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El Reloj del Fin del Mundo se acerca inexorablemente a la medianoche. Algo terrible está sucediendo durante el último mes del 2013: alguien está secuestrando a niños en la ciudad de Londres. Giulietta Hamilton, una joven adolescente, pondrá patas arriba la ciudad para encontrar a su prima pequeña. Con la ayuda de Andrew Charlton, alias Greco, y del inspector Nayal, seguirán la pista del Flautista, el temible delincuente que parece estar detrás de las desapariciones.
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Seitenzahl: 293
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Josan Hatero Use Lahoz
Saga
El reloj del fin del mundo
Copyright © 2022, 2022 Josan Hatero, Use Lahoz and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726758733
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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PROLOGO
-Hay un señor escondido en las sombras.
El cuarto estaba apenas iluminado por una lámpara de noche con la pantalla decorada simulando el fondo del océano, con dibujos de caballitos de mar a modo de carrusel. Dorothy alisó un mechón rebelde sobre la frente de su hijo y le arropó hasta el mentón.
-Vamos a tener que cortarte el pelo antes de que llegue Navidad.
-Sí -contestó el niño sin mirar a su madre y sin dejar de abrazar a su canguro de peluche, el Señor Saltos.
-Te gusta mucho que te corte el pelo, ¿a que sí?
-Sí, me gusta el pelo corto. No me gusta el pelo largo. El pelo largo es de chicas. Yo soy un chico.
-Claro que sí, un chico muy guapo.
-Sí.
Dorothy sonrió y observó la expresión serena de su pequeño. Para ella, lo más duro de tener un hijo autista es que nunca podía saber si el niño era feliz o no. Sabía que Timothy la necesitaba pero, ¿la quería? El pequeño podía pasarse la tarde entera apilando latas de guisantes una encima de otra e ignorar su presencia. Cuando estaba enfrascado en alguna de sus rutinas, era como si ella no existiera. Timothy era absolutamente capaz de entretenerse por sí mismo. Pero si ella no estuviera ahí para cuidarle, qué sería de él. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo.
-Hay un señor escondido en las sombras.
Dorothy ni siquiera miró a su espaldas, al otro extremo del cuarto, donde un hombre corpulento y cubierto con un largo abrigo negro se camuflaba en la oscuridad y contenía la respiración.
-No pasa nada, Timothy. Tienes al Señor Saltos, tu lámpara marina está encendida y mamá está justo en la habitación de al lado.
-Justo en la habitación de al lado -repitió el niño.
Dorothy se levantó y, antes de salir, echó un último vistazo a su hijo.
-Cierra los ojos y a dormir.
-Cierro los ojos.
Durante unos segundos, Timothy apretó los párpados esperando la llegada del sueño. Entonces escuchó un susurro; un susurro que parecía una canción.
Al abrir los ojos, el hombre corpulento con un abrigo largo y negro estaba junto a él, ofreciéndole la mano.
Timothy la agarró. No tenía miedo.
Londres, 12 de diciembre de 2012
The Guardian
Ultima hora, sucesos
Desaparece en Londres un niño de siete años y se desconocen causas y paradero.
ANDREW KALAIDJAIN (THE GUARDIAN)
Consternación en el barrio de Belgravia. En la noche de ayer, 11 de diciembre, un niño de 7 años, de nombre Timothy Cartwright, desapareció de su habitación mientras dormía. Todo indica que se trata de un secuestro.
Al cierre de esta edición, fuentes cercanas a este diario han podido saber que la madre, Dorothy Tanner, de 38 años de edad, londinense, profundamente católica, en terrible estado de abatimiento ha atendido a los medios y ha asegurado, sin dar más detalles, que el niño es absolutamente incapaz de abandonar por si mismo el hogar, por lo que a día de hoy la posibilidad del secuestro sea la más factible.
Dorothy Tanner ha afirmado que a las 20 horas 35 minutos de la noche de ayer se hallaba en la habitación de su hijo. Después de conversar brevemente con él, le arropó con las sábanas mientras el pequeño sostenía su peluche y le pidió que se durmiera y que cerrara los ojos. No obstante, lo que más ha llamado la atención de los agentes que investigan el caso han sido otras palabras de Dorothy Tanner, quien ha alarmado a la sociedad londinense afirmado: “Recuerdo que en dos ocasiones Timothy me dijo que había alguien detrás de la puerta, pero pueden creerme, es obvio que no había nadie”. Mrs. Tanner no ha querido realizar más declaraciones y ha añadido que seguirá rezando en todo momento.
INDIGNACIÓN GENERALIZADA
El secuestro ha generado indignación en el barrio y muchos vecinos de comercios cercanos a la vivienda de los Cartwright Tanner han mostrado su irritación. Todos los entrevistados por The Guardian han defendiendo la inocencia de la madre y han destacado la candidez del pequeño Timothy. Según la descripción facilitada por Scotland Yard, Timothy Cartwright es un niño de siete años, mide un metro veinte de estatura, tiene los ojos marrones y grandes, la cara ancha, la nariz chata, el pelo con un poco de flequillo y, en el momento del secuestro, lógicamente vestía un pijama de rayas azules y grises y llevaba con él un peluche al que denomina “Señor Saltos”.
Desde Scotland Yard se atestigua que los agentes prosiguen investigación. Se han reforzado las principales vías de salida de Londres. Sin embargo, lo que más ha conmocionado a los agentes, lo que ha puesto en tela de juicio la labor de diversas empresas de seguridad y por consiguiente la pregunta que pasa por la cabeza de todos y cada uno de los policías es la siguiente: ¿cómo, en el supuesto caso de que exista el secuestrador, este ha podido esquivar las alarmas, la vigilancia y las cámaras en una casa ubicada en este barrio residencial, rico y seguro? Ningún agente se ha pronunciado al respecto.
COLABORACIÓN CIUDADANA
Desde la medianoche de ayer, más de 250 agentes se han desplegado en un perímetro de 30 kilómetros. Por el momento, no hay pistas firmes.
En un comunicado divulgado por agentes de Scotland Yard, se ha dado el aviso de los rastreos y sondeos llevados a cabo en la zona y lamentan al mismo tiempo posibles registros a ciudadanos en Belgravia y alrededores. “Se avecina un caso complicado, necesitamos colaboración ciudadana. Cualquier información nos puede ser muy útil para capturar al delincuente”.
Al no haber testigos presenciales el caso puede alargarse más de la cuenta. Se confía en que el secuestrador no haya abandonado Londres o sus alrededores, aunque no se descarta que haya huido a otra ciudad. De acuerdo con los agentes de Scotland Yard, este diario seguirá emitiendo la información precisa. De momento Scotland Yard no ha proporcionado más información. Manda el secreto de justicia.
GRECO
Siempre llevaré en la memoria mi paso por la Academia Fénix. Es una sensación que pesa. A ratos se agiganta y a ratos disminuye, pero siempre está presente. Es un sentimiento que tiene un nombre: se llama culpa, y duele.
Hay momentos en la vida que te dejan un rastro imborrable; como también hay personas que nunca se olvidan y su recuerdo permanece para iluminarnos en las adversidades futuras.
Después de todo lo acontecido en el verano, volver a Exeter fue más duro de lo que imaginaba. Pensar que Iris ya no estaba conmigo hizo que durante los primeros días de mi regreso no pudiera articular palabra. Pensaba en ella y me asaltaban momentos tan reales y tan nítidos que escuchaba su respiración, sus latidos en aquel bosque junto a Giulietta, y no podía comprender que no estuviera. El olor de Iris que quedó en mi sudadera de la Academia era mi única compañía. Más de una vez abrí el armario para encontrarla y lanzarme a respirar su olor y recuperar su esencia. Para mí, Iris nunca morirá. Hay personas tan especiales, personas que te enseñan tanto, personas que te protegen y que te hacen sentir tan querido, que no pueden morir nunca.
Si algo descubrí al regresar a Exeter fue que mi mundo anterior a la Fénix se había descompuesto. Resultaba ingrato salir a la calle y encontrarse con algún antiguo compañero que te acribillaba a preguntas y que sólo te hablaba de playas y fiestas de verano. No tenía sentido seguir en un lugar donde todo me era indiferente. El rumor de que había estado en la Fénix corrió como la pólvora y se extendió por el barrio de tal modo que, en más de una ocasión, al cruzar por Bicton Park o al atajar de camino a casa por Stone Lane Gardens, grupos de chicos desconocidos murmuraban en voz baja pronunciando mi nombre y señalándome. O al menos eso creía. Porque a veces, en momentos inesperados, regresaba el pánico a ser perseguido o atacado. Herencia de la Fénix, supongo. Cosas del miedo, ese animal escurridizo y feroz que en ocasiones se queda en tu cuerpo agazapado y cuando menos te lo esperas, reaparece.
En Exeter entendí que yo había nacido en la Fénix, a los 16 años, con Iris. Y que mi vida, a partir de entonces debía cambiar y empezar de cero. Por eso, a las dos semanas propuse a mi madre venir a Londres, a casa de la tía Mildred.
Al principio no le hizo ninguna gracia y enseguida dijo que no, que ni hablar, que qué me había creído… Pero como mi madre tenía planeado viajar a principios de septiembre a una feria internacional de anticuarios en el norte de Italia, creo que en Bologna, terminó aceptando mi propuesta e incluso agradeció a su hermana la amabilidad para recibirme con los brazos abiertos como siempre lo ha hecho. No le dije a mi madre que me quería ir para un tiempo. En un principio le comenté mi necesidad de salir de Exeter, airearme, poner distancia entre la Academia y mi pasado en la ciudad.
Una vez en Londres, empecé a tener claro que no quería retornar. Exeter no era mi sitio. No quería volver a un lugar donde reinasen las habladurías. Además, no tenía ningún amigo. Y en ninguna parte se puede vivir sin amigos. Allí siempre sería el pequeño Andrew Charlton. No sería yo. No sería Greco. Tampoco me entusiasmaba lo más mínimo vivir en casa de mi madre y ser partícipe de su mal genio y sus ataques de histeria; tener que vivir en primera persona sus bajones sentimentales por el abandono de su último novio, soportar los gritos por teléfono y las consiguientes lágrimas. Y si bien me asaltaba la pena cada vez que sucedía una escena similar, era el momento de decidir por mí y para mí.
Mucho menos me apetecía tener que ver a mi padre una vez a la semana, sentarme con él y con su relamida novia en la mesa del restaurante pijo de turno para hablar de nada y ver cómo hacían manitas y se reían de todo sin contar conmigo. No es fácil darse cuenta de que ya no eres una prioridad para tu padre. El mismo que durante años me acompañaba a los entrenamientos en las noches de invierno y me protegía, de pronto me daba la espalda y se ponía de rodillas ante aquella princesita teñida de rubio veinte años menor que él.
Necesitaba el anonimato. Precisaba la sensación de estar vivo de nuevo y de enfrentarme a los descubrimientos yo solo. Londres me ofrecía revivir en un espacio diferente, donde pasar desapercibido.
Tía Mildred me animó a que me tomara un año sabático, a que pensara con calma lo que quería hacer, si quería seguir estudiando o no, y qué era lo que más me gustaba. Ella me entiende. Llamó a mi madre a Exeter a la vuelta de la feria y se lo explicó. Parece ser que mi madre había vendido mucho en su viaje de negocios y había cerrado una gran venta de muebles victorianos a unos clientes japoneses, porque contra todo pronóstico aseguró a su hermana que lo entendía y que nos apoyaba a los dos.
En cualquier caso no fue fácil. Si algo he aprendido en este tiempo es que vivir con miedo no te deja crecer. Pero vivir con culpa es aun peor. El remordimiento por la muerte de Iris siguió persiguiéndome a mi llegada a Londres.
Encontré refugio en el gimnasio. Lo había probado en algunas ocasiones muy concretas: una vez en que acompañé a un compañero de clase para echar un partido de squash, y aquella temporada en que mi madre me obligó a hacer natación con ella. Pero nunca había sido asiduo de gimnasios. De hecho siempre me había sorprendido de esa gente que no puede vivir ni un solo día sin hacer pesas. Empecé a entenderlo al matricularme en Bloosmbury Gym, el gimnasio que está al lado del British Museum, muy cerca del 22 de Bloosmbury Square, dirección de tía Mildred,.
Fue por casualidad. Acompañé a tía Mildred porque quería preguntar el precio de la piscina y me fijé en un chico que salía de allí atravesando los tornos con la satisfacción en el rostro. Llevaba el pelo mojado y calzaba unas All Star rojas como las mías. Se le veía feliz, fibroso, con el cuerpo bien moldeado y con una chica que lo esperaba en las escaleras sujetando un aquarius. De pronto sentí un arranque de envidia y quise parecerme a él. Aproveché que mi tía estaba hablando con la recepcionista para decirle que yo también me quería apuntar.
Mi tía Mildred es partidaria de las decisiones precipitadas. Nunca piensa las cosas dos veces porque dice que lo que cuenta siempre es el instinto primero. Y allí mismo sacó su visa y pagó la matrícula de los dos mientras rellenábamos los formularios.
Ocurre que mi tía Mildred es partidaria de la inconstancia, y no duró más de dos semanas nadando. Se cansó enseguida. Sin embargo yo encontré el lugar adecuado para ponerme en forma y cuanto más deporte hacía, más saneada notaba mi cabeza. Empecé yendo por las tardes, pero al cabo de una semana me animé a ir mañana y tarde. Spinning, natación, pesas, pilates, abdominales, aerotraining y nociones de defensa personal. Esas eran mis actividades a mi llegada a Londres. Algo me decía que debía estar preparado y ponerme en forma me hacía sentir estupendamente. Uno nunca sabe cuando va a necesitar la fuerza y la agilidad. Y ya dicen los mayores que es mejor prevenir que curar. Lo demás: la maldita culpa y el recuerdo que llegaban algunas noches; y la dulce compañía de tía Mildred, con quien cocinábamos siempre comida saludable y biológica y con quien aprendí a hacer las mejores pizzas del universo.
Una de aquellas noches de diciembre llegué del gimnasio y tía Mildred estaba extendiendo la masa de una pizza, por supuesto hecha con harina se sarraceno.
-¿Te secas el pelo y me ayudas con el tomate, Greco? –preguntó.
-Por supuesto, tía Mildred, dame dos segundos -por primera vez me llamó Greco y no Andrew como era su costumbre. Fue un momento feliz.
Volví de mi cuarto y empecé a rellenar la masa con el tomate que previamente había frito mi tía en la sartén, mientras ella partía en pequeñas porciones y con las manos un bloque de mozzarella de bufala. Luego cada cual añadió lo que más le gustaba, ella salmón y huevo, y yo champiñones, alcaparras y cebolla. Metimos la pizza en el horno y esperamos frente al televisor. Tía Mildred se abrió una cerveza Martons Oyster y yo una coca cola.
-Hoy quiero que veas un programa que dan en Arte. Salen viejos amigos míos, y puede que hasta yo.
-¿En serio?
-Sí, es un homenaje a Malcolm Mclaren, un productor de música que fue amigo mío.
-¿Está muerto?
-No, pero se retiró a vivir al campo y hace mucho que no nos vemos… el campo, ese lugar salvaje y peligroso, jajaja… -me encantaba tía Mildred, siempre sonriendo.
-¿No te gusta el campo?
-¿El campo? ¿Te refieres a ese lugar donde los animales están crudos? Ni hablar, no me gusta ni en los cuadros de Van Gogh.
Iba a decir algo pero entonces mi tía me mandó callar y fijó la vista en la televisión. En la pantalla apareció un reportero que informaba desde el barrio de Belgravia y decía:
“Novedades en el caso Cartwright. Ya han pasado 24 horas desde la desaparición de Timothy Cartwright y seguimos sin rastro acerca de su paradero. Pero una de las cámaras de vigilancia instaladas en una de las calles principales del barrio ha captado una imagen que habla por si misma, aquí pueden verla ustedes: se trata de la misteriosa presencia de un hombre alto y corpulento, vestido con capa negra, que lleva de la mano a un niño que todo indica que pueda tratarse de Timothy Cartwright. Como pueden apreciar, son únicamente cuatro segundos de grabación, los que han bastado para que los agentes de Scotland Yard abran una nueva línea de investigación en el caso”
-¡La pizza, tía Mildred!, ¡Qué se nos quema!- grité.
GIULIETTA
Siempre que bajo de un tren, confío que haya alguien esperándome en la estación. Aunque no haya quedado, me apeo del vagón con la ilusión de ver en el andén un rostro conocido que sonríe al verme. Aquélla mañana de principios de diciembre que llegué a Waterloo Station no fue diferente. Pero no había nadie. Me colgué al hombro mi bolsa deportiva con ropa para cuatro días. Por entonces aún no sabía que había llegado a Londres para quedarme.
Me fascinan las estaciones, todo su ajetreo de gente yendo de un sitio a otro, tantos destinos cruzados. Pero de todas las que conozco, Waterloo es mi favorita. Es como una pequeña ciudad bajo techo, con todas las necesidades cubiertas. Incluso cuenta con un pequeño puesto de sushi, donde puedes comprar dos makis recién hechos por un par de libras. Nunca resisto la tentación. Creo que podría alimentarme exclusivamente de queso, te negro y makis. Compré dos de salmón y me los comí afuera, sentada en la parada de autobuses.
Aunque Bournemouth, donde nací, está a poco más de dos horas en tren, al llegar a Londres siempre tengo la sensación de llegar a otro país, una nación en ebullición en la que cualquier cosa es posible. Claro que, después del último verano, en que maté al monstruo que había asesinado a mi amiga Iris, yo ya sabía que las leyendas y los cuentos infantiles tienen un poso de verdad. Cada mañana me leía los periódicos buscando noticias inusuales, del tipo “una niña desaparece al caer en un pozo de los deseos” o “una ama de casa afirma que su marido ha sido cambiado por un impostor”. Ese día no tuve que buscar mucho: la noticia de otro niño secuestrado en la ciudad acaparaba la portada de todos los diarios. Era el quinto pequeño desaparecido en menos de diez días. La novedad es que una cámara de seguridad de un párking cercano a la casa de la víctima había captado unas imágenes del chaval, cogido de la mano de su secuestrador, un individuo altísimo cubierto con un abrigo negro y encapuchado, por lo que era imposible distinguir sus facciones. Pero lo sorprendente era la cara del niño, que estaba sonriendo y marchaba al lado del hombre por su propio voluntad. Los periodistas no tardaron en bautizar al captor como “El flautista de Londres”, en referencia al cuento “El flautista de Hamelin”. Scotland Yard parecía no tener pistas, según los diarios, ya que no se había pedido rescate por ninguno de los niños. Lo cual era todavía más escalofriante si cabe. Recuerdo que un estremecimiento me recorrió el cuerpo al imaginar que algo podría pasarle a Martha, mi prima de seis años a la que yo acudía entonces a visitar.
Mi tío Ernest, hermano pequeño de mi padre, y su mujer, Clarice, me habían invitado a pasar unos días en su casa. Sabían que yo había dejado el instituto para tomarme un tiempo libre y que planeaba apuntarme en breve a algún curso de moda de la escuela Saint Martins. Y también sabían que en los últimos meses yo me había convertido en una carga para mis padres, demasiado atareados con sus respectivas carreras y parejas para encargarse de una adolescente que aseguraba haber matado a un monstruo. Nada más y nada menos. Además, no resulta fácil encontrar canguro cuando tu hija es autista, y a mí me encantaba cuidar de Martha. Había algo en el silencio de mi prima y en la concentración con que hacía las cosas que me proporcionaba una extraña y completa sensación de paz. Pasar unos días en su casa me ayudarían a tratar de olvidar los malos recuerdos y el hecho de no tener perspectivas claras de futuro... Ni novio, dicho sea de paso. En el último año mi madre había cuatro y yo cero. Ganaba por goleada.
Al bajar del autobús en Islington, me crucé con un chico que me recordó a Greco, alto, delgado y con un carga de tristeza en la mirada, como si fuera un peso sobre los párpados. No había vuelto a hablar con él desde mediados de septiembre. Ni un mail, ni un simple whatsapp. Ambos compartíamos problemas: nadie se creía nuestra amarga experiencia en la Fénix. Y, después de la muerte de Iris, nos resultaba imposible volver a nuestras vidas pasadas. Algo se nos había roto a los dos; se había borrado el camino y ya no había marcha atrás. Según me había contado entonces, planeaba instalarse en Londres en casa de su tía. Decidí llamarle, pensé que sería agradable volver a verle, estar con alguien que sabe que no estás loca, que puede entender que algunas veces te despiertes en mitad de la noche con un nudo en el pecho que te ahoga de puro miedo.
El teléfono dio cuatro tonos y, cuando ya estaba a punto de colgar, Greco contestó:
-¡Giu, qué sorpresa!
Al escuchar su voz, la sincera alegría que desprendía, tuve una sensación reconfortante, como cuando pones la radio por la mañana y lo primero que suena es una de tus canciones preferidas.
-Sí, ya ves, he pensado en llamarte -le dije.
-¿Va todo bien?
-Sí, sí. Es que estoy en Londres y, bueno, como tú... ¿Tú estás por aquí?
Se río:
-Sí, estoy viviendo en Bloomsbury con mi tía desde hace un par de meses. Necesitaba largarme de Exeter. Bueno, tú ya me entiendes.
-Perfectamente: ver caras familiares te hacía sentir fuera de lugar.
-Yo no lo hubiera expresado mejor, Giu. Oye, pues tenemos que vernos, ¿no?
-Sí, a mí me apetece. Si tienes tiempo, claro.
-Giu, si algo tengo aquí es tiempo. Incluso demasiado. ¿Cuándo quedamos?
-Yo acabo de llegar, me quedo en casa de mis tíos, en Islington. Bloomsbury no está muy lejos, ¿no?
-Buf, ¡a mí aquí las distancias se me hacen enormes! Oye, hoy es jueves, ¿verdad?
-Sí -me reí. -¡Si que es verdad que tienes demasiado tiempo si no sabes el día en que vives!
-¡Ya ves que no mentía! No, te lo decía porque mañana es... es el cumpleaños de mi tía y hace una fiesta en casa. No son muchos invitados, pero todos nacieron antes de la década de los setenta, así que me vendría bien la compañía de alguien que sepa que un iPod no es una sartén japonesa.
Nos reímos de nuevo. Entonces me di cuenta que hacía mucho que no me reía así. Tanto que no recordaba la última vez.
-Será un placer hacerle compañía, caballero.
-¿Tienes algo donde apuntar la dirección?
-No, pero tengo buena memoria.
-Es muy fácil: Bloomsbury Square número 22. ¿A eso de las seis te parece bien?
-Me parece estupendo.
-Hasta mañana, entonces.
-Hasta mañana. Un beso.
En cuanto colgué, sentí como el calor me subía por la cara. ¿Me había despedido con un beso? ¿En serio? Era evidente que ambos nos teníamos cariño por lo que habíamos pasado juntos, que compartíamos un vínculo terrible, pero, de alguna manera que no sabía explicarme, despedirse con un beso era, no sé, excesivo. Supuse que la culpa era de mi sangre italiana: mi abuela materna era de Roma, y era evidente que yo había heredado de ella algo más que su nombre.
Llegué a la pequeña pero coqueta casa de dos pisos de mis tíos. Estos me recibieron con afecto, como siempre hacían, pero a quién yo tenía ganas de ver era a mi prima Martha. La encontré en su habitación, que durante las siguientes cuatro noches sería también la mía. Al entrar en el cuarto, Martha me miró de reojo y sonrío, pero no dijo nada. Estaba dibujando en su escritorio. Delante de su libreta había perfectamente alineado un arco iris de lápices de colores.
-Hola, preciosa. ¿No le vas a dar un abrazo a tu prima favorita? -le pregunté, aún sabiendo que Martha raramente se permitía tocar a nadie.
-Hola, preciosa -repitió. -Los abrazos no se pueden dar. Los abrazos se hacen, no se dan.
Me reí.
-Eres una niña muy lista, ¿lo sabías?
Martha asintió con la cabeza.
-Entonces, ¿te puedo hacer un abrazo?
Asintió de nuevo:
-Pero suave.
Me acerqué a ella y la rodeé con mis brazos, apenas rozándola. Entonces vi su cuaderno. Había dibujado algo parecido a un hombre encapuchado.
-¿Qué has dibujado, un monje?
-No. Es el señor de la canción -contestó. Y entonces se agachó y empezó a soltar el nudo de mis botas Doc Martens. Era una broma que siempre le gustaba hacer, desanudarme las botas. Le seguí el juego y caminé hacia atrás fingiendo pisarme los cordones y me dejé caer sobre la cama. Martha rió. Su risa era breve, duraba apenas un instante, pero siempre me conmovía por su dulzura. Sentí ganas de abrazarla de nuevo, pero me contuve.
Si hubiera sabido lo que iba a pasar la noche siguiente, la habría abrazado tan fuerte que nadie habría sido capaz de arrebatármela.
GRECO
-Mira Greco, una fiesta de cumpleaños o se hace bien, o no se hace –me dijo tía Mildred cuando le pregunté si creía necesario tanto revuelo. -Así que si hoy piensas ir también al gimnasio hazlo ya mismo, por la mañana, porque luego tendrás que ayudarme, y a veces, la preparación de una fiesta es lo más divertido.
Todavía estaba en la cama cuando me felicitó tía Mildred, siendo la primera en hacerlo. Yo ya llevaba un rato despierto, dando vueltas bajo las sábanas y pensando en mis cosas. Como siempre me pasa el día de mi cumpleaños, estaba nervioso, igual de triste que contento, recordando escenas y momentos de cuando era pequeño. No sé por qué sucede eso. Es una sensación extraña. Te ves en la obligación de estar muy feliz pero sin saber por qué a ratos te pones nostálgico y eso, lo reconozco, me hace sentir un poco patético.
De pronto irrumpió en el cuarto tía Mildred con todo su entusiasmo para desbaratar cualquier rastro de tristeza. Venía cargada con una bolsa en la que intuía que habría un regalo. Mientras me cantaba el Happy Birthday to you… casualmente sonó el móvil y en la pantalla leí “Mum”. Sorpresa: mi madre también se acordaba de mi cumpleaños. Es curioso lo sincronizadas que estaban las hermanas. Pensé que me gustaría tener hermanos para poder comprobarlo. No hablé mucho con ella. Me felicitó y antes de que me taladrara con uno de sus habituales interrogatorios, tía Mildred dijo:
-Pásame a tu mami y abre el regalo…
Le cedí el móvil y la vi alejarse mientras hablaba:
-Hola hermanita, ¿cómo está mi reliquia victoriana?...
Me incorporé para abrir el regalo. Separé las asas de una gran bolsa de cartón y descubrí un paquete cuyo papel fui rompiendo poco a poco. Cuando empecé a ver lo que realmente era, me asaltó la emoción y me puse en pie al instante. Acabé con el papel y en mi manos tuve la cazadora más bonita que había visto nunca. Me la probé de inmediato por encima del pijama y fui directo al espejo. Ahí estaba yo, Greco, despeinado y medio dormido, descalzo, ataviado con ese pantalón de pijama que me venía pequeño y me hacía las piernas más escuálidas de lo que realmente eran, con unas pintas espantosas pero con una cazadora de paño, azul marino, que me quedaba perfecta. Tenía los puños de tela, botones, cremallera, y dos bolsillos. Mi tía sabía bien que yo sólo llevo cazadoras. Le subí el cuello, me la abroché y sonreí. No me la quitaría en todo el otoño y en todo el invierno. Hasta tuve ganas de ducharme con ella.
Sin apenas ponerme unas zapatillas fui hasta la cocina pisando la moqueta del suelo. Allí estaba tía Mildred. Por la sonrisa que mostraba, parecía más contenta que yo.
-Muchas gracias, tía Mildred, es increíble.
Le besé y ella repasó el tacto de la cazadora:
-Te queda muy bien, sin duda es tu talla. –dijo dejando su taza de café en la repisa de mármol.
-Es un regalazo.
-No es para tanto, así te acordarás siempre de tu cumpleaños en Londres.
-No lo olvidaré nunca. Te has pasado un poco, ¿no?
Tía Mildred se empezó a reír, como si hubiera dicho una tontería.
-No seas tonto, Greco… ¿Sabes lo que decía tu abuela, mi madre?
-No, nunca la conocí.
-Que en la vida se es mas feliz dando que recibiendo. Yo no la entendía cuando me lo explicaba y tenía tu edad, pero luego, con el tiempo, me ha quedado claro. Y además decía que, dado que siempre hay muertes repentinas, mientras estemos aquí, es para disfrutar.
De mayor me gustaría ser como tía Mildred. Lo tuve claro en ese momento.
-Entonces, ¿te parece que la estrene hoy?
-¡Ni se te ocurra no hacerlo! pero si vas a desayunar quítatela, que dado que tú nunca te quitas los calcetines de las manos, tienes mucho peligro en la cocina.
-¡Ja! No te preocupes, esta chupa la voy a cuidar como ninguna.
-Son las nueve de la mañana y tenemos muchas cosas por hacer. Te doy tres horas, a las doce te quiero disponible.
-Vale, tía, me da tiempo de sobra.
Ya que no podría ir al gimnasio por la tarde como solía, lo haría por la mañana. En dos horas tenía tiempo de hacer una rutina de pesas y natación. En un abrir y cerrar de ojos pasé por la ducha. Sabía que en el gimnasio me volvería a duchar pero es una costumbre que tengo, no puedo salir de casa sin ducharme. No soy persona. Me vestí a toda prisa con mis vaqueros Wrangler, un jersey de algodón azul claro y las All Star rojas. En la bolsa coloqué la toalla, las chanclas, las zapatillas de deporte, los calcetines, los pantalones, el bañador y el gorro de nadar y ya por fin llegó el momento de ponerme de nuevo la cazadora. Guau, ¡cómo molaba!
-Anda, venga, deja de mirarte. Te he dejado la fruta preparada.
-Gracias, tía Mildred.
En la cocina comí a toda prisa rodajas de naranja, piña y kiwi, del armario agarré mi barrita de cereales y de la nevera saqué uno de mis zumos de frutas. De camino al gimnasio fui comiendo. Me miraba en todos los escaparates aprovechando el reflejo de la luz en el cristal. ¡Qué agradable pasar un cumpleaños en Londres!, donde todo era heterogéneo y nuevo.
La ciudad arrancaba el sábado con un ritmo más lento que los otros días. El cielo estaba nublado pero no impedía que una marabunta de visitantes hiciera cola en el British Museum. Bici-taxis, autobuses, coches y alguna bicicleta ocupaban la calzada de Russell Street y los comercios dedicados al turismo absorbían los clientes más madrugadores. Sólo el barrio de Bloomsbury era tan diferente a Exeter que cada vez que salía de casa descubría algo nuevo.
De pronto recordé lo que me había dicho tía Mildred. Había habido una palabra que no había digerido bien. Habló de muertes repentinas y esa expresión me obligó a recordar situaciones desagradables. Pero era mi cumpleaños y, una vez en las escaleras del gimnasio, quise tirar a la papelera la melancolía junto con el envase del zumo y el papel de la barrita. ¡Adiós, tristeza!
Cuando volví a casa tía Mildred ya estaba preparada. Me hizo tender la toalla y poner en el cubo de la ropa sucia lo que tocara y sin perder un minuto nos fuimos de compras. Subimos a un autobús. Nos sentamos arriba, en la primera fila. Era un buen palco para disfrutar de Londres. Me llevó al mercado de Portobello porque decía que había todo tipo de tiendas interesantes a nivel gastronómico. Allí tía Mildred conocía un comercio biológico donde quiso comprar garbanzos y tahini para hacer un hummus. También se hizo con rúcula y quesos y tomates para ensaladas. Empecé a entender que mi fiesta, en realidad, consistiría en una reunión de cuarentones. ¡Menos mal que venía Giu! A decir verdad, tenía muchas ganas de verla. Por un lado me daba respeto, pues sabía que sería inevitable que a los dos nos asaltaran recuerdos de la Fénix, pero al mismo tiempo era un alivio para mí contar con una amiga que fuera mía de verdad. Giulietta Hamilton me conocía mucho más que cualquier amigo de mi tía, a los que suponía bastante carcas.
Antes de entrar en el restaurante donde tía Mildred se empeñó en invitarme a comer, pasamos por una tienda de discos, de esas que parecen más reliquia que comercio, y justo al abrir la puerta alguien palpó la espalda de mi tía:
-¡Hey, Nick! veníamos a verte.
Un señor calvo y rechoncho besó a mi tía.
-He salido a fumar un cigarro, ¿Cómo estás, preciosa? Cuanto tiempo…
-Sí, mucho… mira te presento a mi sobrino Greco, vive conmigo… Greco, este en Nick, un viejo amigo, muy amigo.
-¿Qué tal, Greco? Me imagino que con tu tía te lo pasas en grande, ¿no?
Estreché la mano de Nick y respondí:
-Encantado, sí, no me aburro en absoluto y me fascina Londres.
-Hemos venido para invitarte a una fiesta esta noche –empezó a decir mi tía.
-¿Fiesta? ¿Hoy? ¡Perfecto! No hay partido del Arsenal, así que… sólo dime la hora y el lugar –añadió el tipo, mientras pisaba un cigarro en la acera.
-En mi casa, el motivo es que hoy cumple diecisiete años este elemento.
-¿Diecisiete años? ¿Todavía queda gente tan joven?
-Sí, Nick, es horrible, pero aún los fabrican. Pásate a las ocho… y… ¿avisas tú a Ian y a Kim?
-Genial, si, yo les aviso.
Sin saber por qué me dio por preguntar:
-Pero… ¿Sabes la dirección?
-Ja, ja, ja! Conozco esa casa mejor que tú, Greco, he abierto muchas veces esa puerta azul… -dijo dándome una cariñosa colleja- por cierto, bonita cazadora…
Sólo faltó que me dijera el número exacto de escalones. Cuando nos alejamos me vi con ganas de opinar:
-Parece simpático.
-Lo es.
-¿Es suya la tienda?
-Sí, le fascina la música, él es el que pincha cuando hacemos fiestas en casa. En la casa donde vives ahora se han hecho muchas, y muy largas…
Estábamos cruzando Portobello Road. Teníamos la reserva a las 13.30 y andábamos justos de tiempo. Entramos en el restaurante y nos dieron mesa enseguida. Por indicación de tía Mildred me pedí los canelones de verduras y de entrante una tapenade de aceitunas negras. Ella probó unas ostras de primero y de segundo se pidió el tartar de atún. ¡Ah!, no sé cómo alguien puede comer ostras, sólo de verlas me entraba no sé qué: