El mar de la tranquilidad - Emily St. John Mandel - E-Book

El mar de la tranquilidad E-Book

Emily St. John Mandel

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Beschreibung

Ninguna estrella arde para siempre. En 1912, Edwin St. Andrew busca una nueva vida en la colonia británica de Columbia al ser exiliado por sus ideas políticas. En 2020, Mirella busca a la responsable de la muerte de su marido. En 2203, Olive Llewelyn, autora de éxito, viaja por la Tierra para promocionar una novela que, aunque ella no lo sabe, será profética. En 2401, el detective Gaspery-Jacques Roberts recibe el encargo de investigar una anomalía en el tiempo. Pronto descubrirá que sus acciones pueden cambiar el rumbo de la historia. Y a todos ellos los une una melodía de violín, tocada en una terminal aeroespacial, y un arce milenario que trascienden ambos el espacio y el tiempo. El mar de la tranquilidad es una novela sobre los universos paralelos y sus posibilidades, que juega con la propia línea que debería seguir el tiempo, y que habla sobre el arte, el amor y las relaciones humanas. La nueva novela de la autora de El hotel de cristal; best seller del Sunday Times y del New York Times.

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El mar de la tranquilidad

Emily St. John Mandel

Traducción de Aitana Vega

Página de créditos

El mar de la tranquilidad

V.1: octubre de 2022

Título original: The Sea of Tranquillity

© Emily St. John Mandel, 2022

© de la traducción, Aitana Vega, 2022

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2022

Publicado mediante acuerdo con International Editors' Co. y Curtis Brown, Ltd.

Se declara el derecho moral de Emily St. John Mandel a ser reconocida como la autora de esta obra.

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: @dgim-studio - Freepik

Corrección: Alexandre López

Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

[email protected]

www.aticodeloslibros.com

ISBN: 978-84-18217-85-2

THEMA: FLQ

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Contenido

Portada

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Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria

1. Remesa (1912)

2. Mirella y Vincent (2020)

3. La última gira de promoción en la Tierra (2203)

4. Mala cosecha (2401)

5. La última gira de promoción en la Tierra (2203)

6. Mirella y Vincent (archivos corruptos)

7. Remesa (1918, 1990, 2008)

8. Anomalía

Agradecimientos

Sobre la autora

El mar de la tranquilidad

Ninguna estrella arde para siempre

En 1912, Edwin St. Andrew busca una nueva vida en la colonia británica de Columbia al ser exiliado por sus ideas políticas.

En 2020, Mirella busca a la responsable de la muerte de su marido.

En 2203, Olive Llewelyn, autora de éxito, viaja por la Tierra para promocionar una novela que, aunque ella no lo sabe, será profética.

En 2401, el detective Gaspery-Jacques Roberts recibe el encargo de investigar una anomalía en el tiempo. Pronto descubrirá que sus acciones pueden cambiar el rumbo de la historia.

Y a todos ellos los une una melodía de violín, tocada en una terminal aeroespacial, y un arce milenario que trascienden el espacio y el tiempo.

El mar de la tranquilidad es una novela sobre los universos paralelos y sus posibilidades, que juega con la propia línea que debería seguir el tiempo, y que habla sobre el arte, el amor y las relaciones humanas.

La nueva novela de la autora de El hotel de cristal; best seller del Sunday Times y del New York Times.

«Sabia, llena de gracia y de infinitos matices.»

Naomi Alderman, autora de El poder

«Un triunfo que te transporta y conmueve.»

Kiran Millwood Hargrave, autora de Vardo

«Enormemente ambiciosa, pero también íntima y escrita con una fluidez llena de gracia y de fascinación.»

The Guardian

«En El mar de la tranquilidad, Mandel nos ofrece una de sus mejores novelas y su ficción especulativa más satisfactoria hasta el momento.»

The New York Times

«El mar de la tranquilidad es una elegante demostración de la facilidad de Mandel para mezclar géneros y períodos históricos.»

The Washington Post

Para Cassia

1

Remesa

1912

1

Edwin St. John St. Andrew, de dieciocho años, atraviesa el Atlántico en un barco de vapor, con el peso a la espalda de su apellido doblemente santo, y entrecierra los ojos contra el viento en la cubierta superior. Se aferra a la barandilla con las manos enguantadas, impaciente por vislumbrar lo desconocido mientras trata de discernir algo, cualquier cosa, más allá del mar y del cielo, pero lo único que ve son matices de un gris infinito. Va de camino a un mundo diferente. Está más o menos en el punto intermedio entre Inglaterra y Canadá. «Me han enviado al exilio», se dice, sabiendo que está siendo melodramático, pero no por eso deja de ser cierto.

Entre los ancestros de Edwin se halla Guillermo el Conquistador. Cuando su abuelo muera, su padre se convertirá en conde, y Edwin ha ido a dos de las mejores escuelas del país. Sin embargo, nunca hubo un futuro para él en Inglaterra. Hay muy pocas profesiones que pueda ejercer un caballero y ninguna de ellas le interesa. El patrimonio familiar irá destinado a su hermano mayor, Gilbert, por lo que no va a heredar nada. El hermano mediano, Niall, ya se ha marchado a Australia. Tal vez Edwin se hubiera aferrado a Inglaterra un poco más, pero mantiene en secreto una serie de opiniones radicales que salieron a la luz inesperadamente durante la cena, lo que aceleró su destino.

En un momento de optimismo salvaje, Edwin hace constar su ocupación como «agricultor» en el manifiesto del barco. Más tarde, en un momento de reflexión en la cubierta, se da cuenta de que nunca ha tocado una pala.

2

En Halifax encuentra alojamiento en el puerto, en una pensión en la que consigue una habitación en la esquina del segundo piso, con vistas al embarcadero. Esa primera mañana, al despertar, se encuentra con una escena llena de vida al otro lado de la ventana. Ha llegado un gran barco mercante y se encuentra lo bastante cerca como para oír las joviales maldiciones de los hombres que descargan barriles, sacos y cajas. Se pasa la mayor parte de ese primer día mirando por la ventana, como un gato. Planeaba marcharse al oeste de inmediato, pero resulta muy fácil quedarse en Halifax, donde es presa de una debilidad personal de la que ha sido consciente toda su vida; Edwin es capaz de actuar, pero es propenso al reposo. Le gusta sentarse junto a la ventana. Hay un movimiento constante de barcos y personas. No quiere irse, así que se queda.

—Supongo que trato de descifrar mi próximo movimiento —le dice a la propietaria, cuando ella le pregunta con amabilidad. Se hace llamar señora Donnelly y es de Terranova. Su acento lo confunde. Suena como si fuera de Bristol y de Irlanda al mismo tiempo, pero a veces también distingue un deje escocés. Las habitaciones están limpias y es una excelente cocinera.

Los marineros pasan junto a su ventana en oleadas desordenadas. Rara vez levantan la vista. A él le gusta observarlos, pero no se atreve a hacer ningún movimiento en su dirección. Además, se tienen los unos a los otros. Cuando se emborrachan, se rodean los hombros con los brazos y Edwin siente una punzada de envidia.

(¿Podría hacerse a la mar? Por supuesto que no. Descarta la idea en cuanto se le ocurre. Una vez oyó hablar de un remesero que se reinventó como marinero, pero Edwin es un hombre de ocio hasta la médula).

Le encanta ver llegar los barcos; los buques de vapor que entran en el puerto con un aura europea todavía pegada en la cubierta.

Da paseos por las mañanas y de nuevo por las tardes. Baja al puerto, sale a las zonas residenciales tranquilas, entra y sale de las pequeñas tiendas bajo toldos a rayas de la calle Barrington. Le gusta subirse en el tranvía eléctrico e ir hasta el final de la línea, para luego volver mientras observa cómo las pequeñas casas dan paso a las más grandes y a los edificios comerciales del centro. Le gusta comprar cosas que no necesita, una barra de pan, una o dos postales, un ramo de flores. Se encuentra pensando que esa podría ser su vida. Así de simple. Sin familia, sin trabajo, solo unos placeres sencillos y unas sábanas limpias en las que tumbarse al final del día, mientras recibe una paga regular desde casa. Una vida de soledad puede ser algo muy agradable.

Empieza a comprar flores cada pocos días y las coloca en la cómoda en un jarrón barato. Pasa mucho tiempo contemplándolas. Le gustaría ser un artista para dibujarlas y así verlas con más claridad.

¿Podría aprender a dibujar? Tiene tiempo y dinero. Es una idea tan buena como cualquiera. Consulta a la señora Donnelly, que a su vez acude a una amiga, y poco después Edwin se encuentra en el salón de una mujer que se ha formado como pintora. Pasa horas tranquilas dibujando flores y jarrones, aprendiendo los fundamentos del sombreado y la proporción. La mujer se llama Laetitia Russell. Lleva una alianza, aunque el paradero de su marido no está claro. Vive en una ordenada casa de madera con tres hijos y una hermana viuda; una carabina discreta que teje interminables bufandas en un rincón de la habitación, de modo que, durante el resto de su vida, Edwin asociará el dibujo con el chasquido de las agujas de tejer.

Lleva seis meses viviendo en la pensión cuando llega Reginald. Se da cuenta enseguida de que Reginald no es propenso al reposo. Tiene planes para marcharse al oeste de inmediato. Es dos años mayor que Edwin, un antiguo compañero de Eton y el tercer hijo de un vizconde. Tiene los ojos bonitos, de un azul grisáceo intenso. Al igual que Edwin, sus planes consisten en establecerse como hacendado, pero, a diferencia de Edwin, ha tomado medidas para lograrlo y ha mantenido correspondencia con un hombre que desea vender una granja en Saskatchewan.

—Seis meses —repite Reginald en el desayuno, sin terminar de creerlo. Deja de untar mermelada en su tostada por un momento, inseguro de haber oído bien—. ¿Seis meses? Has pasado seis meses aquí.

—Sí —dice Edwin con un hilo de voz—. Seis meses muy agradables, quisiera añadir. —Intenta captar la atención de la señora Donnelly, pero está concentrada en servir el té. Es consciente de que la mujer cree que está un poco tocado de la cabeza.

—Interesante. —Reginald unta la tostada con mermelada—. Supongo que no albergas la esperanza de que te pidan que vuelvas a casa, ¿verdad? ¿Sin querer alejarte del borde del Atlántico, para permanecer lo más cerca posible del país y del rey?

Esto le escuece un poco, así que, cuando Reginald se marcha al oeste la semana siguiente, Edwin acepta una invitación para acompañarlo. Mientras el tren abandona la ciudad, decide que también hay placer en la acción. Han reservado un billete de primera clase en un tren encantador que cuenta con una oficina de correos y una barbería a bordo, donde Edwin escribe una postal a Gilbert y disfruta de un afeitado caliente y un corte de pelo al tiempo que ve pasar por las ventanillas los bosques, los lagos y las pequeñas ciudades. Cuando el tren se detiene en Ottawa, Edwin no desembarca, sino que se queda a bordo y dibuja las líneas de la estación.

Los bosques, los lagos y las pequeñas ciudades se convierten en llanuras. Al principio, las praderas son interesantes, pero con el tiempo se vuelven tediosas y después, inquietantes. Hay demasiadas, ese es el problema. La escala está mal. El tren se arrastra como un milpiés a través de una explanada de hierba interminable. La vista alcanza de horizonte a horizonte. Se siente terriblemente expuesto.

—Esto sí que es vida —dice Reginald cuando por fin llegan a su destino y se encuentran ante la puerta de su nueva granja. Está a unos pocos kilómetros de Prince Albert. Es un mar de barro. Reginald se la compró, sin verla, a un desconsolado inglés de veintitantos años que fracasó estrepitosamente en su empeño de vivir allí y que en este momento se dirige al este para aceptar un trabajo de oficina en Ottawa. Otro inmigrante, sospecha Edwin. Se da cuenta de que Reginald se esfuerza mucho por no pensar en ese hombre.

¿Es posible que el fracaso pueda embrujar una casa? En cuanto Edwin cruza la puerta de la granja, se siente incómodo, así que se queda en el porche. Es un edificio bien construido. Se nota que el anterior propietario contó con una buena financiación, pero el lugar transmite una infelicidad que Edwin no es capaz de explicar del todo.

—Hay mucho cielo aquí, ¿no? —tantea Edwin. Y mucho barro. Una cantidad asombrosa de barro. Brilla bajo el sol hasta donde le alcanza la vista.

—Solo espacios abiertos y aire fresco —dice Reginald mientras mira el espantoso horizonte vacío. Edwin distingue otra granja a lo lejos, brumosa por la distancia. El cielo es demasiado azul. Esa noche cenan huevos con mantequilla, lo único que Reginald sabe cocinar, y cerdo en salazón. Reginald parece apagado.

—Sospecho que el de agricultor es un trabajo bastante duro —dice, después de un rato—. Físicamente agotador.

—Supongo que sí. —Cuando Edwin se imaginaba a sí mismo en el nuevo mundo, siempre se veía en su propia granja, un paisaje verde de algún cultivo indeterminado, bien cuidado pero también vasto. Sin embargo, en realidad nunca le dio muchas vueltas a lo que de verdad implicaría el trabajo en sí. Cuidar de los caballos, supone. Hacer un poco de jardinería. Arar los campos. Pero ¿qué más? ¿Qué haces con los campos, una vez que los has arado? ¿Para qué aras?

Se siente al borde del abismo.

—Reginald, mi viejo amigo —dice—, ¿qué tiene que hacer uno para conseguir una bebida en estos lares?

—Se cosecha —dice Edwin, con el tercer vaso—. Esa es la palabra. Aras los campos, siembras cosas en ellos y luego cosechas. —Da un sorbo a su bebida.

—¿Qué cosechas? —Reginald tiene una personalidad agradable cuando está borracho, como si nada pudiera ofenderlo. Se ha recostado en la silla y sonríe al aire vacío.

—Bueno, de eso se trata, ¿no? —dice Edwin y se sirve otro vaso.

3

Después de un mes de beber, Edwin deja a Reginald en su nueva granja y continúa hacia el oeste para reunirse con Thomas, el amigo del colegio de su hermano Niall, que entró en el continente por la ciudad de Nueva York y se marchó al oeste de inmediato. El tren que atraviesa las Montañas Rocosas deja a Edwin sin aliento. Apoya la frente en la ventanilla, como un niño, y observa boquiabierto. La belleza es abrumadora. Tal vez se le fue un poco la mano con la bebida, allá en Saskatchewan. Decide que será un hombre mejor en la Columbia Británica. La luz del sol le hace daño en los ojos.

Después de todo ese esplendor salvaje, encontrarse en Victoria supone una extraña sacudida, con sus calles domesticadas y bonitas. Hay ingleses por todas partes y, en cuanto sale del tren, los acentos de su tierra natal lo rodean. Piensa que podría quedarse allí un tiempo.

Encuentra a Thomas en un pequeño y encantador hotel del centro de la ciudad, donde tiene alquilada la mejor habitación, y piden té con pastas en el restaurante de abajo. Hace tres o cuatro años que no se ven, pero Thomas ha cambiado muy poco. Tiene la misma tez rojiza que ha tenido desde la infancia, esa imagen perpetua de que acaba de salir del campo de rugby. Intenta formar parte de la comunidad empresarial de Victoria, pero no sabe muy bien a qué tipo de negocio quiere dedicarse.

—¿Y cómo está tu hermano? —pregunta para cambiar de tema. Se refiere a Niall.

—Buscándose la vida en Australia —dice Edwin—. Parece bastante feliz, a juzgar por sus cartas.

—Es más de lo que la mayoría puede decir —repone Thomas—. No es poca cosa, la felicidad. ¿A qué se dedica allí abajo?

—A gastar el dinero de las remesas, me imagino —dice Edwin, lo cual no es muy caballeroso, pero probablemente sea verdad.

Se sientan a una mesa junto a la ventana y su mirada se desvía hacia la calle, a las fachadas de las tiendas y, visible en la distancia, al desierto insondable, rodeado por oscuros árboles. La idea de que la naturaleza pertenece a Gran Bretaña resulta ridícula, pero enseguida reprime el pensamiento, porque le recuerda a su última cena en Inglaterra.

4

La última cena comenzó con normalidad, pero los problemas empezaron cuando la conversación derivó, como siempre, hacia el inimaginable esplendor del Raj. Los padres de Edwin habían nacido en la India. Eran hijos del Raj, niños ingleses criados por niñeras indias. «Si vuelvo a oír una palabra más sobre su dichosa ayah…», murmuró una vez Gilbert, el hermano de Edwin, sin llegar a terminar el pensamiento. Habían crecido oyendo historias de una Gran Bretaña invisible que, como Edwin sospechaba, había resultado ligeramente decepcionante cuando la vieron por primera vez a los veinte años. «Llueve más de lo que esperaba», era lo único que el padre de Edwin decía al respecto.

Había otra familia en esa última cena, los Barrett, de un perfil similar. John Barrett había sido comandante de la Marina Real, y Clara, su esposa, también había pasado sus primeros años en la India. Su hijo mayor, Andrew, los acompañaba. Los Barrett sabían que la India británica era un desvío inevitable en la conversación en cualquier velada que pasasen con la madre de Edwin y, como viejos amigos, comprendían que, una vez que Abigail se sacara el Raj de encima, la charla podría continuar.

—A menudo me encuentro pensando en la belleza de la India británica —dijo su madre—. Los colores eran extraordinarios.

—Aunque el calor era muy agobiante —dijo el padre de Edwin—. Eso no lo he echado de menos al mudarnos.

—A mí nunca me pareció para tanto. —Su madre tenía la mirada perdida que él y sus hermanos llamaban «su expresión de la India británica». Los ojos se le nublaban de una manera que indicaba que ya no estaba presente; estaba montando en un elefante, paseando por un jardín de verdes flores tropicales o esperando a que su dichosa ayah le sirviera bocadillos de pepino. A saber.

—Tampoco a los nativos —dijo Gilbert a media voz—, pero supongo que el clima no es para todo el mundo.

¿Qué inspiró a Edwin a hablar en ese momento? Años después, seguía reflexionando sobre el asunto, en la guerra, en el horror mortal y el aburrimiento de las trincheras. A veces no eres consciente de que estás a punto de lanzar una granada hasta que ya has tirado de la anilla.

—Las pruebas indican que se sienten más oprimidos por los británicos que por el calor —dijo Edwin. Miró a su padre, pero este parecía haberse quedado helado, con el vaso a medio camino entre la mesa y los labios.

—Cariño —dijo su madre—, ¿qué quieres decir?

—No nos quieren allí —dijo Edwin. Miró alrededor de la mesa, a todos los rostros silenciosos—. Me temo que no caben muchas dudas al respecto. —Escuchó su propia voz como si se encontrase a cierta distancia, con asombro. Gilbert se quedó con la boca abierta.

—Jovencito, a esa gente le hemos llevado la civilización —dijo su padre.

—Y, sin embargo, es imposible obviar que, en conjunto, parecen preferir la suya. Su propia civilización, quiero decir. Se las arreglaron bien durante mucho tiempo sin nosotros, ¿no es así? Varios miles de años, en concreto. —Era como estar atado al techo de un tren desbocado. En realidad, sabía muy poco sobre la India, pero recordaba haberse escandalizado de niño con los relatos de la rebelión de 1857—. ¿Acaso nos quiere alguien en algún sitio? —se oyó preguntar—. ¿Por qué suponemos que estos lugares lejanos nos pertenecen?

—Porque los hemos ganado, Eddie —dijo Gilbert, tras un breve silencio—. Es de suponer que no todos los nativos de Inglaterra se sintieron encantados con la llegada de nuestro vigésimo segundo bisabuelo, pero la historia pertenece a los vencedores.

—Guillermo el Conquistador vivió hace mil años, Bert. Quizá deberíamos esforzarnos por ser algo más civilizados que el nieto maníaco de un invasor vikingo.

Edwin se calló entonces. Todos los comensales lo miraban fijamente.

—El nieto maníaco de un invasor vikingo —repitió Gilbert en voz baja.

—Aunque supongo que es de agradecer que seamos una nación cristiana —dijo Edwin—. Imaginad el baño de sangre que serían las colonias si no lo fuéramos.

—¿Eres ateo, Edwin? —preguntó Andrew Barrett, con verdadero interés.

—No sé muy bien lo que soy —dijo Edwin.

El silencio que siguió fue posiblemente el más insoportable de la vida de Edwin, pero entonces su padre empezó a hablar, en voz muy baja. Cuando su padre se enfurecía, usaba el truco de empezar los discursos con una frase a medias, para captar la atención de todos.

—Todas las ventajas que has tenido en esta vida —dijo. Los demás lo miraron. Comenzó de nuevo, a su manera habitual, pero un poco más alto y con una calma mortal—: Todas las ventajas que has tenido en esta vida, Edwin, han derivado de una manera u otra del hecho de que desciendas, como has dicho de manera tan elocuente, del «nieto maníaco de un invasor vikingo».

—Por supuesto —dijo Edwin—. Podría ser mucho peor. —Levantó su copa—. Por Guillermo el Bastardo.

Gilbert rio con nerviosismo. Nadie más hizo ni un ruido.

—Os pido perdón —dijo el padre de Edwin a sus invitados—. Sería fácil confundir a mi hijo menor con un adulto, pero parece que todavía es un niño. A tu habitación, Edwin. Ya hemos oído bastante por esta noche.

Edwin se levantó de la mesa con mucha formalidad y dijo:

—Buenas noches a todos.

Se dirigió a la cocina para pedir que le subieran un sándwich a la habitación, pues todavía no se había servido el segundo plato, y se retiró a esperar su sentencia. Llegó antes de la medianoche, con un golpe en la puerta.

—Adelante —dijo. Se había quedado de pie junto a la ventana, observando con inquietud los movimientos de un árbol por el viento.

Gilbert entró, cerró la puerta tras de sí y se dejó caer en el antiguo sillón manchado que era una de las posesiones más preciadas de Edwin.

—Menuda actuación, Eddie.

—No sé en qué estaba pensando —dijo—. No, en realidad eso no es cierto. Sí que lo sé. Estoy completamente seguro de que no tenía ni un solo pensamiento en la cabeza. Era como una especie de vacío.

—¿Te encuentras mal?

—En absoluto. Nunca he estado mejor.

—Debe de haber sido bastante emocionante —dijo Gilbert.

—Lo cierto es que lo ha sido. No diré que me arrepiento.

Gilbert sonrió.

—Te vas a Canadá —dijo con tacto—. Padre lo está organizando.

—Ya iba a irme a Canadá —dijo Edwin—. Está planeado para el año que viene.

—Ahora te irás un poco antes.

—¿Cuánto antes, Bert?

—La próxima semana.

Edwin asintió y notó un poco de vértigo. Se había producido un sutil cambio en la atmósfera. Iba a adentrarse en un mundo incomprensible y la habitación ya retrocedía hacia el pasado.

—Bueno —dijo, después de un rato—, al menos seguiré sin estar en el mismo continente que Niall.

—Ya estás otra vez —dijo Gilbert—. ¿Ahora dices lo que se te pasa por la cabeza?

—Lo recomiendo.

—No todos nos podemos permitir ser tan descuidados. Algunos tenemos responsabilidades.

—Con eso te refieres a un título y un patrimonio que heredar —dijo Edwin—. Qué destino tan terrible. Lloraré por ti más tarde. ¿Recibiré la misma remesa que Niall?

—Un poco más. La de Niall es solo para apoyarlo. La tuya viene con condiciones.

—Dime.

—No debes volver a Inglaterra por un tiempo —dijo Gilbert.

—Exilio.

—Por favor, no seas melodramático. Como has dicho, ya pensabas irte a Canadá.

—¿Cuánto tiempo es «por un tiempo»? —Edwin se apartó de la ventana para mirar a su hermano a los ojos—. Había pensado que me iría a Canadá durante una temporada, me establecería de alguna manera y luego volvería a casa de visita en intervalos regulares. ¿Qué ha dicho padre, exactamente?

—Me temo que la frase que se me ha quedado en la memoria es «dile que no ponga un pie en Inglaterra».

—Pues es bastante inequívoco.

—Ya sabes cómo es. Por supuesto, madre hará lo que le diga. —Gilbert se levantó y se detuvo un momento junto a la puerta—. Dales tiempo, Eddie. Me sorprendería que el exilio fuera permanente. Intentaré convencerlos.

5

El problema de Victoria, a ojos de Edwin, es que se parece demasiado a Inglaterra sin serlo de verdad. Es una simulación lejana de Inglaterra, una acuarela superpuesta de forma poco convincente sobre el paisaje. En su segunda noche en la ciudad, Thomas lo lleva al Union Club. Es agradable al principio, como un atisbo de casa, horas agradables que se deslizan junto a otros muchachos de la patria y un whisky de malta verdaderamente excepcional. Algunos de los hombres mayores llevan décadas en Victoria y Thomas busca su compañía. Se mantiene cerca, les pregunta sus opiniones, los escucha con seriedad, los halaga. Da vergüenza verlo. Resulta evidente que Thomas busca asentarse como un tipo de hombre estable con el que cualquiera desearía hacer negocios. Sin embargo, también es obvio para Edwin que los hombres mayores se limitan a mostrarse educados. No les interesan los forasteros, ni siquiera los que vienen del país correcto, tienen los ancestros correctos y el acento correcto y han ido a la escuela correcta. Es una sociedad cerrada que solo admite a Thomas en la periferia. ¿Cuánto tiempo tendrá que permanecer allí, dando vueltas por el club, antes de que lo acepten? ¿Cinco años? ¿Diez? ¿Un milenio?

Edwin da la espalda a Thomas y se acerca a la ventana. Están en el tercer piso, con vistas al puerto, y las últimas luces del día se desvanecen del cielo. Se siente inquieto y malhumorado. Detrás de él, los hombres cuentan historias de triunfos deportivos y viajes en barco de vapor sin incidentes a Quebec, Halifax y Nueva York. Un hombre que ha llegado a este último puerto dice detrás de él:

—¿Se cree que mi pobre madre tenía la impresión de que Nueva York todavía formaba parte de la Commonwealth?

El tiempo pasa. La noche cae sobre el puerto. Edwin se une a los otros hombres.

—Pero la desafortunada verdad del asunto —dice uno, en el contexto de una conversación sobre la importancia de ser aventurero— es que no tenemos ningún futuro real de vuelta en Inglaterra, ¿verdad?

Un silencio reflexivo se instala en el grupo. Estos hombres son hijos segundos, todos y cada uno de ellos. Están mal preparados para la vida laboral y no heredarán nada. Para su propia sorpresa, Edwin levanta una copa.

—Por el exilio —dice y bebe.

Hay murmullos de desaprobación

—Yo no llamaría a esto exilio —dice alguien.

—Por construir un nuevo futuro en una tierra nueva y lejana —dice Thomas, siempre diplomático.

Más tarde, Thomas se le une frente a la ventana.

—Había oído algún que otro rumor sobre cierta cena, pero creo que no había terminado de creerlo hasta ahora.

—Me temo que los Barrett son unos cotillas incorregibles.

—Creo que ya me he cansado de este lugar —dice Thomas—. Pensaba que podría labrarme un futuro aquí, pero, si vas a dejar Inglaterra, seguro que es preferible dejarla de verdad. —Se vuelve para mirar a Edwin—. He pensado en ir al norte.

—¿Cuánto al norte? —A Edwin le asalta una preocupante visión de iglús en la tundra helada.

—No muy lejos. Solo hasta la isla de Vancouver.

—¿Tienes algo en mente?

—La empresa maderera del tío de mi amigo —dice Thomas—. Pero en sentido estricto, me espera lo desconocido. ¿No es para lo que hemos venido? ¿Para dejar huella en lo desconocido?

¿Y si alguien quisiera desaparecer en lo desconocido? Es un pensamiento extraño que le viene a la cabeza en un barco que se dirige al norte una semana más tarde y remonta la costa quebrada del lado oeste de la isla de Vancouver. Un paisaje de playas y bosques nítidos, con montañas que se elevan detrás. Entonces, de repente, las rocas escarpadas se convierten en una playa de arena blanca, la más larga que Edwin haya visto jamás. Hay aldeas en la orilla, con chimeneas humeantes y esas columnas de madera con alas y caras pintadas erigidas aquí y allá. Recuerda que se llaman tótems. No los entiende y por eso los encuentra amenazantes. Al cabo de un largo rato, la arena blanca decrece y la orilla vuelve a estar formada de peñascos rocosos y ensenadas estrechas. De vez en cuando, vislumbra una canoa en la distancia. ¿Qué pasaría si alguien se disolviera en tierras desconocidas como la sal en el agua? Quiere volver a casa. Por primera vez, Edwin empieza a preocuparse por su cordura.

Estos son los pasajeros del barco: tres hombres chinos que van a trabajar en la conservera, una joven de origen noruego muy tensa que viaja para reunirse con su marido, Thomas y Edwin, el capitán y dos tripulantes canadienses, todos en compañía de barriles y sacos de provisiones. Los chinos hablan y se ríen en su propio idioma. La mujer noruega se queda en el camarote, salvo para las comidas, y nunca sonríe. El capitán y la tripulación son cordiales, pero no tienen interés en hablar con Thomas y Edwin, así que los dos pasan la mayor parte del tiempo juntos en cubierta.

—Lo que esa panda de sedentarios de Victoria no termina de entender es que toda esta tierra está aquí para que la aprovechemos —dice Thomas. Edwin lo mira y ve un atisbo del futuro. Debido al rechazo de los empresarios de Victoria, ahora Thomas pasará el resto de su vida despotricando contra ellos—. Se han acomodado en su ciudad inglesa, y de verdad que entiendo el atractivo, pero aquí tenemos una oportunidad. Aquí podemos levantar nuestro propio imperio.

Sigue hablando sin cesar de imperios y oportunidades mientras Edwin contempla el agua. Por estribor aparecen ensenadas, calas e islotes, mientras que un poco más allá se extiende la inmensidad de la isla de Vancouver, cuyos bosques ascienden hasta convertirse en montañas con cimas que se pierden entre las nubes bajas. Por babor, donde se encuentran, el océano se extiende ininterrumpidamente hasta, según Edwin imagina, la costa de Japón. Tiene la misma sensación de exposición que sintió en las praderas. Es un alivio cuando la embarcación vira por fin despacio hacia la derecha y comienza a remontar una ensenada.

Llegan al asentamiento de Caiette al atardecer. No hay mucho; un muelle, una pequeña iglesia blanca, siete u ocho casas, una carretera rudimentaria que conduce a la fábrica de conservas y al campamento maderero. Edwin se queda junto al embarcadero con su baúl de viaje al lado, perdido. El lugar es precario; es la única manera de describirlo. Apenas un ligero esbozo de civilización, atrapado entre el bosque y el mar. No es el sitio para él.

—Ese edificio más grande de allí arriba es una pensión —le dice amablemente el capitán—. Por si quiere quedarse un tiempo, hasta que se ubique.