El secreto de la doncella - Abby Green - E-Book
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El secreto de la doncella E-Book

Abby Green

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Beschreibung

Se había sabido el secreto...¡pero faltaba por llegar el escándalo! Maggie Taggart, una tímida empleada doméstica, se consideraba inmune a los hombres ricos y poderosos porque su padre, un adinerado magnate, la había rechazado antes de que naciera y eso le había enseñado a eludirlos a toda costa. Hasta que conoció a Nikos Marchetti, un enigmático multimillonario, ¡y quedó hechizada por su irresistible virilidad! El placer que encontraba entre sus brazos era indescriptible y las consecuencias... Cuando Nikos supo su secreto y su atracción se reavivó otra vez, quedó claro que había asuntos pendientes...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Abby Green

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El secreto de la doncella, n.º 177 - junio 2021

Título original: The Maid’s Best Kept Secret

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin BooksS.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, c aracteres, l ugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-927-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Margaret Taggart se sentía inquieta. Había terminado de lavar los platos en el fregadero y miró la enorme y reluciente cocina que estaba en el sótano de una casa más enorme todavía. Para ser exactos, una preciosa casa de campo antigua en una finca de unas cuatro hectáreas a una hora en coche de Dublín.

Tenía unos impecables jardines por detrás y un huerto tapiado al lado de la cocina. Un pequeño lago y un bosque. También tenía unos establos, pero estaban vacíos. Al parecer, el propietario, un magnate multimillonario, había comprado la casa como un capricho cuando tuvo un fugaz interés en invertir en caballos de carreras, y esa zona de Irlanda era famosa por ellos.

Sin embargo, no había comprado ni un caballo y tampoco había visitado la casa, que seguía vacía, intacta y lujosamente decorada siguiendo sus instrucciones. Ni siquiera había contratado a la empleada doméstica, lo había hecho uno de sus ayudantes.

Esa empleada doméstica había sido la madre de Maggie, que se quedó aterrada de perder el empleo cuando cayó enferma. Por eso, ella había dejado su propio empleo como ayudante del chef en un restaurante de Dublín y se había ido allí para cuidarla. Dejar el restaurante no había sido un sacrificio gracias al chef, que sobaba a todas empleadas.

Entonces, de repente, su madre había muerto y cuando informó a las oficinas del dueño, le habían preguntado si quería ocuparse de la casa hasta que encontraran a alguien fijo.

Ella estaba conmocionada… desconsolada… y se había encontrado aceptando, contenta con la idea de tener un sitio tranquilo donde poder lamerse las heridas y aliviar el dolor.

Eso había sido hacía tres meses, tres meses que habían pasado en una neblina de tristeza y, en ese momento, estaba saliendo de esa fase de congoja.

Empezaba a tener ganas de hacer algo que no se limitara solo a cuidar la casa.

La impresión que tenía del propietario, un hombre que le interesaba tan poco que no se había molestado en buscarlo por Internet, era la de alguien tremendamente engreído, alguien que se había comprado una lujosa casa de campo y que no había ido ni a verla, uno de esos hombres ricos y poderosos con más dinero que sentido común.

Eso último era lo que había dicho su madre y ella había conocido muy bien a los hombres ricos y poderosos porque el padre de Maggie había sido uno de ellos. Había sido un rico empresario escocés del sector inmobiliario que había tenido una aventura con la madre de Maggie. Cuando se quedó embarazada, él había negado que la conociera, le aterraba que la madre de Maggie y su hija ilegítima pudieran meter las manos en su inmensa fortuna.

No le había ofrecido ni apoyo ni compromiso, solo la había amenazado e intimidado. Su madre había sido demasiado orgullosa y se había sentido demasiado despechada para pedirle nada y se habían marchado de Escocia. Habían acabado en Irlanda, donde el trabajo de su madre como empleada doméstica las había llevado de un lado a otro y no se habían quedado nunca mucho tiempo en el mismo sitio.

Decir que tenía un concepto muy bajo de los hombres ricos y de su forma de actuar era decir muy poco. Suspiró. No obstante, un hombre rico le pagaba muy bien por ocuparse de una casa vacía y no podía quejarse.

Entonces, esa tranquilidad que tanto había anhelado se vio bruscamente alterada por un ruido. ¿Estaban llamando a la puerta principal? Era tan raro oír un ruido así en esa casa que casi no lo reconoció.

Subió corriendo y llegó al vestíbulo justo cuando la aldaba volvió a caer sobre la puerta.

–Tranquilo, un momento…

Encendió la luz del exterior, abrió la puerta… y se quedó sin respiración.

Un hombre alto y moreno ocupaba toda la puerta con una mano levantada como si fuese a llamar otra vez. Tenía al otro brazo levantado y apoyado en el marco de la puerta. El cielo de finales de verano ya tenía un tono ligeramente morado y hacía que ese hombre, a contraluz, pareciera más sombrío todavía.

Seguía sin poder respirar. Llevaba un esmoquin negro y era el hombre más impresionante que había visto en su vida. Tenía el pelo rizado y unas cejas oscuras en un rostro como cincelado en piedra con unos pómulos maravillosos. Los ojos también eran oscuros, pero no marrones, dorados. Era moreno de piel y una barba incipiente le cubría las mejillas. Su estatura y la anchura de su espalda eran imponentes… y le despertaban un hormigueo por dentro.

Ella lo percibió en una milésima de segundo, fue una reacción biológica muy elemental a tanta virilidad.

La pajarita negra le colgaba deshecha por debajo del cuello de la camisa con un botón abierto. Esos ojos oscuros la miraron de arriba abajo con descaro y cierta arrogancia.

Entonces, cayó en la cuenta de que llevaba el pelo recogido con un moño hecho de cualquier manera, unos pantalones cortos y una camiseta sin mangas, lo que solía ponerse cuando estaba limpiando.

–¿Es la mansión Kildare? –preguntó esa increíble aparición con un ligero acento extranjero.

Tenía una voz grave y algo ronca, y notó unas inoportunas palpitaciones entre las piernas.

–Sí, efectivamente…

El hombre se incorporó y dejó de apoyarse en la puerta. Parecía ligeramente embriagado, pero sus ojos la miraban con demasiada firmeza para que estuviera bebido. Más bien, parecía una profunda desidia.

Se dio la vuelta y ella pudo ver el taxi que lo esperaba con el motor encendido a los pies de la escalera. El hombre se dirigió al conductor.

–Este es el sitio, gracias.

Maggie se quedó pasmada mientras el conductor se despedía con la mano, se montaba otra vez detrás del volante y se alejaba por el camino de entrada.

–Disculpe, pero ¿quién es usted? –preguntó ella.

El hombre se dio la vuelta y volvió a mirarla.

–Soy el dueño de esta casa, Nikos Marchetti. Creo que sería más procedente preguntarle quién es usted. He visto una foto de la empleada doméstica y no se parece nada a usted.

Nikos Marchetti… Ella se lo había imaginado de mediana edad, con tripa y engreído. Ese hombre, sin embargo, parecía un guerrero espartano enfundado en un traje moderno.

Sus ojos estaban mirándola de arriba abajo otra vez, algo que debería haberle ofendido.

Nikos Marchetti no se parecía nada a lo que había esperado, ni físicamente ni en su forma de comportarse.

–Soy Maggie Taggart, la hija de Edith. Mi madre murió hace tres meses y un empleado suyo me pidió que me quedara hasta que contrataran a otra empleada doméstica, algo que, evidentemente, usted desconocía.

Él la miró sin inmutarse.

–Seguramente no me informaron. Mis empleados tienen instrucciones para que no me molesten salvo que sea algo muy urgente, y está claro que decidieron que usted podía llevar a cabo el empleo. No obstante, lamento su pérdida. Ahora, ¿cree que podría entrar en mi casa?

Su despreocupación al darle las condolencias por la muerte de su madre, uno de los acontecimientos más traumáticos de su vida, hizo que se mantuviera firme.

–¿Cómo sé que es quien dice ser?

 

 

Nikos Marchetti la miró y notó que la sorpresa y el desconcierto se adueñaban de él, además de algo mucho más potente, la excitación más instantánea que había sentido en su vida.

Acababa de llegar de un acto de etiqueta en el palacio de Dublín y se había marchado de una habitación de algunas de las mujeres más hermosas del mundo y ninguna le había atraído como ese… duendecillo tan fogoso.

Aunque era demasiado alta para ser un duendecillo. También era fuerte y fibrosa. La camiseta que llevaba resaltaba sus abundantes pechos y tenía unas caderas anchas y unas piernas muy blancas e interminables. Era como una reina vikinga y estaba derritiéndosele el cerebro solo de verla.

Seguramente por eso seguía ahí parado, normalmente, no habría consentido semejante impertinencia.

Sin embargo, no era solo su cuerpo. Tenía la melena pelirroja recogida en un moño en lo alto de la cabeza, unos pómulos prominentes, un mentón firme y una nariz recta. Unos ojos azules e inmensos y una boca amplia con labios carnosos y muy apretados en ese momento le dominaban la cara. También tenía los brazos cruzados y le impedía entrar en su propia casa.

–No había venido nunca por aquí, ¿verdad?

–No sabía que tuviera que mantenerle al tanto de lo que hago –replicó él con una ceja arqueada–, pero no, no había venido antes.

–¿Por qué ha venido esta noche? No me habían advertido de que fuera a venir.

–Dado que es mi casa y debería estar en perfecto estado para que pueda venir cuando quiera, no me ha parecido necesario que informe o avise a nadie.

–Es tarde… Podría haber estado acostada.

Nikos no pudo evitar verla desnuda en la cama, con el pelo extendido alrededor de ella y deseosa de que le explorara su sensual cuerpo. Notó que la sangre se le acumulaba en las ya recalentadas entrañas y la incipiente erección… algo que solía controlar mucho mejor.

–¿De verdad? –preguntó él con indignación–. ¿Está impidiéndome que entre?

–Sí, hasta que me enseñe alguna identificación. Si es quien dice que es, comprenderá y agradecerá que no permita que un desconocido entre en su casa.

Nikos quiso gruñir. Siempre le obedecían al instante, aunque ella tenía parte de razón. Además, también era novedad que no lo conociera, pero le daba un atractivo inesperado. Estaba acostumbrado a que la gente lo persiguiera por ser quien era, el heredero de una fortuna más que considerable.

Sin embargo, no quería pensar en eso en ese momento, solo le recordaría la sensación de claustrofobia y tedio que lo había llevado allí, aunque casi se había olvidado de sus posesiones en Irlanda.

Rebuscó en el bolsillo mientras murmuraba que no podía creerse que estuviera haciendo eso. Sacó el pasaporte y se lo entregó a la empleada doméstica, que más bien parecía la animadora de un equipo de baloncesto con ese cuerpo fibroso y esa belleza sin maquillaje.

–¿Cuántos años tiene? –le preguntó él antes de pudiera morderse la lengua.

–Veintitrés –ella dejó de mirar al pasaporte–. Es un pasaporte griego. Creía que era italiano.

–Soy medio griego y medio italiano, pero esta vez he decidido adoptar mi parte griega –él recuperó el pasaporte–. ¿Alguna pregunta más o ya puedo entrar en mi casa?

 

 

Maggie no podía creerse que estuviera siendo tan peleona con el dueño de la casa… porque era el dueño de la casa. Era Nikos Marchetti.

Intentó recordar la poca información sobre él que le había dado su madre. Era el heredero de una fortuna enorme, el Grupo Marchetti. Era el mayor grupo de marcas de lujo del mundo. También tenían muchísimas propiedades inmobiliarias: hoteles, clubs nocturnos y manzanas de edificios en sitios como Nueva York.

Retrocedió y se apartó para dejarle entrar.

–Adelante, señor Marchetti. Es un placer recibirlo en la mansión Kildare.

Él resopló con rabia mientras entraba y dejaba una bolsa de viaje en una silla. Era más impresionante y más grande todavía a la luz del vestíbulo. Miró alrededor y fue a una de las salas.

Ella seguía aturdida por su olor, que le había llegado al pasar. No tenía nada artificial, o era tan caro que no olía a sintético, olía a almizcle, a madera, a esencia de hombre…

Cerró la puerta de entrada y fue a la puerta de la sala. Vio que había dejado la chaqueta en el respaldo de una butaca y que estaba sirviéndose una copa de whisky.

–¿Quiere que le enseñe la casa? –le preguntó Maggie intentando parecer profesional y despreocupada cuando se sentía justo al revés.

Tuviera lo que tuviese ese hombre, le producía un cosquilleo por todo el cuerpo, de excitación y de algo mucho más volátil.

–Claro –contestó él dándose la vuelta.

Se acercó a ella dando un sorbo de whisky y con la copa en la mano. Le pareció peligroso y desvergonzado, y sintió un escalofrío por la espalda.

Lo notaba detrás de ella, como un felino acechante, mientras le enseñaba las salas, más o menos informales, que daban al vestíbulo y el salón principal. En la parte de atrás, con vistas a los jardines, había un despacho con ordenadores de última generación que no había tocado nadie. Al otro lado del pasillo había un cuarto de estar con una pantalla para proyectar películas y estanterías del suelo al techo llenas de libros que, seguramente, habrían elegido de cara a la galería. Obras de Shakespeare… Dickens… Era la habitación favorita de Maggie.

–Sigue –le ordenó Nikos.

Ella estuvo a punto de tropezarse mientras volvía por el pasillo y bajaba las escaleras hacia la cocina. Él no la miró casi, estaba mucho más interesado en el gimnasio y la piscina cubierta que había en la misma planta. También había cuartos para masajes e hidromasajes, una sauna y un baño turco.

Él no podía parecer más despreocupado con la camisa desabotonada, la pajarita suelta y la copa de whisky en la mano. Estaba supervisando una casa que no había visto jamás y, hasta el momento, estaba confirmando todo lo que ella había pensado de los hombres ricos y poderosos.

Se dio la vuelta para mirarla y se acabó la copa. ¿Habría sido imaginación de ella o había visto un destello muy fugaz en esos hipnóticos ojos dorados? No eran completamente dorados, también tenían reflejos verdes y color avellana.

Para su bochorno y fastidio, notó que una oleada ardiente la dominaba por dentro y tuvo que darse la vuelta antes de que le llegara a la cara. Era muy blanca y cualquier sensación se le reflejaba en la piel.

–Los dormitorios están en la primera planta –comentó ella mientras volvían a la planta principal sin comprobar si Nikos Marchetti la seguía.

Sin embargo, lo percibía, notaba su presencia desde que le vio.

 

 

A Nikos le costaba prestar atención a la casa cuando estaban subiendo las escaleras y tenía delante el trasero y las insinuantes caderas de la empleada doméstica, por no decir nada de esas piernas largas y desnudas.

Avanzaba con paso firme por delante de él mientras abría puertas.

–Estos son los dormitorios de invitados, el suyo está al fondo.

Ella abrió la puerta y se apartó. Él se dio cuenta de que llevaba sandalias y de que tenía unos pies bonitos con las uñas pintadas de color coral.

Apretó los dientes y entró en la habitación, pero captó su olor a rosas y a algo más terrenal, a almizcle. Apretó más los dientes.

Casi ni se fijó en la lujosa habitación con ventanas que daban a los tres lados de la casa, aunque estaba oscureciendo y el jardín se veía en penumbra. Él lo reconoció gracias a las fotos que le había mandado el decorador después de que se hubiese terminado.

Esa era la primera casa que había comprado, sus otras posesiones eran pisos en los hoteles propiedad de la empresa. En ese momento, se sentía en evidencia, como si esa desconocida estuviera viendo los motivos para haberla comprado solo porque le había gustado una foto.

Podía notar que esa mujer con cuerpo de sirena y unos inmensos ojos azules estaba mirándolo.

Se dio la vuelta. Maggie Taggart tenía los brazos cruzados, lo que le elevaba los generosos pechos.

Desvió la atención otra vez hacia ella.

–¿Por qué va vestida como si estuviera de barbacoa?

–Si me hubieran dicho que iba a venir, me habría vestido adecuadamente –contestó ella sonrojándose–. Sin embargo, si tenemos en cuenta que mi horario terminó hace tiempo, no sé por qué voy a justificar que vaya vestida como quiera. Dado que su presencia aquí es… inusual, me he permitido trabajar en las horas que mejor me viene. No creo que pueda quejarse del estado de la casa. Trabajos los siete días de la semana y siempre ha estado preparada para su llegada.

Nikos sintió remordimiento de conciencia, algo muy raro en él.

–Tiene la casa impecable –tuvo que reconocer él en un arrebato de justicia innato–. ¿Podemos empezar desde el principio?

Él se acercó hasta ella, que no había pasado de la puerta. De repente, no parecía tan segura de sí misma. Podía ver las palpitaciones del pulso en el cuello. No era tan puntillosa como parecía o se comportaba.

–Soy Nikos Marchetti –él le tendió la mano–, el dueño de esta casa. Siento no haberle avisado de que iba a venir y le agradezco que la mantenga impoluta. Evidentemente, está haciéndolo increíblemente bien.

Se felicitó a sí mismo por no haber puesto ni el más mínimo tono burlón.

Su empleada lo miró con recelo, pero acabó estrechándole la mano. Nikos sintió inmediatamente la piel ligeramente áspera de la palma de su mano y el deseo que sentía se convirtió en una excitación desbordante. Una excitación ardiente que le recorría las venas. Instintivamente, le agarró la mano.

Maggie se quedó sin respiración otra vez. ¿Qué acababa de decir ese hombre? Se le había nublado el cerebro. Solo notaba su enorme mano alrededor de la de ella. La empequeñecía. Era alta y se había acostumbrado a que le llamaran «una chica grande y fuerte», pero Nikos Marchetti hacía que se sintiera delicada por primera vez en su vida. No le llegaría casi a la barbilla ni con tacones, algo que le parecía un poco embriagador aunque le fastidiara reconocerlo. Era muy raro que tuviera que mirar a un hombre desde abajo, aunque tampoco había tenido muchas ocasiones. Se había pasado la vida yendo de un lado a otro con su madre y no había podido formar un grupo de amigos íntimos, y las pocas veces que había decidido salir con un hombre habían acabado con una tibia sacudida de manos cuando el hombre había resultado ser más bajo que ella todas y cada una de las veces.

Por eso y por infinidad de motivos, entre ellos el recelo hacia los hombres que le había inculcado su madre, había eludido la… intimidad. Sin embargo, en ese momento… sentía mucha intimidad. Se soltó la mano.

–¿Ha comido algo? Hay restos de un guiso de pollo. No me acuerdo de si está en la lista de sus comidas preferidas, pero, si quiere, puedo calentarle un poco.

Estaba hablando por hablar. Lo hacía cuando estaba nerviosa y le espantaba. Retrocedió unos pasos para alejarse de ese hombre que hacía que pensara en todo tipo de cosas y en… intimidad.

Era su jefe.

–Claro –él se encogió de hombros–. Tengo que ducharme y cambiarme, pero bajaré enseguida.

–Su vestidor está surtido con un guardarropa completo por si necesita algo.

Bajó la escaleras mientras se maldecía a sí misma por sentirse tan afectada por él. Indudablemente, era sexy e impresionante, pero, seguramente, tendría el mismo efecto en todo el mundo, una demostración de que no era inmune a su potente ostentación de sexualidad.

Se paró en el vestíbulo y miró su bolsa de viaje. Ya le había dicho que tenía ropa en el vestidor, pero, seguramente, debería subirle la bolsa. ¿No era parte de lo que se esperaba que hiciera una empleada doméstica?

Volvió a subir, pero se quedó parada delante de su puerta. Estaba entreabierta y no sabía bien qué hacer. No se oía nada. Llamó con delicadeza y se aclaró la garganta. Le parecía muy raro después de haber estado completamente sola en la casa.

No contestaron y abrió la puerta. Vio que la puerta que daba al cuarto de baño también estaba entreabierta. Se oía el agua y salía vapor. Estaba en la ducha.

Entró para dejar la bolsa en la cama y marcharse inmediatamente. Sin embargo, antes miró hacia el cuarto de baño y vio una forma alta y morena. Ya no caía agua y se quedó absorta mientras el vapor se evaporaba y el cuerpo de Nikos Marchetti iba apareciendo en la rendija que dejaba la puerta entreabierta.

No pudo moverse. Le zumbaba la cabeza. Estaba desnudo y era… magnífico. Impresionante. Tenía unas extremidades largas y un torso musculoso. Le resplandecía cada centímetro de piel morena, el vello del pecho descendía formando una línea hasta lo vellos rizados que tenía entre las piernas y, se puso roja como un tomate, se podía comprobar lo potente que era su cuerpo.

Entonces, él se quedó inmóvil.

Ella levantó la mirada y se encontró con el brillo dorado y verdoso de sus ojos. Nikos Marchetti, sin inmutarse, tomó una toalla y se la colocó alrededor de las estrechas caderas. No dijo ni una palabra.

Entonces, como si alguien la hubiese abofeteado, salió del ensimismamiento.

–Lo siento… Creía que… Su bolsa…

Luego, se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación con el rostro y el cuerpo abrasándole.

***

Nikos vació la copa de vino blanco que había acompañado a un guiso de pollo asombrosamente bueno.

En ese momento, se dejó caer sobre el respaldo de la silla y pensó en lo sorprendente que había sido todo.

Había llegado allí y se había encontrado con que su empleada era, como mínimo, veinte años más joven de lo que había esperado. Además, era hermosa y sexy en un sentido que le había llegado muy dentro, donde no le llegaban la mayoría de las mujeres.

Maggie reapareció por la puerta. Se había cambiado de ropa desde que la había sorprendido mirándolo fijamente, como si no hubiese visto nunca un hombre desnudo, como un conejo deslumbrado por los faros de un coche, con esos enormes ojos abiertos como platos y clavados en esa parte de su anatomía que no se había apaciguado.

Había tenido que volver a la ducha y meterse un buen rato debajo del agua fría para no dejarse llevar por ese deseo tan intenso. No estaba a merced de su cuerpo y sus hormonas por muy tentadora que fuese su empleada doméstica.

En ese momento, ella llevaba una camisa blanca metida por dentro de unos pantalones negros, mocasines también negros y el pelo recogido en un moño en la nuca. Incomprensiblemente, le irritó muchísimo, aunque fuera exactamente como había esperado ver a su empleada.

Aun así, no podía ponerle ninguna pega. La casa estaba impoluta y él se había presentado sin avisar. Ella trabajaba allí y no podía esperarse que estuviera impecable durante veinticuatro horas siete días a la semana, era imposible.

Se acercó sin mirarlo y le retiró el plato.

–Estaba muy bueno –comentó él–. Mejor dicho, estaba excelente. ¿Lo ha hecho usted?

Maggie estaba haciendo todo lo que podía para no mirar a los ojos a Nikos Marchetti, reunió fuerzas y lo miró. Todavía tenía el pelo mojado y los rizos se le ensortijaban en la cabeza. Lo que le recordó… ese momento.

–Trabajaba como ayudante del chef en un restaurante –le explicó ella–. Eso era lo que yo quería llegar a ser… chef.

–¿Por qué lo dejó? –le preguntó Nikos con el ceño fruncido.

A Maggie le habría gustado que la ropa que se había puesto, el uniforme, le sirviera de barrera contra esa mirada, pero se sentía como si pudiera atravesarla y ver la sangre que todavía le bullía como la lava.

–Por la enfermedad de mi madre. Además, el chef tenía las manos demasiado largas para mi gusto.

–¿Quiere decir que la tocaba? –preguntó él con una tensión evidente.

Maggie se sorprendió por su reacción.

–A mí y a cualquier empleada que estuviera a un metro de él. Sin embargo, mi madre enfermó y no me costó gran cosa venir a ayudarla. Ella creía que podría arreglarse con mi ayuda, pero la enfermedad empeoró muy deprisa…

Nikos Marchetti se levantó y le tomó el plato que llevaba en las manos antes de separar una silla de la mesa.

–Siéntese…

Maggie vaciló un instante, pero acabó sentándose. Él también se sentó.

–Siento mucho lo de antes. Alguien debería haberle llamado para avisarle de que iba a venir. También siento lo de su madre, aunque tuvo la suerte de poder estar con ella todo ese tiempo. Parece que estaban muy unidas.

Miró a su jefe. Si seguía repitiéndose que era su jefe, quizá pudiera no hacer caso del millón de señales que le parecía que iban brotando entre ellos por debajo de la superficie. Esa forma de percibirlo… Esa forma de mirarla… Era ilícitamente excitante.

–Estábamos muy unidas. Ella era madre soltera y yo era hija única.

–¿Su padre estaba… ausente?

–Sí –contestó ella con cierta vehemencia antes de intentar cambiar de tema–. ¿Su madre vive todavía?

–No –la expresión de Nikos Marchetti se hizo hermética–. Murió hace mucho y no la recuerdo.

–Lo siento –replicó Maggie, aunque le dio la sensación de que lo que le había contado no era verdad del todo–. Perder una madre es muy duro a cualquier edad –ella volvió a tomar su plato y se levantó–. Si quiere pasar a la sala, puedo llevarle café o té.

Nikos Marchetti la miró y fue como si se hubiese olvidado de que ella estaba allí y se diera cuenta otra vez, se había ensimismado un momento.

Tuvo la sensación de que la imagen que proyectaba, rico y despreocupado, escondía algo mucho más imponente. Estaba alerta a pesar de ese aire de despreocupación.

–Tomaré un whisky, pero con una condición.

Maggie ya se había dado la vuelta, pero giró la cabeza y vio que Nikos Marchetti se había levantado.

–¿Qué condición? –preguntó ella con el corazón acelerado sin saber por qué.

–Que me acompañe y tome una copa. Es lo mínimo que puedo hacer después de haberme presentado de improviso.

Ella agarró el plato con más fuerza y volvió a quedarse sin respiración.

–No hace falta…

–Por favor. Hacía mucho tiempo que no tenía una conversación tan interesante con nadie como la que he tenido con usted durante las dos últimas horas. Concédamelo…

 

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Nikos fue a la sala para esperar a que volviera Maggie. Estaba acostumbrado a no tener que esforzarse mucho para conseguir lo que quería, fueran mujeres u operaciones comerciales. Aunque también sabía que eso se debía, en gran medida, a sus genes y su fortuna.

Su vida se había convertido en una vida aburrida últimamente.

Abrió las dos hojas de la puerta acristalada y se quedó ahí. El aire era cálido y no se movía nada. Oyó el mugido de una vaca a lo lejos. No recordaba la última vez que había estado en un sitio tan apacible y, para su sorpresa, no tenía ganas de buscar alguna distracción, le apaciguaba los nervios de punta.

Nadie sabía que estaba allí y esa había sido una de las cosas que le habían atraído de ese sitio. Era tan campestre, tan distinto a la vida que solía llevar, que la compra impulsiva había sido más sorprendente todavía. Sin embargo, no quería analizarlo en ese momento, como tampoco quería analizar esa sensación de estar en casa cuando nunca se había sentido en casa en ningún sitio.

No tenía una casa y tampoco la quería.

La casa, el hogar, era un mito.

Fue a ver las estanterías con libros que había a lo largo de la pared. Algo llamó su atención y sacó un libro. Había sido uno de sus favoritos cuando era pequeño y le evocó un tiempo cuando era más joven y utilizaba los libros como una válvula de escape.