El rey de Varsovia - Szczepan Twardoch - E-Book

El rey de Varsovia E-Book

Szczepan Twardoch

0,0

Beschreibung

En el cuadrilátero, Jakub Szapiro inspira respeto entre la comunidad judía, que lo considera un héroe, pero en las calles de Varsovia, donde opera como sicario de una poderosa organización criminal, despierta auténtico pavor. Sin embargo, la violencia y la intimidación tienen sus ventajas: Jakub vive rodeado de lujos, deleitándose en todos los privilegios que el mundo del crimen ha puesto a su alcance mientras el nazismo se cierne sobre el país. Y aunque es consciente de la situación, como se siente intocable se niega a abandonar la ciudad que considera su reino. ¿Será capaz de mantener la jerarquía imperante hasta entonces o sucumbirá ante este nuevo y siniestro orden mundial? Aplaudido tanto por el público como por la crítica polacas, «El rey de Varsovia» es un libro extraordinario, heredero de la mejor novela negra, que traslada al lector a los bajos fondos de la Varsovia de la década de 1930 aunando rigor histórico y pericia narrativa. «Violencia, crimen y muerte en la frágil Polonia de entreguerras. Retrato preciosista y panorámico de la dual Varsovia anterior a la II Guerra Mundial, esta novela de Szczepan Twardoch atrapa al lector con una trama adictiva y desliza un mensaje de libertad y tolerancia». Marta Rebón, La Lectura (El Mundo) «Una obra inmejorable para adentrarse en el ambiente tumultuoso, violento y caótico de la Varsovia de antes de la guerra mundial. Sobre todo para conocer la Varsovia judía». Mercedes Monmany, ABC Cultural «Con un impecable estilo realista, de impulso tolstoiano, intención historicista y espíritu de crítica social, este libro se acerca a la crónica documental novelada con bien perfilados personajes, una excelente configuración de situaciones y sugestivas reflexiones morales sobre la condición humana». Jesús Ferrer, La Razón «Szczepan Twardoch es muy hábil en el manejo de varios registros, combinando la novela histórica con la policiaca y la política, la crítica y la denuncia social, en un estilo directo y realista, de raigambre tolstoiana, que no renuncia a cierto lirismo. Una trama trepidante». Federico Aguilar, El Imparcial «Tras un fuerte trabajo de documentación, Szcepan Twardoch alza un imaginario ficcional en el que plasma con descarnado realismo el inframundo de las milicias fascistas y judías polacas». Ana Calvo, El Debate «Una novela audaz y cautivadora de una de las principales voces de la literatura polaca más reciente». Kirkus

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 641

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



SZCZEPAN TWARDOCH

EL REY DE VARSOVIA

TRADUCCIÓN DEL POLACO

DE BOGUMIŁA WYRZYKOWSKA

Y ESTER RABASCO

ACANTILADO

BARCELONA 2023

CONTENIDO

 Álef

 Bet

 Guímel

 Dálet

 Hei

 Vav

 Zayn

Glosario de términos hebreos y yiddish

¿Quién no es esclavo?

HERMAN MELVILLE,

Moby Dick

ÁLEF

A mi padre lo mató un judío alto, atractivo, ancho de hombros y con una robusta espalda de boxeador macabeo.

Ahora está de pie en el cuadrilátero, es el último combate de esta noche y el último asalto de la pelea, y yo lo observo desde la primera fila. Me llamo Mojżesz Bernsztajn, tengo diecisiete años y no existo.

Me llamo Mojżesz Bernsztajn, tengo diecisiete años y no soy un ser humano, no soy nadie, no estoy en parte alguna, no existo, soy un pobre y miserable hijo de nadie, y ahora estoy mirando al hombre que mató a mi padre, lo estoy mirando mientras él, bello y fuerte, está de pie en el cuadrilátero.

Me llamo Mojżesz Inbar, tengo sesenta y siete años. He cambiado de apellido. Estoy sentado frente a una máquina de escribir y estoy escribiendo. No soy un ser humano. No tengo apellido.

El boxeador del cuadrilátero se llama Jakub Szapiro. El boxeador tiene dos hijos preciosos: Dawid y Daniel. Sin embargo, por aquel entonces yo aún no lo sabía; ahora sí sé que los tenía. También tiene el pelo negro y reluciente por la espesa brillantina.

El boxeador mató a mi padre. Y ahora está combatiendo.

Está peleando en el último asalto de este combate. Ahora en polaco se dice round. Así pues, estamos en el último round.

Los combates en el campeonato por equipos de la capital entre los clubes deportivos históricos Legia y Makabi, judío, empezaron con el peso mosca y con dos hechos que causaron sensación: primero, que los boxeadores Baśkiewicz y Doroba lucharon en las categorías superiores y, segundo, que hubo cierta controversia entre los jueces. Quizá yo no supiera entonces tanto sobre el tema, pues no me importaba mucho, pero oía lo que decía la gente que estaba a mi lado. Todos estaban alterados, por la pelea y por la sensación que provocaba.

Yo me encontraba en primera fila, en la sala del cine municipal Miejskie, situado en la esquina de la calle Długa con Hipoteczna. Allí siempre estaban dispuestos a alquilar la sala para combates. Creo que fue precisamente entonces cuando vi una pelea de boxeo por primera vez en mi vida.

Dos Varsovias ajenas entre sí se habían reunido alrededor del cuadrilátero, y yo también estaba allí, sentado cerca de la plataforma, aunque era como si me encontrara sentado por todas partes, en cada una de las sillas ocupadas por algún judío, mientras observaba el ring de cerca y de lejos simultáneamente. Y nadie me veía.

Se habían reunido alrededor del cuadrilátero aquellas dos Varsovias que hablaban dos idiomas diferentes, vivían en dos mundos distintos y no leían los mismos periódicos; dos Varsovias que sentían indiferencia la una por la otra en el mejor de los casos, y odio en el peor de ellos, y que por lo general simplemente sentían una desconfianza llena de reticencia, como si no vivieran codo con codo, sino separadas por un océano. Yo entonces era un jovencito flaco y de piel pálida que había nacido en algún lugar, no me acuerdo dónde, quizá diecisiete años antes, digamos que en 1920, y me habían puesto el nombre de Mojżesz. El apellido Bernsztajn lo había heredado evidentemente de mi padre, Naum; pero mi madre, Miriam, también lo llevaba, pues todos nosotros éramos fieles creyentes de Moisés. Yo nací ciudadano de la República de Polonia que acababa de resurgir, y como ciudadano de dicha república que era, aunque de una clase inferior que la polaca, me encontraba sentado en esos momentos en la platea del cine Miejskie, en un edificio de la esquina de Długa con Hipoteczna que había sido el teatro Nowości y que luego había ocupado la compañía de Bogusławski, para quedar finalmente en manos del cine y del boxeo.

Primero lucharon los enjutos boxeadores del peso mosca, y tras el combate, cuando el árbitro levantó el brazo de Rundstein, la Varsovia judía gritó llena de júbilo. KaMiński, el boxeador huesudo del Legia, se había rendido empapado en sangre después del primer asalto.

Y a continuación, el peso gallo. En el primer asalto nuestro boxeador iba ganando, según supuse por los gritos del público judío. Se apellidaba Jakubowicz. El árbitro polaco del ring favorecía visiblemente al púgil del Legia y reducía los puntos de ventaja que llevaba Jakubowicz con consecutivas e infundadas advertencias. Hubo tres asaltos, tras el tercero el árbitro otorgó injustamente la victoria a Baśkiewicz, el del Legia, y entonces se armó la gorda. Un judío obeso y con gafas lanzó una bolsa llena de cerezas al árbitro mientras gritaba que allí todos sabían contar. Un matón polaco se abalanzó sobre el gordo, que, a su vez, le fue devolviendo los golpes con destreza; los separaron enseguida, pero el combate se suspendió durante unos minutos.

Una vez calmada la sala, entraron en el cuadrilátero los púgiles del peso pluma, y un lentísimo Szpigelman fue derrotado fácilmente y con ventaja por Teddy, o sea Tadeusz Pietrzykowski, el campeón de la ciudad de Varsovia, el mismo que más tarde, ya en otro mundo, combatiría como prisionero en los campos de concentración de Auschwitz y Neuengamme.

En el peso ligero, Rozenblum abatió con eficacia al duro y resistente Bareja.

En el peso semimedio, Niedobier se impuso claramente sobre Przewódzki, y a pesar de ello el árbitro decretó empate. El público judío abucheó; el cristiano aplaudió.

Luego vino el peso mediano. Doroba, del Legia, sólo necesitó endosar uno de sus derechazos explosivos para tumbar a nuestro Szlaz en los primeros segundos del primer asalto. Y tal como lo encajó, cayó. El público judío guardó silencio; los polacos tributaron aplausos al vencedor.

En el peso semipesado la suerte cambió: Neuding envió a la lona a Włostowski, que se levantó en el segundo nueve del conteo; a pesar de todo, los jueces declararon un nocaut técnico.

Luego salieron al ring los boxeadores de peso pesado.

—En la esquina derecha, el boxeador del Legia de Varsovia… ¡Andrzej Ziembiński!—vociferó el presentador de los combates. Aplausos.

Sin duda, era el más atractivo de todos, y no parecía en absoluto un boxeador, sino más bien un atleta. Muy alto, de extremidades alargadas aunque musculosas, y también de torso alargado, como un nadador; el pelo muy claro, casi blanco, con las sienes afeitadas, y más largo en la parte superior, peinado con raya; los ojos de un azul muy claro, y una mandíbula angular art déco.

Por un instante creí que era una estrella de cine, pero enseguida entendí que se trataba de otra cosa, que se parecía a los deportistas alemanes de las fotos y dibujos, aquellos semidioses arios, semejantes entre sí, que a veces publicaba la prensa ilustrada. Al mismo tiempo, en su rostro había algo delicado, casi pueril, pulcro, algo que yo no podía definir y que hoy sé que simplemente es algo característico de las personas de clase alta, de la gente mimada por la vida.

—Señoras y señores, en la esquina izquierda…—El presentador hizo una pausa.

En las tribunas judías se alzó un rumor.

—En la esquina izquierda, vistiendo los colores del Makabi de Varsovia…—Otra pausa.

En rumor creció. El presentador miró a su alrededor con satisfacción. Más de dos mil quinientas personas habían asistido a ver el combate.

—¡Jakub Szapiro!—vociferó por fin.

Entre los seguidores judíos estalló el entusiasmo. Aplaudieron, gritaron, corearon su nombre; los seguidores polacos aplaudieron con moderación. Los boxeadores se colocaron cara a cara. Sonó la campana y reinó el silencio en la sala.

Szapiro era bien parecido, de una belleza distinta a la de Ziembiński, de aspecto algo sombrío; era también un poco más bajo, aunque sobrepasaba con toda seguridad el metro ochenta; no era tan delgado y sí claramente más pesado.

Sus rasgos eran duros y rudos, en su nariz quedaban huellas de una antigua fractura; a pesar de ello resultaba atractivo, incluso con sus pantalones cortos, ridículos, brillantes, su camiseta deportiva de tirantes con la inscripción MAKABI en el pecho y sus botas de boxeador, semejantes a calcetines, con las que tanteaba aquel ring tan bien iluminado como si de un frágil hielo se tratara, ligeramente, izquierda-derecha, izquierda-derecha, tan ligeramente que no parecía un robusto boxeador de peso pesado de noventa y dos kilos, de músculos compactos, huesos fuertes y una tripa dura que sobresalía del ancho cinturón de los pantalones de boxeo, la misma que le llenaba el chaleco al cambiar aquella ropa deportiva por un traje.

Ziembiński pesaba ochenta y nueve kilos, pero parecía más delgado; ni un gramo de grasa bajo su piel, sólo músculos esculpidos con gran esfuerzo, como una estatua griega.

Sentí claramente la tranquilidad y la seguridad del boxeador judío. También compartí el placer, el escalofrío de placer que lo sacudió, cuando la multitud coreó a gritos su nombre. Y sentí que ese escalofrío se expandía por su cuerpo tal como se expande el placer sexual.

—¡Sza-pi-ro, Sza-pi-ro, Sza-pi-ro!

Observé la calma con que se exponía, su gran seguridad en su propio cuerpo, su dominio de sí mismo, la sumisión de su cuerpo adiestrado, maltratado por el entrenamiento y como tensado por unos muelles internos, y observé la desenvoltura con que movía la cabeza y los brazos, como si se deslizara bajo las vigas de un techo bajo.

Y observé cómo asestaba los golpes.

La fuerza nace de las piernas. Los pies, los arcos plantares, las rodillas hacia dentro: todo es absolutamente elástico; el puño derecho enguantado protege las bisagras de la parte derecha de la mandíbula, las de su parte izquierda quedan protegidas por el hombro izquierdo; los codos cerca del cuerpo. Y cuando golpea, todo el cuerpo se tensa con una ráfaga de energía.

La cadera izquierda y el hombro pivotan, estirados por los músculos abdominales y los de la espalda. La contracción de estos músculos comprime el diafragma, las costillas, por lo que el golpe va acompañado de un silbido al expulsarse el aire por los pulmones.

El pie izquierdo también pivota, como si el boxeador quisiera apagar una colilla; de repente proyecta el brazo izquierdo como si lanzara una piedra, el puño gira en el acto y lanza un golpe corto, como un látigo, y enseguida retrocede como si fuera un muelle.

Sin embargo, el puño a veces no está vendado ni protegido por un guante. A veces el puño no golpea un saco de boxeo. A veces el hueso golpea al hueso, hace saltar los dientes.

A veces es así. A veces tiene que ser así.

Pero ahora Szapiro se acerca a Ziembiński con pasos danzarines, fluye por el ring cambiando el peso de una pierna a otra, un poco a lo Charlie Chaplin en sus comedias; se va acercando y golpea suavemente el aire con la izquierda, como si buscara un agujero en el caparazón que rodea a su adversario.

Ziembiński responde, pelea bien, es un gran boxeador, ahora lo sé, porque tal vez entonces yo no lo supiera. Me parece que entonces no era muy entendido en boxeo, que miraba sin saber lo que veía; sin embargo, ahora recuerdo mi mirada posada en ellos y me parece que era una mirada sensata, una mirada analítica, una mirada que percibía en ellos todo lo que sólo es capaz de percibir el ojo experto y familiarizado con lo que mira. Aunque puede que ésa sea mi mirada de hoy, no la de antaño.

Han luchado a un ritmo más rápido de lo que habitualmente luchan los boxeadores de peso pesado. Szapiro, ante uno de los jabs de Ziembiński, igual de rápidos que un tren Luxtorpeda (como escribieron en el periódico al día siguiente), realiza una finta dando un giro, pero no con el habitual pie izquierdo, sino con el derecho, y por un momento asume la postura propia de un zurdo, con el pie derecho enfrente, para luego sorprender a Ziembiński y asestarle dos derechazos rápidos en la cara que le rompen el arco de la ceja izquierda. El boxeador del Legia ni siquiera sabe con qué le han dado, pero Szapiro afloja, retrocede, se relaja a un metro de distancia, aunque ahora podría empujarlo contra las cuerdas y acribillarle la cabeza y las costillas con una ráfaga de ganchos horizontales.

—¡Acaba con él, machácalo…!—grita su entrenador.

Szapiro podría acabar ahora mismo, pero afloja. Se muestra seguro de sí mismo, incluso demasiado seguro. Ignora los gritos del entrenador. Quiere seguir peleando.

Tiene treinta y siete años. Ya no es joven. Nació, súbdito del zar Nicolás II, en la calle Nowolipki, 23, puerta 31, a menos de dos kilómetros del lugar donde está luchando. Aunque en su partida de nacimiento figura el nombre ruso Иаков [‘Yákov’], su esposa (es su esposa, a pesar de que no estén casados) lo llama Jakub, en polaco, y a veces, al igual que lo hacía la madre, se dirige a él con el nombre de Jankiew, en lengua judía. Su apellido se ha mantenido sin cambio alguno.

Pero para mí siempre fue Jakub, por supuesto tras dejar de ser el señor Szapiro.

Yo lo miraba entonces con odio, aunque todavía no sabía que él había matado a mi padre. Sólo sabía que se lo había llevado. Más tarde me enteré de todo, y también más tarde empecé a querer a Jakub Szapiro y deseé llegar a ser Jakub Szapiro, y puede que, en cierto modo, me haya convertido en él.

Y puede que ahora yo lo sepa. Puede que ahora lo sepa todo.

Dos días antes había presenciado cómo Szapiro se llevaba a mi padre, Naum Bernsztajn, de nuestra casa, situada en el edificio de viviendas de la esquina de la calle Nalewki con Franciszkańska, 26, puerta 6. Se lo llevaba a rastras, agarrándolo de su larga barba y maldiciendo entre dientes.

—Biz’ alain shildik, di shoite aine, di narishe’ fraye’! [‘¡Tú tienes la culpa, estúpido!’]. ¡Idiota!—dijo Szapiro medio en yiddish, arrastrando por la barba a mi padre.

Abajo, Szapiro, escoltado por el grandullón de Pantaleon Karpiński y el rata de Munja Weber, del que hablaré más tarde, metió a mi padre en el maletero de su Buick y luego se marchó.

Yo me había quedado en la cocina; mi madre me había susurrado que no se me ocurriera moverme, y por tanto yo no me había movido. Mi padre se había escondido en el armario. Lo encontraron enseguida y lo sacaron de allí. Y de pronto, cuando yo vi cómo lo arrastraban por la barba, no pude contener mi vejiga y una mancha de orina se extendió rápidamente por mis pantalones de lana.

Entonces él se detuvo junto a mí sin soltar la barba de mi padre.

—¡Venga, no temas, muchacho!—dijo con delicadeza.

Yo no esperaba semejante delicadeza. Vi de cerca un tatuaje en la mano derecha, cuyas líneas de color azul desvaído dibujaban una espada de doble filo y cuatro letras hebreas: —mem, vav, vav y tav—, que leídas de derecha a izquierda, tal y como se escriben, significan ‘muerte’ en hebreo.

En ese momento me lancé sobre él, traté de golpearlo. Yo siempre estaba dispuesto a pelearme: los muchachos judíos y cristianos nos enzarzábamos en grandes peleas con puños y piedras en la plaza Broni, jéder contra jéder, escuela contra escuela, hasta que la policía nos dispersaba. Como siempre hacían todos.

Sin embargo, Szapiro no era un adolescente. Esquivó mi ataque infantil, puso los ojos en blanco, ni siquiera me golpeó, sólo me empujó; mi madre gritó, yo caí al suelo entre la mesa y el aparador, lloré. No dejé de ver ni por un instante la espada y la muerte tatuadas en la parte superior del puño que agarraba la barba de mi padrecito.

En aquel momento decidí que nunca me dejaría crecer la barba. Todo cuanto siguió a esa decisión vino por sí solo. Decidí que sería como él.

Mientras observaba a Szapiro durante el combate de boxeo en el teatro Nowości, yo no veía el tatuaje, pues lo cubría el guante, además del vendaje. Por lo demás, yo ni siquiera sabía demasiado hebreo, incluso hoy en día a menudo creo que no domino el hebreo, no sé si podría adivinar qué significa .

Aunque fuera la primera vez en mi vida que veía un combate de boxeo, lo observaba totalmente fascinado. Ya desde niño me había gustado pelearme, porque para mí lo de pelear significaba ser un nuevo judío, otro judío, un judío de un mundo que mi padre y mi madre me habían prohibido y que sin embargo me atraía, aunque yo supiera bien poco acerca de él; era un mundo que no temía las corrientes de aire ni el aire fresco que tanto abrumaban al melámed de nuestro jéder, un mundo sin peyets y sin talit para la oración.

Así que aquí estoy, observando.

Szapiro, a pesar de su peso, es de salto ágil, se desplaza con las piernas flexionadas alrededor de Ziembiński, como buscando rendijas en la hermética defensa de ese boxeador alto, con la guardia baja, el puño derecho cerca del pecho derecho, y el izquierdo a la misma altura y enfrente del otro.

Los boxeadores comenzaron a colocar sus puños a mayor altura probablemente sólo a partir de la postguerra.

Szapiro se desplaza sin parar, como si alguien le hubiera dado cuerda con una manivela, izquierda, derecha, bloquea con los codos los pocos golpes que Ziembiński le propina en el torso, esquiva con destreza los golpes que le dirige a la cabeza, como si no fuera un púgil de peso pesado sino de peso gallo, y todo el tiempo cede ante su rival y deja que éste lo empuje hacia las cuerdas.

Ziembiński lleva una clara ventaja a pesar de que le sangra la ceja rota. Es él quien ataca todo el tiempo, Szapiro sólo se defiende esquivando golpes, con guardias, y a veces con un rápido jab.

Parece que tenga que perder, y yo deseo profundamente que pierda.

Pero él está totalmente tranquilo. Esquiva los golpes, salta retrocediendo, finge un jab, se recrea. Como si estuviera practicando con el saco y no luchando en un combate importante. Se recrea, relajado, y percibe que Ziembiński, al fin y al cabo un boxeador experimentado, siente temor ante su calma.

No hay rival más terrible en el ring que un oponente tranquilo y seguro de sí mismo. El semblante más aterrador que un boxeador puede ofrecer es un rostro sonriente.

Sin embargo, muchas veces sigo creyendo imposible que el judío que se llevó de casa a mi padre pudiera derrotar a aquel rubio delgado con el escudo blanco, negro y verde del Legia de Varsovia bordado en la camiseta.

Ziembiński se impone no sólo físicamente, no sólo por la envergadura de sus hombros y su altura, sino también porque combate en casa, pertenece a la clase de los propietarios y los dirigentes del país.

Podría haberse tratado de un obrero incluso más pobre que Naum Bernsztajn, entonces ya muerto, pero hoy sé que Ziembiński no tenía nada de pobre. Sin embargo, por el simple hecho de ser un hombre rubio y gigantesco y de llevar el escudo del Legia en el pecho, siempre sería mejor que un boxeador judío con una camiseta del Makabi.

En aquella época, a mí no me cabía en la cabeza que un judío pudiera vencer a un cristiano en un cuadrilátero, por más que nosotros mismos nos peleáramos con los chicos cristianos en la plaza Broni. Eso era diferente. Yo tenía entonces diecisiete años, y sólo conocía el mundo del jéder, la yeshivá, la sinagoga y mi casa.

Después conocí otros muchos.

Ziembiński empuja a Szapiro hasta las cuerdas, el público polaco piensa que éste ya está acabado; pero el boxeador judío cae de repente hacia atrás, como si fuera a derrumbarse de espaldas, las cuerdas se tensan, sostienen el peso de su cuerpo unos segundos y acto seguido lo impulsan como si fuera la piedra de un tirachinas; Szapiro, con una perfecta rotación, se agacha, evitando un gancho horizontal de derecha de Ziembiński, y luego le asesta desde abajo un vigoroso gancho ascendente de izquierda, invirtiendo en este golpe un giro de hombros y de caderas y un enderezamiento de la columna vertebral, aún impulsado por la elasticidad de la cuerda del ring; Ziembiński, golpeado de lleno en el mentón, se vuelve flácido en un santiamén y se desploma sobre la lona con gran estrépito, como si Szapiro hubiera descubierto en su mandíbula un interruptor con el que poder desactivar a un ser humano igual que se apaga la luz.

Szapiro da un salto por encima de su oponente abatido y se dirige a su esquina; Ziembiński, a su vez, no yace inmóvil: está inconsciente, pero tiene convulsiones, como si sufriera un ataque de epilepsia, los ojos en blanco y sacude las piernas y los brazos como un animal recién degollado.

El público vocifera, se levanta de su asiento, con una emoción multitudinaria todavía desorientada que brota del asombro y la excitación ante un combate que no ha durado ni siquiera dos minutos. Un segundo después, el entusiasmo se encauza, todo el mundo comprende lo que ha sucedido, los seguidores estallan de alegría, como si ellos mismos acabaran de tumbar a todos los polacos que alguna vez los miraron con recelo. El público cristiano silba, indignado de que se haya alterado el orden natural de las cosas.

El árbitro corre hacia Ziembiński, inicia el conteo mientras le toma el pulso. Szapiro ni siquiera se digna a mirarlos, ni al árbitro ni al adversario derrumbado e inconsciente.

Szapiro, sin esperar a que el árbitro termine de pronunciar el decisivo «diez», levanta los brazos, escupe el protector bucal y le hace señas con la cabeza a su entrenador, que lleva un jersey azul marino con la palabra Makabi en polaco sobre el pecho.

Un médico sube al ring, palpa el cráneo del boxeador polaco, que sigue tumbado e inconsciente, aunque ya está calmado.

El entrenador de Jakub se saca una pitillera del bolsillo, enciende un cigarrillo y lo introduce en la boca del boxeador. Szapiro aspira el humo un par de veces asomado por encima de las cuerdas, el entrenador le saca el cigarrillo de la boca y se lo apaga.

Hoy sé que ningún otro boxeador se tomaría la libertad de comportarse así, ni entonces ni ahora; sin embargo, en aquel instante vi y supe que en aquel modo de fumar, sin quitarse los guantes, había algo muy arrogante y distinguido, y me gustó mucho, porque nunca había visto a un judío que se permitiera comportarse con semejante arrogancia señorial. Yo sabía que ese tipo de judíos existían, pero nunca los había visto.

Yo tenía entonces diecisiete años.

Cuando tenía diez años, mi madre y yo fuimos al centro veraniego de Świder, al sur de Varsovia. Nuestros bártulos viajaron en un carro vigilados por mi padre, y mi madre y yo en tren, en tercera clase, con la línea que recorría Miedzeszyn, Falenica, Michalin y que llegaba hasta el mismo Świder. Aquéllas fueron las primeras vacaciones de mi vida y por primera vez dejé la ciudad; todo me gustaba, en especial aquel sol de ardiente resplandor, tan diferente al de la ciudad, y al que sigo apegado desde entonces aquí, entre las casas blancas y bajo un cielo totalmente distinto, bajo el sol abrasador de la tierra de Israel.

Un día, mi madre y yo fuimos a dar un paseo por el bosque de pinos, donde ella extendió una manta y sacó de una cesta bocadillos y una botella de limonada con su patente en la chapa; luego yo corrí por el bosque, pero prestando atención para no perderla de vista. Me puse a recoger piñas. Al levantar la vista, vi a mi lado a una niña de pelo rubio, mayor que yo, una niña cristiana con un vestido azul y trenzas.

—Buenos días—dije.

Ella resopló, puso los ojos en blanco, se volvió y se fue corriendo.

Comprendí enseguida por qué se había ido. Ella no quería recibir los «buenos días» de un pequeño judío con peyets.

Después comprendí que podía haberse ido por cualquier otra razón, pudo haber tenido miedo de mí, o pudo no sentir nada, y yo simplemente añadí el resto.

Más tarde comprendí que había sido muy razonable al añadir «el resto».

Lo sentí y lo supe entonces, en Świder, recogiendo piñas entre los pinos y a mis diez años: no quería que nadie me mirara de aquella manera, pero no sabía, no tenía ni idea acerca de qué podía hacer ante aquello; y entonces pasé a considerar aquel sentimiento como una parte inherente a mi condición judía. Así seré, así seguiré siendo. Eso creía yo entonces. No quería ser así, no quería ser judío, pero no ser judío me parecía tan posible como ser Tom Mix, actor estadounidense cuyas aventuras mudas y a caballo veíamos en los oscuros túneles de los cinematógrafos ambulantes que, durante mi infancia, aún se instalaban en los patios traseros de nuestro mundo, de nuestra aislada Varsovia.

Además, puede que todo aquello no me sucediera a mí. ¿Puede ser que Szapiro me lo contara? Nuestras vidas se funden en una.

A mis diecisiete años, sentado allí, en la sala del antiguo teatro Nowości, me di cuenta de que todo aquello no era cierto. Yo no tenía que seguir siendo el muchacho que recogía piñas. Un judío no tiene por qué ser un judío como aquél, puede ser otro judío, tan bueno como un señor cristiano.

Vi cómo las mujeres, tanto judías como cristianas, miraban a Szapiro y vi que lo hacían con una mirada totalmente diferente a la de aquella niña rubia del bosque de pinos, en el centro veraniego de Świder.

Yo también miro a Jakub Szapiro, veo cómo alza la cabeza para tragar profundamente el humo del cigarrillo que tiene en la boca y cómo se inclina hacia el entrenador, y cómo éste, obediente, le saca el cigarrillo de los labios. Szapiro exhala una gran nube de humo azul que, a la luz de los reflectores, forma arabescos semejantes a un alfabeto de vigor masculino. Szapiro se dirige al árbitro sacudiendo los hombros y relajando los músculos, como esperando la sentencia, aunque es evidente que Ziembiński no sólo no se ha levantado durante el conteo, sino que todavía sigue tumbado.

Sus entrenadores intentan reanimarlo; al final, logran que vuelva en sí. El árbitro agarra los brazos de los púgiles y alza el de Szapiro; Ziembiński se tambalea sobre sus piernas y mira a su alrededor con los ojos idos. El presentador anuncia el final de la última pelea de esa noche, con la victoria del púgil del club Makabi de Varsovia. El público aplaude. Yo también aplaudo.

Ziembiński, todavía aturdido, extiende la mano enguantada hacia Szapiro. Éste lo rechaza con un gesto que el periodista polaco Witold Sokoliński, poco fan de Szapiro, describirá en la edición matutina de El Correo de Varsovia como símbolo de la falta de espíritu deportivo nada sorprendente en un boxeador judío, resaltando claramente que Szapiro no estrechó la mano de su rival.

Un periodista judío más benevolente escribiría en el periódico sionista moderado Nuestra Revista que Szapiro estrechó con desdén la mano de Ziembiński.

Andrzej Ziembiński, en cambio, ni se percata de ello, porque todavía está desconcertado; luego, el árbitro lo acompaña a una esquina y lo deja en manos de sus entrenadores.

El público cristiano ve el gesto del boxeador judío y se oyen silbidos. Entonces, un hombre de baja estatura se levanta en la primera fila y se vuelve hacia el graderío, y mira, simplemente mira, como si tratara de distinguir a los que silban. Los silbidos cesan de inmediato. Yo todavía no sé de quién se trata.

El presentador declara la victoria del Legia en el campeonato por nueve combates a siete.

A Jakub Szapiro no le interesa el resultado del campeonato. Jakub Szapiro es el campeón, Jakub Szapiro es como David tras su victoria contra los filisteos y los jebuseos. Jakub es el rey, y sus hijos, que evidentemente no se encuentran en la sala, los príncipes.

El entrenador lo está esperando con otro cigarrillo encendido; Szapiro traga el humo mirando desafiante y triunfante al público; bajo el peso de su mirada se apagan los últimos murmullos. Luego alza las cuerdas, se desliza entre ellas y salta con agilidad desde la lona. Ya no se oyen silbidos. Sigue fumando mientras uno de los entrenadores lo seca con una toalla, y el otro, el que antes le ha encendido un cigarrillo, le desata y le quita los guantes y los vendajes de las manos.

Ya no hay más peleas. En la sala resuena el rumor y el arrastre de zapatos del público, que de repente ha vuelto a la realidad, se ha levantado de sus asientos y se dispone a marcharse. Mañana hay que ir al trabajo, el boxeo ha llegado a su fin, es hora de regresar al mundo real.

Aquel día, cuando vi todo aquello, algo sucedió dentro de mí. Como si yo mismo me hubiera puesto en pie y hubiera luchado en el cuadrilátero contra aquel Goliat rubio, como si yo mismo hubiera estado allí.

Como si todo lo que sucedió más tarde en mi vida hubiera tenido su comienzo, su origen, en aquellos casi dos minutos en el ring.

En cuanto los entrenadores le liberaron las manos y le dieron un albornoz, Szapiro se dirigió a aquel hombre corpulento y de baja estatura de la primera fila, el mismo que había acallado al público cuando éste empezó a silbar tras el gesto arrogante de Jakub.

Era un hombre con una imponente cabeza abovedada, pero completamente desprovista de cabello. Aquella gran escasez quedaba compensada por un bigote grande, untado y enroscado en dirección a sus ojos, muy anticuado, pero también a juego con su traje caro de lana diplomática, azul marino, pasado de moda y algo ajustado.

Las leontinas y las cadenitas de oro del reloj y una llavecita brillaban en el chaleco que ceñía su voluminosa barriga. El hombre metió los dedos en los bolsillos del chaleco y cruzó las piernas. Aquellas piernas eran cortas y rollizas, y daba la impresión de que alguien quería cruzar el dedo índice con el corazón, pues él apenas podía poner la pantorrilla derecha sobre la rodilla izquierda. Al hacerlo, los pantalones se le subieron, dejando al descubierto unas ligas masculinas y una franja de piel blanca entre los bajos de los pantalones y sus calcetines de seda negra. La punta del zapato negro de charol, guarnecida con puntera de metal brillante, se movía rítmicamente cuando el hombre se reía en voz alta con sacudidas; sus chirriantes risotadas incluso llegaban hasta mí entre los vítores y desde la distancia.

—¡Lo has reventado, Jakub! ¡Menuda paliza…!—gritaba y aplaudía con sus rechonchas manos.

Entonces yo desconocía su verdadero nombre, pero sabía perfectamente quién era. Todos sabían quién era aquel goy bajo, alegre y terrible, desde el mercadillo de Kercelak hasta la calle Tłomackie, desde la plaza Broni hasta el mercado cubierto Hala Mirowska, y en las calles Nalewki, Gęsia, Miła, Leszno del antiguo barrio judío de Varsovia.

«Se acerca Kaplica, “elPadrino”…», murmuraban cuando caminaba lentamente por las aceras, balanceándose sobre sus arqueadas piernas, con la americana desabrochada y los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco y un cigarrillo en la boquilla de cuerno entre los dientes. Su escolta habitual lo seguía a una distancia respetable, con la culata de una Nagant o una Browning siempre visible y jamás oculta bajo el chaleco, ni siquiera al cruzarse con la mirada esquiva de los policías.

Por aquel entonces yo no sabía por qué llamaban precisamente Padrino al Padrino. Su nombre real era Jan Kaplica, pero acabó siendo el Padrino porque era amigo de todo el que quisiera su amistad, aunque esa amistad tenía un precio muy alto.

Yo no sabía cómo había empezado; lo único que se sabía era que había pertenecido al Partido Socialista Polaco en tiempos del zar, y que se había dedicado a merodear con un arma y a realizar expropiaciones para la Organización de Combate, los paramilitares socialistas; después, al parecer, había sido partidario de Józef Beck. Poco más se sabía, aunque sí se sabía que la policía había arrestado en cierta ocasión a Kaplica y que el propio presidente polaco o cierto ministro había llamado por teléfono a la comisaría, y que cierto inspector o cierto comisario, o incluso cierto ministro, lo había llevado a casa personalmente en su propio coche, le había abierto la puerta del auto como si fuera un vulgar chofer, se había inclinado ante él y, además, le había pedido perdón.

Yo no sabía tampoco que Kaplica, el Padrino, era el hombre que había encargado a Jakub Szapiro que matara a mi padre. Yo ni siquiera era capaz de imaginar que alguien como el Padrino, un verdadero purits,1 un verdadero pez gordo, pudiera ser consciente de la existencia de mi padre, un humilde oficinista del Ambulatorio Hebreo y un dependiente sin éxito.

Sin embargo, para desgracia de mi padrecito, Kaplica, el Padrino, era perfectamente consciente de su existencia.

El día que mi padre pasó a mejor vida de la mano de Jakub Szapiro y su gente, Kaplica—el Padrino—estaba sentado, desde las siete de la mañana y como tenía por costumbre, a su mesa de la pequeña empanadería de Sobenski, en la calle Leszno, 22, junto a la parroquia evangélica.

Nadie, salvo Kaplica, se atrevía a ocupar aquella mesa. Sobenski era un judío profundamente asimilado que jamás iba a la sinagoga; y si iba, sólo a la Gran Sinagoga, donde el cantor se atrevía a alabar a Dios en polaco. Él mismo acudía personalmente a su comercio todos los días, antes de las seis, para que las empanadas y el café estuvieran listos y calientes antes de la llegada de Kaplica. Y si Kaplica lo deseaba, Sobenski corría a la empanadería incluso el sabbat.

Kaplica llegaba a las siete en punto, colgaba su sombrero hongo en el perchero y, si era otoño, también el abrigo y la bufanda; y si era invierno, el abrigo de piel; y si llevaba botas de agua, en época de aguaceros o de calabobos, se las quitaba y las colocaba al lado del perchero. Una vez despojado de su ropa de abrigo, saludaba efusivamente al propietario, se sentaba, desplegaba El Correo de Varsovia y se ponía a leer moviendo los labios y pasando el dedo pulgar por el texto. Sobenski le servía personalmente un café solo doble y unas empanadas kósher calientes. Y nadie tenía el derecho de molestar a Kaplica hasta las siete y media de la mañana.

«¡Este momento es sólo para mí! ¡Es la única media hora en todo el día que me pertenece sólo a mí!», solía decir, y estudiaba anuncios y publicidad con diligencia, se echaba a reír con los chistes gráficos y los poemas humorísticos de la última página.

A las siete y media llegaba el Doctor Radziwiłek, pedía un café, cogía Nuestra Revista y se sentaba también en la pequeña mesa redonda, leían juntos los periódicos y debatían durante mucho rato. De Radziwiłek hablaré más adelante, ya que será un personaje importante en esta historia, aunque no lo sea por ahora. En cualquier caso, era el colaborador más cercano a Kaplica y su mano derecha.

Normalmente Kaplica también invitaba a Szapiro a las siete y media y le permitía escuchar aquellas conversaciones suyas con Radziwiłek, cosa que nadie más podía hacer, y de este modo lo había ungido como el primero de sus soldados.

A las ocho llegaba el resto de la banda de Kaplica, que abarrotaba la pequeña empanadería. Comían y bebían, chismorreaban, se gritaban unos a otros en polaco, en lengua judía y en ruso; ponían al día a Kaplica acerca de las tareas de la mañana y le entregaban los debidos fajos de billetes que le correspondían; y Kaplica, sin levantarse de la mesa, les encargaba tareas para el día que se avecinaba y para la noche.

El día en el que murió mi padre empezó de forma parecida.

El 9 de julio de 1937 hacía calor en Varsovia, aunque no era un día abrasador; estábamos a veinte grados, pero el cielo se cubrió varias veces a lo largo del día y llovió a ratos.

Kaplica se acomodó en el establecimiento de Sobenski a las siete, tomó su café y se comió cuatro empanadas con carne picada de cerdo y pasas. Sobenski encendió la radio, Kaplica escuchó las noticias de la mañana y luego, mientras sonaba música de discos en la radio, leyó con detenimiento un artículo de El Correo de Varsovia sobre la situación en España.

—El general Franco ya ha quitado de en medio a los nuestros—dijo Kaplica preocupado.

Sobenski asintió y aparentó preocuparse, aunque le importaran un comino España, la guerra civil, el general Franco y todo lo demás, a excepción del estado de la caja de su empanadería.

Kaplica dejó aparte España y se sumergió en la lectura del episodio noventa y nueve de la novela Amarantos de Juliusz German, en el que el príncipe Poniatowski pronunciaba un discurso en un teatro de Varsovia. Era un episodio aburrido, y sólo despertó su curiosidad el último párrafo, al aparecer «una joven dama de una presteza encantadora». Suspiró, chasqueó los dedos para llamar la atención de Sobenski y éste le sirvió más café.

Radziwiłek no apareció ese día porque tenía negocios pendientes en Łódź. A las siete y media, llegó Szapiro con su Buick, su traje gris cruzado y un sombrero blando sobre la cabeza. Saludó a Kaplica y a Sobenski, pidió café y, aprovechando la ausencia de Radziwiłek, tomó el Nuestra Revista que todavía no había leído nadie, pues le repugnaban los diarios manoseados, y se sentó al lado de su jefe sin abrir por el momento el periódico.

—Ayer atraparon a los del barrio de Grochów—dijo.

—¿Sí?—El Padrino no se mostró muy interesado.

—Sí, en casa de esa puta, Jadźka. Hubo tiros con la policía.

—¿Y qué?

—La policía se cargó a Gac. El resto se entregó.

—¿Gac? ¿Ese desertor del 8.º de Infantería…?

—El mismo.

—Le está bien empleado. Los paletos de los pueblos de Rembertów y Miłosna creyeron que podrían hacer de las suyas en Varsovia—se alegró Kaplica.

Szapiro desplegó su periódico, lo enderezó y se puso a leer.

—¿Y qué dicen del joven Josek Pędrak en el tuyo?—preguntó el Padrino interrumpiendo de inmediato la lectura.

—Lo mismo. Cadena perpetua…—El boxeador se encogió de hombros.

—Nunca viene a ser lo mismo.

—Bueno, si Baran no se hubiera llamado Stanisław sino Szmul, y Pędrak se hubiera llamado Józio y no Josyk, habría sido legítima defensa y no asesinato. —Y Szapiro se encogió de hombros de nuevo.

El Padrino reflexionó un instante y luego asintió. Nunca emitía un juicio sin pensárselo dos veces.

—Bueno, razón, lo que se dice razón, sí tienes… Si hubiera sido polaco contra judío, habría sido legítima defensa. Pero como es al revés, se trata de asesinato.

Encendió un cigarrillo. Szapiro observó que el encendedor de Kaplica llevaba pegado el sello distintivo del monopolio de las cerillas.

—¿Cuánto cuesta el sello?—se interesó.

—Un zloty.

—¿Y el Padrino fue a la agencia tributaria, así, por puro civismo, a comprar un sello para el encendedor?—preguntó Szapiro.

—¡Cómo no! Es un deber cívico. La patria se lo merece. Y tú, ¿no te lo has comprado?

—Pues no…

—Si te enchironan por llevar un encendedor ilegal, te estará bien empleado.

Ambos rieron y leyeron un rato más, con las piernas cruzadas, tomando café y fumando. La radio emitía valses, pues el programa no terminaba hasta las ocho, momento en que había una pausa hasta el mediodía.

—¿Sabes, Jakub…? En la calle Nalewki vive cierto judío, un tal Bernsztajn, Naum Bernsztajn. ¿Lo conoces?—preguntó Kaplica un instante después, mientras doblaba el diario por la página con anuncios clasificados.

—Ah, sí, ya sé, señor Kaplica—respondió Szapiro, y dobló también el suyo. Entendió que el descanso había terminado y que ya era hora de ponerse manos a la obra.

—Bien, pues ese judío cree que no puede pagarme—continuó Kaplica sin apartar la vista de los anuncios breves de El Correo.

—Pues pronto se va a dar cuenta de que es un judío estúpido.

—Estúpido sí—asintió Kaplica—, pero tiene razón. No me pagará ni un céntimo porque no tiene de dónde sacarlo. Munja ya lo ha comprobado. El tal Bernsztajn está sin blanca, no se le puede sacar nada. Y por más que uno insista, donde no hay mata no hay patata.

Szapiro asintió tristemente con la cabeza, como si lamentara estar de acuerdo con su interlocutor en que aquella historia no iba a tener un final feliz.

Yo no tenía ni idea de que Naum Bernsztajn, un humilde oficinista del Ambulatorio Hebreo, le debiera dinero a Kaplica. Naum no me había contado nada de aquello, lo cual era normal puesto que yo era un mocoso, pero tampoco se lo contó durante mucho tiempo a mi madre. Se había endeudado porque ya no quería seguir siendo un humilde oficinista, y casualmente le había surgido la oportunidad de alquilar un comercio, una tienda de artículos de goma, en la calle Gęsia. Pidió prestado dinero a la familia para el traspaso y se hizo cargo del comercio. Él mismo se ocupaba de la tienda desde la mañana hasta el cierre. Hizo lo imposible para pagar su deuda, pero a pesar de que el comercio iba bien, casi no obtenía beneficios.

Entonces apareció Kaplica, le compró unas botas de goma de la marca PPG, charló amistosamente un rato con Bernsztajn y al final le dijo que debía pagarle cincuenta zlotys antes del sabbat. Antes de aquel sabbat y antes de cada sabbat, mientras estuviera en aquella tienda, mi padre debería pagarle al Padrino cincuenta zlotys, pues ése era el precio de aquella tienda en Gęsia, cada semana y antes del sabbat.

Naum pagó antes del primer sabbat. También lo hizo antes del segundo. El tercero no lo pagó porque no tenía con qué pagar. Corrió a pedir perdón. Szapiro le rompió la nariz a Bernsztajn para subrayar la importancia de la situación y Bernsztajn, con la nariz rota, tuvo que prestar solemne juramento de que llevaría una semana más tarde no sólo los debidos cincuenta zlotys más los cincuenta pendientes, sino también veinticinco zlotys de sanción por haberse retrasado.

Pero no los llevó. No tenía de dónde sacarlos. Renunció a la tienda sin obtener beneficio alguno por el traspaso; todos sabían en qué situación estaba, y nadie tenía intención de pagarle ni un céntimo por el traspaso. Desde entonces, vivió escondido, no salía a la calle durante el día. El Padrino le envió a un muchacho para informarle de que los intereses de los ciento veinticinco zlotys de la deuda eran de un veinte por ciento cada semana.

Yo no sabía nada de aquello. Naum Bernsztajn le dijo a la familia que estaba enfermo, se acostó y esperó.

—Lomir antlofn [‘Naum, huyamos’]—rogaba mi madre—, lomir antlofn tsinersht tsi maa shveste ka Lodz in shpeite kan Erets Yisruel ode kan Amerike. Lomir antlofn, Nujim, vaal nish ka zaj of de velt vet indz kene fataidikn fan kas fin’im purits [‘Naum, huyamos, primero a casa de mi hermana a Łódź, y desde allí a Palestina o América, porque no nos defenderá ninguna fuerza humana ni divina de la ira de ese purits’].

Mi madre era una mujer judía devota, y la vida le había enseñado que Dios rara vez defendía a los judíos devotos frente a la ira del goy.

Mi padre sólo hizo un ademán de rechazo y se volvió hacia la pared. Esperó. No huyó a Łódź, ni a Palestina, ni a América ni a ningún otro lugar.

Y finalmente se presentaron. Llamaron a la puerta. Mi madre la abrió asumiendo acertadamente que, ya que no podía salvar a su marido, al menos salvaría las cerraduras de la puerta.

Se lo llevaron. Me abalancé sobre Szapiro, él me empujó.

Más tarde, pensé muchas veces en el momento en que me había abalanzado sobre Szapiro, que pesaba el doble que yo. Me colgué de su antebrazo, gritando algo en yiddish, pero ¿quién era el que gritaba?

Szapiro sacó de casa a mi padre por la barba. Mi padre se resistía, como se resiste una ternera que se llevan al matarife para sacrificar, y siguió caminando así, resistiéndose, arrastrado por su barba larga y gris.

Nunca llevaré barba, decidí entonces, mientras oía los gritos de mi madre y miraba cómo Szapiro, recién afeitado, se llevaba la barba de mi padre y a mi propio padre. Yo todavía era barbilampiño, pero aquel mismo día salí a trapichear. Robé algo de dinero a mi madre. Ella sabía que yo se lo había cogido; pero, anegada totalmente en llanto, no tenía fuerzas para protestar. Yo no lloré. Así que me fui a los baratilleros. Me deshice del caftán y de mi camisa larga y, con el dinero robado, compré ropa de talle más corto. Mejor dicho, harapos, pero no harapos judíos. Luego fui a una peluquería cristiana. Pedí que me cortaran los peyets y que me afeitaran. El barbero soltó una carcajada y me preguntó qué debía afeitar si yo sólo tenía cuatro pelos, pero insistí y, como yo era el que pagaba, me puso una toalla caliente en la cara, y luego la untó con aceite, batió la espuma con una brocha, la extendió, me afeitó de una sola pasada, me enjuagó con agua fría; salí y me vi en el cristal del escaparate como en un espejo. Vi a mi nuevo yo, un judío mejorado, con el pelo recién cortado, vestido con ropa de talle corto, sin peyets.

—Yaj vinch diye alts dus gits Bernsztajn! [‘¡Te deseo mucha suerte, Bernsztajn!’]—dije a mi reflejo imitando la voz de Jakub Szapiro—. Daa nesiye zol zaan mit mazl! [‘¡Buen viaje!’].

En esos instantes, mi padre yacía en el maletero del Buick para seguir su propio camino, el mismo que todos seguimos hasta que llegamos a nuestro destino y por fin nos detenemos.

Dos días después, el domingo 11 de julio, por la noche, tras la pelea en el teatro Nowości, Szapiro se acercó a Kaplica, y éste lo abrazó con afecto.

—¡Has reventado a ese hijo de puta, Jakub!—dijo satisfecho—. ¡Ese fascista lo ha pagado caro!

Yo no oí aquellas palabras, pero sé que fue eso lo que dijo.

Poco a poco, la gente se fue marchando. Kaplica se levantó y se dirigió al vestuario acompañado de Szapiro. Cuando pasaron por el lugar donde yo estaba sentado, Szapiro, con el batín de boxeo, se detuvo y me señaló con el dedo.

—Pero si es él…—dijo a Kaplica.

—¿Quién?—preguntó Kaplica, como si no me hubiera visto.

—El joven Bernsztajn, Padrino.

Kaplica fijó sus ojos en Szapiro y lo miró largamente.

Luego se volvió hacia mí. Yo bajé los ojos. Kaplica me agarró de la mandíbula con su pulgar y su índice rechonchos y me alzó la cabeza, me atravesó con sus ojos pequeños y oscuros, y no sonrió.

De repente, soltó mi barbilla, me pellizcó la mejilla y se rio ampliamente, como si con esa mirada ya lo hubiera sabido todo sobre mí. Y puede que así fuera.

—Pues es un chaval muy guapo. ¡Qué lástima!—Luego se encogió de hombros y se olvidó de mí.

Se alejó sin mirar atrás. Pero Szapiro me hizo una señal con la cabeza, el mismo ademán silencioso que mi madre me hacía a veces disimuladamente cuando quería decirme sin palabras: «Por tu propio bien, haz inmediatamente lo que tu padre te ha dicho».

Yo me levanté, los seguí.

Me preguntaba si la gente me miraría. Yo había sido invisible hasta entonces, durante toda mi breve vida. Un simple judío menudo y delgado de la calle Nalewki. Uno de los miles de judíos menudos y delgados de la calle Nalewki.

Pero entonces una mujer tocada con un pequeño sombrero se inclinó hacia su compañero de traje claro y le susurró algo al oído sin apartar sus ojos de mí. Recuerdo su mirada.

Aunque tal vez miraba a Szapiro y al Padrino, miraba cómo caminaban y se pavoneaban aquellos dos purits de traje elegante que campaban a sus anchas por la ciudad.

Fuimos al camerino, donde antes se vestían los actores y entonces los boxeadores. Szapiro me señaló una silla. Me senté. Kaplica no paraba de hablar de boxeo, emocionado y feliz.

—¿Sabes, Jakub? Yo a él lo había visto en el combate contra Finn y, en parte, temía que pudiera acabar con tu aguante, porque tú eres un fighter, pero él se defiende maravillosamente, parece propulsado con vapor o electricidad porque no se cansa nunca. ¡Pero tú te lo has cargado! ¡Se las has hecho pasar moradas! ¡Lo has machacado por completo!

—Había bastantes en la sala…—dijo Szapiro, sentándose en su silla.

Se le iba pasando ya el subidón de adrenalina y empezó a sentir de repente cada uno de sus músculos, articulaciones y tendones, como de costumbre tras una pelea, en la que no se respeta en absoluto el cuerpo. Le temblaban los músculos de los muslos.

—¿Bastantes qué…?—Kaplica no había entendido.

—Falangistas, bepistas,2oeneristas,3 no distingo quién es quién, pero se les reconoce por su jeta fascista. Los he visto ahí. Algunos incluso han venido con sus uniformes de mierda.

—¡Pues esos hitlerianos han recibido una buena en las narices…!—exclamó satisfecho el Padrino—. ¡Magnífico!

Chasqueó los dedos para llamar a alguien. Un sombrío matón que sobrepasaba unos veinte centímetros a Szapiro y unos diez a Kaplica irrumpió en el vestuario.

—Pantaleon, trae coñac, tengo una botella en el coche, vamos a celebrarlo—ordenó mientras colocaba un disco en el gramófono portátil.

El matón no confirmó ni asintió, sólo se dio la vuelta y salió. Kaplica le dio cuerda a la manivela, reacomodó el brazo y los primeros tonos suaves de un tango surgieron de la bocina.

—¿En el coche…? ¿Ya ha ido a recoger el Chrysler, patrón?—preguntó Szapiro, mientras intentaba masajearse y relajar sus trémulos músculos de los muslos.

—¡Pues claro!—Kaplica mostró una evidente alegría por la pregunta, mientras encendía un cigarrillo y lo metía en una larga boquilla—. ¡Ya he ido! ¡Ahora mismo lo verás!

Szapiro se levantó con dificultad, se quitó la camiseta empapada de sudor, las zapatillas blandas de boxeo y los pantalones cortos de gimnasia bajo los cuales ya no llevaba nada, y se quedó de pie allí, desnudo. No se sentía en absoluto incómodo. Yo sentí vergüenza, aunque tenía más miedo que vergüenza, así que permanecí inmóvil.

Él no era muy peludo, aunque sí lo era algo más por la entrepierna. Y su pene circuncidado no era demasiado largo, a mí me pareció incluso más corto que el mío, pero era muy grueso.

El boxeador estiró los músculos, la espalda, los brazos, los muslos, con ejercicios lentos, luego echó agua caliente en una tina, chapoteó en ella, alargó el brazo para coger el jabón, se enjabonó todo el cuerpo, se enjuagó y se secó frotándose cuidadosamente la piel con una toalla. Se miró al espejo, alcanzó los enseres para afeitarse, miró con el rabillo del ojo a Kaplica, que silbaba siguiendo el ritmo de la música, y aunque éste no mostró impaciencia alguna, Szapiro apartó el cepillo y el jabón inglés sin haberse llegado a afeitar. Se roció con colonia, cogió de una percha ropa interior y una camisa blanca limpias, y se lo puso todo siseando por el dolor. Después se anudó una corbata de color azul marino con estampados geométricos marrones y un magnífico traje gris de dos piezas; incluso yo comprendí que aquel traje no sólo era tan caro como el de Kaplica, sino que además era un traje a la moda, porque los pantalones tenían un talle alto, se abrochaban por encima del ombligo y las perneras eran muy anchas, y quedaban muy bien a un hombre tan esbelto como Szapiro. La chaqueta, entallada, tenía unas solapas anchas y unas hombreras muy acolchadas, lo cual realzaba la silueta atlética pero corpulenta de Szapiro. Kaplica, con su traje anticuado, al lado de él parecía un señor mayor, un funcionario provinciano, un auditor de cuentas frente a un verdadero galán de cine.

El boxeador se calzó y se ató unos elegantes botines, abrió un cajón, sacó un reloj de pulsera de la marca Glashütte—como observé más tarde—, una billetera, una navaja de muelle y dos pañuelos: uno de cuadros y otro de seda blanca. Y distribuyó respectivamente todos los utensilios donde siempre los llevaba: en la muñeca izquierda, en el bolsillo interno de la chaqueta, en uno de los calcetines, en un bolsillo del pantalón y en el bolsillo de la chaqueta, concretamente en el del pecho, el que se llama «bolsillo con ribete», como supe más tarde. Todo lo supe más tarde. Toda mi vida llegó más tarde.

Szapiro, mientras tanto, cogió el clavel blanco del vaso que había sobre la cómoda, sacó la navaja del calcetín, donde la había metido hacía un instante, la abrió con un chasquido, cortó el tallo y se colocó la flor en el ojal.

Tomó un peine y una cajita con pomada, se untó y se peinó su largo cabello, se miró al espejo lleno de vanidad masculina, hermoso, fuerte, pues él era entonces todo lo que yo no era.

Pero sí semejante a quien yo llegaría a ser más tarde.

O yo sólo quería llegar a serlo, toda mi vida quise llegar a ser aquel Szapiro que se untaba el pelo frente al espejo, y sin embargo acabé siendo otra cosa.

—¿Falta mucho para que acabes de emperifollarte?—preguntó Kaplica, poniendo los ojos en blanco pero sin enfado alguno.

—Es importante tener buena presencia. Usted lo sabe bien, Padrino—dijo Szapiro.

Después se puso de rodillas con cuidado, por consideración a sus doloridos músculos, metió la mano por detrás del tocador con un espejo rodeado de bombillas y sacó de allí una pistola pequeña y plana, grabada y revestida de nácar. Y, sin extraer el cargador de la culata ni tirar de la corredera, se metió directamente el arma en el bolsillo de los pantalones.

En aquella época, yo apenas entendía de armas, apenas distinguía entre el revólver y la pistola, y me guiaba por la semejanza de un arma con la de Tom Mix para dar por sentado que era un revólver. Después aprendí muchísimo sobre armas, más de lo que hubiera deseado, y hoy sé que aquella pistola plana de Szapiro era de la marca Colt, modelo 1903 de bolsillo, una siete con un gatillo ingeniosamente escondido para no engancharse a nada, por si había que sacarla de repente del bolsillo. Cuando más tarde, mucho más tarde y en un lugar totalmente diferente, adquirí el hábito de ir armado, la primera que tuve fue precisamente una siete, pues un colega de la unidad me consiguió una pequeña Walther alemana muy común. Una vez, por culpa de esa siete, casi me matan: un árabe, al que le di tres veces en el pecho y que estaba atiborrado de opio, siguió corriendo hacia mí a pesar de sus heridas mortales con un cuchillo en su zarpa, gritando y escupiendo sangre; yo me había quedado sin munición, así que mientras yo forcejeaba con el cargador, el tipo me agarró y me clavó el cuchillo, por suerte la hoja sólo rozó las costillas, y un segundo más tarde mi comandante le disparó a la cabeza con un fusil.

Cuando me dieron el alta en el hospital, a la primera ocasión, cambié la Walther por una cuarenta y cinco americana. Aún la conservo. Está ya muy desgastada por haberla llevado muchos años en una funda de cuero, y se encuentra en un cajón del escritorio donde pulso las suaves teclas de mi máquina de escribir eléctrica provista de un cabezal de caracteres latinos y sin signos diacríticos polacos, que debo añadir a mano y a lápiz, en cada una de las páginas del texto mecanografiado.

Encima del escritorio hay una bella maqueta de avión de plástico, un Lockheed L-10 Electra de 1936, que pende de unos hilos de nilón transparente. Me gusta mirarlo. No sé si fui yo quien lo hizo u otra persona… Pero el hecho de que esté aquí me hace sentir bien. Quienquiera que lo pegara y lo pintara lo hizo con la versión del tren de aterrizaje retráctil, así que no puede estar plantado y tiene que estar colgado.

Me asomo a veces a la ventana, miro hacia la calle. Un muchacho árabe empuja un carrito en el que ha cargado una enorme pila de muebles antiguos o de simple imitación, y donde se amontonan patas de madera curvada y tapicería a rayas de sillones y sofás.

Le adelantan los coches: los Fiat, los Peugeot, los Subaru y los Volkswagen, y pitan independientemente de su nacionalidad. Enfrente de un quiosco, un judío ortodoxo con caftán negro fuma un cigarrillo mientras espera algo. Una chica de uniforme verde y con un fusil negro a la espalda pasa junto a él. No sé si es guapa, no la veo bien desde tan lejos, pero no me apetece ponerme las gafas.

El apartamento es muy silencioso. Las ventanas aíslan bien del ruido.

Y yo echo de menos su trajín, sus quejas, sus continuos reproches, de los cuales he estado huyendo toda mi vida aquí. He huido de su pena, de su desesperación, de su duelo por los que se quedaron y que, al quedarse, desaparecieron, de ese duelo que yo no pretendía guardar, porque sentía aversión por el martirio y la desaparición de todos ellos; después, cuando envejecí, dejé de sentirla, empecé a tratar aquel martirio como un amigo molesto a quien se tolera porque uno ya ha acabado familiarizándose con él.

Yo huía de su constante cháchara porque no quería oír más ese idioma, hasta tal punto que, en casa, yo le hablaba en lengua judía—como se diría ahora—y ella me respondía en polaco.

En casa no hablábamos en hebreo. Y siempre discutíamos por lo mismo, yo le preguntaba por qué me hablaba en polaco si era ella quien había querido marcharse y quien odiaba Polonia más que yo, pero ella seguía hablando en polaco, terca como siempre, como una mula. Se encogía de hombros, y luego nos peleábamos, ambos gritábamos, y el apartamento vacío…

Después dejamos de chillarnos, ya no teníamos ganas de hacerlo, ya no nos importaba nada. Más tarde, y de esto hace poco, nuestros hijos se fueron de casa, y ahora me siento como si nunca hubieran estado aquí, ni nuestros hijos ni ella, como si hubiera pasado toda mi vida solo en este apartamento, tan sólo yo y mis fantasmas.

El muchacho árabe empuja el carrito lleno de antigüedades.

En las calles donde crecí, solía ver a chicos parecidos a éste, hijos pobres de judíos pobres: carreteros y porteadores que iniciaron su camino hacia la vida adulta con un carrito, dispuestos a transportar en ese carrito todo lo que en él cupiera por aquellas calles empedradas que recordaban al zar, y luego por el asfalto, cuando ya las asfaltaron, y por el barro de los patios interiores del barrio de Północna, en los pobres patios interiores de edificios con pequeñas viviendas de alquiler y tachonados de letreros con todo tipo de chanchullos que no merecían ni un par de céntimos.

Me siento mucho mayor de lo que soy.

Hace cincuenta años, sin gafas, observé cómo se vestía Szapiro. Yo estaba sentado en silencio. Kaplica charlaba todo el tiempo, comentaba el combate y fumaba un pitillo tras otro. Pantaleon, al que Kaplica llamaba Leoś, trajo una botella de coñac, sirvió dos vasos. Szapiro y Kaplica bebieron, Pantaleon no bebió.

Yo no sabía entonces cuál había sido el papel de este último en el triste final de mi padre.

Kaplica se limpió la boca con el dorso de la mano cuando se terminó el vaso de coñac, sacó un paquete de cigarrillos e invitó a Szapiro y a Pantaleon. Salimos del edificio que antaño había sido el teatro Bogusławski a la calle Hipoteczna. Era una noche despejada y muy calurosa, se podían divisar claramente las estrellas porque la tenue luz de las lámparas de gas no era capaz de eclipsarlas. Frente al teatro estaba aparcado el coche más precioso que yo había visto en toda mi vida.

—Bueno, ¿qué?—preguntó Kaplica con alegría, mirando a Szapiro.

—Pero, señor Kaplica…

La limusina era enorme y roja como un coche de bomberos. La pintura brillaba, y las suaves líneas aerodinámicas de la carrocería no recordaban en absoluto las de los coches que transitaban por aquellas calles que yo recorría hace ahora cincuenta años. Las ruedas traseras casi no se veían, quedaban ocultas bajo amplios guardabarros, unos guardabarros que tenían forma de gotas; el cromado de la pintura roja relucía; dentro estaba sentado Munja Weber, que precisamente hacía de chofer y que, al ver a Kaplica, bajó del coche de un salto y le entreabrió la puerta hacia fuera.

Para entender el impacto de ese coche en la Varsovia de aquel entonces hay que tener en cuenta que el Padrino no transitaba sólo por las principales calles de Nowy Świat , Mazowiecka o Marszałkowska, que son las partes de Varsovia que hoy queremos recordar; el entorno natural del Padrino eran las calles empedradas y las callejuelas de Śródmieści, al norte de la avenida Jerozolimskie. Aparcaba el Chrysler rojo junto a los edificios de las decrépitas viviendas del barrio de Muranów, junto a los míseros pisos de alquiler del de Wola, donde los techos de madera podrida se derrumbaban bajo el peso de sus inquilinos.

Eran los pobretones descalzos quienes manoseaban la laca roja de su auto, y no las damas de los hipódromos. Y en sus guardabarros cromados se reflejaban los fangosos charcos.

—Un Chrysler, Jakub—dijo Kaplica, pronunciando la h de la palabra Chrysler con una fuerte k, e inmediatamente pensé que debía ser un coche «cristiano». Chrysler como Cristo—. Un Chrysler Imperial. Nuevecito. Importado por Lilpop. ¡Pagué por él veintiocho mil! ¡Nadie tiene otro igual en Polonia! Ni el presidente, ni el mariscal Rydz-Śmigły… ¡Que se jodan…! ¡Nadie lo tiene! ¡Venga, subamos!

Veintiocho mil zlotys. Mi padre, Naum Bernsztajn, ganaba cien zlotys al mes, sólo cuando el mes era bueno. Y eso sumaba mil doscientos al año. Así que el automóvil del Padrino costó más de veintitrés años de trabajo de mi padre. En las calles, la gente decía que Stefan Starzyński, el presidente de Varsovia, ganaba tres mil quinientos al mes. Los pobres se sentaban apoyados contra la pared en las aceras y filosofaban acerca de lo que se podría hacer con tres mil quinientos al mes. Las fantasías giraban en torno a comprar grandes cantidades de comida y celebrar una gran fiesta para toda la manzana: podrían poner mesas en la plazoleta, contratar una orquesta, comprar un barril de cerveza y varias cajas de vodka, encargar un cerdo entero en la charcutería Pod Ryjkiem y pasarlo en grande durante tres días, como en una boda. Eso es lo que podrían hacer con los tres mil quinientos de Starzyński. Pero ni siquiera Starzyński podría pagar el auto del Padrino. El Padrino tenía más.

El Padrino organizaba a veces ese tipo de fiestas en las plazas; todos se sentaban en las mesas repartidas, improvisadas, hechas de tablones sobre caballetes; el grupo de combate velaba por la seguridad, se servía cerdo y ternero kósher