El pensionado de Santa Casilda - Elena Fortún - E-Book

El pensionado de Santa Casilda E-Book

Elena Fortún

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Beschreibung

Este misterioso volumen ha permanecido inédito desde los años de exilio de Elena Fortún, época en la que debió rematarlo, hasta nuestros días. Su prosa está claramente influida por la misma conciencia sáfica que se aprecia en la novela autobiográfica Oculto sendero y por el mundo femenino del que formó parte tanto en Madrid como en Buenos Aires, reflejado en la galería de mujeres que pueblan estas páginas. Son un grupo de jovencitas vestidas con bonaerenses uniformes de piqué blanco, empeñadas en escribir colectivamente un libro, pensionistas en un colegio de peculiares monjas francesas. Transitan de la adolescencia a la vida adulta en un Madrid belle époque en el que surgen y con frecuencia se castigan nuevas formas de entender género, sexo y sexualidad. Esta novela de internado se convierte en novela madrileña que también traslada su argumento a Francia para mostrarnos un curioso baile de máscaras. Y es que este manuscrito inacabado es una fascinante máscara en la que se adivinan tanto los rasgos y las influencias de amigas como Victorina Durán como los trazos de la pluma de Matilde Ras. Autoría, sexualidad, un pensionado, Madrid, París y unos personajes que nos remiten a las redes y espacios femeninos de nuestra Edad de Plata.

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Elena Fortún · Matilde Ras

El pensionado

de Santa Casilda

Edición de María Jesús Fraga

Introducción de Nuria Capdevila-Argüelles

BIBLIOTECA ELENA FORTUN

Biblioteca Elena Fortún

Directoras:

Nuria Capdevila-Argüelles y María Jesús Fraga

© Herederos de Elena Fortún y Matilde Ras

© Edición: María Jesús Fraga

© Introducción: Nuria Capdevila-Argüelles

© 2022. Editorial Renacimiento

www.editorialrenacimiento.com

polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)

tel.: (+34) 955998232 •[email protected]

Diseño de cubierta: Alfonso MeléndezIlustración de cubierta: Raúl (raulrevisited.com)

isbn ebook: 978-84-19231-44-4

INTRODUCCIÓN

«Yo pereciendo años y años por encontrar una chica del pensionado y nada… ni por casualidad. Y hoy, aquí todas… Esto es algo que no sabemos y que las ha reunido aquí… casual no puede ser. […] ¡Si a todas partes donde vuelvo los ojos veo una conocida! ¡Qué cosa más extraña…!».

El pensionado de Santa Casilda

Una escritura armarizada

Quien así habla es la joven Ofelia, una de las protagonistas de El pensionado de Santa Casilda, novela firmada por Rosa María Castaños, el mismo pseudónimo usado en Oculto sendero, la autobiografía novelada de Encarnación Aragoneses Urquijo alias Elena Fortún (1886-1952)1, texto clave sobre memoria femenina, homosexualidad y autoría, publicado en esta colección Biblioteca Elena Fortún. El safismo y la emancipación femenina representada en la creatividad son hilos conductores en las dos novelas, ambas escondidas durante años en el armario de la autoría de Fortún.

En el curso de la investigación previa a la redacción de esta introducción crítica, investigación que ha durado varios años, he compartido la extrañeza de Ofelia. En mi caso, es debida a la ­fascinante perspectiva coral femenina de esta novela, vinculada al colectivo femenino que ella inexplicablemente encuentra «hoy», en la década de 1930 con la Segunda República ya proclamada, y «aquí», en un teatro madrileño. Constatada en esta colección la importancia de la perspectiva de género en la autoría de Elena Fortún, El pensionado de Santa Casilda impone la comprensión de una escritura armarizada, con una génesis muy particular de la que solamente hay pistas a este lado del armario, en diálogo con un siglo, el xx; unas voces, como las de las mujeres que Ofelia ve; y un término, el safismo, que ha de entenderse como un abanico de identidades tanto lésbicas como lesbófilas.

Aunque la estructura sea muy diferente a la de Bildungsroman que tiene Oculto sendero, con una narradora que trata de entender como tal lo que no pudo entender como personaje mientras retrata una sociedad y un momento histórico, El pensionado de Santa Casilda está estrechamente vinculada a Oculto sendero. Comparten no solamente el espacio epistemológico del armario, sino también el potencial significador de redes de mujeres como las que Ofelia encuentra esa noche. Reconoce el grupo como propio por ser clave en sus afectos y en su identidad. Su avance hacia la emancipación personal, que estaba ralentizado, se acelera esa noche, en tirante relación con sus facultades de amar y crear, es decir, de ser sáfica y ser autora. Es una noche importante para ella y para el personaje de Trudi Esteban, en quien se adivinan rasgos de la dramaturga y figurinista Victorina Durán (1899-1993) y quizás también de la liceómana y traductora Trudy Graa (-1942), esposa de Luis de Araquistáin, de fisonomía muy parecida a la Trudi del libro a juzgar por fotografías y testimonios como el de Martínez Nadal y el de Ansó, que coinciden al afirmar la fortaleza y asertividad de aquella mujer de fisonomía nórdica. Como Ofelia, la Trudi del libro también­ avanza a la independencia económica y sexual y a la autoría a partir de esa noche. Esa velada es también para ella una salida que cambiará su destino para emanciparla. Simbólicamente, no perecerá ninguna de las dos, aunque lleven años «muriendo». Esto es así gracias al refuerzo identitario que esa noche les regala. La novela gira en torno a ellas dos y esta introducción hará lo propio, sin dejar de lado sus amores –Manón y Totó para Ofelia y Adela para Trudi– y al resto de amigas.

En la caracterización de Ofelia hay rasgos que recuerdan a Elena Fortún, pero no son un reflejo analógico la una de la otra. La correlación entre ellas no es tan especular como la existente entre Fortún y María Luisa Arroyo, narradora en primera persona de Oculto sendero. El manuscrito autobiográfico Nací de pie, que Fortún escribió en un cuaderno, amén de otros datos que aparecen en la abundante correspondencia de la autora, vinculan decididamente la novela a la experiencia vital de la propia Fortún. Como ella, Ofelia, futura escritora de cuentos, tiene un «almacén de fantasías» guardado en la cabeza. De Ofelia se dirá también que es un ser que vive «fuera de la realidad», en paralelo con Elena Fortún que así se veía. En 1945, dos años antes de regresar a España, en una carta a Matilde Ras (1881-1969), Fortún se describe en esos términos y dice de sí misma que «a fuerza de leer, de imaginar y de escribir, he vivido fuera de la vida desde la infancia […]. Mi mundo está en el plano imaginativo, sin mezcla ninguna. ¡Y cada día más!»2. Fortún llamaba Tilde a la grafóloga y Ras siempre usaba Elena y no Encarna para referirse a la amiga lejana.

En esa misma carta, Fortún se refiere a otra misiva y a un paquete que Tilde le envía por valija diplomática. Entre los diversos obsequios que ilusionan a Encarna en su exilio bonaerense se incluye Casa de Claudina, una de las novelas del personaje Claudine, serie creada por la famosa escritora francesa Colette (1873-1954). Tilde era muy francófila y fue becada por la J. A. E. para estudiar grafología en París. En este caso, probablemente lo que le envía es la traducción de María Luz Morales, publicada en Ediciones Mediterráneas en 1943, una edición limitada con exquisitas ilustraciones de Olga Sacharoff (1889-1967) que sería muy del gusto de Encarna. Si fue esa la versión compartida, leyeron la primera edición publicada en español sin el nombre «Colette Willy» –su apellido y el de su marido– en la portada como nom de plume. Solo se lee Colette, el nombre por el que Sidonie-Gabrielle Colette fue conocida. El mundo de las modernas ya ha empezado a ser relegado al olvido en el conservadurismo de entreguerras, pero continúa existiendo en esa comunicación y esas redes entre distintos exilios. Esas redes traspasan fronteras y hacen honor al cosmopolitismo de la moderna en ese envío entre amigas en el que también va un saquito de tomillo, cantueso y hierbas de la sierra que casi hace llorar a Encarna por recordarle con su intenso perfume el vínculo sensorial que tiene con la tierra de España y los alrededores de Madrid, con Segovia y su añorado Ortigosa del Monte.

La primera parte de El pensionado de Santa Casilda puede definirse como una breve novela de internado. Dado el número de personajes femeninos y las interesantes dinámicas entre ellas, podría haber dado lugar a una serie a la manera de las Claudine o de las colecciones de literatura juvenil de la inglesa Enid Blyton, con los famosos escenarios de los colegios Torres de Malory o Santa ­Clara. Sin embargo, el mundo del colegio solamente ocupa dieciocho capítulos, todos breves, al estilo de Fortún. Si Ras y Fortún leyeron Casa de Claudina, probablemente conocían las versiones españolas de Colette à l’école (1900) y quizás del poético cuento «Nuite Blanche» (1908), texto que despliega una ternura y un erotismo similar al que Fortún muestra en una carta a Matilde Ras escrita el 27 de abril de 1937. En ella recuerda el placer de verla dormida y las interesantes horas pasadas juntas en la mesa camilla entre libros y charlas. Acaban de despedirse. La guerra les hizo compartir vivienda en España y también brevemente en el primer regreso de Fortún, como confirma Carolina Regidor en conversación con Marisol Dorao3. Vivieron bellos días juntas en la casa que Fortún tenía en Chamartín de la Rosa, vivienda que aparece en Celia en la revolución.

Ofelia, la cuentista en ciernes, es una gran aficionada a Shakespeare, como lo fue su padre. Está sentada en el patio de butacas al lado de Natividad Guerrero, mujer divorciada «nacida para dar guerra», como se autodefine al conocer a la joven con la que comparte techo y cama y a quien mantiene. Los nombres tienen su significación: son talismáticos. Natividad Guerrero da guerra, controla y posee a Ofelia como un hombre burgués a su amada. La mantiene bonita y femenina. No quiere que su Ofelia vista de levita. Quiere una ninfa con costurero sentada a su lado en el salón, con bombones en su lado de la cama frente a los puros habanos de Natividad. Sin embargo, de igual manera que la joven –por su profundo conocimiento del bardo inglés– sería consciente de que la primera Ofelia de Shakespeare representada en la era isabelina tuvo que ser un muchacho en un traje de mujer porque los papeles femeninos los realizaban muchachos jóvenes, la Ofelia de Madrid tampoco ignoraría que míticas divas del teatro como Sarah Bernhardt (1844-1923) y Charlotte Cushman (1816-1876) fueron respectivamente Hamlet y Romeo. Llevaron traje de hombre, hicieron el papel del héroe trágico, pero siendo Sarah y Charlotte su cuerpo era un cuerpo de mujer. Por el contrario, la primera Ofelia tuvo cuerpo de hombre y máscara y traje de mujer. Desde esta perspectiva de cuerpos, géneros y máscaras, el texto construye la dinámica entre la asertiva y masculina Natividad y la femenina y seductora Ofelia. Su forma de conducirse reproduce una lógica de género inequívocamente binaria aunque, como si fuese un traje para salir a escena, la masculinidad y feminidad de cada una cubre otra realidad que rompe los binarismos: cuerpos con el mismo sexo y con una sexualidad disidente conceptualizada por la medicina de la época como inversión. Y no cambian la realidad de que la femenina Ofelia, objeto de deseo masculino, vende su cuerpo y vive una situación de prostitución que la sociedad hipócritamente perpetúa al ofrecer a la mujer solamente el matrimonio y la cesión de sí misma al hombre como medio de acceso al poder económico. Victorina Durán expresa ideas similares en el prólogo a sus memorias:

Pero hay una mayoría inadmisible […] con sus vicios, pequeños o grandes, que beben, juegan, hacen negocios sucios, mienten o calumnian y desahogan sus apetitos sexuales sin escrúpulos cuando les viene en gana, cuando cientos de mujeres se entregan al hombre única y exclusivamente por compensación monetaria, y no excluyo en estas a las que hacen su prostitución ante el registro civil y ante el altar, con aprobación de sus familiares, amigos y todo el mundo que socialmente tienen a su alrededor.

El reencuentro entre Durán y Fortún tiene lugar a la llegada de esta a Buenos Aires en noviembre de 1939. Meses antes, el 20 de abril de ese mismo año, se había estrenado una versión de Hamlet en Buenos Aires con Margarita Xirgu (1888-1969) en el papel protagonista, con vestuario probablemente diseñado por Victorina Durán, entonces ya muy reconocida como escenógrafa.

Las dos amigas reencontradas que han dejado atrás el Madrid del Lyceum Club y de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, importantes puntos de encuentro del safismo madrileño, son conscientes de que el cambio de traje y de la consecuente conducta de género sirve para representar, no ya una sexualidad disidente, sino que la relación entre sexo, hecho biológico, y género, poderoso hecho sociocultural, es compleja y extraordinaria. Esa intuición forma parte también del extrañamiento que Ofelia siente esa noche y que la voz narradora en tercera persona quiere compartir con quien lee esta historia. Donde hay misterio, hay también posibilidad de adquisición de conocimiento y sabiduría. Los ojos de Ofelia están viendo en realidad un enigma femenino relacionado con la presencia de mujeres sáficas en el teatro, representando ellas una performance que esconde disidencias que Ofelia y Trudi van a comprender y adoptar con el tiempo. Lo que Ofelia ve es un reflejo, en mi opinión, de la génesis de este texto y el mundo de mujeres que lo inspiran en Madrid y Buenos Aires. A partir de entonces, los personajes de Trudi y Ofelia empezarán a comprender su propio safismo y el de las otras mientras avanzan, no sin dolor y trauma, a la plenitud. Este juego de sexos y géneros tiene también una curiosa simetría en la autoría misma del texto y la colectividad femenina que refleja y esconde. Ofelia es una mujer vestida de mujer hacia afuera y también hacia adentro. Está contenta con su sexo y así lo dirá. Le sale bien el estereotipo de la feminidad esencial y no le importa, por tanto, hacer su género en consonancia con lo que se espera de una mujer para complacer a Nati. Avanza, con todo, hacia el entendimiento de su sexualidad. Nunca conoce varón ni le interesa, aunque sea coqueta, seductora y femenina. Se representa a sí misma a través de una feminidad bastante convencional, pero ella no es heterosexual. El caso de su amiga Trudi Esteban, quien vive una noche igualmente significativa desde un palco del teatro, es diferente. Como se verá, ella es una sáfica que no quiere ser mujer y no entiende por qué lo es. Sin embargo, la autoría y las ocupaciones en el ámbito cultural así como la emancipación que estas traen las igualan. Además, ambas se sienten compañeras. Finalmente comprenden lo común de sus naturalezas, de su forma de amar y de ser.

Ofelia ve en los palcos y en otras filas por primera vez en mucho tiempo a sus condiscípulas de Santa Casilda, el pensionado donde estudiaba hasta que la inesperada muerte de su padre forzó su salida del mismo y su entrada al mundo laboral como profesora mal pagada que se convierte en aparente señorita de compañía de la masculina mujer divorciada que la inicia en el sexo y de quien aprende que el matrimonio y el hombre pueden dejarse atrás o a un lado, según los intereses y circunstancias de cada cual. Con el tiempo y la lección aprendida y mejorada, pues ella no quiere casarse, Ofelia escapará del dominio de Natividad. Esa noche Ofelia y Nati verán una comedia aburrida que quiere ser «audaz» pero resulta «cursi», es decir, fallidamente aspiracional y moderna. El tipo humano verdaderamente emblemático de lo moderno y lo aspiracional se halla en el patio de butacas, en la galería de mujeres modernas que se reencuentran sin ser conscientes de que forman un grupo clave para entender la historia de la mujer en España. Son ellas «las modernas de Madrid» del libro homónimo de Shirley Mangini. Son las futuras exiliadas, olvidadas o represaliadas. Esa noche han acudido a uno de sus lugares de reunión clave: el teatro. Otra de ellas, la mencionada Victorina Durán, tan cercana a Fortún en los tiempos de Buenos Aires, rememora su red en su primer libro de memorias. La lista de nombres es reveladora:

Como es natural, nos fuimos formando en grupos, ocupando siempre las mismas mesas en el salón de té. Nuestra mesa fija la ocupábamos Trudi Araquistáin, María [Martos de] Baeza, Carmen [Gallardo] de Mesa, Isabel Espada, Julia [Iruretagoiena de] Meabe, Matilde [Calvo Rodero] y yo. Estas éramos «fijas»; Victoria Kent, Clara Campoamor y Matilde Huici, por sus quehaceres profesionales iban muy a última hora, igual que Rosario Lacy y Adelina Gurrea que estaban siempre en la biblioteca.

El recuerdo es significativo, no solamente por el paralelismo con la Ofelia que se reencuentra con su red, sino por la referencia a otro de los espacios en que estas modernas se movieron. Se refiere Víctor, apelativo dado por sus amigas, al Lyceum Club, pero no tardan en aparecer en su relato otros lugares que también figuran en la novela que aquí se introduce, sitios vinculados a la actividad cultural y a ese mundo madrileño de teatros, cafés y tertulias en el que habitan las modernas de Madrid y las antiguas alumnas de Santa Casilda. Victorina remata los volúmenes autobiográficos Así es, Sucedió y El rastro. Vida de lo inanimado en la década de 1980, anciana, regresada a España y con una gran seguridad en sí misma. En relación a la salida del armario que son las memorias sáficas, la perspectiva histórica es clave. Las memorias de Vic –como también la llamaban por gustar esta del diminutivo masculino–, conocidas por especialistas desde que Vicente Carretón Cano escribió el célebre artículo «Victorina Durán y el círculo sáfico de Madrid. Semblanza de una escenógrafa del 27» (2005), han sido publicadas recientemente por la Residencia de Estudiantes. Casi un siglo separa la salida a la luz pública de las vivencias vertidas en el testimonio de Durán. Carretón Cano definió el legado autobiográfico de Victorina Durán como el hilo de Ariadna que permite

indagar en […] la sensibilidad, la afectividad y la sexualidad lésbica, dando nuevas pistas para la ubicación de dichos comportamientos en los mismos epicentros institucionales de la cultura de la época (el Lyceum Club Femenino, el «saloncillo» del Teatro Español, el «consulado» de Gabriela Mistral), siempre dentro del más estricto decoro y nunca con pública ostentación.

Es preciso seguir el hilo a través de espacios, redes y textos como esta novela vinculada al mundo que compartieron Durán y Fortún. El teatro fue importante para Fortún, pero mucho más para Durán, que vivió de él. Es en el teatro, el lugar en el que día a día puede caerse la cuarta pared, donde la voz narradora de El pensionado de Santa Casilda emplaza el reencuentro en la ciudad que las acoge de ese grupo de modernas históricamente destinado a la fantasmagoría, mujeres urbanas que accedieron al espacio público y perdieron el privilegio de estar tras 1939. Como fantasmas de la tensa modernidad española que son, nos rondan a las historiadoras feministas. Es la época del arte nuevo y de la mujer nueva, del regeneracionismo y del asociacionismo femenino, de la vanguardia, del florecimiento de la prensa, de la nueva democracia que no cuajará como tampoco lo hace el modelo igualitario que ellas representan. Es un mundo obsesionado por las esencias: la del hombre, la de la mujer, la del niño, la de la patria. En ese esencialismo, el género puede ser máscara o indicar que lo que se siente es definitorio del yo: género en relación de analogía o ­anomalía con el cuerpo. En conjunto y desde la óptica de las continuas ­dicotomías tradición versus modernidad, ángel del hogar versus garzona, mujer masculina versus mujer femenina, sáfica o no, el libro se adentra en una compleja representación de yoes femeninos que podría haber continuado, ya que nunca se acaba el tira y afloja entre igualdad y diferencia en la subjetividad femenina.

Ofelia nos da a entender correctamente que el verdadero espectáculo no está en el escenario. En el espacio físico de ese teatro, el proceso de cambio que merece contarse y tener su narración se desborda más allá de las tablas e invade el lugar del público. Ofelia mira a su alrededor, confusa ante la representación que se le ofrece antes de que se levante el telón y empiece otra función mucho menos atrayente que el misterio que la rodea, el cual reclama, como cualquier enigma que nos interpela, resolución y entendimiento. A partir de esa noche, inevitablemente se acelera el argumento de la novela. Queda justificada la narración del comienzo de la adolescencia en la primera parte titulada «Pubertad». Se consolida la «Floración», título de la segunda parte, y se adivina la posibilidad de alcanzar la «Plenitud» que da título a la tercera y última parte de este masnuscrito de novela pasado a máquina, que la autora no llegó a encuadernar ni a rematar del todo. Dejó algunos huecos al final y un final abierto. De haber continuado, el argumento hubiese tenido que narrar la guerra y el exilio. La galería de personajes femeninos merecería un argumento individual para cada una. Esos argumentos hubiesen ofrecido otras tantas versiones de la identidad de la mujer moderna y autora incierta.

La novela en tercera persona que aquí se presenta para que experiencias antes al margen –como diría la Durán– salgan a la luz, forma parte del armario que metafóricamente ha guardado en la oscuridad los textos inéditos de Fortún, textos que se hallan en relación especular y espectacular con su vivencia privada y secreta de género y sexo. El manuscrito original, traído de Argentina por la profesora Marisol Dorao (1930-2017), se encuentra mecanografiado y a medio corregir por Elena Fortún, Matilde Ras o quizás otra amiga de Buenos Aires, hipótesis que no debe descartarse precisamente por el carácter coral de la novela que hace que contenga hechos, rasgos y vivencias que reflejan la vida de una serie de mujeres que tuvieron un papel importante en las dos últimas décadas de la vida de Fortún. El manuscrito está depositado en la Biblioteca Regional de Madrid junto con otros borradores de Fortún que tratan, como lo hace también Oculto sendero, una temática de género, sexo y sexualidad en la que estos tres componentes del yo se confunden y se exploran, se visibilizan y se esconden.

La relación entre, por un lado, las novelas Oculto sendero, El pensionado de Santa Casilda y los breves escritos Nací de pie, la pieza teatral Calistenia –con su defensa de lo saludable que puede ser la inversión del cuerpo– y el comienzo de Celia bibliotecaria –con su gran armario de luna que refleja y oculta realidades, está en pie y a la vez a punto de desmoronarse–4 y, por otro lado, los libros y artículos publicados en vida de la autora, habría merecido un capítulo en el importante volumen de Eve Kosofsky Sedgwick, Epistemology of the Closet, traducido al español en 1999, cuando el modismo salir del armario ya estaba más que asentado en nuestro idioma para hablar de la expresión y la representación de la homosexualidad.

Fortún escribía a máquina siempre que tenía una a mano. La puntuación en el manuscrito mecanografiado muestra errores típicos de la autora. Son pequeñas faltas gramaticales que su marido corregía y que, por la temática o por haber fallecido ya Eusebio de Gorbea, permanecen. Un ejemplo claro es la inclusión reiterada de coma después de sujeto, error gramatical en el que Encarna incurría a menudo. Los puntos suspensivos frecuentes son otro rasgo de su estilo presente en el texto.

En mi introducción crítica a Oculto sendero (2016) menciono que Marisol Dorao conoce en un viaje a Argentina a Inés Field (1897-1994) y a Manuela Mur (1914-1993), escritora bastante más joven que Encarna. Este viaje, en la década de 1980, es posterior al que Dorao hace a Estados Unidos donde conoce a Anne Marie Hug, la nuera de Fortún, quien le entrega abundante documentación de Encarna. Una parte le sería devuelta pues la reclamó, quizás arrepentida de haberse mostrado generosa con los materiales de su suegra en un primer momento. Otra parte permaneció en poder del cineasta José Luis Borau, director de la adaptación televisiva de Celia, y está ahora depositada en la RAE. Tras negociar los derechos para hacer las series, no la devolvió. He insistido en diversos escritos en la importancia de Manuela e Inés en el complicado mundo afectivo de los esposos Gorbea-Aragoneses, reflejado en Oculto sendero en el matrimonio formado por el mediocre Jorge Medina y la moderna pintora también narradora en primera persona, quien gracias a su talento y capacidad de trabajo consigue éxito artístico y económico. Llega a ser consciente de su «inversión», diagnosticada como tal por un marañoniano médico. Temerosa de parecer un «hombre feo» y no una mujer con el paso de los años, no sabe muy bien si su sexualidad es cosa de cuerpo, de mente o de las dos cosas. Ese no saber se traduce en una génesis de discurso, una pugna por observar y conceptualizarse, aunque sea trabajosa y discretamente.

En el cuaderno donde va anotando información de su estancia en Buenos Aires, Marisol Dorao escribe:

A punto ya de salir, suena el teléfono y era Manuela Mur: que tenía dos libros que enseñarme que la tenían muy inquieta y que no quería que se enterase nadie, ni siquiera Inés. Inés fue quien se los dio, pero hace mucho tiempo y ya no se acuerda de ellos. […] Parece que Elena Fortún y Matilde Ras, que siempre fueron muy amigas, se comprometieron a hacer cada una una novela y entregársela a la otra. Esas dos novelas son las que tiene ahora Manuela y no comprendo bien por qué está tan nerviosa por ellas. Lo curioso es que las dos están firmadas por «Rosa María Castaños», y las dos tienen el estilo de Encarna (no de EF) que yo conozco ya tan bien. Cuando yo llegue a Cádiz, compararé este ejemplar (que se titula oculto sendero) con el que yo tengo que no lleva título. Pero el otro era el que le preocupaba a Manuela, hasta el punto de decirme que si no me llega a encontrar a mí, lo hubiera quemado.

El lesbianismo de Oculto sendero inquietó a Dorao hasta el punto de considerar que no era recomendable publicar el libro a comienzos de este milenio. Esta inquietud debe extenderse a El pensionado de Santa Casilda, novela que, exenta de la clarísima dimensión autobiográfica de Oculto sendero, calificó simplemente como «novela lesbiana». Así lo cuenta en su libro Los mil sueños de Elena Fortún (1999). No hace referencia jamás al contenido de este libro en su inacabado libro de memorias. Tanto ella como Vicente Carretón Cano dejaron sus investigaciones sobre el safismo sin acabar, por diferentes pero igualmente tristes motivos de salud. Dada la discreción de Marisol Dorao y la incomodidad que le provocaba tratar no solamente la homosexualidad de Encarna sino lo homosexual en la obra de Fortún, cabe preguntarse si en sus pesquisas sobre la autora de Celia no fue consciente de que, en realidad, al entrevistar a Victorina Durán o a Rosa Chacel, al interesarse por la figura de Matilde Ras o al conocer en Buenos Aires a las amigas de Encarna, algo extraño pasaba alrededor de esta novela que tan nerviosa ponía a Mur. En cualquier caso, como puede verse, tuvo claro que Encarnación Aragoneses se escondía detrás del pseudónimo Rosa María Castaños en ambos volúmenes, opinión que personalmente suscribo. Con todo, la mano de Matilde Ras como colaboradora se siente, como se comentará más adelante y como se reconoce en la portada de esta edición.

Según datos proporcionados por Alicia Field, sobrina de Inés Field, cuando su tía se mudó a vivir con una de sus hermanas en un apartamento en la Avenida Santa Fe, «Manuela se instaló en otro departamento en otro piso del mismo edificio, hasta que murió en 1993, un año antes que Inés». También Norah Borges fue muy amiga de ambas. Alicia Field insiste en que tía Inés «compartió poco su vida personal con la familia», por lo que no sabe nada de «la tenencia de esos dos libros que Manuela Mur le entregó a Marisol acá en Buenos Aires [ni] por qué le preocupaba a Manuela uno de esos dos libros, El pensionado de Santa Casilda, aunque teniendo en cuenta aquellos años, supongo que habrá sido por su contenido. ­Tampoco imagino por qué se los entregó a Marisol sin que ni siquiera Inés lo supiera, que era quien se los había dado. ¡Y ya no tenemos a quién ­preguntarle!». La sobrina de Manuela Mur, en correspondencia conmigo, muestra idéntico desconocimiento en relación a estos manuscritos. Coincide en mencionar el carácter pionero de su madrina, su capacidad de trabajo y su carismática personalidad que puede hacerse extensible a todo ese grupo de mujeres solteras que fueron amigas de Fortún en Buenos Aires. Allí tuvo un mundo sáfico y autoral. Estuvo rodeada de mujeres independientes, que trabajaban, ganaban y disponían de su propio dinero, iban de vacaciones juntas, veían las mismas películas, leían los mismos libros y se reunían a menudo a comer o merendar. Según las agendas de Victorina Durán, estas reuniones tenían lugar principalmente los sábados. Uno de los puntos de encuentro principales fue el magnífico salón de té Bambi, al que se refiere Elena Fortún en una carta a Matilde Ras escrita el 19 de marzo de 1946 como «un hermoso salón de té muy acreditado, una pastelería donde se hacen pasteles exquisitos», regentada por María del Carmen Vernacci, viuda de Miguel Durán, sobrino de Victorina Durán. En 1937 ambas se habían exiliado a Buenos Aires con los 4 hijos del matrimonio Durán-Vernacci. Eva Moreno Lago, especialista en Victorina Durán, da cuenta en su tesis doctoral de las peripecias de la pareja tía política-sobrina a su llegada a Buenos Aires acogidas por Margarita Xirgu. La consulta de las agendas de Victorina, depositadas en el Museo Nacional de Teatro de Almagro y concienzudamente revisadas por Moreno Lago5, da cuenta de la intensa e interesante actividad de este grupo de mujeres. Aparecen sucesos como el suicidio de Eusebio de Gorbea, marido de Fortún, en diciembre de 1947, así como entradas un tanto crípticas como la del 9 de septiembre de 1945 en la que tras asistir en el Teatro Colón al ensayo del acto segundo y acto tercero de El barbero de Sevilla, Durán anota que tiene cena y «trabajo en el libro» en «casa de Lola y Beba». Lola Pita y Beba Perazzo aparecen efectivamente con la misma dirección (Beruti, 2467) en el cuadernito de direcciones de Fortún conservado en su archivo madrileño. Estas amigas también se mencionan varias veces en los dos volúmenes de Cartas a Inés Field:Mujer doliente y Sabes quién soy. En esta correspondencia, a través de las respuestas de Fortún, se puede entresacar información de la vida de esta comunidad que ha dejado atrás.

Rosa Arciniega de Granda, Isolina Doudignac, María de Maeztu, Sylvina Bullrich, Rosa Chacel, los Ayala, Victoria Ocampo, Manuela Mur, Inés Field y otros nombres relevantes en las agendas de Victorina y del cuadernillo de Fortún confirman la existencia de unas redes culturales que son continuación y expansión de las que se habían establecido en España en espacios como el Lyceum Club y el domicilio de Victorina Durán o Gabriela Mistral y que incluirían en su rama española nombres de mujeres que no se exiliaron pero vivieron ocultas e impecables en una suerte de exilio interior, como la pintora Marisa Roësset6. No pueden esperarse actas ni documentación ni testimonios de un espacio cuya existencia discurrió en el armario y estuvo marcada, por un lado­, por la discreción y el silencio de sus integrantes y, por otro, por una común experiencia disidente tanto de orientación sexual como de identidad de género. Como dijo Carmen Laforet en una carta a Ramón J. Sender:

Quisiera escribir una novela […] sobre un mundo que no se conoce más que por fuera porque no ha encontrado su lenguaje… el mundo del Gineceo […] Instintivamente la mujer se adapta y organiza unas leyes inflexibles, hipócritas en muchas situaciones para un dominio terrible… Las pobres escritoras no hemos contado nunca la verdad, aunque queramos. […] Yo quisiera intentar una traición para dar algo de ese secreto […].

Es el 10 de febrero de 1967. Hace 15 años que Fortún ha fallecido. La historia de Ofelia, Trudi –tan parecidas a Encarna y Víctor– y sus amigas, sin embargo, ya estaba en Buenos Aires. Encarnación había realizado una petición muy específica a Inés Field, en el margen de una carta fechada el 23 de junio de 1951: «Unos originales míos que tiene Lola te ruego que se los pidas y los quemes sin dejar nada». Ya está muy enferma y le queda menos de un año de vida. A pesar de su mermada salud, no se olvida de sus novelas inéditas, probablemente por el contenido de las mismas. Por aquella época, Fortún y Laforet se conocieron personalmente. Su amistad se consolidó a través de un precioso epistolario solamente conservado en parte y publicado con el título De corazón y alma(1947-1952) (2017). Los avatares de nuestra modernidad convirtieron ese gineceo en intergeneracional y transoceánico. A través de los nombres de, entre otras, Julia Minguillón, Carmen Conde y Fernanda Monasterio, continúa el mundo de Víctor y Elena (y, por tanto, en cierta manera el de Ofelia y Trudi). A su regreso a España, Victorina continuó recibiendo a amigas como Victoria Kent o Rosa Chacel. Se fortalece así la existencia de ese gineceo armarizado con procesos de escritura escondidos como el del manuscrito que nos ocupa.

Fortún mencionó también el manuscrito de Celia en la revolución en la correspondencia de los primeros tiempos de su regreso a España. Sin embargo, lo separa de las dos novelas sáficas que se conservan. Es importante destacar que en la década de 1950 estos dos originales estaban en Buenos Aires y en poder de una amiga. Ciertamente, cabe la posibilidad de que El pensionado de Santa Casilda viajara de vuelta a Buenos Aires con Encarna en la primavera de 1949. De ser así, Elena y Tilde podrían haber trabajado juntas en él. Quizás incluso, no podemos saberlo, este comprometido manuscrito podría haber tenido algo que ver en el incomprensible distanciamiento entre las dos amigas que Fortún nunca termina de explicar del todo. En la carta de 1937 antes mencionada, se disculpa por ser brusca y poco agradable con Tilde, cuando esta la colma de cuidados. También hay cartas en las que Elena juzga muy desafortunadamente a la amiga antes tan querida.

Inés cumplió a medias la petición de Fortún, pues no quemó los manuscritos aunque los tuvo en su poder antes de entregárselos a su amiga y vecina Manuela. Los nervios de Mur quizás tengan más que ver con lo cuestionable de la acción de darlos a Dorao a espaldas de Inés. Otra posibilidad es que le incomodase la vinculación de ese manuscrito a un mundo que ella reconoce y al que pertenece, como también pertenecían Durán y Fortún. A diferencia de Inés, Manuela Mur viajó a España con frecuencia. Incluso se doctoró en Madrid, pero no tenemos constancia de que tuviese ningún contacto con Matilde Ras.

Carmen Martín Gaite recoge en el ensayo «Elena Fortún y sus amigas» un testimonio relacionado con las posibles redes de ­colaboración alrededor de la creadora de Celia. El nombre de Matilde Ras vuelve a mencionarse:

Laura Andresco, que fue muy amiga de la grafóloga y escritora infantil Matilde Ras, me ha contado que para ésta Elena Fortún era casi una divinidad, la amiga que más había influido en su vida, y que hablaba siempre de ella como de un ser mítico. Laura Andresco, que no llegó a conocer a Elena Fortún, sostiene, sin embargo, que Matilde Ras le cedió muchas de las ideas y apuntes, fruto de sus observaciones sobre el comportamiento infantil, y que colaboró generosa y desinteresadamente con la autora de Celia en la redacción de algún capítulo de la serie.

El 13 de enero de 1947, Matilde Ras incluye a Fortún en el grupo de sus más importantes amistades y escribe en su diario: «En cuanto a Elena, sin decirle nada, ha acudido siempre mil veces a mí en todo lo que me hacía falta, moral o material, ¡y qué sería de mí sin ella, de cerca o de lejos!». El 11 de marzo de ese mismo año se refiere a los «deliciosos libros, de inimitable pincelada de Elena Fortún». Hay una historia de amistad y amor que se interrumpe y no acaba bien entre Tilde y Encarna. Existen, por tanto, unos afectos sáficos que no fueron plenamente correspondidos a la larga. Sin embargo, es significativo que a Ras se le resistiera el género narrativo aunque fue, eso sí, una gran grafóloga y diarista. Su novela Quimerania, por ejemplo, es decimonónica y pesada. Más moderna por el tema, pero sin ritmo ágil e igualmente cansada de leer, es Heroísmos oscuros. El infantil Charito y sus hermanas tiene a su vez un estilo forzado y sin humor. Estos textos muestran a una escritora en las antípodas estilísticas del manuscrito que nos ­ocupa, que no es capaz de crear literatura para jóvenes ni reflejar creíblemente su discurso y sus emociones, rasgo que Matilde Ras, por otra parte, admiraba en Elena Fortún. Quizás sea Charito y sus hermanas el volumen al que se refiere Fortún cuando escribe a Inés Field que hay quienes la han querido copiar «pero sin gracia». Don Manuel Aguilar, editor de Fortún, como es sabido alguna vez incomodó a su autora estrella al recordarle con retintín que Matilde Ras y Matilde Calvo, mujeres sobre cuyo lesbianismo había abundantes rumores, tenían ganas de verla. Edita Charito y sus hermanas con contracubiertas de Celia, como si quisiera jugar al despiste con sus lectores. Esto tuvo que incomodar a Fortún y sorprender a Victorina Durán, a quien Matilde Ras regaló un ejemplar del libro.

La afirmación de Manuela Mur no es suficiente para explicar la aparición del manuscrito de El pensionado de Santa Casilda en Buenos Aires, ciudad que Ras nunca visitó. La posibilidad de que Matilde Ras entregase el manuscrito a Inés Field, quien viaja a España en la primavera de 1956, cuatro años después de la muerte de Elena Fortún, podría conjeturarse si no fuera por la referencia de Fortún a sus originales estando viva. Reafirmando así la vigencia de las redes de mujeres mencionadas, Field da una conferencia en el Círculo Filipino invitada por Adelina Gurrea Monasterio (1896-1971), quien quizás se esconde tras la colegiala filipina Totó7. Habida cuenta de que Fortún habla a Inés de su relación con Matilde, no tiene sentido que el pacto literario entre Fortún y Ras que Mur declara no se mencionase, máxime cuando la tarea de escribir en equipo con una amiga sí figura extensamente en la correspondencia entre Inés y Encarna. Cabe preguntarse cuántas de las integrantes del grupo de los sábados conocían los ­manuscritos, especialmente el de esta novela con poca relación individual con Encarnación Aragoneses –más allá de la caracterización de Ofelia como escritora de cuentos– y mucha con la colectividad a la que Elena perteneció. Al menos Inés Field, Lola Pita junto con su compañera Beba y Manuela Mur conocieron estas novelas. En línea con el testimonio de Andresco recogido por Martín Gaite, es factible la posible implicación de Matilde Ras en la revisión del manuscrito y probablemente en la sugerencia de vocablos como «hamletto», que nada tiene de fortuniano, así como en ese final abierto que apunta a París, centro del mundo modernista y del safismo de entreguerras que Fortún no llegó a visitar y que Ras amaba. En páginas inéditas de su diario correspondientes a 1926, Tilde escribe: «Conozco ya el Barrio Latino más que el Barrio de Argüelles». Una década más tarde, la Guerra Civil acabaría con aquel mundo en el que floreció la identidad de la moderna española sin llegar al establecimiento completo, es decir, sin llegar a una verdadera plenitud, como refleja por otra parte el final abierto de esta novela. Las páginas y el argumento que se conservan se acaban cuando la plenitud se adivina como proyecto futuro pero no cuando es un proyecto futuro de hecho conseguido. A eso no se llega.

Carnaval de uniformes, hábitos y otras máscaras

En el diccionario Barbarismos queer y otras esdrújulas, definí el armario como «la contribución más importante de los estudios LGTBI+ a la teoría crítica y al pensamiento identitario». En relación a esa representación del secreto dentro del armario que se intuye en el título de Oculto sendero, afirmé que «un sendero ha de avanzar a otro lugar, no es estático, posee un itinerario que conlleva, inherente a él, un proceso de búsqueda de una verdad, en este caso una que ha de permanecer tan oculta como el peregrinaje vital que lleva al yo a conocer y entender una identidad sexual problematizada o patologizada por los discursos dominantes de la medicina y la ley». El armario es la estructura de significación de la homosexualidad. Sin él, parte integral de su historia, no puede representarse. A la vez, el armario es un pilar clave de la opresión a la que la homosexualidad ha estado históricamente sometida y también forma parte de la manera en la que la sociedad entiende la identidad homosexual y lésbica. Tanto el homosexual como la lesbiana en algún momento «habrán de posicionarse respecto al armario y vivir fuera o dentro» o fuera y dentro, dependiendo de entornos, generaciones, etc. El cine, arte hermano del teatro, hijo de la modernidad como la garzona o mujer nueva, ha contribuido a la representación de lo moderno y a la de los armarios de sexo y género. También guarda una parte importante del amplio y creciente contexto cultural al que pertenecen las alumnas y las monjas de este pensionado.

La representación y la uniformidad significan en tándem. Los uniformes de las alumnas y los hábitos de las monjas contribuyen a la construcción de la fantasía de género que es este peculiar colegio femenino en el que las niñas llevan un virginal vestidito blanco, con el que corren y juegan por un jardín lleno de rosas, tan idílico y luminoso como ellas. De haberse publicado el libro en España en la Edad de Plata o en la dictadura, el hábito negro de las Madres hubiese recordado al llevado por las conocidas monjas francesas o Damas Negras en el colegio madrileño en su momento llamado Pensionnat des Dames de Saint-Maur, a la manera de la orden a la que pertenecía8. La palabra pensionado del título es un significativo galicismo que refleja el origen francés de las religiosas. Curiosamente, en Oculto sendero, la narradora, al enamorarse de la bella Consuelo, se refiere al pensionado en el que esta estudió, un lugar descrito sensual y «deliciosamente» por la joven para disfrute de la narradora, con monjas graciosas y un demandadero de nombre Leoncio, como el que conoce Celia durante su estancia en el convento de Pinto. Con todo, no se usaba la palabra en el Madrid de las primeras décadas del siglo xx, salvo en las clases pudientes que incluían el cosmopolitismo en la educación siempre y cuando no menoscabase el españolismo obligatorio, importante en el contexto regeneracionista en que el libro se debió empezar a gestar.

La cuestión de cómo se produce la armarización, es decir, el entendimiento y el temor a amor, deseo y género no ortodoxos, ocurre durante la primera juventud del yo femenino en El pensionado de Santa Casilda. El tema cobra justificada importancia en una generación de mujeres que descubren a destiempo, cuando ya es tarde como fue el caso de Fortún, su identidad genérico-sexual y sus preferencias amatorias. Elena Fortún deleitó a su público con Celia en el colegio, internado con alguna monja extranjera más moderna que las monjas patrias, y con El cuaderno de Celia, que se desarrolla en el madrileño convento de las Clarisas de Pinto. En relación al primer libro, a Carmen Martín Gaite no se le escapó la especial relación de Celia con la madre Isolina, extranjera, con una pedagogía avanzada y una empatía especial con la niña. Las monjas españolas del segundo tomo de Celia, al igual que las del espeluznante reformatorio al que mandan a Trudi, representan la represiva religiosidad española que Fortún tanto detestaba. Por el contrario, en El cuaderno de Celia, detrás de la monja clarisa sor Inés, maestra espiritual de la niña, se esconden la persona y la teología de la argentina Inés Field. La primera parte de Celia y sus amigos, último tomo de la infancia de Celia y fin de la voz en primera persona de Celia niña, transcurre en un curioso internado toledano en el que no logran que Celia deje de fantasear y meterse en líos. En el año 1965, Elena Quiroga publica Escribo tu nombre, novela protagonizada por la huérfana Tadea, quien ya había aparecido en la novela Tristura (1960). Ya en la segunda época del franquismo, Quiroga desafía la censura y atrevidamente emplaza a esta chica rara en un colegio de monjas en los años de la adolescencia y en la época de la Segunda República. Contra ese escenario de agitación y tensión política, Tadea, que no quiere usar cilicio ni martirizar su carne, crece y se hace mujer. Su texto es una petición de libertad –pues a la libertad se refiere el «tu nombre» que figura escrito en el título– en una sociedad que controla empecinadamente a las mujeres y fiscaliza sus acciones. Destaca, junto con el análisis de un mundo femenino marcado por la represión, la mirada a un pasado histórico que en la década de 1960 era intocable en la esfera pública española. El entorno conventual sin duda ayudó a que la censura dejase pasar una novela que podría parecer que no cuestiona la necesidad de vigilar a las mujeres y educarlas en la sumisión cuando sí lo hace. Todos estos volúmenes tienen en común el estar escritos para un público femenino infantil y juvenil, a excepción quizás del de Quiroga y, sin duda, de El pensionado de Santa Casilda, que inequívocamente es un libro para personas adultas. La voz que narra se convierte así en vehículo de una dimensión autobiográfica colectiva. Se construyen niñas y jóvenes a través de las experiencias de mujeres adultas en medio de una colectividad generosa en espejos, como ya se ha comentado.

El intertexto de estos uniformes y hábitos va más allá. En Culturas del erotismo en España, 1898-1939, Maite Zubiaurre explica que en colecciones de novela corta como «La novela sugestiva» se publicaban textos en los que el amor lésbico aparecía representado como prolegómeno a una heterosexualidad que se impone siempre por las buenas o por las malas, hecho que también ocurre en Oculto sendero y en El pensionado de Santa Casilda. La heterosexualidad se retrata o bien a través de la violación, como la que casi sufre Celia en Celia institutriz y la que sufren Trudi y Adela, o bien a través de la desgana o el asco. Nunca sale bien parada y siempre puede percibirse como un régimen que abusa de las mujeres. Por el contrario, en novelas eróticas escritas para el público masculino, como El festín de las sáficas de Juan Caballero Soriano, el lesbianismo se presenta como excesivo y decadente. La perversión que representa recibe su castigo en la violación cometida por el macho que pilla a las sáficas saciadas y dormidas tras su festín. En otros textos, el amor heterosexual se presenta como el único verdaderamente placentero. La sáfica deja de preferir a las mujeres una vez que prueba el sexo con el hombre. Entonces desaparece cualquier interés homoerótico que pudiesen haber mostrado. El lesbianismo es cosa de soltería.

Por ese mismo interés voyeurístico en lo que hacen las mujeres antes de estar casadas, en títulos como Las colegialas de Gustavo Ocejo se describían los pensionados de chicas como centros de iniciación sexual nada deseables pero muy excitantes de recrear textualmente para el público masculino en tanto que lugares en los que se desplegaban safismo e «inversión». Ambos temas fascinaban a excelsos observadores de la mujer española como Marañón y Novoa Santos. La inversión, como representación tanto de la homosexualidad como de la modernidad anti-doméstica se halla en otras novelas cortas como La que quiso ser hombre de Renato Blay, Mi novia y mi novio de Álvaro Retana o La Manolito de Severo Morales. El pensionado de Santa Casilda, a salvo dentro del armario de la no publicación, se adentra en un análisis del safismo desvinculado de la predecible óptica del dominante placer masculino. Esta gobierna el tratamiento del tema en títulos como El beso de Lesbos, también de Caballero Soriano, o las dos partes de La Vampiresa (Confesiones de una lesbiana y Las infidelidades de Lolita) de Pedro Morante. Estas publicaciones y muchas más, exponentes todas del importante género de la novela corta, compartieron el espacio del quiosco y se beneficiaron de la venta rápida y abundante. En cada uno de estos volúmenes se anuncian nuevas e inminentes entregas, de parecida temática, con ­jovencitas modernas y masculinas, como Trudi, más efebos que mujer, cupletistas, artistas y, en definitiva, cualquier mujer desvinculada del ángel del hogar, tipo femenino que tan ajeno a ella misma sentía la autora, como deja patente en sus cartas a Carmen Laforet y a Inés Field.

Juan Caballero Soriano es también el traductor de Mady, Écolière (1922), de Madeleine de Swarte, escritora francesa, amante de Willy, el marido de Colette. De Swarte intenta escribir sin lograr la trascendencia de la creadora de la serie de Claudine. Ni Soriano ni Ocejo ni Willy son los únicos autores que se benefician de una manera u otra del tratamiento del safismo en el casi locus amoenus del colegio. En el caso de Willy, el otro masculino vampiro de la autoría de la mujer saca tajada de la convivencia con una gran escritora y mujer bisexual. Soriano, por su parte, no es el único escritor de novela sáfica o erótica al tanto de las novedades europeas y dedicado también a la traducción. Tanto en nuestro pensionado como en los demás, las residentes, jóvenes que reciben una educación desvinculadas de la familia, se presentan como sujetos a medio camino entre disciplina y rebeldía. De entre todo este muestrario de curiosos gineceos, aparte del caso de Zezé al que me referiré más adelante, destaca el nombre de Christa Winsloe (1888-1942) por su resistencia en el tiempo y su traducción a otros idiomas y géneros. La traducción tuvo mucho que ver en la consolidación europea de la mujer moderna y del safismo. La misma Victorina Durán menciona en sus memorias el impacto que en ella tuvo leer a Radclyffe Hall traducida. En definitiva, al hablar de textos armarizados y contextos que construyen y consolidan armarios, la traducción se impone; eso sí, entendida en su sentido más amplio como transmisión de valores, temas y textos, entre épocas, naciones, entre la no representación y la representación más o menos completa y más o menos poética. Este sentido de la traducción es hijo del armario y es especialmente significativo en la época de entreguerras, como explica Diana Souhami en No Modernism Without Lesbians (2021), volumen en el que justifica el estatus de París como epicentro del safismo, ciudad objetivo del modernismo de género, de modernas, invertidos y sáficas. Ese es precisamente el papel que juega París en este libro.

Victorina Durán y Elena Fortún pertenecieron a los mismos grupos de mujeres lesbianas, bisexuales o lesbófilas en Madrid y Buenos Aires. Al escoger Barcelona como residencia al regresar finalmente a España, Fortún se afirma en su deseo de alejarse del safismo madrileño. Fortún no siempre encajó bien la alegría de vivir de Víctor y ese vitalismo que en ocasiones vio como inconsciente y arriesgado. Pero en esta novela coral la alusión a Víctor y a su escritura memorialística es obligada. Prueba que las experiencias de este mundo femenino afloran en la historia de este grupo de adolescentes que se convierten en mujeres hechas y derechas en el Madrid anterior a 1936. Durán es un vínculo clave entre el mundo de Madrid y el de Buenos Aires. Y en el ambiente intelectual y cultural de ambos mundos se sintió la influencia del modernismo sexual y, en particular, de Radclyffe Hall. De ella alabó Victorina su carácter pionero, pues escribió sobre la homosexualidad femenina y no armarizó su escritura. No tuvo miedo al escándalo, que de todas formas llegó y sufrió. Como Vic, adoptó un nombre masculino: John. No le gustaba ser llamada Marguerite, su nombre de pila. Como Fortún, Radclyffe Hall experimentó un gran dolor vital por saberse invertida. Lamentablemente, sufrió una mala salud similar a la de Encarna, ambas con problemas para comer y respirar, ambas con agonías similares y largas, causadas por procesos de metástasis que afectaron sus sistemas digestivos y respiratorios.

Las peripecias de la literatura de Radclyffe Hall, especialmente de su famosa novela The Well of Loneliness (1928), condicionaron el movimiento de la obra de otras escritoras más o menos vinculadas al mundo de Bloomsbury, modernistas europeas. Dorothy Strachey (1865-1960) publica en 1949 Olivia, que se refiere a su infancia y vivencias sáficas en un colegio francés. Publica la novela cuando está segura de que puede y no tendrá problemas. Pero el caso más interesante y resistente en el tiempo es el de la ya mencionada Christa Winsloe. Escribe la novela sáfica de pensionado La joven Manuela (Das Mädchen Manuela, 1933) sobre su guion para la película Mädchen in Uniform (1931), dirigida por Leontine Sagan y estrenada en España con el título Muchachas de uniforme. La cinta tendría su parecido paralelo francés en Jeunes filles en détresse (Jovencitas en apuros, Georg Wilhelm Pabst, 1939). En 1951 se estrena la mexicana Muchachas de uniforme dirigida por Alfredo B. Crevenna. En esta versión el pensionado es un colegio de monjas, como el de Santa Casilda, y no un severo centro prusiano. En 1958 se hace una nueva versión de la película de Sagan y Winsloe, dirigida en esta ocasión por Géza von Radványi, con una bellísima y de estética para nada moderna Romy Schneider en el papel de la huérfana Manuela que llega al colegio y se enamora de una fräulein un tanto adusta y militar. Hay mucho que comentar sobre género y nación en esta obra. Para esta versión también se usaron en castellano los títulos Internado de señoritas y Corrupción en el internado. El inmenso éxito que había cosechado la película en Europa en 1931 se repitió en la capital española. Está unos seis meses en cartelera. Es retirada repentinamente a pesar del éxito. Posteriormente es adaptada al teatro y estrenada en 1934.

Al igual que ocurre con La garçonne de Víctor Margueritte, publicada en España como La garzona, Mädchen in Uniform refleja, como también lo hace la novela de Radclyffe Hall, la ambigüedad de la nueva mujer en las nuevas y cambiantes naciones europeas. El impacto de estos tres trabajos en la cultura española fue enorme. Baste decir que a finales de la década de 1920, el texto de Margueritte se había vertido a la mayoría de las lenguas europeas y había vendido más de un millón de ejemplares a pesar de haber sido considerado escandaloso. La supuesta corrupción moral del trabajo de Winsloe tampoco impidió la reinterpretación y continuidad del texto. La importancia y difusión de estas obras hace imposible pensar que Fortún y Durán las desconocieran. Victorina Durán, de hecho, menciona el estreno de Muchachas de uniforme en el volumen de sus memorias titulado Así es y comenta que esta película da «tema para hablar mucho», tanto que parece que todo el mundo se fija en quién va a verlo. Tampoco ignorarían Elena y Vic los vaivenes legales que rodeaban tanto a estos trabajos como a quienes los firmaban.

La influencia de esta película está también vinculada a las circunstancias que rodean la ­difusión de The Well of Loneliness (1928) de Radclyffe Hall. La representación y la visibilidad de las lesbianas estuvo muy marcada por estos dos textos, uno literario y uno cinematográfico, el nuevo medio de expresión artística del siglo xx, particularmente adecuado para representar silencios y armarios. La exploración de este potente intertexto, parte visible y parte escondido, superaría los límites de esta introducción. Es preciso tocar Muchachas de uniforme porque una de sus sucesivas adaptaciones, la mexicana, se vincula a la experiencia de nuestras modernas, en particular a su exilio y su fantasmagoría y por tanto también a nuestras sáficas.

La versión de 1951 en lengua española, realizada en México, difiere de las anteriores al vincularse al contexto de la mujer moderna española y al presentar, como en el caso de la novela de Fortún, un colegio de monjas. A él llega la huérfana Manuela, en esta ocasión hija de madre española, madre fantasmal muerta a destiempo, diferente de otras mujeres y otras madres. La adolescente se enamora de la única maestra seglar, la bellísima señorita Lucila, anacrónicamente vestida a la moda de principios del siglo xx, con una estética que, por otra parte, volvió actualizada con faldas más cortas pero enaguas igual de latosas en la conservadora década de 1950. Las monjas llevan hábito negro y capa blanca. Las educandas son todas morenas salvo Manuela, que destaca por su melena rubia y ojos claros. La disciplina del convento es rígida. Invita a la tragedia. Al comienzo de la película se les cierra la huerta del convento a las muchachas porque allí es imposible controlarlas y se comen la fruta verde. Se justifica el control, la vigilancia y la represión en el estado de no maduración de las chicas que necesitan mano firme para no experimentar con los sentidos y comer fruta prohibida.

La más inmadura de las niñas es Manuela quien, a su llegada, no sabe leer ni escribir. Aprende rápido. En cuanto deja de llorar por su soledad y su pasado, levanta la cabeza y mira para aprender y para amar, pues conocimiento y amor son las dos pulsiones que, lógicamente, experimenta tan pronto como sale de sí misma. La educación y, en concreto, las letras abren ante ella un mundo nuevo de belleza que la muchacha centra en Lucila. En la obra de teatro del colegio se viste de caballero. Inesperadamente, en esa inversión se encuentra en su piel. Su actuación con ese traje es extrovertida y mucho más asertiva. En esa tesitura de salida de un armario sin ser consciente del mismo, su sed de conocimiento y comprensión se estrella contra la imposibilidad de entender el amor que siente por aquella profesora que no entiende el crecimiento y la educación basados en la represión, el silencio, la vigilancia y las prohibiciones. Su pedagogía se traduce en una atención intensa a la niña más necesitada. Manuela, ante la revelación de que su amor es malo y no merece nombrarse ni saberse, se acaba suicidando.

La escena final de la película es impactante: Lucila renuncia al hombre y toma los hábitos. Se hace religiosa «para dar ternura a las mujeres». Cuando el sacerdote, como parte de la ceremonia de vestición, le corta la espesa melena oscura, la cámara se mueve desde la cabeza de Lucila orientada al altar hacia el lugar en el que está arrodillada, junto a la losa con el nombre de Manuela, su tumba en el centro de la iglesia, en el corazón del colegio. Hay una significativa atmósfera de arrepentimiento en este final. Manuela está enterrada en el altar, es conocido el secreto de su amor por todas para no ser nombrado por ninguna, aunque lo centralicen. Dos mujeres están en el altar mayor, una se muere para el mundo y la otra ya está muerta. El pelo cae sobre la piedra representando esa sáfica pero macabra unión entre ellas. Eso sí, antes de morir, Manuela verbalizó que el peor de los tormentos es no saber. Y no saber es no poder nombrar el amor. Del mismo año es la adaptación al cine de la mencionada novela Olivia (Dorothy Strachey, 1949) que tuvo como título en su versión cinematográfica The Pit of Loneliness (Jacqueline Audry, 1951), una traducción distorsionada del título de Radclyffe Hall: el reconocimiento de un vínculo, ya que tanto «pit» como «well» significan pozo en español. Quedó así conectada la película a la novela fundacional sobre el lesbianismo, a la que también se conecta Víctor y, por extensión, su red de mujeres, no ajena a La garzona, Muchachas de uniforme, El pozo de la soledad, las sáficas novelas de Claudine o la barata literatura de quiosco.

Todas estas adaptaciones y reinterpretaciones son formas de traducir lo invisible o innombrable a la representación. También la novela que aquí se presenta es la traducción de un mundo femenino oculto y disidente. En la historia de la literatura sáfica del siglo xx, además de la influencia de la traducción, es importante destacar otra forma de colectividad en la autoría: la de diferentes manos en los textos, tanto para proteger contenidos como para hacerlos más salaces. Las correcciones de Willy en los primeros textos de Colette fueron sustanciales, pero no cambian el hecho de que el talento literario al que se debe la función autora de Colette es el de una mujer. En el volumen Colette, ses apprentissages (1979) Paul D’Hollander examina la revisión que Willy se reservaba hacer de la escritura, no solamente de Colette, sino también de Meg Villars, autora de Les Imprudences de Peggy, con quien Willy se casó en 1911, y de la ya mencionada Madeleine de Swarte, que fue su amante. Henry Gauthier-Villars alias Willy ejerció con ellas la misma presión que con Colette para que se dedicaran a la literatura y a contar más o menos sutilmente lo sáfico bajo su control, es decir, vampirizadas por él. Aunque el talento literario de Colette, con un éxito equiparable al de Fortún, era mayor que el de las otras dos, ninguna se escapó de la posesiva tutela del mediocre Willy ni de sus correcciones sobre los manuscritos creados por ellas.

Ángela Ena Bordonada rescató en el año 2005 la novela Zezé de Ángeles Vicente (1878-1912), publicada por primera vez en 1909. Clasificada acertadamente por su estructura como «novela de itinerario», Ena Bordonada puntualiza que este particular itinerario o Bildung de haber sido una novela de aprendizaje en primera persona, «descubre otros intereses literarios, pues sus etapas o estaciones se pueden vincular con distintos géneros novelescos, todos de gran popularidad en su época: desde la “novela de internados” a la novela erótica en sus diversos niveles, sin faltar la […] “novela madrileña”» definida como tal por Rafael Cansinos Assens y que también se ve reflejada en la segunda y tercera parte de El pensionado de Santa Casilda. La «novela de conventos» o «novela de internados», «frecuente en la literatura naturalista […] pasará a ser utilizada por la literatura erótica», como ya se ha apuntado. Ena Bordonada confirma así la pujanza de un intertexto de gran extensión e influencia, al que pertenece esta novela y que se ha explorado para contextualizar los hábitos y uniformes de este libro. Además El pensionado de Santa Casilda es también, como Zezé, una novela con Madrid de fondo.

Hacia el final del libro, ya por tanto en plenitud, se menciona que la República se ha proclamado hace un año y que hay negocios y capitales, como el de la familia de Trudi, que se van diezmando, hecho que no puede separarse de la recesión económica post-1929. En ese contexto Trudi, ya mujer moderna de éxito gracias a su trabajo de figurinista, se encuentra en una favorable emancipación surgida, no puede ser de otro modo dada la tensión inherente a la identidad de la mujer moderna, de una dolorosa experiencia vital narrada en clave de género. Unos párrafos antes, de nuevo se vinculan mujer, cambio social y república, anclando la edad adulta de las antiguas colegialas decididamente en los comienzos de la década de 1930 a través de la experiencia vital de Trudi. A salvo en un cómodo salón de té de Serrano, comenta que «a pesar de la República y de varios ensayos de reformatorios más humanos, aún continúan las monjas que me martirizaron a mí haciendo lo mismo con otras desgraciadas». La francesa Manón, cuya alianza con todo lo francés y también con las nuevas ciencias recuerda a Matilde Ras, no entiende el «trato inquisitorial» a las mujeres, explicable solamente en un estado y una sociedad en proceso de cambio y modernización. El estatus de ciudadanía de las mujeres no se ha consolidado aún. Esto justifica la fuerte vigencia y resistencia de las redes de amistad sáfica formadas en la adolescencia del pensionado, garantes de la seguridad y el bienestar de las mujeres.