El partero de Atenas - Dante Sandrigo - E-Book

El partero de Atenas E-Book

Dante Sandrigo

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Beschreibung

Sócrates es la persona más influyente de la historia de la cultura de occidente y, sin embargo, sabemos muy poco sobre él más allá de lo relatado por Platón, quien lo convirtió casi en un personaje de ficción. Con maestría, Dante Sandrigo nos revela el carácter humano del filósofo. Reconstruye los espacios desconocidos de su vida y nos acerca, al mismo tiempo, al mundo apasionante de la cultura griega y de la Filosofía, en una novela única y apasionante. El partero de Atenas es el producto de una profunda investigación filosófica y de la historia de las costumbres. El lector tiene en sus manos la posibilidad de disfrutar de la literatura y del conocimiento.

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PORTADA

Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones y Silvina Perea.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Sandrigo, Dante Gabriel

El partero de Atenas : la novela de Sócrates / Dante Gabriel Sandrigo. - 1a ed . - Córdoba : Tinta Libre, 2019.

244 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-413-9

1. Narrativa Argentina. 2. Filosofía. 3. Novela. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor. Está tam-

bién totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet

o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina —Printed in Argentina

© 2019. Dante Gabriel Sandrigo.

© 2019. Tinta Libre Ediciones

Al escritor Orfeo Pecci, una voz auténtica y lúcida,

a mi amigo Orfeo, porque crecimos juntos compartiendo lecturas y la vida misma.

A Fernando Hermida y Osvaldo Bertone, persistentes y necesarios compañeros del camino.

Auspiciado por la municipalidad de San Lorenzo,Provincia de Santa Fe

El partero de Atenas

La novela de Sócrates

Dante Sandrigo

Aquí estoy,

pensando en el alma que piensa

y por pensar no es alma.

Carlos García Lange

Aclaración

La decisión de narrar acontecimientos históricos, pero sobre todo la de tomar a un personaje concreto, implica un desafío aventurado pero de intenso placer.

El riesgo inicial es el de la falta de rigor histórico y la posibilidad de cometer errores, pero como no somos historiadores y no pretendemos elaborar un trabajo académico, asumimos nuestras propias limitaciones y una constante irrevocable: se trata de una novela. Se deberán tolerar anacronismos o desaciertos ya que un trabajo inobjetable requeriría una minuciosa búsqueda de especialistas, y no lo podemos emprender. Existen detalles que parecen mínimos, pero que nos ponen siempre al borde del error. Por ejemplo, podemos usar el término ‘las horas’ o ‘dos horas’, cuando los griegos, en aquella época, no medían el tiempo de la manera en que lo hacemos nosotros con horas de sesenta minutos, sino que era un término más genérico y amplio. De todas formas, actuamos con absoluta seriedad y a partir de una ardua investigación aunque carezcamos del pulso y de la mirada crítica de los científicos de la Historia. Nuestras fuentes son de reconocida jerarquía.

El lector tolerará además ciertas licencias lingüísticas que no ignoramos, además de aquellas que sí ignoramos. Usamos términos como supra o rictus, de evidente origen latino y por lo tanto posterior al tiempo de nuestro relato, pero nuestra pretensión no es partir de un protocolo de filólogos reproduciendo en todo el griego antiguo, sino hacer un texto ameno. De todas formas, incluso en libros de alto corte académico de una de las más prestigiosas editoriales, se cometen este tipo de incongruencias como, por ejemplo, poner en boca de Sócrates el término in absentia, o en boca de Aristóteles la locución sine qua non. Eso es lo mismo que si Sócrates hubiera dicho ‘estamos en el año 400 antes de Cristo’. Si bien el latín antiguo ya existía, lo cierto es que los griegos no lo usaban.

Como ya lo afirmamos, el desafío nos acerca también momentos de gran satisfacción que encontramos en el camino de la escritura y en el incierto ejercicio creativo. Narramos la vida y la palabra de uno de los personajes más importantes y quizás el más enigmático de la Historia, y por instantes asumimos su rol para tratar de interpretar y ser fieles a su modo de pensar.

Hace 2400 años que en el mundo se habla de Sócrates a pesar de que es muy poco lo que se sabe certeramente sobre él. Particularmente, no dejó ningún escrito propio, y solamente lo conocemos a través de algunos de sus contemporáneos, pero aun así, son muy pocos los testimonios. Las historias más conocidas son las narradas por Platón, pero por muchos indicios pueden considerarse como poco fidedignas. Conoció a su maestro siendo muy joven y estuvo a su lado pocos años, pero quedó tan marcado que emprendió una amplia serie de relatos que lo tienen como protagonista, pero muchos años después de que hubieran ocurrido si es que de verdad ocurrieron. Además, parece haberlo amado, y todos sabemos que no se puede confiar demasiado en el testimonio de un enamorado. Se estima con importante certeza que la mayoría de lo que puso en boca de Sócrates proviene de su propia creatividad. La reproducción de los diálogos, por su extensión y por la distancia en el tiempo, cuanto más, puede tener cierta cercanía con los originales, pero son escasamente literales. De modo similar sucede con Jenofonte, y no desestimamos como posible la versión de Aristófanes.

Afirmamos con absoluta responsabilidad que el Sócrates que aparece en los diálogos platónicos es más un personaje literario que un ente histórico, pero al menos quien lo constituyó con esas características lo conoció, y eso nos aporta mucho: nos indica los rasgos de su personalidad. Platón pudo inventar la mayoría de las palabras que puso en boca de Sócrates, pero estimamos que fue veraz en sus características personales, y con ese presupuesto abordamos el presente trabajo.

En la mayoría de los diálogos, tratamos de reproducir el estilo del diálogo platónico porque es el que la tradición ha impuesto, y de modificarlo, le resultaría disonante a aquellos lectores que ya han incursionado en esas lecturas. Además, debemos confesar que ese estilo nos resulta entretenido, ameno, lo que vendría a afirmar que Platón, además de ser un gran filósofo, fue un maravilloso escritor y, por qué no, alguien divertido. A los lectores poco habituados a esos escritos, el nuestro les resultará moroso, pero apelo a su paciencia porque es el mejor modo de hacer un texto más intenso y verosímil.

Como hay palabras específicas que no tienen un co-relato directo de traducción, preferimos conservarlas en su sonido original pero, para no desalentar al lector, se ofrece al final un listado de esas palabras con su significado aproximado. También aclaramos que el discurso de Pericles que se menciona en uno de los capítulos, corresponde por entero a la versión del propio Tucídides, ya que quisimos reproducirlo textualmente por la calidad de la oratoria que se vería afectada por nuestra propia versión. No es el discurso completo, pero sí los fragmentos utilizados son la copia del original.

¿Cuál es el margen de posibilidades que disponemos? No vamos a tomar un personaje histórico, real para moldearlo al gusto de nuestras necesidades literarias, pero necesariamente le vamos a dar una vida y sobre todo una palabra que se ajuste a lo posible, pero siempre bajo el arbitrio de nuestro limitado criterio. Nuestra intención es relatar, a través de la novela como herramienta, a un Sócrates posible, desmitificado y hecho hombre.

Si lo logramos con cierta aproximación o con cierto éxito, será juicio de los lectores.

Lo primero que vemos con claridad, creemos, creemos que es con claridad y creemos que es así como lo vemos, es que Querefonte duda. Si bien emprendió el viaje a Delfos con valiente decisión, una vez allí, puesto el primer pie sobre el primer escalón, la vista en las columnas talladas, el techo alto, los emisarios merodeando, sintió que sus convicciones cedían. ¿A qué vine hasta aquí?, se pregunta o suponemos, más bien, que se pregunta, ya que si duda, su primera inquietud debe haber sido esa. ¿Tendrá el Oráculo algo para decirme? ¿Me considerará digno de sus sentencias?, y muchas otras preguntas se hace pero, sin embargo, avanza, pie sobre escalón, pie sobre escalón, alza los hombros, hincha el pecho para disimular la juventud y el miedo pero, sobre todo, por la certeza íntima de que no tiene consultas para hacerle a Apolo, como sí tienen los navegantes que requieren un vaticinio antes de emprender sus viajes, o como sí tienen los generales que se acercan inquietos por el albur de las batallas, o como los campesinos que buscan certezas para la cosecha, o como lo hizo Tales, que compró antes de la floración de los olivos todas las prensas para luego alquilarlas, y hacer así una importante fortuna sin siquiera mencionar la ayuda divina con tal de cimentar una fama que le llegaría, por otros caminos, mucho tiempo después. Él dejó que corriera el murmullo de su capacidad de predicción sobre el clima cuando en realidad fue el Oráculo quien le indicó la importante cosecha del próximo año.

Pero él, Querefonte, no tiene ninguna de esas inquietudes superiores sino que tan solo está inquieto por el amor de Sócrates, a quien cree haber conquistado, pero cuando despliega las redes de su belleza, sabedor de la debilidad del viejo por los jóvenes bellos, ya cayó en las propias que le tiende él, y todo encuentro no va más allá de los encantos de sus palabras que vienen siempre acompañados por sus caricias y por el irremediable olvido posterior.

Y ahora, mientras pone pie sobre escalón, pie sobre escalón, piensa que quizás debería haberse quedado con su hermano Querécrates al pie del Parnaso, para contentarse con el relato de los peregrinos que bajan luego del encuentro con el Oráculo, o bien perderse en ese mar plateado que forman los miles de olivos en el valle, antes que estar allí, en lo que llaman, con razón, el ombligo del mundo, sin nada para requerirle al dios.

Querefonte es recibido por un sacerdote y recién cuando ingresa ve la clara inscripción en la piedra del muro: Conócete. Sigue al hombre que no le habla y piensa en el significado de esa expresión que no le parece trascendental, sino más bien una obviedad, lo que le hace retornar cierta calma, ya que si el prestigioso oráculo cae en esas simplezas, no tiene nada que temer. Si todo se trata del auto-conocimiento, entonces es lo más sencillo del mundo, ya que nadie ignora quién es. Desde pequeños tenemos un nombre y sabemos quiénes somos, y si alguien nos pregunta, piensa Querefonte, quién soy, no tengo que razonar demasiado para responder ‘Querefonte’, y si además me preguntan qué soy, es claro que responderé ‘un hombre’, y si aún así continúan con las preguntas como qué clase de hombre soy, no dudaría en responder ‘unateniense’, ante alguna insistencia, daría más detalles, como ‘un comerciante’, o ‘amigode Apolodoro y de Sócrates’, y así hasta ir respondiendo cualquier otra consulta hasta que quien me interroga se dé por satisfecho, tal como hace Sócrates, quien siempre tiene una respuesta inequívoca, y tal como lo he visto en aquellos encuentros con Gorgias y con Protágoras, que se habían ensañado ásperamente con Sócrates porque siendo quienes eran, los filósofos más famosos y sabios, tomaban por impertinencias las consultas que él les hacía, y en donde nos queda claro, al menos a mí, que sus conocimientos no tenían bases tan sólidas como afirmábamos, y que más bien la fama reposaba en la ignorancia de los interlocutores y no en las certezas de ellos. En todo esto piensa Querefonte pero no para responderse a sí mismo sino para llenarse de voces internas y poder así ocultar el temor que sintió ni bien puso el primer pie sobre el primer escalón.

Una vez en el templo, lo recibieron dos sacerdotes, uno de ellos tomó su manto y luego se inclinó para quitarle las sandalias, mientras el otro lo condujo luego hasta la pileta, y Querefonte se desnudó y hundió el cuerpo en el agua mientras el citarista tocaba unos sones graves, y entonces volvió a preguntarse, suponemos, ¿Qué espero yo del Oráculo, si el futuro no me inquieta?, tan vasto se presenta a mi juventud que pretender ahora conocerlo me agobia. Cuando se es joven, todo es futuro, todo es incierto y por lo tanto todo es posible, ¿para qué ocuparse de tal desmesura? En todo caso, pensamos que piensa Querefonte, Todas mis dudas están en este angustiante presente en el que tengo que definir el rumbo que le daré a mi vida. Sé que seguiré con el comercio tal como lo hace mi padre, pero preferiría, más bien, llevar una vida similar a la de Sócrates, despreocupado de los bienes materiales, teniendo una sola manta como todo vestido y ocupándome de los asuntos de la ciudad en estos tiempos críticos en los que la muerte de Pericles dejó en evidencia que ya pasó la época de los grandes hombres.

Luego dos mujeres con el cabello recogido en rodetes lo untaron con óleos aromáticos y lo friccionaron suavemente en todo el cuerpo, para luego conducirlo, envuelto en pieles de cordero, hasta el sacerdote que lo aguardaba en otra habitación. Ya habían esparcido el agua de laurel y la harina de cebada que purificaba el sitio, por lo que ya estaba habilitado para hacer sus consultas. Querefonte mandó traer su bolsa y luego depositó los cien dracmas en el plato de cerámica, tributo necesario para que la pitonisa invocara al dios por su porvenir. Siempre fue extraño que los dioses, siendo eternos e inmateriales, requirieran de algo perecedero y material como el dinero para hacer visibles sus manifestaciones. A pesar de su diálogo constante con las divinidades, hasta las pitonisas tenían necesidades. Al fondo de la habitación la vio sentada de frente a la gran abertura que daba a la cima del Parnaso, y dando la espalda a los visitantes. Un humo casi transparente la envolvía, y Querefonte, que olió el agrio azufre, la vio sacudirse y mover la cabeza como si todo lo que pasara detrás de ella le fuera extraño, y como si el templo, los sacerdotes, las doncellas, los citaristas y la propia ladera del Parnaso no existieran. Y fue ahí entonces que el sacerdote se acercó a él y le dijo, palabras más palabras menos, ¿Qué viniste a consultarle al Oráculo?, aunque debe, seguramente, haber estado pensando ¿Qué motivos tiene un joven rico para venir hasta Delfos, si de la vida no sabe nada y más le convendría interesarse por los asuntos de su ciudad que, como todos en el Peloponeso saben, está tomada por los corruptos y por los pusilánimes? Ajeno a estas cavilaciones que seguramente debe haber hecho el sacerdote y abrumado por sus propias confusiones que no conseguía aclarar, Querefonte dijo, y sin haberlo pensado antes ni premeditado, ¿Quién es el hombre más sabio?, lo que seguramente debe haber provocado estupor y un gesto de incertidumbre en el sacerdote que, a pesar de que la consideró una pregunta absurda, se la trasladó a la pitonisa que se mantenía ajena a ellos inhalando los vapores y sacudiendo la cabeza y el cuerpo. Pasado un rato emitió unos sonidos guturales y cavernosos a los que el sacerdote prestó atención. Como luego ya no dijo otra cosa, el hombre se retiró a un costado y se sentó a escribir en una tablilla de cera.

Querefonte los veía hacer y empezó a temblar de miedo cuando vio al sacerdote asentir para luego sentarse en un banco rústico al lado de la hoguera, con la tablilla sobre las piernas. Pero quedó atónito luego, cuando leyó la sentencia de la pitonisa, esa única palabra, un nombre en realidad: Sócrates. Esa era toda la respuesta. Intentó preguntar por qué Sócrates, de qué modo su amigo y amante podía ser el más sabio de los hombres, pero el sacerdote sólo movió la cabeza y dijo Eso es lo que dicen los dioses.

Las mismas mujeres que lo uncieron con los aceites le quitaron la manta de cordero y lo cubrieron con su túnica, le ajustaron los broches, peinaron con sus manos sus cabellos y le calzaron las sandalias. Luego salió del templo y al pie de la escalera lo esperaba su hermano Querécrates. Bajaron la ladera en un profundo silencio que Querefonte detuvo con una pregunta: ¿Es infalible el Oráculo? Querécrates respondió ¡Por Zeus!, claro que lo es. Se dice que los dioses hablan a través de él, y por lo tanto no nos corresponde dudar de ellos, tú sabes que está mal visto cuestionar a los dioses, pero lo dijo más por convención que porque estuviera convencido de eso, pero Querefonte pareció no escucharlo porque continuó con su diálogo íntimo. Hasta llegar a Delfos, no sabía muy bien qué consulta haría, y al estar allí se me ocurrió preguntar sobre quién es el hombre más sabio, tú sabes que los sofistas presumen de serlo, sobre todo Gorgias el viejo, quien sostiene que puede responder satisfactoriamente cualquier pregunta, y de Protágoras se dice que no existe nada que él no conozca, pero la duda persistía en mí, y el Oráculo respondió que Sócrates es el más sabio de los hombres. Entonces tendrás que aceptar esa sentencia, lo interrumpió Querécrates. ¡Por Zeus!, es que precisamente el mismo Sócrates dice de sí mismo que no sabe nada y que ese es su único conocimiento, por lo que el Oráculo no puede afirmar que un hombre que solamente sabe una cosa, es el más sabio, ¡y no podemos decir que el Oráculo se equivoca!, a lo que Querécrates respondió Tendrás entonces que pensar que el que miente es Sócrates, y eso tampoco parece posible porque nadie miente en su contra, o al menos así me parece a mí.

Enredados en esta aporía, imaginamos que continuaron su diálogo en el viaje hacia Atenas, sin saber que el prestigio del Oráculo podía ponerse en cuestión, ya que no le advirtió a Querefonte que tiempo después sería desterrado por sus conciudadanos tan injustamente como se acostumbraba en esos tiempos de decadencia. Tampoco le previno sobre su muerte temprana, y es probable que nadie deba saber con exactitud cuándo va a morir, a pesar de que todos sabemos que en algún momento sucederá, lo mejor es no contar con esa certeza, y así cada uno podrá considerar a su gusto cuándo deba cuidar su vida y cuándo no. Y seguramente nadie consultó al Oráculo sobre la suerte del templo de Delfos, porque tendría que haber sabido que unos años más tarde sería saqueado impunemente y despojado de los preciosos regalos que los devotos llevaban como ofrenda, pero es razonable que no lo supiera como no supo que ocurriría el terremoto que quebró sus columnas, lo que lo siembra de sospechas sobre la infalibilidad de la sentencia divina.

Así sucedieron las cosas, o al menos lo damos por cierto porque ya forma parte de una tradición, sin que tengamos mayores certezas. En Delfos no se llevaban registros de las predicciones, por lo que no se cuenta con el necesario documento oficial, así es que el relato de los hechos proviene del propio Querefonte que, dada su juventud y dados sus temores, se vuelve poco confiable como fuente, pero convengamos también que su relato nos resulta simpático o, al menos, conveniente.

(Oscuridad, agua viscosa, zumbidos, y un eco un eco un eco que viene desde afuera, el mundo, el otro mundo de los otros, y también se sienten los ecos de las voces que vienen desde adentro, ¿mi adentro? Tengo que discernir lo que es afuera y lo que es adentro. No estoy aquí sino que vengo, pero ¿desde dónde? No hay un corte abrupto ni hay inicio de nada porque sé que se trata de una continuidad, aunque no pueda determinar el origen ni tener ninguna evidencia de lo que fue antes de esto que es ahora. Esto de ahora es lo que era ya antes y es lo que será dentro de un tiempo, Oscilo entre dos mundos que pugnan por mí, en uno, me voy componiendo de materia, comienzo a ser cuerpo, uno más, para ocupar un espacio. Empiezo a saber lo que es ahora, y el tiempo me va penetrando para darme una presencia visible. En el otro mundo que tensa sus lazos sobre mí, no tengo cuerpo ni tiempo, soy sin ser algo, soy esencia.

A mis espaldas dejo el río Leteo, hacia adelante se asoma el mundo, la materia, lo que perece, lo que no continúa, lo que tiene un irremediable fin para que todo vuelva a ser sucesivamente. Salgo al mundo para emprender un viaje corto, pero a partir de ahora existe el ahora y se acabaron las certezas. Soy y estoy.)

Fenareta intentó controlar el dolor y se había propuesto no gritar ni dar muestras de debilidad ante la mayeuta, pero sintió un desgarro, una grieta en el centro del cuerpo y dejó escapar un alarido que retumbó en las paredes blancas. Afuera, Sofronisco hacía marcas en una piedra con un hueso puntiagudo. Poco a poco le había dado forma a un pájaro pero con cabeza humana, una extraña figura que había ido surgiendo a medida en que la punta filosa del hueso iba horadando la piedra caliza, primero unas líneas que comenzaban suaves para tomar luego una curvatura estirada que, una sobre otra, se convirtieron en alas. Mientras tanto, adentro de la casa las mujeres hablan, son tres, y Fenareta. Una le habla a la parturienta y trata de calmarla al tiempo en que hunde su mano en la entrepierna y hace girar levemente la cabeza del que está pretendiendo nacer. Le dice que continúe haciendo fuerza y que el designio de la mujer es el dolor. No será hijo tuyo el que no venga con tu dolor, le dice, aunque no estamos seguros de que Fenareta la escuche, y si la escucha, de que comparta su afirmación. Al fin y al cabo, ella misma será mayeuta y conocerá las circunstancias de un parto a la perfección pero, bueno es decirlo, eso ocurrirá dentro de un tiempo, cuando enviude y las necesidades económicas la obliguen a ejercer ese noble trabajo. Sin embargo, ahora su rol es el de parturienta, por lo que no ve la necesidad de reprimir su dolor tal como se lo había propuesto. Las otras dos mujeres se narran entre ellas historias mitológicas, rememorando los nacimientos de dioses y demiurgos como si fueran a darle, al que está por nacer y a partir del relato de lo divino, un carácter épico, un designio de eternidad. Una de ellas tañe una lira pero con escasa gracia, pero es razonable, ya que se trata de una familia sin demasiados recursos ni pretensiones. Sofronisco trabaja en las canteras, corta sus propias piedras y luego las moldea con cincel. Mis piedras serán las columnas de un gran templo aquí en Atenas, suele decir a los pocos que lo escuchan, con una convicción que parece provenir de algún designio oracular y no de su optimista y exagerada imaginación. Pero en realidad, más que cortar en las canteras las piedras para las columnas del Partenón, él sueña con tallar las estatuas de Zeus pero sobre todo de Artemisa, de quien ya esculpió perfectamente en su imaginación la estatua de la que presumirá en el barrio de los escultores en el demo de Alopece. Vivir en los suburbios siendo un escarbador de la montaña moldea, como se moldean las estatuas, es decir paciente e ininterrumpidamente, un espíritu de inferioridad que sólo puede ahuyentarse dejando en la ciudad una obra que lo sobreviva. Y esa trascendencia él se la iba a procurar con las estatuas de Zeus, pero sobre todo con la de Artemisa. Su hijo no le despertaba demasiada expectativa en ese aspecto, seguramente sería una repetición de él mismo, un mediocre más que transcurrirá la vida sin más huella que un pobre recuerdo, una imagen diluida en el instante mismo de la muerte.

Después del grito más potente de Fenareta, sobrevino un suspiro y luego un jadeo, al tiempo en que las mujeres reanimaron su vocinglería y la ejecutante de la lira se esforzó por hacerse notar. Al rato le dijeron a Sofronisco que podía entrar, pero el viejo solamente quería saber si era varón. A pesar de su avanzada edad, deseaba ver a su hijo trabajando en ese famoso templo que pensaba ornar con sus estatuas y con sus tallados, que era, como ya dijimos, su expectativa de trascendencia, aquello que lo sacaría de la mediocridad que vivió en ese barrio alejado de los acontecimientos importantes de la ciudad, caserío poblado por artesanos y trabajadores manuales, para hacerlo un protagonista de la Historia. Atenas debía tener el templo más grande y famoso del mundo, y él haría las estatuas de los dioses. Como había estado al sol, la habitación le pareció oscura, y apenas pudo ver a la fea criatura que le acercaron. No la tocó pero, mirando a la joven Fenareta, dijo Se llama Sócrates.

Era ese el año cuatro de la olimpíada setenta y siete, el mes del Targelion, y por lo tanto, el mes de la limpieza y de la naturaleza, cuando la vida se renueva para los nuevos brotes, cuando el sol se impone sobre el mar y sobre los valles. Dedicado exclusivamente a Apolo, se producía la purificación de la ciudad y la expulsión de los malos espíritus, con el augurio expectante de que llegaran los buenos vientos. En ese mes nació Sócrates.

(Esto ya es el mundo, pleno de seres individuales, mundo hecho de materia, de palabras, de música, de sexo, de dioses y de mí mismo, y de las preguntas. Un mundo construido con preguntas. A partir de ahora tengo un cuerpo en el mundo, la materia que me contiene. Mi alma buscó un sitio físico en el territorio de los hombres. Una nueva vida que es siempre la misma. Ahora soy un hombre más como tantos otros a mi alrededor, y ya se diluyen mis certezas. Acabo de olvidar mi origen, tengo que hacerme nuevamente, y lo haré a tientas, descubriendo cada instante.)

La casa era tan amplia que se destacaba entre las otras construcciones del barrio, y parecía un templo pero de menores dimensiones, e incluso tenía una estatua de Afrodita en el frente que parecía estar allí para augurarles a los visitantes la cercanía del Olimpo. Estaba próxima al barrio del Cerámico, zona propicia para los trabajadores más que para el deleite de los poderosos, y su distancia del ágora no era tanta, menos de diez estadios, pero la distancia estaba en la categoría, aunque su dueña se las había arreglado para convertirla en uno de los puntos destacados de la mayor ciudad de Grecia. Se la mandó a construir Pródico en agradecimiento, que más bien parecía veneración, a Diotima y porque le reveló en muy poco tiempo los arcanos del amor. Pródico había pasado años manteniendo mancebos y seduciendo muchachos imberbes que no pudieron aportarle más que su fogosidad, pero que nunca le abrieron el camino del placer del alma. Indefectiblemente su cuerpo satisfecho no conseguía serenar el ansia de su corazón vacío, y no porque sus amantes no pusieran esmero. Diotima, en cambio, lo llevó a zonas que desconocía y a las que jamás habría accedido si continuaba derramando su lascivia en esos jóvenes tan impetuosos como inmaduros. La mayoría de las personas se prepara para recibir, y el cuerpo es todo lo que ofrecen, pero ignoran que también hay que saber dar, y así desconocen que en el dar impera otro placer que retorna al cuerpo pero para anidar finalmente en el alma.

Sócrates se presentó al portal y dos criadas lo hicieron pasar. Por un gesto automático, una de ellas quiso tomar su manto sin haberse dado cuenta de que, fiel a su costumbre, no llevaba manto. Vestía solamente una túnica que había tenido tiempos mejores y, como todo gesto de decoro por la visita al sitio, portaba unas sandalias simples en lugar de llegar descalzo como solía ir incluso al ágora, y la evidencia era clara porque la rusticidad de sus pies era más propia de un menesteroso que de un hombre sabio. Su reputación lo precedía y anestesiaba los malos pensamientos de quienes tenían poco trato con él, como las criadas de Diotima, que estaban acertadas cuando en la seguridad de sus pensamientos íntimos, dijeron para sí que solamente el amor por la sabiduría y el respeto que por esos años se le tenía al conocimiento en Atenas, podían explicar que Jantipa, no muy agraciada pero joven, hubiera aceptado como esposo a un hombre mucho mayor, estrábico y poco amigo de la higiene.

Después de quitarle la túnica andrajosa, habitualmente apenas usaba una exómide similar a la de los esclavos, lo cubrieron con otra de suave lino y lo llevaron al interior del recinto. El fuego ardía en dos braseros a los que echaban unas hojas aromáticas, mientras dos jóvenes tocaban la lira y la flauta con suavidad. El ambiente llamaba al recato de tal manera que el fuego, el aroma del romero y la música dejaron sin palabras al hombre más locuaz. Un tercer fuego calentaba agua con hojas de plantas balsámicas en una caldera, al lado de una pequeña pileta en la que cabía un hombre sentado. Él las dejaba hacer porque desde que llegó a la casa el sentido del placer había ido creciendo para instalarse en el sitio, como si todo ahí estuviera impregnado por un aire sensible que convertía en algo místico toda la voluptuosidad. Declaro a esta casa como el templo de Eros, nadie la ha honrado más que su dueña, dijo Sócrates muy gestualmente, pero las siervas no respondieron aunque una de ellas sonrió notoriamente y calló.

Una de esas mujeres lo llevó hasta la tina y le quitó la ropa mientras la otra sacaba agua caliente de la caldera y la mezclaba con agua fría. Cuando consideró que estaba tibia, comenzó a arrojarle agua en el cuerpo, empezando por la cabeza. La otra sierva, mientras tanto, lo friccionaba con una esponja en el cuello, en el pecho y en la espalda, en los brazos y en las piernas. Cuando terminó con sus pies, lo envolvieron en un manto para secarlo y lo sentaron en un sillón reclinado, en donde lo dejaron otra vez desnudo. Mientras tanto, la música continuaba con la cadencia de origen, como si intentaran conseguir que fuera una manifestación de la naturaleza, algo de constante presencia como el aire o como el viento, y que hizo que Sócrates comenzara a abandonar su postura rígida del principio, mientras una de las muchachas lo cubrió con una tela muy fina, y luego con un manto decorado, vistiéndolo como nunca lo había hecho él, famoso por el poco cuidado que ponía en su aseo y en su ajuar siempre escaso. En ese momento entró Diotima envuelta en una tela suelta ajustada a la cintura y con broches sobre los hombros que no ajustaban demasiado, ya que, ante determinados movimientos, dejaban ver sus senos. Tenía el pelo brillante recogido en un rodete y atravesado por una horquilla de cobre con un medallón de Afrodita, y ese era todo el ornato visible, único lujo de una mujer que parecía encontrar en lo simple su modo de impactar. No tenía demasiada estatura, pero su andar la volvía imponente aunque no distante. Su altivez provenía de su clase femenina, de su naturaleza de mujer y no de una superioridad adquirida por intercambios políticos. Cuando la vio, Sócrates se excitó, había estado con las siervas que, a pesar de los masajes y del cuidado de su cuerpo desnudo, no consiguieron apartarlo de sus pensamientos, ni romper la distancia que la falta de deseo había instalado entre él y ellas, pero la presencia de Diotima le impuso el servilismo de la mirada, ya que no pudo hacer otra cosa más que mirarla, y le ocupó además, muy a su pesar, el pensamiento. Allí está el riesgo de la mujer, pensó, un hombre deja de serlo ante su presencia. Con los muchachos gozo y no pierdo mi condición de ser Sócrates, las mujeres se llevan una parte de uno.

—Seas bienvenido a mi casa Sócrates –dijo Diotima con una voz argentina y firme—Espero que las muchachas te hallan tratado con la suavidad que tu prestigio merece.

—El prestigio es tu patrimonio –le respondió el filósofo—No pude notar el encanto de tus criadas porque la certeza de tu presencia acaparó mi pensamiento. Contigo modifico la imagen que tengo de las mujeres.

—No lo afirmes con tanta contundencia Sócrates, sé que pronto volverás a tus muchachos. En Atenas todos conocen la fascinación que ejerces sobre los jóvenes.

A pesar de sus convicciones, el comentario de Diotima le pareció una ironía evitable. No estaba él dispuesto a poner en consideración de nadie sus actos, y de hecho no lo hacía nunca, pero si había ido hasta allí, era porque la sabiduría de la mujer más famosa de Atenas, mal que le pesara a Pericles que había caído bajo el yugo de Aspasia, podía revelarle los arcanos del amor.

—No significan nada para mí...

—Pero no ignoras que tú sí significas mucho para ellos.

—¿En verdad lo crees? ¿Piensas que hay algo más que una fascinación momentánea que sienten por un hombre que todo lo que tiene para ofrecerles no son más que palabras?

Diotima rio abiertamente y su risa se expandió en la penumbra fresca del salón. Las dos muchachas que silenciosas se habían ubicado en la sombra junto al caldero, levantaron la cabeza más por la curiosidad que les estaba vedada que por prestar su servicio si hiciera falta.

—Querido Sócrates, sin dudas eres un hombre inteligente, pero te libero de asumir tu rol de acicateador constante. En mi casa puedes relajarte y sentirte libre, la desnudez que te propongo no es solamente del cuerpo sino de tu alma, así es que ponte cómodo y conversemos.

Sócrates también rió y tomó la mano que le ofrecía Diotima.

—Sé que no viniste buscando el placer del cuerpo, todos te conocemos.

—Quiero que me digas todo lo que sabes sobre el amor, aunque pienso que el placer del cuerpo no contradice el del alma. La sabiduría está en hacer coincidir a ambos.

—Así se hará, –dijo Diotima—pero ten presente que no solo con palabras puede decirse algo. Lo que sea que es el amor, deberás descubrirlo por ti mismo.

Tomándolo de la mano lo llevó hasta el centro de la habitación en donde había, sobre el piso y unas sobre otras, hermosas pieles. A un costado había un sillón amplio con cojines de cordero, y todo esto rodeado por las lámparas que hacían bailar sutilmente las sombras en la penumbra del atardecer.

Diotima le quitó sutilmente el manto y la tela que lo cubría, dejándolo completamente desnudo y exhibiendo su pene erecto. Ambos sonrieron, y ella lo hizo poner de rodillas sobre las pieles. Luego se quitó también la ropa desatando los broches que le ceñían la falda por la cintura y por los hombros. Sus pechos oscilaron frente a la cara de Sócrates que parecía haber olvidado las palabras, dispuesto a consentir en todo a esa diosa humana que no en vano había ganado fama en toda Atenas. A la zona púbica la tenía cubierta con una pequeña falda corta que dejaba libres sus muslos compactos, y cubriendo apenas sus glúteos. Sin decir el motivo, Sócrates volvió a sonreír porque nunca había visto una prenda semejante y trató de rememorar los relatos de los aedos sobre las diosas y sobre las musas pero tampoco recordaba mención alguna sobre esa prenda íntima. Ni siquiera la doxa había pronunciado algo así, por lo que consideró que era una de las extravagancias propias de Diotima que, a esa altura, ya le parecía una mujer inigualable. La faldilla era de tela de lino muy suave, con sendas aberturas a los costados y ceñida a la cintura por un hilo fino, sin unión en la entrepierna, por lo que con cada movimiento ondulaba dejando ver u ocultando las intimidades de la cortesana.

Lo único que no le perdono al Leteo, el implacable río del olvido, es que haya hecho desaparecer de mis conocimientos anteriores esta fuente fresca de belleza, pensó Sócrates pero no lo dijo.