El mensajero - Robert William Chambers - E-Book

El mensajero E-Book

Robert William Chambers

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Beschreibung

El relato comienza cuando unos investigadores descubren que en tierras bretonas hay un cementerio lleno de calaveras, y encuentran el rastro de una antigua maldición que, según parece, fue hecha para intentar destruir a una familia.Inmersos en lo incierto, la superstición y la creencia en fantasmas, hay un personaje del que nadie se atreve a hablar: el sacerdote negro, que perteneció a la familia maldita y murió en muy extrañas circunstancias. Así es que los lugareños, fieles fervorosos de la superstición, creen que el sacerdote negro ha vuelto para vengarse.Las apariciones sobrenaturales parecen probar la realidad objetiva y generan un ingenioso giro en los acontecimientos. Anímate a descubrir si la mariposa de la noche que se posa en la ventana es o no la mensajera de la muerte...-

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Robert William Chambers

El mensajero

 

Saga

El mensajeroOriginal titleThe Messenger

Copyright © 1897, 2019 Robert William Chambers and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726338201

 

1. e-book edition, 2019

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

Pequeño mensajero gris,

vestido como la Muerte pintada,

polvo es tu vestido.

¿A quién buscas

entre lirios y capullos cerrados

al atardecer?

Entre lirios y capullos cerrados

al atardecer

¿a quién buscas,

pequeño mensajero gris

vestido en el espantable atuendo

de la Muerte pintada?

Omniprudente

¿has visto todo lo que hay que ver con tus dos ojos?

¿Conoces todo lo que hay por conocer y, por tanto,

omnisciente

te atreves a decir no obstante que tu hermano miente?

R .W. C.

I

—La bala entró por aquí —dijo Max Fortin, y puso su dedo medio en un limpio boquete exactamente en medio de la frente.

 

Yo estaba sentado en un montículo de algas y me descolgué la escopeta con que cazaba aves.

 

El pequeño químico palpó con precaución los bordes del agujero abierto por el disparo, primero con el dedo medio, luego con el pulgar.

 

—Déjeme ver el cráneo otra vez —dije.

 

Max Fortin lo alzó del suelo.

 

—Es como todos los otros —observó. Yo asentí con la cabeza sin ofrecerme a aliviarlo de la carga. Al cabo de un momento, reflexivamente volvió a ponerlo sobre la hierba a mis pies.

 

—Es como todos los otros —repitió, limpiando sus gafas con el pañuelo

 

—. Pensé que querría ver uno de los cráneos, de modo que traje éste del cascajar. Los hombres de Bannalec están todavía cavando. Tendrían que detenerse.

 

—¿Cuántos cráneos hay en total? —pregunté.

 

—Encontraron treinta y ocho cráneos; hay treinta y nueve anotados en la lista. Están apilados en el cascajar al borde del trigal de Le Bihan. Los hombres están trabajando todavía. Le Bihan los detendrá.

 

—Vayamos allí —dije; y cogí mi escopeta y me puse en camino a través de los riscos, Fortin a un lado, Môme al otro.

 

—¿Quién tiene la lista? —pregunté mientras encendía la pipa—. ¿Dice que hay una lista?

 

—La lista se encontró enrollada en un cilindro de latón —dijo el pequeño químico. Añadió—: No debería fumar aquí. Sabe que si una sola chispa volara hasta el trigal…

 

—Ah, pero mi pipa tiene una cubertura —dije sonriendo. Fortin me observó mientras yo ajustaba la cubertura de pimentero sobre la taza refulgente de la pipa. Luego continuó:

—La lista estaba escrita sobre un grueso papel amarillo; el tubo de latón la preservó. Se encuentra hoy en tan buen estado como en 1760. Ya la verá.

—¿Es esa la fecha?

 

—La lista está fechada "abril de 1760". La tiene el brigadier Durand. No está escrita en francés.

 

—¡No está escrita en francés! —exclamé.

 

—No —replicó Fortin solemnemente—, está escrita en bretón.

 

—Pero —protesté—, la lengua bretona no se escribió ni se imprimió nunca en 1760.

 

—Salvo los sacerdotes —dijo el químico.

 

—Sólo oí de un sacerdote que escribió en lengua bretona. Fortin me dirigió una mirada furtiva.

 

—¿Se refiere a… al Sacerdote Negro? —preguntó.

 

Asentí con la cabeza.

 

Fortin abrió la boca para volver a hablar, vaciló y finalmente apretó los dientes con obstinación sobre el tallo de trigo que estaba masticando.

 

—¿Y el Sacerdote Negro? —sugerí alentador. Pero sabía que era inútil; porque es más fácil apartar a las estrellas de su curso que hacer que un bretón obstinado hable. Anduvimos un minuto o dos en silencio.

 

—¿Dónde está el brigadier Durand? —pregunté mientras hacía una seña a Môme para que se apartara del trigal, que pisoteaba como si fuera brezos. En ese momento llegamos a la vista del extremo más alejado del trigal y la oscuramasa húmeda de los riscos más allá.

 

—Durand está allí… puede verlo; se encuentra detrás del alcalde de St. Gildas.

 

—Ya lo veo —dije; y descendimos por un sendero para ganado abrasado al sol entre el brezal. Cuando llegamos al borde del trigal, Le Bihan, el alcalde de St. Gildas, me llamó; me puse la escopeta bajo el brazo y bordeé el trigal hasta el sitio en que el buen hombre se encontraba.

 

—Treinta y ocho cráneos —dijo con su vocecita aguda—; sólo resta uno y me opongo a que se siga buscando. ¿Supongo que Fortin se lo dijo? Le estreché la mano y devolví el saludo al brigadier Durand.

 

—Me opongo a que se siga la búsqueda —repitió Le Bihan toqueteándose nervioso los botones de plata que cubrían la parte delantera de su chaqueta de terciopelo y velarte como el peto de una armadura de escamas. Durand abultó los labios, se retorció sus tremendos bigotes y metió el pulgar bajo el cinturón del sable.

 

—En cuanto a mí —dijo—, soy partidario de que se continúe la búsqueda.

 

—¿Qué se siga la búsqueda de qué? ¿Del trigésimo noveno cráneo? — pregunté.

 

Le Bihan asintió con la cabeza. Duraud frunció el ceño ante el mar iluminado por el sol, que se mecía como un cuenco de oro fundido desde los riscos hasta el horizonte. Seguí su mirada. Sobre los riscos oscuros, recortado sobre el centelleo del mar, había un cormorán, negro, inmóvil, con la horrible cabeza alzada hacia el cielo.

 

—¿Dónde está esa lista, Durand? —pregunté. El gendarme revolvió en su bolsa de despacho y sacó un cilindro de latón de un pie de longitud poco más o menos. Con suma gravedad desatornilló la tapadera e hizo caer un rollo de grueso papel amarillo cubierto de densa escritura por ambos lados. Ante una señal de Le Bihan, me alcanzó el rollo. Pero no entendí nada de la torpe escritura, desvaída ahora y de un pardo opacado.

 

—Vamos, vamos, Le Bihan —dije con impaciencia—, tradúzcala ¿quiere? Usted y Max Fortin hacen de nada un gran misterio, según parece. Le Bihan se acercó al foso donde los tres hombres de Bannalec estaban cavando, dio una orden o dos en bretón y se volvió hacia mí. Al dirigirme al borde del foso, los hombres de Bannalec estaban quitando un fragmento cuadrado de lona de lo que parecía ser una pila de adoquines.

 

—¡Mire! —dijo con voz aguda Le Bihan. Miré. La pila era un montón de cráneos. Al cabo de un momento bajé por los lados pedregosos del foso y me acerqué a los hombres de Bannalec. Me saludaron gravemente apoyados sobre los picos y las palas y enjugándose las caras sudorosas con las manos curtidas por el sol.

 

—¿Cuántos? —pregunté en bretón.

 

—Treinta y ocho —respondieron.

 

Miré a mi alrededor. Más allá del montón había dos pilas de huesos humanos. Junto a ellos había un montículo de fragmentos rotos y herrumbrados de hierro y acero. Al mirar más de cerca, vi que el montículo se componía de bayonetas herrumbradas, hojas de sables y de hoces y, aquí y allá, hebillas deslucidas unidas a trozos de cuero duro como el hierro. Recogí un par de botones y una hebilla. Los botones tenían las armas reales de Inglaterra: la hebilla tenía por blasón las armas inglesas y también el número "27".

 

—Oí a mi abuelo hablar del terrible regimiento inglés, el 27º de Infantería, que desembarcó en esta región y la asoló —dijo uno de los hombres de Bannalec.

 

—¡Oh! —dije—. ¿Entonces estos son los huesos de soldados ingleses?

 

—Sí —dijeron los hombres de Bannalec. Le Bihan me llamaba desde el borde del foso arriba, y di la hebilla y los botones a los hombres y trepé por el lado de la excavación.

 

—Bien —dije, tratando de impedir que Môme me saltara encima y me lamiera la cara al emerger yo del foso, supongo que sabrá a quiénes pertenecen estos huesos. ¿Qué hará con ellos?