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Si buscas otra historia más de princesas en apuros y héroes de brillante armadura, esta historia no es para ti. Mackenzie es una chica de un pueblo en el norte de Inglaterra con una vida normal que la noche antes de su decimosexto cumpleaños descubre que es el objetivo de una extraña secta y que el chico que le gusta forma parte de la intriga. A partir de entonces hará todo lo posible para sobrevivir a los peligros que la acechan, aprenderá a defenderse, a controlar sus recién descubiertos poderes y a conocerse a sí misma. Esta es la primera parte de la trilogía Mackenzie, ¿te atreves a acompañar a Mackenzie en sus aventuras?
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Seitenzahl: 197
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Josan Hatero
EL LADO DE LAS SOMBRAS
Saga
Mackenzie 1
Copyright © 2013, 2021 Josan Hatero and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726758764
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Si lo que buscas es una de esas historias en las que una chica se mete en líos y tiene que esperar a que un chico la rescate porque no sabe defenderse sola, entonces esta historia no es para ti. Ni hablar.
Si lo que buscas es una historia en la que una chica se enamora del tipo equivocado…, bueno, entonces puede que sí. Pero esta historia, la mía, va de muchas de otras cosas, como de saber quién eres.
En cualquier caso, te aconsejo que leas este libro que tienes en las manos de día, junto a una ventana soleada o al aire libre.
Si te decides a leerlo de noche, hazlo en una habitación bien iluminada, porque no puedes saber si lo que habita en las sombras es bueno o malo. Pero es muy probable que haya algo ahí aunque tú no lo veas.
Windermere
Supongo que esta historia comienza cuando el chico por el que llevaba suspirando los dos últimos años intentó matarme.
Llámame rara, pero fue entonces cuando descubrí que, tal como sospechaba, yo no era buena persona. De hecho, no era una persona del todo.
A ver cómo lo explico. Todo el mundo quiere ser especial, ¿no? Todos queremos sentir que somos importantes para alguien, aunque sólo sea una persona. Y, no, serlo para tu madre no cuenta. Para nada. Pero, ¿qué pasa cuando ser especial resulta peligroso para ti y para todos cuantos te rodean?
De alguna manera, todavía no sé muy bien cómo, todo lo que conocía o creía conocer ha cambiado en los últimos meses. Así, de repente. Sin pedir permiso. Y está claro que no ha cambiado para mejor. En absoluto.
Hasta hace poco, yo no era más que una chica de casi dieciséis años como cualquier otra: una chica normal, con una vida bastante aburrida, dicho sea de paso. Y por normal me refiero a que no tenía mayores problemas que aprobar los exámenes, pelear con mi madre por la ropa que podía ponerme y fantasear con un chico que jamás se fijaría en mí… Vaya, o eso pensaba yo. Porque, hasta hace poco, lo único que me hacía destacar del resto de las chicas del vecindario era que soy adoptada y mi nombre: Mackenzie. ¿A qué padres se les ocurre ponerle a su hija un nombre que parece un apellido? Ya te lo digo yo, a los míos.
Ah, otro detalle que me distinguía de mis vecinas es mi color de pelo: soy morena, lo cual, cuando vives en un pueblo del norte de Inglaterra como Windermere, significa que eres una de las pocas chicas con ese color de pelo de tu instituto. De modo que, cuando escuchaba de refilón una conversación en la que alguien de mi clase decía algo de “la morena”, sabía que era muy probable que estuvieran hablando de mí. Pero no voy a engañarte, eso no pasaba muchas veces. Al menos, no hasta la noche antes de mi decimosexto cumpleaños.
Aquella noche de principios de julio era viernes y, como todos los viernes, Elvina y yo teníamos un plan: primero, tomarnos un gran helado de menta y chocolate sentadas en un banco frente al lago (ella de cucurucho, yo de tarrina con cuchara); después, pasear por delante de los pubs y los fast—foods para ver y dejarnos ver; por último, tomarnos una porción de pizza grasienta o un plato de fish and chips y volver caminando a casa mientras fantaseábamos con un futuro lejos del pueblo. Las dos soñábamos con ir a estudiar una carrera a Londres, conocer gente interesante y enamorarnos de un par de chicos silenciosos y misteriosos que a su vez fueran amigos: así ella y yo no tendríamos que separarnos jamás. Ah, y los chicos tendrían que ser altos, claro.
—Mira, Mackenzie —solía decir siempre Elvina—: yo soy alta, así que, si tengo que elegir entre un chico bajito y listo y otro tonto y alto, elijo al alto. Y eso no es ser superficial, eso es ser práctica.
La verdad es que, tan cierto como que Elvina mide un metro y ochenta centímetros (yo a duras penas llegó al metro sesenta), ni ella ni yo habíamos tenido nunca la oportunidad de elegir. Ninguna de las dos habíamos tenido novio.
No es que estuviéramos mal, aunque esté feo que yo lo diga; lo que pasaba era que Elvina asustaba con su altura y su melena roja, y yo, bueno, me gusta creer que soy muy exigente. Lo máximo que yo había hecho era besarme con Tommy Meyers durante una fiesta de cumpleaños cuando ambos teníamos trece años. Y una segunda vez con un chico español durante las vacaciones del año pasado en Barcelona. Habían sido apenas un par de besos que duraron como cinco minutos, junto a la piscina del hotel, mientras mis padres dormían la siesta. Y si tengo que ser sincera, fue bastante decepcionante. Me había imaginado ese primer beso (lo del torpe de Tommy Meyers ni lo cuento, fue muy infantil) de forma diferente: no es que creyera que fueran a sonar violines y que el cielo se iba a iluminar con un gran arcoíris; pero fue, no sé, demasiado real. Como si estuviéramos practicando deporte. Además, yo no hacía más que pensar todo el tiempo: “Me estoy besando por primera vez mientras llevo un biquini barato con estampado de conejitos azules y rosas”, y así no hay manera de que una se concentre. Sí, has leído bien: conejitos azules y rosas.
Pero volviendo a aquella noche en la que todo empezó a cambiar, recuerdo que Elvina y yo nos comimos dos porciones de pizza de pepperoni (siempre me ha hecho gracia esa palabra, pepperoni) con extra de queso y de orégano y sendos vasos de Sprite Diet; eso sí, a la hora de beber nos daba por contar las calorías. Cuando terminamos, todavía no eran las once y, aunque nuestro toque de queda eran las doce (ventajas de vivir en un pueblo), decidimos volver a casa para ver la tele: Elvina le había prometido a su abuela que iban a ver juntas no sé qué peli de Keira Knightley en el satélite. Yo no tenía ganas de encerrarme porque estrenaba mis relucientes New Balance rosas (regalo de cumpleaños anticipado de mi padre que yo misma le había sugerido) y quería que todo el pueblo me las viera, pero accedí sin apenas refunfuñar.
Fue de vuelta a casa cuando le vimos. Era Josh Winter, el chico por el que yo suspiraba desde hacía un par de cursos. Josh lo tenía todo: era alto, ojos oscuros y tristes, vestía invariablemente vaqueros ajustados tanto en invierno como en verano, siempre llevaba camisas blancas (nunca camisetas), abrigos de marinero, el pelo descuidado imitando al cantante de Arctic Monkeys, y era silencioso y reservado, como si escondiera un terrible secreto.
—Mira quién va por ahí —me dijo Elvina susurrando y señalándole: Josh caminaba por la otra acera unos cien metros delante de nosotras.
—Calla —le dije yo, no sé por qué.
—Vamos a seguirle —dijo Elvina como si me leyera el pensamiento. A veces estábamos tan conectadas que parecía que tuviéramos telepatía o algo por el estilo.
—Vale.
Y eso hicimos. Sin cambiar de acera, sin salirnos de las zonas de sombra y manteniendo una prudencial distancia, seguimos a Josh. Si seré tonta que hasta su forma de andar me gustaba: parecía que caminara con los hombros, avanzando primero uno y luego el otro, con la cabeza agachada igual que un boxeador concentrado antes del combate de su vida. Debía de llevar unos auriculares puestos porque iba tarareando una melodía que no supe reconocer. Para nuestra sorpresa, llegado a cierto punto, Josh dobló una esquina hacia la carretera de Ambleside: parecía como si se alejara del centro del pueblo, que era donde él vivía, como yo sabía muy bien.
Emocionadas como si fuéramos las protagonistas de una película de espías, le seguimos durante diez o quince minutos más. Probablemente eso era lo más excitante que habíamos hecho hasta entonces, fíjate si llegábamos a aburrirnos. Entonces vimos cómo cruzaba la verja del cementerio de St. Mary. ¿Qué demonios iba a hacer ahí? Puede que tuviera a algún ser querido enterrado, probablemente su padre, pero no parecía que fuera el mejor momento para mostrarle sus respetos, a esas horas de la noche y sin más luz que la de la luna y la que arrojaban las farolas de la carretera. En cualquier caso, todo aquello tenía un aura de misterio que hacía que mi corazón brincara en mi pecho como un caballo a la fuga.
—Esto es muy raro —susurró mi amiga.
—Calla, zanahoria, que se ha quitado los auriculares y nos va a oír —le dije. Si cualquier otra chica llamara “zanahoria” a la pelirroja de mi amiga, Elvina le soltaría un bufido que la tumbaría. Pero yo tenía ese privilegio.
Tengo que decir que normalmente yo no me habría atrevido a pisar un cementerio en plena noche (aunque fuera uno pequeño y encantador como aquél). Pero la curiosidad era más fuerte que cualquier reparo que pudiera tener. Entonces Elvina se detuvo de golpe:
—Allí hay alguien —me dijo al tiempo que me agarraba de la manga.
Era cierto: en la oscuridad vimos la figura alta de un hombre que esperaba entre las sombras. Por un instante, me pasó por la cabeza la idea de gritarle avisándole de que había alguien delante de él, pero enseguida reparé en que Josh levantaba la mano a modo de saludo. Era evidente que había acudido a reunirse con aquel tipo al que no alcanzábamos a ver con claridad.
Nos escondimos agachadas detrás de un árbol.
Josh estrechó la mano del hombre al tiempo que le decía:
—Bienvenido, maestro. No le esperábamos tan pronto.
¿Maestro?, pensé yo. ¿Maestro de qué?
—Ojala no hubiera tenido que venir —respondió el hombre. Su voz sonaba grave y lenta, como si sopesara cada palabra antes de pronunciarla—. Las cosas se han precipitado.
—A lo mejor se trata de un juego de rol —me susurró Elvina.
Asentí en silencio. Sin embargo, había algo demasiado extraño en todo aquello.
—Como nos temíamos, una de las elegidas está aquí —dijo el extraño—. Y está a punto de ser reclutada.
—¿Sabemos quién es?
—No sabemos el nombre, pero de lo que estamos seguros es de que cumplirá dieciséis años pronto, entre esta noche y la próxima luna llena.
Al escuchar eso sentí como si alguien me pellizcara el estómago por dentro, como una especie de vacío. Elvina me miró con los ojos muy abiertos. Las dos miramos hacia el cielo: la luna estaría llena en no más de tres o cuatro días. Y faltaban apenas unas horas para mi cumpleaños.
Por si fuera poco, en ese momento Josh dijo:
—Creo que ya sé quién es: hay muy pocas chicas de esa edad y de cabello oscuro por esta zona.
Entonces sonreí y miré a Elvina fijamente: tenía que ser una broma muy elaborada. Ella debía de haber hablado con Josh y con aquel hombre para gastarme una broma. Sin embargo, Elvina me miraba con la misma cara de sorpresa que si le hubiera dicho que era una extraterrestre venida de Saturno y que pensaba presentarme al concurso de Miss Universo.
—Tienes que actuar con rapidez y discreción —le dijo el hombre a Josh al tiempo que le entregaba algo envuelto en una tela oscura—. Ya sabes qué tienes que hacer.
Josh abrió la tela y contempló lo que envolvía. Desde nuestra posición no podíamos ver de qué se trataba.
—¿Algún problema? —le dijo el hombre.
Josh pareció dudar un instante antes de hablar:
—No sé. ¿Seguro que no hay otra opción?
Entonces sucedió algo que no esperábamos: el hombre agarró a Josh por las solapas de su abrigo marinero y se lo acercó a unos centímetros de su cara con violencia.
—¿Crees que estaría aquí si hubiera otra opción?
Al lado de aquel hombre, Josh se veía tan pequeño y desvalido como un niño. Elvina y yo no sabíamos qué hacer. Mi amiga me apretó el antebrazo como pidiéndome calma.
El hombre soltó a Josh, le arregló el abrigo y, dulcificando el tono, le dijo:
—Sé que no es fácil. Pero el futuro de todos nosotros puede depender de ello.
—Lo sé —dijo Josh—. Lo sé. Sólo que no esperaba tener que ser yo.
—Si no te ves con coraje para hacerlo, dímelo ahora.
—No, no, descuide. No dudaré.
—Tu padre estaría orgulloso.
No sé por qué, de pronto se apoderó de mí una sensación de incomodidad y sentí la necesidad de irme de allí enseguida.
—Vámonos —le susurré a Elvina.
Ella negó con la cabeza: estaba encantada con el espectáculo; pero yo le agarré de la manga y tiré de ella al tiempo que me incorporaba tratando de no hacer ruido.
—Tía, me lo estaba pasando en grande —protestó—. Esto es lo más emocionante que nos ha pasado desde…, desde nunca.
—Y eso subraya lo aburridas que son nuestras vidas —le respondí—. No sé, me siento rara.
Una mirada de preocupación cruzo el rostro de mi amiga.
—Es que todo esto es muy raro, ¿no?
—Y que lo digas.
La casa de Elvina, que vivía con su abuela, estaba de camino, de modo que la acompañé, nos despedimos, y seguí hasta la mía. Las calles estaban más oscuras y silenciosas que antes, o eso me pareció a mí. De todas formas, desde que tengo memoria siempre me he sentido cómoda en la oscuridad.
Me puse a pensar en lo que sabía de Josh. En realidad, no mucho. Había sido siempre callado, uno de esos chicos que no sabes si no abre la boca porque es tímido o porque tiene un gran mundo interior y no presta atención a lo que ocurre a su alrededor. En el colegio se decía que se debía a que su padre había muerto cuando él era niño. Una muerte que, según la abuela de Elvina, había trastornado a su madre, que desde entonces empezó a vestir siempre de blanco, como una especie de luto invertido, y dejó de ir a la iglesia. Para colmo, aunque su marido había muerto una noche en un accidente de coche al salir de la carretera y caer al lago, la madre de Josh proclamó durante el entierro que había sido asesinado. Cuando la gente la interrogó al respecto del supuesto asesino, guardó silencio como si temiera represalias. Así las cosas, no era de extrañar que mi admirado Josh fuera un pelín raro. Pero lo que acaba de ver en el cementerio era más de lo que yo podía desear.
De golpe me invadió una sensación de inquietud. ¿Te ha pasado alguna vez que sientes como si alguien te estuviera siguiendo? Me giré, pero no vi a nadie. Todas las muchas películas de terror que había visto con Elvina (eran nuestras favoritas y más de una noche de fin de semana me había quedado en su casa viéndolas hasta tarde) me vinieron a la cabeza. La típica escena en que una chica camina de noche por una calle solitaria, se gira porque le parece que escucha ruidos, pero no hace caso porque cree que es cosa de su imaginación, y entonces aparece un asesino con una máscara… Sólo que ahora esa chica era yo.
Me entró frío, por lo que me crucé de brazos y comencé a caminar mucho más rápido. Al doblar una esquina, casi tropiezo con un borracho y solté un gritito del susto, aunque no era el típico borracho de las películas, viejo, desastrado, con una larga barba y una gorra mugrienta, sino un hombre de la edad de mi padre con pinta de director de banco. ¡Así de alegres somos en la Inglaterra norteña! Al verme, el hombre pareció sentirse avergonzado e hizo amago de levantarse. Entonces, no sé por qué, pensé: “Cáete”. Y, para mi sorpresa, el hombre resbaló y se cayó.
Sabía que estaba mal, pero me fui riendo el resto del camino de vuelta a casa.
Me gusta leer. De modo que sé que, cuando en una historia la protagonista tiene un sueño extraño, tipo premonición, la cosa apesta a recurso barato, especialmente si es en el primer capítulo. Pero resulta que la víspera de mi decimosexto cumpleaños tuve un sueño de lo más raro y, sí, premonitorio en cierto modo, por lo que tengo que contarlo muy a mi pesar. Porque lo tuve de verdad. Y porque, bueno, ya estamos en el segundo capítulo.
Fue más o menos así… Yo estaba en mi instituto, como en un día de clase normal y corriente; pero enseguida noté que pasaba algo raro: era invisible. Caminaba por los pasillos sin que el resto de los alumnos percibiera mi presencia. Entonces vi a Elvina y me acerqué para hablar con ella, pero tampoco podía verme ni oírme. No sabía qué hacer y empecé a gritar y a saltar agitando los brazos igual que una histérica que tratara de detener un tren. Nada. Era como si me hubiera convertido en un fantasma. En ese momento reparé en que había un tipo en la otra punta del pasillo que me miraba fijamente. Era evidente que no era un alumno porque era mayor, de unos treinta y cinco años, y vestía diferente, con un largo abrigo negro que le llegaba hasta los tobillos y un sombrero como los que llevan los detectives en las películas antiguas. Y era bastante guapo a pesar de ser muy pálido, como si nunca le hubiera dado el sol o como si realmente se hubiera escapado de una peli en blanco y negro. Tenía los ojos de un gris claro, largas patillas y una perilla morena. Me sonrió como para hacerme entender que efectivamente podía verme. Había algo en él que me inspiraba confianza, como si ya le conociera. Me acerqué a su encuentro y le pregunté:
—¿Puedes verme?
—Claro. Llevo observándote desde hace mucho —su voz ronca no encajaba con su aspecto, como si sus palabras fueran más antiguas que él. O como si fumara un paquete de tabaco diario desde que tenía cuatro años.
—¿Qué está pasando?
—Eres diferente, por eso no pueden verte. Siempre has sido diferente —me contestó, todo misterioso.
Si un desconocido me dijera algo semejante estando despierta, me reiría en su cara o acudiría corriendo en busca de un adulto; pero en el sueño aquello parecía tener sentido. Es lo que pasa con los sueños, que tienen sus propias reglas. Y por eso les prestamos tanta atención: es algo que nos pertenece en exclusiva, pero sobre lo que no tenemos control.
—Yo no quiero ser diferente —le dije—. Yo sólo quiero encajar.
—Eso es lo más ridículo que he escuchado nunca: uno no puede elegir lo que es —me replicó. Y entonces metió una de sus pálidas manos en uno de los bolsillos de su abrigo, sacó una pequeña caja negra y me la ofreció al tiempo que decía—: Felicidades.
—¿Es para mí? —es lo único que acerté a decir.
—Es tu regalo de cumpleaños.
Cogí la caja. Era más pesada de lo que su tamaño podría indicar.
—¿Qué es? —pregunté.
Él sonrío. No fue una sonrisa coqueta; sino más bien condescendiente, como si yo fuera una niña.
—Son tus talentos —dijo.
—¿Mis talentos? —repetí.
Él asintió con la cabeza.
—¿Y de qué se trata?
—Todavía no lo sabemos. Sin embargo, seguro que serán extraordinarios, porque tú eres extraordinaria.
Y me desperté.
¿Te ha pasado alguna vez que te despiertas después de un sueño muy intenso y durante unos segundos no sabes bien dónde estás ni qué hora es? Pues eso me pasó a mí. Me estiré en la cama dándole vueltas al sueño. Había sido peculiar, es verdad, sobre todo por lo intenso; pero no tanto como ver a Josh con aquel extraño en el cementerio la noche anterior. Después de que Elvina y yo volviéramos a casa, con la cabeza llena de preguntas sin respuesta y muchas conjeturas absurdas (Elvina estaba convencida de que Josh era un agente secreto de alguna oscura organización), me había costado conciliar el sueño.
Pero era un nuevo día, ¡mi cumpleaños!, y la luz entraba por la ventana de mi cuarto. Miré el despertador: eran casi las diez de la mañana. Me incorporé y me estiré. Kit-kat, mi gata, estaba en el alféizar de la ventana mirando hacia el exterior. La llamé:
—Kit-kat, ¿por qué me has dejado dormir tanto?
Ella me ignoró. Estaba concentrada en algo que había en nuestro jardín.
—¡Tengo dieciséis años Kit-kat! ¿Es que no vas a felicitarme?
La gata seguía inmutable. Imaginé que debía de haber visto una ardilla. Me levanté y me acerqué a acariciarla. Y lo vi: escondido entre los árboles de detrás de casa, protegido por las sombras, estaba el hombre con abrigo largo y sombrero que acababa de ver en mi sueño.
Fue apenas un segundo: cuando quise asegurarme de lo que acababa de ver, el hombre de mi sueño ya no estaba allí. ¿Se había escondido detrás de la vegetación o es que me lo había imaginado? Kit-kat me miró como diciéndome que ella también lo había visto. O eso me pareció, vete a saber lo que pasa por la cabeza de una gata. Después de un par de minutos tratando de detectar algún movimiento, me di por vencida: seguro que me lo había imaginado.
Mis padres no estaban, probablemente habían ido de compras a Kendal o Preston, como solían hacer casi todos los sábados. Cuando era niña siempre me llevaban con ellos, pero desde hacía un par de años había conseguido que me dejaran sola y, la verdad, creo que ellos estaban encantados con la idea de pasear a sus anchas sin preocuparse de mí.
Encendí el móvil. Al instante recibí un mensaje de Elvina felicitándome. Y ya está. Ninguna otra felicitación. Vale que no era la chica más popular del instituto, pero, ¡por favor! Le escribí a mi amiga un “Oh, Dios mío, soy una anciana” como respuesta, al tiempo que abría mi portátil. Tenía la esperanza de que esa cotilla global que es Facebook (Fakebook, como decía mi padre, tan antitecnológico él) hubiera alertado a mis treinta y cuatro contactos de que hoy era mi cumple. Tenía otro mensaje de Elvina, y otro más del baboso de Tommy Meyers: “Felicidades y muchos besos”. ¿Muchos besos? ¿En serio, Tommy? Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Mi primer pensamiento fue borrarlo del muro. Pero no lo hice. Me parecía abiertamente cruel. O desconsiderado. No sé. No es que me importara quedar mal con él, pero hacer que se sintiera humillado me parecía demasiado. Además, sería otorgarle una importancia que no tenía.
Sin darle más vueltas, y como cada día, tecleé el nombre de Josh Winter en el buscador, a pesar de que sabía que no tenía perfil, sólo por el gusto de escribirlo. Después escribí Mackenzie Winter y pensé, una vez más, que sonaba muy bien.