El Maestro de Alcoba - Sergio Fosela - E-Book

El Maestro de Alcoba E-Book

Sergio Fosela

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Beschreibung

Esta es la historia de un joven que se cruza, por azar del destino, con un Maestro de Alcoba, el cual le mostrará los secretos de la energía sexual. En su camino como aprendiz, y a través de la experiencia con distintas mujeres, conocerá el amor, el desamor, el apego, el fracaso, el sexo, la soledad y el placer, entre muchas cosas. Acompáñale en su aprendizaje a la vez que aplica sus técnicas de alcoba, donde el erotismo impregna cada capítulo de esta historia. Sé testigo de las enseñanzas de la maestría de alcoba y del nacimiento de un nuevo maestro. Aquí empieza, si tú quieres, el camino hacia el éxtasis.

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© Sergio Fosela Águila

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN :978-84-1386-337-5

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

Capítulo 1: UN NUEVO CAMINO

—La maestría de alcoba la conocen muy pocos —me dijo, rompiendo el silencio—. Y aún son menos quienes la practican.

Caminábamos por el paseo marítimo de Santa Cruz, una mañana de mayo. Podría ser un lugar agradable, si no fuera por los cientos de contenedores metálicos apilados en largas y enormes hileras a lo largo de toda la orilla de la ciudad que nos separaban del agua más de trescientos metros. Cuando en una de esas conversaciones intrascendentes, después de varias cervezas, algún amigo me decía: «Madrid tendrá muchas cosas, pero no tiene playa», yo siempre me atrevía a replicar: «Tampoco Santa Cruz de Tenerife». Es cierto que la isla tiene playas maravillosas, pero su capital, una ciudad preciosa abierta al cielo, se cerró al mar…

Y en ese pensamiento, mirando a la nada, estaba yo, hasta que mi maestro o quien se iba a convertir en mi maestro a partir de esa mañana, me dijo que había decidido compartir conmigo la maestría de alcoba.

Aparentaba ser de mediana edad por las hebras grises de las sienes y las arrugas alrededor de los ojos, pero su mirada denotaba la sabiduría de alguien mucho mayor. Era más bajito que yo y de piel morena. Y sin traje imponía mucho menos. Tenía los ojos rasgados y una cara muy ancha. Los pómulos eran muy prominentes.

Había permanecido callado hasta entonces. No hablaba. Ni siquiera para contestar a mis preguntas. Habíamos quedado a las puertas del auditorio, después de habernos conocido dos días antes de la manera más rocambolesca. Acudí intrigadísimo, expectante por saber qué podía contarme y cómo podía ayudarme. Y sobre todo, cómo pudo saberlo. Hasta que llegó la hora de la cita, en mi cabeza únicamente resonaba aquella pregunta que me había dejado helado: «¿Qué necesitas?».

Pero estuvimos paseando más de media hora en silencio. Bueno, en silencio real sólo cinco minutos, los otros veinticinco me los pasé intentado hacerle hablar. Pensé que me tomaba el pelo y, sin embargo, en ningún momento se me ocurrió dejarlo plantado y dar media vuelta. Lo más curioso es que, pese a todo, seguí caminando a su lado. Quizás estaba poniendo a prueba mi paciencia.

—¡Vaya! —exclamé, entre sorprendido y aliviado—. Si no te ha comido la lengua el gato. —Él se limitó a sonreír y, temiendo que volviera a callarse por haberme pasado de gracioso, rápidamente le pregunté, porque eso era lo que creía que quería—: ¿Y qué es la maestría de alcoba?

—¿Sabes qué es el karma? —me soltó, ignorando mi pregunta. A pesar de todo me caía bien. No sé por qué, pero me caía bien, el muy cabronazo.

—Sí —le contesté—. Bueno, creo que sí. Es eso que dicen que te vuelve lo que das o cómo lo das, ¿no? —Joder, no supe ni explicarme. Pero cualquiera me hubiera entendido, porque todos hemos oído hablar del karma—. Que todo lo que hagas te lo harán a ti —dije, por fin.

—¿Sabes que existe el karma sexual? —Me miró sonriente, con los ojos entrecerrados. Cuando sonreía, en vez de ojos, parecían dos puñaladas. Aunque dos puñaladas le hubiera dado yo al cabrón por no hacerme ni caso. ¿Para qué me preguntaba, si luego ignoraba mis respuestas?

—El karma sexual —continuó— comienza a existir en el mismo momento en que se piensa o se siente una cosa y se dice o se hace otra. En ese instante, la energía cambia.

Eso tenía sentido. Y cobró más sentido cuando me lo explicó y entendí el verdadero significado del karma, que se puede resumir en «toda acción tiene su reacción». El karma es la energía que se deriva de tus actos. Cuando las acciones no están alineadas o no son consecuentes con tus pensamientos, lo que expresas, lo que haces, tu forma de vida, todo estará también desalineado, por decirlo de alguna manera. Eso es lo que te espera en el futuro si no le pones remedio.

—Así que el karma sexual se pondría en funcionamiento cuando, por ejemplo, alguien no desea tener relaciones sexuales pero accede sólo para no escuchar a su pareja insistir una y otra vez —dije después de un largo debate sobre el tema.

El maestro asintió.

—¿Y cuál sería la consecuencia? —replicó sonriente. Siempre sonreía.

Me quedé pensativo unos segundos. Elevé la barbilla al cielo para permitir que la brisa que acababa de levantarse aliviara la piel ardiente de mi cara. Ese día el sol no pegaba demasiado, pero cualquier guiri que se hubiera paseado sin crema protectora se habría quemado. Menos mal que el sol aún no lucía muy alto y caminábamos a la sombra de los árboles. Si hubiéramos seguido recto hacia Las Teresitas en lugar de subir por la Rambla, cuyo paseo está flanqueado de grandes árboles, nos habríamos derretido.

—Pues que la falta de deseo sexual dominaría su vida. Que sentiría cada vez más rechazo —contesté—. Pero supongo que eso podría pasar con casi cualquier cosa. La energía sexual se bloquea al romperse la armonía provocando distintas dificultades sexuales y eróticas.

—Por eso debes tener presente la influencia del karma sexual cuando trabajes con una mujer —dijo—. Hacerle entender la importancia del equilibrio entre pensamiento, sentimiento y acción. Encontrar dónde está la desarmonía.

Habían pasado un par de horas, pero parecían minutos. Me empapaba con cada lección que salía por la boca de aquel hombre que, según me contaría después, había nacido en un poblado indígena del Amazonas peruano. Me dijo a qué familia pertenecía, pero olvidé su nombre por su rareza. También supe tiempo después que era chamán, pero que, en uno de sus viajes de ayahuasca, comprendió que debía nutrirse de otras magias y recorrer el mundo recopilándolas y guiando a quien lo necesitara. También había ido a la universidad. Por lo que decía, parecía que hubiera vivido varias vidas. Me parecía imposible todo lo que sabía para su edad, aunque nunca pude sonsacarle cuántos años tenía en realidad. Si soy sincero, a veces pienso que no existía. Que era un ser que sólo podía ver yo… Ya, lo sé, de locos.

Y desde el momento en que le dije: «Déjeme aprender de usted, por favor, lo necesito», ya no dejó de hablar y de contestar a mis preguntas. Era como si, antes de nada, tuviéramos que firmar una especie de contrato emocional. «El maestro aparece cuando el alumno está preparado. Si el alumno no lo lleva dentro, la guía de un maestro no sirve de nada». Esa fue su contestación.

Aprender de él durante los años siguientes fue muy desesperante en algunas ocasiones. Era inflexible la mayoría de las veces, misterioso, insistente... Pero era buena persona y la base de mi conocimiento actual y mi visión de la sexualidad se las debo a él.

Y así quedó la cosa. Siempre nos veríamos delante del auditorio, a las diez de la mañana, los domingos. Supongo que era por la tranquilidad y la soledad de Santa Cruz, ya que ese día todos los comercios y bares estaban cerrados y casi nadie andaba por la zona. Todos se iban a la playa o se reunían para comer en familia.

Los primeros meses me hizo trabajar mucho sobre mí mismo. Antes de enseñarme ninguna técnica de alcoba, como él lo llamaba, primero necesitaba conocer mi propia energía sexual, sentirla, manejarla y entender su funcionamiento. Pasábamos muchos momentos sentados, yo con los ojos cerrados concentrado en sus palabras y él guiándome con paciencia y explicándome cada paso. Cada charla iba precedida de un ejercicio. «El movimiento se demuestra andando», me dijo. Todo lo que me explicaba requería de un momento de pausa, de análisis, de debate y, finalmente, de práctica. Según iba integrando sus enseñanzas, mi capacidad de observación de lo que sucedía a mi alrededor crecía. Aprendí a ver el universo desde un punto de vista fascinante. El binarismo desapareció, dejando paso a la dualidad. Desde ahí, todo cobraba más sentido.

Los comienzos fueron duros, cuando más le discutí y cuestioné, pero era debido a que estaba derrumbando todo mi sistema de creencias, mi forma de ver y entender la vida. Me di cuenta de mi ignorancia sobre la sexualidad —aunque algo sospechaba— y descubrí el fantástico mundo de la energía sexual. Pero la suya no era una visión mística o espiritual. Era terrenal. Palpable. Con su respuesta y demostración. No hacía falta tener fe: era algo que experimentabas directamente.

Las charlas y los paseos cambiaron su dinámica cuando pasamos a las técnicas de alcoba y tuve que comenzar a practicar sus lecciones sobre el placer, el deseo, el orgasmo, la excitación, la sexualidad en cada etapa de la vida, los distintos bloqueos que nos impiden disfrutar con plenitud y un montón de cosas orientales, más relacionadas con la erótica. Me decía lo que tenía que practicar. Sin más. Ni consejos, ni indicaciones de ningún tipo. Ni siquiera podía hacer preguntas. Nos volveríamos a ver cuando hubiera podido experimentar y averiguar todo lo necesario sobre el tema. Y la siguiente vez que nos veíamos yo le relataba mi experiencia, cómo lo había hecho, qué había sentido, qué había conseguido, qué me había dicho ella, las dudas que me habían surgido. Sólo entonces me explicaba cómo funcionaba la energía sexual. «Si no lo vives, no lo entiendes». Y era cierto, pero aunque después la lección cobrara sentido, me desesperaba estar tan perdido a la hora de practicar.

De todos modos, ese primer encuentro me provocó tanta curiosidad y me dejó tan hambriento de conocimientos sobre la energía sexual que, a pesar de que muchas veces me pregunté cómo me había dejado liar así, nunca pensé en tirar la toalla.

Capítulo 2: MI PRIMERA VEZ

Allí estaba yo: muerto de miedo y rezando para que no me temblara la voz, mientras le explicaba a esa mujer el protocolo que íbamos a seguir —y que ella parecía conocer de sobra— antes de iniciar el masaje erótico. Aunque creo que mi ansiedad era evidente por la torpeza con la que me movía por la habitación buscando las velas, las toallas y el aceite.

Como masajista había tocado cientos de cuerpos, pero nunca antes había entrado en la intimidad de los genitales de forma profesional. Las prácticas de la maestría de alcoba, que eran como un juego y siempre tenían un objetivo claro, habían quedado atrás. Esto era muy distinto. O al menos en ese momento yo lo veía de manera distinta: era un masaje por puro placer, y me daba mucho apuro. Pero tenía que hacerlo.

En ocasiones, mi trabajo había sido objeto de bromas por parte de mis amigos, que se imaginaban que dar un masaje erótico sería muy morboso, y construían fantasías sexuales sobre el tema. Pero en ese preciso instante, real, mientras esperaba a que una mujer desnuda se tumbase para que mis manos recorriesen cada rincón de su cuerpo, morbo era lo último que sentía.

Estaba muy nervioso y azorado, pero sobre todo sentía una gran responsabilidad. Responsabilidad por hacer un buen masaje y satisfacer a esa mujer que estaba pagando por ello. Y responsabilidad por conseguir el trabajo. Quizás esto último era lo que más me pesaba y me impedía relajarme.

La crisis económica que había comenzado en el 2008 se encontraba en su punto máximo y, desde que había vuelto de Tenerife, llevaba demasiado tiempo sin empleo ni dinero suficiente para subsistir. Así que, respondiendo a un anuncio de «Se necesita masajista erótico masculino», me encontré dando mi primer masaje, de cuyo resultado dependía entrar o no en nómina y conseguir por fin un poco de estabilidad económica. Era mi primera oportunidad de verdad en más de dos años. Desde luego, los nervios y la ansiedad no me ayudaban.

Se trataba de un centro de masajes tántricos bien situado en el centro de Madrid, que llevaba varios años en funcionamiento y tenía mucha clientela de ambos sexos. Un lugar elegante y distinguido, con mucha clase, decorado al estilo balinés, con puertas de madera oscura, columnas talladas con formas de animales, grandes esculturas y bustos de Buda, Ganesha y otros dioses hindúes, gasas de colores colgando de las paredes y luces tenues indirectas que creaban un ambiente muy relajado e íntimo.

A lo largo del pasillo había varias puertas que conducían a las habitaciones de masaje. En un par había dos futones para realizar masajes en pareja, una habitación disponía de jacuzzi, en otra había una especie de bañera enorme con barras en los laterales para hacer masajes cuerpo a cuerpo y después había dos cuartos más pequeños, en uno de los cuales estaba yo, que simplemente tenían un futón en el suelo. Cada habitación estaba decorada de un modo diferente. Por último, había una sala de espera, donde fui a recoger a mi clienta. Se levantó del sillón nada más verme y fue directa a saludarme. Me dio dos besos y me sonrió. «Raquel», se presentó. Su voz sonaba firme y su seguridad contrastaba con mi creciente nerviosismo. Era morena, y el pelo largo y ondulado le caía sobre el hombro izquierdo. Su ropa ajustada dejaba adivinar un cuerpo con muchas curvas. Le calculé mi edad: unos treinta y cinco años.

Con excesiva timidez, le pedí que me acompañara. Mientras Raquel se duchaba, yo preparaba el futón para el masaje, ponía el aceite a calentar y encendía velas por todo el cuarto. Entre vela y vela, miraba de reojo cómo se enjabonaba. No podía evitarlo. La ducha era norma obligatoria del centro por cuestiones de higiene, pero en lugar de darse una ducha rápida, esa mujer se tomaba su tiempo, como si supiera que la espiaba. Se acariciaba sensualmente a la vez que sonreía con picardía. Eso me puso aún más nervioso y me impidió disfrutar de lo que estaba viendo.

Al cabo de un rato terminó de ducharse, se secó y se tumbó en el futón, frente al que había un espejo para poder observar el masaje, si así se deseaba, y dar un toque más sensual al momento. Me arrodillé a su derecha. Había repasado el masaje en mi cabeza cientos de veces, pero allí, a su lado, justo antes de empezar, me quedé en blanco. Mis manos temblaron al coger el cuenco de aceite caliente y di gracias por que la mujer estuviera bocabajo con los ojos cerrados. Respiré hondo durante unos segundos para tratar de calmarme, invoqué a mi maestro, en quien no había vuelto a pensar hasta ese momento, y comencé a verter un hilo de aceite sobre su espalda, desde el nacimiento del pelo, a lo largo de la columna, hasta justo el comienzo de la línea del culo, donde me detuve unos segundos, para finalmente dejar caer más aceite línea abajo, empapando su ano y sus genitales. Sentí cómo se estremecía. Sin pensar, posé mi mano libre sobre su espalda y extendí el aceite muy despacio, presionando con delicadeza y dejando que mi mano se llenara de su piel. Era suave y tersa y aún estaba un poco húmeda por la ducha. Deslicé mi mano por su columna hacia abajo, dejando que mis dedos fueran por delante al llegar al culo. Justo entonces, abrió sus piernas para que mi mano entrara con facilidad y pudiera extenderle el aceite acumulado entre sus muslos. Aproveché esa abertura para colocarme entre sus piernas y terminar de echarle aceite por todo el cuerpo.

Aunque nunca había llegado a usar la maestría de alcoba después de finalizar mi aprendizaje, los años de práctica tocando pieles jugaron a mi favor y, como si entrara en una especie de trance, mis nervios desaparecieron y mis manos comenzaron a moverse solas desde sus tobillos hasta el culo, envolviendo cada nalga con cada mano en un círculo y regresando por el lateral de sus piernas de nuevo hasta sus pies. Comenzaba a disfrutar no sólo del masaje, sino también del cuerpo de esa mujer. Sentía bajo mis dedos cada poro encendido por un placer que yo estaba provocando. Disfrutaba con cada línea de su cuerpo. Deseaba acariciar cada rincón y hacerla gemir, pero esos deseos me confundían. Me hacían sentir incómodo, pues mi cabeza me decía que aquello no era correcto. Esa moralidad era la que me había impedido llevar a cabo antes lo que había aprendido. «Cobrar por dar placer…»: mis creencias y mi educación me torturaban. Aun así, el masaje siguió su ritmo. Necesitaba ese trabajo. Así que traté de dejar a un lado mis prejuicios para que toda la sabiduría y las técnicas de alcoba fluyeran a través de mí.

Cada vez que mis manos llegaban hasta su culo, mis dedos se adentraban un poco más entre sus muslos, hasta que rocé sus labios con mis pulgares. Un límite que hacía que Raquel abriera más sus piernas y arqueara el culo para darme más ángulo. Comencé a acercarme a su vulva con más frecuencia, presionando con las yemas de los dedos con más intensidad, pero sin llegar a tocarla de lleno. A veces la rozaba por encima provocando pequeños gemidos, y otras pasaba lentamente alrededor, parando y presionando a los lados, casi encima de cada labio, haciendo que gimiera todavía más de impaciencia. De vez en cuando hacía el recorrido de mis manos más largo, llegando hasta sus hombros y masajeando toda la espalda, logrando que se relajara un poco, para después regresar a su culo y acariciar muy despacio con mis dedos su ano y su periné. Podía sentir cómo se contraía por dentro pidiendo que entrara. En ese punto, mi conflicto moral ya había desaparecido. El masaje me resultaba divertido y estaba disfrutando. Recordar y poner en acción todo lo que sabía sobre el placer femenino me excitaba. El cuerpo está hecho para tocar y para que te lo toquen, incluidos los genitales. Y, además, esta mujer había pagado para eso.

Ahora que los nervios se habían ido, podía pensar con claridad. Raquel podría haberse duchado rápido y de espaldas, pero lo había hecho de frente y enjabonándose despacio, metiéndose las manos entre los muslos, sabiendo que la miraba disimuladamente. Le gustaba jugar. Había pagado para jugar. Ahora lo entendía: no era un simple masaje erótico donde te tocan, te corres y te vas. Era un juego de sensualidad y erotismo y yo había empezado decepcionando. Pero ahora estaba calmado, me divertía y quería jugar hasta el final. Ella no podía saber que, aunque novato, era un verdadero maestro de alcoba. Algo que, según mi maestro, me diferenciaba incluso de un amante experimentado. Así que hice que se diera la vuelta y la observé sin reparo, descaradamente, sin importarme que ella también me mirara. Me permití erotizarme con la visión de sus pechos, redondos y firmes, con una piel aún más tersa que la de su espalda. Me coloqué de rodillas entre sus piernas y puse sus muslos sobre los míos. Sentí cómo esa exposición, abierta ante mí, tan cerca del calor de mi entrepierna, la excitaba. Su respiración se volvió entrecortada y no dejaba de morderse el labio.

Comencé en sus pezones. Eché el aceite caliente directamente, provocándole un pequeño chillido de dolor y de placer. Seguí descendiendo hasta el ombligo y de ahí llevé el hilo de aceite hasta su recortado y arreglado pubis, donde hice otra pausa. Sus pezones se habían puesto duros y oscuros. Raquel contenía la respiración, sabía lo que venía a continuación, así que le hice esperar un poco más reteniendo el aceite en su monte de Venus. No sólo me estaba gustando el juego, es que me estaba adueñando del tablero, me sentía excitado. Mi pene latía. No era su masaje, era mi masaje, ella pagaba y yo se lo regalaba, pero disfrutábamos los dos. Había tanto placer en ese masaje… De pronto, dejé caer el hilo de aceite vulva abajo, empapando sus depilados labios externos, sus hinchados y coloreados labios internos que sobresalían pidiendo atención, y llegando hasta su ano, también listo para ser masajeado. Soltó el aire contenido en una larga y profunda exhalación y posé mi mano libre en su entrepierna. La dejé ahí quieta, reposada, mientras mi mano izquierda extendía el aceite por sus pechos, su abdomen y sus muslos, sintiendo cómo aumentaba su deseo de que mi otra mano la penetrara. Esa sensación me hizo sonreír, y también provocó que mi pene se pusiera duro. Mi excitación iba a la par que la de ella, y si yo podía ir más allá, Raquel también. Retiré mi mano de su vulva y me puse a masajearle los muslos con las dos manos. Mis palmas llenaban y presionaban toda la cara interna mientras mis dedos rozaban sus ingles alcanzando sus labios en cada pasada. Subía hasta el abdomen y al bajar pasaba las dos manos por encima de su vulva tocándola entera, pero sin detenerme. Ella se arqueaba, contoneaba las caderas. Me excitaba, me provocaba. Subí hasta sus pechos, tan redondos, tan llenos, tan preciosos. Mis manos los cubrían completamente. Los masajeé en círculos, agarrándolos, acariciándolos. Mis dedos jugaban con sus pezones rozándolos, bordeándolos, poniéndolos cada vez más duros, pellizcándolos suavemente y tirando de ellos. Daban ganas de pasar la lengua por ellos y succionarlos. Notaba su excitación, su humedad. Sus jadeos se hacían cada vez más intensos. Agarraba mis antebrazos y me clavaba las uñas. Cuanto más despacio pasaba mis manos y dedos por sus tetas, más apretaba y más gemía. El arqueo de su espalda se hizo constante, así que aproveché para meter debajo mis manos y masajear su espalda en un abrazo de piel con piel. Mi pecho, apoyado en ella, notaba el calor de su vulva. Notaba su deseo, sus ganas, su placer. En ese momento, deseaba deslizar mi cabeza por su ombligo hacia abajo, hasta recoger con la boca esa humedad que me empapaba, pasar mi lengua por ella como si fuera un panal de miel para saborear su néctar. Su respiración se había vuelto salvaje. Empujaba mis hombros con sus manos. A punto estuve de hacer lo que me indicaban, pero en ese juego mandaba yo. Ella lo había contratado e iniciado, pero mandaba yo, y yo iba a ganar. Aquel era mi masaje. Así que deshice el abrazo lentamente y bajé mis manos hasta sus ingles. Agarré suavemente uno de sus labios externos y comencé a masajearlo haciendo círculos con las yemas de los dedos. De arriba abajo y de abajo arriba. Sintiendo cómo se mojaba cada vez más. Estaba empapada. Gemía. No sabía qué hacer con sus brazos, no dejaba de moverlos. Hice lo mismo con el otro labio y de ahí pasé a sus labios internos. Se estremeció. Cerró las piernas. Había tenido un pequeño orgasmo. Su excitación estaba al límite. En cuanto abrió las piernas de nuevo, continué sin perder el ritmo ni el movimiento y pasé al clítoris. Ella se relamía, jadeaba y se contorsionaba. Posé mi índice y mi pulgar sobre el capuchón del clítoris y, agarrándolo por los lados, presioné ligeramente añadiendo un pequeño movimiento circular hasta que noté la cabecita. Tardó dos segundos en volver a correrse. Pero esta vez duró más y no cerró las piernas. Solamente chilló mientras yo seguía masajeando muy despacio. Cuando sus gritos cesaron, subí la intensidad de la presión y la velocidad. No rechazaba la estimulación continua, a pesar de haber alcanzado el orgasmo. Suspiraba profundamente entre gemido y gemido. Mientras tanto, los dedos de mi otra mano buscaban la entrada de su vagina, jugando con su humedad y haciendo círculos. Ella respondió abriendo sus piernas al máximo. Únicamente apoyaba sus pies sobre mis rodillas, y las suyas casi tocaban el suelo. Tenía los brazos extendidos en cruz y la cabeza inclinada hacia atrás, apuntando con la barbilla al techo, y su boca abierta daba largas bocanadas de aire. Su pecho subía y bajaba de forma irregular. Mis dedos corazón y anular se adentraron más y más, muy despacio, hasta tocar el fondo de su vagina. Podía notar en mis yemas el cuello de su útero. Raquel gritó. Me detuve un instante, asustado, pero comprendí que no había sido un grito de dolor. Mis largos dedos presionando lo más profundo de su vagina le estaban produciendo un placer aún mayor que los de mi otra mano, así que dejé su clítoris para dar más fuerza al movimiento de mi mano derecha y concentrarme plenamente en su interior. Según aumentaba el ritmo y la presión, haciendo ondas con mis dedos, más y más se excitaba. Elevó sus caderas quedándose apoyada en el suelo sólo por los hombros. Sus gritos se hicieron continuos. En ese momento creí que mi polla iba a explotar, tenía erizada toda la piel y, si seguía así, me correría sólo con verla gozar y gritar de placer, del placer que mis dedos le estaban proporcionando. Mi glande latía y bombeaba al ritmo de sus gemidos, pero ella se corrió antes. Sus manos y uñas parecían querer desgarrar el futón. Su cabeza giró para morder la sábana y tratar de ahogar un grito imposible de disimular. Elevó aún más la pelvis poniéndose de puntillas sobre mis rodillas. Su cuerpo estaba rígido. Mi instinto me decía que siguiera penetrándola con los dedos a pesar de la posición tan incómoda en la que había acabado. Ella siguió chillando y mordiendo el futón durante varios minutos. Mi hombro ardía, pero me ponía tan cachondo verla en ese estado, extasiada en ese orgasmo infinito, que mi excitación forzaba a mi brazo a dar más velocidad y fuerza a los dedos. Hasta que de pronto su tensión desapareció y cayó sobre el futón como muerta. Yo me detuve, pero dejé mis dedos dentro de ella.

Raquel abrió los ojos buscándome, pero tenía la mirada extraviada. Sudaba y su boca entreabierta reclamaba oxígeno. Estuvo así unos instantes, desorientada. Poco a poco se abandonó a la comodidad del futón y, ya más relajada, volvió a mirarme y me sonrió. Entonces, mientras le devolvía la sonrisa, comencé a mover la mano con fuerza. Rápidamente arriba y abajo, con intensidad. Chilló. Esta vez no se contuvo. Chilló y se retorció, y la palma de mi mano se llenó de un líquido blanquecino que la desbordó y se escurrió por su culo hasta el futón, empapándolo todo.

Me fui deteniendo poco a poco, mientras sus gritos se atenuaban y se convertían en suspiros. Muy despacio, retiré la mano y, exhausta, Raquel se acurrucó en posición fetal. Me coloqué junto a ella y la abracé tratando de que mi erección no la molestara, pero ella la notó y se pegó aún más. Durante cinco minutos, permanecimos abrazados en silencio. De vez en cuando, agarraba mi mano y la besaba, lo que me hacía sonreír. Después de un rato, me levanté y le susurré al oído que podía quedarse otros cinco minutos tumbada, antes de ducharse, vestirse y salir.

Excitado, salí de la habitación. Incluso horas después, ya en casa, me duraba la excitación. Y no eran ganas de masturbarme o de follar. Era una energía que recorría mi cuerpo. Como si aún pudiera tocar su piel. Cada vez que lo recordaba sentía una especie de placer, de cosquilleo, que recorría mi espalda desde el sacro hasta la nuca.

Entonces supe que mi camino, del que hasta entonces había tratado de huir, había comenzado y que no había marcha atrás: sería un maestro de alcoba.

Capítulo 3: ¿CASUALIDAD?

«¿Qué necesitas?». Estas fueron sus palabras exactas. Palabras que se me quedarían grabadas a fuego para siempre y que dos días después de nuestro encuentro todavía resonaban en mi cabeza.

Dos años antes de que estallara la crisis económica del 2008 —a la que en España se añadió la del ladrillo—, decidí montar un negocio. Un spa de bienestar y centro de masajes. Durante ese tiempo muchas mujeres se hicieron clientas habituales, y se generó tal confianza y cercanía que acabaron contándome aspectos de su vida privada, como si de un confesionario se tratara. Mi centro era un lugar donde desahogarse sin sentirse juzgadas mientras recibían un masaje. Y muchas me contaron sentimientos y dificultades referentes a su sexualidad. Los masajes, los mimos y el placer bajo la piel despertaban bloqueos, anhelos y frustraciones. A veces, incluso lloraban. Yo por entonces manejaba distintas técnicas de masaje, terapias complementarias de todo tipo —físicas y energéticas; occidentales y orientales; antiguas y nuevas—, pero ninguna tenía un enfoque específico para dificultades sexuales y eróticas, y todas omitían el contacto directo con los genitales. Así que, por mucho que quisiera ayudar a esas mujeres, no podía. Al principio me limitaba a escucharlas, pero poco a poco comencé a preocuparme y a querer ayudarlas de algún modo. Era algo que me obsesionaba. Me negaba rotundamente a creer que no existiera una forma de romper esos bloqueos mediante el tacto.