El violín de Lev - Helena Attlee - E-Book

El violín de Lev E-Book

Helena Attlee

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Beschreibung

La melodía del violín de Lev fascinó a Helena Attlee desde la primera vez que la oyó en un concierto; aquel viejo instrumento italiano que llevaba el nombre de su antiguo propietario ruso atesoraba una rica historia. Ávida por descubrir los detalles de su origen y el resto de secretos que albergaba su delicado cuerpo de madera, Attlee se dirigió a Cremona, la cuna del violín italiano y el punto de partida de un extraordinario viaje de fin inesperado. A través de talleres polvorientos, bosques alpinos, iglesias venecianas, lujosas cortes florentinas y remotos mercadillos rusos, «El violín de Lev» nos lleva del corazón de la cultura italiana a sus más lejanos confines. Una historia asombrosa de lutieres y científicos, príncipes y vagabundos, instrumentistas, compositores y viajeros, que es a la vez una conmovedora meditación sobre el poder de los objetos, de los relatos y de la música para crear culturas enteras y transformar la vida de las personas. DE LA AUTORA DE «EL PAÍS DONDE FLORECE EL LIMONERO» «Helena Attlee no sólo exhibe una prosa elegante y cautivadora sino una capacidad admirable para combinar la erudición con el ingenio». The Times Literary Supplement

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HELENA ATTLEE

EL VIOLÍN DE LEV

UNA AVENTURA ITALIANA

TRADUCCIÓN DEL INGLÉS

DE MARÍA BELMONTE

ACANTILADO

BARCELONA 2023

CONTENIDO

Preludio

PRIMER MOVIMIENTO

HIJO DE MUCHOS PADRES

Cremona y el violín moderno

UN PUEBLO MUSICAL

De cómo los violines se convirtieron en estrellas del mundo de la música

PEREGRINA EN CREMONA

Las grandes dinastías de fabricantes de violines

MENSAJE DE LAS MONTAÑAS

El antiguo comercio de la madera para violines

SEGUNDO MOVIMIENTO

MÚSICA SACRA

Un capítulo en la vida del violín de Lev

MÚSICA AMBIENTAL

La vida de los violines litúrgicos y de sus músicos

INSTRUMENTOS POLÍTICOS

Los violines en la corte de los Médici en Florencia

COZIO

El primer coleccionista y experto en violines del mundo

TARISIO

El inicio del comercio internacional de violines de Cremona

TERCER MOVIMIENTO

LOS VIEJOS ITALIANOS

El comercio del violín en la época moderna

«LITTLE ITALYS»

La diáspora de los italianos y sus violines

MÚSICA POPULAR

Violines gitanos y música folclórica italiana

CUARTO MOVIMIENTO

DOBLEMENTE EXPOLIADOS

El destino de los «viejos italianos» durante la Segunda Guerra Mundial

EL CÍRCULO SE CIERRA

Renacimiento en Cremona

EN EL SERVICIO DE URGENCIAS DE LOS VIOLINES

La diferencia entre copias y falsos violines

CONTRABANDEADO

El violín de Lev en la URSS

CONTAR LOS ANILLOS

La prueba de dendrocronología y el resultado

Coda

Agradecimientos

Para Moishe’s Bagel, cuya música

fue el comienzo de esta historia.

[Acantilado no se responsabiliza del contenido de ninguno de los portales de la red mencionados en el libro].

PRELUDIO

Aún recuerdo vívidamente la cálida noche, las hileras de asientos ocupados y el mío justo en el centro. La música llenaba la sala en penumbra y se escapaba a través de las ventanas abiertas inundando las calles de una pequeña ciudad galesa. Ya no tiene importancia cuál era la melodía klezmer que nos hacía agitarnos en nuestras sillas o impelía a algunos a ponerse en pie y a bailar en aquel espacio tan angosto. Lo que importa es el momento en que el violinista dio dos pasos al frente y el resto de instrumentos—acordeón, piano, percusión y contrabajo—enmudeció, porque fue entonces cuando escuché por primera vez hablar al violín, con una voz tan poderosa que nuestros sentidos se agudizaron, y caló tan profundamente en nuestro espíritu que quedamos embobados y ávidos de emociones más intensas, salvajes, tristes y alegres que las que jamás habíamos conocido. Cuando los aplausos se fueron apagando y se encendieron las luces, mi vieja amiga Rhoda se volvió hacía mí sonriendo y me dijo: «¿Cómo se atreve a hablarnos de ese modo? ¡Somos mujeres casadas!».

Al salir del edificio vi al violinista de pie en la calle y me acerqué para compartir con él el comentario jocoso de Rhoda y aclararle que es una vieja amiga en todos los sentidos, pues en aquella época había sobrepasado con mucho los ochenta. Supongo que yo esperaba que se riera y poco más, pero me llevó aparte y murmuró algo sobre lo que denominó la «historia mestiza» de su violín, como si eso explicara o incluso justificara el perturbador poder de seducción de su música: «Tengo entendido que lo fabricaron en Italia a principios del siglo XVIII—me dijo—pero me llegó desde Rusia. Todos lo llaman el violín de Lev por el nombre de su anterior dueño». ¿Un violín italiano de un tal Lev? No podía sonar más improbable. Entonces, volviéndose me señaló el estuche apoyado en la pared: «Eche un vistazo si quiere». Cuando lo abrí y miré en el interior mi primera impresión fue la de un objeto tan usado y erosionado como uno de esos restos que se encuentran en la playa, un trozo de madera arrastrada por la corriente, un guijarro limado por el agua del mar o los desgastados restos de alguna criatura marina. Al contemplar otros violines en el pasado siempre me había parecido ver una mezcla de curvas y ángulos, con los bordes bien definidos por la oscura línea de la madera con incrustaciones. Pero la vida había desgastado los bordes y erosionado los ángulos del violín de Lev hasta el punto de que en algunas partes las juntas estaban a la par de las cubiertas laterales, como si la música, al lamer los contornos del instrumento durante siglos, los hubiera erosionado como el mar la frágil línea costera.

Metido en su estuche parecía tan inanimado como una pequeña pieza de mobiliario, hasta que me agaché para cogerlo. Como probablemente he sujetado durante mi vida más aves que instrumentos de cuerda tuve la sensación de sacar una gallina de su percha, con el cuerpo palpitante de vida pero mucho más ligero de lo esperado. Las gallinas huelen a gallina, pero el violín de Lev despedía un penetrante olor humano, un residuo íntimo del sudor dejado por generaciones de músicos. Hasta entonces había considerado los violines como instrumentos de precisión, con su brillante barniz atrapando la luz y jugando con ella, como si estuvieran muy resueltos a hacerse notar. Pero este violín era de un marrón mate muy discreto y su cuerpo contaba una historia de desventuras, como el uniforme del jornalero cubierto de rasgaduras y agujeros tan expresivos como las arrugas de un rostro envejecido.

Al bajar la mirada me vi a mí misma sosteniendo el violín como si se tratara de un recién nacido: con una mano le sujetaba la parte posterior de la cabeza y con la otra el cuerpo. Pero no era un bebé. Su vida abarcaba siglos y se hallaba desgastado hasta la médula por incontables años de duro trabajo y de viajes por el mundo junto a generaciones de músicos, viviendo con ellos en estrecha y sofocante intimidad. Tras años de abnegado servicio el cuerpo se había impregnado del ADN de cuantos lo habían tocado, de ahí que yo sintiera que sostenía mucho más que un instrumento. Aquel violín debía de haber absorbido no sólo la grasa de los dedos de los músicos, sino su agitación, y se habría amoldado a sus diferentes formas de tocar y a los arcos empleados, al tono de sus músculos y al de sus voces. A lo largo de los siglos sufrió cambios infinitesimales en su estructura para adaptarse a las peculiaridades de cada nuevo intérprete y a las emociones e ideales de cada nueva época, hasta convertirse en un registro material de las vidas de todas aquellas personas, de los viajes que realizaron y de la música que tocaron.

No estoy segura de cuánto tiempo estuve allí de pie hasta que vi reaparecer al violinista con una pinta de cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra: «Lo construyeron en Cremona, pero cuando lo llevé para que lo valoraran me dijeron que no valía absolutamente nada». Nunca he podido olvidar esas palabras. En aquella época sabía tan poco sobre violines y su valor que habría podido responder mejor sobre el valor de un perro o de una tarta. Sin embargo, también sabía que la pequeña ciudad italiana de Cremona era la ciudad natal de Antonio Stradivari y—como todo el mundo—que los violines Stradivarius son de los instrumentos más cotizados del mundo. Decir que un violín proviene de Cremona es otorgarle la ascendencia más noble posible a un instrumento de cuerda, así que me indignó pensar que el violín de Lev, con su eminente procedencia, largo historial y maravilloso sonido, pudiera considerarse desprovisto de valor. De hecho, escuchar «Cremona» y «no vale absolutamente nada» en la misma frase me resultó tan perturbador como la voz apasionada y llena de fuerza que había escuchado salir del decrépito cuerpo de aquel violín.

Si el violinista me hubiera dicho que su instrumento provenía de cualquier otro lugar del mundo, tal vez habría recordado durante un año la sensación de sostenerlo en las manos y revivido el sonido de su hermosa voz en mi cabeza algún tiempo, pero luego lo habría olvidado para siempre. Lo curioso es que, pese a que amo Italia desde adolescente y he trabajado allí, en una cosa u otra, durante gran parte de mi vida adulta—ya sea como guía de grupos de viajeros o investigando para libros y artículos de prensa—, tras años de viajes de un lado para otro y de estudio de la historia italiana jamás había estado en Cremona. No sabía nada sobre los violines que la hicieron famosa ni sobre la música que se tocaba con esos instrumentos. Esa noche y en aquella calle oscura por primera vez sentí curiosidad por esas cosas.

La multitud empezó a disgregarse a medida que la gente se despedía y abandonaba el lugar, pero como el violinista no parecía tener ninguna prisa por marcharse decidí hacerle compañía mientras se terminaba el cigarrillo. Empecé a divagar a toda velocidad sobre las historias que ocultaba aquel modesto instrumento que seguía sosteniendo en mis manos, historias que prometían llevarme a lugares totalmente desconocidos de un país que había descubierto tanto tiempo atrás, a nuevos destinos en el paisaje familiar de la historia italiana, a nuevos territorios por descubrir y explorar. Finalmente le devolví el violín y nos dimos las buenas noches. Pero mientras me alejaba en la oscuridad sentí la intensa sensación de haber dejado atrás algo frágil y precioso, y tuve que luchar contra el impulso de regresar corriendo en su busca. ¿Qué habría encontrado si hubiese vuelto? Tal vez la calle vacía en la que habíamos estado o quizá al músico todavía junto al violín, que sin duda era frágil y precioso para él, pero nada tenía que ver conmigo.

Si les digo que aquel verano no dejé de pensar en el violín puede que imaginen que no tenía mucho más en qué pensar, pero en realidad fue una época especialmente complicada. O pensarán que no era el violín lo que me atraía, sino el recuerdo del atractivo rostro de su intérprete y su apasionada música, pero tampoco era ésa la razón. Nuestro encuentro coincidió con un momento triste y extraño de mi vida, porque mi madre acababa de morir y estábamos vaciando su casa, desprendiéndonos de objetos que llevaban allí desde mi infancia y buscándoles un nuevo hogar. Muchos de ellos tenían sus propias historias, que yo creía conocer porque las había oído muchas veces a lo largo de los años. Sin embargo, cuando mis padres ya no estuvieron, me di cuenta de que nunca las había escuchado de verdad, de manera que algunos de aquellos relatos se perderían para siempre. Esa tristeza hizo que las historias que yo sentía cernerse sobre el violín de Lev se volvieran aún más intrigantes y valiosas.

En los días y semanas posteriores me sorprendí imaginando las amplias plazas y las estrechas calles de Cremona envueltas en la niebla invernal. Comencé a poblar la ciudad con la lectura de libros sobre famosos lutieres cremoneses y no tardé en sentirme cautivada por el modo en que habían transformado el violín, que pasó de ser un amable recién llegado al mundo de la música a convertirse en el poderoso y técnicamente brillante instrumento que no ha sido superado en cuatrocientos años. Luego tuve la suerte de que alguien me ofreciera un trabajo de pocos días en Milán, a poca distancia de Cremona en tren. Aproveché la oportunidad sin dudarlo, decidida a dedicar mi tiempo a la ciudad natal del violín de Lev en cuanto acabara el trabajo.

PRIMER MOVIMIENTO

HIJO DE MUCHOS PADRES

CREMONA Y EL VIOLÍN MODERNO

Llegué cuando el sol se estaba poniendo y los paseantes abarrotaban las terrazas de los bares en las plazas para tomarse un Aperol Spritz del color del atardecer. Los talleres de los lutieres en las estrechas callejuelas estaban cerrados, pero en los escaparates podían verse muchos instrumentos, cuyos barnices, de un intenso marrón dorado, reflejaban los últimos rayos del sol. Yo iba en una bicicleta vieja y destartalada a fuerza de traquetear por las calles adoquinadas de Cremona. Me la había prestado mi casera; tenía la cesta rota y el timbre no sonaba, la cadena estaba floja y sin engrasar, pero me llevaba por toda la ciudad a buen ritmo, aunque emitiendo un chirrido a cada golpe de pedal. Era la hora punta y me acababan de adelantar a toda velocidad un monje franciscano y una señora con un perrito de aguas dormido en la cesta de su bici. Cualquiera que me viera parándome delante de cada taller donde se manufacturaban violines pensaría sin duda que había ido a Cremona para comprar un violín, aunque el único que estaba considerando seriamente comprar era uno de chocolate que había visto en una pastelería junto a la catedral. No necesitaba ningún instrumento nuevo, lo que ansiaba era saber más sobre un viejo violín y a eso había ido a Cremona: a averiguar dónde comenzó la vida del violín de Lev. Para entonces ya había leído unas cuantas historias sobre la fabricación de violines y los libros más antiguos solían citar Cremona como el lugar donde el instrumento fue reinventado y donde los violines tradicionales empleados en la música folclórica de toda Europa habían evolucionado hasta convertirse en los sofisticados instrumentos que conocemos hoy en día. Mientras pedaleaba por las callejuelas caí en la cuenta de que Cremona no era únicamente el lugar donde comenzó la historia del violín de Lev. Estar allí significaba hallarse en el centro de la historia de todos los grandes violines italianos jamás fabricados.

Por todas partes había talleres o botteghe de lutieres, pero no todos se encontraban a pie de calle. Cuando descubrí uno que anunciaba su presencia con un violín colgando del balcón de un primer piso, me di cuenta que debía mirar más allá de los escaparates de los locales más visibles en las calles principales. Dejé mi bicicleta, junto a muchas otras, apoyada contra una pared y empecé a examinar las placas de latón en los portones en busca de nombres de fabricantes de violines cuyos talleres estaban ocultos en los palacios de la calle principal. También pegué la nariz a los polvorientos escaparates de otros talleres en las callejuelas laterales. Y al atravesar la puerta trasera de un bar descubrí un taller astutamente escondido bajo una enorme glicinia al fondo de un patio.

Los lutieres que tenían la suerte de trabajar en locales a pie de calle se mostraban muy imaginativos a la hora de utilizar el espacio de sus escaparates. Algunos recreaban los salones del siglo XVIII donde los violines, apoyados sobre antiguas sillas doradas, conversaban con rechonchos querubines echados en pedestales junto a ellas. Otros lutieres mostraban sus instrumentos junto a una colección de frascos de botica que contenían los arcanos ingredientes para fabricar los barnices que se empleaban en Cremona desde el siglo XVI, mientras otros llenaban el espacio disponible con piezas sueltas de instrumentos, de manera que en lugar de un violín, un violoncelo o una viola completos, lo que se veía era solamente la pálida curva de una tabla armónica sin barnizar, hermosas volutas o una tabla de fondo a medio tallar y un montón de pálidas virutas de madera. Cada taller era diferente, pero todos respondían a una tradición que se remontaba a Andrea Amati y al primer capítulo de la historia de la moderna lutería a mediados del siglo XVI. La lutería o liuteria es el arte de construir instrumentos de cuerda de cualquier clase y tanto en español como en italiano la palabra de origen francés conserva la memoria de un tiempo en el que los instrumentos eran laúdes. Siempre me ha gustado la costumbre italiana de trasladar los nombres de antiguas habilidades como ésta a las nuevas. Si necesitas un corte de pelo en Italia tienes que acudir al parrucchiere, que antiguamente se habría ocupado de tu parrucca o ‘peluca’, o cualquier desafortunado incidente con tu coche viene seguido de una factura del carrozziere por arreglar la carrocería, y no tu carrozza o ‘carroza’.

Me levanté temprano tras mi primera noche en Cremona y volví a recorrer el centro en mi bici prestada por estrechas callejuelas flanqueadas por los desconchados muros rosas y ocres de los palacios y bajo el jazmín que caía de los balcones de los primeros pisos invitando a los transeúntes a embeberse de su intenso perfume. Había leído que la mayoría de matrimonios de Cremona se celebran entre personas que han vivido siempre en la ciudad y aquella mañana comprendí por qué nunca tuvieron necesidad de abandonar aquel hermoso lugar.1

Los violines y su cultura parecían impregnar por completo Cremona. El museo del Violín en la piazza Guglielmo Marconi está dedicado a su historia y había tiendas que vendían, bien apiladas, las cuñas de arce y de abeto que se utilizan para fabricar los violines. Cuando tomé en la mano una pieza de madera de arce vi cómo captaba la luz de la mañana mostrando sus sedosas rayas atigradas. La pila de piezas de abeto revelaba muchos tonos dorados diferentes porque, como me explicó el dueño de uno de esos locales impregnados de un olor acre, cuando el abeto cortado se expone a la luz del sol «se broncea igual que nosotros». Además de comercios que vendían materiales para fabricar violines, había tiendas de herramientas y almacenes de ingredientes para los barnices llenos de libros sobre la historia del violín y de violines bordados en paños de cocina, imanes para el frigorífico y llaveros. Los clientes de la pastelería en la calle Solferino podían elegir entre violines de chocolate blanco (sin barnizar) o chocolate negro (barnizados). Y por si todavía no había prestado suficiente atención a los violines, me encontré pedaleando por la piazza Stradivari y por las calles Andrea o Nicolò Amati, Guarneri del Gesù o Carlo Bergonzi, llamadas así por los principales lutieres de Cremona. El tema seguía estando presente cuando por la noche cenaba en Ceruti, un restaurante cuyo nombre hace referencia a un ilustre lutier de la última generación de artesanos del siglo XVIII de la ciudad. Yo fui la única que pidió marubini, una pasta circular tan antigua como los violines más viejos de Cremona, rellena de carne y que desde el siglo XVI se sirve flotando en un cuenco con caldo. Aquella noche el sorprendente y delicioso relleno de los marubini de Ceruti era de calabaza y amaretti.

Si saben algo de instrumentos antiguos pensarán que fui tonta por no llevar conmigo fotografías del violín de Lev a Cremona, ya que también sabrán que el color del barniz y los detalles del tallado son al violín lo que el plumaje al pájaro y, como los buenos ornitólogos, los lutieres de Cremona pueden identificar la mayoría de instrumentos cremoneses a simple vista. Sin embargo, no era la identidad del violín de Lev lo que me interesaba, lo que yo quería era remontarme a las raíces de su historia y aprender sobre los lutieres que habían transformado el violín y una pequeña ciudad a orillas del río Po, convirtiendo Cremona en una leyenda internacional que todavía tiene el poder de atraer a músicos y marchantes de todo el mundo.

Cremona suele ser considerada la cuna del violín moderno, pero cuando visité el museo del Violín descubrí que sus conservadores adoptan una postura mucho más diplomática. Tuvieron mucho cuidado en describir el violín, no sólo como el producto del genio de Andrea Amati, sino también como el resultado lógico de un lento proceso de evolución que se había desarrollado simultáneamente en muchos lugares. Porque cuando Amati se puso a trabajar en Cremona, ya había otros artesanos remodelando el violín en lugares como Brescia, al igual que lo hacían en la ciudad alemana de Füssen, en Polonia y en Bohemia.

Si hubiera podido analizarse el ADN del violín moderno de Amati, se habrían encontrado rastros de tres instrumentos distintos. El primero era la violetta, una especie de violín arcaico. Comenzó como un rudimentario artilugio de tres cuerdas colocadas sobre el diapasón y sólo podía ser utilizado para tocar acordes. La violetta se tocó en las calles de Italia desde la Edad Media y sus sonidos y acordes rítmicos también servían para marcar el compás en los bailes que tenían lugar en fiestas campestres, graneros y plazas. Otro de los antepasados del violín fue el rabel, con su cuerpo en forma de pera y, otro más, la lira da braccio, que tenía dos bordones. Rasgos de estos tres instrumentos ya aparecían en muchos violines, violas y chelos fabricados en Italia mucho antes de que apareciera Amati. Si tienen la oportunidad de ir a Saronno, en Lombardía, encontrarán imágenes de la familia de instrumentos de cuerda de antes de que Amati se pusiera a trabajar. Esos instrumentos son las estrellas de un fresco de la cúpula de la catedral pintado por Gaudenzio Ferrari en 1535. El tema del fresco era una orquesta de ángeles, pero, a diferencia de otros ángeles más anticuados que siempre tocaban el rabel y el laúd, estos ángeles son modernos y tocan un violoncelo, una viola y un violín. El propio Ferrari era músico y tocaba instrumentos de cuerda, y aunque supiera que los feligreses congregados abajo nunca podrían apreciar los detalles, pintó los instrumentos con una precisión minuciosa. Están captados en la penúltima etapa de su larga evolución, presumiendo de sus estrechas cinturas, bordes superpuestos y la tabla armónica y la de fondo curvadas que heredaron de la lira da braccio, y las clavijas de afinación que adoptaron del rabel. Estos instrumentos son ya mucho más sofisticados que la violetta, porque desde finales del siglo XV los lutieres estaban utilizando cola en lugar de clavos, por lo que era posible manejarlos sin que se agrietaran o se abrieran por las juntas. En 1530 los lutieres tallaban además la madera de las tablas armónica y de fondo para que los violines tuvieran una estructura más esbelta y flexible. También colocaron la barra armónica en el interior para que fueran más resistentes y transmitieran mejor las vibraciones de las cuerdas entre la tabla frontal y la posterior al tocar el instrumento. Estas innovaciones hicieron que el violín respondiera mejor al intérprete, proporcionándole un tono generoso y cantarín muy distinto de las voces ásperas y anticuadas de sus ancestros. Y, sin embargo, todavía no había llegado al final de su viaje, ya que el retrato que hizo Ferrari de los miembros de la familia de instrumentos de cuerda captó su aspecto justo antes de la transformación que experimentaron en Cremona.

Amati abrió su taller durante los lóbregos tiempos en que los españoles gobernaban Cremona, la época en que Lombardía cayó en el «abismo de la noche» según Stendhal, cuando el poder de la Iglesia era absoluto y los clérigos decían a la gente que «aprender a leer, o aprender cualquier cosa, era una inmensa pérdida de tiempo».2 A pesar de todo, la ciudad atrajo siempre a artistas, artesanos y marchantes, todos los cuales utilizaron el río Po y sus afluentes como rutas comerciales. Su cultura musical se nutría de los conciertos privados de las escuelas de música o accademie que, por lo general, tenían lugar en los palacios de familias poderosas dispuestas a pagar bien a compositores y músicos a cambio del entretenimiento que les procuraban. En otras ciudades italianas son tantas las estatuas de Garibaldi o del rey Víctor Manuel II que una apenas se molesta en leer las inscripciones de las placas que hay en las peanas, pero no ocurre eso en Cremona. La ciudad era un caldo de cultivo para músicos y compositores de talento y sus plazas están llenas de las figuras que surgieron de su cantera. La ciudad está repleta de efigies de Claudio Monteverdi. Nacido en Cremona en 1567, llegó a ser el mayor compositor de su generación. Andrea Amati seguía haciendo violines cuando Monteverdi era un niño, y no es casualidad que se convirtiera tanto en violinista como en uno de los más grandes creadores de Europa, componiendo específicamente para los instrumentos más populares durante su infancia en Cremona.

Cuando Amati vivía, el centro de la ciudad debía de ser muy parecido a como es hoy. Los hermosos edificios de la catedral y el baptisterio románicos existen desde el siglo XII, y el campanario octagonal—conocido ya en tiempos de Amati como el Torrazzo—fue construido en el siglo XIII. La mayoría de las enormes plazas por las que yo pedaleaba ya habrían sido construidas para entonces, así como los elegantes palacios renacentistas que flanquean las calles, y los colores de sus muros pintados ya casarían bien con los desgastados ladrillos y el pálido mármol de los edificios más antiguos. Y, sin embargo, aunque el escenario de la vida de Amati siga intacto, tenemos muy pocas cosas a las que aferrarnos para reconstruir la historia de la borrosa figura del gran héroe de la lutería. Alguien llamado Andrea, de «oficio: fabricante de instrumentos», aparece en un censo urbano de 1526, pero nadie sabe si se trata ciertamente de Andrea Amati. Sin embargo, su nombre completo está recogido en los archivos locales en 1539, cuando alquiló una casa en el barrio de San Faustino, y sabemos que vivió y trabajó allí el resto de su vida y que su familia permaneció en la casa durante los siguientes doscientos años.

Nadie sabe dónde aprendió el oficio Andrea Amati, pero Cremona siempre fue sede de talladores de madera, carpinteros y ebanistas debido a su ubicación junto al río Po, una ruta muy frecuentada por gabarras que viajaban al sur cargadas con madera de los Alpes. Los mejores ebanistas de la ciudad tallaban las intrincadas decoraciones para los interiores de iglesias y palacios. Con frecuencia los mismos patrones les encargaban violas, el instrumento preferido de los músicos aficionados entre la aristocracia. Algunos sugieren que Amati se inició en la profesión de esta manera, acumulando experiencia que se convertiría en los cimientos de su nueva carrera como lutier.3

Tampoco existen biografías contemporáneas ni ningún retrato de Amati: ¿quién iba a molestarse en difundir la imagen de alguien tan modesto como un artesano en la Italia del siglo XVI? Únicamente un pintor al realizar su autorretrato. ¿Y quién de los contemporáneos de Amati se habría tomado la molestia de registrar los datos biográficos de su vida? Los lutieres del siglo XVI no tenían a nadie que los ensalzara como hizo Giorgio Vasari con los artistas en su obra Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos, y, sin embargo, todo lo que necesitamos saber de Amati está escrito en su obra. Tomemos por ejemplo el violín de Andrea Amati que se exhibe en el museo Ashmolean de Oxford: es una pieza de una serie que Catalina de Médici encargó en 1563 para su hijo Carlos IX de Francia, y la etiqueta lo describe como el violín más antiguo del mundo. El encargo basta para decirnos que Amati había alcanzado la cúspide de su oficio en la Europa de aquella época, y sin embargo la fecha del violín también indica que no logró el éxito fácilmente. Ya tenía unos cincuenta y ocho años cuando fabricó ese violín, e hicieron falta años de callado y laborioso trabajo en su taller para alcanzar el reconocimiento internacional que se tradujo en ese triunfo.

Me preparé para mi viaje a Cremona haciendo una visita al Ashmolean en busca del violín de Amati. Como gran parte de los violines que hay en el museo, antaño fue parte de una colección de instrumentos donados por W. E. Hill and Sons, una empresa sin rival de fabricantes, restauradores y marchantes de violines que fundó William Hill en Londres en 1880. Cuando los hijos de William, Arthur y Alfred, heredaron la empresa, se mostraron cada vez más preocupados por el futuro de los hermosos y antiguos instrumentos italianos que pasaban por sus manos para ser reparados o vendidos. Éste fue el origen de su plan altruista de donar una colección de instrumentos excepcionales al Ashmolean, donde podrían retirarse de la circulación y recibir los cuidados adecuados. Las conversaciones con el museo comenzaron en 1936 y los primeros instrumentos los entregaron en 1939.

Pequeño, pulcro y moderno por antonomasia, el violín de Amati pervive en una galería llena de instrumentos que ya no reconocemos, construidos para una música que ya no escuchamos. En la sala poblada de fantasmas, evidencia tal nivel de destreza y de comprensión de la acústica que se sitúa a la vanguardia de la tecnología del Renacimiento tardío. Para los oyentes del siglo XVI, acostumbrados a las suaves voces de las violas, laúdes y otros instrumentos de cuerda antiguos, el sonido relativamente estridente del violín moderno pudo resultar profundamente chocante. El poeta y dramaturgo inglés John Dryden captó las reverberaciones de este impacto en «Oda para el día de santa Cecilia», poema escrito en 1687 para celebrar el poder de la música y honrar a su santa patrona. En esta oda el poeta describe los sonidos de diversos instrumentos, y mientras parece aceptar «el fuerte estruendo de la trompeta» y el redoble del estrepitoso tambor, hay algo más ambiguo en su descripción de los «ásperos violines» que proclaman

sus dolores de celos y desesperación,

furia, indignación desesperada,

profundas penas y pasión elevada,

por la hermosa y desdeñosa dama.

Si comparamos estos versos con una descripción del sonido de las violas que escribió aproximadamente por la misma época el abogado e historiador Roger North, comenzaremos a percibir el contraste entre sus voces familiares y anticuadas y el sonido extraño y perturbador descrito por Dryden. Las violas suenan como «una especie de murmullo armonioso» que para North tiene más en común con el «confuso canto de los pájaros en un bosquecillo» que con la música.4

En el moderno cuerpo del violín de Amati brilla el barniz de color marrón dorado que fue su marca distintiva. Aún conserva los desgastados restos del lema del rey Carlos desplegándose como un estandarte en la escotadura y parte de un dibujo pintado en oro y negro en la parte posterior. Esbelto y elegante, el filete simple perfila delicadamente el contorno del cuerpo del violín y realza los puntiagudos tacos angulares que rematan la escotadura. En el violín es la fina tira de madera incrustada de color blanco y negro que perfila la tapa y el fondo del instrumento. Como sucede con casi todos los elementos del diseño de Amati, el filete cumple funciones prácticas y estéticas. Los violines sometidos a un uso continuo pueden recibir golpes o caer el suelo fácilmente por lo que este borde cumple las funciones de amortiguador para impedir que se abra una grieta desde el borde hasta el núcleo del instrumento.

Si ustedes—como yo—han pensado siempre que el sonido de un violín provenía de las cuerdas, olvídenlo, porque la superficie de las cuerdas del violín de Amati era demasiado pequeña para desplazar el aire a su alrededor y producir ondas sonoras. La cautivadora voz del innovador instrumento se producía porque el cuerpo, una cámara de resonancia de madera, una caja llena de aire, amplificaba las diminutas vibraciones de las cuerdas. Las vibraciones pasaban primero a través del puente que Amati colocó debajo de las cuerdas y a la tabla armónica del violín. Al tallar cuidadosamente la madera de la tabla armónica consiguió hacerla tan delgada y flexible que se movía incluso con las vibraciones más pequeñas, amplificándolas y transmitiéndolas al fondo del instrumento a través de una pequeña clavija de madera llamada alma. Ambas tapas vibraban al mismo tiempo y la barra armónica, una pieza de madera de abeto colocada transversalmente sobre la tabla de fondo, recogía las vibraciones de menor frecuencia, haciendo que el cuerpo del instrumento vibrara y lanzara el sonido a través de las efes del violín.5

Cuando Amati empezó a trabajar en Cremona, lutieres de otros lugares estaban fabricando violines de diferentes dimensiones. Él terminó con esta práctica y estableció que se construyeran únicamente violines de dos tamaños. Uno era exactamente como el violín que puede verse en el museo Ashmolean, y otro era un poco más grande. El diseño perfectamente equilibrado de estos instrumentos se convirtió en la plantilla de todos los lutieres de tres generaciones de su propia familia y de cuantos trabajaban en Cremona. Fue un logro extraordinario, pero no el único. Andrea Amati también perfeccionó un sistema para fabricar violines que siguieron en primer lugar sus descendientes y luego todos los lutieres que acudieron a trabajar a la ciudad, de manera que ciento cincuenta años más tarde Antonio Stradivari emplearía exactamente el mismo método que Andrea Amati había utilizado para construir sus violines.

Amati construía sus instrumentos a partir de una horma o molde interno que tallaba a partir de una pieza de madera. Empezaba por encolar las cubiertas laterales o «costillas» del instrumento usando el molde del perímetro curvilíneo. Cuando se secaba la cola retiraba el molde y entonces los laterales se convertían en la plantilla para tallar la tabla armónica y la de fondo del violín. Este es el meollo del asunto, lo que diferencia la forma de construir violines en Cremona de otras tradiciones. En Francia, por ejemplo, utilizan otro molde. Se trata de una plantilla de madera para delinear las tablas del violín sobre la madera en la que serán cortadas. Aunque esta forma de trabajar produce idénticos resultados, el molde de Amati siempre provoca un resultado ligeramente diferente, de modo que hasta el día de hoy cada instrumento construido en Cremona es especial y único. La forma clásica de la voluta o «cabeza» de un violín de Amati fue otro extraordinario logro técnico. Su diseño juntaba todos los ángulos y curvas de la pieza para crear la ilusión de que era completamente redonda, convirtiéndose en el prototipo de las volutas que tallaban los lutieres de toda Europa.

El violín de Amati estaba perfectamente diseñado para tocar música del Renacimiento tardío y del Barroco, pero a mediados del siglo XVIII sus propietarios tendrían que luchar para sacarles las notas altas y producir el volumen exigido por el repertorio clásico de moda. Si hoy pudiera ver su violín en el Ashmolean, sin duda Amati se quedaría asombrado de todos los cambios introducidos en el instrumento para poder tocar esa nueva música, pero sin ellos se habría vuelto tan obsoleto como la herramienta de algún oficio olvidado. La modernización de su violín implicó retirar el mango y sustituirlo por otro más largo y fijarlo en un ángulo ligeramente más inclinado que el original. Esto permitió que las notas altas exigidas por los compositores clásicos fueran más fáciles de tocar y aumentó el volumen y proyección de la voz del violín al ejercerse una presión mayor sobre las cuerdas. A medida que pasaba el tiempo estas modificaciones se introdujeron en cualquier violín que mereciera la pena y, sin embargo, conviene mencionar una característica interesante de los instrumentos de cuerda: no parece que tenga importancia cuántas partes del violín, viola o chelo se hayan reemplazado, y ni siquiera parece tener importancia si las formas de sus cuerpos han sido modificadas de un modo u otro. Así como la pala de jardín cuya empuñadura he tenido que cambiar innumerables veces siempre será la pala de mi suegra, un Amati siempre será un Amati, por muchos ajustes y alteraciones que sufra.

Andrea Amati murió en 1577 y traspasó el negocio a sus hijos, Antonio y Girolamo. Antonio entró a trabajar en el taller unos veinte años antes de la muerte de su padre, pero Girolamo era casi dos décadas más joven que su hermano, de manera que para cuando se incorporó al negocio familiar Andrea tenía casi setenta años y Antonio era un experimentado lutier de treinta y cinco. Antonio enseñó el oficio a su hermano menor y tras la muerte de su padre siguieron trabajando juntos, etiquetando sus instrumentos como «Hermanos Amati». Al cabo de poco más de una década, Antonio dejó el negocio familiar y estableció un taller independiente en las cercanías. Girolamo no tuvo hijos varones y tal vez pensara en contratar aprendices. Sin embargo, existía una fuerte tradición entre los Amati de que el negocio fuera un asunto estrictamente familiar, por lo que en lugar de buscar fuera contrató a dos de los maridos de sus hijas, Vincenzo Tili y Domenico Moneghini, para que le ayudaran en el taller de San Faustino.

La familia Amati siguió dominando la lutería en Cremona durante más de un siglo, convirtiendo en estrellas del mundo musical a los violines y estableciendo los principios de un oficio que sigue siendo sinónimo de la ciudad. Cuando escuché el violín de Lev no sabía nada sobre ellos ni sobre la historia de los instrumentos de cuerda, pero ahora me he convertido en una biógrafa en bicicleta de la familia de los violines. He estudiado hasta el último detalle de su linaje y visitado su lugar de nacimiento, donde descubrí que el sistema para fabricar violines de Amati, de cuatrocientos cincuenta años de antigüedad, sigue enseñándose a los aprendices del oficio y utilizándose en los talleres de las umbrosas callejuelas y deslumbrantes palacios de la ciudad.

UN PUEBLO MUSICAL

DE CÓMO LOS VIOLINES SE CONVIRTIERON EN ESTRELLAS DEL MUNDO DE LA MÚSICA

Cremona me estaba enseñando los hechos musicales de la vida: cómo se concibieron y construyeron los violines. Pero ¿cómo era el mundo en que habitaban más allá de los muros de la ciudad? ¿En qué empleaban los días? Eso era lo que me tenía fascinada entonces. Imaginaba los violines surgiendo del taller de Amati y dispersándose por un mundo dominado por la música, porque de todos los viejos tópicos sobre Italia, uno de los más persistentes es que los italianos siempre están dispuestos a ponerse a cantar. Como sucede con cualquier tópico, hay algo de verdad en él, y recuerdo mi asombro ante la enorme cantidad de música que se escuchaba en Italia la primera vez que viajé allí. Por supuesto no era ninguna sorpresa que los gondoleros de Venecia cantaran, pero no esperaba que lo hicieran los taxistas de Roma, ni que los vendedores de fruta de Nápoles se comportaran como cantantes de ópera, ni que la música se deslizara como el humo por las callejuelas de Florencia durante el festival del Maggio Musicale. En aquella época mi hogar estaba en Siena, y cada vez que subía a un coche con amigos para emprender un largo viaje se ponían a cantar. Como había crecido en Inglaterra aprendí desde muy pequeña a mantener la boca cerrada cuando alguien cantaba y por eso me resultó extraordinario comprobar que algunos de mis amigos italianos no tenían una voz mejor que la mía y, sin embargo, cantaban sin parar durante el viaje a la montaña o al mar. Me llevó un tiempo liberarme del sentido del ridículo que atenazaba mi garganta, pero no tardé en ponerme a cantar «Le Sette colline di Roma», «Bella ciao» o cualquier canción de Lucio Dalla, el Bob Dylan italiano. Todo aquello me causaba una profunda impresión, pero no era más que una tenue experiencia comparada con la Italia de la segunda mitad del siglo XVI, cuando los violines de Amati hicieron su aparición en un mundo tan poseído por la música que estaba casi garantizado que fueran apreciados y que se explorara el potencial de sus novísimas voces. En aquella época la península italiana estaba dividida en una serie de reinos gobernados por extranjeros y de pequeños ducados, principados y estados minúsculos que pertenecían a unas cuantas familias enfrentadas por el poder. Esta inestable situación política hacía que Italia estuviera a menudo desgarrada por la guerra, pero, a pesar del derramamiento de sangre, la peste y la hambruna que acompañaban a los conflictos bélicos, la sociedad italiana rezumaba música por todos sus poros. La música inundaba las calles. Los mendigos la intercambiaban por monedas en las esquinas y los músicos ambulantes se ganaban la vida a duras penas resumiendo los titulares de las noticias y poniéndoles música para tocar a cambio de un estipendio. Marchantes, artesanos y bandas de soldados mercenarios entonaban sus canciones tan características como las herramientas de su oficio o las vestimentas que llevaban. Estas canciones tabernarias, gremiales o patrióticas añadían una capa más de sonido al alboroto de las tabernas y al clamor de las campanas en las calles, mientras más allá de los muros de la ciudad la música resonaba a través de los campos, los graneros y los bosques de la campiña italiana, donde los campesinos empleaban las tonadas y canciones populares para aliviar la monotonía de sus días, alegrar sus celebraciones y señalar los días especiales del año agrícola.

Tras las enormes puertas de los palacios de la ciudad los violines lo tenían fácil para acceder a una sociedad en la que los hombres todavía aspiraban a ser perfectos caballeros, inmortalizados por Baldassarre Castiglione en su popular obra, Il Cortegiano (El cortesano), publicada en 1528. Entre sus muchos talentos, este hombre ideal podía tocar varios instrumentos, y los violines no tardaron en establecer una alianza natural con los jóvenes ricos y modernos que se esforzaban por parecer aún más dotados de virtudes. En aquellas familias el aprendizaje comenzaba pronto, y de ese modo los violines llegaban a las manos de niños obligados a tomar lecciones de música como parte de su educación. En algunos lugares, como en la Venecia del siglo XVI, la gente parecía valorar más la música que cualquier otro saber: mientras que menos de un tercio de las familias de ricos marchantes de la ciudad poseía un libro, se dice que todas ellas tenían en casa al menos dos instrumentos musicales.6 Uno de ellos solía ser una viola, con mucho el instrumento más apreciado por las clases altas. Pero a medida que avanzaba el siglo XVI, esos instrumentos grandes y de remate plano cedieron su privilegiada posición al novedoso violín.

Los violines de Amati continuaron siendo los mejores del mundo hasta más de cien años después de que Andrea construyera el primero en Cremona y, a la manera de los diplomáticos, se movían entre las ilustres cortes de los distintos gobernantes de Italia. Su música era un ingrediente vital en las procesiones y desfiles triunfalistas y alegóricos con que las familias dirigentes solían celebrar su poder y alimentar su magnificencia. Este culto al esplendor era el resplandeciente brillo que rodeaba la corte de toda familia reinante en Italia, y contribuía a poner en guardia a sus enemigos, intimidar a sus súbditos y convencer a todos de su derecho divino a gobernar. Un banquete que celebró la familia De Este en 1529 es un excelente ejemplo del papel que la música desempeñaba en la química de la magnificencia. Existe un vívido relato de esta fiesta musical en un libro de Cristoforo da Messisbugo titulado Libro nuovo nel quale s’insegna a far d’ogni sorte di vivanda [‘Libro nuevo en el que se enseña a preparar todo tipo de viandas’], publicado en 1549. Como administrador de la familia del cardenal Hipólito de Este, Messisbugo fue el responsable de organizar la espectacular fiesta que dio el cardenal para celebrar el matrimonio de su hermano con la princesa Renata, hija de Luis XII de Francia. La música que se tocó durante el banquete estuvo a cargo de Francesco della Viola, músico de la corte cuyo apellido era más que acertado y cuyos servicios se retribuyeron tan espléndidamente como los del propio ayuda de cámara del cardenal. La fiesta tuvo lugar en 1529, un poco demasiado pronto para el moderno violín, y por consiguiente el relato de Messisbugo nos proporciona una valiosa información sobre la antigua familia de instrumentos de cuerda que coexistía con los violines antes de la irrupción de Andrea Amati en Cremona.