El loro de Budapest - André Lorant - E-Book

El loro de Budapest E-Book

André Lorant

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Beschreibung

Recuento de una juventud truncada, sometida primero al yugo nazi y luego al socialismo real, "El loro de Budapest" es un mensaje para el lector pausado, aficionado a conocer las entretelas del pasado y el curso de las pequeñas vidas que rara vez transitan los manuales de historia. Pero es también y sobre todo un ajuste de cuentas con la patria. Pudoroso pero vigilante, intolerante frente a la vulgaridad contemporánea y audaz nostálgico del mundo previo a la catástrofe, André Lorant regresa a la Budapest de sus primeras décadas de vida y elabora el relato íntimo, profuso en geografías y seres, de un representante de la alta burguesía que vio desarrollarse frente a sus ojos toda la furia del siglo. La presente edición de "El loro de Budapest", dirigida y revisada por el autor, incorpora algunos materiales tomados de la versión húngara del libro, en cuya traducción ha colaborado, con su usual bonhomía y generosidad, György Sved, responsable, en muchos sentidos, de la publicación española de esta obra.

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Título original: Le Perroquet de Budapest

© 2002 Éditions Viviane Hamy

© 2021 Alfonso Martínez Galilea por la traducción

© 2021 Sophie Bassouls por la fotografía del autor.

Todos los derechos reservados.

© 2021 Fulgencio Pimentel en español para todo el mundo

www.fulgenciopimentel.com

Primera edición: julio de 2021

Editor: César Sánchez

Editores adjuntos: Joana Carro y Alberto Gª Marcos

Comunicación: Isabel Bellido

[email protected]

Esta obra se benefició del apoyo de los Programas de ayudas a la publicación del Institut Français.

ISBN de la edición en papel: 978-84-16167-80-7

ISBN de la edición digital: 978-84-17617-74-5

Contenido

capítulo primero

capítulo segundo

capítulo tercero

capítulo cuarto

capítulo quinto

capítulo sexto

capítulo séptimo

capítulo octavo

capítulo noveno

capítulo décimo

capítulo undécimo

capítulo duodécimo

Para Anette, Sophie y Valentine

capítulo primero

Más madrastra que madre

Durante largas décadas, fui incapaz de considerar a Hungría una madre bondadosa. En mis delirios no era sino un reino de ogros devoradores de niños, el de los magiares, vulgares e incultos. Miembro de una burguesía comerciante curiosamente apegada a la tierra —mi abuelo materno era propietario de varios miles de hectáreas y fue pionero en la introducción de la piscicultura en ­Transdanubia, en Cikola, junto a Pusztaszabolcs, en el condado de Fejér, y mi abuelo paterno, consejero delegado de la empresa Molinos Reales—, nunca tuve noticia de esa patria de grandes espíritus liberales, de poetas, de artistas que se rebelaban contra los energúmenos embutidos en el dolmán que solo les permitían prosperar para poder aniquilarlos más seguramente después. Bárbaros que se tenían por descendientes de Nimrod y forjaban leyendas que evocaban sus orígenes «turanios», es decir, asiáticos, y que fantaseaban con la visión de sus antepasados persiguiendo a un ciervo fabuloso que aparecía y desaparecía ante sus ojos y que se suponía los había conducido hasta la cuenca de los Cárpatos.

En su Cantata profana, Béla Bartók se rebela contra esta «epopeya de los orígenes», cuyo sentido oculto intuye. Un padre tenía nueve vástagos a los que amaba por encima de todo, cuenta el libreto, basado en el poema de Maros-Tordai, una balada popular rumana de asunto legendario. Salían a menudo de caza, puesto que no conocían la agricultura ni la ganadería. Un día, los jóvenes se alejaron de su progenitor y, persiguiendo a la manada fabulosa, se metamorfosearon en cérvidos. El padre, sin reconocerlos, se dispuso a abatirlos. Entonces, los hijos, armados con sus cornamentas múltiples, puntiagudas y peligrosamente entrelazadas, se revolvieron en su contra amenazando con ensartarlo, empujarlo contra las rocas y aniquilar en él hasta el último aliento de vida.

Los comentaristas se esfuerzan por destacar el sentido positivo de la historia: los hijos necesariamente han de rebelarse contra los padres en su deseo de acceder a una vida autónoma. Pero, a mi parecer, la música no se equivoca. Los fraseos melismáticos del tenor, portavoz de los hermanos, en un registro prácticamente incantable, tienen algo de inhumano, algo que provoca inquietud y desconcierto. Esos ciervos, capaces de lanzar a su propio padre por los aires tras haberlo ensartado con sus apéndices óseos y destrozar con sus pezuñas los miembros dispersos, formarán de ahí en adelante una horda salvaje que sembrará a su alrededor la muerte y el terror. Una vez llegados a Panonia, es de suponer que se convertirían en jefes de tribu sanguinarios e implacables, temidos por los naturales del país, y no en pacíficos trabajadores dispuestos a recorrer el camino de la civilización.

Las palabras revelan mi encono, dejan intuir mi decepción y son testimonio de las relaciones conflictivas con ese país en el que, por no sé qué milagro, pude escapar de las garras de la muerte y del que me marché a los veintiséis años. ¿A quién explicar mi resentimiento contra la comunidad que intentó aniquilarme? Por supuesto que no a Muriel, historiadora de unos treinta años que trabaja sobre los conceptos de Estado y nación a propósito de esa entidad artificial llamada Yugoslavia que se nos reveló, mientras soportaba varias guerras de exterminio étnico, como una terrorífica «colonia penitenciaria» y donde unos millares de máquinas de matar machacaron a sus víctimas sin descanso. «De momento, la cadena Arte nos bombardea con imágenes que no dejan de recordarnos las atrocidades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. Como contraposición —prosigue—, nosotros trataremos de aportar otra perspectiva sobre ese mismo periodo, conservándola una vez que los supervivientes hayan desaparecido». Es la despiadada juventud la que se expresa así. Fue aquí, en París, donde me tocó descubrir las insoportables imágenes de los supervivientes esqueléticos de los campos de concentración. (¿Has intentado imaginar siquiera durante un segundo, Muriel, lo que aquellas víctimas podían sentir en cuerpo y alma?). Y fue en la televisión donde vi a los aliados obligando a los habitantes de Mauthausen a enterrar en la fosa común aquellos descarnados cadáveres que yacían amontonados en los infectos barracones. ¿Estaba acaso yo moralmente anestesiado por la reciente muerte de mi padre, en enero de 1944, por las dificultades de mi propia supervivencia, por las ruinas que me rodeaban, por la vida que iba reapareciendo en medio de las calles destrozadas por las bombas y por las que circulaban los soldados soviéticos, la infantería rumana —el rey Miguel I abrió las fronteras al ejército de Stalin en otoño de 1944, convencido de que podría seguir dando vueltas en jeep por los jardines de su palacio hasta el fin de sus días— y las tropas auxiliares húngaras, que llevaban un brazalete rojo? Algunos años después, sería en 1952, me dominaron las náuseas al contemplar en un folleto un cuerpo partido en dos sobre la mesa de disección de unos médicos nazis. La visión de la caja torácica me aterrorizó, y todavía me parece sentir la misma repugnancia de entonces. Contentos por seguir vivos, abrumados por el convencimiento de que debíamos nuestra existencia al puro azar y hablando a todas horas del asunto, habíamos intentado olvidar el horror. Los supervivientes callaban y la propaganda comunista se impuso como tareas disimular la responsabilidad del ejército soviético en el aplastamiento por los nazis de la rebelión de Varsovia y presentar a las tropas alemanas como únicas responsables de la masacre de los oficiales polacos en el bosque de Katyn. Me pregunto si el proceso público contra Szálasi, el führer húngaro, entre octubre de 1944 y enero de 1945, sacó a la luz la verdad sobre la cooperación activa de la policía y de las tropas auxiliares hitlerianas húngaras en la deportación masiva de seiscientos mil judíos húngaros. Pero eso es cosa de mi historia personal, de mis recuerdos. Algo que no despierta ningún interés en Muriel ni en los jóvenes de su generación.

La Shoah no debe ser magnificada en detrimento de otras tragedias colectivas. Muriel, una de cuyas abuelas es siria, habla sin problemas de la represión de la revuelta armenia por los turcos. Yo mismo he visto en televisión imágenes de las masacres de los hutus a mano de los tutsis, y de la venganza de los tutsis contra los hutus; de los criminales atentados contra los chiíes y de la venganza de estos contra la mayoría suní, y he sentido indignación ante este Occidente que permanece de brazos cruzados mientras almacena impasiblemente esas imágenes cuyo horror sobrepasa todo lo imaginable. «¿Dónde está, muerte, tu victoria?», han exclamado a veces los católicos, en la estela de san Pablo, rebelándose contra la condición humana. «Aquí, hoy, ahora», parecen responder esos niños esqueléticos con el vientre hinchado que se mueren de hambre y que son filmados a veces en los últimos momentos de su existencia. Ciertamente, la televisión propicia un extraño y aterrador diálogo entre africanos que se exterminan, serbios, croatas, albaneses y macedonios que se matan unos a otros bajo la atenta mirada «legalista» de los observadores de la ONU. Kabila, Mladić, los terroristas del Dáesh, que degüellan o decapitan a sus enemigos con «armas blancas», como púdicamente suele decirse, forman una ronda infernal banalizada por los medios de comunicación. Sí, Muriel tenía razón; por eso sus palabras me parecieron tan chocantes, porque yo no era capaz de insertar entre esos otros el «episodio» del exterminio programado y fríamente ejecutado de los judíos europeos, transportados en vagones de ganado, marcados como ganado, apaleados, muertos de hambre, humillados, pero capaces de ayunar en Yom Kippur, el Día de la Expiación, de recitar versos de Dante, como ha testimoniado Primo Levi, o de canturrear piezas de Mozart a la puerta del horno crematorio.

Me da la impresión de estar divagando mientras me ocupo por primera vez de los hechos de mi pasado húngaro. Es preciso que vuelva a tomar las riendas y que aborde más tranquilamente mi propósito.

Me convierto en texto

La escritura autobiográfica consiste sobre todo en profundizar en uno mismo: nos hacemos una bola, nos volvemos muy pequeños y nos internamos en nuestros orígenes. Esta especie de zambullida la había experimentado ya en la época en que me dediqué a recopilar páginas ­manuscritas de Balzac. Tuve entonces la impresión de que, al descifrar el texto del manuscrito y copiarlo en mi cuaderno, iba perdiendo como por arte de magia mi ­propia sustancia: me hacía parte de la historia; incorpóreo, participaba desde dentro en el proceso de creación. Este tipo de regresiones no dejan de entrañar riesgos y pueden conducir a bloqueos inesperados y a desbloqueos igualmente repentinos. Si no tomas precauciones, las aguas que esas esclusas liberan pueden arrastrarte. Solo los más grandes, Balzac o Proust, conocieron una inmersión total en semejante «estado de escritura». Escribían como al dictado de sus personajes, y sus propias intervenciones, en forma de reflexiones o comentarios, se ajustaban al sentido de la ficción y en ningún caso al de una suerte de autorregulación desmitificadora. Solo una vez salidos de ese embrutecimiento creativo podían sustraerse a la gravitación de la escritura y, sintiéndose culpables por su genialidad, se atormentaban corrigiendo pruebas y revisando manuscritos. El «estado de escritura» reserva algunas sorpresas al memorialista grafómano, que en algún momento debe intuir cómo, entre las reflexiones de la jornada sobre las que trabajará al día siguiente, se filtran con frecuencia ciertas obsesiones poco controladas, asociaciones espontáneas, divagaciones sorprendentes que pueden llegar a alterar el ritmo de la escritura. Sus lecturas lo asaltan impensadamente, sus personajes reclaman atención, y una sensibilidad desmadejada amenaza continuamente la coherencia de su proyecto.

El «estado de escritura» es la puerta de entrada a la «arqueología escrituraria». La regresión permite que rebobinemos el hilo de nuestra existencia. Primero ­intentas dar unos pasos hacia atrás, luego tratas de correr, parándote y reculando a veces, te alejas del presente y finalmente te vas progresivamente encogiendo para poder entrar en ese misterioso laberinto que es tu pasado. Como un topo en mi dédalo subterráneo, no puedo hacer otra cosa que evocar sombras a partir de mínimas referencias o indicios grabados a fuego en mi memoria, puesto que no tengo ningún documento oficial relativo a mi familia. ¿De dónde vinieron? ¿De Silesia o de sus alrededores? ¿Cuándo se establecieron en Hungría? ¿Cómo hicieron fortuna mis abuelos? ¿Cómo fue la boda de mi padre y mi madre? «¿Dónde están tus archivos?», me preguntas. ¿Te burlas de mí? Las cartas de mi madre son el único documento familiar que conservo. Conciernen esas cartas a su vida miserable entre 1956 y 1963, fecha en que se reunió con nosotros en París. Esa correspondencia es la crónica de la liquidación de los últimos vestigios materiales de nuestro pasado. Durante largos años, mi madre se dedicó a prepararse para la emigración y jamás abandonaba su domicilio sin llevar encima un cenicero de cristal de Bohemia, unos platos de porcelana Rosenthal, jarrones de estilo art déco o unos cubiertos de plata que depositaba en la «oficina de empeños», gestionada por expertos del Estado que, naturalmente, conocían su valor. La burguesía empeñaba allí a muy bajo precio los objetos que habían sobrevivido a bombardeos, pillajes y confiscaciones. Al llegar a Francia, mi madre trazó una línea tras la cual quedó nuestro pasado, y nunca tuve ­oportunidad de intercambiar con ella una sola frase relativa a mi infancia, a mi padre —tema tabú entre nosotros—, a su juventud, a sus primeros bailes, a su boda. Aunque algunas fotos en álbumes que pudimos ver entonces empezaron a insinuarnos sus secretos.

La experiencia psicoanalítica, que liberó mi palabra y mi imaginario, ha eliminado muchos obstáculos y me ha animado a recuperar el hilo rojo de mi vida. Me ayudó a descubrir y restaurar la continuidad de mi historia. Día tras día, la «arqueología escrituraria» me ha mostrado sus virtudes mágicas y sus sorprendentes propiedades. Me permite excavar y sacar a la luz pequeños restos fragmentarios, raros collares o meros utensilios domésticos, como el molinillo de café que se fijaba en la pared: la manivela servía para moler los granos, que se tostaban al fuego en el último minuto en un recipiente negro cerrado, provisto de un sistema de palas que se hacían girar desde el exterior. Entre 1948 y 1950 compraba cincuenta gramos de café a la semana. Una cucharada cuidadosamente molida y hervida a la turca era suficiente para cada día. «Tu padre hacía lo mismo», me dijo una vez mi madre, sin emoción aparente, viéndome aplastar un grano de café y aspirar su aroma, pese a que casi nunca se permitía aludir a él. «Lo imitas inconscientemente, porque tú no pudiste verlo hacer ese gesto».

Esta excavación me permite, todavía hoy, salvaguardar mosaicos cubiertos de arena, materiales necesariamente fragmentarios y recuerdos de personas. A la autobiografía no puede imponérsele límite alguno. ¿No mezclaban los más grandes pintores otros «materiales» con sus colores? Y, sin embargo, ¡esos cuadros no huelen mal! Tratando de encontrar la unidad de mi ser, la continuidad de mi existencia, confesando hasta qué punto los veintiséis años pasados en Hungría gravitan sobre los sesenta pasados en Francia, quiero contarlo todo (o casi todo, para ser sincero): hechos históricos, amores, odios, momentos de alegría y de angustia, secretos finalmente desvelados, plegarias y blasfemias.

Los conflictos del multilingüismo

Con ocasión de una visita a Budapest en mayo de 1997, y con el pretexto de un viaje universitario cuidadosamente preparado, había decidido volver a conectar con mi país, volver a ver a los supervivientes, recoger testimonios, ir al encuentro de ese pasado que no había podido descubrir más que tardíamente al fondo de mí mismo. No me di cuenta entonces, pero me vi como si estuviera aplastado contra un espejo cuyo reflejo devolvía mis características personales, mis mejillas planas, mis ojos inexpresivos, mi nariz perforada, desfigurada por un botón en la adolescencia. Desvinculado de la lengua magiar, aun habiendo vivido esos episodios en húngaro, la realidad de aquello, el universo húngaro, no la he comprendido más que aquí, en París. No puedo formular sino en francés la carga ­sentimental de que se hallan revestidos los acontecimientos importantes de mi juventud. Mi lengua materna no me ha sido fiel pese a que yo viví esos acontecimientos en húngaro. Es verdad que mi primera niñera, Teta, era austriaca. Seguramente, me cambiaría los pañales en alemán, acariciándome y manoseándome en su dialecto natal. ¿Serviría su presencia para explicar mi visceral vinculación con la lengua germánica? ¿O es que acaso esa lengua se hallaba inscrita en mi identidad ancestral secreta, voluntariamente pasada por alto, olvidada o deliberadamente escondida hasta la promulgación de las primeras leyes antisemitas? Porque incluso en ese momento —¿no es sobrecogedor?—, cuando desapareció por completo la fantasía de la integración en la sociedad húngara, mis padres y mis abuelos nos impidieron conocer la verdad acerca de nuestros orígenes familiares.

Mis abuelos maternos continuaron siendo judíos y conservaron su apellido familiar, Hirsch. Mi abuelo paterno siguió una estrategia distinta. Béla Löwenstein, nacido en Szombathely en torno a 1870, ingeniero mecánico de formación, eligió, tras el fin de la guerra, el apellido Loránt. Su mujer, Vilma Strauss, que pertenecía a una rica familia de molineros, y él mismo debieron convertirse algunos años después de haber nacido yo. En tanto los Hirsch permanecieron fieles a la religión de sus antepasados, los Loránt rompieron con su tradición religiosa, ilusoriamente convencidos de haber logrado así una completa integración social. Ocurrió seguramente lo mismo con mis padres, que debieron de abrazar la fe de los gentiles poco tiempo después de su matrimonio, porque yo fui bautizado al nacer. Creo, no obstante, que mi partida de nacimiento, redactada en la parroquia, hacía mención de la religión anterior. Mi madre contribuyó a la financiación de la Jevrá Kadishá, la «Santa Sociedad», que velaba por la «buena muerte» de sus correligionarios y por que los funerales se celebrasen con acuerdo al ritual israelita, hasta 1936. ¿Lo hacía solo con el objeto de que aquella organización se ocupara de la sepultura de sus propios padres? No lo creo. Seguramente, no era más que una deferencia con su religión de origen tras su adhesión a la Iglesia católica romana. Sea como sea, en la época en que la ley prohibió a los judíos emplear personal doméstico, mi abuela materna comentó: «¡Imponernos eso a nosotros, que somos cristianos desde hace tres generaciones!». El alemán debía de actuar como una fuerza atávica en mi inconsciente —mis bisabuelos paternos procedían de Silesia, donde sus antepasados habían reunido el suficiente dinero para comprar el nombre Löwenstein, orgullosos de no tener que llamarse Klein (pequeño) o Grün (verde)— y entraba en conflicto con el magiar, razón por la que tartamudeé durante muchos años. Este defecto traducía certeramente una agresividad que los «buenos modales» no permitían expresar y revelaba el «conflicto» lingüístico que me inclinaba a esforzarme aún más en mi aprendizaje del francés. De manera paradójica, ese enriquecimiento cultural, la apertura al otro, paralizaba mi glotis. ¿O era quizá el entorno hostil lo que provocaba que las palabras quedasen sumidas en el fondo de mis pulmones?

De la francofonía materna

El amor a la lengua francesa me fue transmitido por mi madre. A los diecisiete años pasó una escarlatina que dañó su oreja izquierda y que le afectó también al tímpano, lo que le ocasionó una otitis supurante. Preocupados por su salud, sus padres, Alfred e Iren Hirsch, la mandaron a Suiza y la matricularon en la institución de la señora Euby, en Nyon, donde pasó dos de los mejores años de su juventud. Aprendió allí todo lo que una chica de buena familia debía saber, en especial, a cocinar, a partir de recetas que copiaba cuidadosamente con su escritura regular en un grueso dietario alfabético. Conservo conmigo el de Sári Hirsch —su nombre de soltera aparece en el reverso de la primera página— iluminado por su escritura, que me inspira y reconforta al comienzo de este relato en el que me propongo evocar y conjurar el pasado. Las colegialas de la señora Euby preparaban platos fríos y los presentaban con elegancia; naturalmente, también aprendían a coser, pero ese «oficio de mujer» resultaba poco del gusto de la joven húngara, pese a que era de manos hábiles. Durante su estancia en la Romandía (la Suiza francesa), la jovencita enferma del oído se entregó a algo mucho más importante, aunque de naturaleza diferente, y que resulta esencial para mi propósito narrativo. Adquirió allí el amor a la lengua francesa. Y los libros que trajo se convirtieron en mis libros de cabecera.

La librería Laufer nos enviaba cada mes una pila de libros franceses «para elegir». Mi madre se quedaba la mayor parte y, así, las obras de Maurois y Mauriac, junto a las de Anatole France, Pierre Loti, Colette e incluso Gyp, figuraban en nuestra biblioteca. Voy a revelar aquí un secreto: el héroe de Bamboulina, de Paul Reboux, que para salvar a su prometida amenazada por las insinuaciones de un gorila se entrega a rítmicos tocamientos masturbatorios en la creencia de que el animal lo imitará, contribuyó bastante a mi educación sexual, casi tanto como Nuestra vida sexual (en dos volúmenes), obra científica del doctor Fritz Kahn que mi profesor de piano me prestó, con la sana intención de desasnar en esas materias al muchachito pudibundo que era yo. Recientemente, he vuelto a ver las novelas de Reboux, en su bella edición de 1930, cuya cubierta exhibe unas hojas de palma de un verde intensísimo que se recortan contra un cielo azul, tropical, colonial e irreal.

Fue la inmisericorde fräulein Seidl, profesora de liceo del Tercer Reich, la que me inculcó con sus métodos prusianos las declinaciones y conjugaciones de la lengua de Goethe y de Hitler. Soportaba la presencia de esa nazi en estado puro gracias al consuelo que me proporcionaba la señorita Adler, hija de un médico judío, que había aprendido el francés en Suiza, como mi madre. Les Grands Hommes quand ils étaient petits, que todavía ando buscando hoy, debió de ser el primer libro que leímos juntos. Arrancaba con una apología del general Bazaine capitulando ante los prusianos en 1870. Los dictados, la búsqueda de palabras que comenzasen por una letra elegida al azar (página 19, línea tercera, décimo signo) me procuraba un inmenso placer. La llegada de la señoritaPauline de la escuela de la señora Euby puso fin a esas clases. Aquella suiza perfecta, de cara gorda e inexpresiva, desembarcó entre nosotros pertrechada de un verdadero arsenal de argucias pedagógicas. Yo la detestaba, lloraba y despotricaba, y finalmente conseguí que volviera la señorita Adler. Fue una magnífica victoria y una inmensa satisfacción.

La señorita Adler dejó de venir por casa, me parece, a partir de 1940, es decir, cuando abandonamos la villa familiar en la cercanía del bosque para establecernos en un apartamento del centro. No volví a verla tras el asedio de Budapest y la entrada en la capital de las tropas rusas. Aquella maravillosa joven, digna, inteligente, comprensiva y sociable, que sabía jugar con su alumno e incitarlo a la vez a buscar en el diccionario diez palabras nuevas cada día, había sido deportada con toda su familia. ¿Para cuándo una placa conmemorativa colocada por el presidente de la República de Hungría a la entrada del campo de concentración de Kistarcsa, desde donde columnas de mujeres, de ancianos y de niños tuvieron que salir en diciembre de 1944 en dirección a Hegyeshalom? A los que desfallecían se los asesinaba en el sitio. ¿Seguirá el ejemplo del presidente Chirac, quien el 23 de agosto de 2013 reconoció la responsabilidad del Estado francés en el arresto de trece mil judíos, encerrados en el Velódromo de Invierno, en el distrito XV de París entre el 16 y el 17 de julio de 1942 y deportados y asesinados luego en Auschwitz?

En 1945, en el liceo de los escolapios, los alumnos de mi clase apenas podían progresar en lenguas extranjeras. Sus padres sufrían la presión, justa o arbitraria, de esos comités de depuración presididos por comunistas, con prosélitos recién convertidos o con antiguos deportados vueltos milagrosa y misteriosamente al país. Mis amigos judíos se entregaban al estudio del inglés; sus padres, enriquecidos en el mercado negro en aquellos tiempos de inflación, los preparaban para el porvenir, vale decir, para la emigración, desde 1948. Arruinados por la guerra, víctimas de la rapacidad de los nuevos poderes, nuestro objetivo estuvo siempre puesto en Francia. Hermine, la hermana de Violette que cuidaba sus gatos, siguió dándome clases. Aquellas mujeres habían embarrancado en Budapest y vivían de modestas remuneraciones por su trabajo. Dejaron el país, bajo protección de la embajada de Francia, que tuvo que repatriar a muchos conciudadanos tras la toma del poder por los comunistas, en 1949 o 1950. ¡Así funcionaba la enseñanza del francés en la Europa central!

Mi vinculación con el francés, lengua verdaderamente materna para mí, gracias a la que pude renacer a una nueva vida en Occidente, ¿tendría otros motivos que los que he apuntado al redactar este preámbulo a mis memorias de Budapest? La experiencia del psicoanálisis me ha permitido sumergirme en mi pasado en francés; recuerdos, sueños, fantasmas, temores, alegrías, inclinaciones confesables y deseos inconfesables han surgido espontáneamente en una lengua distinta a la de mi país de origen. La «arqueología escrituraria» ha nacido en el hueco dejado en mí por la experiencia psicoanalítica. Me ayuda a retomar temas muy a menudo dolorosos, por más que lo sean menos pasados tantos años; los desarrolla, los detalla, los enriquece y afirma su impulso en la palabra que se quiere libre. Milan Kundera, con quien mantuve relaciones cordiales desde su llegada a Francia, en la Universidad de Rennes, se ha referido a la densidad de la escritura, cualidad indispensable que la hace apta para traducir con parecida precisión los pensamientos fugaces y las ideas obsesivas, unas y otras presentes en nuestro ser fragmentado. Ojalá la intensidad de mi propósito anime estas páginas, aunque mi escepticismo es total en relación con que lo escrito sirva para entender lo vivido. Uno no puede contar su vida. Sería necesaria una segunda existencia para hacerlo adecuadamente. El discurso denso y los propósitos entusiastas hacen que sea posible a veces localizar en el fondo marino ánforas semienterradas, arcones llenos de arena o de joyas. Mi barco navega por un mar en calma. El viento amaina, el navío se inmoviliza, balanceándose a babor y a estribor… Abandono el timón y me dejo arrastrar por mis más dolorosos recuerdos.

Convocado de urgencia al hospital, vuelvo a encontrarme con mi madre en su cama. Tiene «seis» de tensión, me dicen, y «eso» debería ocurrir pasado el mediodía. Tiene sed, pero no puede sostener el vaso. Se lo sostengo, incómodo a la vista de su dentadura. Me dirige la palabra en húngaro, porque nunca he cedido a su deseo de conversar conmigo en francés. Yo buscaba con eso conservar la autenticidad de nuestros intercambios verbales, basándolos en el idioma de mi infancia. Nunca pude aprobar su fantasía de volverse totalmente francesa, aunque hubiese adoptado la lengua del país, ilusión semejante a aquella de los judíos húngaros que se creyeron ciudadanos de Hungría y trataron de conservar sus vidas inclinando la frente sobre la pila bautismal. Le sorprende que esté en el hospital a hora tan temprana. La tranquilizo: estoy de paso. Salgo de la habitación. No volveré a verla más que en su ataúd, en la Salpêtrière, para «identificar su cadáver». Entra mi hermana. Le habla en francés, puesto que ambas comparten esa feroz determinación de renegar de su pasado y comenzar una nueva vida, en un idioma nuevo, en un nuevo país. Las enfermeras nos piden «no fatigar a la enferma, la pobre». Hemos vuelto a la tarde para recoger sus cosas… En la cercanía de la muerte, ¿ha sido el bilingüismo un código secreto que solo el corazón podría descifrar? ¿Volveré a encontrar los rastros de mi madre en mi memoria o tendré que buscarlos en Hungría?

capítulo segundo

La llegada

En mayo de 1997 llego al aeropuerto de Budapest, que se halla en plena expansión. El visitante es bien recibido. El control policial no es tan humillante como los de antaño y el funcionario te examina durante menos tiempo, también. Cambio algunos cientos de francos antes de apoderarme de mi maleta (al menos parece que es la mía) y me embolso los forintos, obtenidos a un cambio poco favorable. Esquivo a los taxistas latosos que te ofrecen sus Mercedes a precios disparatados y me introduzco en el minibús que me conduce al hotel Peregrinus, en el centro, a un centenar de metros del domicilio en donde vivía en 1940 y en el que permanecí hasta mi salida, en 1956. Me cuesta distinguir las estructuras de las viejas oficinas, antiguas joyas de la industria húngara, alineadas una junto a la otra en el trayecto de mi visita de cuatro años antes. En las inmediaciones de unos barracones, unos manzanos en flor alegran el paisaje. Durante este fin de semana de Primero de Mayo, la ciudad se queda vacía. El recuerdo de los desfiles de antes de 1956, obligatorios y llenos de entusiasmo fingido —los rostros de los camaradas de las Juventudes Comunistas lucían radiantes, y se ensayaban los cánticos revolucionarios a paso de marcha durante las jornadas anteriores al gran día— apenas ha rozado mi espíritu. El minibús ­Volkswagen en el que nos desplazamos enfila por la avenida Üllői, con sus cuarteles y clínicas dañadas por los disparos de los cañones soviéticos contra los insurgentes de 1956, y llega rápidamente a su destino, en la calle Szerb.

La Universidad Eötvös Loránd, fundada por el cardenal Péter Pázmány, está muy orgullosa de su residencia para invitados, un antiguo edificio administrativo rehabilitado que han convertido en el hotel Peregrinus, discretamente pasado de moda. Las ventanas dobles de las habitaciones de techos altos dan casi todas al jardín de la iglesia ortodoxa serbia. (Durante el siglo xviii, eslavos del sur que huían de los turcos se establecieron en algunos distritos de Pest-Buda y en sus alrededores). El ascensor todavía no funciona y me veo obligado a arrastrar mi maleta con ruedas, que me resulta mucho más pesada a medida que subo hasta el segundo piso.

Salgo del hotel y bajo los tres escalones que separan la puerta de entrada de la acera. Estoy en la calle, en casa, en mi ciudad y en mi barrio. Una impresión de irrealidad se apodera de mí y siento un impacto que disuelve en un instante cuarenta años de exilio. Pero ¿es adecuado hablar de un exilio de cuatro decenios cuando en realidad este ha sido libremente elegido, siendo así, además, que cada uno de los días pasados en París resultó una verdadera fiesta, un deslumbramiento, un regalo de Occidente al refugiado político apátrida que fui? Por el momento no quise acercarme a mi antiguo domicilio, en el n.º 10 de la calle György Fejér, y dejé para más tarde el cara a cara. De manera que volví a recorrer el itinerario que me condujo al liceo durante ocho años seguidos: calle Szerb, plaza de la Universidad, calle Kecskeméti, plaza Ferenciek, calle Kígyó, y, si tenía prisa, por la calle Pálné Veres, por donde circulaba el tranvía n.º 16. En mi época —e involuntariamente adopto aquí el tono de un cronista de los de antes—, los estudios secundarios arrancaban a la edad de diez años. Recorro el centro de la ciudad durante una hora, atravieso pasajes subterráneos en los que se apuestan mendigos repulsivos, paso por delante de las oficinas de los cambistas, en cuyas inmediaciones descubro algunas tiendas que frecuentaba en mi juventud. La calle Váci, una de las arterias principales de la ciudad, parecida a la antigua Kärntner Straße de Viena o a la actual calle de Faubourg-Saint-Honoré, por la que circulaban antes de la guerra los vehículos y los empleados de poderosos personajes, sumida en la oscuridad por el régimen comunista que a toda costa quería castigar al centro por el hecho mismo de haber existido, ha sido convertida en zona peatonal, un gran tablero del ajedrez de la vulgaridad con sus inevitables casillas de McDonald's, Air France o Sabena, sus cafés de un lujo impostado, sus bares a media luz frente a los que los delegados locales de la mafia ucraniana, ­sólidamente implantada por aquí, pastorean hermosas chicas de acento imprecisamente eslavo. Paso por delante de comercios que exhiben nombres de marcas exclusivamente extranjeras. Todo fue saldado por los viejos comunistas en el poder (y debo subrayar que es el año del «gran cambio» lo que está en marcha). Esquivo en mi camino a gitanos que arrastran a niños de alquiler y vengo a dar al fin en la plaza Vörösmarty (el gran poeta romántico, traductor de El rey Lear), que recuerda en esta zona a la plaza Beaubourg de París: un espacio atestado de músicos ambulantes, pintores domingueros y apacibles turistas de todas las nacionalidades. La taquilla de los conciertos, alojada en el antiguo Vigadó y al parecer en obras, está cerrada: el Festival de Primavera de Budapest ha debido de consumir todos los fondos públicos y privados disponibles. Busco en vano aquellos pequeños afiches de la Ópera que consultaba semana tras semana en los años cuarenta. Aparecieron más de una vez en mis sueños de emigrado, muchos años después de mi llegada a Francia: me veía absurdamente de regreso en Hungría y no podía salir del país. Y aquí estaba ahora, en Budapest, en plena primavera de 1997, circulando libremente y con un billete de vuelta en el bolsillo. Pero sin acabar de vencer, al no comprenderla totalmente, esa impresión de irrealidad que no me había abandonado ni un instante. ¿Sería yo parecido a ese muerto del que habla Marcel Arland en una de sus novelas, que vuelve a la tierra, junto a su mujer, pero que siente al hacer el amor con ella la rara y frustrante sensación de hallarse en el vacío, en una vagina que no lo contiene en absoluto? ¿Por qué habría de querer retozar en ese ambiente, a la vez odiado, temido y amado? Probablemente para recoger muestras que recopilar, tintar y fijar no en láminas de vidrio, sino en hojas de papel. No puedo ocultar que esta idea también está presente, sobreimpresa, en las fotografías tomadas en Budapest. Sirven para dominar la realidad irreal de allá, para intentar hacerla comprensible con el portaminas de cuerpo liso que se apoya sobre mi dedo medio, algo encallecido por la presión ejercida por el pulgar y el índice durante décadas.

El palacio Gerbeaud, en la plaza Vörösmarty

Me encuentro frente al palacio Gerbeaud, vendido tras la caída del Muro por algunos miles de millones de forintos a un comerciante suizo (los antiguos propietarios, expropiados en los años cincuenta, no recibieron más que unos pocos centenares de miles). El comerciante helvético se ha comprometido a conservar durante al menos diez años la legendaria pastelería, en la que no pude encontrar un solo pastelillo confeccionado según las recetas tradicionales de principios del siglo xx. Las empleadas eran entonces damas distinguidas, impecablemente vestidas de negro, de una dignidad y una amabilidad a toda prueba. «Señor director, ¿se llevará una tarta Sacher hoy?», preguntaba Györgyke, la elegante dependienta, a mi padre hace más de medio siglo. No hace falta decir que un regalo a fin de año recompensaba su devoción y su delicadeza durante doce meses. Volví a verla tras la nacionalización de las pastelerías en un mezquino establecimiento donde se dedicaba a despachar bolas de helado. Su dentadura rechinaba de la indignación, como el aparato que utilizaba para llenar los cucuruchos.

Circunstancias personales me vinculan con el tercer piso del palacio Gerbeaud. Entre 1940 y 1944 frecuenté la escuela de música dirigida por Dódy, la nieta del fundador de la pastelería, antigua alumna de Kodály y de los grandes maestros contemporáneos de la Academia de Budapest; tras haber ampliado estudios en Berlín, su trabajo se hallaba en la vanguardia de la pedagogía musical. Sabía que la iniciación en las artes debía, sobre todo, provocar placer en el alumno. Las piezas breves para flauta dulce de Bach, Telemann, Pachelbel o Daquin que nos hacía tocar, acompañados al piano, al unísono o en conjuntos pequeños, encantaban el oído y el alma del debutante que era yo entonces. A menudo nos hacía escuchar discos, de aquellos frágiles 78 r. p. m. que ondulaban en el plato de la Victrola, para hacernos descubrir a los grandes clásicos y prepararnos para esos conciertos en los que mis padres nunca me dejaron tomar parte porque los muchachitos de mi edad nunca debían acostarse pasadas las diez. Hijos de las mejores familias frecuentaban sus cursos. Ádám Bárdos-Féltoronyi, por ejemplo, que tendría trece o catorce años por entonces y cuya fotografía apareció un día en los periódicos; embutido en su uniforme de las juventudes paramilitares, había sido presentado al regente Horthy en el Castillo Real de Buda. Algunos días más tarde, desfilando con su atuendo de magiar pura sangre, me llamó despectivamente judío en presencia de las jovencitas que nos acompañaban. Yo era un buen chico, según parece, y las chicas contaron con todo detalle el incidente a Dódy, quien, presa de la indignación, hizo saber a Ádám que sus chulerías antisemitas estaban totalmente fuera de lugar allí y que no podría seguir en el curso mientras vistiese un uniforme tan teatral. A finales del mes de abril de 1944 dejé de frecuentar aquellas sesiones musicales que tanto disfrutaba, porque vivíamos prácticamente encerrados en nuestra casa, blasonada con una estrella amarilla. Sin embargo, Dódy me recibió durante las horas de salida acordadas para los judíos; no parecía temer al signo infamante que yo soportaba, e incluso me ofreció un helado que hizo subir de la pastelería de la planta baja a su apartamento del quinto piso.

Se casó con Dabasi-Schweng Lóránd, ilustre economista diplomado por la London School of Economics en vísperas de la entrada de las tropas rusas en Hungría. Volvieron a su piso —que habían tenido que abandonar durante el asedio a la ciudad, entre diciembre de 1944 y enero de 1945— y se lo encontraron lleno de excrementos de soldados rusos en latas de conservas. Después de 1945, Dódy me ofreció generosamente clases de piano gratuitas y, para que no me preocupase por ello, me hizo encargado de traerle queso fresco del mercado de Pest. Su marido, Lóránd, secretario de Estado de Finanzas y presidente de la Asociación Húngaro-Americana, siempre se negó a edulcorar sus declaraciones relativas a las exorbitantes reparaciones de guerra pagadas por la nación a la URSS. Abandonaron el país en condiciones particularmente difíciles, atravesando la frontera austrohúngara, que estaba minada, a sabiendas de que sería la zona de ocupación soviética la que los acogería. Más adelante, Lóránd se convirtió en especialista en agronomía para los países subdesarrollados; un tanto enloquecidamente, se dedicó a combatir el gasto en los países del tercer mundo, criticando la utilización poco racional de la ayuda americana, empleada de manera paradójica (pero, en cierto sentido, lógica) en multiplicar el descontento de la población y favoreciendo en aquellos tiempos de guerra fría que prosperasen allí las actitudes prosoviéticas. Incurable idealista, fue despedido por sus empleadores norteamericanos a petición de un ministro marroquí que se ­negaba a entregarle las estadísticas indispensables para sus investigaciones. Arruinados, viejos, rodeados de objetos curiosos, de cerámicas y tejidos comprados en mercados sudamericanos, coreanos o sirios y de algunos hermosos muebles rescatados de su patrimonio en Hungría, la pareja de exiliados sobrevivía en una aldea situada entre Ginebra y Lausana gracias a las clases de piano de Dódy. Profundamente depresivo, sin confianza alguna en el futuro, habiendo intentado en más de una ocasión seducir a su mujer con la idea del suicido, Lóránd falleció primero. Tenía, sin embargo, una extraordinaria fortaleza física; en vísperas de su deceso todavía enarbolaba la pala para quitar la nieve que cubría totalmente la puerta de su garaje. Dódy lo sobrevivió pocos meses, atormentada, decía, por las Erinias; se reprochaba haberlo agobiado con sus reproches, siendo así que esas pequeñas exigencias cotidianas eran las que lo habían mantenido convida. No quiso aceptar su muerte, creyó que aún respiraba: las enciclopedias médicas aseguran que, cuando las funciones vitales cesan, los residuos de aire retenidos en los pulmones salen al exterior en una horripilante expiración. Me encontré con Dódy poco antes de que fuera operada de una oclusión intestinal que acabó con su vida. Desde el balcón me dijo: «Hasta la vista». Necesitaba conservar una imagen intacta suya y no volví a verla por puro egoísmo, puesto que sabía que habría podido ofrecer un último consuelo a esa mujer que, cansada de vivir, había renunciado a luchar. Durante casi medio siglo, entre 1940 y 1990, estuvo ligada a lo más íntimo y secreto de mi ser. ¿Podré volver a hablar de ella algún día? Quizá si reuniera sus cartas, quizá. Allá donde esté, espero que acepte este in memoriam, porque no puedo añadir nada más sin traicionar mi devoción.

Me encuentro enfrente de la fachada blanca del palacio Gerbeaud: indolente, obtuso, aturdido, lo ­contemplo con indiferencia, asombrado. A la derecha, un panel publicitario proclama los muchos beneficios derivados de tener una oficina en el centro. A la izquierda, observo un árbol cuyas ramas más altas llegan hasta la tercera planta. Mis ojos captan la imagen de ese amable lugar, pero no me explico qué betabloqueante impide a mi cerebro secretar la toxina misteriosa que provoca la emoción. No siento otra cosa que el tiempo abolido, una especie de continuidad que reniega de sí, una impresión de extranjería, de fatiga, de náusea y de hundimiento. Trato de entrar al edificio, de remontar el tiempo subiendo las escaleras. Pero la única entrada que conozco, por la calle Dorottya, está tapiada. ¿Habrán aprovechado el impresionante hueco de la escalera para agrandar el espacio a la venta? El bello edificio neobarroco, cada uno de cuyos detalles fue concebido por un arquitecto al servicio del propietario suizo, había quedado en parte devastado por el fuego. En marzo de 1944, mi madre confió a Dódy su solitario, la sortija con diamantes tradicional en las buenas familias, generalmente de segunda mano, como la mayoría de los objetos lujosos de la Europa central. Intimidada por el clima político dominante, Dódy guardó la joya en una caja metálica oculta tras una montaña de carbón en el sótano. Los soldados rusos incendiaron intencionadamente el edificio en 1945, durante el asedio. El solitario en su caja, requemada por el carbón, sufrió graves daños. Solo un especialista en diamantes de Amberes habría podido eliminar las groseras impurezas dejadas por el fuego sobre su fondo puro y transparente.

Los comunistas confesaron, muchos años después de tomar el poder, que su objetivo era incitar a la burguesía a reconstruir el país a sus expensas; después, irla eliminando de cualquier coalición política y, finalmente, nacionalizar sus riquezas. Era la «táctica de las lonchas de salami», como teorizó un día Rákosi, el lugarteniente de Stalin en Budapest; un enano cobarde casado con una kirguisa que trataba de vestir a la moda de París y a la que el agregado cultural francés abastecía de revistas de moda. Rákosi hablaba el húngaro con un acento detestable y circulaba —como todos los dignatarios del régimen— en una limusina ZIS de fabricación soviética con los cristales ahumados, impenetrables a la mirada de los que se cruzaban con el vehículo. Naturalmente, nosotros no estábamos informados de esos secretos olímpicos, y teníamos necesidad de dinero, de mucho dinero, para hacer frente a las reparaciones de los cuatro inmuebles que mi padre había hecho construir entre 1936 y 1940. Desamparada, desesperada, viuda a los treinta y siete años, arruinada por la enfermedad de su marido, mi madre se dirigió al señor Steiner —un corredor al que yo debí de conocer, en 1942 o 1943, en casa de mi abuelo— para que este mostrase el diamante dañado a joyeros expertos en la materia. El señor Steiner vendió la joya en pleno periodo de inflación galopante. Nos entregó varios paquetes de un papel moneda cuyo valor disminuía a cada minuto. Un conocido nuestro controlaba los paquetes que, según Steiner, un miserable carente de principios, salían de la banca. Allí faltaban una buena cantidad de billetes, que nos restituyó sin pestañear.

Rodeo la plaza Vörösmarty, convertida en zona peatonal. Me encuentro ante un lujoso edificio con la planta baja decorada con piedras de mampostería. A su lado se encuentra una obra maestra de la arquitectura modernista. La fachada, sabiamente dispuesta con conjuntos de tres ventanas superpuestas enmarcadas por mosaicos; la parte central, sostenida por dos piedras huecas, como una especie de chapiteles que soportan los ventanales cuadriculados y que invitan a levantar la mirada al techo: allí se descubren dos esculturas de mujeres con los brazos anudados tras la cabeza que sostienen la cúpula de bronce azulado adornado con flecos en las cornisas. No tengo la menor intención de dedicarme a cantar las riquezas arquitectónicas del Este. Antes y después de cumplir los veinte, yo solía andar con las espaldas hundidas, la cabeza gacha, con la vista fija en lo que cayera a la altura de los ojos. Fue en el curso de esos días en Pest —Buda es un universo aparte— cuando por primera vez alcé la mirada para descubrir la belleza particular de las barriadas edificadas durante la segunda mitad del siglo xix y principios del xx. Solo había sido restaurada una pequeña parte, y el paisaje urbano de la capital no había recuperado aún su aspecto de anteguerra. Algunos edificios habían sido rehabilitados al estilo socialista: con picos y martillos se habían echado abajo todas aquellas partes de la construcción susceptibles de desplomarse sobre los transeúntes. Más adelante, con ocasión de visitas a Viena y Trieste, me fui dando cuenta de que existía un estilo austrohúngaro pleno de reminiscencias habsburguesas que, materializado en esos edificios grandiosos, había sobrevivido a la monarquía, a las guerras, a los desplazamientos de fronteras y al socialismo. El capitalismo salvaje actualmente imperante en Hungría también le dará batalla, incapaz —pese a su poderío— de rivalizar con esa grandeza, fundada en una pretenciosa ilusión de perennidad.

Paso, metido en mi papel de turista aburrido, por delante del edificio, cuya primera planta, rodeada por un balcón, albergó en su día un espacio concebido para la distinción y el lujo. Me acuerdo de que, cuando cumplí dieciocho años, fui allí a saludar a mi abuelo, miembro del Automóvil Club del Reino de Hungría, club muy exclusivo y lugar de reunión de los más poderosos industriales del país. Mi abuelo sabía de mi pasión por la lírica y me presentó al presidente de los Amigos de la Ópera de ­Budapest. Gracias a su mediación obtuve una entrada (en la fila doce) para una representación de gala de ­Lohengrin; el gran tenor sueco Set Svanholm interpretaba el papel estelar, metido en una armadura tan tradicional como resplandeciente. En aquella época no se temía al mito y sus representaciones, por ejemplo, al cisne que llevaba a Lohengrin a escena y que luego despide al final de la obra.

Pero ¿estaba hablando de Lohengrin o de mí mismo? ¿Adónde me ha traído el cisne de la leyenda? La realidad húngara de 1997 no guarda relación alguna con los mitos de mi infancia, con mi experiencia adolescente o con el tormento de mis últimos años en el país. Debería de haberme dado cuenta de que la búsqueda del tiempo perdido —y, sobre todo, el verbalizar todo lo que me rondaba la cabeza en esa visita de 1997— no podría tener por marco esta ciudad de Pest, cuya vulgaridad balcánica me repugna e incomoda. El sentimiento de inseguridad no deja de rondarme lo mismo en el metro que el puente de las Cadenas («Lánchíd», en húngaro), donde un individuo, sin excesiva agresividad, me aborda: «¿Turista?», gruñe con voz estropajosa. ¿Qué querría proporcionarme? ¿Droga o mujeres? Tuve miedo de que me tirase al Danubio y apreté el paso para alcanzar la otra orilla. Me sentía descorazonado por el peso de los cuarenta años de ausencia que llevaba a mis espaldas, y no buscaba otra alegría ni otro placer que no fuera una buena comida en un buen restaurante. Pero ¿habría podido dar un solo paso de haber seguido empantanado en mis recuerdos? Mucho antes de iniciar el viaje, tuve el presentimiento de que mis sensaciones contradictorias, la nostalgia y el amor-odio por la capital de los húngaros, terminarían por deprimirme, pero no pude prever que fueran a hacerlo con tanta intensidad. Astronauta recién llegado del espacio exterior, me encontraba en ese género de atmósfera despresurizada donde uno se mueve con dificultad. Nunca hubiera pensado que este viaje de dos horas en avión fuera a tener unas repercusiones tan dolorosas para mí. En aquel sitio, comprendí que mi propia vacuidad —porque me sentí vacío, privado de mi infancia— se proyectaba sobre la ciudad misma. Saberme hijo de esa ciudad, producto y retoño suyo, me produjo cierta repugnancia. Yo era extranjero, progresivamente empujado a la marginalidad por leyes antisemitas votadas en el Parlamento neogótico, y me quedé en extranjero en virtud de la lógica implacable de la lucha de clases bajo el régimen comunista. En adelante llevaré el pesado disfraz del emigrado que vuelve a su país de origen. El traumatismo de hoy no hace más que actualizar los sufrimientos de ayer; me doy perfecta cuenta al consagrar las mañanas de este verano de 1997 a desentrañar el sentido de mi visita a Hungría. Encontrarse cara a cara con la realidad de antaño no beneficia en nada al duelo, no aporta serenidad, algo que no tiene nada que ver con estar presente, porque está íntimamente ligado a la ausencia. La rememoración se alimenta de lo imaginario: es un proceso puramente interno; de otra manera, está condenado al fracaso.

El señor Hedrich o el notario de la esquina de mi calle

Vuelvo a encontrarme con mi personaje de espaldas al palacio Gerbeaud; se dirige hacia la calle Ferenc Deák, a su izquierda. El señor Hedrich, el notario, tenía su despacho antes de la guerra en el n.º 2. Naturalmente, no había pensado en ello durante mi estancia de dos semanas en Budapest, en mayo de 1997. Y eso que, una vez instalado en Francia, soñaba a menudo con él. Lo visité en 1945: buscaba el testamento de mi tío paterno, György Loránt, desaparecido en un campo de trabajo o en el camino de regreso a casa. Mi demanda no había prosperado porque no me encontraba en condiciones de aportar los documentos necesarios. Sin embargo, yo soñaba con consultar sus archivos. ¿No obtuve en ­París, cierto que sorteando alguna dificultad, autorización para consultar unos documentos del señor Guyonnet de ­Merville, que dirigió a la sazón el estudio donde trabajó un joven empleado llamado Honoré Balzac, sin partícula? ¿No se me autorizó a estudiar los documentos personales de Bernard-François Balzac, padre del novelista, en los Archivos de la Guerra en Vincennes, y a seguir la carrera de ese oportunista hasta su carta de solicitud de jubilación, redactada por el hijo? Entonces, ¿no es verdaderamente absurdo, doloroso e insufrible que yo no sepa NADA —ignoro cómo expresarlo con la debida indignación—, RIEN, NICHTS, NOTHING,acerca de la historia de mi propia familia? El señor Hedrich, o su sucesor, debió de hallarse en ejercicio durante la toma del poder por los comunistas. ¿Existe en Hungría un registro central? ¿Se volcaron en él los registros de los notarios «de la monarquía» cuando se proclamó la república en 1945? ¿Dónde se halla el documento de venta de la gran propiedad de los padres de mi madre? ¿En qué expediente podría figurar el contrato matrimonial de mis padres? ¿Qué podría revelarme acerca de la naturaleza de sus vínculos? ¿Matrimonio por amor? ¿Matrimonio convencional? ¿O matrimonio de conveniencia? ¿Cuál de los dos había hecho «una buena boda»? ¿Por qué el hermano de mi madre, Miklós Halász (nacido Hirsch), abogado, coheredero junto a mi madre de la gran hacienda de Cikola y al tiempo sinceramente interesado en la suerte de sus paisanos pobres (¿qué era? ¿Librepensador? ¿Socialista? ¿Populista o francmasón?) montaba en cólera cada vez que aparecía por nuestra casa? ¿En qué momento dijo mi padre, dirigiéndose a mi madre en mi presencia: «No aguanto más a tu hermano»? ¿Por qué no puedo examinar el documento de constitución de La Viga, la sociedad de responsabilidad limitada testimonio de la ambición irracional de mi padre, empeñado en la promoción inmobiliaria aprovechando la fortuna de sus padres y los bienes de su esposa mientras la guerra se nos echaba encima? ¡Y cómo le gustaba a mi abuela estampar su firma al pie de documentos en los que se le otorgaban acciones de la empresa para satisfacer su pasión por constituir contratos, vale decir, por poseer bienes! La ceguera familiar fue característica de la burguesía israelita húngara, en una época en la que los irredentistas exigían no solamente el retorno a la madre patria de los territorios entregados a países vecinos por el Tratado de Trianón, sino también sanciones contra los judíos que «chupan la sangre de la nación como sanguijuelas». ¡Qué complicado fue, a partir de 1945, disolver aquella sociedad inmobiliaria ficticia para venderla, piso a piso, por un miserable pedazo de pan! Si los archivos familiares pudieran ser reconstruidos, ¿nos revelarían acaso algún secreto? Aunque, de cualquier manera, ¿no es mucho más fascinante fantasear con ellos que aclararlos?

Yasmina Reza o el reencuentro con las «actualidades»

Cansado, inquieto, desorientado, busco un espectáculo que pueda acogerme al anochecer y hacerme tolerable la soledad. En el teatro Katona, que en los últimos años ha conseguido gracias a sus renovadoras puestas en escena superar en prestigio al antaño célebre Teatro Nacional (hoy en plena decadencia), se representa Arte, de ­Yasmina Reza —en húngaro, naturalmente—. Por la calle Petőfi, paralela a la calle Váci que antes me condujo al palacio Gerbeaud, me dirijo en dirección contraria hacia el teatro. Peatón sonámbulo, paso por delante de la tienda de música Rózsavölgyi (uno de los más antiguos comercios de Budapest, fundado en el siglo xix), bien provista de discos de la Callas y de Elton John y en donde se echan dolorosamente en falta las obras de los grandes musicólogos húngaros: las había espléndidas, como la de Aladár Tóth sobre el arte de Mozart, síntesis genial de las escuelas de Mannheim, París, Venecia y Viena; u otras como la de Bence Szabolcsi sobre el Liszt anciano, en la época en que componía esa música audazmente atonal precursora de las grandes innovaciones del siglo xx. El transeúnte sin oficio ni beneficio que era yo se lamentaba en mayo de 1997 de la desaparición de aquellas obras clásicas que en otro tiempo fueron motor de su entusiasmo y alimentaron su deseo nostálgico de seguir las huellas de Mozart en Salzburgo o las del clérigo Liszt en Roma. Tenía la impresión de no tener cabida en este universo tan olvidadizo respecto a su propia cultura. Hoy día no puedo identificarme en forma alguna con él. ¿Se da alguien cuenta de que los libros de Kundera y Hrabal, de Lovecraft y de Stephen King, de Wittgenstein y de Chomsky que se ven en las librerías están ahí gracias a Soros, el millonario húngaro, mecenas de toda la vida cultural en los países del Este, que financia la traducción a otros idiomas de aquellas obras que juzga indispensables? En nuestros días se producen situaciones insólitas: las novelas de Kosztolányi, escritor impresionista, observador minucioso de las ambivalencias del alma humana, incontestable deudor de Freud y Schopenhauer, el Stefan Zweig húngaro, no se encuentran en los estantes de las librerías de Budapest, hallándose en cambio disponibles en todas las librerías de París en su versión francesa, que incluso disfrutó de cierto reconocimiento.

En el Teatro de los Campos Elíseos, Pierre Arditi y sus dos secuaces hicieron triunfar la obra de ­Yasmina Reza. Hora y media de conversación entre tres amigos: una pintura de blancura inmaculada, ligeramente estriada por unos trazos transversales, que uno de los amigos ha comprado, altera las relaciones que los vinculan y acaba por revelar aspectos de cada uno que siempre habían estado latentes. En el teatro Katona, los constantes cambios de iluminación, ciertos sonidos de música concreta y la gesticulación excesiva e inútil de los actores en unos papeles que les venían grandes lastraban pesadamente aquel espectáculo intimista, reflexivo y ligero en su versión original. Arte renueva la tradición de las conversaciones espirituales llevadas a escena; está lleno de matices, y las interrogaciones mismas adquieren a veces un valor semántico. Yasmina Reza se mofa con ganas del culto ciego a la abstracción en la pintura, lo mismo que de la teoría psicoanalítica o de la filosofía deconstruccionista. El traductor húngaro ha trasladado fielmente la expresión «une merde» por la palabra «szar» sin darse cuenta de que el término francés no siempre remite a la defecación, mientras que las cuatro letras del término húngaro (que incluye una «a» gutural tan vulgar como se quiera) no disfrutan de un parecido nivel de abstracción.

A decir verdad, sin esperar una representación en francés como la que escuché hace quince años en el Odeón a esta misma compañía llevando a escena Las tres hermanas, de Chéjov, me pilló por sorpresa que los actores se expresasen en húngaro. Al cabo de diez minutos seguía normalmente el espectáculo y, al final, aplaudí a los actores sin demasiada convicción, es cierto, feliz por que las agujas del reloj hubieran recorrido ya los noventa minutos. Por contarlo todo, aquella representación se reveló como un poderoso antídoto contra mi aburrimiento, contra ese vago sentimiento de inanidad que me embargaba desde mi llegada. En dos horas había recorrido todo el centro. Había cedido a mis viejos deseos y cumplido con el deber que me había impuesto… ¿Qué podría hacer los días restantes?

Me veo otra vez en el teatro Katona hace más de medio siglo. La sala acaba de ser transformada en el primer «cine de actualidades» y se puede asistir a los noticiarios en sesiones que duran una hora. Diversas imágenes pasan por mi pantalla: soldados finlandeses, que calzan esquís y van equipados con uniformes blancos, resisten heroicamente los embates del ejército soviético; cañones alemanes de largo alcance atacan las instalaciones rusas; Stukasnazis, capaces de ejecutar picados vertiginosos, se acercan a sus objetivos y atacan puntos estratégicos mal defendidos por los aliados; barcos ingleses y americanos se dejan ver en los periscopios y explotan segundos después, alcanzados por torpedos. Sobre la música tonitronante de los Preludios de Liszt, una inmensa uve mayúscula inunda la pantalla; miles de prisioneros soviéticos desfilan en segundo plano, víctimas del Tratado Germano-Soviético, del mal planeamiento táctico por parte de la URSS y de la estrategia de Stalin, capaz de sacrificar a miles de soldados mal equipados para hacer callar una sola ametralladora enemiga bien protegida. ¿Cuál era la reacción del muchacho de doce o trece años ante esas imágenes? Horror, estupefacción, miedo, compasión por los soldados capturados, mal afeitados, de ojos desorbitados. ¿Se imaginaba la horrible muerte de los marineros de la Marina Real británica, abrasados vivos o arrojados malheridos al océano? Débil, tímido, incapaz de resolver negocio alguno, se dejaba arrastrar por los grandiosos sonidos de la música de Liszt y se decía, sin ningún entusiasmo guerrero, «habrá que pasar por ello». No puedo disculparlo, querría simplemente comprenderlo, a él, que en la feria esquivaba las barracas de tiro, tal era el horror que le producían las armas. ¿Qué pulsiones lo hacían vibrar? ¿Sentiría algún tipo de satisfacción sádica ante el espectáculo? Hoy habría querido imitar a Mishima, inspirarme en su amoroso baile con la sinceridad, en la lucidez que preside Confesiones de una máscara.

Al contrario que los muchachos de mi edad, yo me colgaba con verdadero placer el paraguas del brazo, plegado a la altura del pecho. Mis camaradas del liceo, en su mayoría miembros de las clases medias nacionalistas, antisemitas y que daban por descontada la victoria de Alemania, rectora de la Europa aria, me tenían por un pequeño judío anglófilo y me apodaban «Chamberlain». Nunca me quejé del mote. En torno a los carteles confeccionados con la bendición de los padres escolapios celebrando las victorias de los ejércitos nazis en Rusia, colgaban de hilos metálicos Stukas