El Porfiriato - Mauricio Tenorio Trillo - E-Book

El Porfiriato E-Book

Mauricio Tenorio Trillo

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Beschreibung

Este libro es el mapa aproximado de la historiografía del Porfiriato; como es evidente, hay capítulos de esta historia que están muy crecidos (por ejemplo, la economía) y otros más bien flacos de preguntas y respuestas. Y en todos los campos se lucha contra estereotipos más o menos firmes. Sobre este periodo puede decirse: mujeres y hombres trabajando.

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EL PORFIRIATO

HERRAMIENTAS PARA LA HISTORIA

MAURICIO TENORIO TRILLO AURORA GÓMEZ GALVARRIATO

EL PORFIRIATO

 

 

CENTRO DE INVESTIGACIÓN Y DOCENCIA ECONÓMICASFONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 2006    Primera reimpresión, 2013 Primera edición electrónica, 2018

Coordinadora de la serie: Clara García Ayluardo Coordinadora administrativa: Paola Villers Barriga Asistente editorial: Javier Buenrostro Sánchez

Diseño de portada: Francisco Ibarra Diseño de interiores de la versión impresa: Teresa Guzmán

D. R. © 2006, Centro de Investigación y Docencia Económicas, A. C. Carretera México-Toluca núm. 3655, Col. Lomas de Santa Fe, C. P. 01210 Ciudad de Mé[email protected]

D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 9786071660725 (ePub)ISBN 9789681675912 (impreso)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

Los pioneros y su ambigüedad

Los límites de la ambigüedad

Capítulo 1. MAPA DE LO SABIDO

La cultura

La política y la sociedad

La economía

Macroeconomía y finanzas públicas

La banca y el sistema financiero

Los ferrocarriles y la integración de los mercados regionales

Industria manufacturera

Agricultura y tenencia de la tierra

Empresas y empresarios

Fin

Capítulo 2. LO POR SABER

Bibliografía

Nota sobre archivos y papeles

Libros

I. Sobre el Porfiriato en general

II. La cultura

III. La política y la sociedad

IV. La economía

V. Bibliografía paralela

… dentro de algunos años, México estará delicioso, sembrado de edificios de estilo yanqui, es decir, formados invariablemente de plataformas regulares (los yanquis no conciben más que plataformas en arquitectura y política)… Amado Nervo será tocinero y Díaz Mirón perfumista…

GIL BLAS, sábado 2 de enero de 1909

… Héroe de mil y un batallas, Príncipe de la Paz, el Superhombre de Oaxaca, el Cincinato de la Noria, Salvador y constructor del México moderno, Gran Lama de Chapultepec, General Porfirio Díaz, Presidente inconstitucional de México, hoy Emperador por Derecho divino, se acerca el día de ajustar cuentas.

CARLO DE FORNARO, México tal cual es (Nueva York, 1909)

INTRODUCCIÓN1

A finales de 1875, un grupo de liberales y militares elaboraron un plan para derrotar el gobierno de la ciudad de México, encabezado por el juarista Sebastián Lerdo de Tejada. Aquello fue conocido como el Plan de Tuxtepec. Porfirio Díaz, un distinguido líder militar, con fuerza en su natal Oaxaca, con cierta presencia nacional por sus éxitos militares durante las batallas contra la invasión francesa, comandó el golpe de Estado que llegó a la ciudad de México e hizo huir al presidente Lerdo. Unos meses más tarde, en 1876, tras un proceso electoral —poco estudiado—, Porfirio Díaz es elegido presidente constitucional. Y éste es el principio de más de treinta años de relativa estabilidad económica y política, especialmente notable a la luz de lo que había sido la historia de México a partir 1821. La historia conoce a estos años como el Porfiriato, y el fin de esta era es claramente ubicado en 1910, cuando el movimiento maderista inicia lo que después se llamaría la Revolución mexicana. El viejo Porfirio Díaz se exilia en 1911 y el calendario de la historia patria marca así el fin del antiguo régimen.

Pocos campos de la historia mexicana se impusieron tan por sí mismos como el Porfiriato; no por nada el propio Daniel Cosío Villegas lo llamó, con menos ironía de lo que sugiere el mote, el “necesariato”. Por décadas fue un cortísimo párrafo en la historia patria, periodo entre 1875 o 1876 y 1910 o 1911, según fuera el humor del investigador. El Porfiriato fue por años una simple historia oficial y panfletaria, el peor de los antiguos regímenes, uno que era conjeturado fuera de su caldo, el tumultuoso siglo XIX; era considerado como el quiebre de la prístina belleza de lo que la historiografía de la utopía liberal —de Cosío Villegas a Enrique Krauze— ha llamado “la República restaurada”. El Porfiriato, eso sí, era visto como una época, porque de eso no había ni hay duda; fue una época autocontenida dentro de dos fronteras: de un lado, según sea quien escriba, el rompimiento con la tradición liberal o la sublimación del caudillismo dictatorial del siglo XIX; del otro, un evento que “con callado pie” todo lo ordena: la Revolución mexicana.2

El peso historiográfico de la Revolución mexicana de 1910 ha sido tal que ha llevado, la más de las veces, a buscarla hacia atrás y a inventarla hacia adelante. También, aunque en menos ocasiones, se ha dado la negación casi patológica del gigante revolucionario —como en libros de memorias de porfirianos trasnochados, o en un acetato de “México de mis recuerdos”: variaciones sobre el tema del Porfiriato como universo autocontenido y paraíso perdido—. Pero para fines del siglo XX ya era visible un insólito crecimiento de estudios sobre el periodo al igual que una suerte de idealización del Porfiriato en libros, películas y telenovelas. Pero, en estricto sentido, no es que el Porfiriato haya o esté experimentando un boom historiográfico, sino que sencillamente ha dejado de ser un no tema, especialmente en lo que hace a la historia económica. Irónicamente, hoy la historiografía del Porfiriato parece un árbol cuya rama principal (historia económica) es más gruesa y frondosa que lo magro del tronco de la historiografía general y lo prejuicioso de la conciencia histórica que todavía reina en la concepción del periodo.

La más de las veces el apego involuntario a la historiografía de la Revolución ha producido lo que John Womack (1971) denominó precursorismo: todo en el Porfiriato era visto o ignorado en tanto antecedente de la Revolución. Por tanto, el gran dinamismo de las interpretaciones de la Revolución ha obligado a la reconsideración del Porfiriato. “Si la Revolución no fue tanto una insurrección agraria, popular y amplia, sino más bien una serie de luchas de poder de distintas facciones, resulta que la vieja leyenda negra también requiere revisión”, sugirió irónicamente Alan Knight al criticar el revisionismo en la historia de la Revolución. En efecto, las controversias sobre la Revolución han tenido como paralelo la revisión de la leyenda —que no de la historia— del Porfiriato.

Gracias a esta involuntaria historiografía melliza (Porfiriato-Revolución), la discusión interpretativa sobre el Porfiriato ha quedado resumida a la dicotomía continuidad-rompimiento vis-à-vis la era revolucionaria.3 De paso, se ha homogeneizado en una sola historia un periodo que en verdad, todo parece indicar, fue múltiples historias. En busca de las continuidades económicas, sociales y políticas, los historiadores de la Revolución, casi sin querer, van descubriendo un fin de siglo mexicano que quedó vivo o que fue base de mucho de lo ocurrido ya bien entrado el siglo XX. A la caza de los rompimientos, los historiadores de la Revolución han desenmascarado los pormenores de la hacienda y la situación social de indígenas, peones y obreros en el Porfiriato. También se ha encontrado en el Porfiriato un proyecto distinto de inserción en la órbita imperial; vende patrias, dice una visión del periodo, en tanto que otra nueva visión ve en el Porfiriato un ejemplo pionero de sustitución de importaciones en la procura del desarrollo.

Las columnas que sostenían la leyenda negra del Porfiriato, por otro lado, han ido cayendo poco a poco. No porque el Porfiriato fuera en verdad el paraíso perdido, sino porque el régimen posrevolucionario gradualmente se alejó del edén prometido. A pesar de la nostalgia que produzca, ya nadie tiene suficiente con las historias que cuentan los libros de texto con aquella portada de la hierática madona mestiza. Nadie queda satisfecho con la historia que cuentan tanto un mural de Diego Rivera como un panfleto lombardista, como un libro de la década de 1920 de un American progressivism.4 Con todo, a partir de finales de la década de 1970 es evidente el crecimiento del número de trabajos sobre el periodo en cuestión, y ello habla de cómo van cayendo los prejuicios.

El Porfiriato, empero, posee aún un estigma menos observable políticamente: ha permanecido largo tiempo fuera de la lista de los tópicos interesantes. La abundantísima documentación producida entre 1870 y 1911 (véase la “Nota sobre archivos y papeles”, p. 115) contrasta con un relativamente magro cuerpo de investigaciones. Una vez derrumbados los tabúes, lo único que evitaría el giro de la mirada del historiador hacia el Porfiriato sería el desinterés. En historia, hay que aclarar, nada se vuelve interesante por decreto. Por ejemplo, es el presente el que debe convencernos de que, como afirmaba Cosío Villegas refiriéndose a un pensador de la época pofiriana, en tanta cursilería había inteligencia, porque además de que hay mucho más que oropeles y mieles azules en los afanes afrancesados de la elite porfiriana, hay aún mucho más de nuestra era en esos afanes. Un trabajo sobre la poesía del siglo XIX muestra cómo la sociabilité sentimental popular de las grandes ciudades de México (de Guty Cárdenas a Agustín Lara) tiene más que ver con la vida intelectual del Porfiriato que con lo que identificaríamos como tendencias culturales del siglo XX (masas, vanguardia, radio, etc.).5 Un estudio sobre las mayores empresas cerveceras muestra que la gran historia de la modernización de la industria está no en la década de 1940, sino en la maquinaria instalada durante el Porfiriato.6 Por su parte, Alan Knight cree, con razón, que el gran cambio social de México ocurre no en 1910 con la Revolución, sino a partir de la década de 1940, con el acelerado proceso de industrialización.7 El Porfiriato, pues, se revela como una frontera cronológica y conceptual más cerca de nosotros, más lejos de nuestros prejuicios, de lo que creíamos.

De los primeros estudios críticos hechos aún con las metrallas calientes —especialmente el de Antonio Manero (1911) y Francisco Bulnes (1920)— al primer gran ensayo de interpretación del Porfiriato, hecho con gran sustento empírico (el de José C. Valadés, 1941), reinan los temas de la mala política, la cuestión agraria, la explotación de campesinos y obreros, el elitismo y el afrancesamiento. De la década de 1960 a mediados de la década de 1980, el Porfiriato no es muy tratado pero lo que había era acerca de la clase obrera, la formación del capitalismo y cosas así. Tan tarde como en 1982 se leía: “La coyuntura de 1870 a 1910 en Morelos fue una de transición al capitalismo. Antes de esta coyuntura, el proceso de la clase feudal era predominante, pero para 1910 el proceso de clase capitalista, si no dominante, era al menos el más dinámico y por seguro en la posibilidad de poner en entredicho la predominancia del proceso de clase feudal”.8

Sin embargo, a partir de las últimas dos décadas del siglo XX surgió una nueva consideración del “viejo régimen” mexicano. ¿Cómo explicar esta preocupación aparentemente nueva en la historiografía mexicana? En verdad fue un cambio muy gradual pero definitivo que fue impulsado tanto por el esfuerzo y constancia de varios historiadores conocidos y no tan conocidos, como por las circunstancias que el país empezó a vivir a partir de la crisis de varias matrices de pensamiento: el Estado mexicano posrevolucionario y su crisis de legitimidad a partir de fines de la década de 1960, el auge y decadencia de la historia social (con sus asegunes marxistas), la búsqueda de explicaciones del origen y destino de temas muy generales pero vitales para el siglo XX (estabilidad económica, crecimiento, desarrollo, nacionalismo, el Estado, la Nación, la cultura nacional, las ciudades, los pueblos). Y así el Porfiriato poco a poco se fue imponiendo como un obligado punto de referencia. Para 1990, si uno estudiaba la abigarrada historia de conflictos y tragedias del siglo XIX, o la bizarra conformación de una nueva pax, la priísta, ¿cómo no caer en el súbito surgimiento de un orden estatal de desarrollo económico: los más de treinta años de Porfiriato? Por ir hacia atrás, hacia las “décadas perdidas” de 1840 o 1850, veíamos hacia adelante (al Porfiriato); para entender el México “global” de 1990, a más de uno se le impuso voltear al primer Estado mexicano, el Porfiriato.9 Al estudiar “el otro” en el siglo XVII, volteamos a los libreros, eruditos, historiadores y folkloristas porfirianos; para ver a sor Juana, volvíamos a Amado Nervo. Es exagerado decirlo pero no incorrecto: el Porfiriato se impuso como tema a pesar de los historiadores mismos.

LOS PIONEROS Y SU AMBIGÜEDAD

Antes de su masiva Historia moderna de México (1955-1977), Daniel Cosío Villegas afirmaba que en México sólo Hernán Cortés provocaba tanta controversia histórica como Porfirio Díaz. En efecto, ni siquiera el implacable juicio político-moral de don Daniel logró armarse del calificativo definitivo para referirse al Porfiriato, ni aun después de los nueve volúmenes de la Historia moderna de México, cuya elaboración significó la educación sentimental y profesional de una importantísima generación de historiadores mexicanos. Como José C. Valadés en 1941, Cosío Villegas permaneció en la indecisión al momento de elaborar un juicio histórico y moral sobre Díaz y su era.10 Sin embargo, existía hasta hace muy poco una ortodoxia sobre el Porfiriato, la cual, a diferencia de la ortodoxia sobre otros periodos históricos, no fue hecha nada más de comentarios políticos oficiosos o de un mínimo de trabajos empíricos, sino sobre todo de institucional olvido. Lo que dejaron escrito Ricardo García Granados, José C. Valadés o don Daniel y su equipo fue, primero, una valiosa colección de datos y cronologías; segundo, una suerte de “acto de contrición” casi personal, siempre comenzado con la premisa de la maldad o incorrección del Porfiriato y terminado con un insospechado respeto e indecisión ante la nota moral del régimen. Por ello, aún hoy, todo lo nuevo que se escribe difícilmente podría caracterizarse como revisionismo.11 Todo es, por más post esto y post lo otro que se presente, una simple aclaración, un apunte o una acotación a esos datos y a esa indecisión moral de los viejos maestros: en total, un conjunto de trabajos que no le quitan al periodo en cuestión su sitio todavía marginal en el total de la historiografía mexicana.

Si la ambigüedad política y moral frente al Porfiriato ha permanecido es porque no es fácil aceptar las dolorosas lecciones de la historia. Cuando creemos que pisamos la tierra firme y la sólida utopía o el infierno definitivo es sólo porque algo nos ciega —aunque siempre es más probable que estemos pisando el Infierno—. La mesura, la indecisión, la duda, como juicio historiográfico (empírico, político y ético) es una buena noticia y quizá no haya otra manera de narrar cualquier época de la historia. Pero creer que porque los últimos treinta años han producido una nueva historiografía del periodo ya no merecen lectura los Cosío Villegas, los González Navarro, los Fernando Rosenzweig, los José C. Valadés, los Ricardo García Granados, inclusive, los Bulnes y Sierra, es caer en una seguridad disciplinaria que derrota cualquier fructífera duda moral e historiográfica. Todavía hoy, cualquier estudioso que se acerca al periodo debe sumergirse en la literatura de estos maestros, que los historiadores de hoy somos de ellos, como decía Pere Quart de sus enemigos, “buenos y malos/ […] sólo [sus] sobrevivientes”.

LOS LÍMITES DE LA AMBIGÜEDAD

Decir que el Porfiriato ha puesto en entredicho las visiones políticas y morales de los historiadores no es decir que todo ha sido posible. En esencia, había, y hay, un cierto consenso en que el Porfiriato fue una dictadura más o menos opresiva, aunque en el carácter represivo del régimen hay un enigma aún por resolver si vemos al Porfiriato en el contexto de las dictaduras del siglo XX en el mundo y en México. Bulnes y López Portillo no dudaban en tachar al Porfiriato de dictadura: de la mejor y más noble que se había conocido en el mundo. Así lo creían varios estadistas del mundo, y, como el paraguayo doctor Francia en boca de Carlyle o, en boca de Bismarck, el baluarte del a-democrático sistema político español de fines del XIX, Antonio Cánovas del Castillo, Díaz fue objeto del elogio internacional no sólo porque él pagó un buen número de libros laudatorios, sino porque el mundo lo veía como un verdadero hombre de Estado del siglo XIX, en especial si se consideraba el país que le había tocado pacificar y modernizar.12

Hay también un consenso en la idea de que el régimen porfiriano significó progreso económico, creación de instituciones, desde fábricas y patentes hasta leyes fiscales y bancos; qué tanto, cómo y para quién, es aún incierto, no obstante la nueva historia económica del Porfiriato.13 También no parece haber mucha discusión acerca de lo importante que fueron esos treinta y pocos años para lo que solía llamarse la “acumulación de capital”, la articulación de México en los mercados de capital y de mercancía mundiales.14

Consensos más sutiles, pero igualmente visibles, son aquel de la aristocratización que significó el Porfiriato, comúnmente llamado “afrancesamiento”. Apenas se empieza a explorar qué significó ese afrancesamiento que tanto les ha llenado la boca a los historiadores, como si al decir “elite afrancesada” o “los arquitectos, artistas, intelectuales, políticos, porfiristas veían mucho a Francia” fuera decir algo importante. ¿Había de otra entre 1870 y 1910 cuando se hacía Estado, nación, burocracia, símbolos nacionales?15 Pero no hay duda que el Porfiriato acabó en una especie de oligarquía progresista muy alejada de un país tremendamente desigual y diverso. De la misma forma que el éxito económico de la progressive era en Estados Unidos, basada en oligopolios y en una clase política cerrada y unida a intereses económicos, acabó creando una sociedad de masas que produjo desde el miedo a la Revolución hasta el Estado benefactor, o de la misma manera que la Restauración española, oligárquica y progresista, acabó por ser superada por una sociedad que ya no cabía en la concepción de familias y caciques que la Restauración asumía, de esa misma manera el Porfiriato como clase política perdió el control del éxito que había tenido y de los problemas que había creado tal éxito.16 Lo mismo puede decirse del progreso de las ciencias y la educación que se dio, pero aún se debate en dónde, cómo y para quién.

Por último, el otro nombre que los porfirianos daban a su era es el mismo que, por años, utilizaron los historiadores para decir “Porfiriato”, a saber: “Paz”. Claro, la historiografía del siglo XX la pronunciaba en latín, pax, para darle un dejo de ironía romana, de paz impuesta, de paz falsa, pero con todo e ironía nadie duda que fueron años de orden, o al menos los años de más orden que México había vivido desde su independencia.

Estos consensos son pocos pero no menores. En realidad son el principio de algo que va surgiendo poco a poco. Primero, una nueva cronología que nos invita a ver el periodo no como 1875(76)-1910(11), sino como de circa 1860 a 1880, cuando Díaz deja la presidencia en manos de su hermano de armas, Manuel González.17 Hasta ese momento, la política, la economía, la sociedad no parecen muy distintas de lo que fue toda la segunda mitad del siglo XIX. Pero para 1870 no sólo México sino también el mundo sufrieron una aceleradísima transformación política, demográfica, cultural y social. Por ello es posible distinguir como otro periodo el que va de circa 1880 o principios de la década de 1890 a circa 1914 o 1920, de la llegada al poder de la nueva generación de políticos y tecnócratas cuidados y alimentados por el viejo porfirismo (con una visión de Estado y de nación más clara y con los medios para llevarla a cabo) a fines del siglo XIX occidental. Este último periodo es el del Porfiriato en sentido estricto, e incluiría en un continuo historiográfico su inherente componente: la sublevación maderista y el huertismo. Proponemos ésta no como la nueva cronología que el Porfiriato requiere, sino como una de las muchas nuevas maneras de contar el tiempo que van surgiendo a partir de nuevas visiones y estudios.18

Segundo, para entender la economía y la política del Porfiriato, poco a poco se va haciendo indispensable una moral “democraticofílica” menos maniquea. Es decir, el hecho de no ser Inglaterra o Estados Unidos ha dictado nuestras visiones de lo que no llegó a ser la economía y política del Pofiriato. Poco a poco surgen las historias de lo que sí fue el Porfiriato y gradualmente va saliendo a la luz una imagen descompuesta que si bien no nos deja ver un retrato fijo como el que solíamos tener —el Porfiriato, la dictadura no democrática, el atraso, la dominación tradicional y patrimonialista—, nos deshace la mera idea de la existencia de esa imagen no sólo en México sino también en el mundo occidental.19 Poco a poco el Porfiriato va adquiriendo el nombre que merece: la historia del primer Estado mexicano, con todos sus problemas y aberraciones. La ausencia de democracia electoral representativa debe ser vista a contraluz de la existencia innegable de lo que hasta ahora han sido consideradas fachadas legalísticas: leyes, elecciones, formas de representatividad.

Por último, en lo que hace a “lo cultural” —y por el momento nos perdonarán lo vago del término, que más adelante abundaremos sobre el tema—, el estudio del Porfiriato demanda un mayor desencanto con los “grandes consensos” surgidos de la historiografía de la Revolución. Es decir, con la nueva cronología que va surgiendo de los siglos XIX y XX y con una visión política más desencantada, lo que resta es ver en el Porfiriato el crisol cultural donde adquieren rostros más o menos fijos temas aparentemente tan revolucionarios o posrevolucionarios como “indigenismo”, mestizaje, hibridismo, nacionalismo, mundialización, sustitución de importaciones, desarrollismo… Y esto significa, para bien ver la “cultura”, observar no sólo lo posrevolucionario como porfirista sino lo mexicano como no sólo mexicano. En esto abundaremos más adelante.

CAPÍTULO 1

MAPA DE LO SABIDO

Las últimas décadas han visto surgir un mayor número de trabajos sobre el Porfiriato. En los cuarenta años que van de 1940 a 1980 se produjeron, grosso modo, unos 356 libros, sin contar artículos, que de una u otra manera trataban el Porfiriato —69 que incluían en su título la palabra Porfiriato—. En los poco más de veinte años que van de 1981 al 2003 se produjo la friolera de 501 libros que al menos someramente tocaban el Porfiriato —151 con “Pofiriato” en el título—. Hoy es posible distinguir un mapa de temas sobre cultura, política, sociedad y economía del Porfiriato, y parecen visibles los espacios y temas que requieren de más investigación y trabajo. Esta historiografía se ha escrito sobre todo en México y Estados Unidos, aunque investigadores de otras partes del mundo también han participado. Es una historiografía todavía en busca de una nueva síntesis general a pesar de los cinco esfuerzos de síntesis más interesantes producidos desde 1980 (los cuales vale la pena tener en cuenta como puntos de partida para el análisis de cualquier tema sobre el Porfiriato): la Historia general de México del Colmex, que, en una nueva edición, no ha redefinido mucho la versión original pero que sigue siendo un punto obligado de partida y de consulta; los capítulos correspondientes de la Cambridge History of Latin America (especialmente los ensayos de Friedrich Katz y John Womack); la nueva síntesis, que incorpora mucho de la nueva historiografía del Porfiriato y que fuera dirigida, en su tomo 4, De la Reforma a la Revolución, por Javier Garciadiego (Gran historia de México ilustrada, 2001), y el gran esfuerzo de síntesis, análisis y crítica de toda la historia de México llevada a cabo por Alan Knight, destinada a ser, seguro, un punto de referencia (Mexico, 2002, tres tomos). A estas síntesis hay que sumar las distintas ediciones del libro de Michael Meyer y William Sherman, A Course of Mexican History. (Es curioso: éste ha sido por varias décadas el libro más utilizado para enseñar México en inglés y, no obstante ser una síntesis somera, ha sido tan influyente que incluso lo que intentó ser una nueva síntesis, la de Lorenzo Meyer y Héctor Aguilar Camín —A la sombra de la Revolución, 1989—, en realidad era, en parte, una síntesis del libro de Meyer y Sherman.)1

Aunque es difícil separar campos en la historiografía del Porfiriato —todo va con todo—, para guiar al lector distinguiremos en lo que sigue tres grandes rubros historiográficos: cultura, política y sociedad y, finalmente, economía.

LA CULTURA

La historia intelectual, la historia de las ideas, la antropología histórica, la historia de las mentalidades, el giro lingüístico y los cuestionamientos epistemológicos se pusieron a la orden del día en las humanidades y las ciencias sociales internacionales a partir de más o menos 1980. Brotó en los departamentos de historia y de literatura mucha jerigonza y teoría. Y eso es un cambio esencial: todo se volvió teoría; antes teoría era Marx, Weber o Croce, para 1990 teoría era Hyden White, Michael Foucault, Néstor García Canclini o Homi Bhabha; antes Marc Bloch o Fernand Braudel eran inspiraciones; hoy Benedict Anderson y una suerte de Gramsci leído en los retazos de manuales universitarios.2 Pero más allá de jergas y modas académicas, el historiador parece haber perdido tanto la inocencia de los hechos por los hechos mismos como la de los “marcos teóricos” holísticos y dogmáticos. Ante esto, los fenómenos culturales adquirieron una complejidad histórica que es, al mismo tiempo que un reto creativo para el historiador, una agotadora tarea consistente en ir viendo a cada momento todas las caras que tiene cualquier simple fenómeno intelectual, artístico, científico o de vida cotidiana.

Por ello, a la ardua tarea de poblar la frontera histórica que significaba el Porfiriato se añadió la de crearse un objeto de estudio relativamente bien definido; esto es, la tarea de buscarse una noción de cultura lo suficientemente amplia para abarcar la ocurrencia simultánea de fenómenos históricos con intrincadas relaciones, pero lo suficientemente demarcada para que el oficio de historiador, de escudriñador de papeles, no se vuelva irrealizable. Pero también el historiador de lo, así llamado, “cultural” tiene que lidiar con las distinciones asumidas como hechos innegables: elites, grupos, géneros, clases y pueblos. Por otra, tiene que aspirar a definir esas presuposiciones. Lo que se llama “historia cultural” debiera consistir en la vista fija en la ocurrencia de algún suceso histórico de cualquier naturaleza más o menos evidente (política, artística, científica, económica, etc.), y en el tratamiento de este suceso como el área de intersección de multitud de lenguajes históricos sucediendo en la caótica simultaneidad de la historia. A esta simultaneidad hay que atacarla con imaginación e investigación hasta que, narrando y narrando, se llegue a armar un tejido conceptual y cronológico que dé luz tanto del fenómeno original específico —objeto y excusa de la indagación— como del lenguaje, sentido común y formas de complejidad y obviedad de un momento histórico. Por eso, la historia cultural es más una forma de ver que una definición de algo por ver. Necesariamente, pues, exige de la constante violación de los bordes intra e interdisciplinarios (siempre a caballo entre la historia social, política, económica, biográfica, de las ciencias, así como entre la historia, sociología, antropología, crítica literaria, filosofía).3Porque cultura es todo y nada; se vuelve algo en las manos del historiador si y sólo si el historiador es capaz de contar una trama verosímil; una trama cuya verosimilitud invite a cuestionar los grandes temas políticos y culturales del pasado y del presente. A veces este ejercicio se hace en grande (como en El otoño de la Edad Media de Johan Huizinga), a veces en voz baja pero importante (como en el clásico El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg).4

Así, una conjetura empezó a formarse para fines de la década de 1990, a saber: que existía una “nueva historia cultural” de México y, por tanto, del Porfiriato. Y es que estaba en crisis el paradigma de la historia social de las décadas de 1960 y 1970; esa historiografía estaba herida por su cercanía, por un lado, con la concepción de la ciencia social como algo objetivo, científico, falsificable y cuantificable; por otro, por su cercanía con una peculiar ética profesional y política —la de una generación de luchadores sociales de la década de 1960—. La década de 1980 fue de búsqueda teórica, de cruces y encuentros, dentro de la disciplina de la historia, especialmente en su versión universitaria estadunidense, donde se ha producido mucho de la historia mexicana en las últimas décadas.5 Y así pues surgen varias nuevas inspiraciones para buscar temas distintos y maneras variopintas de contar historias. Una corta divagación aquí para entender lo de cultura y lo de novedad.6

¿Cómo venimos a caer en esa coyunda “nueva historia cultural”? Esta duda es especialmente pertinente cuando se le suma a la ecuación “el Porfiriato”, es decir: cultura de la estabilidad política, la nación, el desarrollo, el progreso, el autoritarismo, la represión, la modernidad… La historia era y es cultura. Las “nuevas” historias culturales han querido re-enseñar a hablar a la historia, hacerla cultura una vez más. Para la historia pronunciar el mote de la cultura, por etéreo que parezca el nombre, es autonombrarse. Si por cultura se entiende un todo, más o menos homogéneo, histórico y delimitable, temporal y/o espacialmente, entonces hablar de historia cultural es pleonasmo. Si se entiende una variedad de fenómenos que, se diría hoy, son completamente contingentes, diversos, múltiples, híbridos, complejos, incapturables por sus diferencias de género, clase, raza, espacio y tiempo, entonces la historia cultural es imposible, si en verdad se observa la diversidad y relativismo que se pregona. La cultura es historia en la misma medida en que la historia es cultura. Siempre ha sido así de ambigua la relación. De hecho, fue la Ilustración la que separó esta identidad e hizo posible concebir, al menos analíticamente, a la historia y a la cultura como dos “cosas”, si cosas son, separadas; separación muy frágil y reciente y que fue profundamente marcada por otro, aún más reciente, matrimonio y posterior divorcio de conceptos: raza y cultura. Cuando a principios del siglo XX la cultura clama independencia frente a la raza, ni la logra ni la quiere, pero, irónicamente, obtiene una mayor independencia de la historia. Se vuelve terreno etnográfico —aquí y ahora— antes que biológico o archivístico, se transforma en cuestión de mitos más que de razas, en un Weltanschauung antes que una marca en el pentagrama evolutivo. Además, la cultura se consolida como la alta cultura. En realidad, los dos divorcios de la cultura (de la historia y de la raza) nunca han acabado de concretarse. Por ello el término es promiscuo por antonomasia, y cuando uno dice, por ejemplo, la cultura mexicana, uno está diciendo, de muchas formas, la raza mexicana, la historia mexicana.

Sin embargo, es a partir de la Ilustración que lo cultural se convierte para el historiador tanto en un nicho, un tipo de historia —ya no la historia misma—, como en el criterio para establecer las distintas eras históricas: la era de Pericles, o la idea de la era moderna, o la cultura “porfiriana”. La Ilustración, pues, hizo de la cultura un campo de estudio de la historia, pero también la convirtió en el criterio que ordena la materia prima de la historia, el tiempo.

Académicamente, debe decirse, la historia cultural no es hoy por hoy una disciplina en los márgenes, guerrillera, alternativa, grassroot o lumpen; es lo más cercano al mainstream. Pero, más que una nueva percepción de la cultura, la llamada nueva historia cultural es una renovada duda sobre la historia que decanta en el redescubrimiento de la cultura como el terreno de lo eventual, etéreo, plural e, incluso, como el terruño de lo íntimo y personal del historiador.

En este reto, la cultura conserva su común estado de imprecisión, y en ella coexisten campechanamente universales (civilización, democracia, libertad) con particularismos (identidades culturales encontradas, raza, género, clases, etnias) en perpetua interacción marcada por poder, afanes reivindicativos, venganzas, afirmaciones y autoafirmaciones. Lo que la nueva historia cultural ha apuntalado es la apreciación de la cultura antes que nada como cuestión popular, y en este sentido la llamada nueva historia cultural es simplemente el espíritu de la historia social de los sesenta y setenta dedicándose al terreno que no era, pace Raymond Williams, de su incumbencia, pues era el terreno ralo y llano de la superestructura. La cultura recobra importancia, pues, ante el resucitar de las dudas sobre la escritura del pasado. Antes la historia tenía no sólo motor, sino sentido. Ahora la historia avanza sin motor, sin sustento, sin quórum. Estas dudas revividas fueron refresco para la sequía de décadas de historia montada en una comprensión llana de la ciencia. Pero las dudas filosóficas, empaquetadas y canonizadas, entraron a la línea de producción académica. Y entonces la historia se atiborra de pausas, paréntesis, advertencias y la cultura torna a ser principio: la historia aligerada de motores, liberada de inocencia empírica y científica, vuela. Arriba encuentra reinando a una idea consensual que lleva formándose casi dos siglos: la cultura.

En fin, que el Porfiriato no cuenta, seguro, con harta “nueva” y cultural historia. Baste con que se haga de una historia que modestamente intente reencontrar el lenguaje del pasado en el presente. Entonces, se acabará por rebasar la dimensión de la dicotomía continuidad-rompimiento entre la pre y la post Revolución. Poco a poco iremos teniendo noticia de la desmembración del monobloque “Porfiriato”. Hablaremos de varios antes y después no relacionados con la Revolución. Una historia más dinámica de lo cultural no sólo iría, como en los años setenta, a las ciencias sociales o a la filosofía en busca de métodos de análisis, sino que innovaría nuevos objetos de análisis históricos que ilustren nuevos significados y conceptos. Por último, debido a la experiencia acumulada, una nueva historiografía estará, o debiera estar, curada contra burdos dogmatismos teóricos o políticos. En una era de desencantos y dudas, coherencia, lógica y, como propone Alan Knight, un bien domado eclecticismo, son terreno seguro.

Tradicionalmente, la historiografía contemporánea de los aspectos culturales del periodo entre 1870 y 1911 se ha centrado en dos áreas fundamentales: por un lado, la historia de las ideas y la historia intelectual se han enfocado en el escrutinio del positivismo, de la elite científica y de la relación de estos temas con el liberalismo.7 Además, al estudio del liberalismo se ha sumado la historia del pensamiento religioso y conservador, aunque aún resta harto por hacerse a este respecto.8 Dado que el análisis de “pensamientos”, de “ideas”, ha sido tan predominante, sorprende la falta de biografías, aunque ya hay algunas de personajes claves, incluyendo tres biografías recientes de Porfirio Díaz —ninguna dice nada particularmente novedoso, aunque el gran archivo Díaz permanece ahí, en espera de ser realmente disecado—.9 Por otro lado, la historia institucional y la historia política han producido un edificio historiográfico sobre la educación en el Porfiriato.10Sobre estos aspectos, puede decirse, contamos con un cuerpo más o menos amplio de trabajos que han causado una verdadera discusión historiográfica. Con todo, no puede decirse que la “historia de las ideas” políticas, sociales y científicas de fines del siglo XIX haya sido cubierta suficientemente. Sin duda, en este aspecto, los trabajos de Leopoldo Zea, Roberto Moreno y, en especial, los de Charles Hale han contribuido mucho. A partir del análisis de lo que Hale llamó el consenso liberal de fines del siglo XIX, con sus bemoles más ortodoxos y más estatistas, nuevos trabajos han surgido que constituyen, en conjunto, las raíces de una nueva historia de las instituciones y las ideas en el Porfiriato: por ejemplo, los trabajos sobre el pensamiento sociológico y las ideas sociales y socialistas del Porfiriato elaborados por Carlos Illades y Ariel Rodríguez Kuri; o los trabajos de José Antonio Aguilar sobre cómo las propias instituciones liberales, intentando acabar con la segregación territorial, hicieron imposible acuerdos democráticos en medio del crecimiento de constituciones liberales.11 Éstas son señales de algo por venir.

Aunque estas áreas han sido las más socorridas, existen otros sectores del horizonte cultural que han sido más o menos tratados. Especial mención merece la cuestión artístico-plástica, en cuyo análisis han descollado dos instituciones: el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM y la Universidad Iberoamericana. Investigadores de estos centros han escudriñado archivos y bibliotecas en busca de la riquísima producción artística del periodo entre 1870 y 1910. Los grandes artistas del Porfiriato, como José María Velasco, el escultor Jesús Contreras, el pintor Saturnino Herrán, han merecido especial interés y un cierto renacer artístico. Importantes exposiciones, que van desde retrospectivas de Contreras y Herrán hasta la masiva exhibición de Los pinceles de la historia (2003-2004) han avanzado muchísimo en el conocimiento al detalle de las escuelas, las personalidades, los estilos, las ideologías, los nacionalismos que movieron la importantísima producción plástica de este momento clave del desarrollo del arte en las Américas. Sin embargo, la historia del arte sólo muy recientemente empieza a salir precisamente del campo de la historia del arte para entrar en el campo de la historia “sin adjetivos”. La historia social, política, intelectual y cultural se está beneficiando enormemente de estos trabajos que dicen mucho más de lo que comúnmente se espera de los aristocráticos estudios sobre estilos y detalles de grecas (tan de las historias del arte tradicionales). Los trabajos, por ejemplo, de Fausto Ramírez son un modelo de lo rico e indispensable que es la historia del arte para el total de la consideración histórica del Porfiriato.12 La fotografía, por otra parte, es un campo que está dando muchos frutos y es de esperarse una reconsideración del periodo con el descubrimiento de más colecciones —que esperamos que aparezcan—.13 Claro, falta un salto casi paradigmático, seguramente generacional, consistente en que los historiadores educados fuera de departamentos de historia del arte aprendan a leer imágenes más allá de utilizarlas como ilustraciones, y que los historiadores del arte encuentren que las imágenes son sólo un tipo de palabras en el abigarrado lenguaje del pasado. Se ha avanzado mucho en este camino y poco a poco veremos surgir más trabajo con esta dirección y montados en esta sólida base de trabajos.

Como el Porfiriato fue el primer periodo del México independiente en que la ciudad capital se desarrolló aceleradamente, la ciudad de México como espacio por excelencia de la cultura y como corazón administrativo y cultural de la nación también se va abriendo brecha como tema prometedor.14 Los esfuerzos pioneros de Ismael Katzman, sobre arquitectura, van obteniendo eco poco a poco. Sin embargo, aún falta mucho por hacerse en la historia de la arquitectura que tanto puede revelar sobre la cultura de la época porfiriana. El México, D. F., porfiriano ha merecido ya varios estudios, como las síntesis de Jonathan Kandell (1988) —toda la historia—, la de Claudia Agostoni (2003) —en especial aspectos de higiene y salubridad— y, la menos afortunada de todas, la de Michael Johns (1997) —una especie de largo trabajo sobre el Centenario— y varios ejercicios de síntesis (Fernando Benítez, 1984) o de la ciudad en la literatura (Vicente Quirarte, 2001); sobre la ciudad como polis y gobierno, el mejor trabajo es el de Ariel Rodríguez Kuri (1996) y las partes correspondientes de Andrés Lira en la relación de las comunidades indígenas con la ciudad (1983). Aún falta mucho por hacerse con la ciudad como sujeto histórico, pero algo hay.15 Ciudades como Puebla, Monterrey y Guadalajara han merecido un cierto análisis, pero la preocupación por las ciudades no ha vencido, en la consideración del Porfiriato, la obsesión historiográfica por el campo.16

Las letras, en general, han merecido la atención de estudiosos, afortunadamente no del todo involucrados en la farándula académica de historiadores.17 En este aspecto, descansa un rico campo no sólo para la historia cultural o intelectual, sino para el análisis socioeconómico del México decimonónico. ¡Cuánto cuenta un relato de Micrós! En este sentido, y como aconseja don Luis Leal, habría que superar la creencia común de que nos faltan testimonios autobiográficos en la literatura y la historia mexicana. En verdad, varios personajes escribieron sus vidas con más o menos atino, dejando ricos testimonios de la era.18 Falta harto por hacerse, pues mucho de las letras del Porfiriato permanece en revistas y periódicos y no en libros. Aquí el enemigo principal es el papel ácido posterior a circa 1870; ojalá sobrevivan los periódicos y revistas que fueron importantes precisamente por su amplia circulación, hecha posible por el bajo precio del papel ácido, el mismo que hoy se hace polvo en las manos del historiador (véase nota de archivos y papeles).

Lo que debiera ser un fructífero tema cultural de la historiografía del Porfiriato, a saber: el desarrollo de las ciencias, ha atraído poca pero certera atención.19 Crimen y sexo, con todas sus implicaciones científicas y sociales, es lo más socorrido, no porque la sociedad porfiriana fuera especialmente criminosa o concupiscente o porque todos los científicos porfirianos sólo hablaran de sexo y crimen —de hecho son dos los grandes criminólogos, Guerrero y Roumagnac, más o menos conocidos; falta conocer a los otros, los de la prensa médica y militar—. Sexo y crimen se han vuelto importantes porque “vigilar y castigar” se volvió tema importante para la historiografía después de 1980.20 Sin embargo, las numerosas sociedades e instituciones científicas —con sus ricas bibliotecas— han sido víctimas por igual de la indiferencia del historiador y, más grave, del descuido de autoridades y particulares.