas. Morris, que trabajó para la BBC y la Oficina de Asuntos Extranjeros, también se desempeñó en la Universidad de Columbia entre 1960 y 1973, ejerciendo el cargo de profesor titular del Departamento de Lengua y Cultura Asiáticas de 1966 a 1969.

La presente edición es la primera traducción al español.

Amalia Sato

1. En primavera, el amanecer

En primavera, el amanecer. Cuando al insinuarse la luz sobre las colinas, los contornos se tiñen de un pálido rojo y purpúreos jirones de nubes flotan sobre las cimas.

En verano, las noches. No sólo las de luna brillante sino también las oscuras, cuando las luciérnagas revolotean, y aun las de lluvia, tan bellas.

En otoño, el atardecer. Cuando el sol resplandeciente se hunde cerca de la ladera de las colinas y los cuervos cruzan el cielo en grupos de tres o cuatro o de a dos, de vuelta a sus nidos; o las garzas en bandada se dispersan en el cielo distante. Cuando se oculta el sol, el corazón se conmueve con el sonido del viento y el zumbido de los insectos.

En invierno, las mañanas. Por cierto bellas cuando ha caído nieve durante la noche, pero espléndidas también cuando el suelo está blanco por la escarcha; y, cuando no hay nieve ni escarcha y sólo hace mucho frío y las criadas corren de una habitación a otra atizando el fuego y cargando carbón, ¡qué bien se corresponde la escena con la índole de la estación! Pero al mediodía nadie se molesta por mantener los braseros encendidos y pronto sólo hay pilas de ceniza blanca.

2. Especialmente delicioso es el primer día

Especialmente delicioso es el primer día de enero, mes en que la bruma tan a menudo oculta el cielo. Se presta atención a la apariencia y se pone un cuidado especial en el vestir. Da placer ver cómo todos ofrecen sus respetos al Emperador y celebran su propio nuevo año.

También disfruto del séptimo día, cuando la gente arranca las primeras hierbas [1] que han germinado bajo la nieve. Me divierte su excitación al encontrarlas cerca del Palacio, un sitio donde jamás habrían esperado hallarlas.

Este día, los nobles que no residen en el Palacio, con el propósito de admirar los caballos azules, llegan en sus carruajes magníficamente decorados. [2] Cuando estos son arrastrados al pasar sobre los maderos del portón central, las cabezas de las pasajeras se entrechocan por el traqueteo: las peinetas se caen y hasta se quiebran si sus dueñas no toman cuidado. Encuentro encantadora la manera como se ríen cuando esto ocurre.

Recuerdo una ocasión en que visité el Palacio para ver el desfile de los caballos. Algunos viejos cortesanos estaban de pie delante del Cuartel de la División Izquierda. Habían pedido los arcos a sus acompañantes, y muertos de risa disparaban sobre los caballos, obligándolos a corcovear. A través de una de las entradas del vallado vi el seto del jardín, y cerca de él a unas cuantas damas, muchas de ellas asignadas al servicio de los jardines, que iban de aquí para allá. Qué mujeres afortunadas, pensé, estas que pueden caminar cerca del noveno cercado como si hubieran pasado allí toda su vida. En ese preciso momento, los acompañantes pasaron muy cerca de mi carruaje –extrañamente cerca, en efecto, considerando la vastedad de los parques del Palacio– y vi la textura de sus rostros. No todos estaban apropiadamente empolvados, y en algunas zonas de la cara la piel se veía muy desagradable, como negros fragmentos de tierra en un jardín donde la nieve ha comenzado a derretirse. Cuando los caballos del desfile se encabritaron, me acurruqué dentro de mi coche y pronto comprendí lo que sucedía.

El octavo día hay una gran agitación, pues todos corren a expresar su gratitud, y el estruendo de los carros es más potente que nunca. Algo fascinante.

El decimoquinto día tiene lugar el Festival de las Gachas de la Luna Llena, y un tazón es presentado a Su Majestad el Emperador. Todas las mujeres de la casa llevan cuidadosamente ocultos palillos, y es divertido verlas deambular mientras esperan la oportunidad de golpear a sus compañeras. [3] Cada una se cuida y mira permanentemente sobre su hombro para que ninguna se le acerque a hurtadillas. Sin embargo, las precauciones son inútiles, y pronto alguna obtiene ventaja con un golpe y ríe complacida. Todos encuentran esto delicioso, exceptuando por supuesto a la víctima, que se siente incómoda.

En cierta casa, un joven caballero casado el año anterior con una de las muchachas de la familia ha pasado la noche con ella y esta mañana del día quince está a punto de partir hacia Palacio. En la casa hay una mujer que acostumbra tratar despóticamente a todos. En esta ocasión está de pie en el fondo de la estancia, aguardando impaciente una oportunidad para golpear al hombre con sus palillos, cuando este se vaya. Otra se da cuenta de sus intenciones y rompe a reír. La de los palillos le indica que se quede tranquila. Por suerte el caballero no se percata de lo que se trama y se pone de pie despreocupado. “Tengo que tomar algo por allí”, dice la mujer del palillo, acercándose a él. Repentinamente se lanza hacia adelante y lo golpea con fuerza, tras lo cual huye. Todos los presentes ríen a carcajadas, y hasta el joven sonríe complacido, sin molestarse en lo más mínimo. No se ha sobresaltado, pero está un poco sonrojado, lo cual es encantador.

A veces, cuando las mujeres están dándose golpecitos unas a otras, los hombres se asocian al juego. Lo curioso es que la mujer que ha sido tocada muchas veces se enoja y llora, y más tarde recrimina a su atacante y dice las cosas más horribles sobre él –cosa por demás ridícula–. Incluso en el Palacio, donde la atmósfera es generalmente solemne, todo es confusión este día y nadie cumple el ceremonial.

Observar lo que sucede durante el período de nombramientos es también fascinante. Por nevoso y helado que esté el tiempo, los candidatos del Cuarto y Quinto Rango llegan a Palacio con sus solicitudes oficiales. Los aún jóvenes y graciosos se ven llenos de confianza. Para los peticionantes de edad, que peinan canas, las posibilidades no son halagüeñas. Deberán contar con la ayuda de los influyentes de la Corte. Hay quienes incluso visitan a las cortesanas en sus habitaciones y permanecen durante largo tiempo para hacer notar sus méritos. Y si hay damas jóvenes, se muestran muy complacidos. Tan pronto como los candidatos se retiran, las mujeres los imitan y se mofan de ellos, algo que los viejos caballeros ni sospechan, pues se deslizan de una parte a otra del Palacio, implorando: “Presente mi solicitud al Emperador de un modo favorable”, o: “Ruego informe a Su Majestad sobre mi persona”. Si finalmente tienen éxito, todo esto no resulta tan lamentable, pero es patético cuando tantos esfuerzos se revelan vanos.

3. El tercer día del Tercer Mes

El tercer día del Tercer Mes me gusta ver brillar el sol en el calmo cielo de primavera. Es el momento en que los durazneros florecen y la vista es espléndida. Los sauces son también más atractivos en esta estación, con sus brotes todavía cerrados como gusanos de seda en sus capullos. Cuando se despliegan, pierden la gracia para mí; en verdad, todos los árboles pierden su encanto cuando los pimpollos se abren.

Un gran placer es cortar una larga rama bellamente florida de ciruelo y colocarla en un recipiente importante. Qué tarea tan deliciosa para cumplir cuando un visitante se halla sentado cerca conversando. Podría ser un huésped común, o posiblemente una de Sus Altezas, como por ejemplo los hermanos mayores de la Emperatriz, pero en cualquiera de los casos la visita vestirá una capa color ciruela, de cuya parte superior asomarán los vestidos que cubre. Más contenta me sentiría si pudiera apreciar la cara de una mariposa o un pequeño pájaro que revoloteara graciosamente cerca de las flores.

4. ¡Qué delicioso es todo!

¡Qué delicioso es todo en la época del Festival! Las hojas, que todavía no cubren los árboles muy tupidamente, se ven verdes y frescas. Durante el día no hay niebla que oculte el cielo y, al lanzar una mirada a lo alto, la belleza nos sobrepasa. Una tarde ligeramente nublada, o una noche, conmueve oír a la distancia el canto del hototogisu, [4] tan apagado que una duda de sus propios oídos.

Al aproximarse el Festival, disfruto viendo a los hombres que van y vienen con rollos de tela de un verde amarillento o de un profundo violeta envueltos flojamente en papel y colocados en cajas alargadas. En estos días del año, las telas de orlas sombreadas, o desigualmente matizadas, o que son teñidas enrolladas, se ven más atractivas que de costumbre. Las jóvenes que van a participar de la procesión tienen su cabello bien lavado y compuesto pero visten sus ropas de todos los días, que muchas veces están en un estado desastroso, arrugadas y descosidas. Excitadas corretean por la casa, ansiosas por el gran día, y con brusquedad dan órdenes a las criadas: “Acomoda los cordones de mis calzados” o “Revisa las suelas de mis sandalias”. Una vez que se han puesto sus trajes para el Festival, las mismas jovencitas, en lugar del ajetreo anterior, se vuelven extremadamente recatadas y caminan solemnemente como monjes a la cabeza de una procesión. Disfruto también viendo cómo sus madres, tías y hermanas mayores, vestidas de acuerdo con su rango, acompañan a las niñas y las ayudan a mantener sus ropas en orden.

5. Distintos modos de hablar

El lenguaje del monje.

La conversación de los hombres. La charla de las mujeres.

Las personas vulgares siempre tienden a agregar sílabas innecesarias a sus palabras.

6. Que los padres hayan criado al amado hijo

Es penoso que los padres hayan criado a un hijo y este se haga monje. Sin duda el hecho tiene su lado auspicioso, pero lamentablemente la mayoría de las personas están convencidas de que un monje es tan intrascendente como un pedazo de madera, y lo tratan en consecuencia. Un monje vive en la pobreza y su comida es magra, y no puede ni siquiera dormir sin recibir críticas. De joven es lógico que muestre curiosidad hacia todas las cosas y mire a hurtadillas a las mujeres, seguramente con un cierto dejo de aversión en su cara. ¿Qué hay de malo en ello? Sin embargo, enseguida lo desaprueban, por ínfimo que sea su desliz.

La suerte del exorcista es aún más dolorosa. En sus peregrinaciones a Mitake, Kumano y otras montañas sagradas, padece con frecuencia las mayores privaciones. Cuando la gente se entera de que sus plegarias son efectivas, lo llama para que practique sus servicios de exorcismo; cuanto más conocido se vuelve, tanto menos disfruta del descanso. Alguna vez lo requerirán para ver a un paciente gravemente enfermo y deberá emplear todos sus poderes para echar al espíritu causante del mal. Si se adormece, exhausto por los esfuerzos realizados, dirán con reproche: “Este monje no hace más que dormir”. Tales comentarios resultan tan embarazosos para el exorcista que me imagino cómo ha de sentirse.

Así eran las cosas antes, ahora los monjes llevan una vida un poco más descansada.

7. Cuando la Emperatriz se mudó

Cuando la Emperatriz se mudó a la casa del guardabosque Narimasa, la entrada este de su patio estaba conformada por una estructura de cuatro pilares, y fue por allí por donde entró el palanquín de Su Majestad. Los carruajes en los que viajábamos las otras damas de compañía y yo llegaron a la puerta norte. Como no había nadie en la casilla de guardia, decidimos entrar tal como estábamos, sin molestarnos en arreglarnos; muchas tenían su cabello en desorden a causa del viaje, pero no se preocuparon en componerlo, pues supusieron que los carruajes serían conducidos directamente hasta los corredores de la casa. Desafortunadamente, la entrada era demasiado estrecha para nuestros carruajes. Los criados extendieron para nosotros unas esteras hasta la casa y nos vimos obligadas a salir y caminar. Fue un fastidio y nos sentimos incómodas, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? Para colmo había un grupo de hombres, que incluía a cortesanos de edad y también a otros de menor rango, de pie cerca de la casilla del guardia y que nos observó del modo más irritante.

Cuando entramos y vimos a Su Majestad la Emperatriz, le conté lo que nos había sucedido. “¿Acaso no calcularon que podrían ser vistas también por quienes estaban afuera? –me dijo–. Me pregunto por qué no se han arreglado hoy.”

“Pero, Su Majestad –repliqué–, la gente ya está acostumbrada a nosotras y le habría sorprendido que de repente nos hubiéramos preocupado mucho por nuestra apariencia. De todos modos, me extraña que las entradas de una mansión como esta sean estrechas para un carruaje. Importunaré al mayordomo sobre este tema cuando lo vea.”

En ese preciso momento Narimasa llegó con una piedra para la tinta y otros elementos de escritura, que lanzó por debajo del biombo diciendo: “Le pido se los entregue a Su Majestad”.

“Bueno –dije–, se ve que eres un infeliz. ¿Por qué vives en una casa con entradas tan estrechas?”

“He levantado mi casa de acuerdo con mi condición”, replicó riéndose.

“Eso está bien –dije–, pero he oído de alguien que construyó su entrada excesivamente alta, desproporcionada con respecto del resto de la casa.”

“Qué notable –exclamó Narimasa–. Debes referirte a Yü Ting-kuo. [5] Creí que sólo los estudiosos ancianos habían oído sobre esas cosas. Y hasta yo, señora, no la habría comprendido de no haberme extraviado también por esos senderos.”

“¡Senderos! –dije–. Los tuyos dejan mucho que desear. Cuando tus criados extendieron esas esteras para nosotras, no nos dimos cuenta de lo accidentado que estaba el suelo y trastabillábamos todo el tiempo.”

“Claro, señora –dijo Narimasa–. Ha estado lloviendo, y me temo que hubiera algunos pozos. Pero dejémoslo ahí. Seguro que continuará usted haciendo otras desagradables observaciones. Prefiero retirarme antes de darle tiempo.” Y diciendo esto se fue.

“¿Qué sucedió? –preguntó la Emperatriz cuando me reuní con ella–. Narimasa se veía muy molesto.”

“Oh, no –le contesté–. Sólo le estaba contando que nuestro carruaje no pudo entrar.” Y me retiré a mi habitación.

Compartía esta habitación con varias de las jóvenes damas de compañía. Teníamos sueño y, sin prestar atención a nada, caímos dormidas enseguida. Nuestra habitación estaba en el ala este de la casa. Ignorábamos el hecho, pero lo cierto es que el cerrojo de la puerta corrediza que daba a los fondos de la antesala oeste se había perdido. Por supuesto, el dueño de la casa lo sabía y pronto se hizo presente tras deslizar la puerta.

“¿Se me permitiría entrar?”, dijo varias veces con una voz extrañamente ronca y excitada. Levanté la vista sorprendida y gracias a la luz de la lámpara que había tras la cortina pude ver a Narimasa parado detrás de la puerta que mantenía abierta. La situación me divertía. Nunca se habría atrevido a una conducta tan lasciva pero, como la Emperatriz estaba alojada en su casa, sintió evidentemente que podía hacer lo que quería. Despertando a las jóvenes que dormían cerca de mí, grité: “Miren quién está aquí. Qué visión tan desagradable”. Todas se incorporaron, y al ver a Narimasa en la puerta rompieron a reír. “¿Quién eres? –dije–. No intentes esconderte.” “Oh, no –contestó–. Es sólo que el dueño de casa tiene algo que discutir con la dama de compañía a cargo.”

“Hablaba de tu portón de entrada –dije–. No recuerdo haber mencionado ninguna puerta corrediza.”

“Claro –contestó–. Es precisamente sobre la entrada que deseaba hablar contigo. ¿Podría entrar un momentito?”

“La verdad que es desagradable –dijo una de las jóvenes–. No debemos permitirle entrar.”

“Oh, veo que hay otras jóvenes en la habitación”, dijo Narimasa. Y cerrando la puerta tras de sí, se retiró, seguido por nuestras risas.

¡Qué absurdo! Una vez que había abierto la puerta, lo lógico habría sido que avanzara de una vez, sin volvernos a pedir autorización. ¿Pues qué mujer le habría dicho: “Por favor, pasa”?

Al día siguiente le conté a la Emperatriz sobre el incidente. “No me habría imaginado algo así de Narimasa –dijo riendo–. Debe haber sido tu conversación de la otra noche lo que despertó su interés por ti. La verdad que no puedo sino sentir pena por el pobre. Has sido demasiado severa con él.”

Otro día, cuando la Emperatriz estaba impartiendo órdenes acerca de los vestidos para las niñas que esperarían al Príncipe Imperial, Narimasa preguntó: “¿Ha decidido Su Majestad sobre el color de los accesorios que han de cubrir las ropas de las niñas?”. Esto nos causó gracia, y por cierto que nadie podría criticarnos por nuestras risas. A continuación opinó Narimasa sobre el servicio de comida. “Creo que sería casi un desatino, Su Majestad, si se utilizaran los utensilios usuales. Si me permite, aconsejo el empleo de pequeñas fuentes y pequeñas bandejas.”

“Y todo servido –agregué yo– por las jovencitas con ropas acompañadas por los accesorios sugeridos.”

“Haces mal en burlarte de él como las otras –me dijo la Emperatriz más tarde–. Es un hombre muy franco, y me da lástima.” Aun esta reprimenda me resultó deliciosa.

Cierto día cuando estaba atendiendo a la Emperatriz, se acercó un mensajero y me avisó que Narimasa deseaba comunicarme algo. La Emperatriz, que alcanzó a oír, dijo: “Me pregunto qué hará esta vez para lograr convertirse nuevamente en objeto de mofa. Ve a ver qué desea”. Encantada con su observación, decidí ir yo misma y no delegarlo en una criada. “Señora –anunció Narimasa–, le conté a mi hermano, el Consejero, lo que usted había dicho sobre la entrada. Quedó sorprendido y me pidió que le arreglara un encuentro con usted en un momento adecuado para poder escuchar lo que usted tenga que decir.”

Me preguntaba si Narimasa haría alguna referencia a su visita de la otra noche y sentí que mi corazón latía con violencia, pero no dijo nada, agregando al retirarse sólo esto: “Me gustaría venir y encontrarnos con calma uno de estos días”.

“Entonces –dijo la Emperatriz al verme regresar–, ¿qué pasó?” Le conté palabra por palabra lo que Narimasa había dicho, agregando con una sonrisa: “Nunca habría imaginado ser tan importante para merecer un mensaje especial de su parte estando en servicio. Por cierto que podría haber esperado hasta que yo estuviera tranquila en mi habitación”.

“Seguramente creyó que te complacería saber la opinión de su hermano y quería comunicártela enseguida. Sabes que tiene una enorme consideración por él.” Muy divertida se veía la Emperatriz al decir esto.

8. La gata que vivía en Palacio

La gata que vivía en Palacio había sido premiada con el tocado de los nobles y la llamábamos Dama Myôbu. Era una gata preciosa, y Su Majestad el Emperador pretendía que se la tratara con el mayor cuidado.

Un día la gata andaba por los balcones y Dama Uma, la nodriza que estaba encargada de ella, le gritó: “Gata desobediente, entra de una vez”. Pero la gata no le hacía caso y se estiraba complacida dormitando al sol. Con la intención de darle un escarmiento, la nodriza llamó al perro, Okinamaro.

“Okinamaro, ¿dónde estás? –gritó–. Ven y pégale un mordiscón a Dama Myôbu.” El enloquecido Okinamaro, creyendo que la nodriza hablaba en serio, se lanzó sobre la gata que, aterrorizada, corrió en busca de refugio cruzando la cortina en el comedor imperial, donde resultó que se hallaba el Emperador. Muy sorprendido, Su Majestad alzó a la gata y la retuvo entre sus brazos. Convocó a sus servidores. Cuando Tadataka, el Canciller, apareció, Su Majestad le ordenó que Okinamaro fuera castigado y desterrado a la Isla de los Perros. Los criados empezaron a buscar al perro en medio de una gran confusión. Su Majestad además reprochó a Dama Uma. “Deberemos buscar a una nueva nodriza para nuestra gata –le dijo–. Siento que ya no puedo confiársela.” Dama Uma se inclinó, y desde entonces nunca más apareció ante el Emperador.

Los guardias imperiales pronto capturaron a Okinamaro y lo llevaron fuera de los terrenos del Palacio. ¡Pobre perro! Solía caminar tan orondo dándose aires de importancia. Tiempo antes, el tercer día del Tercer Mes, cuando el Primer Secretario lo había hecho desfilar por los jardines del Palacio, Okinamaro iba adornado con guirnaldas de hojas de sauce, pimpollos de duraznero en su cabeza y flores de ciruelo envolviendo su cuerpo. ¿Cómo podía imaginar que este sería su destino? Todas nos apenamos. “Cuando Su Majestad comía –recordó una de las damas–, Okinamaro permanecía atento y se sentaba frente a nosotras. ¡Cuánto lo extraño!”

Era ya de noche, pocos días después del castigo a Okinamaro, cuando oímos los aullidos lastimeros de un perro. ¿Cómo podía llorar tanto? Todos los otros perros se excitaron. Entonces, una mujer que servía como limpiadora de las letrinas de Palacio corrió hacia nosotras. “Es horrible. Dos de los mayordomos están azotando a un perro. Seguro que lo matan. Lo castigan por haber vuelto de su destierro. Son Tadataka y Sanefusa quienes lo están golpeando.” Por supuesto, la víctima era Okinamaro. Me sentí desolada y envié a una criada para pedirles que se detuvieran, pero justo en ese momento cesaron los aullidos. “Está muerto –me informó otra de las criadas–. Acaban de arrojar su cuerpo fuera de la cerca.”

Esa noche, mientras estábamos sentadas en el Palacio lamentando el destino de Okinamaro, entró un perro de aspecto deplorable: temblaba y su cuerpo estaba terriblemente hinchado.

“¿Será este Okinamaro? No hemos visto un perro así últimamente”, dijo una de las damas.

Lo llamamos por su nombre, pero no nos respondió. Algunas insistimos en que era Okinamaro, otras que no. “Llamen a Dama Ukon –dijo la Emperatriz al vernos discutir–. Ella tiene que saber.” La fuimos a buscar a su habitación y le dijimos que la solicitaban para un urgente asunto.

“¿Es este Okinamaro?”, le preguntó la Emperatriz, señalando al perro.

“Bueno, la verdad es que se le parece, pero no puedo creer que esta criatura repulsiva sea nuestro Okinamaro. Cuando yo lo llamaba siempre venía, agitando la cola. Pero este perro no reacciona. No, no puede ser el mismo. Y además, ¿no golpearon a Okinamaro hasta matarlo y arrojaron su cuerpo por ahí? ¿Cómo podría vivir un perro después de ser azotado por dos hombres tan robustos?” Al escuchar esto, Su Majestad la Emperatriz se entristeció.

Cuando ya era casi de noche, le ofrecimos al perro algo de comer, pero lo rechazó, y nosotras resolvimos que no podía ser Okinamaro.

A la mañana siguiente fui a servir a la Emperatriz, a la que estaban peinando y que se dedicaba a sus abluciones. Yo le sostenía el espejo, cuando el perro que habíamos visto la tarde anterior se deslizó furtivamente y se agazapó cerca de uno de los pilares. “¡Pobre Okinamaro! –exclamé–. Recibió una golpiza tan tremenda ayer. Qué triste pensar que pueda estar muerto. Me pregunto en qué cuerpo habrá reencarnado esta vez. ¡Lo que habrá sufrido!”

Entonces el perro que yacía cerca del pilar comenzó a agitarse y temblar, y hasta manaban lágrimas de sus ojos. Fue impresionante. De manera que realmente era Okinamaro. La noche anterior no había querido traicionarse a sí mismo y se había negado a responder a nuestro llamado. Estábamos inmensamente conmovidas y complacidas. “Bien, bien, Okinamaro”, dije, dejando el espejo. El perro se estiró sobre el piso y aulló quedamente, con lo cual la Emperatriz se alegró muchísimo. Todas las damas lo rodearon, y su Majestad convocó a Dama Ukon. Cuando la Emperatriz explicaba lo que había sucedido, todas hablaban y reían excitadas.

La novedad llegó a oídos del Emperador, quien también se hizo presente en la habitación de la Emperatriz. “Es curioso –dijo con una sonrisa– pensar que hasta un perro pueda tener sentimientos tan profundos.” Cuando las damas de compañía del Emperador escucharon la historia, también ellas se agruparon alrededor del perro. “Okinamaro”, lo llamamos, y esta vez el perro se levantó y rengueó por toda la habitación con su cara hinchada. “Merece que le preparen una comida especial”, dije. “Sí, ahora que nos ha revelado quién es”, dijo la Emperatriz, riendo feliz.

El Canciller, Tadataka, fue informado, y vino corriendo desde la Sala de la Gran Mesa. “¿Es cierto? Por favor, déjenme verlo.” Mandé a una criada con esta respuesta: “Me temo que después de todo no se trata del mismo perro”. Tadataka me contestó: “Diga lo que diga, tarde o temprano tendré ocasión de verlo. No podrás ocultármelo indefinidamente”.

Pronto Okinamaro recibió el perdón real y regresó a su anterior condición. Incluso hoy en día, cuando recuerdo cómo lloriqueaba y temblaba cuando respondía a nuestra simpatía, me conmueve la extraña y emotiva escena y cada vez que alguien habla de esto me dan ganas de llorar.

9. El primer día del Primer Mes

El primer día del Primer Mes y el día tres del Tercer Mes quiero que el cielo esté absolutamente despejado.

El quinto día del Quinto Mes lo prefiero nublado.

El séptimo del Séptimo Mes también ha de estar nublado, pero a la tarde ha de estar despejado, para que la luna brille y se pueda distinguir el trazado de las estrellas.

El noveno del Noveno Mes debe lloviznar desde que claree el alba. Pues así habrá un rocío pesado sobre los crisantemos y la floja seda que los cubre estará húmeda y empapada con el precioso aroma de los capullos. [6] A veces la lluvia cesa temprano a la mañana, pero el cielo continúa nublado y parece que en cualquier momento empezará nuevamente a llover. Esto también me complace en grado sumo.

10. Disfruto viendo a los oficiales

Disfruto viendo a los oficiales cuando se acercan a agradecerle al Emperador por sus nuevas designaciones. Mientras permanecen frente a Su Majestad sosteniendo sus bastones con ambas manos, las colas de sus trajes quedan extendidas por el suelo. Luego hacen una reverencia e inician los movimientos prescriptos para la ceremonia con gran animación.

11. El biombo en el fondo del Gran Salón

El biombo en el fondo del Gran Salón en el ángulo noreste del Palacio de Seiryô está decorado con pinturas que representan al mar tempestuoso y a las aterrorizantes criaturas de largos brazos y piernas que en él viven. Cuando las puertas de la habitación de la Emperatriz están abiertas, se lo puede ver muy bien. Un día, estábamos sentadas en la habitación, riéndonos de la pintura y comentando lo desagradable que nos resultaba. En la balaustrada del balcón había un enorme florero celadón, colmado de magníficas ramas de ciruelo; algunas eran tan largas que las flores alcanzaban el suelo. Al mediodía llegó el Consejero Mayor, Fujiwara no Korechika. Vestía un manto de Corte color ciruelo, que gracias al uso había perdido su rigidez, un vestido blanco que asomaba y flojos pantalones de color violeta oscuro; los diseños de un profundo rojo damasco se lucían también por debajo del manto. Como Su Majestad el Emperador se encontraba presente, Korechika se arrodilló sobre la plataforma de madera ante la puerta y le informó sobre asuntos oficiales.

Un grupo de damas estaba sentado tras el cerco de bambú. Sus casacas color ciruelo les cubrían flojamente los hombros, con sus cuellos desbocados en la espalda; vestían de color glicina, dorado y otros tonos, los cuales se veían entre los paneles a medias cerrados. El ruido de las pisadas de los criados nos indicó que se estaba por servir la cena en la Sala de Día, y ya se escuchaban los gritos que pedían paso.

El día sereno y brillante me deleitaba. Una vez que los mayordomos hubieron terminado de llevar todos los platos a la sala, vinieron a anunciar que la cena estaba servida, y Su Majestad salió por la puerta del medio. Después de acompañar al Emperador, Korechika volvió a su anterior lugar en el balcón cerca de las flores de ciruelo. La Emperatriz apartó hacia un costado la cortina y llegó hasta el umbral. El encanto de toda la escena nos sobrecogió. Fue entonces cuando Korechika, en voz baja, recitó las palabras del viejo poema:

Los días y los meses se van,

pero el Monte Mimoro permanece por siempre. [7]

Profundamente impresionada, me habría gustado que todo continuase por mil años.

Tan pronto como las damas que estaban atendiendo la Sala de Día llamaron a los caballeros en servicio para que retiraran las bandejas, Su Majestad el Emperador volvió a la habitación de la Emperatriz. Entonces él me ordenó que preparara un poco de tinta en el suzuri. [8] Deslumbrada, sentí que no podría retirar mi mirada de su luminoso semblante. A continuación plegó una hoja de papel blanco. “Me gustaría que cada una de ustedes –dijo– copiara sobre este papel el primer poema antiguo que le venga a la memoria.”

“¿Cómo me las arreglaré?”, pregunté a Korechika, que todavía se encontraba en el balcón.

“Escribe tu poema rápido –me dijo– y muéstraselo a Su Majestad. Los hombres no debemos inmiscuirnos.” Tras ordenar a un asistente que tomara el suzuri del Emperador y se lo alcanzara a cada una de las mujeres que estaban en la habitación, nos pidió que nos apresuráramos. “Escriban cualquier poema que recuerden –dijo–. El Naniwazu [9] o lo que sea.”

Por algún motivo me sentía muy cohibida, me sonrojé y no tenía la menor idea de qué hacer. Algunas de las otras mujeres intentaban escribir poemas sobre la primavera, las flores y otros temas por el estilo; me pasaron el papel y me dijeron: “Ahora te toca a ti”. Tomé el pincel y recordé el poema que sigue:

Los años han pasado

y la edad me ha alcanzado.

Sin embargo, sólo con ver esta bella flor

mis preocupaciones se desvanecen. [10]

Pero alteré el tercer verso de modo que se leía, “Sin embargo, sólo con ver a mi señor”.

Cuando terminó de leerlos, el Emperador dijo: “Les pedí que escribieran estos poemas porque deseaba saber cuán despiertas eran”.

“Hace unos años –continuó–, el emperador Enyû ordenó a todos sus cortesanos que escribieran poemas en un cuaderno. Algunos se excusaron aduciendo que su caligrafía no era buena, pero el Emperador insistió, diciendo que no le importaba en lo más mínimo la caligrafía o que los poemas estuvieran relacionados con la estación. De modo que tuvieron que asumir su desconcierto y escribir algo para la ocasión. Entre ellos se encontraba Su Excelencia, nuestro actual Canciller, quien entonces era capitán de tercer rango. Él escribió el viejo poema:

Así como el mar que golpea

las costas de Izumo

arrasa con la marea,

así de profundo crece

el amor que profeso por ti.

Pero cambió el último verso de modo que se leyera ‘el amor que profeso por mi señor’, y el Emperador quedó plenamente complacido.”

Cuando escuché a Su Majestad contar esta historia, comencé a transpirar sofocada. Me vino a la mente que ninguna mujer más joven había sido capaz de usar mi poema y me sentí feliz. Esta clase de ejercicios pueden ser una terrible prueba: muchas veces sucede que personas que habitualmente escriben con fluidez se sienten intimidadas y cometen errores con los caracteres.

A continuación la Emperatriz colocó un cuaderno con poemas de Kokinshû [11] ante ella y comenzó a leer las tres primeras líneas de algunos poemas, pidiéndonos que completáramos el resto. Había muchos famosos poemas que conservábamos en la memoria día y noche, pero por alguna extraña razón éramos incapaces de recitar los versos faltantes. Dama Saishô, por ejemplo, pudo sólo con diez, lo cual difícilmente la calificaba como una conocedora de Kokinshû. Otras, todavía menos afortunadas, pudieron recordar tan sólo media docena de poemas. Habrían hecho mejor en reconocer simplemente ante la Emperatriz que se habían olvidado de los versos pero, en lugar de eso, prorrumpían en lamentaciones que me sonaban absurdas, como “Querida, ¿cómo pude haberme desempeñado tan mal al contestar las preguntas que Su Majestad nos planteó?”.

Cuando alguien era incapaz de completar un poema, la Emperatriz continuaba leyéndolo hasta el final. Esto provocaba gemidos y disculpas, como: “Si lo sabía, ¿cómo puedo ser tan tonta?”.

La Emperatriz dijo: “Si ustedes se hubieran tomado el trabajo de copiar muchas veces el Kokinshû, habrían sido capaces de completar cada uno de los poemas que he leído. Durante el reinado del emperador Murakami había una mujer en la Corte conocida como la Dama Imperial del Palacio de Senyô. Era la hija del Ministro de la Izquierda, quien vivía en el Pequeño Palacio del Primer Distrito, y estoy segura de que han oído hablar de ella. Cuando era todavía una niña, su padre le dio este consejo: ‘Ante todo debes estudiar caligrafía. Luego debes aprender a tocar el koto [12] de siete cuerdas mejor que nadie. Y además has de memorizar todos los poemas de los veinte volúmenes de Kokinshû’”.

”El emperador Murakami –siguió Su Majestad– había oído la historia y la recordó años después cuando la niña había crecido y era ya una concubina imperial. Cierta vez, un día de abstinencia, él entró en la habitación, oculto el cuaderno de los poemas de Kokinshû en los pliegues de su vestido. Sentándose tras la cortina la sorprendió preguntándole, con el cuaderno abierto en sus manos: ‘Dime el verso escrito por tal y tal poeta, en tal y tal año y en tal y tal ocasión’. La dama comprendió de qué se trataba y que era una diversión, pero la posibilidad de cometer un error o de olvidarse de los poemas la debe haber preocupado enormemente. Antes de comenzar con la prueba, el Emperador había convocado a un par de damas que eran especialmente devotas de la poesía y les pidió que señalaran cada respuesta incorrecta con una ficha de go. [13] ¡Qué escena tan espléndida habrá sido! Pues sabrán que envidio a todos los que sirven al Emperador incluso como damas de compañía.

”‘Bien’, dijo Su Majestad, y comenzó a interrogarla. Ella contestó todo sin dudar, con tan sólo unas pocas palabras o frases que revelaban que conocía todos los poemas. Y ni una vez se equivocó. Después de un rato el Emperador empezó a fastidiarse con la perfecta memoria de la dama y decidió que, tan pronto detectara algún error o vaguedad en sus respuestas, abandonaría el juego. Sin embargo, tras haber leído diez libros de Kokinshû, no pudo pescarla en falta alguna. Y en ese momento él dijo que sería inútil seguir. Poniendo una marca en el lugar en que había desistido, se fue a dormir. ¡Qué triunfo para la dama!

”Durmió durante un rato. Y al despertarse, decidió que habría un veredicto final, pues si esperaba hasta el día siguiente para examinarla sobre los otros diez volúmenes, ella podría usar ese tiempo para refrescar su memoria. Así que debía dirimir la cuestión esa misma noche. Ordenó a sus asistentes que encendieran la lámpara de su dormitorio y preparó sus preguntas. Para cuando ya había terminado con los veinte volúmenes, la noche estaba bastante avanzada y todavía la dama no había cometido ningún error.

”Durante todo este tiempo Su Excelencia, el padre de la dama, se hallaba muy agitado. Tan pronto le informaron que el Emperador estaba poniendo a prueba a su hija, envió a sus asistentes a varios templos para que arreglaran recitaciones especiales de las Escrituras. Luego se volvió en dirección al Palacio Imperial y se dedicó durante largo tiempo al rezo. Un entusiasmo tal por la poesía es algo realmente conmovedor.”

El Emperador, que había estado escuchando toda la historia, estaba muy impresionado. “¿Cómo era posible que hubiera leído tantos poemas?”, le señaló a Su Majestad la Emperatriz cuando hubo terminado. “Dudo que yo pueda ir más allá de tres o cuatro volúmenes. Pero es claro que las cosas han cambiado. En los viejos tiempos hasta la gente de humilde condición tenía gusto por las artes y estaba interesada en los pasatiempos elegantes. Una historia como esta difícilmente sucedería en nuestro tiempo, ¿verdad?”

Las damas de compañía de la Emperatriz y las asistentes del Emperador que habían sido admitidas en presencia de la Emperatriz comenzaron a conversar ansiosamente, y al escucharlas sentí que mis preocupaciones se desvanecían.

12. Cuando me imagino

Cuando me imagino como una de esas mujeres que viven en su hogar, sirviendo fielmente a sus maridos –mujeres que no tienen la menor perspectiva interesante en la vida pero que creen ser perfectamente felices–, siento un poco de desprecio. A veces son de buena cuna, pero no han tenido oportunidad de saber cómo es el mundo. Creo que podrían vivir por un tiempo en nuestro ámbito, y hasta asumiendo el papel de asistentes, de modo que pudieran conocer las delicias que nuestro mundo tiene para ofrecer.

No tolero a los hombres que califican a las mujeres que sirven en Palacio como frívolas y desagradables. Aunque supongo que su prejuicio es comprensible. Después de todo, las mujeres en la Corte no pierden su tiempo escondiéndose modestamente detrás de abanicos o biombos. En cambio, miran a todos a los ojos, y no sólo a otras damas como ellas sino incluso a Sus Majestades Imperiales (cuyos augustos nombres apenas me atrevo a mencionar), a renombrados nobles de la Corte, a cortesanos de edad y a otros caballeros de alto rango. En presencia de estas eminentes figuras las mujeres de Palacio actúan con soltura, ya sean criadas o damas de compañía, o conocidas de las damas que han venido de visita, o mujeres encargadas del orden doméstico, o limpiadoras de letrinas, o mujeres sin más valor que una teja o un guijarro. ¡Cómo sorprendernos de que los hombres las consideren poco humildes! Pero ¿acaso los caballeros lo son más? Ellos no son precisamente tímidos cuando deben alternar con personas importantes en el Palacio. Pues cada uno en la Corte actúa de un modo similar llegado el caso.

Las mujeres que han servido en Palacio y que después contraen matrimonio y viven en su casa son llamadas señoras y reciben el más respetuoso de los tratamientos. Por cierto que muchos creen que estas mujeres, que se han mostrado ante tantos durante años en la Corte, han perdido su gracia femenina. Lo orgullosas que se han de sentir, sin embargo, cuando son nombradas supervisoras de asistentes, o convocadas a Palacio por ocasionales compromisos, o cuando se les ordena servir como enviadas imperiales en el Festival de Kamo. [14] Incluso las que permanecen en sus casas no pierden nada por haber servido en la Corte. De hecho, son muy buenas esposas. Por ejemplo, si se han casado con un gobernador provincial y la hija es elegida para tomar parte en las danzas Gosechi, [15] no se rebajan actuando como provincianas que deben preguntar a otros sobre el modo de conducirse. Ellas mismas están versadas en ceremonial, y saben exactamente cómo hay que actuar.