El Salto - Florencia González Collado - E-Book

El Salto E-Book

Florencia González Collado

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Beschreibung

Es hora de dar el salto, pero no hablo de un salto al abismo, sino hacia una nueva forma de vivir. Cuando has tocado fondo tienes dos opciones: quedarte allí abajo o subir hacia lo más alto. Si logras lo segundo, tu vida ya no será la misma. El universo estará de nuevo presente para ti, pero esta vez te habrás sacado la venda que cubría tu alma y podrás hacer uso de las inconmensurables herramientas que esperaban tu despertar. Tu incomodidad te ha impulsado a buscar inevitablemente un mejor mundo posible. Has decidido afrontar a los fantasmas del sufrimiento, ansiedad, estrés, depresión y angustia. Lo negativo y lo positivo se equilibran gracias a tu voluntad, a tu práctica constante en la búsqueda de este nuevo vivir. Comienzas a preguntarte qué eres capaz de hacer como ser humano por el prójimo y por el planeta. Ahora eres un ser que se involucra, que no mira hacia otro lado. Eres una persona que aprendió a disfrutar de los afectos, de las cosas sencillas del camino: un domingo en familia, unos pochoclos mientras miras una película con tus amigos o con tu pareja sin observar el reloj, la conexión con la naturaleza, el sonido que te traslada a un momento mágico vivido cuando cierras tus ojos, el petricor que deja la lluvia cuando cae luego de un período de sequías. Has sanado, o estas en el proceso de hacerlo y curiosamente te estás dando la oportunidad más importante de tu vida. No la desperdicies, no regreses a ese laberinto de estrés, miedo y egoísmo, que termina por quitarte la salud. El sentimiento de miedo extremo es desagradable. El cambio puede asustarte, es lógico, pero sigue adelante. Jamás te resignes. Acepta, afronta y disfruta, te sorprenderás de todo lo que ya estás viviendo. Así también, cuida la frecuencia que emites al universo. Eres la mejor versión de ti mismo. Brilla, inspira y comparte el mensaje con todos los que te admiran, porque te has convertido en ejemplo a seguir. Te has liberado y fortalecido. Mi espíritu se regocija con tu nuevo comienzo.

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Seitenzahl: 190

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Florencia González Collado

El Salto

No se trata de saltar al abismo, sino a una nueva forma de vivir

González Collado, Florencia

El salto, no se trata de saltar al abismo, sino a una nueva forma de vivir / Florencia González Collado. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1693-0

1. Autoayuda. I. Título.

CDD 158.1

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

© FLORENCIA GONZÁLEZ COLLADOTodos los derechos reservadosComunicación con el autor: [email protected]@flogonzalezcollado

Revisión de textos: Gastón Córdoba.Ilustración: Aimé Nieto.Fotógrafos: Luis Maria Castro Medina (portada e interior) y Facundo Berta (interior).

No se permite la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del autor o el editor.

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723Impreso en Argentina – Printed in Argentina

AGRADECIMIENTOS

Este libro fue posible gracias a mi esposo, Gonzalo, de quien aprendí a vivir de forma pacífica, y quien me cocinó una y otra vez mientras yo me dedicaba a navegar por estas páginas. Se encargó de cuanto fuese necesario para que pudiese abocarme día y noche sin interrupciones al proyecto.

A mi amada familia:

Mis padres Luis y Laura, de las personas más valientes y fuertes que conozco, quienes nos transmiten día a día que el amor en su esencia más pura existe, y que ningún obstáculo es tan grande cuando abunda este sentimiento. Son pilares incomparables en cada paso que me propongo dar.

Hermanos, Luis, empresario nato, mi consejero excepcional, con una sorprendente habilidad para hacerme ver con claridad y positivismo la vida; Lourdes, mi querida hermana, amiga, amante de las aventuras y los viajes en bicicleta, quien conoce a la perfección cada pedacito de mi alma; Juan Ignacio, el menor, mi bebé, a quien llevo catorce años y que me considera su segunda mamá, artista de la música, que con sus acciones nos demuestra que si te propones una meta y te enfocas en ella lograrás alcanzar aquello que anhelas.

Abuelos, Lucho y Zulema, quienes me acercaron al extraordinario mundo de los libros desde muy pequeña, y abrieron el portal a mi imaginación al invitarme a tomar mi primer taza de té con los duendes en el Parque Percy Hill, abuela Paquita de quien heredé el amor y el don por las plantas, y abuelo Gringo, quien me relató, desde muy pequeña, innumerables historias que hacían viajar a mi mente hacía tierras lejanas de un mundo sin fin.

Tíos y primos, presentes en distintos momentos de mi vida, acompañándome en mi crecimiento y con quienes compartí anécdotas, charlas y vivencias inolvidables.

A mis amigas que con los años lograron comprender mi forma de ser.

A los seres especiales con quienes tuve la dicha de tropezarme durante este recorrido.

Al universo, por supuesto, por ser el autor de estos enriquecedores encuentros.

A todas aquellas mujeres que no tuvieron la posibilidad de publicar sus obras, o que, simplemente, fueron ignoradas en la época en que vivieron, que las excluía de todo lo interesante, excepto de las tareas del hogar. En parte, es por su lucha que hoy gozamos de libertad para crear y desenvolvernos con avidez en el ámbito que deseemos, sin necesidad de contar con ninguna autorización más que la iniciativa propia.

Al escribir mi alma baila, porque es posible escribir y danzar simultáneamente. Es la libertad de un espíritu rico. Te invito a bailar y a soltar lo que tienes en mente. Hazlo, comienza de una vez.

Florencia González Collado

Prólogo

En algún momento, muchos de nosotros llegamos a preguntarnos si estamos haciendo lo correcto con nuestras vidas y todo lo que le rodea, como ser la salud, los hábitos, las relaciones, el medio ambiente. Aunque este interrogante puede a veces convertirse en letanía, solemos dejarlo pasar por «estar demasiado ocupados», «no ser lo suficientemente buenos» o por considerar que «sería un fracaso emprender algo nuevo». Estos pensamientos nos anclan a una situación no siempre cómoda, son obstáculos para el cambio y generan emociones que también se convierten en obstáculos. Aprendemos a vivir y relacionarnos con ellos de una forma no saludable e intentamos evitarlos, sin posibilidades de incorporar cambios, ya que nuestros conceptos nos llevan a creer que está bien intentar hacer esto que tanto mal nos hace (evitar, escapar, etc.), lo que genera que no afrontemos las contingencias habituales e inherentes a nuestra vida. De esta manera, aprendemos a perpetuar y naturalizar el sufrimiento. Pero, en algún momento, esa necesidad de cambio nos va llevando a buscar más y distintas herramientas para afrontar la situación adversa. Ahí es donde solemos buscar que nos escuchen, queremos expresarnos y escuchamos, lo que produce un ida y vuelta enriquecedor, con tonalidades «serendípicas». «¿Sabes cuál es el costo de sacrificar la vida que quieres a cambio de los inservibles intentos de regular tu dolor emocional?». 

Este ejemplar llegó a mis manos en el momento y la forma en que debía hacerlo. Aún recuerdo el primer día que vi a Flor entrar al consultorio, su primera consulta con un psiquiatra, con toda su transparencia y espontaneidad, planteando situaciones cotidianas que atormentaban su pasado, presente y ¿futuro? El principal eje era la ansiedad. A medida que nos adentremos en la lectura, encontraremos una detallada descripción de su impacto. Florencia hace que lo sintamos, con una generosidad magna, y propia de su misma esencia, hasta que nos toca en lo más profundo del alma. Transmite, además, entre otros valores y direcciones valiosas, que la salud mental debiera ser un tema tratado cotidiana y periódicamente en cada mesa, living, habitación, café, parque, etc. Nos conduce a viajar en la lectura y con pinceladas de paisajes y versos, nos hace reflexionar y resignificar lo que estamos y nos estamos haciendo. Resignificar nuestros vínculos en su totalidad, es decir, con nosotros, nuestros pares, los seres vivos y el planeta. Un punto de inflexión necesario para nuestra evolución como seres humanos y nuestra posibilidad de trascender, dejando un mejor planeta. 

Como la germinación de una luffa, estas preguntas que siembra la lectura darán sus frutos y serán sustentables. Los frutos tendrán el poder purificador del espatifilo. Nos contagiaremos del compromiso de revisar, de aprender a elegir y de sanear todos nuestros vínculos (todos). Solemos escuchar frases del tipo «hay que aprovechar las oportunidades que nos presenta la vida», y aun así, casi nunca las aprovechamos. Hoy tenemos una nueva oportunidad, volcadas en este nuevo mar de tinta. Yo la tuve y la aproveché. Sabremos que «no lo hemos arruinado todo» y que «aún estamos a tiempo». Cuando logremos incorporar esta idea, gracias a que decidimos aprovechar nuestras oportunidades, el cambio será inevitable y se multiplicará. 

Quien tiene el privilegio de conocer a Florencia puede experimentar su energía renovadora, el modo en que la transmite. La emana como si fuera un fenómeno de la naturaleza, transformando el entorno y la reparte en herramientas que serán perennes, por ejemplo, cuando dice «no debemos escapar de las emociones negativas, pues solo lograrán que se experimenten con mayor intensidad. Huir de ellas o tratar de negarlas puede parecernos lógico, pero no lo es, realmente no lo es. Debemos sentir las emociones y las sensaciones corporales plenamente sin fragmentarlas ni evitarlas». Esto es un eje para la construcción de una salud mental que nos permite expandirnos y acercarnos más a nuestros dones, como el de la creatividad y la escucha, tan importantes para el cambio. 

Cuando leí estas páginas pude observar las tonalidades distintas que adquirieron mi hacer y andar cotidiano, y advertí que pretendo ser y estar en el presente, aún más que antes. Quiero perderme y encontrarme en el ahora. Este será el efecto que sentirán como lectores durante este viaje. Aprendí que este libro puede formar parte del HYGGE de cada uno de nosotros. 

Hay algo que es inminente y eso, indefectiblemente es el cambio, sea cual sea, el cambio evolutivo. Este es un punto de partida que gracias a una característica de Florencia lo hace posible: su intención de verterse en este importante material, cuyas palabras enlazadas convierten la lectura en algo muy interesante. Así nos ayuda a dar este necesario e inminente SALTO.

Dr. José Roberto Finoli Médico Psiquiatra 

Capítulo 1

Estamos hechos de recuerdos

A veces dudamos sobre el origen de un recuerdo. ¿Existe gracias a una fotografía o porque alguien nos lo ha contado? ¿Es así como terminamos apropiándonos de él? Siento que fue ayer cuando, con solo tres años, pasaba largas horas tratando de aprender a leer. En ese entonces, la biblioteca de mis abuelos despertaba mi atención, y con el pasar de los años aún lo hace, sobre todo cuando la recorro y los observo contar el origen de cada colección; esto último derrite mi corazón. De pequeña sacaba libros y me sentaba durante horas a observarlos, por tanto, el primer recuerdo que tengo de estar entre ellos proviene de esa edad. Estoy sentada en un sillón redondo de mimbre, con un vestido rojo a cuadros, sosteniendo un libro grande y pesado de tapa dura. Mientras lo hojeo me pregunto cómo los adultos consiguen unir las letras. Yo sé cuál es la a, pero no entiendo cómo la ensamblan con el resto de las vocales y consonantes, y me irrita no poder hallar el mecanismo. Una foto en uno de los álbumes familiares retrata ese instante, sin embargo, no hace suyo mi esfuerzo interior por entender la mecánica de la lectura.

En mi familia, hay grandes lectores, de esos que se comen los libros en cuestión de horas, y no porque tengan tiempo de sobra, sino porque les apasiona leer. ¿A quién no? La sensación de seguir con la vista palabras, párrafos e imágenes de las páginas de un libro es fascinante, como la emoción que genera el fenómeno óptico y meteorológico que produce un arco de luz multicolor en el cielo cuando llovió con sol, el famoso “arco iris”. Incluso mi abuela paterna, Zulema, es una gran escritora de historias populares nunca publicadas. Siempre insisto en que tome cartas en el asunto y las publique, sobre todo ahora que, a diferencia de otros años, existe una gran variedad de editoriales y no es complicado acceder a ellas, pero por una u otra razón siempre termina postergándolo. Son historias interesantes, leyendas que vale la pena conocer, porque son nuestras, es decir, porque pertenecen a la provincia y al país. Además, estoy convencida de que si la vida te ha proporcionado un don –el de saber narrar en el caso de mi abuela–, debes compartirlo. ¿Para qué guardarlo solo para uno mismo?

Como resultado de mis aventuras entre libros, no es raro que cuando cumpliera cuatro años yo ya supiera leer. Jugaba a armar palabras mirando las cortinas y cubrecamas con letras y números que había en nuestra habitación de hermanos. Nunca me cansaba. Amaba sentarme en la cama a observarlos por horas. En el techo, un luminoso vitral de ventilación iluminaba el juego. Cuando me acostaba por la siesta, solía imaginar que era un lugar lleno de agua cristalina donde nadaban peces de formas y colores increíbles. Por la noche, en cambio, esa luz dorada se volvía oscura, azulada y me asustaba, y hacía que saltase a la cama de uno de mis hermanos. Jamás pude dormir en mi cama durante la noche mientras vivimos en esa casa de tejas verdes, de estilo escandinavo. Entonces residíamos en el corazón de Yerba Buena, una de las ciudades más atractivas de la provincia de Tucumán, en Argentina. Es una localidad pintoresca, cerca del cerro, colmada de vegetación, aire puro, paz y mucha luz. La casa tenía tres pisos y en cada uno de ellos vivía una parte de la familia. Mis padres, mis hermanos y yo, en el primero; mis abuelos paternos y mi tío adolescente, en el segundo; y en el tercer piso, la hermana mayor de mi papá, con mi prima. Eran tiempos en que la familia estaba muy unida. Con mis bisabuelos, a quienes tuve la dicha de gozar hasta pasada mi adolescencia, y con mis abuelos, tíos y primos, disfrutábamos de un rico asado todos los domingos, que incluía charlas hasta el anochecer. Por fortuna, la mesa siempre estaba repleta de manjares y rodeada de amor. Eran reuniones maravillosas, en que reinaba la alegría en el aire, y esa es solo una de las incontables palabras con que puedo describirlas. Nos acompañaban también dos patos y dos perros que se llamaban Romina y Tobi. Por esos tiempos, además del afán por la lectura y la imaginación, desarrollé una especie de juego que consistía en esconderme por largos lapsos de tiempo. Aunque hacerlo me divertía terriblemente, lo único que lograba era preocupar a los adultos. La primera vez que lo hice estaba al cuidado de mis abuelos, porque mis papás estaban trabajando. Ese mediodía decidí esconderme en un canasto alto de mimbre, que era parte de la decoración de nuestro living. Giraban las agujas del reloj y yo no aparecía. Mi abuela en camisón corría en busca de la policía. Los vecinos gritaban mi nombre a los cuatro vientos por las calles de la zona y yo seguía sin dar señales. Las chicas de la cuadra, enamoradas de mi tío adolescente, aprovechaban la situación para intercambiar palabras con él, mientras me buscaban. Mis abuelos siempre recuerdan la desesperación que vivieron. Y también que no sabían cómo le dirían a mis padres que yo me les había perdido y que no habían podido cuidarme lo suficiente. Hasta que sentí esa dulce y joven voz, la de mi madre, que por ese entonces era una pequeña de apenas 21 años. Unos ojos saltones se divisaron entre la tapa y el cuerpo de aquel canasto. Siempre fui una niña introvertida, sonriente, de ojos grandes y brillantes. Esos mismos ojos aparecieron al oír la voz de mi amada madre. Mi abuela gritó de alegría. No fue la única vez que lo hice, también en casa de mis abuelos maternos me divertí asustándolos, me encantaba esconderme. Habrá sido alguna especie de juego que disfrutaba, pero ninguna gracia hacía a los adultos.

Como niña que sabía leer, en esa época ansiaba concurrir al jardín de infantes (lo que hoy conocemos como nivel inicial). Cada día, cuando mi prima Luciana se marchaba al colegio, lloraba apoyada en el vidrio de uno de los ventanales porque también quería ir a estudiar, aunque todavía no tuviese la edad para hacerlo.

Un año después, finalmente, empecé a asistir al jardín de infantes. Al principio, para que me adaptara, me llevaban mis padres, o mis tíos Alicia y Esteban, siempre colaborando entre todos. A las semanas comencé a trasladarme en el transporte escolar, un colectivo viejo que también había sido el transporte de mi madre en su niñez y que pertenecía a don Segundo, una figura conocida de Yerba Buena, con un carácter bastante especial. El recuerdo que tengo de él se relaciona con un día en que mi prima, la mayor, que viajaba a diario conmigo, no asistió a clases. Segundo me pide que le comunique cuando estuviéramos llegando a mi domicilio. Yo venía distraída y no le avisé. Cuando se dio cuenta, habíamos pasado ya varias cuadras. Empezó a retarme dando gritos frente a todos los chicos. Al día siguiente, cuando me fue a buscar a la salida del jardín, no quise subir al transporte. Me sujeté fuerte del portón y empecé a gritar. Entre la señorita Marcela, mi maestra, y él trataron de que me soltara de los barrales de hierro, pero no hubo caso, tuvieron que llamar a mi familia para que me retirara. Nunca más quise ir con él. Para la niña que yo era, se trataba de un hombre enorme y malhumorado que me aterraba; no hubiese podido soportar que volviese a gritarme, porque había aprendido lo que es el respeto –sabía quién podía o no retarme–. Hoy, tantos años después, pienso que, seguramente, solo se trataba de una persona mayor, agotada por el largo tiempo dedicado a su trabajo, con la responsabilidad que implica transportar niños de sus casas al colegio y viceversa, lo que explicaría su impaciencia y sus quejas constantes.

No sería el único aprendizaje. Llegó también el de la palabra justicia. En la ducha, hace unos días, dejando caer el agua caliente sobre mi espalda, recordé otra situación que viví ese año en el jardín. Fue durante un recreo. Mi compañera quería subir al tobogán, pero había un chico que bloqueaba la escalera. Sin dudarlo me acerqué y le pregunté: «¿Podes correrte del tobogán? Ella quiere subir». Apenas salió la última palabra de mi boca recibí una patada en la panza que me tiró al piso y me dejó sin aire por unos segundos. Lejos de llorar, me levanté, lo miré y me retiré a otro lugar del patio de juegos, sin entender el motivo del golpe, ya que le había pedido algo justo. Asimismo en esa etapa sufrí otro hecho similar, como consecuencia de la vulnerabilidad que tenemos cuando somos niños. Recuerdo el sonido del timbre que anunciaba el tan ansiado recreo, si bien a los más pequeños nos permitían salir del aula unos minutos antes para llegar primero al kiosco, esa tarde demoré y, aunque me hallaba en primera fila, frente a la lata verde de golosinas, el malón de niños y niñas mayores no se hizo esperar. Mis manos que siempre fueron pequeñas, esa tarde de primavera se encontraron en la posición incorrecta. Inevitablemente comencé a sentir el tumulto detrás y casi sin tiempo logré sacar mi dedos del espacio entre la estructura de lata y su puerta, quedando atrapado el mayor derecho. Entre la algarabía de niños exaltados por adquirir un sándwich de jamón y queso, harinita, mielcita o juguito congelado, mis gritos de socorro se perdían. Para mi alivio, o mejor dicho, para alivio de mi dedo, una niña mayor, alta y delgada logró divisar la situación y se presentó en mi auxilio. Me llevó al baño y colocó mi mano bajo el chorro de agua fría de la canilla. Mi dedo que parecía el cartucho de una lapicera de tinta morada, de a poco comenzó a recuperar el color y la sensibilidad. Aquella niña, no se separó de mi lado. Si supiese lo agradecida que estuve aquel día. Durante estos años la marca que lleva mi dedo me recuerda a aquella persona que entre la multitud me vio y no dudo en ayudarme. Por ello es que a los cinco años me convencí de que en el futuro sería abogada. Todavía desconocía la insolencia del mundo y sus habitantes, la difícil tarea de ejercer llanamente nuestra profesión, las chicanas y los maltratos de quienes olvidan para qué vinimos a este complejo, pero asombroso, planeta Tierra. Con los años, vamos encontrándonos con situaciones similares, algunas incluso más graves e inentendibles. Muchas veces, luchar por la justicia no resulta como esperábamos. A pesar de ello, no debemos rendirnos, porque todo en su momento se vuelve justo. No debemos dejar de pelear por lo que consideramos correcto, porque, como sostiene Paulo Freyre, «sería injusto perder ese sentimiento de justicia que te hace diferente». También tiene su parte grandiosa: ser un puente para ayudar a las personas a solucionar sus conflictos, y lograrlo, es muy gratificante; trabajar para que alguien recupere la esperanza y la fe perdidas y crea en una justicia pura aún es posible. En palabras de mi padre: “La justicia es un valor y, como todo valor, debe ser transparente, y su mejor amiga es la verdad. Como ciudadanos, nos corresponde crear leyes que la honren para lograr una sociedad más igualitaria. A ella aspiramos, aunque algunos logren acercarse más que otros”. Alcanzar este ideal de justicia requiere que cada ser humano tenga cierta elevación espiritual, entendida como la posesión de valores para poder desempeñarse en su propio ámbito.

Años más tarde, entre la niñez y la adolescencia, escribí poemas y cuentos de miedo y de suspenso. Los guardaba para mí y solo los leyeron mis padres y mis hermanos. En la secundaria, escribí La historia del Tucán, un compilado de escritos anillado que incluía historias de amor adolescente y cartas románticas (las cartas eran una costumbre habitual y, ciertamente, era muy lindo recibirlas; la emoción de abrir y leer una que nos tiene por destinatarios es algo que todos merecen sentir al menos una vez en la vida). El título hacía alusión a mi nariz aguileña, objeto de algunas burlas en la secundaria, y a que varios relatos me tenían como protagonista. Lamentablemente, un día extrajeron aquellas páginas de mi mochila y nunca más pude recuperarlas. Ese día, el edificio de la Escuela Normal en Lenguas Vivas Juan Bautista Alberdi, de casi 150 años de antigüedad, donde cursé el polimodal, me observó bajar por una de sus imponentes escaleras de mármol desgatado por el tiempo, sin la creación a la que tanto amor le había dedicado. Una verdadera pena. Me hubiese gustado releerlo ahora y sonreír con esas historias de adolescentes enamorados que creen que el amor se acaba para siempre en sus vidas. Además de escribir, en la escuela, durante las horas libres, me gustaba sentarme en el suelo y apoyarme en alguno de los señoriales balcones de hierro cubiertos por enormes paños de cortina. Tengo fresco aquel recuerdo: el sol de invierno acariciando mis mejillas mientras sigo con la vista un libro de poemas. Mi cuerpo agradece el agradable mimo del calor y mis ojos se cierran por momentos, para luego continuar con la lectura. Qué vivencia más colosal, de esas que puedes acoger en una cajita de cristal y terciopelo y guardarlas para siempre.