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He aquí una obra maestra de la ficción espectral que toma su nombre de un libro homónimo, prohibido y monstruoso, cuya lectura acarrea terror, locura y tragedia a quien se atreva a leerlo. Desde su primera publicación, El Rey de Amarillo se convirtió en un clásico de culto, cuya influencia es innegable en la obra de autores de la talla de H. P. Lovecraft, Thomas Ligotti, Arthur Machen y Clark Ashton Smith, por mencionar sólo algunos. La presente edición ofrece los relatos «El reparador de reputaciones», «La máscara», «En la Corte del Dragón», «El Signo Amarillo», «La Demoiselle d'Ys», «El Hacedor de Lunas», «Una agradable velada», «El mensajero», «La Llave del Dolor» y cierra con broche de oro: un epílogo magistral a cargo del escritor y crítico literario S. T. Joshi. Estos relatos macabros, extraños e inquietantes representan una muestra de lo más emocionante que se ha escrito en el campo de la ficción especulativa, explorando lo supernatural, la espiritualidad y la influencia potencialmente corrosiva de la creencia en el más allá. «Las representaciones más imaginativas y técnicamente magistrales de El Rey de Amarillo carecen del pavor y el oscuro poder que éste alcanza a través de la invocación de Chambers. De igual forma, ninguno de los autores cuya obra germina a partir del culto a este libro ha logrado reproducir la explosión de sensaciones vertiginosas del original, el borde aleteante de una percepción transformadora siempre al límite de la página. Que este libro haya resultado a la vez tan inspirador y tan resistente a la emulación puede ser la prueba más contundente de su fuerza inmortal». Nic Pizzolatto, creador de la serie True Detective
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Seitenzahl: 420
Veröffentlichungsjahr: 2025
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El Rey de Amarillo
Título original: The King in Yellow
D. R. © 1895, Robert W. Chambers
D. R. © 2014, S. T. Joshi, por el epílogo
D. R. © 1984, Rubén Massera, por la traducción
D. R. © 2025, Ariadna Molinari Tato, por la traducción del epílogo
Ilustración de portada: Isidro Esquivel
Primera edición: abril de 2025
D. R. © 2025, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Perla Ediciones ®, S. A. de C. V.
Venecia 84-504, colonia Clavería, alcaldía Azcapotzalco, C. P. 02080, Ciudad de México
www.perlaediciones.com / contacto@perlaediciones.com
@perlaediciones
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
ISBN: 978-607-267-280-2
ÍNDICE
~
El reparador de reputaciones
La máscara
En la Corte del Dragón
El Signo Amarillo
La Demoiselle d’Ys
El Hacedor de Lunas
Una agradable velada
El mensajero
La Llave del Dolor
Epílogo, por S. T. Joshi
Rompen las olas neblinosas a lo largo de la costa,
los soles gemelos se hunden tras el lago,
se prolongan las sombras
en Carcosa.
Extraña es la noche en que surgen estrellas negras,
y extrañas lunas giran por los cielos,
pero más extraña todavía es la
perdida Carcosa.
Los cantos que cantarán las Híades
donde flamean los andrajos del Rey,
deben morir inaudibles en la
penumbrosa Carcosa.
Canto de mi alma, se me ha muerto la voz,
muere, sin ser cantada, como las lágrimas no derramadas
se secan y mueren en la
perdida Carcosa.
«El canto de Cassilda» en El Rey de Amarillo
Acto 1, escena 2
EL REPARADOR DE REPUTACIONES
~
No nos burlemos de los locos;
su locura dura más tiempo que la nuestra…
He aquí toda la diferencia.
I
AFINES DEL AÑO 1920, el gobierno de los Estados Unidos había prácticamente completado el programa adoptado durante los últimos meses de la administración del presidente Winthrop. El país gozaba aparentemente de tranquilidad. Todo el mundo sabe cómo se solucionaron las cuestiones de aranceles y trabajo. La guerra con Alemania, consecuencia de que ese país invadiera las islas de Samoa, no dejó cicatrices visibles en la república, y la ocupación temporaria de Norfolk por el ejército invasor había sido olvidada en la alegría de las repetidas victorias navales y el ridículo apremio de las fuerzas del general von Gartenlaube en el estado de Nueva Jersey. Las inversiones cubanas y hawaianas habían dado un beneficio del cien por ciento y bien valía el territorio de Samoa su costo como estación de aprovisionamiento de carbón. El estado de defensa del país era estupendo. A todas las ciudades costeras se les había suministrado una fortificación en tierra; el ejército, bajo la paternal mirada del Personal General, organizado de acuerdo con el sistema prusiano, había aumentado a trescientos mil hombres con una reserva territorial de un millón; y seis magníficos escuadrones de cruceros y acorazados patrullaban las seis estaciones de los mares navegables, dejando una reserva de energía holgadamente adecuada para el control de las aguas territoriales. Los caballeros del Oeste por fin tuvieron que reconocer que era necesario contar con un colegio para la formación de diplomáticos como es necesaria una escuela de derecho para la formación de abogados. En consecuencia, ya no nos representaron en el extranjero patriotas incompetentes. La nación era próspera. Chicago, por un momento paralizada después del segundo gran incendio, se había levantado de sus ruinas, blanca e imperial, y más hermosa que la ciudad blanca que se había construido como juguete en 1893. En todas partes la buena arquitectura remplazaba la mala y aun en Nueva York un súbito anhelo de decencia había barrido una gran parte de los horrores existentes. Las calles se habían ensanchado y se pavimentaron e iluminaron de manera adecuada, se plantaron árboles, se abrieron plazas, se demolieron las estructuras elevadas y se hicieron rutas subterráneas para sustituirlas. Los nuevos edificios gubernamentales y cuarteles eran espléndidas piezas arquitectónicas y el prolongado sistema de muelles de piedra que rodeaba por completo la isla se convirtió en parques que resultaron un don de Dios para la población. El subsidio del teatro y la ópera estatales produjo su propia recompensa. La Academia Nacional de Diseño de los Estados Unidos no difería de las instituciones europeas de la misma especie. Nadie envidiaba al secretario de Bellas Artes, ni su posición en el gabinete ni su ministerio. El secretario de Forestación y Preservación de la Fauna lo pasaba mucho mejor gracias a un nuevo sistema de Policía Montada Nacional. Habíamos obtenido provecho con los últimos tratados celebrados con Francia e Inglaterra; la exclusión de los judíos nacidos en el extranjero como medida de autopreservación nacional, el establecimiento del nuevo estado negro independiente de Suanee, el control de la inmigración, las nuevas leyes sobre la naturalización y la gradual centralización del poder en el ejecutivo fueron todas medidas que contribuyeron a la calma y la prosperidad nacionales. Cuando el gobierno solucionó el problema indio y escuadrones de una caballería de exploradores indios con sus trajes nativos remplazaron a las lamentables organizaciones sumadas a regimientos reducidos al mínimo por un exsecretario de Guerra, la nación suspiró con profundo alivio. Cuando, después del colosal Congreso de Religiones, el fanatismo y la intolerancia quedaron sepultadas y la bondad y la tolerancia empezaron a unir las sectas contendientes, muchos creyeron que había llegado el milenio de felicidad y abundancia, cuando menos en un nuevo mundo, que después de todo es un mundo de por sí.
Sin embargo, la autopreservación es la ley primera, y los Estados Unidos tuvieron que contemplar con desvalida pena cómo Alemania, Italia, España y Bélgica se debatían en la angustia de la anarquía mientras Rusia, vigilante desde el Cáucaso, se inclinaba para atraparlas una por una.
En la ciudad de Nueva York, el verano de 1899 quedó marcado por el desmantelamiento de los Ferrocarriles Elevados. El verano de 1900 vivirá en la memoria de los neoyorquinos por largos periodos; ese año se eliminó la estatua de Dodge. El siguiente invierno empezó la agitación para la anulación de las leyes que prohibían el suicidio, que dio su fruto final el mes de abril de 1920, cuando la primera cámara letal del Gobierno se inauguró en el parque de Washington.
Ese día venía andando por la avenida Madison desde la casa del doctor Archer, donde había estado por mera formalidad. Desde que me había caído del caballo cuatro años atrás, padecía de dolores de vez en cuando en la nuca y en el cuello, pero desde hacía meses me habían desaparecido, y el doctor me despidió ese día diciéndome que ya no tenía de qué curarme. Apenas valía la pena pagar sus honorarios para que me lo dijera; yo ya lo sabía. No obstante, no le guardé rencor por el dinero. Lo que me molestaba era el error que había cometido al principio. Cuando me recogieron del pavimento donde yacía sin conocimiento y alguien misericordioso le disparó una bala en la cabeza a mi caballo, fui llevado a lo del doctor Archer, y él, considerando afectado mi cerebro, me internó en su hospicio privado donde me vi obligado a seguir un tratamiento por insania. Por fin decidió que me había recuperado y yo, que sabía que mi mente había estado siempre tan sana como la suya, si no más, «pagué mis derechos de matrícula» como él lo llamó, por broma, y me fui. Le dije, sonriente, que ya me las pagaría por su error, y él rio de buen grado, y me pidió que lo visitara de vez en cuando. Así lo hice con la esperanza de un posible ajuste de cuentas, pero no me dio la oportunidad, y yo le dije que esperaría.
La caída del caballo no tuvo por fortuna malas consecuencias; por el contrario, mi carácter mejoró. De un joven ciudadano ocioso, me convertí en alguien activo, enérgico, atemperado y, sobre todo —oh, por sobre todo, ambicioso—. Sólo una cosa me perturbaba; me reía de mi propia intranquilidad, pero me perturbaba.
Durante mi convalecencia había comprado y leído por primera vez El Rey de Amarillo. Recuerdo que después de haber leído el primer acto pensé que era mejor no seguir adelante. Me puse de pie y arrojé el libro a la chimenea; el volumen dio contra la rejilla y cayó abierto a la luz del fuego. Si no hubiera tenido un atisbo de las palabras de apertura del segundo acto, jamás lo habría terminado, pero, cuando me incliné para recogerlo, fijé los ojos en la página y, con un grito de terror, o quizá de alegría, tan intenso era el sufrimiento de cada uno de mis miembros, lo arrebaté de los carbones y me arrastré tembloroso a mi dormitorio donde lo leí y lo releí, y lloré y reí y temblé presa de un horror que todavía me asalta a veces. Esto es lo que me perturba, porque no puedo olvidarme de Carcosa donde estrellas negras lucen en los cielos; donde las sombras de los pensamientos de los hombres se alargan en la tarde, cuando los soles gemelos se hunden en el lago de Hali; y mi memoria cargará para siempre con el recuerdo de la Máscara Pálida. Ruego a Dios que maldiga al escritor, como el escritor maldijo al mundo con esta su hermosa, estupenda creación, terrible en su simplicidad, irresistible en su verdad: un mundo que ahora tiembla ante el Rey de Amarillo. Cuando el gobierno francés incautó los ejemplares de la traducción recién llegada a París, Londres, por supuesto, tuvo ansiedad por leerlo. Se sabe perfectamente cómo el libro se difundió como una enfermedad infecciosa de ciudad en ciudad, de continente a continente, prohibido aquí, confiscado allá, denunciado por la prensa y el púlpito, censurado aun por los más avanzados anarquistas literarios. Ningún principio definido había sido violado en esas malignas páginas, ninguna doctrina promulgada, ninguna convicción ultrajada. No era posible juzgarlo de acuerdo con ninguna de las normas conocidas; sin embargo, aunque se reconocía que la nota del arte supremo había resonado con El Rey de Amarillo, todos sentían que la naturaleza humana no podía soportar la tensión, ni medrar con palabras en las que acechaba la esencia del más puro veneno. La simple banalidad e inocencia del primer acto provocaba que el golpe se asestara después con un efecto más espantoso.
Era, recuerdo, el 13 de abril de 1920 cuando se estableció la primera cámara letal del Gobierno en el extremo sur del parque de Washington, entre la calle Wooster y la Quinta Avenida Sur. La manzana, que anteriormente había comprendido un montón de viejos edificios deteriorados utilizados como cafés y restaurantes para extranjeros, había sido adquirida por el gobierno en el invierno de 1898. Los cafés y restaurantes franceses e italianos fueron demolidos; toda la manzana fue rodeada de un enrejado dorado y convertida en un adorable jardín con prados, flores y fuentes. En el centro del jardín se levantaba un pequeño edificio blanco de arquitectura severamente clásica y rodeado de macizos de flores. Seis columnas jónicas sostenían el techo y la única puerta era de bronce. Un espléndido grupo de mármol que representaba a Las Parcas se encontraba frente a la puerta, obra de un joven escultor estadounidense, Boris Yvain, que había muerto en París cuando sólo tenía treinta y tres años.
Se estaban celebrando las ceremonias de inauguración cuando yo cruzaba la plaza de la universidad y entré en el parque. Me abrí camino entre la silenciosa multitud de espectadores, pero fui detenido en la calle 4 por un cordón policial. Un regimiento de lanceros de los Estados Unidos rodeaba la cámara letal. En una tribuna elevada que daba al parque de Washington estaba el gobernador de Nueva York y, detrás de él, estaban agrupados el alcalde de Nueva York, el inspector general de policía, el comandante de las tropas estaduales, el coronel Livingston, auxiliar militar del presidente de los Estados Unidos, el general Blount, comandante de la Isla del Gobernador, el mayor Hamilton, comandante de la guarnición de Nueva York y Brooklyn, el almirante Buffby de la flota del río del Norte, el cirujano general Lanceford, el personal del Hospital General Gratuito, los senadores Wyse y Franklin de Nueva York, y el comisionado de Obras Públicas. La tribuna estaba rodeada por un escuadrón de húsares de la Guardia Nacional.
El gobernador estaba terminando su respuesta al breve discurso del cirujano general. Oí que decía:
—Las leyes que prohibían el suicidio y sancionaban cualquier intento de autodestrucción han quedado sin efecto. El gobierno ha considerado conveniente reconocer el derecho que tiene el hombre a poner fin a una existencia que se le haya vuelto intolerable sea por padecimiento físico o por desesperación mental. Se considera que la comunidad resultará beneficiada si se saca del medio a gente semejante. Desde la promulgación de esta ley, el número de suicidios en los Estados Unidos no ha aumentado. Ahora que el gobierno ha decidido establecer una cámara letal en cada ciudad, pueblo o aldea del país, queda por ver si esa clase de criaturas humanas de cuyas desanimadas filas, nuevas víctimas de la autodestrucción caen día tras día, aceptará el alivio que se le procura. —Hizo una pausa y se volvió hacia la cámara letal. El silencio en la calle era absoluto.— Allí una muerte indolora aguarda a quien no soporte ya los dolores de su vida. Si anhela la muerte, que la busque allí. —Luego volviéndose rápidamente hacia el auxiliar de la Casa Presidencial, dijo—: Declaro inaugurada la cámara letal —y enfrentado una vez más a la vasta multitud, exclamó con clara voz—: Ciudadanos de Nueva York y de los Estados Unidos de América, por mi intermedio el gobierno declara inaugurada la cámara letal.
La solemne quietud fue quebrantada por una áspera voz de comando, el escuadrón de húsares desfiló tras el carruaje del gobernador, los lanceros giraron y se formaron a lo largo de la Quinta Avenida para aguardar al comandante de la guarnición, y la policía montada los siguió. Yo abandoné la multitud para contemplar boquiabierto la cámara letal de mármol blanco y, cruzando la Quinta Avenida Sur, caminé a lo largo del lado oeste de esa transitoria vía pública hasta la calle Bleecker. Luego me volví a la derecha y me detuve delante de una deslucida tienda que tenía un cartel que decía:
HAWBERK, ARMERO
Miré la puerta de entrada y vi a Hawberk ocupado en la pequeña tienda en el extremo del recinto. Él levantó la vista en el mismo instante y, al verme, exclamó con su profunda voz cordial:
—¡Pase usted, señor Castaigne!
Constance, su hija, salió a mi encuentro cuando crucé el umbral y me tendió su bonita mano, pero observé el rubor de la desilusión en sus mejillas y supe que era otro el Castaigne que ella esperaba, mi primo Louis. Me sonreí ante su confusión y la felicité por el estandarte que estaba bordando de acuerdo con el modelo de un plato esmaltado. El viejo Hawberk estaba remachando las gastadas grebas de una antigua armadura y el ¡ting! ¡ting! ¡ting! del pequeño martillo sonaba agradablemente en la curiosa tienda. Enseguida dejó el martillo a un lado y empezó a trabajar afanoso con una pequeña llave de tuerca. El suave sonido de la malla hizo que un estremecimiento de placer me recorriera todo el cuerpo. Me encantaba escuchar la música del acero contra el acero, el dulce choque del mazo contra las piezas del muslo y la melodía de la cota de malla. Esa era la única razón por la que iba a ver a Hawberk. Él nunca me había interesado personalmente, ni tampoco Constance, salvo porque estaba enamorada de Louis. Esto, por cierto, ocupaba mi atención e incluso a veces me mantenía despierto por la noche. Pero sabía en mi corazón que todo saldría bien y que yo solucionaría el futuro de ambos como esperaba solucionar el de mi buen doctor, John Archer. Sin embargo, jamás se me habría ocurrido visitarlos si no fuera, como dije, por la intensa fascinación que ejercía el tintineante martillo. Pasaba horas sentado escuchando y escuchando y cuando un rayo de sol perdido daba sobre el acero con incrustaciones, la sensación era casi demasiado aguda como para poder soportarla. Fijaba la mirada con ojos dilatados de placer que ponía en tensión cada uno de mis nervios casi a punto de quebrarse, hasta que algún movimiento del viejo armero interrumpía el rayo de luz; entonces, todavía secretamente excitado, me inclinaba hacia atrás y escuchaba otra vez el sonido del paño de pulir, ¡suish! ¡suish! ¡suish!, que quitaba la herrumbre de los remaches.
Constance trabajaba con el bordado sobre las rodillas deteniéndose de vez en cuando para examinar más de cerca el modelo del plato esmaltado del museo Metropolitan.
—¿Para quién es? —pregunté.
Hawberk explicó que, además de haber sido designado armero de las armaduras atesoradas en el museo Metropolitan, estaba también a cargo de varias colecciones pertenecientes a ricos coleccionistas. Esta era la greba que faltaba de una famosa armadura que un cliente suyo había rastreado hasta una pequeña tienda de París en el muelle de Orsay. Él, Hawberk, había negociado y adquirido la greba y ahora el juego de la armadura estaba completo. Dejó a un lado el martillo y me leyó la historia del juego rastreada hasta 1450, de propietario a propietario, hasta que fue adquirido por Thomas Stainbridge. Cuando se vendió su soberbia colección, este cliente de Hawberk compró el juego, y desde entonces se inició la búsqueda de la greba que faltaba hasta que, casi por accidente, se la localizó en París.
—¿Siguió con la búsqueda con tanta persistencia sin certidumbre de que la greba existiera todavía? —le pregunté.
—Pues claro —contestó él tranquilamente.
Entonces, por primera vez experimenté un interés personal por Hawberk.
—¿Tenía algún valor para usted? —aventuré.
—No —contestó riendo—, el placer de hallarla fue mi recompensa.
—¿No tiene ambición de enriquecerse? —le pregunté sonriendo.
—Mi única ambición es ser el mejor armero del mundo —contestó con gravedad.
Constance me preguntó si había presenciado las ceremonias de la cámara letal. Ella había visto pasar a la caballería por Broadway esa mañana y había tenido deseos de ver la inauguración, pero su padre quería que el estandarte quedara terminado y ella, por tanto, se había quedado en casa.
—¿Vio a su primo allí, señor Castaigne? —preguntó con un muy ligero temblor de sus suaves pestañas.
—No —repliqué despreocupadamente—. El regimiento de Louis está haciendo maniobras en el condado de Westchester.
Me puse de pie y agarré el sombrero y el bastón.
—¿Subirá a ver otra vez al lunático? —preguntó riendo el viejo Hawberk. Si Hawberk supiera cómo odio la palabra «lunático», no la emplearía en mi presencia. Despierta ciertos sentimientos en mí que no quiero explicar. No obstante, le contesté serenamente:
—Creo que veré al señor Wilde uno o dos minutos.
—Pobre hombre —dijo Constance meneando la cabeza—, debe de ser duro vivir solo año tras año, pobre, tullido y casi demente. Es muy bondadoso de su parte, señor Castaigne, visitarlo tan a menudo como lo hace.
—Creo que es malvado —observó Hawberk, empezando otra vez con su martillo. Escuché el dorado sonido sobre las placas de la greba; cuando hubo terminado, le contesté:
—No, no es malvado, ni es en absoluto demente. Su cabeza es una cámara de maravillas de la que puede extraer tesoros por los que usted y yo daríamos años de nuestras vidas.
Hawberk rio.
Yo continué, algo impaciente:
—Conoce historia como nadie más podría hacerlo. Nada, por trivial que parezca, escapa a sus investigaciones, y su memoria es tan absoluta, tan precisa en los detalles, que, si se supiera en Nueva York que existe semejante hombre, no podría honrárselo lo suficiente.
—Tonterías —murmuró Hawberk buscando en el suelo un remache que se le había caído.
—¿Son tonterías —pregunté logrando reprimir lo que sentía—, son tonterías cuando dice que los faldares y las musleras del juego de armadura esmaltado comúnmente conocido como «el Príncipe Blasonado» puede encontrarse entre un montón de cacharros teatrales herrumbrados, cocinas rotas y desechos de traperos en un ático de la calle Pell?
A Hawberk se le cayó el martillo, pero lo recogió y preguntó con suma calma cómo sabía yo que faltaban los faldares y la muslera izquierda del «Príncipe Blasonado».
—No lo sabía hasta que el señor Wilde me lo mencionó el otro día. Dijo que se encontraban en el ático del 998 de la calle Pell.
—Tonterías —exclamó, pero advertí que la mano le temblaba bajo el delantal de cuero.
—¿Es esto también una tontería? —pregunté complacido—. ¿Es una tontería que el señor Wilde se refiera a usted como al marqués de Avonshire y a la señorita Constance…?
No terminé porque Constance se puso de pie de un salto con el terror escrito en cada una de sus facciones. Hawberk me miró y alisó lentamente su delantal de cuero.
—Eso es imposible —observó—, puede que el señor Wilde sepa muchas cosas…
—Sobre armaduras, por ejemplo, y «el Príncipe Blasonado» —interrumpí sonriendo.
—Sí —continuó lentamente—, sobre armaduras también —tal vez—, pero se equivoca respecto del marqués de Avonshire quien, como lo sabe usted, mató al calumniador de su esposa hace años y se fue a Australia donde no sobrevivió mucho tiempo.
—El señor Wilde está equivocado —murmuró Constance. Tenía los labios blancos, pero su voz era dulce y serena.
—Convengamos, si así lo quieren, que en esta circunstancia el señor Wilde se equivoca.
II
Subí los tres deteriorados tramos de escalera que tan a menudo había subido antes y llamé a una pequeña puerta al extremo del corredor. El señor Wilde abrió la puerta y entré.
Después de echar doble cerrojo a la puerta y empujado contra ella un pesado tocador, vino y se sentó junto a mí mirándome fijamente a la cara con sus ojuelos de color claro. Media docena de nuevos rasguños le cubrían la nariz y las mejillas, y los alambres de plata que le sostenían las orejas artificiales estaban fuera de lugar. Pensé que nunca lo había visto tan espantosamente fascinante. No tenía orejas. Las artificiales, que estaban ahora perpendiculares en relación con los finos alambres, eran su única debilidad. Estaban hechas de cera y pintadas de un rosa de conchilla, pero tenía el resto de la cara amarilla. Mejor habría hecho en concederse el lujo de adquirir algunos dedos artificiales para su mano izquierda, que carecía en absoluto de ellos, pero eso no parecía molestarle y se contentaba con las orejas de cera. Era extremadamente pequeño, apenas más alto que un niño de diez años, pero con los brazos magníficamente desarrollados y los muslos tan anchos como los de un atleta. Sin embargo, lo que el señor Wilde tenía de más notable era que un hombre de inteligencia y conocimientos tan maravillosos tuviera semejante cabeza. Era plana y puntiaguda como las cabezas de muchos de esos desdichados que la gente encierra en asilos para débiles mentales. Muchos lo llamaban loco, pero yo sabía que era tan cuerdo como yo.
No niego que fuera excéntrico; la manía que tenía por esa gata a la que atormentaba hasta que ella le saltaba a la cara como un demonio era sin duda una excentricidad. Nunca pude entender por qué tenía ese animal ni qué placer encontraba en encerrarse con la maligna y lúgubre bestia. Recuerdo que una vez, al levantar la vista del manuscrito que estaba estudiando a la luz de una vela de sebo, vi al señor Wilde en cuclillas inmóvil sobre el asiento de la silla, con los ojos inflamados de excitación, mientras la gata, que había abandonado su lugar junto a la estufa, se le acercaba arrastrándose. Antes de que yo pudiera moverme, la minina se echó de vientre contra el suelo y se agazapó, tembló y le saltó a la cara. Aullando y echando espuma por la boca rodaron por el suelo una y otra vez, arañándose y dando zarpazos hasta que la gata lanzó un aullido y fue a esconderse bajo el armario; el señor Wilde se tendió de espaldas con los miembros contraídos y temblorosos como las patas de una araña agonizante. Era excéntrico.
El señor Wilde había subido a su alta silla, y después de examinarme la cara, tomó un ajado libro mayor y lo abrió.
—Henry B. Matthews —leyó—, tenedor de libros en Whysot Whysot y Compañía, comerciantes de ornamentos eclesiásticos. Se presentó el 3 de abril. Reputación dañada en el hipódromo. Conocido como estafador. Reputación por reparar el 1 de agosto. Anticipo de cinco dólares.
Volvió la página y recorrió con los nudillos sin dedos las columnas densamente escritas.
—P. Greene Dusenberry, ministro de los Evangelios, Fairbeach, Nueva Jersey. Reputación dañada en el Bowery. Por reparar tan pronto como sea posible. Anticipo de cien dólares.
Tosió y agregó:
—Se presentó el 6 de abril.
—Entonces no está usted necesitado de dinero, señor Wilde —inquirí.
—Escuche —volvió a toser—. Señora C. Hamilton Chester, de Chester Park, ciudad de Nueva York. Se presentó el 7 de abril. Reputación dañada en Dieppe, Francia. Por reparar el 1 de octubre. Anticipo de quinientos dólares.
»Nota: C. Hamilton Chester, capitán del Avalanche de los Estados Unidos regresa con el Escuadrón de los Mares del Sur el 1o de octubre.
—Bien, pues —dije—, la profesión de reparador de reputaciones es lucrativa.
Sus ojos descoloridos buscaron los míos.
—Sólo quería demostrar que estoy en lo cierto. Usted dijo que era imposible tener buen éxito como reparador de reputaciones; que aun si lo tenía en ciertos casos, me costaría más de lo que ganaría. Hoy tengo empleados a quinientos hombres mal pagados, pero que trabajan con un entusiasmo posiblemente nacido del miedo. Estos hombres provienen de todas las capas y matices de la sociedad; algunos son aún pilares de los más exclusivos templos sociales; otros son puntal y orgullo del mundo financiero; otros, en fin, gozan de un dominio indiscutido en el mundo de «la fantasía y el talento». Elijo a mi antojo entre los que contestan a mis anuncios. Es bastante fácil, todos son cobardes. De modo que ya ve usted, los que tienen a su cargo la reputación de sus conciudadanos figuran en mi nómina de pagos.
—Puede que se vuelvan contra usted —sugerí.
Se frotó las orejas mutiladas con el pulgar y ajustó los sustitutos de cera.
—No lo creo —murmuró reflexivo—. Rara vez tengo que aplicar el látigo, sólo en una ocasión en realidad. Además, aprecian sus honorarios.
—¿Cómo aplica el látigo? —le pregunté.
Por un momento, fue espantoso mirarle la cara. Sus ojos menguaron hasta convertirse en un par de chispas verdes.
—Los invito a venir a sostener una pequeña charla conmigo —dijo con voz suave.
Un golpe a la puerta lo interrumpió y su cara volvió a adoptar una expresión amable.
—¿Quién es? —preguntó.
—El señor Steylette —fue la respuesta.
—Venga mañana —contestó el señor Wilde.
—Imposible —empezó el otro, pero una especie de ladrido emitido por el señor Wilde lo silenció.
—Venga mañana —repitió.
Oímos que alguien se alejaba de la puerta y volvía por el corredor.
—¿Quién es ese? —pregunté.
—Arnold Steylette, propietario y jefe de redacción del Nueva York, el periódico de la ciudad.
Tamborileó sobre el libro mayor con sus manos sin dedos añadiendo:
—Le pago muy mal, pero él se considera beneficiado.
—¡Arnold Steylette! —repetí asombrado.
—Sí —dijo el señor Wilde tosiendo con autosatisfacción.
La gata, que había entrado en el cuarto mientras él hablaba, lo miró y refunfuñó. Él bajó de la silla y, agachándose en el suelo, levantó a la criatura entre los brazos y la acarició. La gata dejó de gruñir y empezó un prolongado ronroneo cuyo timbre parecía aumentar mientras él la acariciaba.
—¿Dónde están las notas? —pregunté—. Él señaló la mesa y por centésima vez recogí el paquete del manuscrito titulado Dinastía imperial de América.
Una por una examiné las gastadas páginas, gastadas sólo por mis propias manos, y aunque lo sabía todo de memoria, desde el principio «Cuando desde Carcosa, las Híades, Hastur y Aldebarán» hasta «Castaigne, Louis de Calvados, nacido el 19 de diciembre de 1877», leí con arrebatada atención ansiosa, deteniéndome de vez en cuando para leer fragmentos en voz alta y demorándome especialmente en «Hildred de Calvados, hijo único de Hildred Castaigne y Edythe Landes Castaigne, primero en sucesión», etcétera, etcétera.
Cuando terminé, el señor Wilde asintió con la cabeza y tosió.
—Hablando de su legítima ambición —dijo—, ¿cómo van las cosas entre Constance y Louis?
—Ella lo ama —contesté simplemente.
La gata en sus rodillas se volvió y le dio un zarpazo en los ojos, y él la arrojó y se subió a la silla que había enfrente de mí.
—¡Y el doctor Archer! Pero ese es un asunto que puede solucionar cuando lo desee —añadió.
—Sí —contesté—, el doctor Archer puede esperar, pero ya es hora de que vea a mi primo Louis.
—Es hora —repitió él. Entonces agarró otro libro mayor de la mesa y recorrió sus páginas rápidamente.
—Estamos ahora en comunicación con diez mil hombres —musitó—. Podemos contar con cien mil dentro de las primeras veintiocho horas y en cuarenta y ocho horas el estado se levantará en masa. El país sigue al estado, y a la porción que no lo haga, me refiero a California y el Noroeste, más le habría valido no ser nunca habitada. No les enviaré el Signo Amarillo.
Me fluyó la sangre a la cabeza, pero sólo contesté:
—Escoba nueva barre bien.
—La ambición de César y Napoleón palidece ante la que no le es posible descansar en tanto no se haya apoderado de las mentes de los hombres y controlado sus pensamientos aún no concebidos —dijo el señor Wilde.
—Está usted hablando del Rey de Amarillo —dije roncamente con un estremecimiento.
—Es un rey al que han servido emperadores.
—Me complace ser su servidor —contesté.
El señor Wilde estaba sentado frotándose las orejas con la mano mutilada.
—Quizá Constance no lo ama —sugirió.
Iba a contestar, pero la súbita irrupción de música militar desde la calle ahogó mi voz. El vigésimo regimiento de dragones, antes apostado en Monte San Vicente, volvía de las maniobras en el condado de Westchester, a sus nuevos cuarteles al oeste del parque de Washington. Era el regimiento de mi primo. Era un bonito grupo de individuos con ajustadas chaquetas celestes, elegantes morriones de piel y blancas calzas de montar con doble listado amarillo en las que sus piernas parecían modelarse. El resto de los escuadrones estaba armado de lanzas de cuyas puntas de metal colgaban pendones amarillos y blancos. Pasó la banda ejecutando la marcha del regimiento, luego el coronel y los soldados: los caballos llenaban la calzada que resonaba bajo sus cascos mientras sus cabezas se alzaban y bajaban al unísono y los pendones flameaban en las puntas de las lanzas. Las tropas, que cabalgaban con la bella silla inglesa, lucían pardas como bayas al regresar de la incruenta campaña entre las granjas de Westchester, y la música de sus sables contra las espuelas y el tintinear de las espuelas y las carabinas me deleitaron. Vi a Louis que cabalgaba con su escuadrón. Era el oficial más guapo que jamás había visto. El señor Wilde, que se había subido a una silla, lo vio también, pero no dijo nada. Louis se volvió y miró directamente la tienda de Hawberk al pasar, y pude ver que el rubor teñía sus tostadas mejillas. Creo que Constance debió de haber estado junto a la ventana. Cuando las últimas tropas hubieron pasado resonantes y los últimos pendones se desvanecieron al sur de la Quinta Avenida, el señor Wilde bajó de la silla y arrastró el tocador desde delante de la ventana.
—Sí —dijo–, ya es hora de que vea a su primo Louis.
Quitó los cerrojos de la puerta y yo recogí mi bastón y mi sombrero y salí al corredor. Las escaleras estaban oscuras. Tanteando a mi alrededor, puse el pie sobre algo blando que gruñó y escupió; dirigí contra el gato un golpe asesino, pero mi bastón se hizo astillas contra la balaustrada, y el animal se escurrió dentro de la habitación del señor Wilde.
Al pasar otra vez por delante de la puerta de Hawberk, vi que trabajaba todavía en la armadura, pero no me detuve, y saliendo a la calle de Bleecker, seguí por ella hasta Wooster, esquivé los terrenos de la cámara letal y cruzando el parque de Washington, fui directamente a los cuartos que ocupaba en el Benedick. Allí comí cómodamente, leí el Herald y el Meteor y por último fui a la caja fuerte de mi cuarto y puse en funcionamiento la combinación de tiempo. Los tres minutos y tres cuartos necesarios para que se abra la cerradura de operación temporal son, para mí, momentos de oro. Desde el momento en que pongo en funcionamiento la combinación hasta el momento en que agarro la perilla y abro las sólidas puertas de acero, vivo el éxtasis de la expectativa. Esos momentos deben de ser como los que se pasan en el Paraíso. Sé lo que he de hallar al cabo del límite del tiempo. Sé lo que la maciza caja fuerte guarda en seguro para mí, para mí tan sólo, y el exquisito placer de la espera apenas es superado cuando la caja se abre y levanto desde su lecho de terciopelo una diadema del más puro oro cuajada de diamantes. Hago esto todos los días y, sin embargo, la alegría de esperar y después tocar la diadema sólo parece acrecentarse con el paso de los días. Es una diadema para un Rey entre reyes, para un Emperador entre emperadores. El Rey de Amarillo la despreciaría quizá, pero su real servidor la llevará.
La sostuve en mis brazos hasta que la alarma de la caja fuerte sonó con aspereza, y entonces, con ternura y orgullo, la puse en su sitio y cerré las puertas de acero. Volví lentamente a mi estudio que mira al parque de Washington, y me apoyé en el alféizar de la ventana. El sol de la tarde se vertía por mis ventanas y una brisa gentil movía las ramas de los olmos y los arces del parque, cubiertos ahora de capullos y de brotes. Una bandada de palomas giraba en torno a la torre de la iglesia Memorial, a veces posándose en el techo de mosaicos púrpura, otras descendiendo en la fuente de los lotos frente al arco de mármol. Los jardineros trabajaban en los macizos de flores alrededor de la fuente y la tierra recién removida olía dulce y aromática. Una cortadora de hierba, tirada por un pesado caballo blanco, resonaba a través del verde césped y carros de riego vertían lluvias de rocío sobre los senderos de asfalto. Alrededor de la estatua de Peter Stuyvesant, que en 1897 remplazó a la monstruosidad que supuestamente representaba a Garibaldi, jugaban niños al sol de la primavera, y niñeras jóvenes empujaban cochecitos con atolondrada desconsideración por sus ocupantes de mejillas de pastel, lo cual quizá se explicara por la presencia de media docena de elegantes dragones que lánguidamente ocupaban ociosos los bancos. A través de los árboles, el Arco en Memoria de Washington resplandecía como plata al sol, y más allá, en el extremo este del parque, los cuarteles de piedra gris de los dragones y los establos de la artillería de granito blanco estaban plenos de vida colorida y móvil.
Miré la cámara letal en la esquina opuesta del parque. Unos pocos curiosos se demoraban todavía alrededor de la barandilla de hierro dorado, pero dentro del terreno los senderos estaban desiertos. Miré las fuentes que murmuraban y refulgían; los gorriones habían descubierto ya este nuevo refugio acuático y los cuencos estaban hacinados con la presencia de estas avecillas de plumas empolvadas. Dos o tres pavorreales blancos avanzaban picoteando por los prados y una paloma de color pardo estaba posada tan inmóvil en el brazo de una de las Parcas, que parecía formar parte de la piedra esculpida.
Cuando me volvía distraídamente, una ligera conmoción en el grupo de curiosos demorados en torno a las puertas atrajo mi atención. Había entrado un hombre joven y avanzaba con largos pasos nerviosos por el sendero de grava que llevaba a las puertas de bronce de la cámara letal. Se detuvo un momento ante las Parcas, y cuando alzó la cabeza hacia esas tres misteriosas caras, la paloma levantó vuelo, giró por un instante y se dirigió luego hacia el este. El joven apretó las manos contra su cara y luego, con un gesto indefinible, subió saltando los escalones de mármol, las puertas de bronce se cerraron tras él y media hora más tarde los curiosos se retiraron con paso indolente y la paloma asustada volvió a ocupar su sitio en el brazo de la Parca.
Me puse el sombrero y fui a dar un paseo por el parque antes de la cena. Mientras cruzaba el sendero central, pasaba un grupo de oficiales y uno de ellos exclamó:
—¡Hola, Hildred!
Y vino a estrecharme la mano. Era mi primo Louis, que se sonreía y se daba golpecitos en las espuelas con el látigo de montar.
—Acabo de volver de Westchester —dijo—; estuve haciendo vida bucólica; leche y requesón, ya sabes, jóvenes ordeñadoras con cofia que dicen «vaya» y «no lo creo» cuando les dices que son bonitas. Muero por una comida decente en Delmonico’s. ¿Qué hay de nuevo?
—Nada —le respondí en tono amable—. Vi la llegada de tu regimiento esta mañana.
—¿De veras? Yo no te vi. ¿Dónde estabas?
—En la ventana del señor Wilde.
—¡Oh, diablos! —empezó con impaciencia—. ¡Ese hombre está loco de atar! No entiendo por qué tú…
Vio cuán molesto me sentía yo con su exabrupto y me pidió perdón.
—De veras, viejo —dijo—, no es mi intención denigrar a un hombre a quien estimas, pero por mi vida, no entiendo qué diablos encuentras en común con el señor Wilde. No es de buena cuna, para decirlo con amabilidad; es espantosamente deforme; tiene la cabeza de un loco criminal. Tú mismo sabes que ha estado en un asilo…
—También yo —lo interrumpí con calma.
—Louis pareció turbado y confundido por un momento, pero se repuso y me palmeó el hombro con cariño.
—Tú estabas completamente curado —empezó, pero lo interrumpí de nuevo.
—Supongo que quieres decir sencillamente que se reconoció que jamás padecí de locura.
—Claro, eso… Eso es lo que quise decir —contestó riendo.
Me disgustó su risa porque la sabía forzada, pero asentí con la cabeza alegremente y le pregunté adónde iba. Louis miró a sus colegas oficiales que habían llegado casi a Broadway.
—Teníamos intención de probar un coctel Brunswick pero, para ser sincero, estaba ansioso por encontrar una excusa para ir a ver a Hawberk en cambio. Ven, te convertiré en mi excusa.
Encontramos al viejo Hawberk atildadamente vestido con un nuevo traje de primavera a la puerta de su tienda, respirando un poco de aire.
—Había decidido llevar a Constance a dar un paseíto antes de la cena —respondió a la impetuosa andanada de preguntas que le dirigió Louis—. Pensábamos caminar por la terraza del parque a lo largo del río del Norte.
En ese momento apareció Constance, que palideció y enrojeció sucesivamente cuando Louis se inclinó sobre sus deditos enguantados. Yo traté de excusarme alegando un compromiso en el distrito residencial, pero Louis y Constance no quisieron saber nada de ello y me di cuenta de que esperaban que me quedara para distraer la atención del viejo Hawberk. Después de todo, no vendría mal que vigilara a Louis, pensé, y cuando llamaron un coche en la calle Spring, subí a él tras ellos y me senté junto al armero.
La hermosa línea de parques y terrazas de granito que miraban a los muelles a lo largo del río del Norte, que se construyeron en 1910 y se terminaron en el otoño de 1917, se había convertido en uno de los paseos más populares de la metrópolis. Se extendían desde la Batería hasta la calle 190 mirando al noble río y ofreciendo una magnífica vista de la costa de Jersey y las Tierras Altas al otro lado. Aquí y allá, esparcidos entre los árboles, había cafés y restaurantes, y dos veces por semana las bandas de la guarnición tocaban en los quioscos montados en los parapetos.
Nos sentamos al sol en el banco al pie de la estatua ecuestre del general Sheridan. Constance inclinó su sombrilla para protegerse los ojos del sol, y ella y Louis empezaron a murmurar una conversación imposible de seguir. El viejo Hawberk, apoyado en su bastón con cabeza de marfil, encendió un excelente puro, cuyo igual rehusé cortésmente y sonreí con vacuidad. El sol estaba bajo sobre los bosques de Staten Island y la bahía se había teñido de tintes dorados reflejados de las velas calentadas por el sol de los barcos en el puerto.
Bergantines, goletas, yates, torpes transbordadores con un enjambre de gente en la cubierta, líneas de transportes ferroviarios con coches de carga pardos, azules y blancos, vapores majestuosamente sólidos, vapores volanderos venidos a menos, barcos de cabotaje, dragas, chalanas y, por todas partes en la bahía, descarados pequeños remolcadores que resoplaban y silbaban oficiosos; estas eran las naves que se agitaban por las aguas soleadas hasta donde la vista podía alcanzar. En sereno contraste con los precipitados veleros y vapores, una silenciosa flota de blancos buques de guerra estaba inmóvil a mitad de la corriente.
La alegre risa de Constance me arrancó del ensueño.
—¿Qué está usted mirando tan fijamente? —preguntó.
—Nada… La flota —me sonreí.
Entonces Louis nos dijo cuáles eran los barcos, señalando cada uno en relación con la posición que ocupaban respecto del viejo Fuerte Red en la Isla del Gobernador.
—Esa cosita en forma de cigarro es un torpedero —explicó—; hay cuatro más cerca. Son el Tarpán, el Halcón, el Zorro de Mar y el Pulpo. Los cañoneros más arriba en la corriente son el Princeton, el Champlain, el Agua Serena y el Erie. Al lado están los cruceros Farragut y Los Ángeles y más allá los acorazados California y Dakota, y el Washington, que es el buque insignia. Esos dos pedazos de metal achatados anclados allí junto al castillo William son los monitores de doble torre blindada: el Terrible y el Magnífico; detrás está el espolón, Osceola…
Constance lo miraba con profunda aprobación en sus hermosos ojos.
—Cuántas cosas sabes para ser un soldado —dijo, y todos nos unimos a la risa que siguió a sus palabras.
Luego Louis se puso de pie, nos hizo una señal con la cabeza y ofreció el brazo a Constance; se alejaron paseando a lo largo del muro del río. Hawberk los observó por un momento y luego se volvió hacia mí.
—El señor Wilde estaba en lo cierto —dijo—. Encontré los faldares y la muslera izquierda que faltaban del «Príncipe Blasonado» en un inmundo ático de desperdicios de la calle Pell.
—¿En el número 998? —pregunté con una sonrisa.
—Sí.
—El señor Wilde es un hombre muy inteligente —observé.
—Quiero reconocerle un descubrimiento de tanta importancia —continuó Hawberk—. Y tengo intención de que se sepa que tiene derecho a la fama por él.
—Él no se lo agradecerá —dije con brusquedad—; por favor, no hable del asunto.
—¿Sabe usted el valor que tiene? —preguntó Hawberk.
—No, cincuenta dólares, quizá.
—Está valuado en quinientos, pero el propietario del «Príncipe Blasonado» dará dos mil dólares a la persona que complete el juego; esa recompensa también pertenece al señor Wilde.
—¡No la quiere! ¡La rechaza! —respondí con enfado—. ¿Qué sabe usted del señor Wilde? No le hace falta el dinero. Es rico… o lo será… Más rico que nadie con excepción de mí. ¿Qué nos importa el dinero entonces… Qué nos importará, a él y a mí, cuando…, cuando…?
—¿Cuando qué? —preguntó Hawberk atónito.
—Ya lo verá —dije otra vez en guardia.
Me miró atento, como solía hacerlo el doctor Archer, y supe que pensaba que estaba mentalmente enfermo. Quizá fue una suerte para él que no empleara la palabra lunático en ese instante.
—No —contesté a su inexpresado pensamiento—, no estoy mentalmente perturbado; estoy tan cuerdo como el señor Wilde. No quiero explicar todavía lo que tengo entre manos, pero se trata de una inversión que rendirá más que mero oro, plata y piedras preciosas. Asegurará la felicidad y la prosperidad de un continente… sí, ¡de un hemisferio!
—Oh —dijo Hawberk.
—Y finalmente —continué con más calma—, asegurará la felicidad del mundo entero.
—¿Y de paso su propia felicidad y la del señor Wilde?
—Exacto —sonreí, pero lo habría estrangulado por asumir ese tono.
Me miró en silencio por un rato y luego dijo con suma gentileza:
—¿Por qué no abandona sus libros y sus estudios, señor Castaigne, y se va de vacaciones a las montañas? A usted le gustaba pescar. La pesca de truchas resulta muy interesante.
—Ya no me interesa la pesca —respondí sin el menor asomo de fastidio en la voz.
—Solía gustarle todo —continuó—: el atletismo, la navegación, la caza, los caballos…
—Nunca más me gustó cabalgar desde mi caída —dije con calma.
—Ah, sí, su caída —dijo apartando la mirada de mí.
Pensé que todas estas tonterías ya habían durado lo suficiente, de modo que llevé la conversación otra vez al tema del señor Wilde; pero me examinaba el rostro nuevamente de un modo muy ofensivo.
—El señor Wilde —repitió—. ¿Sabe lo que hizo esta tarde? Bajó las escaleras y clavó un letrero sobre la puerta de entrada junto a la mía; decía:
SR. WILDE
REPARADOR DE REPUTACIONES
TERCERA CAMPANILLA
¿Sabe qué puede significar «reparador de reputaciones»?
—Lo sé —dije reprimiendo la ira que sentía por dentro.
—Oh —dijo otra vez.
Louis y Constance se nos acercaron lentamente y nos preguntaron si no queríamos acompañarlos. Hawberk consultó su reloj. En el mismo momento, una nube de humo salió de las casamatas del castillo William y el estrépito del cañonazo de la tarde resonó sobre el agua y su eco fue devuelto desde las Tierras Altas a la otra orilla. La bandera descendió deprisa por su asta, las cornetas sonaron en las blancas cubiertas de los buques de guerra y la primera luz eléctrica se encendió en la costa de Jersey.
Cuando volvía a la ciudad con Hawberk, oí que Constance le decía algo a Louis en voz baja que no me fue posible entender; pero Louis, también en voz baja, le dijo «Querida mía» como réplica; y una vez más, mientras andaba por delante con Hawberk a través de la plaza, oí un susurrado «tesoro» y «mi Constance», y supe que había llegado el momento casi de discutir muy importantes asuntos con mi primo Louis.
III
Una mañana de mayo muy temprano, estaba frente a la caja fuerte probándome la corona. Los diamantes refulgían como el fuego cuando me miré en el espejo y el pesado oro batido ardía como un halo en torno de mi cabeza. Recordé el grito de agonía de Camilla y las terribles palabras que resonaron en las penumbrosas calles de Carcosa. Eran las últimas líneas del primer acto y no me atrevía a pensar en lo que seguía… No me atrevía a hacerlo ni siquiera al sol de primavera, allí en mi propio cuarto, rodeado de objetos familiares, animado por el ajetreo de la calle y las voces de los sirvientes en el cuarto contiguo. Porque esas palabras envenenadas se habían filtrado lentamente en mi corazón, como las gotas del sudor de la muerte en las sábanas. Temblando, me quité la diadema de la cabeza y me enjugué la frente, pero pensé en Hastur y en mi propia justa ambición, y recordé al señor Wilde tal como lo había visto por última vez, con la cara desgarrada y sangrante por las garras de esa criatura del diablo, y lo que había dicho. ¡Ah, lo que había dicho! La campana de alarma de la caja fuerte empezó a sonar estridente y supe que se me había acabado el tiempo; pero no hice caso, y volviendo a ceñirme la resplandeciente corona en la cabeza, me volví desafiante hacia el espejo. Estuve largo tiempo absorbido por el cambio de expresión de mis propios ojos. El espejo reflejaba una cara como la mía, pero más blanca y tan delgada que apenas la reconocí Y todo el tiempo repetía diciéndome entre los dientes apretados: «¡Ha llegado el día, ha llegado el día!» mientras la alarma de la caja fuerte resonaba y clamaba y los diamantes resplandecían y llameaban sobre mi frente. Oí que se abría una puerta, pero no hice caso de ello. Sólo cuando vi dos caras en el espejo… Sólo cuando vi otra cara levantarse sobre mi hombro y otros dos ojos fijarse en los míos… Me volví como un rayo y agarré un largo puñal de la mesa del tocador, y mi primo dio un salto atrás muy pálido gritando:
—¡Hildred! ¡Por amor de Dios!
Entonces, cuando cayó mi mano, dijo:
—Soy yo, Louis. ¿No me conoces?
Guardé silencio. No podría haber hablado aunque mi vida dependiera de ello. Él se me acercó y me quitó el puñal de la mano.
—¿Qué significa todo esto? —me preguntó con dulzura—. ¿Te encuentras enfermo?
—No —le contesté, pero dudo que me haya oído.
—Vamos, vamos, viejo —exclamó—, quítate esa corona de latón y ven al estudio. ¿Vas a una mascarada? ¿Qué significa todo este oropel de teatro?
Me alegraba que pensara que la corona estaba hecha de latón y vidrio, aunque no por ello fue más de mi agrado. Le permití que me la quitara de la cabeza, pues sabía que era mejor seguirle la corriente. Arrojó la espléndida corona al aire y al atraparla, se volvió a mí sonriendo.
—Por ciento cincuenta centavos es cara. ¿Para qué es?
No le respondí, pero, tomando la corona de sus manos, la puse en la caja fuerte y cerré la sólida puerta de acero. La alarma cesó enseguida su infernal tintineo. Él me observó con curiosidad, pero no pareció advertir el súbito cese de la alarma. Habló de la caja fuerte, sin embargo, como si fuera una caja de bizcochos. Por temor a que examinara la combinación, lo conduje al estudio. Louis se dejó caer en el sofá y espantó las moscas con su eterno látigo de montar. Llevaba el uniforme de fajina con la chaqueta trencillada y la garbosa gorra, y advertí que sus botas de montar estaban salpicadas de lodo rojo.
—¿Dónde has estado? —le pregunté.
—Saltando arroyos de lodo en Jersey —me contestó—. No he tenido tiempo de cambiarme todavía; tenía prisa por verte. ¿No me ofreces una copa de algo? Estoy mortalmente cansado; he estado sobre la montura veinticuatro horas.
Le di algo de brandy que saqué de mi botiquín y él se lo bebió con una mueca.
—Esto es condenadamente malo —observó—. Te daré una dirección donde venden brandy que es brandy.
—Es lo bastante bueno para mis necesidades —dije con indiferencia—. Lo uso para frotarme el pecho.
Me miró fijamente y espantó otra mosca.
—Mira, viejo —empezó—, tengo algo que sugerirte. Hace ya cuatro años que te has encerrado aquí como un búho, sin ir nunca a ninguna parte, sin hacer nunca ejercicios saludables, sin hacer jamás una maldita cosa, salvo concentrarte en esos libros de la repisa de la chimenea.
Contempló la hilera de los anaqueles.
—Napoleón, Napoleón, Napoleón —leyó—. ¡Por amor del Cielo! ¿No tienes otra cosa que Napoleones aquí?
—Quisiera que estuvieran encuadernados en oro —dije—. Pero espera, sí, hay otro libro, El Rey de Amarillo.
Lo miré fijamente a los ojos.
—¿No lo has leído? —le pregunté.
—¿Yo? ¡No, gracias a Dios! No quiero volverme loco.
Vi que lamentó lo que había dicho tan pronto lo dijo. Hay sólo una palabra que detesto más que «lunático», y esa palabra es «loco». Pero me controlé y le pregunté por qué consideraba peligroso El Rey de Amarillo.
—Oh, no lo sé —dijo deprisa—. Sólo recuerdo la excitación que produjo y las condenas del púlpito y la prensa. Creo que el autor se disparó un tiro después de dar a luz semejante monstruosidad, ¿no es así?
—Entiendo que todavía vive —le respondí.
—Eso es probablemente cierto —musitó—; las balas nada podrían contra un demonio de esa especie.
—Es un libro de grandes verdades —dije.
—Sí —replicó—, de «verdades» que enloquecen a los hombres y arruinan sus vidas. No me importa que el libro sea, como dicen, la misma esencia suprema del arte. Es un crimen haberlo escrito y, por mi parte, jamás abriré sus páginas.
—¿Es eso lo que has venido a decirme? —le pregunté.
—No —dijo—, he venido a decirte que voy a casarme.
Creo que por un momento el corazón dejó de latirme, pero seguí mirándolo a la cara.
—Sí —continuó sonriendo con felicidad—, voy a casarme con la más dulce muchacha de la tierra.
—Constance Hawberk —dije mecánicamente.
—¿Cómo lo supiste? —exclamó asombrado—. Yo mismo no lo sabía hasta esa tarde de abril en que fuimos de paseo por el malecón antes de la cena.
—¿Cuándo será? —pregunté.
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