El secreto de Carlo Acutis - Antonia Salzano Acutis - E-Book

El secreto de Carlo Acutis E-Book

Antonia Salzano Acutis

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Beschreibung

En pocos años, Carlo Acutis supo ganarse la amistad y el cariño de multitud de personas que oran y piden su intercesión. ¿Por qué un simple muchacho, que falleció a los quince años, es invocado en todo el mundo? ¿Por qué la Iglesia lo ha proclamado beato? ¿Cuál es el misterio que lo acompaña? Muchos han querido hablar de él, pero no es fácil captar la singularidad de una persona sin haber tenido relación directa con ella. La madre de Carlo ha querido escribir un libro con el corazón para ayudar a muchos de sus devotos a conocerlo y amarlo. ¿Cuál era su secreto? Nos lo revela su madre en este libro: Carlo tenía un inmenso e innato sentido religioso para abrirse a los demás (especialmente a los últimos, a los pobres y a los débiles), vivió siempre orientado hacia Dios, tenía como meta el Infinito y Jesús era el centro de su vida.

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Dedico este libro a mi hijo Carlo, para que se cumpla su sueño de que toda la Iglesia universal, bajo la guía maternal de María santísima, viva cada vez con mayor fervor y convicción estas palabras: «La eucaristía nos enseña que la Iglesia y el futuro de los hombres están ligados a Cristo, la única roca verdaderamente duradera, y no a ninguna otra realidad. Por eso la victoria de Cristo es el pueblo cristiano que cree, celebra y vive el misterio eucarístico»

(Lineamenta de la XI Asamblea general

del Sínodo de los Obispos, 2005).

1

«No salgo vivo de aquí, has de prepararte»

Septiembre de 2006. Después de pasar unas semanas, primero en Santa Margherita Ligure y después en Asís, donde íbamos unos meses al año, llegamos al final de nuestras vacaciones. Antes de marcharnos, mi hijo Carlo, como todos los años, fue a la tumba de san Francisco para encomendarse a él y pedir su protección para el nuevo curso escolar. Estaba disgustado porque no lo dejaban entrar. Habían cerrado la basílica temprano, pero él seguía rezando desde fuera. Milán nos recibió con su habitual hervidero. Las calles ya estaban llenas de gente, atareada con mil ocupaciones. Yendo de un lado a otro. El trabajo diario no había tardado en reanudarse tras el intervalo de agosto.

A Carlo le encantaba empezar de nuevo. Tenía quince años. Y, como siempre, vivió los primeros días de septiembre sin especial nostalgia por el final del verano, sino más bien con una gran expectativa. Quería volver a ver a sus amigos, a sus compañeros de escuela, a sus profesores. Quería volver a ponerse en marcha. Estaba expectante; esta era una de las palabras que mejor lo describían, la actitud de quien sabe que cada instante tiene algo que ofrecer, puede ser un acontecimiento.

Al entrar a la casa encontramos entre la correspondencia un libro que nos había enviado un amigo editor, dedicado a los jóvenes santos. Carlo quería leerlo de inmediato. Tomándolo en sus manos me dijo: «Me encantaría hacer una exposición dedicada a estas figuras».

Las exposiciones eran una de sus pasiones. Había organizado varias; una en particular, muy apreciada en todo el mundo, estaba dedicada a los milagros eucarísticos. Las diseñaba a ordenador y luego dejaba que siguieran su curso; muchas de ellas se las pedían incluso de lugares lejos de Milán, de lugares de todo el mundo. Crear exposiciones era una de las maneras que tenía de satisfacer su gran anhelo de anunciar a todos la Buena Noticia. Lo animaba un deseo incontenible de sacar a la luz continuamente la belleza de los contenidos de la fe cristiana, de promover el bien en todas las circunstancias de la vida, de permanecer siempre fiel a ese proyecto único e irrepetible que Dios desde la eternidad ha pensado para cada uno de nosotros. No es de extrañar que «Todos nacen originales, pero muchos mueren como fotocopias» sea una de sus frases más conocidas.

Ese libro lo impactó particularmente. En él se narraban historias de heroísmo, vidas de jóvenes truncadas a temprana edad pero al mismo tiempo entregadas. Lo que más destacaba era la fe de estos jóvenes, su confianza, aun en las dificultades, en que siempre había algo bueno en el fondo, en que Dios, a pesar de permitir el sufrimiento y las contradicciones, nos ama infinitamente y nunca nos abandona. La vida les había dado muchas veces problemas y sufrimientos, pero en sus corazones supieron permanecer felices y encontrar caminos de luz.

Este mensaje fascinaba a Carlo. Se identificaba con él. Recuerdo, entre otras cosas, que en esos días había querido estar especialmente cerca de una de sus compañeras de escuela que había enfermado. Sus padres estaban muy preocupados porque al principio no sabían qué le ocurría. Sospechaban que podía ser leucemia. Carlo la había llamado a menudo durante el verano. Le dijo que se encomendara al Señor y al mismo tiempo que estuviera tranquila. Afortunadamente, la enfermedad resultó ser una simple mononucleosis. «El Señor todavía te quiere aquí», comentó bromeando por teléfono con ella.

Tampoco mi hijo se sentía particularmente bien durante esas semanas. Tenía pequeños dolores en los huesos. Unos pequeños moretones en las piernas. Pero no era nada que nos hiciera sospechar algo grave. Hacía mucho deporte y pensábamos que las molestias venían de ahí. Además, él solía restar importancia a las cosas. Así que no nos preocupamos demasiado.

La escuela comenzó a mediados de septiembre. Fueron días que recuerdo como particularmente brillantes. Milán estaba todavía en pleno verano, el otoño no parecía querer llegar. Las tardes eran soleadas, nos encantaba dar largos paseos por el parque Sempione. Comenzamos el año escolar con una sensación de alegría. Mis sentimientos, en particular, eran de alegría y serenidad. Habría podido pensar que podía pasarme cualquier cosa, o que podía pasarnos cualquier cosa, pero jamás imaginé que podía ocurrir lo que ocurrió, aquella tempestad, inesperada y violenta, que vino para golpear nuestra vida, para arrollarnos como una repentina tormenta de verano. Algo insólito.

El último día de escuela de Carlo fue el 30 de septiembre, un sábado. Cuando salió jamás imaginé que no volvería más. Y sin embargo, así fue. Cursaba el bachillerato clásico en el Instituto León XIII, dirigido por los padres jesuitas. Llegó de la escuela particularmente cansado. Había tenido una hora de educación física y el profesor le había hecho dar algunas vueltas corriendo alrededor del gran campo de fútbol. Pensábamos que ese era el motivo de su cansancio. Aun así, por la tarde se encontró con fuerzas para salir conmigo a sacar a pasear a Briciola, Stellina, Chiara y Poldo, nuestros queridos cuatro perros.

A la mañana siguiente, junto con mi esposo y mi madre, decidimos salir a comer. Sugirieron un restaurante cerca de Venegono, la ciudad donde estudian los futuros sacerdotes de la diócesis de Milán. Cuando Carlo bajó a la cocina a desayunar, noté que tenía una pequeña mancha roja en el ojo derecho, dentro de la parte blanca. Quizá había cogido frío. Una vez más, no me preocupé demasiado.

Antes de partir para Venegono fuimos a misa. Al final de la celebración, Carlo quiso recitar con nosotros la Súplica a la Virgen de Pompeya. Era una oración de la que era particularmente devoto. Ya conocíamos bien a nuestro hijo. Desde temprana edad vivió una estrecha relación con la Virgen María. Solía hablar con frecuencia de ello. Él siempre rezaba a la Virgen, y nos invitaba a que también nosotros lo hiciéramos. Y siempre accedíamos. Mi esposo y yo llevábamos varios años acercándonos a la fe. La habíamos descubierto gracias a Carlo. Fue él quien nos acercó al Señor. Antes de que esto sucediera, yo solo había ido a misa tres veces en mi vida: el día de mi bautismo, el día de mi primera comunión y el día de mi boda. Mi esposo, que, al contrario que yo, tenía padres más practicantes, asistía a la Iglesia de vez en cuando. No es que estuviéramos en contra de la fe. Simplemente nos habíamos acostumbrado a vivir sin ella. Éramos como muchas personas a nuestro alrededor: llenábamos nuestros días con muchas actividades, pero sin saber realmente su sentido, su significado. Séneca resume bien este modo de configurar la existencia: «Gran parte de nuestra existencia transcurre o bien mediocremente vivida, o directamente no vivida, o de tal manera vivida que ni siquiera merece llamarse vida»[1].

En este sentido, la llegada de Carlo a nuestra vida fue como una profecía, una invitación a mirar hacia otro lado, a ser diferentes, a profundizar.

Después de misa subimos al coche. Llegamos a Venegono, y allí comimos al aire libre. Briciola, Stellina, Chiara y Poldo también estaban con nosotros. Después del almuerzo dimos un paseo por los bosques de los alrededores y recogimos algunas castañas, hasta llenar una bolsa. Un poco de la luz del sol se filtraba a través de las ramas de los árboles, haciendo que todo el ambiente fuera casi como de cuento de hadas. Los perros iban sueltos, y paseaban despreocupados de un lado a otro entre los arbustos. De vez en cuando, Carlo lanzaba ramas para que fueran a buscarlas. Se le veía sonriente y feliz. Tengo un hermoso recuerdo de ese día. La luz y la serenidad son los sentimientos que más me vienen a la mente. De vuelta a casa, ya por la tarde, Carlo empezó a tener fiebre. Le subió hasta los 38 grados. Le di un paracetamol. Y decidí que no iría a la escuela al día siguiente.

Lunes, 2 de octubre. Llamé a la pediatra y le pregunté si podía venir a visitar a Carlo. Llegó de inmediato y solo observó que su garganta estaba un poco roja. Nos recetó un antibiótico simple y se marchó. Yo seguía sin estar preocupada. Además, me habían dicho que la mitad de la clase tenía gripe. E imaginé que era eso lo que le pasaba a Carlo también.

Mi hijo pasó el resto del día tranquilo. Rezó conmigo el rosario, como me pedía muchas veces. Era algo natural para él interrumpir las actividades del día para orar. Su relación con Dios era continua, incesante, todo lo hacía pensando en el Señor, encomendándose a Él. Las oraciones eran una ayuda, decía, para recobrar energías y retomar las ocupaciones diarias con más fuerza y serenidad. Hizo sus deberes y trabajó un poco en el ordenador para sus exposiciones. Seguía con fiebre, pero se mantenía activo y atento.

Como tenía fiebre, fuimos a su habitación para hacerle compañía mientras cenaba. De repente, pronunció esta frase: «Ofrezco mis sufrimientos por el Papa, por la Iglesia, para no ir al purgatorio e ir directo al cielo».

En ese momento pensamos que se estaba burlando de nosotros. Carlo siempre había sido alegre y divertido. Pensamos que estaba de broma y no le dimos especial importancia a estas palabras, que parecía haber pronunciado deliberadamente para hacernos sonreír un poco. La fiebre no le bajaba, pero tampoco empeoró. Carlo había tenido episodios de dolor de garganta otras veces, desde que era pequeño. Y siempre le había llevado al menos una semana, si no más, recuperarse por completo. Esta es también la razón por la que continuamos sin preocuparnos.

Miércoles, 4 de octubre. El sitio web que Carlo había creado durante el verano para ayudar al voluntariado jesuita a favor de los más pequeños y necesitados iba a ser presentado a todo el colegio. Le pidieron a Carlo que lo hiciera, porque estaba familiarizado con los ordenadores y con los programas informáticos complejos, y también porque, al ser joven, pensaron que, con su participación, los otros chicos lo seguirían con más gusto, y dedicarían, igual que él, su tiempo libre a favor de los demás. Los jesuitas me dijeron que cuando se realizaron las reuniones de la comisión de voluntariado, compuesta por algunos padres del colegio, todos quedaron muy impresionados por la viveza de la exposición de mi hijo, por la pasión que lo animaba y por su creatividad. Las madres quedaron literalmente fascinadas por la forma de proceder de Carlo y por su capacidad de liderazgo, por su estilo tan amable y a la vez vivo y eficaz.

Carlo ya estaba invirtiendo gran parte de su energía en aquellos que lo necesitaban. Lo hacía a diario, tanto en los horarios establecidos como cuando las circunstancias se lo permitían. Para él eran acciones naturales, indiscutibles. Le gustaba mucho el ejemplo de los santos que se habían dedicado a los últimos. Había transcrito unas frases de la madre Teresa de Calcuta que tanto le gustaban: «Muchos hablan de los pobres, pero pocos hablan con los pobres... No busques a Jesús en tierras lejanas: Él no está allí. Está cerca de ti. ¡Él está contigo!... Si tienes ojos para ver, encontrarás Calcuta por todo el mundo. Las calles de Calcuta llevan a la puerta de cada hombre. Sé que tal vez quisieras hacer un viaje a Calcuta, pero es más fácil amar a la gente que está lejos. No siempre es fácil amar a las personas que viven a nuestro lado».

Decidieron presentar la web del voluntariado aunque no estuviera Carlo. A primera hora de la tarde lo llamaron y le dijeron que le había gustado a todo el mundo. La presentación había sido un éxito. Carlo estaba radiante y se sentía halagado. Hacer cosas por los demás y hacerlas bien era motivo de alegría para él.

Salí y compré unos dulces de chocolate para la fiesta de San Francisco. Era algo que hacía todos los años. A Carlo le gustaban mucho. Ese día comió varios y de buena gana. Todavía estaba un poco cansado, pero, como siempre, sonreía y trataba de hacernos entender que todo estaba bien.

Jueves, 5 de octubre. Mi hijo amaneció con las parótidas un poco hinchadas. Llamé al médico de nuevo. Vino a verlo otra vez y dijo que probablemente tenía paperas. Nos aconsejó que siguiéramos con el mismo tratamiento que estábamos aplicándole, y así lo hicimos.

Pero al día siguiente nos llevamos otra sorpresa. Carlo presentó hematuria. Entonces la pediatra nos hizo tomar una muestra de orina para analizarla en un laboratorio clínico cerca de nuestra casa. El diagnóstico fue reconfortante: realmente parecía que no había nada grave.

Cuando mi hijo tenía dolor de garganta y le subía la temperatura, a menudo sufría episodios de terrores nocturnos, una perturbación no patológica del sueño bastante común en niños y adolescentes, que provoca parasomnias y pesadillas. Por eso yo prefería pasar las noches con él cuando estaba enfermo. Dormía en un colchón en el suelo junto a su cama. Recuerdo que la noche entre el 3 y el 4 de octubre soñé que estaba dentro de una iglesia. Estaba presente san Francisco de Asís. Arriba, en el techo, vi el rostro de mi hijo, de gran tamaño. San Francisco lo miró y me dijo que Carlo sería muy importante en la Iglesia. Y en ese momento me desperté.

No pude quitarme ese sueño de la cabeza en toda la mañana. Creí que era una pequeña profecía diciéndome que mi hijo sería sacerdote. Porque él había compartido conmigo varias veces este deseo suyo. Y me convencí de que el sueño estaba relacionado con eso.

La noche siguiente volví a acostarme a su lado. Antes de dormirme, recé un rosario. Cuando estaba a punto de dormirme escuché una voz que claramente me decía estas palabras: «Carlo se está muriendo».

Pensé que no era una voz que fuera a hacer ningún bien. Que era un mal pensamiento y que no debía consentirlo. Así que no le di ninguna importancia.

Sábado, 7 de octubre. Carlo se despertó temprano. Quería ir al baño, pero descubrió que no podía moverse. No podía levantarse de la cama. No tenía fuerzas. Sufría de una grave forma de astenia. Me llamó pidiéndome ayuda. Con mucho esfuerzo, junto con mi esposo, logramos llevarlo al baño.

Estábamos muy alarmados. Decidimos llamar al antiguo pediatra de nuestro hijo, un conocido profesor de Milán que ahora estaba jubilado y en quien confiábamos plenamente. Nos dijo que lleváramos a Carlo de inmediato a la clínica De Marchi, donde él había ejercido como especialista durante muchos años. Fue muy amable con nosotros. Antes de llegar a la clínica, alertó a los médicos. Y, en particular, advirtió al médico especialista en hematología pediátrica: tenía que investigar de inmediato y tratar de entender qué estaba pasando.

Fue un desafío llevar a Carlo al hospital. Rajesh, nuestro sirviente, se había tomado el día libre. Así que entre mi esposo y yo sentamos a nuestro hijo en la silla con ruedas de su escritorio y así pudimos llevarlo hasta el ascensor y luego meterlo en el coche. Recuerdo que Milán estaba acordonada por la maratón que se iba a celebrar al día siguiente. De todos modos, con muchas peripecias conseguimos llegar a la clínica. En la entrada, dos enfermeras se acercaron corriendo y llevaron a Carlo dentro. Inmediatamente nos hicieron sentir cariño y consuelo. Fueron muy amables con él y con nosotros.

En el umbral de la clínica mis pensamientos se arremolinaron. Inmediatamente pensé que ya había estado allí, cuando el antiguo pediatra de Carlo lo había vacunado contra la hepatitis B. Era 1996. La clínica me había impresionado porque estaba especializaba en enfermedades oncológicas infantiles. El profesor me dijo que las madres que tenían niños enfermos recibían también el apoyo de voluntarios externos que se ofrecían para brindarles consuelo. Estos voluntarios participaban en cursos de formación denominados Grupos Balint, así llamados por el nombre de su creador, Michael Balint, quien había creado un método de trabajo destinado principalmente a médicos, pero que en esa clínica habían extendido también a voluntarios externos. El trabajo, en esencia, consistía en ayudar psicológicamente a los padres de los niños enfermos y también a los propios niños, estando cerca de ellos, estando presentes y tratando de apoyarlos en su sufrimiento. Recuerdo que el profesor me dijo que si quería podía unirme al grupo. Cuando me lo dijo noté un sentimiento muy fuerte de angustia y también de miedo. El pensamiento de esos niños enfermos y sus madres me perturbó profundamente. No me sentía preparada para tal compromiso. Además, como yo era particularmente hipocondríaca, la sola idea me aterrorizaba. También en parte porque, tal como soy, me habría puesto enseguida en el lugar de esas madres y creo que habría sufrido demasiado. Echando ahora la vista atrás, creo sinceramente que, a través de esa propuesta, el Señor, de alguna manera, quería prepararme para la enfermedad de mi hijo. Porque creo que de vez en cuando Dios nos permite tener experiencias que son como un ensayo de lo que luego tendremos que vivir también nosotros. Como bien subrayaba san Juan Pablo II, debemos recordar siempre que «el futuro empieza hoy, no mañana». Son las pruebas de cosas que solo Él conoce; solo Él sabe su desarrollo y su desenlace. La vida es un gran misterio. A veces nos llegan señales del cielo. Hoy digo que las palabras del profesor fueron como una primera advertencia: este es el dolor que también tú pasarás.

Ese pensamiento no fue el único de aquella mañana. Mientras las dos enfermeras llevaban a Carlo a la clínica, instintivamente me giré para mirar al otro lado de la calle. Me fijé en la iglesia de los padres barnabitas, donde se guardan las reliquias de san Alejandro Sauli. Conocía bien esa iglesia, pero esa mañana me sentí atraída por ella. Algo me dijo: date la vuelta, mira para allá. Inmediatamente entendí por qué. San Alejandro Sauli se convirtió accidentalmente en el compañero de vida de Carlo ese año. Cada 31 de diciembre en Milán es costumbre hacer «la pesca del santo». Se dice que el santo que sale acompañará de manera especial durante todo el año a la persona que lo «pescó». Por eso estamos invitados a conocer su historia, a hacer de él nuestro amigo. Carlo siempre había «pescado» a la Sagrada Familia, a Jesús o a la Virgen. Nos burlábamos de él por esto: le decíamos que tenía enchufe. Pero ese año le tocó san Alejandro Sauli, obispo barnabita, que vivió en 1500, patrón de los jóvenes, cuya fiesta cae el 11 de octubre, día que quedará para siempre grabado en la historia de mi Carlo. Me llamó la atención que esa iglesia estuviera justo en frente de De Marchi. Instintivamente lo encomendé a san Alejandro y entré en la clínica.

Como si fuera hoy, me vienen a la mente las palabras que nos dijo el médico de cabecera poco después de los primeros análisis: «Carlo sufre, sin lugar a dudas, una leucemia tipo M3 o leucemia promielocítica».

El especialista nos explicó, con aire serio y sin demasiadas palabras, que es una enfermedad silenciosa, que no se manifiesta hasta el último momento, de repente, sin signos precursores, y que no es hereditaria. Es una patología que provoca una proliferación muy rápida de células cancerosas. Básicamente, hace que no funcionen bien las células sanguíneas. Nos dijo que Carlo tenía que ser hospitalizado de inmediato para aplicarle diferentes tratamientos para tratar de salvarlo. A Carlo se lo comunicaron también. No le ocultaron nada.

Cuando el especialista nos dejó solos, Carlo logró mantener la calma. Recuerdo que nos dedicó una gran sonrisa y nos dijo: «El Señor me ha dado un toque de atención».

Me impresionó mucho su actitud, su capacidad de mirar toda situación con positividad y serenidad siempre y en cualquier caso. Todavía hoy esa brillante sonrisa que nos regaló vuelve a mi mente. Era comparable a cuando alguien, al entrar en una habitación a oscuras, de repente enciende la luz. Todo se ilumina y toma color. Esto es lo que hizo él. Iluminó nuestra hora más oscura, el impacto de las noticias impactantes. No desperdició palabras de preocupación. No dejó que la ansiedad o la angustia lo vencieran. Reaccionó confiando en el Señor. Y en esta entrega decidió sonreír. Además de la sonrisa, me llamó la atención su compostura. Creo que tenía claro que la situación era desesperada, pero se entregó confiado en los brazos de Aquel que venció a la muerte. A veces se me ocurre pensar en esos momentos, y me pregunto cuáles fueron los verdaderos sentimientos de mi hijo en esas situaciones, pero la única respuesta que puedo darme es que «solo Cristo sabe lo que hay dentro del hombre». Solo él «sabe», como dijo el papa Juan Pablo II con ocasión del discurso inaugural de su pontificado.

Después de todo, su serenidad fue uno de los rasgos distintivos que siempre acompañaron su corta vida. Sabía contagiar a todos su alegría y su gozo. Era capaz, incluso en los momentos más oscuros, de infundir tranquilidad y paz y calentar los corazones. Transmitía serenidad, calma, compostura. «La alegría que vive en el interior silencioso está muy arraigada. Es hermana de la seriedad; donde está uno, también está el otro», escribió Romano Guardini.

Carlo siempre fue optimista. Y aun cuando todo parecía desmoronarse, nunca perdió la esperanza ni se resignó. Como escribió el teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer en una carta mientras, poco antes de su muerte, estaba preso en los campos de concentración de Flossenbürg: «Nadie debe despreciar el optimismo entendido como voluntad de futuro, aunque conduzca al error cien veces. Es la salud de la vida, que no debe ser contagiada por los que están enfermos». Un concepto que en otras circunstancias y con otras palabras también Juan Pablo II expresó bien: «No os abandonéis a la desesperación. Somos el pueblo de la Pascua, y Aleluya es nuestro canto».

Pasados unos minutos llevaron a Carlo a cuidados intensivos. Le pusieron en la cabeza una escafandra para suministrarle oxígeno y dar asistencia a la respiración. Le molestaba mucho. Le impedía moverse. No podía expectorar bien. El CPAP es el término técnico de este salvavidas, que hemos visto con frecuencia en las salas de cuidados intensivos durante esta terrible pandemia de la Covid-19 que azota al mundo desde 2020. Carlo me confió que este aparato era una verdadera tortura para él, pero que había ofrecido su sufrimiento por la conversión de los pecadores. Observando a toda esa gente hospitalizada con el CPAP por la pandemia, muchas veces mis pensamientos han retornado al 2006, el año de la muerte de Carlo, y he constatado que las profundas heridas causadas por esos terribles días de pasión todavía no se han cerrado.

Me permitieron quedarme con él en cuidados intensivos solo hasta la una de la mañana. Luego Carlo tenía que quedarse solo. Antes de irme, quiso que rezáramos juntos el rosario. Casi no podía hablar, pero quería hacerlo. Fueron momentos terribles para mí. Las palabras del libro de Job resonaban en mi interior sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor. A pesar de todo esto, Job no pecó ni protestó contra Dios» (Job 1,21-22). El Señor estaba permitiendo esto. Una parte de mí quería bendecir, aceptar; mientras que otra se desgarraba al ver a mi único hijo sufrir en una cama de hospital sin poder hacer nada.

Fue en esos momentos cuando sentí surgir dentro de mí el deseo de hacer mi ofrenda a Jesús, independientemente de si el curso de la enfermedad de Carlo iba a ser positivo o no, decidí ofrecer mi profundo sufrimiento para que hubiera un amor cada vez mayor por el sacramento de la eucaristía en el pueblo de Dios. La eucaristía fue el gran amor de Carlo. Y, en consecuencia, se convirtió también en el mío. Junto a él, oré y ofrecí, también para que quienes no habían podido conocer el amor de Jesucristo pudieran experimentarlo al menos una vez en la vida. De modo especial pedí esta gracia para el querido y amigo pueblo judío.

Desde niña tuve la oportunidad de relacionarme con varias personas de la fe judía, muchas de las cuales fueron mis compañeras de juegos en Roma, donde nací. Vivía en un edificio en el centro en cuyo último piso vivía una familia judía con la que mis padres habían entablado amistad y, en consecuencia, también yo. Conocí a toda su comunidad.

Muchos de ellos eran parientes del rabino principal. Asistí a sus fiestas. También a menudo nos íbamos de vacaciones juntos. Irónicamente, conocía las costumbres judías mejor que las católicas. Siempre me llamó la atención que los niños no pudieran comer carne de cerdo, y eran muy estrictos en seguir todas las prescripciones que su religión imponía. Su atención a las reglas y preceptos fue para mí un gran testimonio de fe.

En Londres, cuando era estudiante, vino a vivir conmigo una chica judía. Era de Bruselas. La conocía porque yo era amiga de un chico belga que había sido su novio durante un tiempo. Habían vivido juntos, pero luego se separaron. La chica había tenido que dejar la casa y no sabía adónde ir. No disponía de muchos medios económicos. Recuerdo que estaba muy desmoralizada. Apenada por su situación, le propuse venir a vivir conmigo. Nació entre nosotras una gran amistad. Fue ella quien me enseñó a hablar francés mientras yo correspondía enseñándole italiano. Gracias a ella tuve la oportunidad de entrar en contacto con la comunidad judía inglesa que vivía en la capital. Una vez más aprendí a apreciarlos y amarlos, a quererlos bien. Por eso aquella noche, en cuidados intensivos, mientras mi Carlo sufría, quise ofrecer ese dolor también por ellos. Fue un gesto natural para mí y creo que dio sus frutos. Los caminos de Dios son a menudo misteriosos. No vemos inmediatamente el resultado de nuestras acciones y de nuestras oraciones. Pero las respuestas del cielo antes o después llegan, como y cuando Dios quiere.

Esa noche no fue fácil para mí. Junto a mi madre, me quedé en la clínica para estar presente por si surgía alguna eventualidad. Y convencí a mi esposo para que se fuera a casa a descansar. Al amanecer fui a misa en la iglesia de los padres barnabitas para pedir la intercesión del Señor y de la santísima Virgen. También recé a san Alejandro Sauli. Aprendí gracias a Carlo que los santos siempre están presentes. Y que, si les pedimos, nos ayudan desde el cielo. Y así lo hice.

Al poco tiempo volví a la clínica. Me permitieron ver a Carlo. Todavía tenía puesta su escafandra, y seguía con dolores. Me confió que no había podido dormir mucho.

Poco después, el médico que le estaba tratando decidió pedir su traslado al hospital San Gerardo de Monza, donde hay un departamento especializado en ese tipo de leucemia. No se nos permitió subir a la ambulancia con él. Pero el médico, muy amable, lo acompañó personalmente.

Mi marido, mi madre y yo los seguimos en nuestro coche. En Monza le hicieron inmediatamente un lavado de sangre especial que tenía como objetivo separar los glóbulos rojos de los glóbulos blancos. La operación tuvo éxito.

Nos llevaron al departamento de hematología pediátrica, al undécimo piso, donde nos habían reservado la habitación once. La planta me impresionó mucho. Disponía de una cocina moderna y otras instalaciones. Me dijeron que solían utilizarlas muchas madres que vivían allí con sus hijos, algunas incluso desde hacía años. Mentalmente, yo también me preparé para esta eventualidad. Era consciente de que la gravedad de la enfermedad podría obligar a Carlo a permanecer allí durante mucho tiempo.

Algunas enfermeras lo acostaron en su nueva cama. Una señora que se ocupaba de la educación a distancia vino a visitarnos. Nos tranquilizó hablándonos de la posibilidad de que continuase sus estudios y nos dijo que, aunque estuviera allí, Carlo no perdería el año escolar.

Carlo pidió que se le administrara el sacramento de la unción de enfermos. Las enfermeras llamaron al sacerdote capellán del hospital, que también nos trajo la comunión. Volvió varias veces durante los días siguientes.

Mi hijo tenía mucha fe en este sacramento y no era la primera vez que lo recibía. Escribió al respecto en su ordenador: «Unción de enfermos (y ya no como antes, extremaunción). El momento de morir, sentido o no, siempre está cargado de preocupaciones para la mayoría de las personas, ya que uno nunca está lo suficientemente purificado y preparado. Por eso hay un sacramento especial para el gran momento. Y hay oraciones especiales. Pero es necesario que participen también los fieles para estar preparados de antemano. Es decir, la vida debe ser una preparación continua para la muerte. No debemos caer en tentaciones aterradoras de humillación y terror, pero tampoco debemos ser superficiales y negligentes. Necesitamos un término medio, ante todo un gran equilibrio alimentado por la confianza y orientado hacia los puertos de la esperanza. Esta segunda virtud teologal debe ser faro y fortaleza. Las Escrituras nos advierten que “damos cuenta de la esperanza que hay en nosotros”. Cuando la vida se ve golpeada por la enfermedad o cuando se ha pronunciado la sentencia definitiva de muerte, es necesario adaptarse voluntariamente a la voluntad divina. Además, es un excelente ejercicio para estar íntimamente unidos a la pasión y muerte del Señor. Pablo dijo que cumplió en él lo que faltaba a la pasión de Cristo: esto quiere decir que el cuerpo místico sube siempre al calvario y está constantemente sometido a opresiones, persecuciones y luchas. Como la creación, la pasión también continúa. Y continúa hasta el fin del mundo, de este mundo. Esta unión repercute en beneficio de todo el pueblo de Dios, estableciéndose así un círculo continuo de dolores, de ofrendas y de mártires. Este círculo se une al de las misas que se celebran en todo el mundo: cinco cada minuto. “Jesús, mi comunión”. “Jesús, me uno a las misas del mundo”. Son dos jaculatorias muy fructíferas. ¡Mucho! ¿Por qué no aprovecharlas?».

Recuerdo que las enfermeras y los médicos estaban muy asombrados por la manera en que Carlo afrontaba esos momentos. No se quejaba nunca. Sus piernas y brazos estaban hinchados y con acumulación de líquido. Y a pesar de ello, cuando lo llevaron de vuelta a la habitación desde el departamento de radiología, donde le habían hecho una tomografía computarizada, intentó ir él solo de la camilla a la cama. No quería que las enfermeras se tomaran demasiadas molestias. Era típico de Carlo: incluso en las situaciones más críticas pensaba en los demás en lugar de en sí mismo. Lo recuerdo moviéndose nerviosamente para llegar solo a su cama. Estaba nervioso, pero al mismo tiempo sonreía. A menudo repetía: «No yo, sino Dios». Y otra vez: «No el amor propio, sino la gloria de Dios»; «la tristeza es la mirada vuelta hacia uno mismo, la alegría es la mirada vuelta hacia Dios».

¡Cómo debieron resonar en él estas palabras en aquellos momentos!

Las enfermeras con el médico de turno le volvieron a poner la escafandra de respiración en la cabeza. Le preguntaron cómo se sentía y con una sonrisa respondió: «Estoy bien, hay gente que sufre mucho más que yo».

Se miraron incrédulas: sabían el sufrimiento que causa ese tipo de leucemia. Sin embargo, fue así como les respondió. Otros pacientes habían pasado por esos dolores. Son insoportables. No dan tregua. Carlo parecía tener una fuerza que no era suya. Recuerdo haber pensado que solo su fuerte y estrecho vínculo con el Señor podía hacerle afrontar esa situación de esa manera. No se trataba del heroísmo de un momento. Era el fruto de una relación que se cultivaba día tras día, hora tras hora. Sin saberlo, Carlo había construido la posibilidad de vivir ese momento de esa manera. La había construido con años vividos bajo la luz de Dios; bajo su protección, a la que siempre se había encomendado; bajo su luz, siempre deseada. Muchos de quienes le vieron en esas horas en el hospital me dijeron luego que en esos momentos tuvieron la impresión de estar ante un chico especial, que gracias a una fuerza que parecía sobrehumana lograba no mostrar su sufrimiento, no molestar, sonreír en la tormenta. Durante la enfermedad que casi lo había paralizado en la cama a los dieciocho años, el filósofo cristiano Blaise Pascal escribió esta hermosa oración, que describe bien la actitud con la que Carlo enfrentó su «calvario»: «Concededme la gracia de no comportarme como pagano en el estado al que vuestra Justicia me ha reducido. Haced pues, Señor, que tal como soy me conforme a vuestra voluntad; y que estando enfermo como estoy, os glorifique en mis sufrimientos. Sin ellos no puedo llegar a la gloria; y Vos mismo, Salvador mío, no habéis querido llegar sino por ellos. Es por las señales de vuestros padecimientos por lo que habéis sido reconocido por vuestros discípulos; y es por los sufrimientos por lo que reconocéis también a los que son vuestros discípulos. Reconocedme, pues, por vuestro discípulo en los males que afronto en mi cuerpo y en mi espíritu por las ofensas que he cometido [...] Entrad en mi corazón y en mi alma, para sufrir mis padecimientos, y para continuar completando en mí lo que os faltó sufrir en vuestra Pasión» (Plegaria por el buen uso de las enfermedades).

Llegó la tarde y cayó la noche. Desde las ventanas del hospital de Monza miré hacia el oeste, hacia Milán. Y comencé a preguntarme si alguna vez volvería allí con mi Carlo.

Mi madre y yo pudimos dormir con él. Alrededor de la una de la mañana me quedé dormida durante unos minutos. Carlo, en cambio, no podía dormir por el intenso dolor. Sin embargo, escuché que pedía a las enfermeras de turno que no hicieran mucho ruido para que yo pudiera descansar. Pero me desperté poco después.

A pesar de tantas dudas y miedos, todavía esperaba que pudiera lograrlo, me aferraba a cualquier cosa con la esperanza de que sanara. Aunque las palabras que él mismo me dijo en cuanto llegamos a Monza volvieron a mi mente. Lo recuerdo bien, acaban de sacarlo de la ambulancia. Me miró y me dijo: «No salgo vivo de aquí, has de prepararte».

Me dijo estas palabras porque no quería que llegara desprevenida al momento de su muerte. También me explicó que desde el cielo me enviaría muchas señales y que por eso tenía que estar tranquila. Sabía muy bien lo apegada que estaba a él y el miedo que me embargaba. Creo que su mayor preocupación era dejarme aquí en la tierra sin él. Quería advertirme de alguna manera, para asegurarse de que su muerte no llegara a mi vida sin avisar.

Momentos antes de entrar en coma me dijo que le dolía un poco la cabeza. No me alarmé especialmente, porque, aunque lo seguía viendo sufrir, estaba sereno.

Pero unos momentos después cerró los ojos sonriendo.

Ya no volvería a abrirlos nunca más.

Parecía haberse quedado dormido, pero había entrado en coma debido a una hemorragia cerebral que a las pocas horas lo llevó a la muerte.

Los médicos declararon su muerte clínica cuando su cerebro cesó toda actividad vital. Eran las 17:45 horas del 11 de octubre de 2006. El 11 de octubre, el mismo día que había muerto su santo del año, Alessandro Sauli.

Me sentí como si estuviera viviendo en un sueño. Era algo que parecía imposible. ¡Carlo se había ido en tan poco tiempo! ¿Cómo era posible? Había poco que decir. Carlo ya no estaba allí. Esa era la realidad. El Señor se lo había llevado cuando apenas tenía quince años, en el apogeo de su juventud, en el apogeo de su energía, cuando estaba lleno de alegría y belleza.

Queríamos donar sus órganos. Pero no se nos permitió hacerlo, porque nos dijeron que habían quedado dañados por la leucemia.

Los médicos decidieron no desconectar el respirador hasta que el corazón dejara de latir por sí solo. Por eso nos mandaron a casa y nos dijeron que nos llamarían en cuanto el corazón dejara de latir.

Nos dieron la noticia de que el corazón de Carlo había dejado de latir a las 6:45 horas del 12 de octubre, víspera de la última aparición de Nuestra Señora en Fátima. Aquello no fue para nosotros una casualidad. Habíamos perdido a nuestro único hijo; era un dolor inmenso, pero nos sostenía la esperanza de que no había desaparecido definitivamente de nuestras vidas, sino que, al contrario, estaría más cerca de nosotros que antes y que nos esperaba para una vida mejor.

Recuerdo que, hasta el último momento, tanto mi marido como yo estábamos convencidos de que el Señor nos concedería el milagro de sanarlo. Pero no fue así. Después de que nos llamaron, inmediatamente fuimos a la habitación de mi madre, que vivía con nosotros, y le comunicamos que el corazón de Carlo había dejado de latir.

Recuerdo que mi madre me dijo que ya lo sabía, porque había escuchado la voz de Carlo decirle: «Abuela, estoy en el cielo entre los ángeles; estoy muy feliz, no llores porque siempre estaré cerca de ti».

El 12 de octubre por la mañana, el hospital de Monza nos dio permiso para llevar el cuerpo de nuestro hijo a casa. Una ordenanza del municipio de Milán lo autorizaba. Fue la funeraria la que fue directamente al hospital, preparó a Carlo y lo transportó a casa.

Transformamos su habitación en una capilla ardiente. Su cuerpo fue colocado sobre la cama. Lo miré y no parecía real: Carlo ya no estaba.

La noticia de su muerte se hizo eco en el barrio, en su escuela, entre conocidos y amigos, e incluso en las redes sociales del momento, como Messenger. Todos sus compañeros de clase, desde infantil hasta secundaria, estaban informados. El mensaje había llegado a muchas personas. Nadie podía creerlo, estaban todos consternados.

En casa, de inmediato comenzó un continuo ir y venir de gente. Muchos querían venir a verlo, a despedirse. Lo que más me quedó grabado en la memoria de aquellos tristes días fue el hecho de que, más que ser consolada, era yo quien debía consolar a los demás. Estoy agradecida por esto. Porque verme obligada a tener que consolar a los que lloraban, a decirles que tuvieran fe, porque nuestro Carlo ya vivía en la otra vida, fue lo que me ayudó a no desmoronarme; lo que permitió que mi profundo dolor se aliviara un poco. Misteriosamente, el hecho de que yo consolara a otros logró de verdad, de alguna manera, exorcizar este mismo dolor transformándolo en un don. Como nos recuerda la Sagrada Escritura, nuestro Dios «nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios» (2Cor 1,4).

Me escuchaba hablar y era como si me maravillara. Había perdido a mi único hijo y aun así logré transmitir esperanza y paz a todos aquellos que querían visitar su cuerpo antes del funeral.

Entre las muchas personas que vinieron a visitarnos también estaba un amigo de Carlo que vestía una sudadera amarilla. Ese color me recordó un episodio de mi infancia, cuando aún no había cruzado la línea que nos separa de la edad adulta. Repasé aquellos años durante unos instantes y, sin darme cuenta, recordé que cuando era adolescente ya había aceptado la muerte una vez en mi vida, aunque lo había borrado de mi memoria.

Era el verano de 1979. Como de costumbre, había ido a visitar a mi abuela, que estaba de vacaciones en Anzio, un pueblo costero cerca de Roma. Aquí me reuní con muchos de mis amigos romanos, que también estaban de vacaciones en ese lugar. Uno de ellos me había presentado a una amiga suya, mayor que yo. Se llamaba Claudia. Era muy guapa, tenía un corazón bondadoso, era sencilla y sincera. Recuerdo que, cuando llovía, se ponía siempre chanclas amarillas y un impermeable del mismo color, como el de la sudadera del amigo de Carlo. Acababa de cumplir catorce años. A pesar de la diferencia de edad, inmediatamente entablamos una profunda amistad. Las vacaciones estaban a punto de terminar y, antes de que me fuera a Roma, Claudia insistió en llevarme a ver un mercado donde podías encontrar muchas cosas interesantes. Acordamos que nos encontraríamos temprano a la mañana siguiente para ir juntas. Quedamos en vernos frente a su casa, una pequeña villa cerca del mar. Al día siguiente llegué a la cita junto con otra amiga. Pasaron unos minutos, pero Claudia no llegaba. Llamamos por el intercomunicador. Y entonces vimos a un hombre taciturno salir de la casa. Caminaba deprisa y casi nos lleva por delante. Nunca olvidaré esa figura, tan oscura, algo lúgubre. Era un hombre calvo, de mediana edad, que casi daba miedo. Al vernos paradas frente a la casa, un poco entumecidas por la brisa cortante de la mañana, se detuvo y mirándonos gravemente, nos dijo: «Claudia ha muerto». E inmediatamente salió corriendo sin darnos más explicaciones. Nunca supe quién era. Quizás era el médico que había ido a constatar la muerte, pero todavía hoy sigo ignorando su identidad.

Pensamos que se estaba burlando de nosotras. No se nos habría ocurrido en lo más mínimo que nos había dicho la verdad. Nos quedamos esperando. Los minutos pasaban y se hacía tarde. Pensamos que Claudia se había olvidado de nosotras o que todavía no se había despertado.

Decidimos llamar de nuevo al intercomunicador. Alguien nos abrió la puerta sin preguntar quiénes éramos. Rápidamente subimos las escaleras hasta el primer piso, donde vivía Claudia. Cuando entramos a la casa encontramos a las hermanas mayores de Claudia, que nos recibieron junto con su madre. Todas estaban sumidas en un profundo llanto.

El padre de la muchacha no estaba allí, estaba en Roma por motivos de trabajo. Claudia había muerto de una hemorragia cerebral mientras dormía. La madre nos dijo que el día anterior se había quejado porque tenía un poco de dolor de cabeza. Por la noche, este dolor de cabeza la llevó a la muerte. Yo la escuchaba como paralizada por el dolor. Cualquier palabra que traté de decir murió en mi boca. Los versos del gran poeta Henrich Heine en una de sus canciones poéticas que forman parte de la colección Heimkehr («El crepúsculo de los dioses»: «Götterdämmerung») describen bien los sentimientos interiores que sentí en esos momentos oscuros donde me parecía que «un gran grito resonaba en todo el universo». Era el mismo grito que está bien representado en lo que se considera el manifiesto de la angustia existencial, El grito, del pintor Munch, imagen icónica de todas las tragedias del mundo. Cada vez que veo ese cuadro pienso en Claudia y en el desconcierto que sentí ese día.

Si lo pensamos bien, existe un término para describir a un hijo o una hija que pierde a sus padres (huérfanos), o a una esposa o esposo que pierde a su cónyuge (viudos), pero no existe ningún término para describir a un padre que pierde un hijo o una hija, porque es lo más antinatural y terrible que puede pasar en la vida de una persona.

Lo repito, sentí una inmensa desolación, mezclada con desconcierto. ¡Cuánta angustia y turbación! De repente toda alegría se había ido para dar paso a un profundo dolor que golpeó mi corazón y lo llenó de una inmensa tristeza. Estaba pensando en el padre de Claudia, que no se había enterado de nada, y me sentía mal ante la idea de que su madre aún tuviera que decírselo.

En un instante, misteriosamente, algo cambió en mí. Traté de hacerme fuerte y, como pude, comencé a consolar a su madre y a sus hermanas diciéndoles cosas hermosas. Mientras hablaba, me sorprendieron mis palabras. ¿De dónde venían? ¿Cómo era posible que fuera yo capaz de pronunciarlas? Dije que Claudia estaba ya en el cielo, entre los ángeles y la santísima Virgen. Me sorprendieron esas frases que salieron de mi boca casi inconscientemente. No sé si en ese momento estaba realmente convencida de lo que estaba diciendo o si solo fingí creerlo, pero de todos modos el resultado fue bueno, de alguna manera pude darles un poco de alivio.

Aquel chico de la sudadera amarilla había desatado en mí, sin saberlo, una serie de recuerdos que, aunque dolorosos, me ayudaron a reflexionar y me convencieron de que el Señor me había preparado una vez más para afrontar la muerte prematura de mi hijo. Es en las situaciones más trágicas de la vida donde sale lo mejor de nosotros mismos y aprendemos a conocernos de verdad a nosotros mismos. Estaba asombrada de mí misma, de la fuerza que hallé dentro de mí, de poder consolar a otros, como años antes, por la muerte de Carlo.

Pero esta vez, a diferencia de aquel otro año, las palabras que pronuncié para consolar a todas las personas que vinieron a saludar a mi hijo fueron el resultado de un camino de fe emprendido durante años, un camino iniciado sobre todo gracias a Carlo, un camino que me había abierto la mente a nuevas perspectivas siempre iluminadas por la palabra de Dios. El color amarillo de la sudadera de aquel chico me recordaba a Claudia. No pude evitar comparar a Carlo con ella. Ambos habían sido atrapados por la muerte a una edad que marca el límite entre el mundo de la infancia y el de la adolescencia. Ambos tenían aún rasgos inmaduros, apenas insinuados, semejantes a un paisaje matutino, cubiertos por una fina capa de escarcha que vela sus colores pero al mismo tiempo deja entrever todo su potencial.

Toda esa gente que había ido a casa para despedirse a Carlo me recordó a los amigos que habían venido a despedirse a Claudia por última vez, y que también en los días siguientes siguieron reuniéndose para exorcizar esa muerte prematura, para intentar llenar esa ansia de eternidad que tarde o temprano atormenta a todo aquel que se ve obligado a enfrentarse a la muerte. De algún modo su presencia revivió a Claudia, tal como bien describe el poeta Foscolo en sus Sepulcros, quien sustituye con una «correspondencia de amoroso afecto» la fe y la esperanza en el más allá y en un Dios creador y providente.

El encuentro con Claudia representó mi primer y verdadero encuentro con la «hermana muerte», por usar las mismas palabras de san Francisco. Esa muerte inesperada había conmocionado y marcado a muchas personas, incluyéndome a mí. Entonces pude dar consuelo, aunque aún carecía de una verdadera vida de fe. Los días posteriores a la muerte de Carlo me redescubrí, muy a mi pesar, en el mismo papel, pero cuanto más hablaba de ello, más sentía dentro de mí la verdad de lo que decía. Sentí a Carlo cerca, sentí que mientras consolaba a los demás no mentía: Carlo estaba realmente presente, aunque de manera misteriosa, a mi lado. Carlo estaba vivo, pero en otra dimensión. La esperanza ya no era una palabra vacía: la esperanza cristiana es la fe de las cosas que se esperan y no se ven. Era una certeza, algo a lo que aferrarse porque era real, porque era la verdad.

Antes de que naciera Carlo yo no tenía fe. Nací y viví durante años en el centro de Roma. Mis padres me enviaron a estudiar a un instituto de monjas. Aprendí algunas nociones de catecismo, algunas oraciones. Pero nada más.

Crecí como tantos adolescentes, sin una verdadera vida espiritual, sin alimentar la relación con Dios, que, hoy puedo decirlo, es, en mi opinión, algo decisivo para todos, porque está en juego la realización personal. En este sentido, estoy muy de acuerdo con lo que escribe el teólogo Carlo Molari, autor de El camino espiritual del cristiano. Según él, sin vida interior, sin vida espiritual, no hay realización. Porque solo si dejamos espacio a la dimensión espiritual podremos adquirir nuestra verdadera identidad, «o, como decía Jesús, nuestros nombres están escritos en los cielos». Molari escribe: «Ahora nos estamos convirtiendo. ¿Y cómo nos convertimos? A través de las experiencias que tenemos, los pensamientos que desarrollamos, los deseos que alimentamos, las relaciones que vivimos. El ejercicio interior sirve para aprender a vivir las relaciones, a vivir las experiencias, a afrontar las situaciones, a llevar adelante la enfermedad, a atravesar la alegría, a soportar el sufrimiento para desarrollar nuestra dimensión espiritual y crecer como hijos de Dios». Y sigue diciendo: «Esta es la razón del trabajo espiritual, que no es solo para nosotros, sino para el mundo entero, para la comunidad en la que estamos, para la ciudad en la que vivimos, para nuestra generación, para todos aquellos con los que nos encontramos, aquellos con quienes mantenemos una relación, para difundir a nuestro alrededor aquellas dinámicas necesarias para la vida de la humanidad, para que no se destruya a sí misma, sino que pueda alcanzar nuevas formas de fraternidad».

Solamente con la llegada de Carlo a mi vida las cosas cambiaron. Desde temprana edad vivió ligado constantemente a Jesús. Esta relación suya me hizo ser diferente. Gracias a su presencia en casa, gracias a su fe, también yo tuve que ir haciéndome preguntas, volviendo profundamente hacia mí misma para identificar qué había que cambiar en mí.

Mientras Carlo yacía muerto en su cama, encontré fuerzas para llevar a los que entraban en la casa un poco de esta nueva vida, un poco de esta «Eternidad» que nos rodea sin abandonarnos jamás. Descubrí que tenía una luz dentro de mí, una luz que no era la mía; descubrí que decir ciertas cosas ya no era un esfuerzo.

Muchas de las personas que llegaban a casa estaban alejadas de toda práctica de fe. Eran no creyentes, para quienes la muerte no es más que un salto a la nada. Vi su angustia, vi su desesperación. Lo entendía y lo comprendía porque había sido también la mía.

Antes de que naciera Carlo yo también era como ellos. Fui prisionera de lo relativo, que es limitación, clausura, frontera, vínculo, esclavitud. Vivía en total ignorancia, como aquellos esclavos descritos por el filósofo Platón en su mito de la caverna. Desde niños habían estado encadenados dentro de una cueva, sin poder moverse, y creían que las sombras de las cosas externas que se reflejaban en la pared frente a ellos eran la única realidad. Un día uno de los presos logró liberarse de las cadenas y descubrir la verdad. Esto fue un poco lo que me sucedió a mí.

Carlo me mostró cómo vivir mi tiempo en clave de eternidad. Me enseñó a mirar siempre hacia el cielo, hacia lo absoluto, a no inclinarme hacia lo contingente, hacia lo relativo. Día tras día me ayudó a ver la salida de lo relativo y convertirme en una peregrina del absoluto que es sinónimo de sobrenatural, pero también de gracia. Y la Gracia no es otra cosa que el reconocimiento de este absoluto. Santo Tomás de Aquino escribió: «La vuelta del hombre a Dios no puede tener lugar sin que Dios lo vuelva hacia sí mismo. Ahora bien, prepararse para recibir la gracia significa precisamente volverse a Dios: como para quien no mira al sol, prepararse para recibir la luz significa volver la mirada hacia ella. Por tanto, es evidente que el hombre no puede prepararse para recibir la luz de la gracia sino mediante la ayuda gratuita de Dios que lo mueve interiormente». La gracia es el absoluto reencontrado. Gracia y absoluto están unidos por el calvario, por la muerte en la cruz de Jesús, acto supremo de amor y misericordia de Dios por los hombres. De aquí surgieron los sacramentos a través de los cuales recibimos la gracia.

Carlo me enseñó todas estas cosas, me ayudó a configurar mi vida cotidiana en clave de búsqueda del absoluto, de la gracia. Para ello es necesario recurrir continuamente a los Sacramentos, ir a buscarlos, frecuentarlos. Vivir apuntando al absoluto nos ayuda a ver cada momento de nuestra vida lleno de una luz inimaginable. Y así todo se transforma, todo se vuelve nuevo, la luz habita nuestra vida aun en días anónimos u oscuros. Todo está orientado hacia la eternidad.

Gracias a Carlo no llegué desprevenida a su muerte. A pesar del inmenso dolor, había hecho mía, había interiorizado, la certeza de que en el plan original de Dios no estaba prevista la muerte, porque la muerte es una realidad negativa, mientras que Dios es el Dios de la vida y de las cosas buenas. Sin embargo, es un hecho, existe, pero se puede atravesar junto a Él. Como escribía Carlo, «el hombre habría pasado de esta existencia, limitada por el tiempo y el espacio, a la eternidad sin ninguna perturbación». Y de nuevo, prosigue Carlo en uno de sus textos más intensos: «Entonces vino el pecado, y con el pecado la muerte. La muerte, que antes no existía, ha comenzado a existir y se ha convertido en la realidad más terrible en la vida de cada persona. Todo ser racional reconoce que la muerte es el problema. El hombre lucha por buscar siempre nuevas respuestas sobre lo que hay o no después de la muerte. En efecto, la muerte representa para cada uno de nosotros la realidad más verdadera, más auténtica, más genuina frente a la cual no cabe duda alguna. La vida cotidiana se convierte entonces en una lucha a muerte contra la muerte, que, aunque imposible de evitar, tratamos por todos los medios de alejar y de hacer lo menos cruel posible. Día tras día luchamos con la muerte, cuando no contra la muerte. La muerte es, para la mayoría de las personas, el salto a la inexistencia, el abismo del después, del nunca, del siempre, del riesgo, del peligro, de la incertidumbre, del ocaso, del final, del rendimiento de cuentas, del balance. Todo esto nos oscurece, produce tinieblas. Las personas son la humanidad. Estos son los miles de millones que se suceden en el planeta. Son las existencias las que van y vienen. Son las vidas que se encienden y se apagan. Un hervidero de seres que miran, que oyen, que tocan, que huelen, que imaginan, que sueñan, que desean, que comprenden, que quieren, que eligen. Esa masa interminable, ese todo increíble, esa multitud que va y viene, que lucha, que quiere y no quiere, que toma y deja, que ama y odia, que sirve y manda, que ayuda y abandona, que... toda esa gente está, finalmente, iluminada. Iluminada, es decir, liberada, salvada, redimida. ¿De quién? De Cristo. Y también Jesús, que pudo elegir cualquier forma de redimir a la humanidad porque Él es infinito, eligió morir. Entonces, lo que para nosotros fue el momento más dramático, la duda más auténtica, el tormento más angustioso, se convirtió, por medio de Jesús, en elemento de redención y de liberación. Jesús eligió la muerte, la muerte más terrible, más cruel, más diabólica. En ese trozo de madera cruzada, golpeado de la manera más infame posible. Al elegir la muerte, Jesús nos devolvió la vida. El grano de trigo es Aquel que muriendo ha dado mucho fruto. Con Jesús, la muerte se hizo luz, fuerza, esperanza y confianza. Gracias a Jesús todo se volcó y la muerte se convirtió en vida. No es absurdo, es solo un cambio producido por su muerte, porque el grano de trigo cayó, murió y dio mucho fruto. La muerte es universal, así como el pecado es universal. Se desconoce la hora de la muerte. El alma separada toma el lugar de la persona y ejercita sus facultades intelectuales. Desde el punto de vista espiritual es necesario conocerse y sentir que no somos permanentes en esta tierra».

Cuando le preguntaban a Carlo sobre el futuro, porque le preguntaban un poco sobre todo, él respondía: «Aquí abajo no tenemos una ciudad estable, pero estamos buscando el futuro. Hemos sido elevados al estado sobrenatural, redimidos y salvados, estamos destinados a la eternidad con Dios, a la coeternidad. La muerte no debe ser considerada como el final de todo. No es el final. No es la desaparición. No es la conclusión fatal. Es el paso a la coeternidad. Si nos consideramos de paso por este mundo, si actuamos como si todo fuera transitorio, si aspiramos a las cosas de arriba, si ponemos todo en el más allá, si basamos nuestra existencia en el más allá, entonces todo está ordenado, todo está en equilibrio, todo tiene sentido, todo adopta la forma de la esperanza. Si pensamos en el mañana como un futuro cercano para estar preparados, entonces entra en juego una de las virtudes más importantes de la espiritualidad: la esperanza. La esperanza, no como inspiración poética, no como implicación sentimental, y ni siquiera como escape que permite la falta de compromiso, sino por lo que es: la segunda virtud teologal infundida como semilla en el bautismo».

En definitiva, Carlo nos invitaba a prestar atención a toda una serie de conceptos artificiales y convencionales que muchas veces nos confunden. Repetía: «Solemos decir: aquí, allá, arriba, abajo. Esta forma de pensar y de decir lo relativiza todo. Estando inmersos en el aquí, relacionamos todo con el tiempo y el espacio que nos esclaviza, nos condiciona. Si nos liberamos de estas cadenas, si nos acostumbramos a las cosas de allá arriba, si nos familiarizamos con el más allá, si consideramos la vida como un trampolín hacia la Eternidad, entonces la muerte se convierte en un pasaje, se convierte en una puerta, se convierte en un medio. Pierde su dramatismo. Pierde su fatalidad. Pierde su carácter definitivo. Exorcizar la muerte. Espiritualizar la muerte. Santificar la muerte. Aquí reside el secreto. Entonces no pensaremos, no hablaremos, no mediremos en términos de absoluto, de no retorno, de destrucción total, sino que veremos la muerte en la luz, en el calor y en la victoria de Cristo resucitado».

El día del funeral fue un día hermoso, todavía muy caluroso, casi bochornoso. El sol brillaba en el cielo, a nuestro alrededor solo había luz. Era octubre, pero se sentía como agosto.

Los de la funeraria vinieron a preparar a mi hijo y a colocarlo en el ataúd. No quería quedarme allí con ellos. Preferí salir de la habitación y esperar fuera.

El tiempo parecía que no pasaba. Después la puerta de la habitación se abrió de nuevo y vi el ataúd con Carlo dentro.

Es muy difícil expresar los sentimientos que sentí. Sentía casi como si estuviera viviendo en un sueño. ¡Pensar que tan solo unos días antes todo era tan diferente! En esa habitación Carlo bromeaba, jugaba, reía, vivía su vida adolescente. Y ahora estaba ahí, yaciendo sin vida en una caja de madera.

Las risas de Carlo todavía resonaban en mi mente junto con su voz, siempre alegre. El destino había cambiado en unas pocas horas, el tiempo de dos semanas, el rumbo de mi vida y la vida de toda mi familia. De una cosa podía estar segura: lo que había sido ayer ya no era hoy.

Siempre había vivido a la expectativa de que algo tenía que suceder, de un futuro mejor que debería haber llegado. Siempre había apreciado poco el presente. Siempre he sido una gran soñadora.

El presente se me quedaba pequeño, porque me obligaba a tomar conciencia y a afrontar esas contradicciones y decepciones que tarde o temprano trastornan la vida de todos. Había aprendido a refugiarme en el futuro, en el sueño del futuro que, siendo desconocido para todos, dejaba espacio libre a mi imaginación. El pasado me interesaba poco, pues ya había pasado. Vivía proyectada en una época donde todo se hacía posible gracias a la imaginación.

Esencialmente, hasta la muerte de Carlo, nunca había sido capaz de percibir la bondad del momento presente. Siempre había dejado pasar los minutos y después los días y los años, consolándome con el pensamiento de que seguramente «mañana las cosas irían mejor».

Al ver salir el ataúd de la habitación con mi hijo dentro, me vinieron a la mente sus palabras cuando me dijo: «Mamá, aunque todos nuestros sueños se derrumben, nunca se debe permitir que el cinismo se apodere de nuestros corazones y los endurezca. De cada decepción siempre nacerá un nuevo sueño».

Carlo era así. Este era su constante optimismo. Eran sus sentimientos, los que siempre nos había dado.