Mujer doliente. Cartas a Inés Field - Elena Fortún - E-Book

Mujer doliente. Cartas a Inés Field E-Book

Elena Fortún

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Beschreibung

Mujer doliente agrupa las cartas que la creadora de Celia escribió a la intelectual argentina Inés Field (1897-1994) entre mayo de 1950 y la Navidad de 1951. En Barcelona, la ciudad española más parecida a Buenos Aires, la escritora tuvo su último cuarto propio habitado en armonía antes de entrar en la enfermedad y agonía final que ella vio como justo purgatorio en vida. El amor a Inés se erige como última verdad en medio de una poderosa crónica del desmorone del cuerpo. La luz del último verano en el pueblo de Ortigosa del Monte antes de la entrega final a la experiencia del dolor escrita desde la cama se acercan en las cartas a Inés y al mundo de mujeres amigas –María de la O Lejárraga, Victorina Durán, María Martos, Carmen Laforet, Carmen Conde, Fernanda Monasterio y tantas otras– que nunca dejaron sola a esta inmensa escritora, conocida y reconocida por ser la gran autora del género infantil de nuestra literatura, ahora redescubierta como gran autora de literatura sin etiquetas. Su autobiografía novelada Oculto sendero, este epistolario y su tomo precedente, Sabes quién soy, son una buena muestra de ello.

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Elena Fortún

MUJER DOLIENTE

cartas a Inés Field

[ tomo ii ]

Edición e introducción de Nuria Capdevila-Argüelles

Biblioteca Elena Fortún

Directoras:

Nuria Capdevila-Argüelles y María Jesús Fraga

© Herederos de Elena Fortún

© Edición e introducción: Nuria Capdevila-Argüelles

© 2021. Editorial Renacimiento

www.editorialrenacimiento.com

polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)

tel.: (+34) 955998232 •[email protected]

Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez

isbn: 978-84-18818-02-8

Introducción

«Suelo tener un poco de lástima de esta pobre mujer doliente, pero no quiero enternecerme porque se pondría inaguantable. A veces me meto en un libro, o en una meditación que me dura horas, y al volver me la encuentro jadeante y temblorosa con el corazón latiendo como una cuerda de reloj que se ha roto y anda en diez minutos las veinticuatro horas, y entonces pienso en esta pobre naturaleza humana que tanto trabajo tiene para soltarse definitivamente del espíritu».

7 de mayo de 1951

El día 7 de mayo de 1951, justo un año antes de morir y un año después de haber regresado definitivamente a España, la enfermedad que tomaba control paulatino de su cuerpo hace que Encarnación Aragoneses Urquijo alias Elena Fortún1 se vea como una «mujer doliente». Casi siempre postrada, vive, según su propia percepción a menudo formulada en estas cartas del regreso, ya solamente dedicada a esa tarea de soltar definitivamente al espíritu, cuanto antes; y si a ratos le fuese posible, al leer o rezar, incluso antes de cerrar definitivamente los ojos. En la carta a la profesora y teóloga argentina Inés Field (1897-1994) de esa semana de mayo, remitida desde Barcelona, alterna personas verbales. Esa pobre mujer que es ella jadea y tiembla en tercera persona. En primera persona, es capaz de leer y meditar, evadirse y olvidar el dolorido cuerpo que habita. Volver a este cuerpo que tose, se ahoga y no tolera los alimentos es una cruda catarsis que no libera. Es un largo purgatorio y no se ve la luz al final aunque alguna vez tendrá que acabar. Elena Fortún ya estaba acostumbrada a que las etapas de la vida en las que se sentía si no a gusto al menos conforme con su propia piel nunca le duraran demasiado. Con el suicidio de su marido, Eusebio Gorbea, a sus espaldas y tras la difícil temporada en Estados Unidos que se ha examinado en el primer volumen de esta correspondencia, manifiesta algo más de piedad y amor hacía sí misma que en el pasado reciente, aunque lo haga en tercera persona.

En base a la agenda de Encarna en la que anotaba la correspondencia, la última carta a Inés Field fue remitida el 18 de febrero de 1952. No se conserva esa carta ni en las fotocopias de Marisol Dorao ni en el archivo de la familia Field, en el que se encuentra una desgarradora cartita de Encarna, sin firmar, escrita a comienzos de abril de 1952, a la que se hará referencia más adelante.

Encarna tenía costumbre, como dice el 19 de junio de 1950, de escribir a Inés el lunes para empezar la semana con ella. A Magda Donato (1898-1966) le escribía todos los días 9 por ser el día en que su esposo, Salvador Bartolozzi (1882-1950), había fallecido. A finales de 1951 ya le costaba muchísimo escribir pues no podía estar incorporada mucho tiempo. La última carta a su amiga Mercedes Hernández está fechada el 20 de febrero. Por entonces, Carolina Regidor, hija del dibujante Santiago Regidor, amiga de Encarna y enfermera diplomada, tomó las riendas de la gestión de la enfermedad y pidió al médico que no se le hiciesen más pruebas invasivas ni se le aplicasen tratamientos para su mal, el cual a todas luces era ya un proceso de metástasis, sino que solamente se le administraran a la enferma calmantes para que estuviese cómoda y tranquila. Cuando por fin cerró los ojos para siempre, Carolina tuvo la delicadeza de dejar constancia del fallecimiento de Elena en la agenda donde esta anotaba la correspondencia despachada y tomaba notas. En la casilla del 8 de mayo de 1952 se lee: «Este día falleció Encarnación Aragoneses Urquijo de Gorbea, escritora conocida por el pseudónimo Elena Fortún, después de larga y penosa enfermedad sobrellevada con gran resignación. D. E. P.»2. Hizo anunciar el fallecimiento en la prensa y mandó hacer la esquela recordatorio. Resultan significativas las citas que eligió. Una de San Agustín a quien tanto admiró Elena, «Pensó demasiado en los demás para ser nunca olvidada», cierra la esquela. Y la abre, en claro homenaje al yo escritor de Encarna, una del Apocalipsis (14-13): «Oí una voz del Cielo que decía: Escribe: Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor. Desde ahora dice el Espíritu, descansen de sus trabajos, porque sus obras los siguen».

Carolina quería muchísimo a Elena por haber pasado parte de su infancia en el mismo edifico de la calle Ponzano y por haber sido su padre ilustrador de Celia. Fue novia de Luis de Gorbea Aragoneses. Recuerda con humor que él le hizo su primer aparato de radio. En conversación con Marisol Dorao el 30 de noviembre de 1988 menciona el interés que el matrimonio Gorbea-Aragoneses desarrolló en relación al espiritismo tras la muerte de su hijo pequeño de una encefalitis. De las frecuentes visitas entre los Regidor y los Gorbea en la infancia de Carolina, le quedó el recuerdo de la habitación del pequeño Bolín, conservada como cuando vivía el niño para que el espíritu volviera y para poder comunicarse con él. «Se consolaban con aquello», concluye. Aquella niña testigo del dolor inmenso de aquel matrimonio aún joven y ya desencontrado se hizo mayor y mantuvo siempre el vínculo con Elena Fortún a pesar de la diferencia de edad y de que pasaron muchas temporadas separadas debido a los traslados de Eusebio de Gorbea. En 1948 le hacen saber que Elena Fortún ha regresado a España y que ha sido noticia en la radio. Hubo también una entrevista en prensa. Carolina hizo averiguaciones y supo que Fortún había regresado a Los álamos, su casa de la Colonia de los Pinares, en Chamartín de la Rosa, calle Fernández Cancela. Fue a verla «corre que te corre». Le abrió la puerta Matilde Ras, quien por entonces compartía la vivienda con Elena Fortún. Recuerda la discreción de Matilde Ras que se fue y las dejó solas para que pudieran hablar. A partir de entonces, Carolina se convirtió en un gran amparo para la escritora regresada. Conocedora e integrante de las redes de apoyo de mujeres que durante el franquismo tejen, continúan y consolidan los vínculos tanto intelectuales como afectivos anteriores a 1936, comenta a Dorao el confuso distanciamiento entre Ras y Fortún que esta última menciona repetidamente en esta correspondencia, en la que también, al final, vuelve a asomar el aprecio a Matilde. Debió ocurrir al poco tiempo de llegar Elena a Madrid pero no es óbice para la constatación de la lealtad y los cuidados entre las mujeres que integraban estas redes. María Martos3, por su parte, empezaría tras la muerte de Elena a gestionar por suscripción popular el monumento que se levantaría a Fortún en el madrileño Parque del Oeste. Estas redes hacia las que Fortún, como se verá, tuvo sentimientos desencontrados, mantienen su vigencia y su actividad después de la muerte de la creadora del personaje de Celia y juegan un papel fundamental en esta última etapa de su vida.

Al lento apagarse de las últimas semanas en Madrid bajo la amorosa vigilancia de Carolina precedieron meses de agonía en el sanatorio Puig de Olena, en Centellas. A esos meses precedió un primer ingreso en el sanatorio y semanas de enfermedad en la casa de Lauria, su domicilio barcelonés. Y a toda esa época final precedió una última etapa de armonía y paz, de la que las primeras cartas escritas en Barcelona, las cuales dan comienzo a este volumen, dan cuenta. En el número 91 de la calle Roger de Lauria, en el piso que Fortún llamó «la casa del retorno», curioso gineceo de mujeres mayores, alquiló una habitación que amuebló a su gusto y convirtió en cuarto propio, auténtico bálsamo que apreció de veras tras haber vivido tan incómodamente en el apartamento de su hijo y nuera. También hubo un último viaje a Madrid y un último verano en su querido pueblo segoviano de Ortigosa del Monte, en la finca de Teresa, con su marido el doctor Pedro Carreño y Magdalena, la hija de esta. Esta finca ya aparecía retratada como «finca de la tía Teresa» en la novela autobiográfica Oculto sendero.

El 5 de marzo de 1951 escribía Encarna sobre su ser escindido en tres «yoes»: cuerpo, alma y espíritu. Siente que los tres son uno y a la vez están escindidos en tres:

Mi yo-cuerpo, ¡tan molesto!, tan acabado, y con tanto miedo de acabar… Mi yo-espíritu, tan desasido, tan seguro de ser inmortal, tan cerca y tan lejos… Mi yo-alma, aterrada de no poder tal vez seguir al espíritu, y con ¡tal ansia de inmortalidad…! Y luego otros muchos «yoes» que casi no advierto, que me asustan a veces, que aparecen y se esconden… y todo esto soy yo… Ni uno solo de esos deja de saber que forma parte de un todo, y sin embargo, anda suelto… ¿Será así la unión con Dios? ¿Es así como lo sentía Santa Teresa? ¿Es allí donde iba San Juan de la Cruz cuando en la noche oscura «con ansia en amores inflamada, ¡oh dichosa ventura!, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada».

Para la Sagrada Trinidad debía estar bien pero para ella no es cosa buena estar dividida en tres y saber que se es una, pues el control de esos tres «yoes» es tan trabajoso como casi imposible le ha sido durante toda su vida mantener una conciencia clara de su propia identidad. Ahora, aunque se vaya acercando al final de la existencia, no necesariamente alcanza la paz del autoconocimiento. El cuerpo tira, incluso manda, se impone a través del dolor y la enfermedad a pesar de que finalmente será derrotado por la muerte liberadora. Hasta entonces, y teme Elena que aún después, obliga al alma a volver a él y habitarle: aún no puede seguir al espíritu. Ese sí es inmortal. El cuerpo y la muerte son los protagonistas de estas cartas escritas desde el 29 de mayo de 1950, al día siguiente de llegar a España desde Nueva York tras un durísimo viaje, hasta el 25 de diciembre de 1951. Alrededor del cuerpo y la muerte de la autora que Fortún fue, va desplegándose ese mundo de mujeres amigas.

En esta serie de textos en primera persona con alguna incursión en la tercera que son estas cartas, nunca llegará el yo a una epifanía liberadora puesto que yo narrador y yo personaje están muy cerca en el tiempo y tiempo es lo que este yo no tiene para volver al pasado y comprenderse desde un conocimiento epifánico y benévolo. En las novelas en primera persona o en las autobiografías, la epifanía es algo pequeño, no se tarda en narrar. Pero es un auténtico germen textual que impulsa una comprensión completa de la vida contada. Y es espiritual. Al cabo, es un saber excepcional y clave, que ayuda a comprender. Quienes estuvieron cerca de Dios, los místicos que tanto les gusta leer a Fortún y a Inés, le dan una nueva dimensión a los interrogantes que incitan a Fortún a la reflexión. Su cuerpo-casa alcanzará el sosiego y espera que el alma pueda salir, sin que este ni lo note ni le importe, para unirse al espíritu y encontrar la luz en la que espera que Eusebio habite ya. Ojalá sea cierto. Hasta entonces, esa comprensión fugaz de los místicos sobre el yo completo y liberado del cuerpo en la muerte no es posible: el cuerpo agota tanto a los otros «yoes» pensantes, con la tos, el dolor y la fiebre que hacen más ardua y patente esta división en tres, que articula estas cartas, textos que se adentran paulatinamente en la agonía y en el deseo de la muerte. La esperanza de transcenderla dará fruto lamentablemente si y solo si se ha sufrido lo suficiente. Imposible escapar al purgatorio que habita, cree Fortún, en nosotros especialmente al final de la vida cuando los otros deseos se han ido cancelando. De este purgatorio y de su propia agonía entre el dolor del cuerpo y el temor de la no inmortalidad de alma y espíritu, se considera merecedora. En agosto de 1950 en su querido Ortigosa del Monte, reflexiona sobre la dulzura que se debe sentir al salir «de la carne». Morir es liberarse del cuerpo y eso ha de ser bueno cuando el cuerpo se ha sentido como cárcel.

Lee a Freud, como Inés. Le gusta. Avanza en la aceptación del alejamiento físico definitivo de Inés. El alejamiento espiritual es otra cosa, imposible de todo punto pues entre ellas hay, como escribió Encarna desde Orange, un matrimonio de espíritu que no está bien desperdiciar. Eros, la pulsión que, según Freud, impulsa la existencia y define la identidad humana por dar herramientas para entenderla, se ha ido apagando. Queda, con eros casi ido, solamente tánatos, es decir, el último deseo, el de desaparecer: abandonar la pulsión de vivir y de querer seguir adelante. «Poco a poco se me han ido acabando las vanidades y hasta los deseos», escribe tras su primer ingreso hospitalario. Entre las lecturas de psicoanálisis y la mística española, Encarna se esfuerza en ver la muerte como rito de paso que llevaría a una unión con un todo, su idea de Dios, esa luz que es olvido de lo que se ha sido en vida. Sobre la luz se puede escribir y compartirla así con Inés, ya amada distante. Escribir sobre ese paso al más allá es la última tarea del yo consciente, el último acto de quiescencia antes de que la mente eche el cierre. La separación entre alma y espíritu y el interés en la misma no es nuevo en Encarna. Tiene que ver con sus consideraciones sobre la inteligencia que se acerca a lo que ella supone que es o el alma o una parte de esta no siempre recomendable, algo más anclado a la realidad que el espíritu, menos inmortal.

Elena Fortún falleció el 8 de mayo de 1952. A juzgar por el epistolario a Carmen Laforet, dejó de escribir cartas unas semanas después de la fecha en la que se acaban las dirigidas a Inés Field. La última carta conservada de Fortún a Field escrita aún desde una consciencia plena está fechada el día de Navidad de 1951. Del 16 de enero de 1952 data la última carta conservada de Fortún a Carmen Laforet, recopiladas en el volumen De corazón y alma. En febrero de 1952, Fortún salió del sanatorio Puig de Olena en los Pirineos. Tras un breve descanso en la clínica barcelonesa Platón, el 10 de ese mes es trasladada con una fuerte sedación a Madrid en tren e ingresada en el sanatorio de Santa Julia, una clínica psiquiátrica, lugar en el que, aunque no fuese el más adecuado para una enferma terminal, pasó sus últimos días. Matilde Ras le da la bienvenida el lunes 11 con una postal que reproduce la calle de Alcalá, que tantas veces Fortún cruzó camino del Lyceum en Infantas, y que dice al dorso:

¡Sé muy bienvenida, Elena querida! Ya habrás visto que Madrid se ha puesto un traje de luces para recibirte.

Esta mañana una clara voz de monjita me ha dicho que descansabas y que el viaje ha sido soportable.

¡Buen ánimo!

¡Ya estás en tu tierra querida, en tu Madrid!

Mil besos de tu vieja,

Tilde4.

Las cartas continuadas y las postales enviadas en ocasiones especiales nos permiten no solamente entender las dimensiones de amores y amistades femeninas escondidos sino también de las relaciones alrededor de estos vínculos específicos, relaciones que colaboraban para taparlos y para desarrollar a través de la amistad y el compañerismo la comprensión del amor como algo vivo y sujeto a las pequeñeces del ser humano: los celos, los enfados, los desencuentros que en el momento de la muerte dejan de importar. Es destacable en el desarrollo de estas relaciones afectivas un código que hoy puede resultar un poco críptico por ser compartido por emisoras y receptoras y pertenecerles como reflejo de un mundo escondido del que podemos reconocer solamente su safismo, un abanico de hermosas conexiones entre mujeres. Así, Elena se refiere a «las del Estudio», grupo de amigas entre las que estaba Victorina Durán y probablemente también Tilde, a juzgar por referencias en sus diarios a este círculo y este mundo en el que participó con Elena.

Desde Buenos Aires escribe Beba Perazzo y cuenta de la relación de otra amiga, casada, con otra mujer. Fortún, tristemente arrepentida de su vivir sáfico anterior a 1936, reflejado en Oculto sendero y veladamente aludido en el epistolario De corazón y alma a través de las referencias a Carmen Conde y Fernanda Monasterio, espera que la casada no cometa el error de abandono del marido que ella cometió. Pero a Elena, en su cama de enferma alejada del mundo y de las amigas, le encanta que Inés le cuente historias de amor y no quiere que sean las otras amigas las que lo hagan. Aún encuentra placer en saber de los amores vividos por otras y en hablar de ello como ya hiciera desde Orange en relación a los amores de Víctor y la vida de las «valquirias», nombre con el que presumiblemente hace referencia a las mujeres solas, homosexuales o no, y ya mayores, asentadas en la vida y con experiencia. Se refiere también a la grafóloga Josefina Pardo, amiga, «muy amiga en tiempos de Matilde Ras», con una insistencia que deja entrever que hay muchos tipos de amistades. Esta amiga muy amiga la quiere y la ronda con atenciones que en otra época le hubiesen resultado más gratas pero que ahora la aturden. Carolina Regidor recuerda a Josefina como una mujer muy divertida, dada a hacer bromas sobre la ignorancia con la que vivió como muchas mujeres entonces su propia iniciación sexual.

Aunque las historias amorosas de amigas diviertan a Encarna, siente que ha dejado el amor físico atrás, como si hubiera dado el paso que María Luisa, la narradora de Oculto sendero, calibró a fondo: una vez probado y rechazado visceralmente el amor masculino, gozado y sufrido el amor y desamor femenino, queda el amor divino, cuya satisfacción, en el caso de Encarna, se procura en gran medida por vivirlo de la mano de Inés. Para octubre de 1951 los globulitos que Matilde, apasionada de la homeopatía, manda tras hablar con médicos son recibidos con gratitud. «La pobre Matilde» ya no es «un ser disolvente como lo son todos los judíos», terrible declaración de Encarna que no puede separarse de las alusiones a un erotismo sáfico que si bien, como María Luisa en Oculto sendero, pudo haber vivido en su juventud, ahora no quiere ni recordar. Así, comenta: «De lo que hacen o dicen Matilde Calvo y Matilde Ras estoy ya tan lejos que es como si vivieran en otro planeta… Rezo todos los días por ellas y porque sean felices y es todo lo que me une a su recuerdo». Su propio amor hacia Inés queda validado gracias a la religiosidad. Y es que tampoco está segura no ya de la corrección de su impulso amoroso homosexual sino de su forma de amar, un tanto posesiva y proclive a los celos, expresados en la desazón que le produce la atención de Inés a otras amigas. Otra joven amiga bonaerense, María Antonieta Moroni, escribe jovial y feliz, llena de proyectos y enamorada de una escritora joven, «alguien bebé» que escribe novelas. No se mencionan nunca los novios, solo los maridos que no se pueden abandonar por ser maridos ante Dios. Por el estilo de los amores de María Antonieta, son los de Fernanda Monasterio. «Me suena todo como a las ánimas del Purgatorio deben sonarles las noticias del mundo», concluye Fortún el 10 de septiembre de 1951 para dar paso a una de sus bellas e intensas despedidas bastante en sintonía con los amores que otras le refieren.

Fernanda Monasterio, como Inés Field, refiere a Marisol Dorao la existencia en Buenos Aires de un grupo «equivalente del Lyceum Club», creado por influencia de la institución española. Gracias a María Baeza y Victorina Durán, Encarna accede a él. Comenta la doctora Monasterio la llegada de Fortún a este grupo y a otro más, el de Victoria Ocampo:

Era el grupo Sur, el grupo de Victoria Ocampo de la revista Sur. Era un grupo de intelectuales que en la Argentina era muy brillante, pero muy brillante […]. Entonces conoce a la que se llama Sociedad argentina de mujeres […]. Ahí encuentra otro grupo que la acoge, que la adoran […]. Se hizo con unas amigas tan buenas como las que tenía aquí. La más importante era Inés Field, la más, que era una mujer extraordinaria de culta pero había otra, Lola Pita, que era profesora de historia…, Norah Borges, Manuela Mur… Estas señoras, las intelectuales argentinas, profesoras, liberales, amigas de los exiliados españoles, por supuesto antifranquistas, muy avanzadas, digamos, en ideas, en feminismo […].

Victorina Durán nunca abiertamente mencionó que en su casa se reunían mujeres sáficas, hecho comprensible en quien está dentro y fuera del armario a la vez. Sin embargo, el lesbianismo es un tema clave tanto en su teatro como en sus memorias. Tampoco Fernanda Monasterio menciona, ni siquiera cuando habla con Dorao a finales de la década de 1980, su propia homosexualidad, patente en la correspondencia que mantuvo con Rosa Chacel, a pesar de haber escrito a Elena sobre ella. Por su parte Dorao, que ha leído el manuscrito Oculto sendero y conoce la inclinación de Encarna, no se atreve a acercarse al tema en ninguna de las entrevistas conservadas. Sin embargo, el miedo a Madrid, el deseo de Fortún de vivir en Barcelona y evitar ciertos encuentros femeninos en la capital junto con las tensiones con su querida amiga Victorina, a su vez discreta pero muy conscientemente lesbiana, y junto con la admisión por parte de Inés de que a Elena no le gustaban las relaciones sexuales con hombres, apuntan a la represión de un deseo que, por necesitar reprimirse, confirma su existencia: el amor hacia las mujeres, que ahora Encarna ya no quiere recordar como algo vivido por ese pobre cuerpo que lucha por morir, sino como algo periclitado. Además, al escribirle a Inés sobre Carmen Laforet se vislumbra en las cartas de Encarna el desdén hacia el sexo entre los esposos, «los momentos carnales» que la autora despacha con un «también lo tienen los animales» para concluir lamentando no haberse divorciado.

Perfilar una tradición sáfica implica desafiar las fronteras entre lo público y lo privado, lo secreto y lo obvio. Intuido un perfil, es decir, constatado ese fragmento del itinerario del oculto sendero de Fortún, queda caminar más o menos a tientas por el mismo. Las cartas a Inés continúan la tarea de avanzada. Son también constatación de la permanencia de lo significativo oculto: lo más escondido es lo más fiel a la verdad y al sentimiento. De admitir la existencia de una Elena Fortún enamorada de Inés, este amor es, además de sáfico, pedagógico. Elena Fortún ama a quien ve como guía y maestra. En cuanto al safismo, esa pulsión amorosa entre mujeres que no contaban con la palabra gay o lesbiana en su vocabulario y encontraban en la idea de la homosexualidad como «inversión» un sinsentido pues ellas, mujeres con gran inquietud intelectual que leían, pensaban y estudiaban, sabían que la ignorancia era su enemigo y considerarlas invertidas era una cuestión de ignorancia. La confianza en su autoconocimiento hacía que se sintiesen seguras de ser mujeres y no hombres y también hizo que se reformasen sus vínculos no ya solamente de pareja si la tenían sino también de comunidad: grupos de mujeres que leían juntas, compartían conocimiento y creaban un sólido armario en este caso protector de intensas relaciones de amistad y amor, con o sin erotismo, con o sin proyectos de futuro, diversas como lo son los seres humanos.

La doctora Fernanda Monasterio comentaría décadas después que de Estados Unidos Encarna «ya venía con la muerte dentro». Fortún pensaba igual a pesar de que aún tardaría unos meses en cancelar ese último deseo de tener a Inés con ella, sólo válido cuando se espera vivir. Desechado, solamente permanecía pendiente completar «la terrible aventura de desgarrarme de todo lo que ya me quedaba en la Tierra», aventura empezada en su opinión en los meses en Orange. El 5 de junio de 1950, cuando lleva ya una semana en Barcelona, escribe Encarna a Inés: «[…] ya estoy aquí, para morirme en España». Diez años más tarde, ya muerta y olvidada Encarnación Aragoneses Urquijo, vendida su casa de Chamartín y con sus papeles en USA en casa de su nuera, la autora Elena Fortún continuaba muy viva a través de los libros de Celia, Cuchifritín, Matonkikí, Patita y Mila. María Campo Alange escribe en relación a Fortún que «tras de una estancia de varios años en Buenos Aires, vuelve a España, ya enferma, posiblemente con la oculta intención de morir en su patria» (324). Resulta siempre ilustrativa la manera, aparentemente en passant, con la que Campo Alange, al referirse a mujeres escritoras, artistas y pensadoras en su La mujer española. Cien años de su historia (1964), da pequeños retazos de información personal que solamente pudo conseguir oralmente a través de la red de mujeres que su libro retrata y en la que ella misma estuvo inmersa, unas vivas, otras largo tiempo desaparecidas, otras recientemente fallecidas, alguna que otra olvidada; en conjunto, mujeres culturalmente activas a mediados del siglo XX y olvidadas o recordadas con mayor o menor fortuna en nuestro siglo XXI.

Para este voluminoso libro publicado en Aguilar, sello de Elena Fortún, María Campo Alange utilizó diversas técnicas de investigación dependiendo de la época, como puede asimismo apreciarse en el tono de los diferentes capítulos y secciones del libro, más erudito y académico en lo relativo al siglo XIX, más conectado a lo testimonial al analizar la época de la vida de la autora, sobre la que no hay bibliografía pero sí testimonios. Ese mundo testimonial, esas redes de mujeres impulsarían la fundación del Seminario de estudios sociológicos de la mujer, creado por Campo Alange justo después de la publicación de este libro. No ahonda demasiado en ninguna autora en particular. Sin embargo, intenta una reconstrucción de la genealogía de autoría, trabajo y creación femeninos aunque esta sea una reconstrucción más bien tímida, hecho por otra parte lógico en una autora acostumbrada a un vivir discreto, un tanto oculta y desde luego impecable de puertas afuera.

Las breves frases que va dedicando a Carmen Conde, Rosa Chacel, Marisa Roësset, Marichu de la Mora, María Luz Morales, María Zambrano, Pilar Primo de Rivera, Carmen Laforet, Ana María Moix o Elena Fortún, entre otras hoy conocidas u olvidadas, no han de resultar indiferentes a quien se interese por la historia de la cultura, la política y el arte creados por mujeres en las décadas más convulsas de la historia de la modernidad española. Los datos dados sobre Fortún acompañan una fotografía de la autora a todo plano, la mejor imagen de Fortún conservada, la foto del estudio Amer Ventosa sin duda depositada en la casa Aguilar, a juzgar por el paratexto final del libro en el que se cita el uso del archivo de la editorial para la documentación del volumen. En esta foto, Fortún aparece joven y bella, sin las huellas que el tiempo, los avatares y la mala salud irían dejando en ella, con chaqueta y corbata, con las cejas perfiladas, sugestivamente sáfica y moderna. Es destacable el tono eufemístico con el que Campo Alange comunica la información de la que dispone, siendo esta disponibilidad y la historia de la misma de hecho relevante para entender el silencio de pensadoras, escritoras y artistas, la historia en definitiva de sus autorías inciertas, su discreción, ocultación y, al cabo, las muertes metafóricas de vidas intelectuales a medias realizadas, discriminadas, y la muerte física de cada una de ellas.

Redes de mujeres apoyaron la identidad de las que se fueron, unas para no volver y otras para regresar, y de las que se quedaron. Hubo vínculos entre todas ellas. Sin estas redes, la situación de Elena Fortún en España en esta última etapa hubiera sido insostenible. A Carmen Bravo-Villasante escribe Inés que «los primeros meses de esta segunda vuelta a España son quizá los mejores que pasó durante mucho tiempo. Pero en octubre de 1950 empieza a sentir el malestar de bronquios, o esófago, que había de convertirse poco a poco en enfermedad mortal». La vaguedad de la afirmación, malestar en el esófago, camino del estómago, o en los bronquios, camino de los pulmones, apunta a una relación construida con el cuerpo en negativo y en vaguedad, importante para el análisis de estas últimas cartas a la amiga amada maestra del espíritu. Avanzar hacia la muerte sigue siendo avanzar y aprender para Elena. Así, seguirá vertiendo reflexiones sobre eso que nunca supo explicar del todo y tanto le dolió: la identidad femenina, el yo, ahora guardado en el cuerpo de una «mujer doliente» que ha decidido que es mejor armarizar el amor que no podó y dejó germinar fatalmente ya que ahora otros males cobran importancia.

Sin embargo, pareciera que los deseos reprimidos de Encarna hablan y se manifiestan a través de su cuerpo, recordándole su presencia aún en la enfermedad, como invita a considerar la perspectiva crítica de Villanueva Macías en relación a Fortún. Villanueva Macías (2020) en su estudio «Escrituras rizomáticas del silencio en Oculto sendero de Elena Fortún», defiende el papel de la boca en el texto autobiográfico firmado por Rosa María Castaños, seudónimo adoptado por Encarnación Aragoneses Urquijo para la novela. Villanueva Macías contribuye con una crítica cuyo interés tiene que ver con no ser este académico lector consumado de Celia ni de Fortún. La autobiografía es su primera incursión en la obra de la autora. Se acerca por tanto a Oculto sendero desde una óptica ajena a lo fortuniano pero profundamente comprometida con la comprensión de un yo deseante que vacila en la percepción y expresión de su deseo pero que, como no puede ser de otro modo, necesita de la boca para significar y significarse al, por ejemplo, expresar el anhelo de unos labios femeninos rojos y jugosos que la llaman para ser besados o verbalizar el asco hacia el cuerpo masculino ante el que la boca se cierra en un rictus que quiere impedir que sea forzada a abrirse. En medio de la temática del discernimiento y expresión del deseo, la exploración detallada de Villanueva Macías sobre las consecuencias de la confusión entre apetito y deseo puede ampliarse en las cartas a Inés, especialmente en esta correspondencia final en la que la boca no es solamente donde se enmarañan la comida del cuerpo y el alimento del espíritu. La boca no verbaliza el deseo pues el imperativo de la poda es ya, sin posibilidad de escape, la desafortunada epifanía de Encarna y en cierto modo una derrota que ella ve como purgatorio o castigo necesario para lograr algo mejor, una trascendencia positiva y luminosa, tras la muerte.

La falta de apetito de María Luisa en Oculto sendero, el no poder tragar la comida o no tener ganas de comer, la tentación de suicidio tras haber experimentado el amor heterosexual y el asco al pensar en la boca abierta contra el desagüe de un patio interior resuenan irremediablemente en los problemas en el aparato digestivo –«Tengo ya una verdadera quemadura que me va desde el recto a la boca y casi no puedo tragar de dolores y quemazón en la garganta. El esófago me quema también…»– y en los ahogos y la tos que sacuden a Encarna cada vez más a medida que avanza 1951 –«[…] me convierto en un pobre ser que se ahoga sin remedio ni ayuda de nadie»–. Al autodefinirse como «mujer doliente» o «pobre ser» repiensa cuerpo y espíritu, convencida de que transita sin remedio por una muerte lenta en vida hacia un no cuerpo futuro de definitiva y liberadora muerte física que se pregunta cómo será y a la que a veces, si el padecer físico lo permite, espera ilusionada, sumida en un duermevela dulce en el que ya no hay voces que obliguen a reflexionar sobre género y sexo, pensamiento cuya consideración articula la mayor parte de la literatura inédita de Encarna, incluyendo su breve Nací de pie, texto en el que cuenta su nacimiento como niño equivocado, seguido del breve Para Celia. El apoyo moral de la esposa en el que insta a su personaje a abandonar el matrimonio si no puede compartir desde el espíritu la carga material que el marido lleva al avanzar por el calvario de la vida. A esta Celia, destinataria del aprendizaje de Fortún sobre el matrimonio y los deberes de buena esposa que a la autora tan ajenos le fueron, le queda la opción de la separación que Elena, en los momentos de calma y pensamiento claro del espíritu, lamentaba no haber llevado totalmente a cabo. Esta idea resulta más benévola que la de no perdonarse por el suicidio de Eusebio y por no haber sabido ser una buena cirenea.

El aliento desagradable del hombre que besa hambriento el cuerpo femenino que quiere forzar aparece tanto en Celia institutriz como en Oculto sendero y en ambos libros anuncia el rechazo visceral al cuerpo del hombre, un asco físico que produce lágrimas, náusea y ahogo. Los problemas para hablar, respirar, comer y beber, es decir, dar entrada a lo exterior en el interior del cuerpo parecen lógicos en la historia de un yo de mujer que va a luchar por entender su deseo y sus pulsiones vitales, sean estas artísticas o sexuales. Las cartas de este último viaje a España constituyen una narrativa del desmorone del cuerpo. Y empiezan por una breve etapa en la que ese cuerpo se habita armoniosamente. Esa armonía fugaz que se sabe precaria, última etapa de felicidad, tiene que ver, escribe el 23 de octubre de 1950, con ignorar el ser, «ignorarse». No saber que se tiene estómago, «porque hace su función perfectamente». Y del estómago, por analogía, pasa a verbalizar el amor: «cuando no me preocupaba si me querían o no, era… porque me querían mucho». A pesar de la problemática relación con el cuerpo, el cuerpo es fuente de saber. La materialidad del cuerpo le sirve para entender la profundidad del amor pasado. «Aún me importan las historias de amor», le dice a Inés el 25 de junio de 1950, tras vivir desde la cama la noche de San Juan. Solamente le importan las que puedan venir escritas por la mano que habita el mismo cuerpo coronado por la boca que verbaliza las únicas palabras de amor que ella aprecia. En cuanto a las amigas de Madrid, insiste repetidamente en lo separada que se siente de ellas. Añade, el 7 de agosto de 1950, que ellas continúan «añorando el amor a los sesenta y pico de años, y lamentando la juventud perdida». Alude así a la ausencia de erotismo en la vida propia, ausencia que no puede separarse de la aceptación del cuerpo como ente enfermo que se precipita más o menos rápidamente a su final.

El cuerpo de Fortún va cobrando protagonismo según va empeorando su salud, según va mermando el cuerpo para ser menos encarnación de nada. Morir es que el espíritu ya no tenga que encarnarse y ser cuerpo. Pero ese cuerpo del que se siente divorciada posee una historia tanto en su ficción como en su autoría. De hecho, es uno de los nexos de unión, quizás el más controvertido, entre su vida y su obra. En una de las primeras misivas a Inés que se conservan, el 9 de febrero de 1949, Elena Fortún se declara encantada de llamarse Encarnación y de que ese nombre espiritual sea la denominación de su yo físico. Ha leído en Cuatro ensayos sobre el espíritu en su condición carnal de Jacques Maritain (1882-1973) que el cuerpo es la prueba de la existencia del espíritu, prueba irrefutable por palpable y sensorial de lo divino inmaterial que prescribe lo material del mundo. Si a través de la abstracción del recogimiento, la plegaria o la meditación se llega al conocimiento intuitivo de la existencia de Dios, Encarnación más que ningún otro nombre es «símbolo del Espíritu Santo que se mete en oleadas sobre las almas preparadas a recibirle. Oleadas, devenir permanente de espíritu divino sobre las almas que han abierto su puerta…». La firma «Tu Encarnación» tantas veces repetida en esta correspondencia es una singular declaración de un deseo no cumplido al que se le impondrá poda. Conseguir ser «Encarnación» más allá del papel, deseo aún albergado al comienzo de la estancia en Barcelona, estar juntas físicamente, habría interrumpido esta correspondencia. Y hubiera sido para Fortún vivir plenamente como Encarna, y además encarnada, una unión cuya perfección espiritual cree que hubiera sido indudable si Dios la hubiese querido. De haber estado unidas, de haber vivido juntas los últimos años, las dos hubieran sido un alma sola, no dos cuerpos y dos almas sino una, al participar de un solo pensamiento divino por creer en Dios y pensar y razonar su existencia a la par. Dios no lo dispuso así, pensaba Encarna. Fugazmente las cartas fueron preludio de un proyecto de vida juntas que Elena verbalizó repetidamente.

No alcanzó a sentir el cuerpo como encarnación del espíritu compartido con la maestra amada. Con el tiempo y la enfermedad, el deseo de Encarna de tener a Inés a su lado mudó y fue aceptando definitivamente que nunca se verían más, aunque ya desde el comienzo de este último regreso a España lo intuye. A la vez que alberga una pequeña ilusión no deja de verbalizar la contraria: «[…] no sólo no me necesitas sino que cuando empiece tu descenso, sería yo como una piedra en tu cuello… ¡No! Está bien así. Dios lo ha dispuesto… […] Mi esperanza es verte aún. Dios lo quiera». En el año 1956, cuatro años después del fallecimiento de Elena Fortún, Inés Field estuvo en Madrid. Por fin, el deseo de Encarna de que Inés conociese España se cumplía. El primero de junio, según informa el diario ABC, dio una conferencia en el Círculo Filipino. Detrás de la presencia de Inés en esta institución tuvo que estar su directora, la poeta Adelina Gurrea Monasterio (1896-1971), también amiga de Fortún y familiar de la doctora Fernanda Monasterio. Adelina fue además clave en la gestión económica del último viaje de Elena Fortún a Madrid y su último ingreso hospitalario en Santa Julia.

Encarna pasó el verano de 1950, último en el que tuvo salud, en Barcelona pero también viajó a Madrid y Ortigosa del Monte. Al regresar, en septiembre, contenta de estar de vuelta, se dispone a vivir «sin recuerdos amargos. Como si volviera a nacer… vieja», época que considera necesario aprendizaje de la muerte, época en la que afina su exploración del yo ya cercano a la gran verdad del fin al que todos estamos abocados. Ni Fortún ni probablemente tampoco Field defienden la comprensión sexual de la mística, lectura por otra parte amplia y convincentemente explorada por la crítica. Fortún toca en la carta un pensamiento que parece compartir con su amiga lejana: que si se vive una sexualidad no comprendida ni explorada plenamente, pero de cuya entidad se tiene conciencia más espiritualizada que realizada en lo físico, entonces el camino de la placentera sublimación del alma marcado por los místicos funciona como un prometedor recodo en el oculto sendero del amor y el deseo.

El 2 de abril de 1951 Encarna escribe su primera carta desde el sanatorio de Puig de Olena. En marzo aún disfrutó de una preciosa celebración de su santo en la casa de Lauria. Ese primer ingreso dura hasta el 28 de abril. Tras unas semanas de nuevo en su casa de Lauria y tras valorar infructuosamente estancias en otros sanatorios, el 25 de junio vuelve a ingresar, muy enferma. Asita Madariaga la acompaña. Ya nunca dejará de estar ingresada. Cuando abandone el sanatorio será ya para poner rumbo a Madrid y morir allí. En otro viaje a Madrid pero desde Ortigosa, el 4 de septiembre de 1950, alojada en el hotel Reina Victoria en la plaza del Ángel, con vistas a su querida plaza de Santa Ana donde alguna vez escuchó canciones de corro con María Rodrigo, escribe que está en paz y que confía en no perderla. Siempre intentando entenderse, adquirir una mejor conciencia, empresa difícil en una persona que tan pronto sentía paz y alegría como se consideraba un ser deleznable y malo, merecedor del sufrimiento en vida, no extraña que declare haberse sentido siempre un tanto divorciada del cuerpo, «animalito inconsciente».

En octubre de 1950 su salud era buena, perfecta según escribe: nunca se ha encontrado mejor. El estómago está «en paz», no así el de su hijo en América que empeora a medida que mejora su madre. En enero de 1951 ya se encuentra mal de nuevo. Esta vez el mal está en los pulmones. Nunca aparece en las cartas de Elena la palabra cáncer. En ausencia de esta palabra definitoria y, en esa época, mortal, no cesará la escritura sobre el cuerpo enfermo y sobre la relación de éste con el espíritu, tema central cuando la agonía física cobra protagonismo. Encarna tuvo cáncer de pulmón en unos pulmones probablemente ya tocados por algún foco tuberculoso. Fernanda Monasterio comenta en conversación con Marisol Dorao que Elena murió de «una especie de cáncer de pulmón. No había TACs, no se podía averiguar si era una lesión tuberculosa degenerada o un tumor primario». Fernanda visitó a Elena dos veces, una de ellas en septiembre de 1951. La otra tuvo que ser a principios de 1952, semanas antes de que la recién licenciada doctora se embarcase para Buenos Aires. Fernanda, entonces joven médica, mujer homosexual de aspecto masculino, visita a esa especie de madre literaria que Fortún fue para otras escritoras sáficas y se queda toda la noche sentada a su lado «cogiéndole la mano y consolándola y contándole cosas». Para la joven que viajó al Pirineo gracias a su tía Adelina Gurrea Monasterio, fue la más dramática despedida jamás vivida. Habló con el médico quien le confirmó que no había nada que hacer. Ya muy consumida por la enfermedad, Monasterio refirió su estado al regresar a Madrid, antes de embarcarse. Tras las noticias de Fernanda de que a Elena le quedaban semanas, debió empezar a ponerse en marcha el engranaje de la otra red de amigas a las que temía y amaba a la vez por vivir en el Madrid de sus días de moderna liceómana. ¡Cuánto de ellas y de las de Buenos Aires debió verter en sus textos inéditos, aquellos que el 23 de julio de 1951, Elena Fortún pidió a Inés a modo de postdata en el margen de la carta que quemase sin dejar nada! Lola Pita los guardó, y también pasaron por las manos de Inés Field y Manuela Mur, según testimonio de esta última. La rectitud de estas mujeres y también su capacidad para desoír lo que no era justo con el arte y el conocimiento y no quemar los papeles de Elena nos legó la literatura inédita de Fortún y, por alguna razón relacionada con la bondad innata de Inés y la lealtad a la Fortún escritora que no firmaba como tal, también estas cartas.

Entre los papeles de Inés Field, separada del resto de la correspondencia, su sobrina Alicia Field encontró una pequeña carta a mano escrita por Elena el 1 de abril de 1952. Le queda poco más de un mes de vida. Remata la carta sin acabarla del todo, «Te mando muchos besos. Tu […]». No escribe su nombre, poca encarnación es posible ya. Le falla el lenguaje, se traba al hablar y se confunde al escribir, está casi ciega, le han dado la extremaunción. Y en esa agonía final, entre las frases incoherentes de escritura temblorosa, aflora una última recomendación: «Cuídate bien Inés. Ya no tenemos más salud que la que podemos conservar. No creas que decir esto es bondad; es que no quisiera que te pasara por falta de experiencia». Piensa que Madrid está lejos, confunde sanatorio y clínica. En su despedida, «Adiós, Inesita querida. Reza por mí, reza siempre para que no dejemos de estar acompañadas», la primera persona del plural las deja para siempre unidas, como unidas quedan en este epistolario de amor, amistad, exilio, regreso, enfermedad y muerte.

Nuria Capdevila-Argüelles

Bibliografía SELECTIVA

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AGRADECIMIENTOS

Y CRITERIOS DE EDICIÓN

«Querida mía, empiezo a escribirte y no sé acabar hasta que se me acaba el papel», escribe Elena Fortún en Barcelona el 19 de junio de 1950 durante su última temporada vivida en paz y armonía personal, tras regresar de Estados Unidos y antes de ingresar en el Sanatorio Puig de Olena. Ese hábito de su yo epistolar condiciona los criterios de edición de esta correspondencia. Elena Fortún apuraba el papel al máximo. La mayoría de las cartas están escritas a máquina en papel de avión, por los dos lados, a un espacio. Los escasos márgenes están muchas veces ocupados por apretada escritura a mano. Para no sobrecargar el epistolario de notas a pie de página se omite la indicación del cambio a la escritura a mano al final de las cartas mecanografiadas. Sí se indica cuando las cartas están escritas a mano en su totalidad. En el resto de los casos, las cartas fueron escritas a máquina con la despedida y la firma a mano muchas veces escrita al margen. Se han homogeneizado las fechas, incluso en las cartas escritas a lo largo de varios días, y puntuado las cartas donde ha sido necesario pero se ha mantenido el estilo coloquial de las mismas. Los nombres puestos solamente con inicial o incorrectamente escritos se han corregido.

No tenemos las cartas de Inés en lo que parece una extensión de la voz de clausura de la entrañable sor Inés, alter ego literario de la amiga argentina y guía de Celia en el volumen titulado El cuaderno de Celia, prologado en esta colección por Paloma Gómez Borrero. Ese bello libro, que no hubiese existido sin la presencia de Inés Field en la vida de Fortún, refleja una pedagogía espiritual y una propuesta teológica, sin duda presente también en la parte de la correspondencia que no se ha podido conservar.

Con ocasión del centenario del nacimiento de Elena Fortún, la Asociación española de amigos del IBBY publica Elena Fortún (1886-1952)