El oro de Mallorca - Rubén Darío - E-Book

El oro de Mallorca E-Book

Darío Rubén

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Beschreibung

Autobiografía novelada y encubierta del poeta nicaragüense Rubén Darío que escribió durante un viaje a la isla en calidad de invitado del mecenas de las artes Joan Sureda.-

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Rubén Darío

El oro de Mallorca

 

Saga

El oro de MallorcaCover image: Shutterstock Copyright © 1913, 2020 Rubén Darío and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726551211

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 3.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

I

Valldemosa, noviembre de 1913

El barco blanco de la Compañía Isleña Marítima se hallaba anclado cerca del muelle marsellés. El sol del mediodía estaba esquivo en la fresca mañana. Acompañado de un amigo, Benjamín Itaspes fue a bordo, se posesionó de su camarote, entregó su equipaje. Como ya se iba a partir, se despidió del amigo y se puso a pasear sobre cubierta. Él era el único pasajero de primera. Por la proa, escasa gente, toda mallorquina y catalana, posiblemente del pequeño comercio, conversaban en su áspera lengua. El vapor era limpio y bien tenido; con todo, había un vago olor muy madre-patria... La cocina estaba sobre el entrepuente y se veía a un cocinero sórdido manejar perniles y pescados. A un lado suyo, en una especie de jaula, había cecinas; sobreasadas, cebollas, pimientos rojos y salchichones. De cuando en cuando salía un fogonero, todo negro, de una puerta lateral. Cogía un botijo que había al alcance de su mano, y bebía a chorro. Luego volvía a descender a su carbonera.

El vapor pitó; se puso en actividad; salió, al lado de un gran navío catalán que descargaba sobre un lanchón pesadas barras de plata, o de estaño, en las cuales se leía en grandes letras vaciadas: «Figueroa». Pasó junto a los faros. Volvió a pitar. Entró mar afuera.

Benjamín miró el panorama de la gran ciudad mediterránea, dio un último saludo a la enorme estatua de Notre-Dame de la Garde, que se alza desde su eminencia, y luego se puso a contemplar distraídamente el mar, tan amado por él. Le había recorrido tantas veces en tan diferentes latitudes, y siempre le encontraba tan nuevo y tan constante, tan ambiguo y tan sincero... Era un vasto ser animado, líquido y palpitante, todo vida y enigma. Y a veces, en sus instantes de meditación o de exaltación, le hablaba como a una divinidad, o ser inteligente, le hablaba en voz alta, o a media voz, como cuando decía, todas las noches, su Padre-nuestro. Pues Itaspes había conservado, a pesar de su espíritu inquieto y combatido, y de su vida agitada y errante, mucho de las creencias religiosas que le inculcaron en su infancia, allá en un lejano país tropical de América. El mar estaba quieto, pero Benjamín percibía el eco profundo de su corazón, su honda y eterna melodía interior, que se comunica con la que el artista lleva en el arcano de su alma.

El capitán del barco, un catalán robusto, de ojos «marinos», afeitado como un monje, o como un actor, afable, se acercó: «Es usted el único pasajero de primera...; debe ser el Sr. D. Benjamín Itaspes, el célebre músico, a quien se me recomienda en un telegrama. Estoy completamente a sus órdenes. He ordenado que se le sirva en una mesita aparte.» Nada mejor. Benjamín gustaba poco del trato de «la gente», de la «bétisse» circulante que se manifiesta por la usual y consuetudinaria conversación, del vulgo municipal y espeso, como él decía. Así como gustaba de comunicar con los espíritus sencillos, con los campesinos simples, con los marineros, y con los viejecitos y viejecitas de pocas luces, que viven de recuerdo y, cuentan curiosas cosas pasadas que ellos presenciaron.

Almorzó, pues, solo, a la hora que quiso, pues no la había señalada; comió el excelente salchichón, una especie de pescadilla, diversos guisos si no finos, sabrosos, queso de Mahón, rica fruta; bebió con placer rojo y natural vino de la tierra, vino de España, harto como estaba de las composiciones y menjurjes caros de París. Se atrevió, contra las prescripciones de su médico, a tomar una taza de café... Y aunque recordó sus dolencias y sintió punzadas y molestias de la gastritis, se encontró con un buen ánimo, con la esperanza de que pronto el aire y la tierra encantada de la isla de Mallorca, y la bondad de los amigos en cuya mansión había de hospedarse, en una región sana y deliciosa, y el ejercicio, y sobre todo la paz y la tranquilidad, y el alejamiento de su vivir agitado de Francia, habrían de devolverle la salud, el deseo de vivir y de producir, el reconfortamiento del entusiasmo y de la pasión por su arte.

Notaba, con gran contentamiento, que no sentía la necesidad de los excitantes, lo cual contribuiría, según los médicos, al completo restablecimiento de su bienestar físico y moral. Aunque se encontraba débil, después de la última crisis que le postrara por largos días, en cama, no recurría a los por toda su pasada vida habituales alcoholes. Apenas, de cuando en cuando, si las fuerzas estaban muy flacas, tomaba unos sorbos de un vino medicinal de quina, amargo y meloso a un tiempo, que si le fortalecía por instantes, le causaba ardores y alfilerazos estomacales. Tenía sus consecutivos padecimientos por donde más pecado había; porque el quinto y el tercero de los pecados capitales habían sido los que más se habían posesionado desde su primera edad de su cuerpo sensual y de su alma curiosa, inquieta e inquietante.

Ahora, cabalmente, estaba pagando antiguas cuentas. Como se dice, aquellos polvos traían estos lodos. Mas se decía: «Pero, Dios mío, si yo no hubiese buscado esos placeres que, aunque fugaces, dan por un momento el olvido de la continua tortura de ser hombre, sobre todo cuando se nace con el terrible mal del pensar, ¿qué sería de mi pobre existencia, en un perpetuo sufrimiento, sin más esperanza que la probable de una inmortalidad a la cual tan solamente la fe y la pura gracia dan derecho? ¿Si un bebedizo diabólico, o un manjar apetecible, o un cuerpo bello y pecador me anticipa "al contado" un poco de paraíso, voy a dejar pasar esa seguridad por algo de que no tengo propiamente una segura idea?» Y hablando con su corazón y de verdad, en lo íntimo de sus voliciones, se presentaba a lo infinito tal como era, lleno de ansias y de incontenibles instintos. Y así besaba o comía o absorbía sus bebedizos que le transformaban y modificaban pensamiento y sentimiento. Y como desde que tuvo uso de razón su vida había sido muy contradictoria y muy amargada por el destino, había encontrado un refugio en esos edenes momentáneos, cuya posesión traía después irremisiblemente horas de desesperanza y de abatimiento. Mas se había aprisionado en el tiempo, aunque fuese por instantes, la felicidad relativa, en una trampa de ensueño.

Al amanecer del día siguiente se veía tierra de Mallorca, la isla de Oro. Luego se dejaban a un lado los islotes cercanos, las costas pintorescas y rocallosas; los caseríos de Porto Pi y de El Terreno, el castillo histórico de Bellver, y entraba el barco blanco en la bahía de milagro de la dulce Palma, cuya catedral, en los crepúsculos, sobre la ciudad violeta, como sobre un altar, arde de sol como una llama.

Esperaba a Itaspes en el muelle un amigo, el caballero que debía hospedarle, en su señorial mansión de Valldemosa. Así que tras el abrazo de bienvenida ambos subieron al automóvil que debía conducirlos al castillo. Era el castellano de gentiles maneras y de humor excelente, ágil y fuerte aunque algo enjuto de cuerpo, de conversación culta como correspondía al letrado que era amigo de referir anécdotas, recuerdos y sucedidos, aficionado a las artes y a las letras y gustador de las obras musicales de su amigo, con quien se había relacionado algunos años antes en la misma isla. Por el camino recordaban sus pasadas excursiones con otros compañeros de intelecto y jovial espíritu, como Jaime de Flor, catalán famoso por sus pinturas y sus escritos, una especie de bohemio millonario que había realizado su vida a su capricho y se había defendido con la alegría de los amargores y durezas del bregar cotidiano; como Ángel Armas, exaltado, vibrante, alocado de belleza, nutrido de diversas filosofías, imbuido de radicalismos y anarquismos que terminaban en una grande e innata dulzura; como el poeta grave y noble, Pedro Alibar, nutrido de simientes clásicas y que iba al alma de su pueblo y de su raza sin dejar de formular la melodía de su lírica ánima individual.

Benjamín iba contento en la mañana acariciante de octubre. El sol que apareció primero nublado, abría los velos de nubes y ofrecía la bondad de su luz tibia. Volaba el auto por la carretera, entre los huertos bien cultivados y los olivares, y luego las aglomeraciones de rocas ciclópeas coronadas de verdura. De cuando en cuando había que amenguar la rapidez de la máquina, a causa de un burrito, una mula albardada, o un carro con pesada carga, un caminante que venía de los campos.