Biografía de la huida - Josan Hatero - E-Book

Biografía de la huida E-Book

Josan Hatero

0,0

Beschreibung

Esta antología de relatos es un recorrido por las biografías silenciosas, por las vidas privadas de personas anónimas. Una mujer sueña que ama a un hombre y en el sueño descubre la presencia de otro hombre. Una llamada de teléfono le anuncia su muerte. El pasado deviene de este modo una posibilidad imposible. Un grupo de amigos roba coches para matar el tiempo. No hay violencia, solo aburrimiento y luego una situación absurda y una muerte. Muere el hombre del sueño. Y alguien hereda su nombre. Una mujer se levanta de madrugada y delante del espejo pinta su cuerpo con un pintalabios: ha tomado una decisión. Pintura de guerra privada. Una pareja mira un paisaje. Ella sabe que él se va a marchar. Él dice que quiere otra vida. Hay otra mujer. La agonía de elegir. La huida. Josan Hatero nos ofrece con su primera antología veinte relatos donde despliega todo su ingenio.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 163

Veröffentlichungsjahr: 2022

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Josan Hatero

Biografía de la huida

 

Saga

Biografía de la huida

 

Copyright © 1996, 2022 Josan Hatero and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726758795

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Naufragios

Ángela y Héctor hicieron el amor con el estómago vacío y los ojos abiertos. Después, Ángela le propuso que se quedara a cenar y a dormir, pero Héctor dijo que no, y ella no insistió.

Sin ánimo de hacerse la cena para ella sola, Ángela se recostó en el sofá frente al televisor. Al cabo de poco rato se quedó dormida, y tuvo este sueño:

Estaba desnuda en su habitación observando a otra mujer también desnuda. La otra mujer estaba embarazada. Pero al mirarla a la cara descubrió que no era otra mujer, era su propio reflejo en un espejo. Se pasó la mano por el vientre. No era una gran barriga. Se abrió la puerta y entró Héctor. Estaba desnudo salvo por una mascarilla y unos guantes de cirujano, y tenía una erección. Héctor le indicó que se echara en la cama y se abriera de piernas. Ángela obedeció. Héctor le dijo que hiciera fuerza con el estómago. Ángela lo hizo y sintió un dolor agudo, como un calambre en su sexo. Miró entre sus piernas y sintió que algo salía de sus entrañas. Las manos enguantadas de Héctor tiraron de aquello que quería salir. Era una cabeza adulta, sólo una cabeza, unida a Ángela por el cordón umbilical en la base del cuello. Héctor sostuvo la cabeza y se la mostró. La cabeza abrió los ojos, miró a Ángela y, sonriendo, le dijo: Te he echado de menos. Ángela se alegró al reconocer en aquella cabeza que acababa de parir a Josan Hatero, el que fue su primer amor. Héctor cortó el cordón umbilical con unas tijeras y entregó la cabeza a su madre. Ángela besó con ternura los labios de la cabeza, y la depositó cuidadosamente sobre la almohada. Se levantó de la cama y se acercó a Héctor. Agarró la cabeza de Héctor con las dos manos y la arrancó de cuajo; la descorchó como el tapón de una botella. Tiró la cabeza de Héctor al suelo y de una patada la escondió bajo la cama. Colocó la cabeza de Josan sobre el cuerpo de Héctor, creando un nuevo hombre. Cogió el sexo del hombre, todavía erecto, lo guió entre sus piernas y le hizo entrar en su interior. Y lo retuvo allí hasta que despertó.

A la mañana siguiente, domingo, después de desayunar, Ángela buscó en su agenda el número de Josan Hatero y se sorprendió al comprobar que se lo sabía de memoria. Hacía cinco años que no veía a Josan y más de tres que no hablaba con él, pero no había olvidado su teléfono. Ángela había estado enamorada de él tanto como una persona puede estarlo de otra y, aun cuando lo habían dejado (había sido idea de él), continuó amándole. Pero paulatinamente dejó de sentir la necesidad de verle y de hablar con él. Sin embargo, pensaba en él con frecuencia y lo mantenía en su mente como un ideal, como lo que podía haber sido y no era.

Ángela rememoró el sueño de la noche anterior. Reflexionó, como había hecho muchas veces desde el principio de su relación, sobre sus sentimientos por Héctor, sobre si realmente le amaba o sólo era un sustituto, el jugador reserva. Se dijo, como se había dicho siempre anteriormente, que la duda era una mala señal. Descolgó el auricular y marcó el número que todavía recordaba.

Contestó una voz de mujer joven, pero esto era algo que Ángela ya se esperaba.

—Hola, ¿está Josan?

La voz al otro lado de la línea no contestó, y Ángela repitió:

—¿Qué está Josan? Soy Ángela, una antigua amiga.

La voz de la mujer sonó apagada cuando saludó a Ángela como si hubiera oído hablar de ella y le comunicó, lentamente, la desgracia. Ángela tardó en reaccionar.

—¿Muerto...? Pero, ¿cómo?

La mujer dijo que había sido atropellado con su propio coche por unos ladrones la noche anterior. Le dio la dirección y la hora donde se oficiaría la misa por el difunto y le dijo que, en otra ocasión, le habría encantado hablar con ella, pero que ahora tenía que colgar.

Con el auricular aún en la mano, Ángela sintió náuseas. Pensó en volver a marcar el número; pensó que debía ser una broma; pensó que aquella mujer estaba celosa y se lo había inventado para alejarla de él. Sin embargo, algo, un sexto sentido, le decía que la mujer no había mentido.

 

A la mañana siguiente, lunes, Ángela llamó al hospital donde trabajaba avisando que se tomaba el día libre. Se duchó, se vistió y arregló como si acudiera a una primera cita. De camino a la iglesia, las anécdotas y significados de su relación con Josan se precipitaban en su cabeza. Ángela quería saber una forma de volver atrás en el tiempo, de olvidar todo lo que había ocurrido en los últimos años y empezar de nuevo. Se sentía culpable; una sensación que no podía eludir por mucho que la razonara. Era como si ella hubiera apresurado su muerte, o como si hubiera podido evitarla y se hubiera olvidado de hacerlo.

Ángela vio la iglesia desde lejos y a un pequeño grupo de siluetas recortadas contra su fachada. Se detuvo. Por un momento pensó en irse; pensó que si no veía su ataúd podría olvidar que había muerto; pensó que si no veía su cadáver quizá él podría volver a la vida. Continuó caminando. Deseaba mitigar su culpabilidad siéndole útil a alguien. Deseaba conocer a la mujer joven y compartir su tristeza.

La familia y unos cuantos amigos aguardaban la apertura de la iglesia entre sollozos y murmullos. Ángela apenas conocía a unos pocos presentes a los que no saludó. Buscó con la mirada y la encontró sentada en la escalera. No la había visto nunca antes, pero la reconoció por algo que no podía describir, una especie de sello de la casa que ella también poseía. Se acercó a la mujer y se sentó en la escalera a su lado. La mujer la miró y Ángela supo que no era necesaria la presentación. La mujer le dedicó una sonrisa triste y le dijo:

—¿Tú tampoco lloras?

Ángela negó con la cabeza. La mujer prosiguió:

—A mí ya no me quedan lágrimas. Creo que no volveré a llorar nunca más. Él se ha llevado todas mis lágrimas. Se ha llevado todo lo que era suyo. ¿No podrías llorar tú por mí?

Ángela lo intentó. Apretó los ojos con fuerza y se concentró. La mujer le dijo:

—¿Sabes cómo me siento? No siento tristeza, ni odio, ni rabia. Es una sensación que no tiene nombre y que sólo se puede comparar con un naufragio. Un naufragio. Y ahora debo esperar para ver qué partes de mí se han hundido y qué partes salen a flote.

Ángela reconoció en el dolor de aquella mujer el dolor que debía haber sido suyo, y deseó abrazarla, acunar a aquella mujer entre sus brazos. Le mesó el cabello, se lo apartó de la cara y, mirándola a los ojos, le dio un beso en los labios.

El sindicato de poetas hambrientos ataca de nuevo

1

No hay dos coches iguales. Pueden ser idénticos exteriormente, la misma marca, el mismo color, el mismo año de fabricación; pero no serán idénticos en el interior. La diferencia es el dueño, la persona que lo conduce. Se puede saber mucho de una persona por su coche; se puede saber lo esencial de su personalidad, de su forma de vida. Es cuestión de fijarse en los detalles, el modelo del coche (si es caro o no), el tamaño, si lo mantiene bien cuidado, el kilometraje, si lleva el depósito de gasolina al mínimo, si está limpio o no, la distancia entre el volante y el asiento (esto nos dice su altura), el olor, si lleva ambientador, si lleva recuerdos en el salpicadero, qué clase de recuerdos, si lleva adornos colgados del retrovisor, qué clase de adornos (muñecos, vírgenes, amuletos, etc.), si lleva pegatinas en los vidrios o en la parte trasera, qué clase de pegatinas (de su pueblo, de lugares donde ha estado, de su equipo de fútbol, de asociaciones), el estado de los asientos traseros (si tiene niños), el estado de los ceniceros, los posibles objetos que encontremos en la guantera y el maletero, desde lo típico, un mapa, unas gafas, cintas de música (qué tipo de música), balones, chicles, cajas de herramientas, etc., hasta lo más extraño, particular y difícil de explicar nos habla de la persona, su sexo, su edad (aproximada), su familia, su ocupación, sus aficiones y, en definitiva, su tipo de vida. Incluso aquel coche que no lleva nada colgado, que no guarda nada en el maletero o en la guantera, aquel coche que su dueño conserva igual que recién salido de fábrica, incluso ese coche (y quizá ese más que ningún otro) nos da información esencial de su dueño.

Robar coches es un delito infravalorado; no sólo estás robando un vehículo, arrebatas una personalidad.

 

Cristóbal va al volante, yo en el asiento a su lado y Vinagre estira las piernas en el de atrás. No hay nada como recorrer la noche en un coche robado. Las ventanillas bajadas para que entre el aire del verano y salga la música de la radio. Es sábado noche, toda la ciudad lo sabe. Se está tranquilo. Conduciendo un coche ajeno, el coche de un desconocido, te sientes más seguro que en uno propio. La palabra accidente no tiene sentido, es un error del diccionario. Hay la sensación de que nada malo te puede ocurrir, y que de ocurrir algo malo le ocurriría a otro.

Nos detenemos en un semáforo y unas chicas cambian de acera cruzando delante de nosotros. Cris les hace señales con las luces; eh, preciosas, ¿queréis subir a dar una vuelta? Todo son risas. Todo el tiempo arriba y abajo, sin dejar una calle. Hay gasolina de sobra. Nos acercamos a un drugstore y yo y Vinagre compramos coca-cola y unas botellas de vino y las mezclamos. Enfilamos el coche fuera de la ciudad. La calle se ensancha, pierde luz y ruido, convirtiéndose en carretera. Carretera es lo único que deseamos. La carretera nos lleva en brazos en medio de la oscuridad.

Al llegar a la playa aparcamos el coche entre unos pinos, desde donde no lo puedan ver. Con nuestras botellas en la mano, caminamos por la arena hasta la orilla.

—Mirad la luna —dice Vinagre—. Está enorme.

Nos sentamos en la arena y miramos la luna, enorme y amarilla. Nos quitamos los zapatos. El mar está dormido, olas suaves arrullándose unas a otras.

—Vinagre, ¿cómo es que no ha venido tu primo con nosotros esta noche? —pregunta Cris.

—No quiere salir de casa. Está deprimido. Desde que sus padres se divorciaron no levanta cabeza.

—No está bien que la gente de nuestro barrio se divorcie —dice Cris—. Es un vicio de ricos.

—En realidad no es el divorcio lo que le deprime, desde que se fue su padre están mucho mejor. Lo que ocurre es que mi tía, su madre, está saliendo con un tipo de su trabajo. Dice que no puede soportar la idea de su madre follando con otro hombre que no sea su padre. Se los imagina en la cama y se vuelve loco.

—A mí me pasaría lo mismo.

—Y a mí —dice Vinagre.

—No me jodas, Vinagre. ¿Quién va querer tirarse a tu madre? —bromea Cris—. Si ni siquiera tu padre quiere hacerlo.

—Eso es verdad —dice Vinagre—. A veces he intentado imaginármelos follando y me ha sido imposible, en serio. Es una imagen irreal. De verdad que no sé cómo se lo montaron para tenerme. Debo ser adoptado, seguro.

—Pues mis padres se pasan el día chingando —dice Cris—. No paran, todo el tiempo dale que te pego.

—¿Cómo lo sabes, les oyes? —pregunta Vinagre.

—No, los veo. El otro día llegué a casa y lo estaban haciendo sobre la mesa del comedor.

—¿Y tú qué hiciste?

—¿Qué podía hacer? Encendí la tele y les dije que se dieran prisa, que era la hora de comer. Y mi madre me dijo: «Cállate, Cristóbal, no me lo distraigas ahora.»

 

La luna se va cayendo del cielo poco a poco, entre nuestras voces y risas. La noche va cambiando de color, tan gradualmente que casi resulta imperceptible. El vino se ha acabado y forma una balsa fría en nuestros estómagos. El mar...

—El mar está tan liso y llano que parece que se puede andar sobre él.

—Sí —dice Cris—, sólido como una plancha de metal. —Y después de pensar en ello, añade—: Si tuviéramos fe en ello, podríamos hacerlo. Echaríamos a correr sobre el agua y no nos hundiríamos, estoy convencido. Sólo hay que creer de corazón que es posible hacerlo.

—En eso consisten los milagros, en tener una fe desmesurada en ti mismo. Una fe tan brutal que nosotros nunca podríamos imaginarla. El problema es que no puedes levantarte un día y decirte: hoy voy a tener fe en mí mismo. O se tiene, o no se tiene. Pero sería alucinante correr sobre el agua, aunque sólo fuera una vez.

—Estáis borrachos —dice Vinagre—. Si pudiéramos andar sobre el mar no nos haría falta robar coches.

 

Registramos el coche en busca de algo de valor. De momento tenemos el radiocasete, los altavoces traseros (los delanteros no los hemos podido sacar) y algunas cintas originales que había en la guantera. En el maletero encontramos unas botas del número 46 manchadas de barro, un cuchillo de caza, un saco de dormir y una linterna grande y nueva, de esas que sirven para hacer señales en caso de avería. No hay rueda de recambio. Cris y yo hacemos conjeturas sobre cómo debe ser el dueño del coche. Vinagre dice que quiere quedarse con la linterna. A Cris le gusta el cuchillo; se quedará con él. Lo de la linterna es una lástima, podíamos haber sacado un buen pellizco por ella. Pero no robamos por dinero; el dinero es una consecuencia, no una motivación, suele decir Cris. Dejamos el saco de dormir, no nos darían nada por él.

Cris saca un bolígrafo de su bolsillo e improvisa su parte del poema en una hoja. Vinagre escribe su parte y luego yo improviso un par de frases sin leer lo que ellos han escrito. Remato el papel con una firma inventada y debajo escribo en letras grandes:

EL SINDICATO DE POETAS HAMBRIENTOS ATACA DE NUEVO

Pegamos el poema en el salpicadero con cinta adhesiva. Un poema diferente para cada coche, un coche diferente para cada poema. La policía mañana leerá el poema y lo comparará con todos los que ya tiene, estudiándolos, buscando una pista, archivándolos. Nosotros, los robacoches revolucionarios, los poetas del asfalto, los enemigos públicos número 1, hundiéndonos en la carretera, de vuelta a casa.

2

Desde el terrado del Vinagre se ven las luces del parque de atracciones. La noria parece rodar sobre el aire de la noche con sus colores parpadeantes; un neumático de luz. El Vinagre y su primo juegan entre la ropa colgada y ríen como locos. Yo tampoco puedo quedarme quieto. Cris está sentado contra la pared, rodeado de todos los frascos de medicina. Un rey con su corte de pastillas. Los medicamentos para el asma son los mejores: los aspiras y, durante unos segundos, el corazón te late a mil por hora y la cabeza parece que se te va a escapar. Es como andar sobre humo. Cris echa antigripales en las botellas de vino, por probar. La espuma se derrama por los golletes. Machacamos varias pastillas de un frasco azul y las esnifamos. Tenemos un lema para estas noches: destruye tu mente antes de que tu mente te destruya a ti.

 

Hay noches en las que no puedo quedarme quieto. Voy botando en la furgoneta del primo del Vinagre. Los cuatro cantamos, desgañitándonos, repletos de energía.

—Tenemos que celebrar algo.

—Sí —dice Cris—, matemos a alguien.

—Sí —dice Vinagre—, matemos a alguien famoso.

—Es la forma más rápida de entrar en la historia.

—Mejor aún —dice el primo del Vinagre—, matemos a alguien que vaya a ser famoso.

—Sí —dice Cris—, pero que nadie sepa que va a ser famoso, sólo nosotros.

—Nos adelantaremos a la historia —dice Vinagre.

—Seremos los Nostradamus del crimen.

Reímos de pleno.

Ya hemos llegado. Dejamos la furgoneta en el aparcamiento de la discoteca.

—Yo tengo las llaves de la noche —dice Cris—. Yo la cierro, yo la abro.

Pagamos y entramos en la discoteca. Al empujar la puerta, ruido, luces, humo, gente y calor; todo de un golpe, una sola impresión. Aterrizamos en la pista de baile. Cuatro cuerpos chocando entre sí sin tocar el suelo, alborotando, haciéndose hueco. Sudor. Música que estalla. Chicas por todas partes. Un mundo de alegría instantánea.

 

Tengo la cabeza hecha jirones. Estoy en la barra intentando no perder altura y mirando a las chicas. Chicas de todos los tamaños, hermosas y brillantes como árboles de Navidad.

Cris se me acerca con esa sonrisa suya maliciosa, me pone la mano en el hombro y dispara a hablar:

—Tengo dos nenas. Están ahí atrás; ahora no mires. Dos preciosidades. Chicas blandas, ya sabes. No he hecho más que acercarme a ellas, abrir la boca, y me las he tragado. Un negocio seguro, fácil. Pero eso sí, la rubia para ti. Para mí la morena. No puedes quejarte, la rubia es más guapa. Mucho más guapa. Pero tiene un defecto: es rubia. Ya sabes que no puedo respetar a una rubia. Si fuera morena sería otra cosa. No te rías, ya me conoces. Ahora te las presento. Tienen unos nombres muy tontos, de esos que se olvidan con facilidad. Unas chiquitas finas, delicadas, ya me entiendes. Chochitos de porcelana. Debajo del ombligo llevan pegado un cartel que pone: «frágil, manejar con cuidado.» Tienes que lavarte los dedos con agua perfumada antes de meterlos ahí. Se romperían en pedazos si pudieran leer nuestros pensamientos. Un negocio seguro. Un auténtico delito. Sólo hay que abrir la boca, decirles cuatro tonterías y ya está. Irán a donde queramos llevarlas. Niñas ricas. Diecisiete o dieciocho años. Todavía no saben ni andar y mira qué cuerpos. Un cuerpazo como ese es una putada para una chica, un arma de doble filo. No saben qué hacer con él, no saben qué se espera de ellas. Míralas un poco, qué me dices. Están buscando un hombre que les haga olvidar a su padre, ya me entiendes. Muérdelas en los labios y se derretirán en tus manos.

Nos acercamos a las chicas y me las presenta. La rubia para mí; bonito chasis, motor turbo dieciséis válvulas a estrenar. Cris bromea con ellas, siempre sabe qué decirles. Ellas le siguen el juego. Negocio seguro.

—¿Cómo que a qué me dedico? —dice Cris—. ¿A qué creéis? Soy el psiquiatra de Dios. —Las chicas ríen con ganas—. Ser Dios hoy en día es muy frustrante, necesita que alguien le escuche, y ese soy yo.

—¿Y tú —me preguntan— también eres psiquiatra de Dios?

—No. Yo soy su peluquero. Cada vez que necesita un corte de pelo, Él viene a verme.

Muchas risas. Mucho bla, bla, bla. Las miradas lo dicen todo. Asunto zanjado. Cris se lleva a la morena para que le invite a tomar algo.

Antes de saber cómo, tengo a la rubia colgada de mí, su lengua fría en mi boca.

Si cierro los ojos, sus besos me marean.