El país donde florece el limonero - Helena Attlee - E-Book

El país donde florece el limonero E-Book

Helena Attlee

0,0

Beschreibung

Helena Attlee, distinguida experta en jardines, cayó bajo el hechizo de los cítricos hace diez años y desde entonces fue reuniendo materiales y dando forma a este delicioso libro. Con una inmensa sabiduría, delicadeza y sentido del humor la autora nos relata los orígenes de los cítricos, de la gastronomía y del país, nos descubre los secretos del arte de la horticultura y nos ofrece recetas tan sencillas como suculentas. Los aromas, los colores, las texturas, la luz y los paisajes que evoca son los hilos de una historia dorada donde civilización y naturaleza se reconcilian. Y así «El país donde florece el limonero» invita al lector a emprender un viaje único y fascinante a la Italia de ayer y de hoy. «Mezcla de ensayo histórico, recetario y crónica de viajes, el libro de Attlee demuestra que el mundo sería distinto sin limones». Javier Rodríguez Marcos, El País «Attlee cuenta un sinfín de curiosidades mezclando candor, asombro y erudición». Antón Castro, La Vanguardia «Attlee demuestra la importancia que estos árboles y sus frutos han tenido en nuestra sociedad y reflexiona sobre la influencia de lo que consumimos en lo que somos». Guillermo Altares, El País «Attlee nos acompaña a través de toda Italia, recorriendo al tiempo el pasado, desde las glorias del Imperio romano a nuestros días, pasando por los jardines de los Medici». El Cultural «Attlee ha escrito un libro luminoso se mire por donde se mire». Use Lahoz, El Ojo Crítico «El olor de los cítricos transforma la vida de la escritora y la guía a través de los paisajes recónditos de Italia». La Vanguardia «Helena Attlee hila la agitada historia de Italia a través de los cítricos, que estuvieron detrás del origen de la Mafia y dominaron el mercado de perfumes». Pablo Guimón, El País «Ya sea por su sencillez, por lo original de su planteamiento o por la delicada prosa de su autora, lo cierto es que estamos ante un pequeño tesoro. No se limiten a leer el texto, saboréenlo». Metahistoria «Attlee trasciende los límites de los espacios recreativos para abarcar no sólo los valores intrínsecos de la planta o las faenas agrícolas asociadas, sino también el luminoso rastro que han dejado en la cultura. Un libro ameno en el más puro sentido de la palabra.». Ignacio F. Garmendia, Granada Hoy «Attlee recorre los orígenes de los cítricos fundiendo historia y geografía, horticultura y gastronomía, en un unvierso plagado de olores, perfumes, sabores intensos y delicados». Carles Gámez, Levante «Un canto a la belleza, a la historia y a los orígenes de los cítricos, a la gastronomía, al arte del país del Renacimiento». Cinco Días «Attlee hace que nos enamoremos como se enamoró ella de lo que tendríamos que haber amado siempre». Manuel Astur, El Comercio «Un libro bellísimo que desprende el perfume agridulce de los cítricos y sabe a Italia». The Guardian «Un libro imprescindible para cualquier lector al que le interese la relación de los viajes, la codicia y la ingenuidad humanas con el cultivo de las plantas que comemos, olemos y bebemos». Robin Lane Fox «Helena Attlee no sólo exhibe una prosa elegante y cautivadora sino una capacidad admirable para combinar la erudición con el ingenio. Un libro fascinante». The Times Literary Supplement «Un interesante collage de experiencias personales narradas con delicadeza y sentido del humor. Una voluntad de desmenuzar la historia para descubrir los secretos más escondidos, de Galileo, de Goethe, de las pinturas de Monet, de la mafia…». Xavier Montanyà, VilaWeb (en catalán)

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 415

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



HELENA ATTLEE

EL PAÍS DONDE FLORECE

EL LIMONERO

LA HISTORIA DE ITALIA

Y SUS CÍTRICOS

TRADUCCIÓN DEL INGLÉS

DE MARÍA BELMONTE

ACANTILADO

BARCELONA 2023

CONTENIDO

El aroma de los limones

Un fruto curioso

Cocinar para el papa

Las manzanas doradas

Un día en Amalfi

Uno de los lugares más soleados de Europa

Un remedio contra el escorbuto

Una copa dorada llena de limones amargos

Una cocina siciliana donde se hace mermelada

Naranjas bañadas en puestas de sol

El patito feo de los cítricos

El dulce aroma del azahar

Una contumaz locura

Batalla de las Naranjas en Ivrea

Oro verde

Una cosecha sin igual

Agradecimientos

Lugares para visitar

Cronología de los cítricos

Bibliografía selecta

Para Alex, naturalmente

EL AROMA DE LOS LIMONES

Recuerdo cuando los vuelos eran tan caros que la gente solía hacer el largo viaje de Inglaterra a Italia en barco y tren. En cuanto llegabas a París las cosas mejoraban, porque allí era posible tomar el Palatino, un coche cama nocturno que iba a Roma, con parada en Florencia, en el que uno podía dormir durante todo el trayecto. La primera vez que hice ese viaje fue hace treinta y cinco años. Al amanecer levanté una esquina de la cortinilla de la sofocante litera y me di cuenta de que ya habíamos atravesado la frontera. Estábamos en la Riviera italiana, en algún lugar cerca de Ventimiglia, y crecían limones junto al andén de la estación. Las oscuras hojas y los brillantes frutos de los árboles destacaban contra el telón de fondo del mar. Nunca he olvidado aquellos árboles ni la manera en que transformaban el paisaje a su alrededor; un paisaje que resultaba intensamente extraño a mi mirada genuinamente inglesa.

Yo entonces no lo sabía, pero los viajeros del norte de Europa siempre se han emocionado ante la visión de los cítricos italianos, de modo que mi reacción era completamente previsible. Hans Christian Andersen, escritor y poeta danés conocido sobre todo por sus cuentos de hadas, visitó Italia en 1833, y ver por primera vez bosquecillos de naranjos y limoneros le produjo la mezcla de éxtasis y deseo que Italia sigue provocando en los visitantes de países más fríos y menos románticos. «Intenta imaginar el hermoso mar y una profusión de naranjos y limoneros», escribió a un amigo; el suelo estaba cubierto de sus frutos y las resedas y clavelinas crecían como malas hierbas. «¡Oh, Dios mío! ¡Qué desgraciados somos los habitantes del norte! El paraíso está aquí».1Tras la Primera Guerra Mundial la imagen de una Italia poética y bañada por el sol tuvo una gran difusión en Gran Bretaña, cuando los soldados regresaban de las heladas trincheras de Flandes y Picardía soñando con la vida sensual y hedonista que se asociaba al Mediterráneo.2 El capitán Osbert Sitwell eligió Sicilia como antídoto para su desolada experiencia bélica, viaje que describe en Discursions on Travel, Art and Life, publicado en 1925. En su obra utiliza la naranja como símbolo de todo lo que amaba del Mediterráneo. «Allí donde crece, encontrarás el mejor clima, los edificios más hermosos de Europa», escribe.3 Y a medida que su tren avanzaba entre naranjos a las afueras de Palermo, observó: «Todo el árbol posee un diseño, un equilibrio, un propósito geométrico y un sentido de la armonía, de la medida y del color, que parece una obra de arte».4 D. H. Lawrence, que nunca fue soldado, comenzó después de la guerra su etapa de exilio voluntario a la que se refería como su «peregrinación salvaje», viaje que le condujo a Sicilia entre 1920 y 1922. En «Sol», relato ambientado en su erotizante versión del paisaje siciliano, vuelve una y otra vez sobre las imágenes de los limoneros y sus frutos, haciendo que Juliet, la malhumorada y frustrada protagonista, deambule desnuda a través del «oscuro inframundo de limones», donde descubre por primera vez en su vida la sensualidad y la libertad.5

A los pocos años de atisbar por primera vez los limoneros regresé a Italia como estudiante. Había elegido Siena para vivir, y como los inviernos toscanos son demasiado crudos para que los cítricos puedan crecer en el exterior todo el año, llegué a habituarme a la visión de las macetas con limoneros en los soleados patios de los palacios de la ciudad y en las terrazas que se alzan frente a las villas en el campo. Cuando desaparecían de la vista durante el invierno, descubrí que se los habían llevado para protegerlos a unos invernaderos especiales o limonaie. Al principio pensaba que los italianos no valoraban sus cítricos, como hacemos nosotros con nuestras manzanas en Inglaterra. Pero a medida que mi italiano mejoraba, empecé a darme cuenta de que esos árboles y sus frutos ocupaban un lugar especial en el imaginario italiano. Cuando Galileo escribió Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo, el libro que le llevaría a ser acusado de herejía en 1632, utilizó las naranjas para ilustrar lo absurdo de los diferentes valores que atribuimos a los objetos que nos rodean:

¿Qué mayor tontería se puede imaginar que llamar cosas preciosas a las gemas, la plata y el oro y muy viles a la tierra y el suelo? ¿Cómo no se les ocurre a los que así proceden que si hubiese tanta escasez de tierra como la hay de joyas o de los metales más preciosos, no habría ningún príncipe que de buen grado no gastara una suma de diamantes y de rubíes y cuatro carretadas de oro para tener solamente la tierra necesaria […] para plantar una semilla de naranjo y verla nacer, crecer y producir tan bellas ramas, flores tan fragantes y tan excelentes frutos?6

Cautivada por los cítricos, regresé a Inglaterra para cursar el último año en la universidad. Allí alimentaba mi nostalgia por Italia con el poema «I limoni», publicado en 1925 por Eugenio Montale (uno de los poetas italianos más importantes del siglo XX). Los limoneros de Montale no son los árboles románticos que provocaron el arrebato de Hans Christian Andersen, y no crecen en el lúbrico y sensual paisaje de la Sicilia de D. H. Lawrence. Se les puede encontrar, en cambio, en prosaicas parcelas de abrupto terreno al final de baqueteadas pistas o junto a miserables callejas urbanas en invierno. Y sin embargo, el perfume de sus flores—zagara, en italiano—transforma incluso el paisaje más lúgubre y banal. Es al mismo tiempo infinitamente precioso y gratuito para que todo el mundo pueda disfrutar de él. Como dice Montale: «qui tocca anche a noi poveri la nostra parte di ricchezza | ed è l’odore dei limoni» (‘aquí también nos toca a los pobres nuestra parte de riqueza | y es el olor de los limones’).7

Durante muchos años mi vida laboral ha estado relacionada con el exclusivo mundo de los jardines italianos, ya sea como escritora o como organizadora de viajes. Así, me resultó sencillo rastrear la historia de los cítricos como árbol ornamental en los jardines. Pero a medida que iba creciendo mi interés, me di cuenta de que aquellos árboles cultivados en macetas representaban únicamente un fragmento de la historia. Durante los viajes que me han llevado desde los bosques de Calabria en los que se extrae la bergamota, en la punta meridional de la península italiana, hasta los invernaderos de limones levantados contra el fondo nevado de los Alpes he descubierto que los cítricos y sus frutos han desempeñado un papel fundamental en la historia social y política de Italia y han aportado una extraordinaria riqueza a algunos de los lugares más pobres del país. A diferencia de esos mimados especímenes de jardín, estos árboles crecen en descampados, y al igual que las naranjas conocidas en la antigua China como wu nu (‘esclavos de madera’), «han trabajado incansablemente para enriquecer y conservar la riqueza de las familias que los cultivan».8

Para aprender sobre la vida de los cultivadores de cítricos, tuve que abandonar el confortable territorio de los jardines y huertos de villas y palacios de Toscana, Lazio y Umbría, visitar los cultivos comerciales de cítricos en el sur de Italia y reunirme con los hombres y las mujeres que trabajan en ellos. Crucé el estrecho de Mesina y fui a Sicilia, donde a la sombra del Etna, en la parte oriental de la isla, crecen las mejores naranjas sanguinas del mundo. Y hacia el oeste descubrí los naranjos, limoneros y mandarinos de un extraño paisaje liminar entre Palermo, las montañas y el mar.

Muchos cultivos de cítricos de Sicilia y del sur de Italia se encuentran en lugares remotos y muy rurales, donde los visitantes extranjeros no son habituales y sólo se habla en dialecto. Pronto descubrí la utilidad de llevar conmigo una navaja a esos lugares, porque la mayor parte de los frutos se aferran al árbol y, a menos que cortes el tallo de la rama, corres el riesgo de desgarrar la piel del fruto. También aprendí que no hay que pelar nunca una naranja en el campo. Hay que respetar un ritual y ésa es otra razón por la que un cultivador de naranjas lleva siempre una navaja. Primero sujeta el fruto en la palma de la mano, con el tallo hacia arriba. Luego hace un corte horizontal para dividirlo exactamente por la mitad. El jugo de una naranja recién cogida es abundante, incontenible y su aroma estalla en el aire. Arroja la mitad superior al suelo sobre la crecida hierba, porque, en la naranja, el zumo y la dulzura se concentran en la parte inferior, lo más lejos posible del tallo. Luego corta una rodaja y, pinchándola con la hoja de la navaja, la ofrece por la parte sin filo. He participado en este ritual en campos de toda Italia y siempre es un momento extrañamente conmovedor; disfruto de ese instante de intimidad tanto como cuando alguien me encendía un cigarrillo. No hay nada que pueda compararse al sabor de una naranja recién cogida del árbol.

UN FRUTO CURIOSO

RECOLECTORES DE CÍTRICOS

EN LA TOSCANA DEL RENACIMIENTO

Las primeras lecciones sobre estos árboles las recibí de las protegidas vidas de los elegantes cítricos cultivados en macetas. El proceso comenzó en 1987, cuando escribí mi primer libro sobre jardines italianos, ilustrado con fotografías de Alex Ramsay.9 Viajábamos a lo largo y ancho del país con nuestra hijita, viendo viveros durante todo el día y durmiendo a ratos en una tienda por la noche. Enormes macetas de terracota que contenían longevos cítricos bordeaban los senderos de casi todos los huertos que visitábamos. Comenzábamos nuestro trabajo al final del verano y, aunque las naranjas seguían sin madurar en los árboles, había muchos otros frutos. Aunque casi siempre estábamos solos, nunca nos comíamos esos frutos porque existe un código de honor que respetar cuando se visitan viveros. A finales de agosto no hacíamos caso a los cálidos higos del Lazio, en septiembre evitábamos mirar las viñas cargadas de racimos que cubrían las pérgolas de Toscana, y a medida que el verano iba dando paso a un largo y dorado otoño, dábamos la espalda a las maduras granadas y los relucientes caquis de los huertos amurallados de Venecia. Mi voluntad comenzó a flaquear a finales de noviembre, cuando nos encontrábamos en un huerto semiabandonado junto al canal del Brenta en el Véneto. Un descuidado sendero bordeado de macetas de cítricos y geranios en flor recorría a todo lo ancho el jardín de un castillo, y allí, una naranja caída del árbol fue la que me sedujo. La recogí, quité la tierna piel y me llevé un pedazo a la boca: la seca carne era tan ácida que casi me cauterizó la lengua. Ahora soy capaz de reconocer a simple vista una naranja sevillana amarga, pero entonces no y recibí la mejor lección que una ignorante ladrona de naranjas podía recibir.

Pocos años después empecé a llevar a grupos de turistas ingleses a los huertos que habíamos explorado. Los horticultores parecían desaparecer en cuanto llegábamos, aunque de vez en cuando podía ver la rueda delantera de una carretilla sobresaliendo de una hilera de árboles o la punta de un baqueteado sombrero de fieltro moviéndose entre las ramas y entonces yo me lanzaba en su busca. Fueron aquellos hombres (en mi memoria son invariablemente ancianos y hombres) quienes me dieron las primeras lecciones sobre el arte de cultivar cítricos. Muchos de ellos habían heredado el trabajo de sus padres, junto con la experiencia y el conocimiento íntimo de cada árbol del huerto. Ellos me enseñaron un lenguaje especializado, sus propias técnicas de replantar, abonar y tratar las enfermedades. «Un limón es como un hombre cuando está enfermo», decía Silvano Mazzetti, un horticultor hacía tiempo retirado pero incapaz de dejar de acudir a trabajar cada día a la Villa Poggio Torselli en Toscana. «Cuanto más enfermo está, más quisquilloso se vuelve, como un hombre que deja de afeitarse porque no se encuentra bien».

Empecé a examinar los cítricos de cada huerto que visitaba como si fueran cuadros en una exposición. Algunos parecían capaces de dar dos o incluso tres clases de frutos al mismo tiempo, y la fruta aparecía en una extraordinaria variedad de tamaños, formas y colores. Los más extraños y llamativos eran como manos amarillas, con un inquietante número de dedos brillantes, a veces juntos, como si rezaran, y a veces separados, como la mano de un mendigo que en lugar de monedas mostrara telarañas en la palma. Otros tenían unos cuerpos rotundos sujetos a protuberancias a modo de largas narices burlonas, de manera que semejaban un racimo de criaturas al acecho en la rama del árbol. En un lugar vi frutos a rayas naranjas y verdes, y en otro descubrí un limón monstruoso, un fruto amarillo del tamaño de seis limones unidos por una grumosa piel llena de pliegues. Fue más o menos por entonces cuando empecé a leer sobre la moda de recolectar plantas y árboles raros o exóticos en la Italia del Renacimiento y del Barroco, y me di cuenta de que muchos de los árboles que producían esos singulares frutos, con formas extrañas, pieles acanaladas o picadas, verrugas y forúnculos, eran vestigios de grandes colecciones de cítricos que habían pertenecido a las familias más ricas e importantes de los siglos XVI, XVII y XVIII. Conocer ese papel histórico es fundamental para poder comprender el peso y la importancia de la relación de Italia con los cítricos.

Durante el siglo XVII los huertos de villas y palacios que albergaban las colecciones de cítricos en Italia pasaron a formar parte de un paisaje intelectual más amplio. Eran la prolongación en el exterior de las colecciones de curiosidades, o museos privados, compuestos de objetos de lugares y tiempos lejanos reunidos por caballeros cultos, ricos o aristocráticos de toda Europa. La enorme variedad de frutas y curiosas mutaciones de los cítricos era un elemento importante en muchas de estas colecciones. El filósofo y estadista inglés Francis Bacon ofreció una vívida imagen de la clase de colección que podía encontrarse en la casa de un caballero educado en cualquier lugar de Europa. En el interior hallaremos:

Un gabinete lo suficientemente grande, en el que ha de clasificarse e incluirse cuanto de extraño en forma y movimiento haya hecho la mano del hombre, ya sea mediante arte o máquina exquisita, cuanto la singularidad, la oportunidad o el azar de las cosas, cuanto la naturaleza o el azar haya forjado en punto a seres vivos.

El escenario para una colección de cítricos fue descrito como «un jardín maravilloso, en el que puedan colocarse y cuidarse plantas de otros climas y otras tierras, ya sean silvestres o producto del cultivo del hombre». El jardín también albergará pájaros, animales y peces raros, para que represente «a pequeña escala un modelo del conjunto de la naturaleza».10

Durante la primavera y el verano los cítricos bordeaban los senderos y escalones del jardín y se disponían en grupos en torno a las fuentes y estatuas. En invierno las macetas se apretaban en el refugio prestado por las limonaie (‘invernaderos’). Esa proximidad les permitía polinizarse entre ellos libremente, de forma que cada colección seguía creciendo en tamaño y diversidad. Evolucionaron como una serie de antiguas e incestuosas familias que habitaban en los jardines amurallados de villas y palacios de toda Italia, donde vivían como miembros de comunidades cerradas, sobreviviendo a incontables generaciones de propietarios aristocráticos y expertos jardineros. Los jardines renacentistas y barrocos estaban llenos de entretenimientos, como complicados laberintos, rezumantes grutas y elaboradas casas en los árboles. Había agua por todas partes; surgía en forma de potentes e inesperados chorros de las fachadas de los edificios, de las grietas entre las losas y los bancos del jardín. Accionaba instrumentos hidráulicos y movía estatuas que parecían desplazarse por voluntad propia. Había criaturas exóticas en la casa de fieras, aves extrañas en el aviario y peces de brillantes colores en los estanques. La complicada botánica de los cítricos encajaba bien entre estas maravillas, pues garantizaba que siempre hubiera algo de misterio en ellos, cambiante e inaprensible, para que su fruto fuera sorprendente y atractivo en todo momento.

El estudio de la botánica conoció un rápido desarrollo durante esta época, pero había muchos aspectos de los cítricos que botánicos y coleccionistas no comprendían. Repentinos cambios de temperatura, períodos de sequía, lluvias inusualmente intensas o incluso el viento podían provocar mutaciones. Ello a menudo afecta únicamente a una o dos ramas de un árbol, que florecen en un período ligeramente diferente, producen frutos que maduran a un ritmo diferente o tienen incluso formas y colores diferentes de los frutos del resto del árbol. Cuando se producía una de estas mutaciones en un árbol de una colección de cítricos suponía un maravilloso misterio y, en una época de exploraciones científicas, lo convertía en un objeto de coleccionista aún más fascinante y deseable.

Botánicos y coleccionistas analizaban los árboles en busca de los primeros signos de esos extraños limones con dedos prensiles que vi por primera vez en un jardín de Toscana. Al igual que los coleccionistas de tulipanes a la espera de que se «rompieran» los valiosos bulbos en los Países Bajos del siglo XVII, tampoco ellos sabían qué era lo que hacía que sus limoneros dieran esos frutos tan extraños. No fue hasta el siglo XX cuando se descubrió la razón de que existieran limones con dedos. El culpable resultó ser un ácaro microscópico, Aceria sheldoni (ácaro de la yema de los cítricos), que ataca los brotes de las flores de limonero, provocando la formación de frutos con una peculiar forma de dedos. El ácaro es una plaga, pero su impacto sigue considerándose tan encantador que se conoce como acaro delle meraviglie (‘ácaro de las maravillas’). Los coleccionistas de los siglos XVI y XVII también se deleitaron con otra fruta con dedos, una variedad de limón que llamamos Citrus medica var. sarcodactylis, del griego sarkos, que significa ‘carne’, y dactylos, que significa ‘dedo’. El árbol es originario de China y el noreste de India y produce frutas con dedos de manera natural, sin la intervención del ácaro de la yema. Los dedos se crean cuando los carpelos que forman el interior del fruto no se fusionan en las primeras etapas de su desarrollo y permanecen independientes unos de otros. Se componen enteramente de endocarpo cubierto por una cáscara altamente perfumada. En China, donde el árbol se cultiva desde el siglo X, se le llama «Mano de Buda», y se utiliza tanto como ornamento como para perfumar prendas y habitaciones.

Los limones con dedos y otras frutas con extrañas deformidades siempre se han conocido como bizzarrie (‘rarezas’) en Italia. Cuanto más espléndida era la colección de cítricos, más bizzarrie contenía (aunque los imprevisibles aspectos de la biología de los cítricos siempre hacían que la colección fuera intrínsecamente inestable). La colección de la familia de los Médicis de Florencia era sin duda la mejor de Europa. Su historia se remonta a 1537, cuando Cosme I de Médicis (1519-1574) llegó al poder y heredó Castello, el retiro rural de la familia en las afueras de la ciudad. Hoy en día apenas se necesita un mapa para llegar desde el centro de Florencia hasta Castello. Basta con poner rumbo al norte, hacia las colinas que aparecen de vez en cuando entre los palazzi y bloques de apartamentos, para aparcar por fin en un sombreado espacio entre dos árboles y sumergirse en la tranquila atmósfera que todavía se desprende de la villa y el jardín.

Actualmente desde un extremo del jardín de Castello puede verse el otro, pero no siempre fue así. El jardín diseñado para Cosme de Médicis por Niccolò dei Pericoli, escultor, arquitecto de jardines e ingeniero, se componía de muchos grados de sombras. Giorgio Vasari escribe sobre Pericoli y el jardín de Castello en su vasto compendio de detalles artísticos y biográficos titulado Le vite dei più eccellenti pittori, scultori e architetti, publicado en 1550. En él explica que a Pericoli siempre se le llamó Il Tribolo, o ‘tormento’, apodo que recibió de niño porque era

tan bullicioso en cada acción que siempre le faltaba espacio y era un auténtico diablo con los otros chicos en la escuela y en todas partes. Como siempre fastidiaba y atormentaba a los demás, perdió el nombre de Niccolò y adquirió el de Tribolo y así lo llamó todo el mundo en adelante.11

Tribolo diseñó el nuevo jardín en 1539, complicando el espacio abierto al dividirlo por la mitad mediante un muro y convirtiendo el jardín inferior y de mayor tamaño en una red de habitaciones al aire libre dispuestas en torno a un laberinto central y conectadas por umbrías pérgolas y vistas cuidadosamente pensadas, de modo que era imposible ver de un solo vistazo la totalidad del lugar.

Durante el siglo XVI los miembros de la elite cultivada asociaban los jardines con la Edad de Oro clásica, y en particular con el undécimo de los doce peligrosos, audaces, agotadores y desafiantes trabajos de Hércules, aquel en que se le exigió que robara las manzanas de oro del jardín de las Hespérides.12Los Médicis utilizaron la iconografía de estatuas y fuentes para establecer una conexión entre su familia y la virtud, determinación y fuerza heroicas de Hércules, y por ello, nada más natural que encontrar una fuente en el centro del nuevo jardín de Castello, rematada por la figura de Hércules luchando con Anteo. Desde el siglo II, los artistas habían representado las manzanas de oro de las Hespérides como diferentes variedades de cítricos y Tribolo reforzó el vínculo entre los Médicis y Hércules convirtiendo el nuevo jardín en un paraíso de los cítricos.

Los muros y el jardín inferior estaban tan cargados de hileras de cítricos que el naturalista francés Pierre Belon, que visitó Italia entre 1546 y 1549, dijo que las naranjas y los limones lo cubrían «como un tapiz».13 Cuando la visitó en 1581, el ensayista y viajero francés Montaigne consideró que la contemplación de la villa de Castello «no merecía la pena», pero el jardín le pareció una delicia:

Mires donde mires se puede ver una gran variedad de árboles odoríferos, como cedros, cipreses, naranjos, limoneros y olivos, cuyas ramas están tan estrechamente entretejidas que el sol en su cenit no puede penetrarlas.14

Giorgio Vasari describió el jardín superior de Castello como una zona dedicada enteramente a los cítricos. Hoy en día el estrecho espacio del norte está protegido únicamente por la base de una colina, pero originalmente los otros lados también estaban rodeados de muros. Los árboles de Cosme de Médicis eran los que se cultivan normalmente en Sicilia y en el sur, pero cuando le sucedió su hijo, Francisco I de Médicis (1541-1587), la colección adquirió mucha más variedad. En 1585 Agostino del Riccio, autor de varios tratados sobre jardines e historia natural, describió once árboles de cítricos raros con sus frutos maravillosamente extraños.15Entre ellos se encontraban varias naranjas. Una de Palermo era tan espectacularmente dulce que podías morderla igual que una manzana. Otras provocaban un escalofrío porque estaban «preñadas». Al abrir la cáscara de una fruta preñada, ésta revelaba un útero lleno de hijitos, y Del Riccio observó que algunos incluso tenían protuberancias semejantes a los dedos de una pequeña mano que surgía del centro. También menciona el sabor y lo jugosas que eran muchas frutas de la colección, aunque las notables bizzarrie mencionadas raramente eran recogidas o utilizadas con fines prácticos. Se quedaban en los árboles, para ser admiradas como cuadros en una exposición.16

A finales del siglo XVI la colección de los Médicis se extendió a Bóboli, los jardines detrás del palacio Pitti de Florencia. Siguió expandiéndose durante el siglo XVII y principios del XVIII, pero cuando Gian Gastone de Médicis murió en 1737, su hermana Anna María Luisa legó todas las propiedades de la familia—sus villas y palacios; bibliotecas llenas de libros y manuscritos; colecciones de pinturas y antigüedades; instrumentos científicos y curiosidades naturales; estatuas, muebles y joyas acumulados por generaciones de antepasados—a Francisco I, duque de Lorena. Se lo legó con la condición de que nada de ello fuera sacado de Florencia, prohibición que se extendía a la enorme y ancestral colección de cítricos que habían vivido siempre en pesadas macetas de barro, como una tribu de niños que nunca hubieran abandonado sus cochecitos. Puede que Francisco I no apreciara el legado de cítricos de los Médicis, pero su hijo Pedro Leopoldo, que le sucedió como duque de Toscana en 1765, estaba profundamente influido por la Ilustración y amaba apasionadamente las ciencias naturales, lo que le permitió comprender la enorme importancia de conservar una colección botánica tan antigua y variada. Mientras perteneció a los Médicis, la colección fue apreciada por sus cualidades ornamentales, como fuente de placer privado desde el punto de vista del aficionado a la ciencia. Al pasar a manos de Pedro Leopoldo, adquirió un nuevo papel como pequeño elemento entre las reformas sociales y educativas que introdujo en Toscana.

Cuando llegó a Florencia, Pedro Leopoldo descubrió que la mayoría de las personas eran increíblemente ignorantes, y que sus existencias estaban arruinadas por el hambre, la ineficiencia de la burocracia, los altos impuestos, así como por el anticuado sistema legal implantado por los Médicis, que su padre no se había molestado en reformar.17 Diseñó su nueva administración según los principios de la Ilustración, en la que él mismo se encargaría de difundir la ciencia y el mundo natural en la creencia de que el conocimiento era una herramienta que podía utilizarse para combatir el sufrimiento, la superstición y la tiranía. Creía que debía darse a los ciudadanos de Florencia la oportunidad de cultivarse, y para ello fundó un nuevo museo de ciencias e historia natural llamado La Specola en Via Romana, la estrecha callejuela que va del palacio Pitti a la Porta Romana. Cuando abrió sus puertas en 1775, La Specola fue el primer museo del mundo accesible al público en general, aunque inicialmente se hacía una distinción entre las clases más bajas, que sólo podían entrar entre las ocho y las diez de la mañana, «si iban decentemente vestidos», y «los inteligentes y bien educados», que tenían libre acceso desde la una, siempre y cuando se quitaran la capa y la espada y las dejaran en la puerta. Felice Fontana, el primer director del Museo, resumió el espíritu de éste al explicar que se había abierto «para iluminar y hacer felices a las personas civilizándolas».18

Con el tiempo Pedro Leopoldo reunió todas las colecciones científicas y de historia natural de los Médicis bajo un mismo techo en La Specola, incluidos tesoros tales como los instrumentos científicos del mismísimo Galileo y nuevos objetos que Felice Fontana buscó en toda Europa. Naturalmente la colección de cítricos de los Médicis no se podía colocar en el interior, pero ese problema se resolvió haciendo moldes de cera de tamaño natural y escayolas de todos los cítricos que crecían en los jardines de Bóboli. Los modelos cumplían varios propósitos diferentes: fueron colocados entre las piezas del museo para ser utilizados por los estudiantes de botánica, ilustrar a los cultivadores sobre la lucrativa práctica de la pomología y registrar y conmemorar injertos particularmente exitosos o frutos de árboles en peligro de extinción. No existe un registro exacto de la fecha de su creación, aunque se sabe que los modelos se realizaron en la officina di ceroplastica, un taller de cera en los sótanos de La Specola. Aquí los modeladores realizaban versiones a tamaño natural de diferentes clases de frutas y vegetales, así como de plantas exóticas traídas del Nuevo Mundo y de cadáveres. ¿Cadáveres? Sí, los cuerpos y miembros de pacientes que nadie reclamaba eran transportados hasta allí en cestos de mimbre por toda la ciudad desde el Hospital de Santa Maria Novella. En la officina eran diseccionados y utilizados para producir moldes precisos que sirvieran de instrumentos didácticos en el piso de arriba, en la escuela de anatomía.

La Specola sigue siendo un museo público, aunque en él hoy únicamente se encuentran los moldes de cera anatómicos, porque el museo de historia natural está dividido y las frutas y las flores se exhiben en la sección botánica, en via La Pira. Sin embargo, merece la pena ir a La Specola, porque sólo viendo la gama completa de modelos hechos en los talleres empieza a comprenderse la extraordinaria habilidad de los modelistas en cera. El museo se encuentra en el tercer piso, y si se da el caso de que al llegar acaba de terminar una visita escolar y empieza la siguiente, el visitante se verá empujado y atropellado por alumnos que suben y bajan a toda prisa las escaleras desgastadas por las pisadas de generaciones de predecesores, dejando al descubierto una capa de fósiles incrustados en la piedra. La última vez que estuve allí permanecí en una sala llena de modelos de cera de horripilantes episodios ginecológicos y obstétricos, con un chico francés bajito y con gafas por única compañía. Nada de lo que había en aquella sala era normal y contemplé angustiada cómo el muchacho observaba minuciosamente y durante largo tiempo cada accidente obstétrico. Me habría gustado que mi francés fuera mejor para decir algo intrascendente o consolador, pero se marchó a toda prisa mientras el sonido de sus pasos se iba perdiendo por el pasillo. Momentos después reapareció con pasos trepidantes, acompañado esta vez de dos hermanas un poco mayores que él. Más observación minuciosa, más silencio, y luego los tres salieron disparados para regresar tirando esta vez de su padre. «¡Buena suerte!», pensé, mientras comenzaban a formularle en voz alta sus ansiosas preguntas.

La officina de los modelistas de cera debió de ser un lugar muy ajetreado, atestado de calderos llenos de cera de abeja, planchas de mármol para extenderla, herramientas de moldeo, balanzas y jarras con tintes vegetales, pigmentos, resina y aceite de linaza que se utilizaba para acondicionar y dar color a la cera. Las frutas de escayola se hacían a partir de moldes casi de la misma manera que la cera. La escayola permitía a los modelistas reproducir casi cada matiz de la forma del fruto y las texturas sutilmente cambiantes de su piel. Cuando el fruto de escayola emergía del molde era blanco, pero se aplicaba capa tras capa de pigmentos para reproducir el color exacto del original.

En Italia existía una larga tradición de creación de frutas con fines ornamentales y sin embargo nunca antes se habían elaborado en Europa unos moldes tan científicamente precisos como los de Pedro Leopoldo. Para guardarlos y mostrarlos, se construían especialmente bellas cajas de madera de cedro y durante muchos años se exhibieron en el museo junto a una serie de pinturas de cítricos que Bartolomeo Bimbi realizó para Cosme III de Médicis. Los lienzos de cítricos formaban parte de un encargo mucho más amplio en el que Bimbi pintó toda clase de frutas que se cultivaban en Toscana. Una vez más, estos objetos decorativos servían para diferentes propósitos. Muchas de las pinturas registraban animales raros o monstruosos, plantas excepcionalmente grandes o de formas extrañas, flores peculiares, anomalías que podrían ser fácilmente olvidadas y desaparecer para siempre. El encargo de Bimbi también servía para glorificar el rico y fructífero territorio del Gran Ducado. Comenzó a trabajar en 1699, y para cuando completó las pinturas de cítricos en 1715, ya había realizado meticulosos retratos de higos y manzanas, peras, ciruelas, cerezas, melocotones, albaricoques y uvas claramente etiquetados. Todos ellos estaban destinados a las paredes de Villa Topaia, una villa campestre situada a pocos kilómetros al norte de la ciudad, que Cosme utilizaba como retiro de la vida pública. Las cuatro pinturas de cítricos estaban colgadas en la antecámara cercana a su dormitorio.19 Cada una de ellas tenía dos metros de ancho y juntas representaban ciento dieciséis variedades diferentes de cítricos. Bimbi pintaba al óleo sobre lienzo, representando cada fruto con precisión fotográfica a tamaño natural.

Hoy hay que ir al museo de bodegones de la villa de los Médicis en Poggio a Caiano para ver los lienzos originales, de los que existen abundantes reproducciones. Bimbi conseguía dar a los frutos un aire regio esparciéndolos por una espaldera soportada por columnas clásicas elaboradamente talladas. Una cartela en trampantojo en la parte inferior de cada lienzo recogía los nombres de los frutos mostrados. Frutas perfectamente normales se arracimaban junto a especímenes monstruosos o teratológicos de proporciones gigantescas o formas extrañas.

La hija de Cosme III, Anna María Luisa, encargó a Bimbi que realizara tres pinturas más después de la muerte de su padre en 1723. Pienso que estos primeros planos de híbridos de limón-cidra (o limones «citratados») excepcionalmente grandes son las pinturas de cítricos más hermosas de Bimbi. En dos de ellas el vivo fruto amarillo se muestra en bandejas de cerámica azul y blanca contra un lujoso fondo de tapices rojos, con su bulbosa cáscara reproducida con la amorosa atención prestada a cualquier modelo viviente.

Las escayolas y ceras de cítricos y las pinturas de Bimbi siguieron exhibiéndose en La Specola hasta mediados del siglo XIX, pero cuando empezaron a desarrollarse técnicas fotográficas que podían ser utilizadas para registrar especímenes botánicos, la exposición perdió relevancia y finalmente los frutos y las vitrinas con los moldes fueron retirados de la sala de exposiciones para dar paso a objetos más contemporáneos.

La primera vez que oí hablar de los moldes de frutas de la colección Médicis fue una soleada mañana a principios de mayo. Había llegado a Pisa la noche anterior y tenía que regresar al aeropuerto para recibir a un grupo de visitantes de jardines a la hora del almuerzo. El resto de la semana la dedicaría a enseñarles jardines en Toscana, pero hasta entonces estaba libre. Salí de mi pensione al cálido sol primaveral y me dirigí al café más cercano. Después de pedir un capuchino, me senté en una mesa al sol y abrí el periódico local. La página central estaba dedicada a los cítricos. Había un artículo sobre un vivero de cítricos cerca de Lucca, publicidad sobre una exposición de cítricos en un jardín cercano y un largo artículo sobre la colección de cítricos de los Médicis.

En aquel momento no podía pensar más que en cítricos, pero tenía una cita para visitar el herbario en el jardín botánico y, aunque no tenía ganas de examinar especímenes de plantas secas, me dirigí allí a toda prisa en cuanto terminé la lectura. Examiné sombríamente los especímenes de algas montados sobre cartulinas en el siglo XVIII deseando encontrarme al aire libre, especialmente entre cítricos.

Mi guía era una profesora de botánica y al cabo de poco tiempo desvié la conversación hacia los cítricos. Pareció comprender: después de todo, era una académica y estaba sujeta a sus propias pasiones botánicas. Me llevó hasta la biblioteca del primer piso y me recomendó aprovechar la oportunidad para consultar la sección de cítricos. La habitación brillaba a la luz primaveral y una fuerte brisa soplaba a través de las ventanas abiertas, levantando las pálidas cortinas y las páginas del primer libro que tomé de la estantería. Era una historia de los huertos y las frutas ornamentales en Toscana escrita por Mariachiara Pozzana y publicado en 1990.20 En él leí sobre una serie de moldes de escayola también realizados durante el siglo XVIII a partir de frutos de la colección de cítricos de los Médicis. Acababan de ser descubiertos y Pozzana daba a entender que, una vez que estos moldes tan absolutamente precisos fueran restaurados e identificados, sería posible reconstruir la colección, devolviéndole la gloria de la que gozó a finales del siglo XVIII. Se me había hecho tarde, pero cuando salía a toda prisa hacia el aeropuerto volví a encontrarme con la profesora en el pasillo, me detuve para darle las gracias y mencioné los moldes. Lo sabía todo acerca de ellos y garabateó un par de nombres y números de teléfono en un trozo de papel. «No sé dónde están ahora, pero una de estas personas podrá decírselo», afirmó.

Aquel encuentro casual con la catedrática, cuyo nombre nunca llegué a saber, fue el comienzo de una búsqueda que se convertiría en el trasfondo de mi vida durante toda una década. Guardé durante cuatro años el trozo de papel que me había dado antes de poder pasar un poco de tiempo en Florencia y ver los moldes. No dispondría de mucho tiempo porque me dirigía a una conferencia en Lucca, pero más valía eso que nada. Uno de los números de teléfono que me había proporcionado pertenecía a la doctora Chiara Nepi, directora del departamento de botánica del Museo de Historia Natural de Florencia. Chiara se mostró inmediatamente dispuesta a ayudarme. Sabía que los moldes estaban siendo restaurados en una sala de los jardines de Bóboli y se ofreció a solicitar una cita en mi nombre.

Llegué a Florencia con ropa de otoño un día inesperadamente cálido de octubre. Me sentía fuera de lugar entre mujeres todavía vestidas de verano. Mi cita en los jardines de Bóboli era a las dos y media, así que disponía de tiempo suficiente para almorzar. Me dirigí a la piazza Santo Spirito, donde el sol relucía sobre las hojas caídas de los plátanos, que con su sombra deberían haber estado protegiendo del calor a la plaza. Me senté bajo un toldo y pedí risotto al radicchio. Me lo sirvieron sobre una hoja de achicoria de color morado, con los granos de arroz brillantes, de un color rosa pálido. Cuando terminé de comer saqué una copia del correo electrónico de Chiara con la confirmación de mi cita. «Llama a este número diez minutos antes de llegar y luego dirígete directamente al anfiteatro de los jardines de Bóboli», decía.

Éste fue el primero de los muchos correos que recibiría a lo largo de los años; mensajes crípticos como pistas en una prolongada búsqueda del tesoro de los cítricos. Los dos primeros pasos se repetirían una y otra vez: llegar a cierto lugar y llamar a un destinatario desconocido. En aquel momento tenía que atravesar el oscuro interior del palacio Pitti para llegar al anfiteatro de los jardines de Bóboli, que se encuentran detrás. Me hubiera venido bien contar con una tercera pista, algo que me dijera qué hacer una vez allí. Sin embargo, llegué a los jardines, busqué pistas en las caras de los turistas japoneses y observé a las ancianas que avanzaban lentamente frente al anfiteatro protegidas por sombrillas negras. ¿Qué estaba buscando? No tenía ni idea. Finalmente me aproximé a un vigilante uniformado. «Ah, la signora que quiere hablar de limones», dijo nada más verme, y me condujo a través de relucientes caminos de grava hasta las oficinas administrativas de los jardines.

Cuando llegué el ambiente era hosco. Parecía que mi presencia causara grandes trastornos, porque los moldes redescubiertos se habían vuelto a perder y había exigido un gran trabajo volver a encontrarlos. Estas noticias no lograron empañar mi emoción. Hacía mucho tiempo que los moldes habían sido redescubiertos y yo ya contaba con ver esas brillantes esculturas de limones, una radiante celebración de la gloriosa diversidad de los cítricos. Me sentía fascinada por su casi mágica capacidad de desaparecer, ser redescubiertos y volverse a perder, y ahora que por fin había dado con ellos, supuse que podría sujetar un molde en mi mano y sentir una vinculación directa con la colección de los Médicis a finales del siglo XVIII.

En cuanto vi la caja recordé que los viajes de investigación pocas veces se desarrollan del modo esperado. Era de cartón, había contenido bolsas de ñoquis y ahora estaba llena de humedad. En su interior los frágiles moldes estaban envueltos de cualquier modo en trapos, chaquetas viejas y polvorientas bolsas de papel. Había veintitrés frutas y las fui sacando cuidadosamente una a una de la caja, las coloqué sobre la mesa y retiré hasta el último trozo de envoltorio. Era como desenvolver adornos de Navidad, aunque el contenido de cada paquete no tuviera nada de festivo. Algo de pintura se aferraba todavía a los moldes, una sombra de amarillo, un toque de naranja, pero la mayor parte se había desintegrado y mimetizado con el color del molde, por lo que se asemejaban más a calabazas dejadas demasiado tiempo en una bandeja que a cítricos. Únicamente permanecían inalteradas sus formas de escayola y las realistas texturas de sus pieles.

Estaba claro que en los jardines de los Médicis el limón había sido algo infinitamente proteico. Su piel amarilla podía haber estado surcada de amplias rayas verdes o partida para revelar el nido de un segundo fruto al modo de las muñecas rusas. Su forma era igualmente incoherente y descubrí un limón con dos pechos, un par de limones siameses, unidos por la yema, con la superficie minuciosamente punteada para dar la impresión de poros abiertos en la piel, así como limones con cuernos. Las otras frutas de la colección habían estado sometidas a otras tantas mutaciones igual de fascinantes y peculiares, y al fondo de la caja se refugiaba un enorme limón con un lado aplastado por donde se entreveían las entrañas de yeso de París. Los aceites esenciales de las cáscaras de los cítricos las hacen brillar, pero aquellos frutos presentaban pieles mates y polvorientas. Parecían un cónclave de penosos fantasmas de cítricos. Ocho de los moldes habían sido restaurados y etiquetados y tenían los colores que yo había esperado. Alguien los había envuelto en papel de seda y colocado sobre una bandeja de madera, como si la restauración les concediera los derechos de la auténtica fruta.

Aquellos frutos caídos no tenían conservador, pero de vez en cuando el hombre malhumorado que me había acompañado a la sala venía a ver qué tal estaba. Parecía incapaz de creer que estuviera interesada realmente en aquellos moldes y asumía que, al igual que él, yo encontraría más diversión en las travesuras de un gato ciego que se veía por la ventana. «¡Mire!», dijo haciéndome señas para que me acercara. Nos apoyamos, codo con codo, en el alféizar, mirando prolongadamente a un gato corriente que estaba abajo en el jardín. «¿Ha venido a ver o a hablar?», preguntó por fin. Era una buena pregunta. «Esperaba poder hablar con alguien», dije sintiendo repentinamente el anticlímax de la situación. Fue entonces cuando me habló de Ivo Matteucci, jefe de jardineros de Bóboli: «Es la única persona de aquí que realmente sabe algo sobre los moldes». Ivo terminaba de trabajar a las dos de la tarde. «¿Por qué no ha venido esta mañana?», preguntó el hombre gruñón, absolutamente inconsciente de los tortuosos preparativos que había tenido que hacer para llegar exactamente cuando me habían dicho. Tuvimos que esperar a que Ivo condujera su Vespa hasta su casa en San Casciano, a unos quince kilómetros al sur de Florencia, recibir nuestro mensaje y regresar dando tumbos. La espera mereció la pena. A lo largo de los años he conocido a muchos jefes de jardineros en Italia y, cuando irrumpió en la habitación, no me sorprendieron su energía y amistoso entusiasmo. De repente había dejado de ser la única doliente del entierro. Ivo me contó cómo había encontrado los moldes al fondo de un mohoso armario en su oficina, pero ni siquiera él podía explicar por qué se había interrumpido su restauración.

Mi siguiente cita fue con la doctora Chiara Nepi, que se había ofrecido a mostrarme los modelos de cera realizados en la officina di ceroplastica y que originalmente se exhibieron junto con los moldes de escayola en La Specola. Cuando salí de los jardines de Bóboli era tarde, así que tomé un taxi. En el interior de éste la varilla de incienso que se consumía en el salpicadero creaba un ambiente turbio y confería un toque de sacralidad al espacio circundante. Tanto el conductor como yo permanecimos en silencio mientras nos abríamos paso entre el tráfico de la hora punta. Para cuando llegamos a via La Pira, una estrecha calle detrás de piazza San Marco, me sentí renovada, como si hubiera pasado quince minutos en un templo zen japonés en lugar de encerrada en medio del tráfico florentino.

Aunque el taxi me dejó a la puerta del museo, tardé algún tiempo en dar con el departamento de botánica, que se hallaba tras una anónima puerta blanca en el piso superior del edificio. Allí estaba Chiara Nepi. La visión de su blanca bata de laboratorio me convenció de que había dejado el mundo peligrosamente descuidado de los moldes de cítricos de Bóboli y entrado en un entorno más seguro y controlado. Aquí, donde Chiara estaba a cargo de altas salas bordeadas de armarios con puertas de cristal y copias de las vívidas pinturas de extrañas frutas y enormes verduras de Bartolomeo Bimbi, nada podía perderse ni romperse.

La colección de frutas de cera no podía ser más diferente de los polvorientos huérfanos que había visto en Bóboli. Había salido del orfanato para internarme en el corazón de una próspera familia compuesta de moldes de cera de la colección de cítricos y de otras clases de frutas, verduras y plantas de flores exóticas importadas a Toscana desde todo el mundo. Los modelos de naranjas, limones y cidras también fueron realizados en la officina di ceroplastica a partir de moldes de escayola sacados de frutas reales de los jardines de Bóboli. En cuanto se fraguaba el molde, el interior debía ser retirado con jabón blando para tapar los poros de la escayola antes de que la cera se colara en ella. Luego la cera se acumulaba dentro del molde en capas sutilmente coloreadas. Cuando se enfriaba, las frutas se vaciaban, pulían y se les daban toques adicionales de color sobre las cáscaras si era necesario.

El producto de este complejo proceso estaba dispuesto a lo largo de seis estanterías en un armario con puertas de cristal. Cada fruta se mostraba, como siempre se había hecho, sobre una hermosa plataforma de madera dorada semejante al soporte de una tarta. Las frutas de cera siempre habían sido superiores a sus hermanas de escayola y a menudo se vendían a coleccionistas privados, que las utilizaban para fines meramente decorativos. A diferencia de los moldes de escayola que había visto en Bóboli, los modelos de cera tenían la luminosidad de los auténticos cítricos. No hubiera sido acertado decir que eran «bonitos», porque ésa no es la palabra para un verrugoso y bifurcado Limone scanellato di fior doppio o scherzoso (‘limón acanalado con doble flor o jocoso’), nombre tan largo como el inacabable título de un aristócrata italiano, un Limon sponginus, fruto de poros abiertos con aspecto esponjoso tan grande y verrugoso que recordaba un sapo, o incluso el muy corriente Limon S. Remo del norte de Italia. Sin embargo, todos ellos habían sido restaurados, y aunque puede que no fueran bellos, eran sin duda magníficos.21

«TAGLIOLINI ALLE SCORZETTE DI ARANCIA E LIMONE»

Cuando comí esta pasta y probé su sorprendente salsa de naranja y limón por primera vez, tuve la precaución de preguntar qué clase de limones se habían utilizado en la receta. Fue en Settignano, un pueblo situado al norte de Florencia, donde Damiano Miniera ha abierto un dinámico restaurante y vinoteca llamado Enoteca la Sosta del Rossellino. Damiano es de Sicilia, donde abundan los limones, y sin embargo insistió en que cualquier variedad de limones sería adecuada para sus tagliolini. No guardaba celosamente sus recetas y en su abarrotado restaurante solía recitar ésta a quien quisiera oírla.

2 naranjas

1 limón

Una nuez de mantequilla

¼ de cebolla picada

Un buen chorro de vino blanco

100 ml de nata líquida

Sal y pimienta negra recién molida

- Pele la fruta, retirando las pieles blancas (albedo) de la cáscara. Corte la cáscara en tiras finísimas e hiérvalas en agua durante 5 minutos aproximadamente para quitarles parte del amargor. Escúrralas.

- Funda la mantequilla en una sartén pequeña y añada la cebolla. Cuando esté translúcida, vierta el vino blanco. Añada la cáscara escurrida, junto con el zumo de las naranjas, el limón y la nata líquida.

- Hierva a fuego lento durante 5 minutos antes de salpimentar y verter la salsa sobre un cuenco de pasta caliente.

En aquel momento no podía saberlo, pero no dependía de los moldes de cera y escayola para establecer un vínculo directo con la colección original de cítricos de los Médicis. Todo lo que tenía que hacer era regresar al jardín de Castello, aunque hubiera cambiado enormemente desde que fuera propiedad de los Médicis. Los nuevos gobernantes de Toscana del siglo XVIII no apreciaron la anticuada complejidad del diseño renacentista de Tribolo. Hicieron desaparecer el laberinto y quitaron la fuente del centro, retiraron los umbríos túneles perfumados y arrancaron parterres y árboles exóticos, inundando de luz el jardín y exponiéndolo a la vista en toda su extensión. Ahora hay muy poca sombra y a mediados de verano la temperatura de la pendiente amurallada que mira al sur alcanza fácilmente los cuarenta grados, una temperatura excesiva para los limones, que crecen mejor cuando se encuentran entre quince y treinta grados; a temperaturas más elevadas, muchos de ellos dejan de crecer y pierden las flores. Sin embargo, si visitan hoy la villa encontrarán unos mil tiestos de cítricos bordeando los senderos.

El conservador de esta magnífica colección es Paolo Galeotti. Ahora es un hombre atractivo al comienzo de la cincuentena, pero cuando llegó a trabajar al jardín de Castello acababa de terminar sus estudios en la escuela de agronomía de Florencia. Los cítricos no pueden cultivarse comercialmente en Toscana y por lo tanto no le enseñaron casi nada sobre naranjas, limones ni mandarinas. Afortunadamente sabía lo suficiente para reconocer que algunos de los cítricos del jardín eran muy antiguos y empezó a estudiar todo lo que pudo sobre su historia. Ése fue el comienzo de un enorme proyecto de investigación que le llevó a bibliotecas nacionales, archivos estatales, jardines históricos y antiguos bosquecillos de cítricos por todo el país para convertirse finalmente en una de las primeras autoridades en historia de los cítricos italianos y coautor de un libro sobre el tema.22 Ha dedicado treinta años a desarrollar habilidades para satisfacer las necesidades más íntimas de los antiguos y preciosos árboles bajo su cuidado. Ello le concede la ventaja de tener un conocimiento íntimo y de primera mano de todos los árboles y frutos sobre los que escribe.

Entre las macetas que bordean los caminos de Castello hay algunos árboles antiguos, distorsionados, asimétricos y poco agraciados que tienen al menos trescientos años de vida y formaban parte de la colección Médicis cuando Pedro Leopoldo la heredó en 1765. Se destacan sobre el resto, haciendo que el jardín recuerde extrañamente una residencia de ancianos. En lugar de sillas de ruedas alineadas en los senderos, hay macetas, y en lugar de rostros surcados de arrugas, hay ramas hendidas y ennegrecidas y troncos retorcidos que emergen de nudos de ensortijados rizomas. Paolo Galeotti ha pasado años recomponiendo los hechos que dieron a los árboles su extraordinaria apariencia. Según sus estudios, su existencia regular y ordenada continuó sin perturbaciones hasta la Primera Guerra Mundial, cuando las limonaie