El peor de los males - Thomas Dormandy - E-Book

El peor de los males E-Book

Thomas Dormandy

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Beschreibung

El dolor físico ha sido a lo largo de los siglos uno de los peores males que la humanidad ha tenido que combatir. Con increíbles y apasionantes historias, y anécdotas escalofriantes, el doctor Thomas Dormandy describe experimentos absurdos, actitudes ignorantes, descubrimientos sorprendentes..., en el esfuerzo humano para controlar el dolor. Las actitudes hacia el dolor y su percepción han cambiado, como lo ha hecho también la forma de combatirlo y el conocimiento científico. Dormandy ofrece una fascinante y multicultural historia que termina con una discusión sobre los métodos actuales con sus éxitos y fracasos. También describe los diferentes métodos que se han desarrollado para combatir el dolor, como el uso del alcohol, de las plantas medicinales, de la hipnosis, de la fe religiosa, de las actitudes estoicas, de las diferentes anestesias..., en un libro que viaja desde las medicinas de la Antigüedad hasta los métodos de hoy día.

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PAPELES DEL TIEMPO

www.machadolibros.com

EL PEOR DE LOS MALES

La lucha contra el dolor a lo largo de la Historia

Thomas Dormandy

Traducción de Jaime Blasco Castiñeyra

PAPELES DEL TIEMPONúmero 19

Título original:The worst of evils: The fight against pain©Thomas Dormandy, 2006 © de la traducción, Jaime Blasco Castiñeyra© Machado Grupo de Distribución, S.L.C/ Labradores, 5 Parque Empresarial Prado del Espino 28660 Boadilla del Monte (MADRID)[email protected]

ISBN: 978-84-9114-070-2

Índice

Ilustraciones

Agradecimientos

Introducción

Primera parte.La noche de la historia

1. Un regalo de los dioses

2. La uva y la amapola

3. Raíces, cortezas, frutos y hojas

4. La negación del dolor

5. El dolor ignorado

6. Las herejías

7. Lo curativo y lo sagrado

8. Islam

9. La Era de las Catedrales

10. La exaltación del dolor

Segunda parte.El despertar de la ciencia

11. Renacimiento, redescubrimiento y Reforma

12. Ir a la guerra

13. Fundamentos

14. Sueños celestiales

15. Magnetismo animal

16. Medicina neumática

17. El gas hilarante

18. El terror al cuchillo

19. Enfermedades de hospital

Tercera parte.La cirugía sin dolor

20. A las puertas

21. Un caballero del sur

22. «Este truco yanqui»

23. En Gower Street

24. Y en otros lugares

25. Cloroformo

26. La forma de los sueños

27. Señor anestesista

28. Opiniones enfrentadas

29. El derecho al dolor

30. ¿Quién necesita anestesia?

Cuarta parte.El comienzo de la modernidad

31. La nueva fisiología

32. La nueva patología

33. El abdomen agudo

34. Medicinas antiguas, medicinas nuevas

35. La corteza del sauce

36. Cocaína

37. El dolor en la época victoriana

38. El poder del control del dolor

Quinta parte.El pasado reciente

39. Años fructíferos

40. El regalo de Santa Bárbara

41. Tic douloureux

42. Sueño crepuscular

43. Dolorismo

44. Renoir

45. Pastillas y venenos

46. La cirugía del dolor

47. El cisma

48. El mecanismo del dolor

49. Unidades del dolor

50. Hospicios

Epílogo

Bibliografía

A Howard y Margaret Chapman, con cariño

El dolor es la desdicha absoluta; El peor de los males, y cuando es Excesivo, anula la paciencia.

Milton,El Paraíso perdido,

Ilustraciones

Niña con el brazo en cabestrillo, Museo Vaticano, Roma.

Jean Antoine Watteau,L’Indifférent(c. 1717), Musée du Louvre, París (© Photo RMN).

Francisco de Goya y Lucientes,Autorretrato con el doctor Arrieta(1820), Minneapolis Institute of Art, Minneapolis.

Laooconte,Polidoro y Atenodoro de Rodas(Siglo I), Museo Vaticano, Roma.

Matthias Grünewald,Crucifixión(c. 1515), Museo Unter den Linden, Colmar.

Ferdinand Hodler,Valentine Godé-Darel im Krankerbett(1914), Kunstmuseum, Solothurn.

Ejnar Nielsen,La niña enferma(1896), Statens Museum for Kunst, Copenhague.

Honoré Daumier,Voyons… ouvrons la bouche!(1864), perteneciente a la serieLes moments difficiles de la vie.

Richard Tennant Cooper,Henry Hill Hickman Performing Experimental Surgery on an Animal Under «Suspended Animation» Induced by Carbon Dioxide c. 1826 [Henry Hill Hickman practicando un experimento quirúrgico en un animal con «animación suspendida» inducida con dióxido de carbono en torno a 1826](1912), Wellcome Library, Londres.

Gianlorenzo Bernini,La visión de Santa Teresa(1645-1652), Capilla de Cornaro, Santa Maria della Vittoria, Roma.

Pierre André Brouillet,Une leçon de Charcot à la Salpetrière(1887), Facultad de Medicina de Lyon (Bridgeman Art Library).

Jean-Francois Millet,L’Angélus(1857-1859), Musée du Louvre, París (© Photo RMN).

H. B. Hall, fotografía de una reproducción del grabado de Horace Wells, Wellcome Library, Londres.

B. W. Richardson, fotografía de John Snow, Doctor en Medicina (1856), Wellcome Library, Londres.

Magnetismo animal(c. 1845), Wellcome Library, Londres.

Southwood y Hawes,Operation under Ether Anaesthesia at the Massachusetts General Hospital [Operación bajo los efectos de la anestesia en el Massachusetts General Hospital](1847), Wellcome Library, Londres.

Sir James Young Simpson fotografiado por Bingham, Wellcome Library, Londres.

Catherine Goodman,Dame Cicely Mary Strode Saunders(2005), National Portrait Gallery, Londres.

Sir Luke Fildes,The Visit [La visita](c. 1891), Tate Gallery, Londres, (© Tate 2005).

Agradecimientos

Sin Elisabeth este libro no existiría. A ella le debo la vida.

Michael Dormandy me ha guiado por los caminos poco frecuentados de la Antigüedad y de la Iglesia primitiva. Gracias a él, este estudio ha sido una experiencia deliciosa.

Llevo tantas décadas pensando en este libro que ya ni recuerdo cuando se me ocurrió la idea de escribirlo. Durante todo este tiempo han sido muchos los amigos con los que he intercambiado opiniones sobre el tema que muchas veces han sido una gran ayuda. Son demasiado numerosos para nombrarlos uno a uno. Sin embargo, debo mencionar a Miklos Ghyczy, que me envió algunos artículos importantísimos en los que, de no ser por él, jamás habría reparado, y a Ian Douglas-Wilson, un interlocutor paciente y un viejo amigo cuyas críticas constructivas le agradezco. El doctor A. J. Tookman me ha proporcionado una información valiosísima en relación con los cuidados paliativos.

En este mundo en el que todo cambia tan deprisa, la cortesía y la eficacia de los trabajadores de las bibliotecas de la Royal Society of Medicine y del Wellcome Institute han sido un estupendo contraste. No habría podido escribir este libro sin su ayuda.

Ha sido un auténtico placer trabajar con Heather McCallum, una magnífica editora, y con todo el equipo de la sección londinense de Yale University Press. Me gustaría dar las gracias en especial a Michael Tully y a Candida Brazil. La edición crítica de Beth Humphries ha sido sobresaliente. Le estoy muy agradecido.

Introducción

En plena batalla de Eylau, el cirujano Dominique Larrey está intentando operar a un coronel de la guardia imperial que ha sido herido en un pie1. Como suele suceder tantas veces en el ingrato oficio de la cirugía de campaña, da la sensación de que se avecina una catástrofe. Larrey ha aprendido hace tiempo a abstraerse del estruendo de los cañones, del alboroto del combate y del temblor de la tierra producido por el galope de la caballería. Pero ahora se enfrenta a un problema mucho más grave: como su paciente siente tanto dolor, se convulsiona sin cesar, y Larrey es incapaz de inmovilizarle la pierna. Desesperado, el cirujano le propina un puñetazo al coronel y éste se desmaya. Cuando vuelve en sí, el oficial farfulla indignado: «Monsieur, es usted un cobarde. Ha aprovechado que me encontraba temporalmente indispuesto». «Coronel, le ruego que me disculpe», contesta Larrey. «Tenía que sacarle esa bala para salvarle la vida y la única manera de mantenerle distraído era golpearle. La operación ha terminado. Aquí tiene la bala. Estreche mi mano». Así se desarrollaron, más o menos, los hechos. Sea cierta o no, esta historia contiene un mensaje que sí que lo es: golpear a los pacientes hasta dejarlos inconscientes es uno de los métodos de anestesia más antiguos que existen. Los sacerdotes del Antiguo Egipto ya lo conocían, y en la China del siglo XII se empleaba para dejar sin conocimiento, antes de operarlos, a los jóvenes mandarines que iban a servir en la corte del emperador como eunucos. Según las crónicas de algunos viajeros, en la Etiopía del siglo XX todavía se utilizaba esta técnica. Se trata de uno de los múltiples y asombrosos métodos que el hombre ha utilizado a lo largo de la historia para vencer al dolor.

Por supuesto que el dolor es mucho más antiguo que el hombre. Puede que, como decía Descartes, los animales no tengan alma, pero es innegable que reaccionan ante el dolor. El tigre de dientes de sable ya se lamía las heridas, y seguramente los cavernícolas hacían lo mismo. San Francisco de Asís era todavía más radical. Siempre que podía evitaba pisar las plantas o tronchar las ramas de los árboles, pues aseguraba que incluso estos seres vivos podían sentir dolor. Prefería cojear a utilizar un bastón. Cinco siglos después, Goethe recogería esta misma idea en una cancioncilla simpática y ligeramente subida de tono que Schubert convertiría en unLiedinmortal2. ¿Caprichos de la poesía? Quizá.

Hoy en día existen muchísimos medicamentos, pero mucho antes de que aparecieran las substancias químicas se utilizaban métodos físicos o psicológicos que, al menos en parte, funcionaban. En todos los ritos iniciáticos de las sociedades primitivas se infligía dolor, y en aquellos lugares donde estas ceremonias persisten, aunque sea de forma simbólica, se sigue infligiendo. Uno de los requisitos primordiales de este tipo de rituales es que hay que soportarlos sin inmutarse. ¿Hay que soportarlos además sin sentir dolor? ¿Sentían dolor los mártires que suplicaban a sus atormentadores que les infligieran torturas más duras? ¿Lo sintió Cristo?3Se trata de una de las preguntas más acuciantes de la historia del dolor, una pregunta que se debe contestar desde el ámbito de la fe, pero también desde el de la fisiología.

Tradicionalmente, los ritos iniciáticos son ceremonias típicamente masculinas, tanto desde el punto de vista del que inflige el dolor como del que lo padece. El equivalente femenino que más se acerca a este tipo de rituales es el dolor del parto. Al contrario de lo que sucede con los rituales masculinos, en la mayoría de las sociedades no se exigía que este sufrimiento se soportara sin quejarse, aunque es cierto que determinadas circunstancias pueden hacer que incluso los dolores del parto desaparezcan. Cuando Herácles le pidió perdón a su madre, la ninfa Alcmena, por las molestias que le había ocasionado durante el parto –con lo fornido que era ya al nacer debía de haber sido un verdadero tormento para ella traerlo al mundo– ésta le aseguró que había sido una experiencia de lo más placentera, a pesar de que Zeus, su padre, juraba que no era cierto. Sin duda la felicidad puede aliviar el dolor.

Los métodos estrictamente físicos, como la presión de determinados nervios sensoriales, ya formaban parte del quehacer de los médicos en el Antiguo Egipto, y se han venido usando de manera intermitente desde entonces. En 1902, el cirujano del University College Hospital de Londres sir Victor Horseley, observó que muchas parejas jóvenes acudían a su consulta los lunes por la mañana con pérdidas de sensibilidad en las manos y con una parálisis del nervio radial. Horseley les diagnosticaba, acertadamente, una sobrecarga en el plexo braquial debida al entrecruzamiento, en la extremidad superior, de los nervios sensoriales con los motores, que se montaban en la axila. Recordando probablemente sus propias escapadas nocturnas de juventud, Horseley imaginaba además que semejante presión en una zona del cuerpo que solía estar tan protegida sólo podía deberse a la barra del respaldo de un banco del parque. Las parejas se sentaban al anochecer en estos asientos, concebidos para el descanso de unos usuarios de una edad algo más avanzada, unidas en un prolongado abrazo. Por suerte esta enfermedad a la que Horseley denominaba «parálisis del sábado noche», y que fue rebautizada con el nombre de «neuropraxia», era casi siempre transitoria. Además, en 1902 ya existían métodos más sencillos para anestesiar una mano.

Se acababa de descubrir una gran variedad de analgésicos químicos. Aunque figuraban entre los adelantos más cacareados de la nueva era científica, en realidad, algunos de ellos no eran más que derivados de analgésicos mucho más antiguos. Las propiedades milagrosas del látex de las semillas maduras de la amapola se conocían antes incluso de que se inventara la escritura. Dioscórides ya estaba familiarizado con las cualidades analgésicas de la corteza del sauce –osalix– dos mil años antes de que el ácido acetilsalicílico, la famosa aspirina, se convirtiera en el medicamento patentado más comercial de la historia4.

El propósito de estos saltos en el tiempo de varios siglos que acabo de hacer no es acostumbrar al lector a una determinada manera de proceder, sino que se trata del preámbulo de una disculpa. Las fechas y la cronología no suelen ser demasiado fascinantes, pero es innegable que contribuyen a hacer que la historia resulte más comprensible. Una de las dificultades implícitas en cualquier crónica de la lucha del hombre contra el dolor es que se trata de un tema que carece de un marco cronológico claramente delimitado. En la historia política, en la militar, en la económica o en la cultural, los acontecimientos se suceden de forma consecutiva. Pero no existe continuidad alguna entre las pociones mágicas de los dioses homéricos, la cirugía del Renacimiento y las técnicas modernas que se utilizan hoy en día en los quirófanos. La aparición, a mediados del siglo XIX, del óxido nitroso, del éter y del cloroformo no fue la culminación de un proceso gradual cuyo origen se remontara a los tiempos de la Biblia, sino que fue, más bien, por inverosímil que parezca, un punto de partida. Y ni siquiera esta afirmación es totalmente cierta. El Oráculo de Delfos ya conocía los gases anestésicos. EnLas 1001 nochesaparecen incontables vapores, olores, perfumes y filtros capaces de dormir a la gente, de volverla loca, idiota, sabia, apasionada, cobarde o temeraria. La anestesia reversible no era nada nuevo para el Fray Lorenzo de Shakespeare5. Tanto la autohipnosis como la hipnosis en general también aparecen y desaparecen de manera impredecible a lo largo de la historia bajo disfraces más o menos estrafalarios.

En el verano de 1904, la gran duquesa Xenia Alexandrovna visitó la famosa Grotta del Cane, cerca de Nápoles. Como le resultó más sencillo caminar por este lugar que por Pompeya, y como olía bastante mejor que en Capri, la duquesa tuvo la generosidad de dedicarle una entrada en su raquítico diario. Aunque esta cueva venía atrayendo gran cantidad de visitantes desde el Renacimiento, nadie sabía a ciencia cierta cual era su secreto. Lo que sucedía en este lugar era que, como el dióxido de carbono es más pesado que el aire, tiende a acumularse en el fondo de ciertas cavidades que presentan una forma determinada. Los animales salvajes que caían en estas cavidades perdían el conocimiento inmediatamente y caían en un profundo sueño. Cuando los metían en una jaula y los sacaban al exterior, normalmente despertaban. Los visitantes cuyas cabezas se mantenían por encima del nivel de dióxido de carbono podían caminar por la cueva tranquilamente y hasta podían tocar con los pies a los animales que se quedaban dormidos en el suelo. Pero nadie se agachaba a acariciarlos, como hizo la condesa Tolstoy, una de las damas de compañía de la gran duquesa, que comprobó que no sabía tanto italiano como para comprender la expresión «è pericoloso» cuando se desplomó sin conocimiento al lado de un perro. Sin embargo, los sorprendentes efectos anestésicos de determinados gases se conocían desde los tiempos de la Biblia. Plinio el Viejo, un escéptico aristócrata romano, contaba que el olor de la piel quemada de la hembra de cocodrilo embarazada hacía que los pacientes se mostraran insensibles al cuchillo. Este descubrimiento cayó en el olvido hasta que Henry Hill Hickman volvió a prestar atención a este fenómeno a principios del siglo XIX6. Al igual que los intentos de muchos otros filántropos soñadores éste también fracasó.

El avance más significativo se produjo en el lugar menos previsible. Casi nadie en Inglaterra –y, desde luego, absolutamente nadie en el resto de Europa– habría podido prever que la supresión del dolor en la cirugía, una solución tan simple y segura, uno de los momentos álgidos de la civilización occidental, se lograría en un continente poblado por colonos, esclavos analfabetos y tribus de «buenos salvajes» que a pesar de su «bondad» eran bastante ariscos. Nadie podía esperar tampoco, a ninguno de los dos lados del Atlántico, que los responsables de este descubrimiento serían unos codiciosos aventureros de mala fama. Y es que, al parecer, la anestesia suele ejercer un efecto extraño hasta en sus defensores más acérrimos, pues no se puede decir que sir James Young Simpson, el descubridor de las propiedades adormecedoras del cloroformo, se comportara de manera ejemplar cuando escribió el primer artículo que apareció en laEncyclopedia Británicasobre la anestesia sin siquiera mencionar a su rival más directo, el éter, una actitud que recordaba a las polémicas sin cuartel que había mantenido Paracelso con sus contemporáneos.

El problema que se deriva de esta serie de altibajos se agrava por el hecho de que no sólo la manera de aliviar el dolor, sino el propio dolor, varía dependiendo de la época. O, por lo menos, varía la forma en que éste se percibe. La cirugía anterior a la invención de la anestesia sólo se puede concebir si se presupone que existía una percepción distinta de la que se tiene hoy en día de lo que se puede soportar y de lo que no. Y, aunque este tipo de afirmaciones siempre vienen acompañadas de una sonrisa de satisfacción, la actitud que se tiene hoy en día con respecto a algunas «enfermedades silenciosas» –los dolores de espalda crónicos son sólo un ejemplo de este tipo de molestias– que afectan a muchísimas más personas que en épocas anteriores, quizá pueda parecer igual de incomprensible. Todas estas razones impiden un relato cronológico. Como este libro aspira a ser una historia del dolor, y para los historiadores las fechas son imprescindibles, nos esforzaremos por establecer cierto orden en la narración, pero las irregularidades, los baches, los retrocesos y las digresiones serán inevitables.

Puede que no tenga mucho sentido explicar a los lectores de qué trata el libro que tienen entre sus manos, puesto que están a punto de averiguarlo. Sin embargo resulta muy útil decir de lo que no trata. En este libro se han establecido ciertas restricciones que es necesario reseñar.

Tanto el dolor como las formas de intentar vencerlo están muy arraigados en la civilización y en la cultura. Además, forman parte de las experiencias personales de casi todos los seres humanos. Hay muchos estudiosos europeos y americanos que han dedicado sus vidas al estudio de la sabiduría popular en China, en la India, en la América precolombina y en otros lugares fuera de Europa, y que, por tanto, están en condiciones de escribir sobre estos temas con total autoridad. El que escribe estas líneas no es uno de ellos. No cabe duda de que otras tradiciones culturales han influido en lo que se conoce por convención –una convención absurda– como «el mundo occidental»: el yoga, el empleo de la cocaína, y muchas de las prácticas características de la medicina islámica son algunos ejemplos de una influencia que se analizará o que al menos se mencionará a lo largo del libro. Pero, más por necesidad que por elección, este libro estudia la lucha contra el dolor físico tal y como los hombres y las mujeres occidentales lo han percibido, temido, soportado, aliviado y, en algunas ocasiones, exaltado durante miles de años.

Notas al pie

1Fue el 6 de febrero de 1807. La batalla de Eylau fue una de las victorias más costosas de Napoleón contra los ejércitos ruso y prusiano. Larrey, aunque todavía no había sido nombrado barón, ya era una figura legendaria. Esta escena se describe en susMémoires(véase bibliografía).

2En la tercera estrofa deHeidenröslein: «Und der wilde Knabe brach’s/ Röslein auf der Heiden,/ Röslein wehrte sich und stach/ Half ihn doch kein Weh und Ach,/ Musst es eben leiden,/ Röslein, röslein, röslein rot,/ Röslein auf der Heiden.»

3De acuerdo con el evangelio de San Pedro, no lo sintió. Véase capítulo 4.

4Aclamado como el primer tratamiento eficaz contra el reuma, se acabó convirtiendo en un medicamento emblemático durante la era del jazz, y se hizo todavía más famoso en los años ochenta del siglo XX por su eficacia a la hora de prevenir la trombosis coronaria. Véase capítulo 45.

5VéaseRomeo y Julietay capítulo 10.

6Véase capítulo 20.

PRIMERA PARTELa noche de la historia

Capítulo 1Un regalo de los dioses

Antiguamente, el sueño, el placer, la esperanza, la felicidad y el alivio del dolor físico venían en el mismo lote: eran una bendición que los dioses del Olimpo –o de donde fuera– se dignaban a conceder de vez en cuando a los mortales. Ningún hombre prehistórico habría podido comprender que una parte de este botín se pudiera separar del resto. Los más sofisticados curanderos de las primeras civilizaciones se habrían sentido desconcertados ante esta idea. El médico persa Abu Ali al-Hussayn ibn ’Abdallah ibn Sina, venerado en la Europa cristiana, donde se le conocía como Avicena, sostenía que toda pócima tenía una triple finalidad. En primer lugar, tenía que aliviar el dolor. Además, debía sosegar el alma y, por último, debía inducir un sueño reparador1. Estas tres funciones estaban indisociablemente unidas. Separarlas era inconcebible. En esta afirmación se resumía toda la sabiduría de los siglos anteriores2. Hipócrates ya había enumerado esta triple finalidad3y, poco después, el médico chino Hua T’o, infinitamente más sabio y venerable, había hecho lo mismo4. Sin embargo, hoy en día, las cosas se perciben de manera bien distinta.

Sin duda el dolor físico se asocia todavía con el insomnio, la angustia, la pena, la preocupación y algunos otros estados de ánimo. En la actualidad este tipo de relaciones se estudian a fondo en las universidades y se han escrito un sinfín de pesados volúmenes al respecto, pero lo esencial se sabe desde siempre. El miedo es capaz de transformar una preocupación en una tortura. Las molestias que se soportan con dignidad durante el día se convierten en dolores agudos por las noches. Y lo mismo sucede al contrario: las buenas noticias pueden aliviar hasta una grave indigestión. Sin embargo, desde mediados del siglo XIX existe cierta tendencia a separar el dolor físico de la angustia. La razón –o, por lo menos, la explicación– de esta actitud es que la supresión de los dolores agudos en las operaciones quirúrgicas ha sido uno de los mayores triunfos de los últimos 150 años, mientras que los avances en el tratamiento de los estados mentales como la tristeza, el miedo o la angustia, si bien han sido significativos, son mucho menos espectaculares. Para algunas personas, por tanto, hoy en día esta separación tiene sentido. Pero para Homero y algunos otros cronistas de las civilizaciones antiguas no lo tenía5.

Cuando Telémaco, el hijo de Ulises, llegó a Esparta se encontró con que la gente que se había reunido en el palacio del rey Menelao estaba desanimada por el recuerdo de los hijos, los padres, los hermanos y los amigos que habían perdido tras los muros de Troya. Muchos de ellos todavía padecían las secuelas de sus heridas de guerra. Helena, la hermosa hija de Zeus, deseosa de ayudar, echó en el vino de los invitados una droga llamada «nepente» que le había regalado Polidamna, la esposa de Ton. El dolor y la pena desaparecieron al momento, y los invitados no volvieron a derramar una sola lágrima en todo el día. Ni siquiera aquellos a los que «les habían matado ante sus ojos con el bronce a su hermano o a su hijo».

¿Qué droga era ésa capaz no sólo de disipar en el acto el dolor sino de calmar además el ánimo y transmitir a los que la bebían una alegría un poco tonta pero realmente intensa? Se han hecho todo tipo de conjeturas acerca de la identidad de esta droga, pero no se ha llegado a ninguna conclusión satisfactoria6. Casi mil años después de Homero, Plinio especulaba con la posibilidad de que el principio activo de esta droga se encontrara en la encantadora conversación de Helena o en su atractivo físico más que en el brebaje que había preparado7. Los romanos de su época eran unos escépticos incorregibles. Sin embargo, en la Roma antigua existía un remedio llamado «helenio» cuyo origen se atribuía a las lágrimas de Helena que, en la época de Plinio, todavía se elaboraba en la isla griega homónima y que tenía un precio muy elevado debido a sus propiedades curativas. Según Plinio, sus efectos eran similares a los del nepente elogiado por Homero: si se tomaba se olvidaban todas las penas. Por desgracia, la naturaleza exacta de esta planta y la composición de las preciadas lágrimas de Helena siguen siendo un misterio8.

El mismo misterio rodea también a otros muchos bálsamos cuyos efectos han sido ensalzados por poetas, filósofos y dramaturgos. ¿Qué eran en realidad los polvos mágicos que, según relata Píndaro en sus embelesadores versos yámbicos, regaló el centauro Quirón a su hijo adoptivo Asclepio?9¿De qué estaba compuesto el ungüento que Patroclo puso en la herida de su amigo Euripilo, elaborado con una raíz que «aplacó los dolores y secó la herida de modo que no volvió a manar más sangre»?10¿En qué consistía el nepente que Afrodita le entregó a su hijo Eneas?¿Qué extraordinario componente de la fruta del loto, dulce como la miel, era aquel que hacía que los que lo bebían olvidaran «su patria, sus preocupaciones, estuvieran tan felices de quedarse allí e hicieran caso omiso de las malas noticias»?11

En las tragedias griegas se describen de manera pormenorizada los distintos dolores que padecen sus héroes y heroínas. La pobre Deyanira, angustiada por las presuntas veleidades de su marido Heracles, le envió una túnica que ella misma había remojado en un líquido que esperaba que le ayudara a recuperar su cariño. Pero en la túnica también había restos de la sangre envenenada de Neso, una de las víctimas de Heracles. Cuando éste se la puso, el tejido emponzoñado le quemó literalmente la piel. Se cumplía así la venganza de Neso. Las quemaduras de consideración se cuentan entre las heridas más dolorosas que existen. La descripción que hizo Sófocles de este episodio es inolvidable, el grito más prolongado de la historia de la literatura. En otro lugar, el mismo autor alude a «unas hierbas con las que aplaco mi herida hasta calmarla muchísimo»12. Por des gracia, ni Sófocles ni los demás trágicos que escribieron en esta época explican, aunque sea por encima, cuáles eran estas hierbas de eficacia contrastada. Esto no quiere decir que no existieran. Las tragedias de Sófocles no eran manuales de medicina. Probablemente sus lectores sabían perfectamente a qué hierbas se refería.

Virgilio continuó con la costumbre homérica de dar por supuestas determinadas cosas ahorrándose los detalles pedantes. Después de atravesar la laguna Estigia en la enclenque barca de Caronte, Eneas consigue llegar al infierno acompañado por la Sibila de Cumas. Inmediatamente se les aparece el espantoso Cerbero, un perro de tres cabezas que custodia el Hades. Pero, para ellos, esto no representa problema alguno.

La Sibila, advirtiendo que se erizan las serpientes de su cuello, le arroja una torta amasada con miel y adormideras. Hambrienta, la bestia abrió las fauces de sus tres cabezas y la cogió al vuelo. Después se dejó caer enseguida, llenando con su enorme mole toda la cueva13.

Parece ser que los efectos del veneno que ingirió Cerbero no eran irreversibles. Le anestesiaron de la misma manera que se anestesia a los pacientes que van a ser operados de una hernia. ¿Qué droga llevaba esa torta?

Esta sabiduría popular no era exclusiva de la cultura grecolatina. De hecho la de los griegos era heredada. En 1874, el eminente egiptólogo alemán Georg Moritz Ebers descubrió un papiro del año 1500 a. C. cuando se encontraba curioseando en las tumbas reales de Tebas. Al menos así afirmaba Ebers que lo había conseguido aunque, en realidad, lo más probable es que se lo comprara a Edwin Smith, un anticuario americano que traficaba con objetos procedentes de tumbas saqueadas. Con sus imponentes veinte metros de longitud, este papiro es quizá el documento médico más antiguo que se conserva14. En él se describen más de 150 enfermedades que afectan a la piel, a los ojos, al abdomen, al pecho, a la cabeza y a las extremidades, así como una gran variedad de lesiones, malformaciones congénitas e incluso una serie de dolencias menos importantes entre las que se incluye la pérdida del cabello. Para tratar estas enfermedades se prescriben cantos, conjuros, hechizos y oraciones dedicadas a Ra, el dios sol, que se representa con cabeza de halcón; a Tot, el dios de la sabiduría, con cabeza de ibis; a Horus, el dios de la salud, y a otras muchos dioses menores. Pero también se enumeran más de 800 remedios de origen animal, vegetal y mineral. Algunos de ellos son de una enorme complejidad y puede que a los observadores actuales les parezcan, cuando menos, ligeramente exóticos: para despertar el impulso sexual, por ejemplo, se recomienda cierto brebaje elaborado con testículos de onagro, y para curar la ceguera nocturna se aconseja una mezcla de grasa de hipopótamo, de león, de cocodrilo, de ganso, de serpiente y de cabra montés15. Los medicamentos se recetan en forma de píldoras, ungüentos, cataplasmas, polvos, inhalaciones, gárgaras, supositorios, e incluso algunos se introducen en la uretra con ayuda de un catéter. Muchos de ellos se atribuyen a determinados dioses.

Tanto en Egipto como en muchos otros lugares, el alivio del dolor era una de las mayores preocupaciones. En el siglo V, Heródoto aseguraba que en Egipto existía «un médico para cada tipo enfermedad»16. El papiro Ebers parece indicar que había doctores especializados en curar determinados dolores. En este documento también se menciona a algunos sanadores que habían adquirido cierto renombre, como Iri, el «Conservador del Recto Real», un personaje que seguramente se encargaba de los enemas del faraón. Los lavados de colon, que se atribuían a Tot, el dios con cabeza de ibis, eran una práctica muy extendida tanto en Egipto como en Mesopotamia para calmar los dolores abdominales. Otro de los curanderos célebres que aparecen en el papiro Ebers era el bendito Imhotep, «el que llega en son de paz», el visir del faraón Zoser, que vivió en el siglo XXVII a. C., una figura cuya fama era comparable a la del griego Asclepio. A Imhotep se le atribuía un remedio muy eficaz para curar a las personas heridas en la batalla. Se trataba de cierto vapor obtenido de la combustión de los frutos de dos plantas diferentes. Desgraciadamente, estas plantas son imposibles de identificar, aunque en el papiro aparecen dibujadas con sus enormes bayas.

Se conservan crónicas de otras civilizaciones en las que también se mencionan pócimas de efectos analgésicos similares a los que acabamos de describir –los filtros amorosos por el contrario son en su mayoría un recurso operístico surgido en el siglo XIX–. En su descripción del nacimiento de Rostam, el Heracles persa, Abu’l Kasim Mansur –o Hassan–, que escribió su epopeya con el nombre de Ferdousí, menciona las buenas relaciones que Zal, el médico que atendió en el parto a la princesa Rudabeh, la madre de Rostam, mantenía con el grifo que le había criado. Al separarse, el grifo le había entregado algunas de sus plumas y le había explicado cómo utilizarlas: si se encontraba en un aprieto debía quemarlas. A Zal le pareció que un parto tan dificultoso como el del enorme Rostam era una emergencia digna de una de las plumas del grifo. Nada más quemarla se le apareció una nodriza que le enseñó a preparar una bebida embriagadora para que la princesa se durmiera y no sintiera el dolor. Acto seguido, Zal sacó al descomunal crío practicándole a la princesa una incisión en el costado, suturó la herida y la vendó. La dama recuperó de inmediato su salud y su belleza. Las cesáreas se llevaban practicando desde hacía miles de años, pero siempre en cadáveres o en mujeres moribundas. Hasta al menos mil años después del relato de Ferdousí, no existe ningún documento que atestigüe de forma fidedigna que una mujer sobreviviera a ese tipo de operación17.

En la China de la dinastía Han (202 a. C.-220 d. C.), el mito se confunde con la historia de la medicina. Hua T’o vivió al final de este periodo. Hasta entonces, de acuerdo con el confucianismo, que afirmaba que el cuerpo humano era un lugar sacrosanto, la cirugía estuvo prohibida. Pero Hua T’o, además de su extraordinaria destreza, debía de ser un hombre bastante melifluo, pues consiguió vencer la prohibición y se dedicó a operar para intentar curar una gran variedad de enfermedades. Se dice que llegó un momento en que no había ninguna parte del cuerpo humano que hubiera escapado a su cuchillo. Si pudo realizar todas esas operaciones no fue únicamente gracias a su dominio de la técnica y a su conocimiento de la anatomía humana: disponía de ciertos polvos efervescentes que, disueltos en vino, hacían que sus pacientes permanecieran insensibles al dolor durante varias horas. Con ayuda de este anestésico abría las cavidades abdominales, extraía riñones enfermos, amputaba extremidades, suturaba heridas y curaba fracturas. Sus seguidores levantaron muchos templos en su honor pero, a pesar de todas las conjeturas al respecto, se llevó a la tumba el secreto de sus polvos18.

Los regalos de los dioses no siempre llegan en forma de polvos, píldoras y pócimas. La acupuntura también se sistematizó por primera vez bajo el reinado de la dinastía Han. Se trataba de una variante práctica de la filosofía de Lao Tse19. Según la doctrina taoísta existe una fuerza vital, una energía,qi, que fluye a través de los órganos del cuerpo. Los puntos de la acupuntura estaban –y están– situados a lo largo de catorce líneas o meridianos invisibles. Cada punto controla un órgano o una función determinado. Como toda enfermedad es el resultado de un desequilibrio en el flujo deqi, éste se puede corregir insertando agujas, girándolas y haciéndolas vibrar de la manera adecuada en los puntos correspondientes. El catálogo más antiguo que existe de los puntos de la acupuntura aparece en un capítulo llamado «Ling shu» que pertenece alCanon interior, un texto de inspiración divina, escrito en torno al año 100 a. C., que constituye una de las obras más importantes de la medicina clásica china20. En el siglo II ya había más de 360 puntos, y su número siguió incrementándose. Aunque la acupuntura es una técnica integral dirigida a todas las enfermedades físicas, fue su eficacia a la hora de combatir el dolor la que cautivó la imaginación occidental a finales del siglo XIX y, por esta misma razón, hoy en día mucha gente le sigue rindiendo culto21.

La medicina de la India antigua es un campo vastísimo y laberíntico cuyas crónicas fueron redactadas en muchas lenguas distintas. Lo que parece seguro es que esta disciplina cristalizó alrededor del siglo VI a. C. en torno a las figuras de Sushruta y Charaka. Se dice que aquél había aprendido el arte de la curación de Dhanwantari, el Asclepio indio, y que administraba medicamentos que tenían propiedades anestésicas en forma de ciertas inhalaciones conocidas con el nombre genérico dedhuma. De hecho se dedicaba, entre otras hazañas, a cortar nervios para aplacar las neuralgias y a curar desgarros intestinales sin infligir dolor alguno a sus pacientes, lo que parece indicar que la substancia que les administraba era bastante potente22. Pero Sushruta no fue el primero en utilizar inhalaciones: se dice que el médico Jiwaka le había administrado un laxante al mismísimo Buda por este procedimiento, disimulándolo con el aroma del loto. Tanto Sushruta como Charaka prevenían a sus lectores contra los halagos y la codicia de los médicos no especializados, lo que demuestra que la medicina ha tenido desde sus orígenes cierto carácter corporativista.

Fuera de Asia, un recorrido en busca de las raíces mitológicas de la lucha contra el dolor podría llevarnos a Perú, a México, a Australia, a la África prehistórica o al difuso universo de la cultura celta23. Pero los mitos tienden a agotarse pues, aunque existen variaciones tanto formales como locales, siguen una pauta común. La anestesia reversible es uno de los motivos recurrentes de la mayoría de las mitologías primitivas. De la misma manera que sigue sucediendo hoy en día, la reputación de la medicina tribal solía depender de la habilidad para utilizar los regalos de los dioses.

Notas al pie

1Véase capítulo 8.

2La mayoría de los grandes médicos de la Antigüedad cuyos nombres se han conservado eran probablemente grandes recopiladores de conocimientos ya consolidados –autores de manuales, en el lenguaje actual– más que innovadores.

3Se sabe muy poco acerca de Hipócrates –su nombre significa «conductor de caballos»– excepto que ejerció en la isla griega de Cos durante el siglo V a. C., y que fue muy célebre en vida. Los escritos hipocráticos, entre los que se encuentra el famoso juramento, son textos antiguos de diversa procedencia recopilados algunos siglos después.

4Véase p. 30, n. 18.

5Salvando las distancias con Homero, para el autor de este libro tampoco lo tiene (Véanse capítulos 48, 49 y 50).

6La palabraNephente(νηπενδής) significa «privado de pena», más que de dolor. Algunos estudiosos clásicos sostienen que se trataba de cannabis. Pero el nepente de Helena tenía unos efectos más parecidos a los del opio. Jean Cocteau, todo un experto en su uso, estaba convencido de que se trataba de opio. Existe un derivado del opio con este nombre que todavía figuraba en las farmacopeas y en los formularios oficiales a mediados del siglo XX y que se recetaba de manera rutinaria como un sedante hasta los años cincuenta.

7Salvo que se afirme lo contrario, el Plinio al que haré referencia en este libro será el Viejo, no su sobrino, conocido como Plinio el Joven. Aquel fue un soldado y administrador, de una cultura vastísima, que vivió en tiempos de los emperadores Vespasiano y Tito, en el siglo I, y que escribió sobre una gran variedad de temas. Desgraciadamente, la única obra que nos ha llegado es suHistoria natural, un tratado de alcance enciclopédico en el que se habla –de manera lacónica y, en algunas ocasiones, algo críptica– de arte, ciencia, instituciones políticas e inventos humanos. Su insaciable curiosidad hizo que se quedara en Pompeya durante la erupción del Vesuvio en el año 79, donde murió asfixiado a los cincuenta y seis años.

8Puede que se tratara del helenio o árnica, una planta vivaz que todavía tiñe de un precioso amarillo los jardines ingleses durante el otoño, pero que ya no se cultiva por sus propiedades medicinales. El episodio de las lágrimas de Helena aparece en el libro IV de laOdiseade Homero: «Entonces Helena, nacida de Zeus… echó en el vino del que bebían, una droga para disipar el dolor y aplacadora de la cólera que hacía echar a olvido todos los males. Quien la tomara después de mezclarla en la crátera, no derramaría lágrimas durante un día, ni aunque hubieran muerto su padre y su madre o mataran ante sus ojos con el bronce a su hermano o a su hijo», Homero,Odisea, IV, 219 [traducción al castellano de Javier Calvo,Odisea, Cátedra, Madrid, 1990].

9En susPíticas, (III, 5) Píndaro describe a Asclepio como «maestro del alivio que el cuerpo fortelece».

10Homero,Iliada, XI, 847.

11El alcaloide que se encuentra en mayor cantidad tanto en el loto azul como en el blanco, el componente más característico de estas plantas (laNymphaea caeruleumy laNymphacea ample) es la apomorfina, un potente emético, es decir, un agente que induce al vómito. Su poderoso efecto psicogénico no se ha tenido en cuenta hasta hace unos diez años. La Food and Drug Administration de los Estados Unidos la reconoce como un estupendo correctivo de las disfunciones eréctiles. Esto explicaría por qué la flor de loto es un motivo que aparece de manera recurrente en vasijas y en murales de las civilizaciones egipcia, maya y griega, así como en las obras de Homero. (Véase E. Bertolet al.,Journal of the Royal Society of Medicine, 2004 (97) p. 58.)

12Sófocles,Filoctetes, Traducción de Antonio Guzmán Guerra, Alianza, Madrid, 2001, p. 103, verso 650.

13Virgilio,Eneida, Libro VI.

14Ebers no sólo aseguraba haber descubierto el papiro sino que se jactaba además de haberlo descifrado. Cuando abandonó su catedra de Jena por motivos de salud se dedicó a escribir emocionantes novelas históricas para jóvenes que se desarrollaban en el Antiguo Egipto. Murió en 1893 a los sesenta y cinco años.

15Puede que este preparado fuera eficaz, pues tenía gran cantidad de vitamina A.

16Heródoto, el padre de la historia, sigue siendo una fuente muy valiosa a la hora de estudiar las tradiciones médicas de Grecia, pero también las de Egipto y Mesopotamia.

17Según la tradición Julio César nació por este procedimiento. De hecho su nombre procede de la palabracaesum(decaedo, cortar) que Plinio utilizaba para designar los partos en los que se rajaba el vientre de la mujer. Sin embargo Aurelia, su madre, todavía vivía cuando César era joven. Hasta 1.600 años después no se volvería a producir un desenlace tan afortunado. (LaLex Regia, la ley promulgada por Numa, el segundo rey de Roma, alrededor del año 500 a. C., permitía practicar esta operación a mujeres muertas: «si mater pregnans mortua sit, fructus quam primum caute extrahatur»). En el año 1500, Jacob Niefer, un castrador de cerdos alemán, aseguraba haber practicado la cesárea a su propia esposa, pero su caso no se dio a conocer hasta 1586. Se mencionaba en un apéndice a un tratado obstétrico escrito por François Rousset de Montpellier. Puede que Eduardo VI naciera por cesárea, pero cuando lo hizo, Jane Seymour estaba muerta o agonizando. Rousset elaboró una lista con dieciséis casos en los que la madre había sobrevivido, pero todos menos dos estaban basados en rumores. Algunos eran verdaderamente inverosímiles. Parece ser que el primero que utilizó la palabra «cesárea» [Cesarean Section] en la lengua inglesa fue John Crooke, en suBody of Man, de 1615. En francés, el primero fue Théophile Reynaud, en París, en 1637. Fue James Knowles quien recogió por primera vez –en Birmingham en 1836– un caso bien documentado de una mujer que había sobrevivido junto con su hijo a una cesárea, pero esta operación no fue segura hasta que se empezaron a usar la anestesia y la antisepsia a mediados del siglo XIX.

18Además de su destreza como cirujano, Hua T’o también se hizo famoso como uno de los principales pioneros de la calistenia y del ejercicio saludable:

El cuerpo necesita ejercicio, siempre que éste no sea excesivo. El ejercicio ayuda a expulsar el aire enrarecido que se encuentra en el sistema, favorece la circulación de la sangre y previene las enfermedades. Las puertas que se usan nunca se oxidan, y lo mismo puede decirse del cuerpo. Por eso los antiguos practicaban el cuello de oso y la vuelta del ave. Así ejercitaban el cuerpo y las articulaciones e impedían el envejecimiento prematuro.

Hua T’o había diseñado una tabla en la que cada ejercicio tenía el nombre de un animal: el tigre, el ciervo, el oso, el mono y el pájaro. A estos ejercicios los llamaba «juegos».

Ahuyentan las enfermedades, fortalecen el espíritu y refuerzan la salud. Cuando uno se siente indispuesto, tiene que poner en práctica el juego adecuado. Éste le proporcionará una sensación de liviandad, espabilará su alma y despertará su apetito.

19El «filósofo venerable» –uno de los significados de su nombre– vivió y se dedicó a enseñar a la gente a tener compasión y a ser humilde en el siglo VI a. C.

20Véase D. Hoizey,A History of Chinese Medicine, Edimburgo, 1993; M. Porkert y C. Ullmann,Chinese Medicine: Its History an Practice, Nueva York, 1988 y P. U. Unschuld,Medicine in China: A History of Ideas, Berkeley, 1985.

21Véase capítulo 48.

22N. Gallagher, «Islamic and Indian Medicine», enThe Cambridge World History of Human Disease, K. F. Kiple (Ed.), Cambridge, 1993; K. G. Zysk,Religious Healing in the Vedas, Filadelfia, 1993.

23Que se analizan a fondo en el libro de E. S. Ellis,Ancient Anodynes, 1946.

Capítulo 2La uva y la amapola

Muchos de los nepentes de la Antigüedad siempre serán un misterio o, por lo menos, su origen seguirá siendo controvertido. Pero hay otros que se han podido identificar. Su principio activo se sigue utilizando a diario en la práctica médica. Dos de los más antiguos –los productos derivados de la fermentación alcohólica, «los que disipan el azote de las preocupaciones», y el jugo extraído de la amapola, «los que nos brindan felicidad y sueños sublimes»– se han convertido en elementos fijos del mundo civilizado.

No se sabe cual de los dos es anterior. Para que se produzca la fermentación alcohólica sólo se necesita tiempo, sol y cualquier planta que contenga azúcar o miel. Existen pruebas circunstanciales que parecen indicar que este proceso se descubrió mucho antes de que el hombre pasara de la recolección a la agricultura. Aunque al principio el sabor no era uno de sus principales atractivos, puede que fuera el estado de felicidad derivado de su consumo el que empujara a algún que otro cavernícola a probar un sorbito más para experimentar –y luego otro y otro. Aún así, se trata de una necesidad exclusiva del ser humano. Como decía Plinio, sólo los dioses y los humanos beben por motivos distintos que el de saciar la sed.

La materia prima se podía conseguir con facilidad. Quizá el adelanto técnico más importante fue descubrir que la adición de saliva permite iniciar la fermentación incluso en condiciones de frío y de oscuridad. Dentro del marco enzimático general de cualquier especie los perfiles individuales vienen determinados genéticamente. Puede que dentro de cada tribu de cavernícolas se apreciara a aquellas familias que presentaban una facilidad excepcional para estimular la fermentación con su saliva, de la misma manera que hoy en día los amantes del vino aprecian determinadas regiones vinícolas bendecidas por la naturaleza.

Cultivar determinadas plantas para destinarlas exclusivamente a la elaboración de bebidas alcohólicas siempre se ha considerado un síntoma de desarrollo del orden social. Durante el tercer y el cuarto milenio a. C. los mostos fermentados desempeñaban un papel clave en las festividades religiosas y en las celebraciones familiares de los pueblos que habitaban el creciente fértil. En Egipto, se atribuía al dios Osiris el mérito de haber enseñado a sus acólitos a elaborar cerveza a partir de la malta de cebada. En el año 2000 a. C. esta bebida, mucho más fácil de elaborar que el vino, era el medicamento que más éxito tenía entre los médicos egipcios. Pero el orden engendra el desorden. Las primeras leyes que restringían la producción de bebidas alcohólicas conocidas fueron promulgadas por Hammurabi en torno al año 1770 a. C., y afectaban a los productos fermentados por procedimientos naturales. El aguardiente, el primer licor destilado, se inventó en China alrededor del año 800 a. C., y quintuplicaba la fuerza de la bebida madre.

Por encima de todas las demás bebidas alcohólicas, era el vino la más alabada y, al mismo tiempo, la más criticada. La vid silvestre,Vitis sylvestris, se empezó a cultivar en Egipto en torno al año 4000 a. C. Durante los dos mil años siguientes, una nueva variedad, laVitis vinifera, se introdujo en las costas del Mediterráneo. Es la misma que se sigue cultivando en la actualidad. No se sabe muy bien cómo encaja Noé en esta historia. Según el Génesis, después de abandonar el arca y dar gracias al Señor, se dedicó a la viticultura y, en cierta ocasión, se emborrachó hasta perder el conocimiento con el vino procedente de sus propias viñas. Cuando se encontraba tumbado en su tienda, avergonzado, uno de sus hijos se burló de él, otro le abrigó y un tercero le observó con indiferencia1. Éstas siguen siendo hoy en día las actitudes más frecuentes hacia la borrachera. Lo que no queda claro es si Noé acababa de descubrir los efectos estupefacientes del mosto de uva fermentado o si eran viejos conocidos suyos.

Los griegos tenían una mitología colorista en torno a la figura de Dionisos y de sus bulliciosos seguidores masculinos y femeninos. La embriaguez se convirtió en un motivo recurrente en la poesía y la tragedia griegas. De hecho, uno de los epítetos favoritos de Homero para describir el mar era «rojo como el vino». Mientras que los griegos, según parece, no bebían por el sabor del alcohol, sino por sus efectos, el Imperio Romano duró tanto que acabó generando una clase de entendidos en vinos. Entre ellos había algunos auténticos pelmazos. El procónsul Lucio Lúculo sabía tanto de viñedos y de añadas que un entusiasta del vino actual no habría tenido mucho que enseñarle. Todo el mundo estaba de acuerdo en que la mejor cosecha había sido la del año 121 a. C., el año del asesinato de Gayo Graco y del consulado de Lucio Opimio. Doscientos años después, Plinio todavía conservaba como oro en paño unas pocas barricas de Vinum Opinianum que la lava del Vesuvio acabaría sepultando en Pompeya junto a su dueño. Seguramente hubo muchos que lamentaron más la pérdida del vino que la del propio Plinio.

A lo largo de la historia, sólo Dios y el amor pueden competir con el vino como fuente de inspiración poética: no existe obra literaria que no haga referencia a la bebida, aunque sea de pasada. Pero nadie ha superado a Horacio a la hora de resumir sus distintos efectos farmacológicos:

¿Hay algún milagro que el vino no sea capaz de realizar? Revela los secretos, confirma nuestras esperanzas, empuja al cobarde a la batalla, alivia a la mente angustiada de su pesada carga, instruye en las artes a la gente vulgar. ¿Quién no se ha vuelto elocuente con un solo vaso? ¿Quién no se ha sentido liberado de la pobreza gracias a él?2

Llama la atención que el poeta no mencione el dolor físico. Aunque algunas bebidas alcohólicas se convirtieron enseguida en ingredientes habituales de las pócimas analgésicas –Tácito afirmaba, equivocadamente, quetodoslos analgésicos eran de carácter vinoso–, los sanadores profesionales rara vez las recetaban como remedio exclusivo. En este sentido, el vino tenía un duro rival que le superaba: el opio.

No siempre se sabe a qué variedad de amapola se referían los escritores griegos, romanos o árabes. En 1753, en suGenera plantarum, Linneo distinguía diez géneros distintos y sólo llamaba «somniferum» a uno de ellos. Hoy en día se conocen por lo menos 28 géneros y más de 250 variedades3. Sólo dos de ellas son interesantes desde el punto de vista médico. La amapola roja silvestre,Papaver rhoeas, es esa planta tan bonita que aparece en los cuadros de Monet o de artistas contemporáneos como Richard Robbins y que, aunque se utiliza para recordar a los caídos en Flandes durante la Primera Guerra Mundial, es sin embargo muy pobre en opio. La variedad que se cultivaba y que se sigue cultivando hoy en día con el fin de extraer su jugo es laPapaver somniferum, la amapola blanca. Esta variedad precisa tierra fértil y un clima templado, pero no hay que regarla mucho ni utilizar fertilizantes caros. Además, es relativamente resistente a las plagas. Esto no quiere decir que su cultivo o su recolección sean sencillos.

Su delicada flor dura muy poco y, cuando se le caen los pétalos, deja al descubierto una vaina del tamaño de un guisante que hay que pinchar a mano, utilizando un utensilio especial. Se trata de una tarea extenuante que requiere destreza y experiencia. Si la cuchilla penetra demasiado en la vaina, el opio fluye de manera exagerada y se derrama sobre el suelo, pero si la incisión es demasiado superficial la vaina supura por dentro impidiendo que salga la leche. El tiempo es un factor crucial, pues las catas sólo se pueden hacer durante la primera hora, aunque una misma vaina se puede sangrar varias veces en unos pocos días. El jugo fresco recién obtenido no contiene opio. Hay que dejar que se seque, es decir, que se oxide, durante cierto tiempo. El líquido turbio y blanco original se convierte entonces en una goma viscosa, marrón y pegajosa. Después hay que rasparla y dejarla secar al sol para que obtenga la consistencia adecuada, similar a la de la cera de las abejas. Es un proceso tan exigente como el del vino.

En 1868, en su estudio pionero de los asentamientos prehistóricos de la zona de los lagos de Suiza, Ferdinand Keller afirmó haber encontrado semillas de amapola blanca entre las frutas que utilizaban estos pueblos. Llegó a identificar incluso algunos pasteles fosilizados elaborados a base de semillas de esta planta4. Algunos pusieron en duda este descubrimiento. Keller admiraba fervientemente a los suizos prehistóricos –con razón, pues al parecer fueron un pueblo pacífico y trabajador–, pero no estaba muy claro cómo había sido capaz de distinguir los componentes de los distintos pasteles fosilizados.

En Egipto y en Mesopotamia sí que se cultivaron las dos variedades de amapola más importantes. Y en el siglo IV, Jenofonte ya defendía el opio por boca de su amigo Sócrates:

Mientras que el vino templa el alma, el opio sosiega el cuerpo. Nos devuelve la alegría cuando ésta nos ha abandonado y es el aceite del que se nutre la agonizante llama de la vida5.

La propia palabra procede del griego, deόπιον, que significa «jugo fresco de la amapola». Resulta algo confuso que los griegos usaran la misma palabra, «meconio» –que procede deµη´ κων, amapola– para designar tanto al zumo seco de la amapola como a la primera deposición de los recién nacidos6. En el mundo helénico el opio seguía siendo un lujo reservado exclusivamente a las clases altas. En el ejército de Alejandro se consumía mucho, pero siempre en los comedores de los oficiales, no en los cuarteles ni en las tabernas. Para las clases altas era una forma de evadirse de las tribulaciones derivadas de la riqueza, la fama y el poder, que a veces se convertían en una carga insoportable. Aníbal, abandonado en el exilio por su gente y presionado por los romanos, se quitó la vida en 183 a. C. con una dosis de opio egipcio que llevaba consigo. Probablemente Agripina, la esposa del emperador Claudio, usara un preparado parecido para envenenar a su hijastro Británico y asegurar la sucesión de su hijo Nerón en el año 55 a. C.

En el siglo I, el médico personal de Claudio, Escribonio Largo, explicaba de forma detallada cómo practicar una incisión en la vaina de la amapola, cómo dejar secar el jugo obtenido y cómo rasparlo7. Este mismo procedimiento se utiliza todavía en aquellos países en los que la mano de obra es barata y la gente se gana la vida cultivándolo. Se necesitan tantos trabajadores que, en cualquier otro lugar, esta forma de cultivo sería inconcebible. Casi ninguno de los trabajadores que lo cultivan en la actualidad puede permitirse el lujo de comprar éste o cualquier otro medicamento. Pero en la Roma imperial era distinto. Un parterre de amapolas adornaba los jardines de muchos ciudadanos moderadamente prósperos. Teofrasto, el sucesor de Aristóteles al frente de la Academia, aclamado más tarde como «el padre de la botánica», daba cuenta de manera pormenorizada de los efectos de esta droga, «que si bien tiene efectos beneficiosos, casi mágicos, a veces puede resultar peligrosa»8. Su descripción jerárquica de los efectos del opio es realmente brillante:

Primero afecta a las facultades morales… después, al pensamiento lógico… los impulsos animales básicos y las funciones corporales fundamentales se conservan durante más tiempo, aunque no se pueden controlar9.

Si Teofrasto hubiera aprendido latín en unGymnasiumde la Vienafin de sièclecomo parte de la educación clásica que se impartía allí en lugar de aprenderlo cuando gateaba, sin duda se habría adelantado a Freud en su formulación de los conceptos de «ello», «ego» y «superego»10.

Hasta las ideas equivocadas se originaron en la Antigüedad. Plinio, entre otros, prevenía a sus lectores contra los trastornos derivados del consumo del aceite extraído de las semillas de amapola secas. En la actualidad, todo el mundo sabe que el ingrediente activo no se encuentra en las semillas. En realidad, el jugo recién extraído tampoco tiene prácticamente ningún efecto11. Sin embargo el miedo no atiende a razones. En los primeros años del siglo XIX el pánico se apoderó de París. Se creía que el aceite extraído de las semillas procedentes de los Países Bajos, una nación protestante, es decir, atea, eran venenosas. Se encargó una investigación a la facultad de medicina. Se utilizó a presidiarios como conejillos de indias. Después de tres años de investigación llegaron a la conclusión de que las semillas eran inofensivas. Por supuesto que Luis XV hizo oídos sordos y promulgó un decreto que prohibía la venta de aceite de semillas de amapola, tanto las protestantes como las católicas. Esta ley no se derogó oficialmente hasta que Aristide Briand, que además de ser un astuto político era un renombrado gourmet, convenció al Congreso de que lo hiciera en 1924. Aunque está demostrado científicamente que no sirve para nada, en las zonas rurales de la Europa del Este se siguen echando semillas de amapola a la leche para tranquilizar a los niños hambrientos.

Todos los poetas del siglo de Augusto elogiaron el opio. Aunque fuera el preferido de la sociedad romana, en el fondo Virgilio seguía siendo un chico de pueblo, y lo que más le gustaba era ensalzar los sencillos placeres de la vida y de las labores del campo. Pero también ensalzaba otros placeres no tan sencillos: en una de sus sublimesGeórgicasalababa las«Lethaeo perfusa papauera somno», es decir, las «amapolas empapadas en sueños del Leteo»12. En susFastos, Ovidio describía a la diosa del sueño«con su frente serena envuelta en amapolas que inducen al delicioso sueño»13. En otro pasaje elogiaba la droga que «concede sueños profundos y sume los ojos, vencidos de tanto sufrir, en la noche del Leteo»14. Nin gún otro podría haberlo expresado mejor. Catulo era un auténtico entusiasta del opio. Y un siglo después de él, Luciano de Samóstata relataba su llegada a la Ciudad de los Sueños, rodeada de un bosque «de enormes amapolas y altísimas mandrágoras», en su sátiraRelatos verídicosoVerdadera historia, una espléndida parodia de los relatos de viajes en la que el autor le dispensaba a este género literario el mismo tratamiento que Cervantes le aplicaría siglos después a las novelas de caballerías15. Junto a sus compañeros de viaje, Luciano disfrutaba de treinta maravillosos días de placer en esta ciudad… y los pasaba durmiendo.

A diferencia de los poetas y de sus queridas, los médicos y las autoridades, por lo general, no veían el opio con buenos ojos. Plinio que, entre otras cosas, había sido un distinguidoPraefectus alaeo comandante de caballería, censuraba el consumo de opio, cada vez más frecuente, «incluso entre las familias más discretas: es peligroso se use como se use». Las dos figuras médicas más importantes de la época imperial compartían los temores de Plinio.

Aulo Cornelio Celso, un terrateniente que cultivaba la medicina como pasatiempo, escribió una monumental enciclopedia médica tituladaDe medicinaen torno al año 30 de nuestra era de la que sólo se han conservado seis volúmenes16. Se trata de un documento único porque, a diferencia de otros textos médicos, es una obra maestra de la literatura. Nadie más habría sido capaz de resumir la terrible complejidad de una inflamación con una serie de palabras bisílabas que sigue siendo válida dos mil años después:dolor,rubor,tumorycalor17. Sus contemporáneos reconocieron su genialidad. Valerio Tarso, otro aficionado a la medicina, le llamaba «el Cicerón de la medicina», todo un cumplido, aunque el estilo epigramático de Celso distaba mucho de la forzada cadencia del gran orador. Celso insistía mucho en que los médicos debían atender a la causa del dolor, no al dolor en sí, o que por lo menos debían intentarlo. En el volumen III de su obra afirmaba: «Hay muchas píldoras y brebajes que alivian el dolor, pero no deben usarse a menos que sea imprescindible». No explicaba por qué. Únicamente afirmaba que «al estómago le son extrañas y le pueden perjudicar». El jugo de la amapola, según Celso, «se utiliza para calmar el temperamento y para provocar sueños placenteros desde la guerra de Troya, y todavía se sigue utilizando», pero «los médicos deben emplearlo con prudencia». Y adviertía: «Puede que los sueños resulten agradables, pero cuanto más lo sean más duro será el despertar».

A diferencia de Celso, Galeno se dedicó a la medicina de forma profesional. En realidad, a lo largo de la historia ningún médico ha ejercido una influencia mayor en esta profesión durante tanto tiempo18