De corazón y alma (1947-1952) - Elena Fortún - E-Book

De corazón y alma (1947-1952) E-Book

Elena Fortún

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Beschreibung

Este libro está dedicado a dos autoras imprescindibles de la literatura española del siglo XX: Elena Fortún, creadora del conocido personaje de Celia, y Carmen Laforet, premio Nadal con su primera novela Nada en 1947. De corazón y alma recoge las cartas inéditas que ambas escritoras se cruzaron durante ocho años, hasta la fecha de la muerte de Fortún, y que muestran la estrecha amistad que mantuvieron. Del prólogo y de la edición se encargaron las hijas de Carmen Laforet, Cristina y Silvia Cerezales, y la catedrática de la Universidad de Exeter, Nuria Capdevila-Argüelles. Con motivo del centenario del nacimiento de Carmen Laforet, el libro ha sido reimpreso añadiendo, tanto en su versión en papel como en digital, un enlace que permite acceder a siete pódcast dramatizados que humanizan aún más si cabe la relación tan especial que se fraguó entre las dos autoras.  

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DE CORAZÓN Y ALMA(1947-1952)

Carmen Laforet y Elena Fortún

DE CORAZÓN Y ALMA(1947-1952)

Prólogos de CRISTINA CEREZALES LAFORET, SILVIA CEREZALES LAFORET y NURIA CAPDEVILA-ARGÜELLES

Selección de CRISTINA CEREZALES LAFORET

CUADERNOS DE COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL

CUADERNOS DE OBRA FUNDAMENTAL Responsable literario: Javier Expósito Lorenzo Diseño y cuidado de la edición: Armero Ediciones Conversión a libro electronico: Enredart

© Carmen Laforet, y Herederos de Carmen Laforet, 2017 © Herederos de Encarnación Aragoneses © Fundación Banco Santander, 2017 © de «Cómo llegaron hasta mí las cartas de esta correspondencia», Cristina Cerezales Laforet © de «Celia, lo que dice», Silvia Cerezales Laforet © de «Queridas, lejanas», Nuria Capdevila-Argüelles

ISBN: 978-84-16950-45-4

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

ÍNDICE

Cristina Cerezales Laforet

CÓMO LLEGARON HASTA MÍ LAS CARTAS DE ESTA CORRESPONDENCIA

Silvia Cerezales Laforet

CELIA, LO QUE DICE

Nuria Capdevila-Argüelles

QUERIDAS, LEJANAS

DE CORAZÓN Y ALMA (1947-1952)

CRISTINA CEREZALES LAFORET

CÓMO LLEGARON HASTA MÍ LAS CARTAS DE ESTA CORRESPONDENCIA

DE ELENA FORTÚN A CARMEN LAFORET

Sentí una emoción especial el día en que Loli Viudes, amiga de mi madre y amiga mía, me entregó un paquete de cartas que dirigió Elena Fortún a Carmen Laforet en los años cincuenta. Era de las pocas cosas —me explicó— que Carmen se había llevado consigo de la casa familiar después de su ruptura matrimonial. Deduje que eran muy valoradas por mi madre, porque yo sabía que el exiguo equipaje que quiso conservar para iniciar una nueva etapa en su vida estaba principalmente compuesto de piezas de valor sentimental e íntimo que fueron poco después, en su mayoría, repartidas entre sus hijos y amigos más queridos, en un afán de aligerar aún más su andadura vagabunda.

Loli Viudes fue depositaria del epistolario de Elena Fortún porque mi madre sabía que lo custodiaría con tanto amor como ella, y confiaba en su criterio para decidir sobre su destino. Loli había sido, como Carmen, lectora apasionada de los escritos de Elena Fortún en Gente Menuda, el suplemento infantil de Blanco y Negro, cuando ambas niñas tenían siete años. Cada una lo recibía en la localidad en la que vivía, una en Murcia y la otra en Canarias, y no llegaron a conocerse entre ellas hasta muchos años después. Compartían, sin embargo, un pasado común. Loli y Carmen se habían sentido identificadas con Celia, la protagonista de las historias de Elena Fortún, una niña inteligente que vivía rodeada de adultos cuyas reglas no entendía. Y ambas habían disfrutado y reído con las ocurrencias de los personajes de estos cuentos. Pero lo más sorprendente es que, tanto la una como la otra, establecieran en su interior una amistad inquebrantable con la autora, a quien consideraban la única persona adulta que compartía con ellas su visión del mundo, y que eso las hiciera contactar y hacerse amigas, ya en la edad adulta y cada una por su cuenta, de Encarnación Aragoneses (nombre verdadero de Elena Fortún), que vivía en Argentina.

Tal como refleja mi hermana Silvia Cerezales en el texto «Celia, lo que dice», que viene a continuación, esos cuentos de Elena Fortún fueron muy importantes para nosotros, los hijos de Carmen Laforet, ya que a ella le encantaba leérnoslos e introducía con ellos el sentido del humor en nuestra vida, además de la buena escritura y el placer por la lectura.

Pero las cartas que Loli Viudes me entregó me descubrían otra faceta de Encarnación Aragoneses. Son cartas que no pretenden ser literatura, pero lo son, y además, de alguna forma, trascienden lo literario. Son el vehículo para dar voz a dos personas (la de mi madre queda implícita en las respuestas de Elena) en busca del sentido de la vida y del sentimiento de lo religioso. Las cartas que escribe Elena Fortún, muchas de ellas enviadas desde el sanatorio Puig de Olena en Centellas (provincia de Barcelona), y escritas en su lecho de muerte, son de una sencillez y profundidad que, a pesar del dolor que contienen, emocionan sobre todo por su belleza.

DE CARMEN LAFORET A ELENA FORTÚN

La lectura de esas cartas despertó en mí el deseo y la curiosidad por conocer la otra parte. ¿Cómo conseguirla? Tenía una sola pista. En una carta fechada el día 29 de diciembre de 1951, Elena Fortún le indica a Carmen Laforet:

Si tardas en saber de mí trata de ponerte en comunicación con Carolina Regidor de Durán, que vive en Ponzano 18 – 6º, pues a ella llamarán si me ocurre algo […]. Cuando me muera pídele a Carolina tus cartas, que guardo todas en un sobre…

Este dato me animó a emprender la búsqueda, y Toni (mi marido) se ofreció a ayudarme, cosa que agradezco, ya que pronto la tarea quedó exclusivamente en sus manos porque mi confianza se derrumbaba frente a cada dificultad que surgía en el camino. La primera fue que el nombre de Carolina Regidor no figurara en la guía telefónica de calles (que todavía existía entonces). A mí me pareció natural, puesto que habían pasado más de cuarenta años, y supuse que esta señora habría muerto. Pero Toni no se dio por vencido. Trató de contactar con algunos vecinos a través del teléfono, pero como estos no recordaban a doña Carolina, decidió acercarse a la calle Ponzano y comunicarse directamente con la portera de la casa a través del telefonillo. La portera le dijo que la casa del sexto piso seguía perteneciendo a la señora Regidor, pero que ella vivía desde hacía algunos años en una residencia, cuyas señas desconocía. Añadió, sin embargo, que doña Carolina acudía de vez en cuando a su casa, y que regresaba a la residencia tomando un autobús en la plaza de España. Toni investigó el recorrido de los autobuses que salían de la plaza de España y anotó los pueblos cercanos a Madrid; localizó en una guía las residencias ubicadas en esos pueblos y se dedicó a llamar a los teléfonos allí indicados. Tras múltiples llamadas infructuosas, obtuvo la siguiente respuesta: «Llame dentro de un rato, porque doña Carolina no está en este momento en su habitación». Los dos estábamos muy emocionados. Parecía que la búsqueda se acercaba a su fin. Ya teníamos localizada a doña Carolina Regidor. Habíamos reunido bastante información sobre ella: era la hija del primer ilustrador de los cuentos de Elena Fortún —yo había visto las ilustraciones de Regidor en unas revistas de Gente Menuda, y me habían parecido magníficas—. Sabíamos también que Carolina había sido novia del hijo mayor de Elena, y que siempre profesó amistad y devoción a la que pudo llegar a ser su suegra. Pero toda esta información pertenecía al pasado, ¿cómo sería en el presente?, ¿conservaría la memoria? Y, de ser así, ¿conservaría aquellas cartas que un día tan lejano le había entregado su amiga Elena, y que, según nosotros suponíamos, nunca le había reclamado Carmen Laforet? A pesar de estas incógnitas, el descubrimiento había alentado nuestra esperanza de llegar a un final feliz. Pero todavía nos esperaba un largo recorrido.

Carolina Regidor resultó ser una mujer inteligente que conservaba la memoria y el sentido del humor. Toni mantuvo con ella regulares conversaciones por teléfono y fue desarrollándose una amistad entre ambos antes de conocerse en persona. Ella no quería que fuéramos a visitarla a la residencia de Colmenar, y se comprometió a buscar aquellas cartas en la próxima visita que hiciera a su casa. Toni se ofreció entonces a recogerla y a acompañarla para ayudarla en la búsqueda, pero ella declinó la oferta alegando que prefería ir sola.

El tiempo pasaba, y doña Carolina iba aplazando por diversos motivos el encuentro. Mi marido seguía llamándola de vez en cuando, conversaban de distintos temas que él me iba trasladando, y entre los tres se estableció una corriente amistosa independiente de la correspondencia que buscábamos. Hasta que un día, pasados varios meses, aceptó reunirse con nosotros en una cafetería de Madrid a la semana siguiente. Toni debía llamarla a principios de semana para acordar el encuentro. Yo tenía muchas ganas de conocerla. Tenía además la impresión de que en ella había una cierta resistencia a entregar esas cartas y quería saber el motivo. Pero el encuentro nunca tuvo lugar. Cuando el lunes Toni llamó a la residencia, según lo convenido, la recepcionista le comunicó que doña Carolina había caído el día anterior por una escalera y había fallecido.

Yo tomé ese accidente como una fatalidad, un anuncio de que esas cartas nunca llegarían a nosotros. Me dolía además la muerte de Carolina Regidor, como la pérdida de una amiga de la que ya conocía la generosidad y el carácter afable.

Volví a leer las cartas de Elena Fortún, y en ellas encontré el eco de la voz de mi madre en un momento de plenitud de su vida, y también de amor y de entrega. Me alegró entonces que Toni no se rindiera y siguiera adelante con la investigación, que reanudó localizando y poniéndose en contacto con los herederos de Carolina Regidor. Nos recibió uno de sus parientes, algo más joven que ella, quien nos prometió entregarnos las cartas si las encontraba al recoger la casa. Al cabo de un tiempo recibimos una llamada y nos citamos con este señor. Él nos entregó una caja cerrada que contenía —según nos dijo— lo que nosotros buscábamos. Le quedamos muy agradecidos y nos fuimos emocionados con la caja. Esperamos a llegar a casa para abrirla, y entonces nos encontramos con la sorpresa de que solo contenía las pertenencias de Elena Fortún recogidas en la clínica donde había muerto: unos libros, su talonario de cheques, su monedero, su libro de cuentas y alguna pequeña cosa más, pero no había ni rastro de las cartas de mi madre. Llamamos a la persona que nos había hecho la entrega para comprobar si se trataba de una confusión, y nos aseguró que esa caja era lo único que había encontrado de Elena Fortún. Sentía que las cartas no estuvieran dentro y lamentaba comunicarnos que no había nada más.

Nos pareció que habíamos llegado al final de nuestra investigación. Pero esta vez el azar hizo que la cosa no acabara aquí. Sucedió pocos días después. Una hermana de Toni, Lala, pasó por nuestra casa en una breve visita. Llevaba en las manos un libro que acababan de regalarle: Los mil sueños de Elena Fortún, de Marisol Dorao. Quiso también el azar que yo leyera ese título y que, obsesionada como estaba, le contara a Lala la historia de nuestra investigación y le pidiera que si descubría en su lectura algo sobre esa correspondencia nos lo comunicara. No tardó Lala en llamarnos. Al llegar a su casa y depositar el libro sobre una mesa, se fijó en la fotografía de cubierta, donde figuraba un escritorio con algunas pertenencias de Elena Fortún, entre ellas un sobre con el siguiente título: «Cartas de Carmen Laforet, para entregarle a ella después de mi muerte». Volvíamos a tener una pista. Llamé a la autora del libro, Marisol Dorao, que vivía en Cádiz, y ella me confirmó que tenía esas cartas. Le habían sido entregadas hacía años, entre muchas otras cosas, por Carolina Regidor, cuando ella la contactó para conseguir datos sobre Elena Fortún, cuya biografía estaba escribiendo. Me dijo que comprendía que esas cartas pertenecían a la familia de Carmen Laforet y que me las enviaría de inmediato. Celebró además que hubiéramos encontrado su libro en la segunda edición que acababa de salir, porque la primera tenía otra portada completamente diferente.

Toni y yo comentamos, emocionados, los continuos sobresaltos y las sorprendentes coincidencias que parecían conducirnos a un final feliz.

Y esta vez así fue. A los pocos días llegó un paquete enviado por Marisol Dorao con las cartas de mi madre a Elena Fortún.

Las leí con embeleso, y puedo asegurar que la segunda parte del tesoro superó mis expectativas y me enriqueció como persona y como hija. En ellas volvía a hallar, igual que en la correspondencia con Ramón J. Sender, una amistad elevadísima, nacida y alimentada por ambas partes de lo que destila de la literatura del otro. En ambos casos el encuentro personal entre los autores había sido escaso. Sin embargo, habían podido captar a través de la lectura la esencia que el autor había dejado en ella, creando en este intercambio un amor puro y libre de confusiones.

Después de esta aventura de búsqueda que había culminado felizmente, quedaron en mi mente algunas preguntas sin respuesta. ¿Recordaría Carolina Regidor que había entregado esas cartas en el pasado y, no atreviéndose a reconocerlo, fue aplazando reiteradamente el encuentro con nosotros? ¿O no lo había recordado, y las buscó sin resultado como nos iba comunicando? ¿Qué fue lo que guio el azar para que todos los obstáculos fueran sorteados y llegara a nuestras manos esta correspondencia completa?

Mi imaginación, alimentada por la conexión que todavía siento con mi madre, me hace pensar que los espíritus de Elena y Carmen, ya liberados de esta vida llena de rigideces, miedos y amenazas, están a favor de la difusión del bello mensaje que destila esta correspondencia, e incluso sospecho que el espíritu de Carolina Regidor, finalmente también liberado, podría haberse sumado a la empresa de hacernos llegar la parte del tesoro que en su momento ella custodió.

Por eso, queridos lectores, les ofrezco la posibilidad de compartir la emoción de leer unas cartas que contienen una riqueza entrañable y profunda.

C. C. L.

SILVIA CEREZALES LAFOREt

CELIA, LO QUE DICE

1957, día de Reyes. Contaba yo siete años cuando, aquella noche, tres estrellas rutilantes con gran cola de luz, «los Reyes Magos de Oriente», entraron en mi casa y se materializaron durante unos segundos para dejar los juguetes que mis hermanos y yo les habíamos pedido, amén de otros regalos sorpresa, repartidos en sillones del salón que llevaban nuestros nombres. («Transformándose en estrellas fugaces, que para eso son magos —nos explicaba mi madre cuando le preguntábamos cómo era posible que visitaran tantas casas en una sola noche—. Así es como consiguen los Reyes de Oriente que nadie se quede sin regalo».)

De aquel año, yo solo recuerdo uno de los regalos que me trajeron: el libro Celia, lo que dice.

La ilusión y la sorpresa no fueron solo por el contenido del libro, que leí con verdadera pasión y con el mismo embeleso que lo hago ahora. Pero es que ese libro y los siguientes de Celia, de Cuchifritín, de Matonkikí, etcétera, yo ya los conocía en gran parte. Solía mi madre leernos capítulos sueltos, sobre todo cuando teníamos que guardar cama a causa de las típicas enfermedades infantiles. Recuerdo lo mucho que ella disfrutaba —hasta llegar a atragantarse con la risa que le producían algunos episodios— leyéndonos las ocurrencias de aquellos niños que ya considerábamos de «la familia». «Los libros de Celia», que es como llamábamos y seguimos llamando, los hermanos, al conjunto de la serie, transportaban a mi madre a ese lugar del interior de cada uno donde la infancia permanece para siempre. Y era entonces, y por ello, cuando se producía el más profundo y verdadero encuentro con nosotros, sus hijos. Porque gracias a las trastadas de esos niños podíamos reír juntos y a mandíbula batiente, hasta saltársenos las lágrimas.

Sin embargo, aquel 6 de enero sucedió algo especial. Al encontrar encima de mi sillón la novela Celia, lo que dice desnuda de papeles y de lazos, con su portada brillando ante mis extasiados ojos, esperándome, colocada en aquel asiento tocado aquel día por la magia del Lejano Oriente, solo para mí, sentí una alegría tal que resulta difícil describir la vibrante emoción que produjo en lo más profundo de mi corazón. La satisfacción de tomar el libro entre mis manos no es fácil de entender si no se ha experimentado algo parecido. Fue un sentimiento poco corriente, hondo, especial y mágico. Era como si los Reyes me hubieran considerado —por un designio ineludible, nacido de antiguos y ocultos sortilegios— particularmente digna de la amistad de Celia, al entregarme su libro precisamente aquel día de Reyes, el mismo en que Celia decidió empezar a compartir «sus cosas» con los niños de su edad, porque, como decía la introducción al texto, «los niños son los únicos que pueden comprenderla, siendo los mayores tan grandes y tan ásperos, tan diferentes en todo a ellos, que no pueden entender nada de lo que los niños piensan o hacen».

El numero 7, número mágico por excelencia, hizo pues un gran papel en mi vida aquella noche. Y lo digo ahora, sabiendo que en todas las culturas y religiones el número 7 es considerado extraordinario porque indica el sentido de un cambio después de un ciclo consumado. (Aquel año 1957, al haber cumplido yo los siete primeros años de mi vida, se iniciaba, tanto para Celia como para mí, la llamada edad de la razón.) Y el 7, que es considerado una cifra que da suerte, fue también el día que, en el mes de enero, empezaba a leer yo el libro. Parece que, además, el 7